6. Cuestiones freudianas

 

Jesús González Requena
Edipo III. La tarea del hijo
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2016/2017
sesión del 21/10/2016 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2021

 

 

 

 

 

 

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A propósito de la verdad

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He recibido este mensaje de uno de ustedes:

 

«(… algo) me ha resultado muy llamativo en un discurso suyo en una entrevista que he visto, y es el proceso de deconstrucción y por lo tanto de pérdida de la Verdad o sentido de la Verdad en el psicoanálisis contemporáneo, así como en la sociedad (…). ¿Podría hacernos una introducción a este tema? Y ya que estamos frente a la película The Searchers, ¿podría decirse efectivamente que aquí la Verdad aún se sostiene? ¿En qué momento histórico y como consecuencia fundamental de qué causas o procesos más concretos en los que atañen a nuestro mundo actual se podría situar esta “brecha” cultural? ¿Hay durante la Historia de Occidente algún hecho comparable en este sentido? ¿Es posible restaurar esta Verdad en un mundo deconstruído? ¿y en el psicoanálisis? ¿Sustituye el relato imaginario la pérdida de sentido, y en esta dirección, es posible un imaginario que sostenga y dote de sentido la vida humana cuándo ha fallado la función simbólica en el plano colectivo? Si pensamos de forma radical podríamos decir que caminamos hacia la psicosis… o hacia el más puro automatismo?»

 

Comencemos por aquí:

 

«(… algo) me ha resultado muy llamativo en un discurso suyo en una entrevista que he visto, y es el proceso de deconstrucción y por lo tanto de pérdida de la Verdad o sentido de la Verdad en el psicoanálisis contemporáneo, así como en la sociedad (…). ¿Podría hacernos una introducción a este tema?»

Sobre estos asuntos, les remito aquí:

 

“Teoría de la verdad”, en Trama y Fondo. Lectura y Teoría del Texto, nº 14, 2003. Disponible aquí

 

“Sobre los verdaderos valores. De Freud a Abraham”, en Trama y Fondo nº 24, 2008. Disponible aquí

 

El primer texto pretende definir la noción de verdad, de una manera diferente a la habitual.

 

El segundo, se ocupa de la cuestión de la crítica de la noción de verdad en el pensamiento de la deconstrucción y trata de replantear la cuestión desde el psicoanálisis freudiano y de la particular aventura biográfica y analítica del propio Freud.

 

Por cierto que el Abraham al que remite el título no es, como suele pensarse, el psicoanalista alemán, sino el patriarca bíblico.

 

Y es que el texto reivindica la relación de la verdad con el Dios monoteísta partiendo de las intuiciones de Freud sobre ello y procurando dar algunos pasos más hacia adelante.

 

Con respecto a lo que sigue,

 

«¿En qué momento histórico y como consecuencia fundamental de qué causas o procesos más concretos en los que atañen a nuestro mundo actual se podría situar esta “brecha” cultural? ¿Hay durante la Historia de Occidente algún hecho comparable en este sentido?»

 

les diré, sintetizando en extremo, que, si nuestra civilización está vinculada en su origen al nacimiento del dios patriarcal y monoteísta, su desaparición podía resultar igualmente ligada a la muerte de este.

 

Y por lo que se refiere a la cuestión de la verdad, nada muestra de manera tan directa su relación con el Dios monoteísta como como el hecho de que el filósofo que procedió a la deconstrucción de la noción de la verdad fue el mismo que declaró la muerte de Dios.

 

De ello también se habla en el segundo artículo.

 

«¿Es posible restaurar esta Verdad en un mundo deconstruído? ¿y en el psicoanálisis? ¿Sustituye el relato imaginario la pérdida de sentido, y en esta dirección, es posible un imaginario que sostenga y dote de sentido la vida humana cuándo ha fallado la función simbólica en el plano colectivo? Si pensamos de forma radical podríamos decir que caminamos hacia la psicosis… o hacia el más puro automatismo?»

 

Y dado que el Dios patriarcal y monoteista es el respaldo antropológico de la función simbólica del padre, a mí se me hace cada vez más evidente que el desorden simbólico producido por la muerte de Dios y la caída del padre es el motivo central que ha provocado que las perversiones y la psicosis hayan pasado a ocupar en la segunda mitad del siglo XX el lugar que la neurosis ocupaba entre los malestares psíquicos del siglo XIX.

 

Pueden encontrar una reflexión de fondo de sobre ello aquí:

 

“El oscuro retorno de la Diosa”, en Trama y Fondo, Lectura y Teoría del Texto nº 39, 2015, Madrid. (www.gonzalezrequena.com, textos en pdf/Psicoanálisis)

 

«Y ya que estamos frente a la película The Searchers, ¿podría decirse efectivamente que aquí la Verdad aún se sostiene?»

 

Y por lo que se refiere a la cuestión de The Searchers, mi respuesta es afirmativa.

 

De hecho, lo encontraran argumentado, y precisamente en oposición al discurso nietzscheano, en la última sesión del año pasado.

 

Por lo demás, si leen el primero de los artículos, Teoría de la verdad, verán que ya entonces empleaba precisamente esta película para argumentar la noción de verdad subjetiva.

 

Allí se argumenta que la verdad no tiene nada que ver con la objetividad, dado que su estructura, propiamente enunciativa, es la de la promesa: verdad es la promesa cumplida.

 

 


Deseo de la verdad y pulsión de muerte

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En relación directa con esta cuestión está esta otra que he recibido también esta semana:

 

«¿Por qué embarcarse en un ejercicio que puede perjudicar la relación del autor con su propia “patria” en un momento histórico en el que ese pueblo (incluido él) más necesita la unión y cohesión?

«Esta cuestión me lleva a preguntarme por diferentes artistas, escritores, pensadores, investigadores, cineastas… que a lo largo de la historia han decidido publicar obras que sabían que perjudicarían su carrera, su imagen, su integridad física… ¿Qué se produce en aquéllos que por la necesidad de expresar una determinada cuestión son capaces de poner en peligro, su trayectoria, su libertad…? ¿Podemos hablar de pulsión ante esta conducta?»

 

Se trata de una cuestión ciertamente mayor.

 

¿Cuál es la dinámica y la energética -por expresarnos en términos freudianos- que sostiene el compromiso con la verdad?

 

Pero es demasiado pronto para responder a ella. No quiero decir que llegue demasiado pronto, por el contrario. Corresponde ya formularla y mantenernos, en lo que sigue, tensionados por ella.

 

Algo podemos, en todo caso, decir sobre ello: que el deseo de la verdad, la pasión por el saber, se sitúa de manera directa en el ámbito de esa región que Freud ha designado bajo la noción, todavía confusa, de pulsión de muerte.

 

Y por eso, ¿qué mejor que The Searchers y el Moisés y la religión monoteísta para avanzar en su exploración?

 

 


La herencia arcaica

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Y una tercera cuestión, referida al Moisés y la religión monoteísta:

 


 

«En el apartado “E – Dificultades” de la 3ª parte, aparecen varias referencias a lo que Freud llama “herencia arcaica”. (…)

«Freud habla de “huellas mnemónicas de las vivencias de generaciones anteriores”. Aquí me surge la duda de qué entendemos por “huellas mnemónicas” y hasta qué nivel de concreción llegarían éstas. Dicho de otra manera, ¿es que estas huellas pueden ir más allá de provocar una tendencia u orientación en el individuo y llegar a hacer que éste conciba una idea concreta determinada? Pregunto porque cuanto más concreta sea esa “huella mnemónica” más se me parece a algo similar a un recuerdo (que el individuo no puede tener porque no vivió él la escena originaria), una imagen del pasado, con elementos concretos, y eso es algo que, a priori, debo confesarle, se me antoja poco verosímil y me hace pensar que quizás no he entendido bien algo de esto.»

 

Versa sobre la peliaguda cuestión de la herencia arcaica.

 

Pienso que la lectura realizada es correcta.

 

Freud recurre a una hipótesis para mí también insostenible: la idea de la herencia no solo de disposiciones, sino de contenidos, de huellas mnémicas.

 

Hasta donde se me alcanza, nada la sostiene.

 

Pero lo importante, en el análisis textual, no es nunca estar o no de acuerdo con algo, sino plantearse qué lugar ocupa, cuál es la función de ese enunciado en el texto en el que aparece.

 

 


El asesinado del padre primordial

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Y bien, Freud sostiene que esa huella, que concibe como traumática -el asesinado del padre primordial- explicaría la fuerza con la que se afirma, al modo del retorno de lo reprimido, la religión monoteísta.

 

Es su manera de aferrarse a la hipótesis mayor de Tótem y Tabú. Pero es también, no lo pierdan de vista, su manera de conceder un lugar al pecado original cristiano.

 

Ese crimen, ese pecado original, y la culpa que lo acompaña -la conciencia del pecado-. sería el fundamento mismo de la cultura.

 

Pues lo que está en juego para Freud en el texto es el origen mismo de la cultura, que habría nacido, en el totemismo, como el efecto de la culpa generada por ese crimen.

 

Observen, pues, se lo señalo de paso, la diferencia mayor entre Levi-Strauss y Freud.

 

Pues Levi-Strauss toma de Freud la idea de que la prohibición del incesto constituiría el punto de inflexión entre la naturaleza y la cultura.

 

Pero no incorpora lo que en Freud aparece como su motivo primero: ese paquete indisociable que es el del crimen primordial y la culpa que genera y que hace de la culpa -esto es lo que Levi-Strauss omite- el fundamento de la cultura cuya primera manifestación es la prohibición del incesto.

 

Y es que, si el estructuralismo levi-straussiano se conforma con constatar la presencia de la regla como pieza de la estructura social, Freud, para quien el punto de vista es no solo estructural, sino también dinámico y energético, necesita explicarse de dónde procede la energía que sostiene esa regla.

 

Y más que eso: necesita responder al asunto que el estructuralismo siempre omite: el del origen, el del cómo y por qué ello llegó a suceder.

 

En suma: ¿cómo pudo surgir la cultura? y así, para él, lo que sostiene la regla que hace la cultura es la culpa generada por el asesinato del padre.

 

¿Tuvo lugar tal asesinato?

 

Sin duda.

 

Rebeliones contra el amo ha habido siempre y, cuando se han saldado con la victoria, ésta ha concluido las más de las veces en su asesinato.

 

Les ofrezco dos ejemplos de ello bien recientes de los que Freud no habla: la muerte de Luis XVI tras la revolución francesa o la del zar tras la revolución soviética -por cierto que en ambos casos los asesinatos alcanzaron a sus familias respectivas.

 

Y por cierto que ambos fueron ejemplos relevantes porque esas muertes no se produjeron en el primero momento, en el torbellino, digámoslo así, de la rebelión, sino que solo llegaron más tarde, con dificultad, como si una oscura compulsión se abriera paso contra toda resistencia racional, dada la evidente desposesión de poder de las víctimas e incluso de su irrelevancia personal -ciertamente, nada tenían de grandes hombres esos dos reyes asesinados.

 

Ahora bien, ¿es necesario postular una herencia arcaica para explicar la reiteración de tales asesinatos?

 

Por mi parte, no lo veo necesario. Creo que basta con la noción de pulsión para explicar la tendencia natural del ser humano hacia el asesinato -del padre o de cualquier otro ser humano.

 

Pero mi opinión es lo de menos. Y, en todo caso, les insisto: lo que le importa a Freud no es tanto el origen de la idea de Dios como el origen del sentimiento de culpa.

 

Si se ocupa de Dios, es llevado a ello por su intuición de que sin él en sentimiento de culpa resulta incomprensible.

 

 


La desaparición del sentimiento de culpa la amenaza totalitaria

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Y es que, como les vengo diciendo, en mi opinión, el motivo esencial del Moisés y la religión monoteísta es la constatación, en el mundo que le es contemporáneo, de la desaparición del sentimiento de culpa, percibido por Freud como el principal dique capaz de frenar la agresividad humana.

 

Eso es lo que le lleva a plantearse de nuevo la cuestión del origen de la culpa.

 

Muy exactamente de eso es de lo que habla en la Advertencia preliminar del III ensayo, fechada en Viena 1938:

 

«Vivimos en una época muy curiosa. Descubrimos con asombro que el progreso ha sellado un pacto con la barbarie. En la Rusia soviética se han lanzado a la empresa de elevar a unos cien millones de seres humanos, mantenidos en la sofocación, hasta formas de vida mejores. Se tuvo la osadía suficiente para quitarles el “opio” de la religión, y se fue lo bastante sabio para concederles una medida razonable de libertad sexual. Pero, en cambio, se los sometió a la compulsión más cruel, y se les arrebató toda posibilidad de pensar libremente. Con parecida violencia, el pueblo italiano es educado para el orden y el sentimiento del deber. Uno se siente casi aliviado de una aprehensión oprimente viendo, en el caso del pueblo alemán, que la recaída en una barbarie poco menos que prehistórica puede producirse sin apuntalamiento en ideas progresistas. Comoquiera que fuese, las cosas se han plasmado de tal suerte que hoy las democracias conservadoras se han convertido en las guardianas del progreso cultural…»

 

Como ven, Freud habla con asombro de la nueva combinación de progreso y barbarie que se manifiesta en su tiempo -Descubrimos con asombro que el progreso ha sellado un pacto con la barbarie.

 

La Rusia soviética aparece como su encarnación: la eliminación del opio de la religión y la concesión de la libertad sexual -tales serían las manifestaciones del progreso- aparecen asociadas a la más extrema y bárbara violencia: la de arrebatar al individuo toda posibilidad de pensar libremente.

 

Lo que para Freud es tanto como su aniquilación como sujeto.

 

A lo que hay que añadir que la idea de que la libertad sexual resolvería los problemas de la cultura era algo que Freud ya había descartado plenamente en El malestar en la cultura.

 

Tengan en cuenta, por lo demás, que en la Europa de los años veinte y treinta, es decir, la que se sitúa entre esas dos hecatombes que fueron la primera y la segunda guerra mundial, se experimentó un notable liberalismo en las costumbres.

 

Seguro que ustedes han oído hablar de los felices años veinte.

 

El asunto es que a finales de los años treinta, Freud tenía una muy clara percepción de la amenaza totalitaria, que para él presenta la doble cara del comunismo y del nazismo.

 

 


Una barbarie poco menos que prehistórica

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Pues independientemente de las ideas progresistas que acompañen a uno o a otro, ambos comparten, escribe, una barbarie que es casi prehistórica.

 

Y es necesario conceder a esta expresión, la de una barbarie poco menos que prehistórica, toda su importancia.

 

Pues en ella el adjetivo prehistórica no es una mera forma de enfatizar lo bárbaro de esa barbarie.

 

Por el contrario. Si hay que tomársela en serio es por el sustantivo que convoca y que desempeña en el ensayo que así se introduce un papel de primera importancia. Me refiero a la prehistoria misma, pues es en la prehistoria donde se sitúa ese crimen primordial a partir del cual, en opinión de Freud, emergió la cultura.

 

Permítanme una interpretación, es decir, un paso más a partir de lo que Freud dice pero que, creo, es del todo congruente con ello: si se abre la posibilidad de una barbarie prehistórica, lo que se abre es, simultáneamente, la posibilidad misma del fin de la cultura.

 

Y eso es lo que hace tan urgente para Freud la necesidad de pensar como la cultura pudo nacer.

 

Pues contempla la posibilidad del retorno al tiempo de la violencia bárbara e irrestricta del padre de la horda: ¿y acaso las figuras de Hitler y Stalin no son concebibles sobre su modelo en la misma medida en qu reclamaron para sí un poder absoluto no limitado por ley alguna?

 

Lo primero me parece evidente: barbarie a parece en oposición a cultura tanto como prehistoria aparece en oposición a historia.

 

Y ciertamente, si en el libro Freud trata de explicarse como pudo surgir la cultura es porque se da cuenta de la posibilidad de su extinción.

 

Lo segundo, en cambio, es un paso que sin duda Freud tiene en la mente pero que, a la vez, no puede dar.

 

Por muchos motivos.

 

El primero de los cuales es debido a que el padre, en Freud, es el fundamento del superyó y la referencia de la ley, mientras que el padre de la horda, como Hitler y Stalin, son la negación de toda ley.

 

Así, lo leen ustedes muchas veces en el libro, ese Moisés del que se dice que es un gran hombre, un héroe, es identificado, simultánea e insistentemente, como una figura paterna para su pueblo.

 

Y más adelante, Jesucristo aparece como una nueva figura de esa misma estela.

 

Y el segundo motivo está en relación con una idea que debió parecérsele a Freud inevitablemente cuando escribía el libro y que muy seguramente fue el otro de de los motivos centrales de su enmarañamiento y de su imposibilidad de acabarlo -pues en rigor hay que decir que, llegado cierto punto, el libro se interrumpe, ya no prosigue, pero no termina de resolver lo suficiente como para producir el efecto de su conclusión.

 

Me refiero a algo bien concreto, pero a la vez extraordinariamente desconcertante para Freud y que podemos resumir en esta pregunta: ¿qué culpa podría generar asesinar a Hitler o a Stalin?

 

¿No sería ese, más bien, un acto heroico?

 

Pero entonces, ¿cómo es posible que el asesinato del padre arcaico produjera la culpa capaz de hacer emerger la cultura?

 


Padre de la cultura vs. padre de la horda

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Todo un callejón sin salida en el que se debate Freud.

 

Pero, en tanto que se debate, es que está a pesar de todo buscando una salida.

 

Es al trabajo de darle, al asunto, una salida o, si ustedes quieren, de retomar y proseguir con el asunto más allá de donde Freud hubo de interrumpirlo -pues estaba ya demasiado cerca de su propia muerte- a lo que les invito.

 

Pero para ello, ya saben, no hay que apresurarse. Por el contrario: hay que analizar detenidamente el texto. Y, sobre todo, prestar detenida atención a sus contradicciones.

 

Por cierto que esto es lo que no están acostumbrados a hacer. Es lógico, uno espera que un texto sea del todo coherente y tiende, por ello, mientras puede, a ignorar las contradicciones que encuentra en él.

 

Pues bien: hagan todo lo contrario: solo cuando localicen y aíslen las contradicciones que el texto contiene sabrán lo que sucede en él.

 

Lo que en él esta sucediendo.

 

Porque todo gran libro es la crónica y la huella del tiempo real -y de la pasión- de la escritura que lo conforma.

Va siendo hora de volver a The Searchers.

 

Sólo añadiré, antes de dejar en suspenso este asunto aquí, un par de cosas.

 

La primera, que el avance hacia la salida de ese callejón pasa, en mi opinión, por oponer al padre de la horda el padre de la cultura.

 

Ciertamente, Freud no da ese paso…

 

Pero solo en la medida en que no llega a sustantivizar esa noción, la de padre cultural, por oposición a ese otro padre, biológico pero no cultural, que es el padre de la horda.

 

Pero, a la vez, de mil maneras, no cesa de apuntar en ese sentido. Hay muchos detalles en los que tal tensión se manifiesta. Volveremos sobre ellos. Mientras tanto les invito a que hagan por buscarlos.

 

Hoy me limitaré a señalarles uno mayor: el que se manifiesta en lo que separa Tótem y Tabú de Moisés y la religión monoteísta: diferencia que es bien patente en sus mismos títulos.

 

Pues el radio de reflexión del primero es el totemismo.

 

El del segundo, en cambio, la religión monoteísta y su evolución hacia el cristianismo.

 

Y es que el mismo Freud que pocos años antes, en El porvenir de una ilusión, describía la religión como e opio del pueblo, de pronto ha comenzado a percibir que la nueva barbarie, esa que aparece asociada al progreso, crece en relación directa con la desaparición de ese opio.

 

Opio que, por eso mismo, aparece escrito entre comillas, como sugiriendo la posibilidad de que fuera algo más que opio, algo, por ejemplo, capaz de contener esa emergente barbarie -la idea ya está presente en el Malestar en la cultura– que, como les digo, es la evidente mayor preocupación que motiva el libro.

 

Y bien, ¿es que acaso el Dios monoteísta, con la conquista de espiritualidad que supone, no es algo radicalmente opuesto al padre de la horda?

 

Y por lo mismo: en Tótem y tabú no hay espacio alguno para un padre cultural.

 

En cambio, en Moisés y la religión monoteísta está nada menos que… el propio Moisés.

 

Y la otra y última cosa que les puedo decir hoy es que creo que la puerta de salida mayor de ese callejón sin salida que parece ser el Moisés y la religión monoteísta se encuentra aquí:

 


 

Quiero decir: tanto en el Moisés de Miguel Ángel como en el ensayo de Freud de 1914 que lleva ese mismo nombre.

 

 

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5. Mujeres que ocupan el centro

     

    Jesús González Requena
    Edipo III. La tarea del hijo
    Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2016/2017
    sesión del 21/10/2016 (2)
    Universidad Complutense de Madrid
    de esta edición: gonzalezrequena.com, 2021

     

     

     

     

     

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    El baño de Martin

     


    •Mrs. Jorgensen: What about Debbie?



     

    ¿Se dan cuenta de hasta qué punto va en serio lo que les decía a propósito del agua?

     

    Ahí tienen a Laurie, con dos grandes cubos de agua, uno en cada mano. La ven emerger, directamente del gran charco de la escena anterior, su pecho fundido con el agua.

     

    No es casualidad que la madre se encuentre al fondo y se vuelva para mirarla, de modo que hay para cada una de ellas una puerta. Abriéndose, cada una de ellas, en dirección opuesta a la otra.

     

    La madre, por su misma posición generacional, está de vuelva de aquello en lo que ve adentrarse a su hija.

     

    Y así, una vez más, el tiempo se densifica en el fondo del relato: la comedia de los jóvenes que retorna ahora tiene por fondo el drama de los ancianos que se retiran al fondo.

     

    Pues lo que hay al fondo, tras esa puerta por la que se va a internar la madre, ¿no es la soledad de la mujer que ha perdido a su hijo?

     

    Y es esa misma madre la que ve como su hija, convertida en juvenil encarnación del agua de la vida, avanza en busca del suyo -del hijo, les digo, lo que, a decir de Freud, es, para la mujer, indisociable de su deseo del falo.

     


     

    Y bien, sigamos a Laurie en el momento en que la madre queda fuera de cuadro.

     

    ¿Qué es lo que hace?

     

    •Martin: Hey, what are you doing anyway?

     

    Está claro lo que ella hace.

     

    Toma el mando.

     

    De hecho, el plano está hecho para ella, centrado sobre ella.

     



     

    Toda la composición apunta a ella,

     


     

    en una cadena de líneas inclinadas de la que forma el propio Martin en la bañera,

     


     

    pero también las camas, y los ladrillos de las paredes.

     


     

    Y ella crece en plano configurando un sólido, bien asentado triángulo

     


    •Martin: Hey, what are you doing anyway?

     

    netamente centrado y definido.

     

    Por lo demás, su blanco delantal recoge la mayor luz a la vez que va a contrastar con

     



     

    la roja ropa interior de Martin.

     

    Retengan este juego cromático entre el blanco y el rojo pues tiene un alto alcance en el conjunto del film.

     



    •Martin: Hey, don’t go taking that stuff!



    •Laurie: Well, it ain’t worth the mending.

     

    ¿No les parece que ella le está metiendo mano, al menos metafóricamente?

     



    •Laurie: What are you getting so red in the face about? l got brothers.

     

    ¿Por qué te sonrojas? traducía correctamente el doblaje español.

     

    Pero algo que está en primer plano en la versión original se diluye inevitablemente en esta traducción: me refiero, desde luego, a esa cara que se le está poniendo roja a Martin, tan roja como su desgastada, rota y sucia ropa interior.

     

     



    •Martin: Yeah, well, l ain’t one of them.

     

     


    Lookie here, Martin Pawley, l’m a woman

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    •Laurie: Now, lookie here, Martin Pawley, l’m a woman.

     

    Oye, Martin Pawley, soy una mujer, dice aquí la traducción española.

     

    Claro está, se pierde del todo ese Now, lookie here que el Urban Dictionary dice que es una expresión del slang sureño.

     

    Y, ciertamente, no podemos perder de vista ese look, mira, pues tiene amplio alcance en el film.

     

    ¿Recuerdan hasta dónde llega?

     



    •Martin: Oh, look. l sure do wish l could make you understand.



    •Look: Look?



    •Look: (speaks ln comanche)


    •Look: Look.




    •Ethan: She says her name is Wild Goose Flying in the Night Sky.



    •Ethan: But she’ll answer to “Look”

     


    •Laurie: Now, lookie here, Martin Pawley, l’m a woman.

     

    Mira aquí, mírame, Martin Pawley.

     

    Yo soy una mujer -pero está diciendo: yo soy tu mujer.

     

    Y hasta qué punto:

     


     

    con que literalidad se enuncia su deseo: que el rojo de la ropa interior de Martin manche el delantal blanco que cubre su cadera.

     


    •Laurie: We women wash and mend your dirty clothes all your lives.

     

    Y, a la vez, es del poder de la mujer de lo que la escena habla. Un poder, desde luego, limitado al espacio interior -pero, en este espacio interior, diríase ilimitado.

     


    •Laurie: When you’re little, we even wash you.

     

    Nosotras somos las reinas del agua, viene a decir.

     


    •Laurie: How

     

    Y me reconocerán que la actitud de Martin en la bañera traduce bien lo que les digo.

     

    ¿Acaso no está él dentro del agua? Y, en ella, está realmente intimidado. Por lo demás, las palabras de Laurie son del todo precisas.


    •Laurie: you can make out to be bashful in front of a woman, l’ll never know.

     

    Te avergüenzas frente a mí que -porque- soy una mujer.

     

    Dice también que no lo entiende: ¿cómo puedes avergonzarte teniendo lo que tienes?

     

    Esta es la pregunta que ella le -y se- dirige: ¿cómo él, hombre, y que, en cuanto tal, tiene lo que tiene, puede avergonzarse frente a una mujer quien, por ser mujer, no tiene eso que él tiene?

     

    Si ustedes se ponen lacanianos dirán: pero claro, es que tenerlo no lo tiene nadie, porque el falo es un significante imaginario.

     

    Ya les he explicado, en las sesiones de los años anteriores, por que considero poco más que una boutade rococó tal enunciado, de modo que a ellas les remito y ahora me limito a ofrecerles una explicación mucho más sensata y plausible del asunto.

     

    Si el varón puede avergonzarse es precisamente porque no basta con tenerlo, sino que se espera de él que ser capaz de usarlo.

     

    Y todo parece indicar que Martin aún no ha llegado a esa fase.

     


    •Martin: You talk like a feller just might as well run around naked.

     

    Ya que hablas como un hombre, podrías pasearte desnuda.

     


    •Laurie: Wouldn’t bother me none.

     

    Se dan cuenta: Laurie es una mujer, es decir, no es una histérica; sabe lo que quiere, no esconde lo que no tiene y tiene muy claro lo que quiere que le hagan.

     




     

    Y, por eso, no para de provocarle para conseguirlo.

     



    •Laurie: Sure wouldn’t try it in front of Pa, though, if l was you.

     

    Pero cuidado con mi papá.

     

    ¿Por qué?

     

    Ya sé que ustedes al bueno de Mr. Jorgensen tienden a no tomárselo en serio.

     

    Pero miren, no me canso de decirlo: él es su padre, de modo que de él puede decirse algo que no puede decirse todavía de Martin. ¿Qué? que ha sido capaz de hacerlo.

     







    •Martin: (Singing “Sklp to my Lou”)

     

    Martin canta la misma canción que más tarde le cantará Charly a Laurie: Sklp to my Lou.

     


    •Charlie:Go again, Skip to my Lou


    •Charlie:Go again, Skip to my Lou


    •Charlie:Go again,


    •Charlie: Skip to my Lou


    •Charlie:Skip to my Lou, my darling.


     

    Y pensar que hay estudiosos fordianos que sostienen que Ford carece de capacidad para expresar la pasión sexual…

     

    Pardiez.

     

    Pero a lo nuestro: Skip to my Lou: Saltando hacia mi amor.

     

    Aquí también es ella la que salta sobre él.

     



    •Martin: (Singing “Sklp to my Lou”)



    •Laurie: (Laurie laughs)




     

    Y no lo duden: salta sobre él para provocar que, finalmente, él deje de sonrojarse y salte sobre ella.

     


    Conversación en el porche

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    Y ya saben, de la comedia al drama.

     

    Frente a la luz cálida y amable de la escena anterior, ahora una luz nocturna, lunar y fría. El porche, las mecedoras, la proximidad de la vejez.

     

    Y el conjunto dominado por la línea inclinada, descendente, deprimida, de la sombra del porche.

     


     

    Y no acaban ahí las líneas descendentes del plano:

     


     

    está también la de la mirada de Ethan, que se prolonga con todo su cuerpo.

     


    •Ethan: We kept tracking them till the blizzards hit.


    •Ethan: Then we lost their trail.

     

    La dialéctica de lo real.

     

    Hay otra agua que no es cálida, sino helada, y ella borra todos los caminos.

     

    Pero justo cuando se nombra esa desaparición del camino una luz cálida -la de un quinqué- aparece en el interior, tras la ventana, entre los visillos.

     


    •Ethan: No need

     

    Como ven, la dialéctica de lo masculino y lo femenino se mantiene con absoluto rigor.

     

    Si los hombres están en el porche, la mujer está en el interior de la casa, entre sus visillos, confundida con la luz cálida que ella misma sostiene.

     

    Una luz cálida que alcanza a la puerta, donde, además, se dibuja su sombra.

     


    •Ethan: to tell you where we went.


    •Ethan: Fort Richardson, Wingate, Cobb.


     

    Y así, el raccord lo es también sobre la sombra de ella.

     


    •Ethan: Anadarko Agency.

     

    En ella -en la sombra de su rostro- se concentra el sufrimiento de la escena.

     

    Si Jorgensen atiende a la narración del trayecto, a lo que en él hay de problema cognitivo -¿dónde estarán si no están aquí, ni aquí…?- la señora Jorgensen acusa al sufrimiento que contiene.

     

    Y ese es el motivo por el que Ford la muestra saliendo por el fondo justo detrás Ethan.

     



    •Ethan: Trouble is, we don’t know which band the war party belonged to.


    •Mrs. Jorgensen: Well, you did all a body could, Ethan.

     

    Y aquí también el centro es para ella.

     

    Hacia ella se vuelven los rostros de los hombres quedando sus cabezas en escorzo y reforzando así esa centralidad.

     

    De modo que, si el acto aparece del lado de lo masculino, del lado de lo femenino aparece la determinación de su valor.

     

    Y la puerta, cálidamente anaranjada por la luz del quinqué que ella ha encendido, traduce la emoción de Ethan, la atención que concede a la opinión de esa mujer que es, recordémoslo una vez más, la madre del hijo que él no ha podido traer con vida.

     

    Y por cierto que esa puerta invadida de luz cálida está cerca de Ethan, pero no alcanza a la mujer, toda ella rodeada de luz lunar.

     


    •Ethan: l got your boy killed.


    •Mrs. Jorgensen: Don’t go blaming yourself for that.


    •Jorgensen: lt’s this country killed my boy.


    •Jorgensen: Yes, by golly, l tell you , Ethan–


    •Mrs. Jorgensen: Now, Lars…
    De nuevo, también aquí, es ella quien manda, como su centralidad compositiva ha anticipado.

     

    Muy concretamente: es ella quien rige el discurso.

     


    •Mrs. Jorgensen: …it just so happens we be Texicans.

     

    Vean como ahora ella -es la misma lógica visual y compositiva de la escena anterior- crece en el centro del plano.

     



    •Mrs. Jorgensen: Texican is nothing but a human man way out on a limb. This year and next…


    •Mrs. Jorgensen: …and maybe for a hundred more.

     

    Y su poder se traduce también en su relación con los objetos

     


     

    -como el de Laurie con los cubos de agua

     


     

    y la ropa interior de Martin.

     

    Así, ella se hace con el bidón de whisky y, racionándolo, se lo retira a los hombres.

     



    •Mrs. Jorgensen: But l don’t think it’ll be forever.



    •Mrs. Jorgensen: Someday this country’s gonna be a fine, good place to be.

     

    Ella, en la casa, a la vez que administra las drogas, guarda y sostiene el discurso de los valores de la comunidad.

     


    •Mrs. Jorgensen: Maybe it needs our bones in the ground before that time can come.

     

    Y sale de cuadro mandando a los hombres a dormir.

     


    •Mrs. Jorgensen: Bedtime.



    •Jorgensen: She was a


    •Jorgensen: schoolteacher, you know.

     

    Y, literalmente, les arrastra hacia el interior.

     



     

    Ahora bien, ¿se han dado cuenta del nuevo elemento de repetición que ha aparecido aquí con respecto a la parte inicial del film?

     


    •Ethan: Passed the Todd place coming in. What happened?



    •Aaron: Gave up, quit, went back to chopping cotton.


    •Aaron: So did the Jamisons.


    •Aaron: Without Martha…



    •Aaron: She just wouldn’t let a man quit.


     

    Se dan cuenta, supongo: son las mujeres las que insisten en quedarse, en permanecer.

     


    •Jorgensen: lt’s this country killed my boy.

    •Jorgensen: Yes, by golly, l tell you , Ethan–


    •Mrs. Jorgensen: Now, Lars…



    •Mrs. Jorgensen: …it just so happens we be Texicans.


    •Mrs. Jorgensen: Texican is nothing but a human man way out on a limb. This year and next…


    •Mrs. Jorgensen: …and maybe for a hundred more.


    •Mrs. Jorgensen: But l don’t think it’ll be forever.


    •Mrs. Jorgensen: Someday this country’s gonna be a fine, good place to be.



    •Mrs. Jorgensen: Maybe it needs our bones in the ground before that time can come.

     

    Ven la semejanza, como ven también la diferencia.

     


     

    Hay más discurso ahora -a fin de cuentas, como han oído, la señora Jorgensen ha sido maestra– pero hay menos deseo.

     

    Y sin embargo, la memoria del deseo del pasado flota al fondo, dando su aroma a la voluntad actual de permanencia.

     

     

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4. Freud y Moisés. Deletreo y punto de ignición

 

Jesús González Requena
Edipo III. La tarea del hijo
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2016/2017
sesión del 21/10/2016 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2021

 

 

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Pregunta por el deseo

 


Preguntas:

 

«Es algo sobre lo que me gustaría saber su punto de vista, y fue una pregunta que quedó pendiente en la semana anterior en la clase del viernes.

¿Cree ud que es posible mantener el deseo en una relación amorosa a través de los años, es eso una utopía o una posibilidad? Dado que el deseo es insaciable, pero a la vez siempre complejo en el ser humano.

Cuando hablo de deseo me refiero a todo el sentido de la palabra, el deseo sexual de libido de pulsión, de amor y de ternura.»

 

Me ha llegado esta pregunta. No es la única. Hay otras dos notables.

 

Una versaba sobre The Searchers e incluía esta notable asociación de imágenes:

 



 

Nos ocuparemos de ello, pero necesariamente más adelante.

 

Primero porque la escena está todavía muy lejos de las que nos ocupan ahora y segundo porque, para abordar la cuestión, conviene que hayan terminado ya de leer Moisés y la religión monoteísta.

 

La otra es relativa a estas imágenes:

 


 

No voy a entrar en ello aquí porque imagino que la mayor parte de ustedes ni han visto Melancolía ni conocen el seminario que impartí sobre ella y que contextualiza la cuestión, motivo por el que he invitado al autor del mensaje a una conversación privada.

 

Pero en cualquier caso les doy noticia de ello porque veo que están entrando muy bien en la propuesta analítica que les hago: entrar a los debates desde lo más concreto, desde allí donde la letra de los textos les interroga.

 

Volvamos, entonces, aquí.

 

«Es algo sobre lo que me gustaría saber su punto de vista, y fue una pregunta que quedó pendiente en la semana anterior en la clase del viernes.

¿Cree ud que es posible mantener el deseo en una relación amorosa a través de los años, es eso una utopía o una posibilidad? Dado que el deseo es insaciable, pero a la vez siempre complejo en el ser humano.

Cuando hablo de deseo me refiero a todo el sentido de la palabra, el deseo sexual de líbido de pulsión, de amor y de ternura.»

¿Mi punto de vista?

 

Desde mi punto e vista, la respuesta es . Pero eso no tiene la menor importancia. No es más que mi punto de vista.

 

Lo que importa aquí no es responder o no, sino profundizar en los conceptos en juego.

 

Díganme: ¿han completado la lectura de los seminarios de los dos años anteriores? Imagino que todavía no. Y bien, me comprometo a retomar la cuestión cuando hayan concluido esa lectura, dado que habré de utilizar -y profundizar en- algunos de los conceptos allí expuestos.

 

De modo que me conformaré con decir por ahora que hay un principio de respuesta en cierta combinación de imágenes que les presenté el último día:

 


 

 


Freud y Moisés

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Ciertamente, el parecido es notable.

 


 

Tendremos que meditarlo detenidamente.

 

Pero, antes de ello, sigamos motivando la lectura freudiana que les he propuesto para este año.

 


 

Les dije a ustedes que no escojo una cualquiera de entre las miles de figuraciones existentes de Moisés. Escojo la mejor. Que es, qué duda cabe, la de Miguel Ángel.

 

Y por cierto, debo llamarles la atención sobre la paradoja que late en ello.

 

No me refiero en concreto ahora a la obra de Miguel Ángel, sino al asunto mismo de su figuración. Pues les recuerdo algo sobre lo que ha llamado la atención el propio Freud: que Moisés fue quien introdujo la religión que excluía las figuraciones.

 

Y sin embargo aquí lo tienen, hecho figura.

 

Lo anoto porque eso hace latir al fondo de la reflexión freudiana algo que solo aparece en el libro cuando éste está ya muy avanzado. Me refiero a esa otra religión que es la religión del hijo -la expresión es del propio Freud- es decir, la religión cristiana, de la que Freud llega a decir cosas realmente inesperadas y notables.

 

Lo que, por cierto, entronca de manera directa con el título que he escogido para el seminario de este año: la tarea del hijo.

 

Pues bien, es en el contexto de la religión del hijo en el que retorna la figuración y se hace posible unas escultura tan poderosa y espléndida como ésta.

 

Volvamos ya a la escultura de Miguel Ángel.

 

Como les decía, no solo estoy escogiendo la mejor figuración de Moisés, sino, sobre todo, la que tenía Freud en la cabeza cuando escribió la obra que les he invitado a leer.

 

Les decía también que para darse cuenta cabal de ello deberían incorporar a la bibliografía de este año ese breve ensayo de Freud de 1914 -20 años anterior, por tanto, a la primeras publicación de los materiales iniciales de Moisés y la religión monoteista– que es El Moisés de Miguel Ángel.

 

Pues bien, en el comienzo de esta primera obra puede leerse esto:

 

«Una de esas obras de arte enigmáticas y grandiosas es la estatua de mármol de Moisés, por Miguel Ángel, que se encuentra en la iglesia de San Pietro in Vincoli, en Roma, y que, como bien se sabe, es sólo un fragmento del gigantesco monumento funerario que el artista se proponía erigir en memoria del poderoso papa Julio II. Me alegro siempre que leo sobre esta figura una manifestación como “es la coronación de la escultura moderna” (Herman Grimm). Es que ninguna escultura me ha producido un efecto tan intenso. A menudo he subido la empinada escalera desde el poco agraciado Corso Cavour hasta la solitaria plaza donde se encuentra la iglesia desierta, y he tratado de sostener la mirada despreciativa y colérica del héroe; muchas veces me deslicé a hurtadillas para salir de la semipenumbra de su interior como si yo mismo fuera uno de esos a quienes él dirige su mirada, esa canalla que no puede mantener ninguna convicción, no tiene fe ni paciencia y se alegra si le devuelven la ilusión de los ídolos.»

[Sigmund Freud: 1914 El Moisés de Miguel Ángel]

 

 

Como ven, debió ser extraordinario el efecto que tuvo en Freud la contemplación de esta escultura -ninguna escultura me ha producido un efecto tan intenso.

 

Le afectó tan extraordinariamente como a esos cineastas de los que les hablé llegó a afectarles la película de John Ford que les he hecho ver.

 

 


Punto de ignición

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Lo que invita a una reflexión metodológica por lo que se refiere al análisis textual de los hechos estéticos.

 

Si quieren ustedes trabajar en ello, incorporen este criterio metodológico: escojan la obra que más poderosamente les haya impactado, la que más intensamente les haya conmovido, pues eso es garantía inequívoca de que su inconsciente se ha visto involucrado.

 

Desde ese momento, la obra misma se convierte en una vía de acceso a su propio inconsciente: sólo tienen que leerla despacio, detenidamente, para acceder a sus contenidos -los de la obra, pero que son a la vez, pueden tener la certeza de ello, los de su propio inconsciente.

Pueden aplicar a partir de entonces todas las metodologías analíticas que conozcan -probablemente todas serán de una u otra utilidad- pero ahora las aplicarán de otra manera, pues ya no será la aplicación mecánica de una rejilla analítica -después de todo, eso es lo que son lo que habitualmente llamamos metodologías analíticas: rejillas conceptuales que, superpuestas al texto analizado, hacen visibles unas u otras cosas.

 

Ya no serán aplicaciones mecánicas porque ahora estarán polarizadas, se descubrirán magnetizadas por lo que ahora puede guiarles: y que no es otra cosa que ese efecto, ese impacto, si quieren ustedes, también, ese dolor por el que el inconsciente de ustedes de descubre implicado en la obra misma.

 

Les ofrezco un nombre para eso: punto de ignición, pues hay algo, en ello, que les quema, y esa quemadura es la que orienta, polariza, magnetiza todas esas rejillas analíticas de las que les hablo.

 

 


Freud, Moisés, Superyo

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Merece la pena, por ello, que nos detengamos a ver como el propio Freud se manifiesta orientado por ese punto de ignición que reconoce.

 

Se sintió, nos dice, directamente interpelado por esa mirada despreciativa y colérica del héroe

 


 

No menos que esos cineastas, y ustedes mismos, junto a Martin, cuando contemplaron The Searchers.

 

Pero centrémonos en Freud y Moisés.

 


 

«he tratado de sostener la mirada despreciativa y colérica del héroe; muchas veces me deslicé a hurtadillas para salir de la semipenumbra de su interior como si yo mismo fuera uno de esos a quienes él dirige su mirada, esa canalla que no puede mantener ninguna convicción, no tiene fe ni paciencia y se alegra si le devuelven la ilusión de los ídolos»

[Sigmund Freud: 1914 El Moisés de Miguel Ángel]

 

Atiendan en qué punto Freud se siente interpelado por Moisés, porque eso constituye la prueba más precisa de hasta qué punto el discurso freudiano, como les decía el otro día, se encuentra en las antípodas del deconstructivo -incluida esa versión deconstructiva del psicoanálisis que es la lacaniana.

 

Por supuesto, Freud comparte con Nietzsche -me remito a él, pues es la gran figura del pensamiento de la deconstrucción con respecto a la cual todas las demás, de Derrida a Lacan, son sólo figuras menores- la crítica de los ídolos ilusorios, ciertamente, pero eso no deja para él vacío el lugar de los ideales, pues, como el Moisés mismo,

 


 

Freud se aferra a la ley.

 

Y eso es lo que ve en el Moisés de Miguel Ángel: que toda la escultura se organiza sobre el gesto -que es un acto cristalizado- por el que se vuelca a ceñir y proteger las tablas de la ley; pues lo hace no solo con su brazo derecho sino también -ese es el tema central del estudio de Freud- con todo su cuerpo.

 

Y es a partir de esa convicción de Freud sobre la importancia de la ley simbólica -pues es mucho más que la ley jurídica lo que está en juego- como hace suya esa mirada despreciativa y colérica del héroe hacia esa canalla que no puede mantener ninguna convicción, que carece de fe y de paciencia.

 

Y ello no sin que, en ciertos momentos, él mismo -el propio Freud, quiero decir- se sienta avergonzado de sus propios momentos de duda y, así, se sienta víctima atemorizada de esa mirada despreciativa y colérica del héroe.

 

Y bien, ¿se dan cuenta de lo que se deduce de esta doble posición de Freud con respecto al Moisés de Miguel Ángel?

 

¿Cuál es el concepto que, para nombrar eso, nos ofrece el psicoanálisis?

 

No hay duda: superyó.

 

El Moisés de Miguel Ángel nos devuelve, en forma de texto artístico, la imagen misma del superyó freudiano.

 

Y más que eso: la encarnadura -por más que pétrea- del superyó tal y como el individuo Freud hubo de vivirlo a la vez que comenzaba a pensarlo y teorizarlo.

 

Tengan en cuenta, por lo demás, que este texto de Freud es de 1914 y es en ese año, al decir de Strachey, cuando la noción de superyó, aun sin recibir ese nombre, comenzó a deslizarse en Introducción del narcisismo (1914), por más que fuera necesario esperar a 1923 para encontrar su definición detenida en El yo y el ello.

 


Punto de ignición y deletreo

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Pero volvamos a la cuestión metodológica.

 

Habiendo recibido tal impacto provocado por la estatua de Miguel Ángel, es decir, por ese texto artístico, escultórico, ¿qué hizo entonces Freud?

 

Para nada dar por resuelto el asunto poniendo una explicación con la que taponarlo, pues tal actitud solo sirve para enmascarar la ignición y, por esa vía, intentar deshacerse de la angustia que suscita.

 

El punto de ignición debe ser localizado y convertido en guía, en ningún caso reducido a una explicación.

 

En suma, conviene procurar no entenderlo -dado que entenderlo es entonces una operación defensiva de la conciencia contra la angustia que la asalta-, y conformarse con localizarlo como horizonte y guía del trabajo que comienza entonces.

 

Repito la pregunta: ¿qué hizo entonces Freud?


 

«Mi relación con esta obra fue como la que se tiene con un hijo del amor. Durante tres semanas solitarias del mes de septiembre de 1913 concurría diariamente a la iglesia para detenerme ante la estatua, estudiarla, medirla, dibujarla, hasta que surgió en mi esa comprensión que no me atreví a expresar sino en forma anónima en el ensayo. No fue sino mucho más tarde que legitimé a esa criatura no analítica.»

[Sigmund Freud: 12-04-1933 Carta a E. Weiss]

 

Exactamente lo mismo que nosotros hacemos aquí. Deletrearla.

 

Y ello porque estaba convencido, por la certidumbre que su propia conmoción le ofrecía, de que cierta verdad esencial le aguardaba en el interior de esa obra, pero sabía, a la vez, que el acceso a ella exigía de trabajo, lentitud y demora.

 

De modo que volvió una y otra vez a verla –concurría diariamente a la iglesia para detenerme ante la estatua-, a estudiarla –para detenerme ante la estatua, estudiarla llegando incluso a medirla, y a dibujarla.


Es decir, en suma, a analizarla.

 

Pero a analizarla por la misma vía, les insisto, por la que trabajamos aquí: deletreándola.

 

Por eso, se equivocan si piensan que nos detenemos demasiado en los detalles.

 

Si les parece que es así es, por lo demás, porque no han leído ese texto fundamental para la teoría del análisis textual que es La interpretación de los sueños. Pues allí Freud avanza así, rechazando todo intento de una explicación inmediata y procediendo a ocuparse de cada detalle, aislando cada uno de ellos y siguiendo con total libertad las asociaciones que cada uno de ellos sugiere.

 

Y, finalmente, descubriendo una y otra vez que son las asociaciones aparentemente más absurdas -las que más se apartan de las explicaciones aparentemente evidentes- las que mejor abren las puertas del inconsciente.

 

 

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3. Incongruencias espaciales, congruencias simbólicas -Eros y Tánatos

 

Jesús González Requena
Edipo III. La tarea del hijo
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2016/2017
sesión del 14/10/2016
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2021

 

 

 

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Eros y Tánatos, agua y desierto

 


 

Volvamos aquí.

 

Les decía: llegado cierto momento, la escena se despliega en dos subescenas que hacen, cada una de ellas,

 


 

suyos los motivos de lo que domina en cada una de las mitades de la escenografía del plano general: el desierto y la muerte a la izquierda, el agua y el amor a la derecha.

 

Thanatos y Eros, en suma.

 

Pienso que la cosa es incontestable.

 

Pero quiero comenzar hoy mostrándoles hasta que punto todo eso es resultado del más minucioso trabajo de escritura, de puesta en escena, que se manifiesta incluso -ya encontramos algo de ese orden en la escena inicial del film- en el modo en el que el cineasta se ve llevado a violentar el espacio real en el que trabaja.

 


 

Insisto: a la izquierda la muerte, Thanatos, el desierto; a la derecha el amor, Eros, el agua.

 

Algo hay que añadir, todavía, que no dijimos el otro día:

 


 

El agua empieza, exactamente, en la cabeza de Ethan, extendiéndose desde ella hacia la derecha.

 

Como si su presencia fuera, en cierto modo, su condición de posibilidad.

 


 

Pero díganme, si prestan atención al espacio de estos tres planos, ¿no perciben cierta incongruencia, precisamente, espacial?

 

Miren a lo que me refiero:

 


 

¿Cómo es posible que, si en el plano 1 esas rocas están tan a la izquierda, aparezcan en el plano 2 tan centradas entre los dos hombres y en el 3 tan cerca de la cabeza de la señora Jorgensen?

 


•Mrs. Jorgensen: Marty.

 


 

La explicación pasa por el reconocimiento de que la cámara ha sido colocada en el plano 2 muy a la derecha, por lo menos a 45º a la derecha, con respecto al plano 1.

 


 

Tal que ahí, delante de Laurie y girada hacia la izquierda.

 

Pero eso no resuelve la incongruencia, porque en tal caso el cuerpo de Ethan no podría mantenerse en posición tan frontal en el plano 2: debería estar, por el contrario, considerablemente más ladeado, casi de perfil.

 

 


 

Bien, digamos que la incongruencia espacial, por ahora, es pequeña.

 

Pero verán que aumenta en lo que sigue.

 


•Ethan: You got my letter about your son Brad?


•Jorgensen: Yeah. Just about this time a year ago.


•Jorgensen: Oh, Ethan, this country…



 

Les llamaba la atención el último día sobre el descentramiento de este plano, que deja tanto espacio vacío a su izquierda, en una zona en el que solo hay desierto y que remite a la subescena anterior protagonizada por la muerte.

 

Pero hay que añadir: ese protagonismo de la muerte a la izquierda está acentuado por la presencia, en la esquina superior izquierda, de las grandes rocas que en el plano anterior aparecían entre los dos hombres.

 

El asunto es: ¿dónde está ubicada ahora la cámara?

 


 

Sólo puede estar aquí:

 


 

Pero entonces, necesariamente, debería verse a Ethan y Jorgensen en cuadro.

 

¿Qué se ha hecho de ellos?

 



 

Sencillamente: han sido quitados del medio.

 


 

Está claro el motivo -un motivo tan incongruente espacialmente como congruente dramáticamente-: la voluntad fordiana de dividir la escena en dos subescenas netamente diferenciadas.

 

En cualquier caso, ese desierto vacío y esa suerte de órgano pétreo y mundo del fondo siguen imponiendo su amenazante presencia.

 

Si se detienen a observar ambos planos, se darán cuenta de que Ford se ha tomado la molestia no sólo de quitar de en medio a Ethan y Jorgensen sino también de reubicar a la señora Jorgensen y a Marti.

 

Para comprobarlo no tienen más que prestar atención al pequeño arbusto que se encuentra tras las figuras abrazadas de los dos últimos:

 


 

Es evidente que en el segundo plano los actores han sido desplazados hacia la izquierda.

 

¿Por qué? ¿Por casualidad? Desde luego que no:

 


 

Como vengo diciéndoles, junto a la montaña rocosa de la izquierda, el gran charco de agua es el otro motivo escenográfico fundamental para el cineasta: y no por motivos decorativos.

 

Si la señora Jorgensen da la espalda al desierto y, en esa misma medida, quiere proteger a Martin de él, es congruente -no espacial, pero sí simbólicamente- que el agua empiece donde está ella.

 

 


Un motivado salto de eje

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La señora Jorgensen y Marty inician entonces ese avance hacia la casa que, como veíamos el otro día, tanto preocupa a Laurie:

 



•Laurie: Marty?


 

Laurie interrumpe ese avance.

 


 

Y cuando Martin y la señora Jorgensen vuelven su mirada hacia ella tiene lugar…

 


 

¿Qué?

 

Un bien palpable salto de eje:

 


 

Pero no se alarmen, la cosa no tiene la menor importancia.

 

De hecho, la escena funciona tan bien, es tan pregnante, que demuestra hasta qué punto es relativa la norma que prohíbe el salto de eje. Solo esos objetos peregrinos que son los manuales de lenguaje cinematográfico se desgarran las vestiduras por cosas así.

 

En el cine de Ford hay muchos. Pero no es que Ford desconozca la regla que los desaconseja. Tampoco que le de igual. El asunto es que aquí tiene un buen motivo para prescindir de ella. Lo que hace, de esa violación de la regla, un asunto interesante en sí.

 

Pues la presencia de ese salto de eje, por lo que tiene de desviación con respecto a una convención que el propio Ford sigue muchas veces, nos sirve, a negativo, de indicio para dar toda su importancia al motivo que ha llevado al cineasta a resolver la escena de ese modo.

 

Pienso que les será fácil localizarlo, porque hablamos de ello ya el otro día. En todo caso, es tan fácil como preguntarse qué se habría perdido si se hubiera evitado el salto de eje. Es decir, si la cámara, en el plano de Laurie, se hubiera situado más hacia la derecha, de modo que su mirada quedara orientada hacia la izquierda.

 

Y bien, la respuesta es evidente. Sólo se mostraría, al fondo, tras ella, una esquina del porche. En ningún caso su parte central. Y, por ello, no se vería la puerta, esa puerta principal de la casa que se encuentra en el núcleo de la metáfora que escribe el combate entre las dos mujeres -ya saben, hablábamos de ello el otro día, la lucha entre Laurie y su madre para decidir quien introduce a Martin en la casa. Y, ciertamente, Ford es en extremo minucioso en estos asuntos.

 

Para tomar conciencia de la cosa en profundidad conviene volver a esta imagen anterior de la escena:

 


 

El centro del porche corresponde a la madre -es literalmente suyo, como la puerta que ahora no vemos pero que sabemos se encuentra detrás de ella.

 

Laurie está enmarcada por uno de los laterales de ese porche -no así Jorgensen, no se confundan en esto: él, en su calidad de varón y padre, sobresale de su marco y del de la misma la casa quedando por eso identificado por su vinculación con el exterior -de nuevo esa precisión fordiana de la que les hablo.

 

El asunto es que, en la economía simbólica de los espacios del film, eso coloca a Laurie en el lugar de la hija,

 


 

como esta imagen anterior permite confirmarlo.

 

Las hijas aparecen en los laterales del porche, y quedan asociadas,

 


 

por lo que a la casa se refiere, con sus ventanas, no con su puerta.

 


 

Y así, si Laurie no aparece tan desplazada como Debbie, quien todavía es solo una niña -no lleva delantal blanco- sigue estando, en cualquier caso, considerablemente descentrada.

 

 


La posición actual de Laurie y su deseo

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Y bien, les hablo del arte fordiano de la composición y de los motivos que justifican la necesidad de una o de otra solución compositiva, incluso a costa de saltarse algunas convenciones como las del eje.

 


 

Porque pienso que se darán cuenta de hasta qué punto la composición del segundo plano expresa tanto la posición actual de Laurie, como su deseo, a la vez que hace bien palpable el conflicto entre lo uno y lo otro.

 

Su deseo de dejar de ser hija para pasar a ser mujer y madre -y observen que es aquí donde el film coloca el corte, entre la hija y la mujer-madre, en ningún caso, como les advertía el otro día, entre la mujer y la madre.

 

Laurie está en el lateral del porche, pero quisiera estar en su centro. Y la composición del plano declara ambas cosas: pues, localizándola en el lateral, la enmarca sin embargo con la parte central del porche.

 

Y es que Laurie ya no quiere ser ventana sino puerta.

 


 

Y así, aunque sabemos que se encuentra ubicada a la altura de la ventana,

 


 

es la puerta

 


 

-y una puerta semiabierta- lo que vemos tras ella.

 

 


Laury se desnuda de su delantal blanco

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•Laurie: Martin Pawley!


 

Si Ford no se hubiera saltado el eje, no podría concluir el plano con este espléndido campo vacío.

 

Gesto sin duda atrevido que, por cierto, se sitúa en la estela del atrevimiento de aquel otro consistente en el desnudarse de su delantal de Laurie que anotábamos el último día.

 



 

Creo que su erotismo, no por sutil, resulta menos evidente.

El caso es que

 


 

este otro

 


 

es su continuación,

 


 

sin duda más radical.

 



•Mrs. Jorgensen: Him probably forgetting all about you.


•Mrs. Jorgensen: Probably can’t even call your name to mind.


•Martin: Her name’s Laurie.


•Martin: But l fairly forgot just how pretty she was.



 

 


Las montañas de la muerte y el agua de la vida

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Sigan la línea de la mirada de Martin.

 

¿Qué ven?

 

Sin duda, la resplandeciente sonrisa de Laurie. Pero, ¿qué le da su color a esa sonrisa? Sin duda, la luz, propiamente resplandeciente, que vemos en el perfil de su rostro.

 

Pero también el agua que empieza al fondo, justo delante de sus ojos, y que va creciendo y ensanchándose tras ella.

 



 

Y las incongruencias espaciales prosiguen, pues, ¿cómo es que estaba Ethan ahí, detrás de la señora Jorgensen?

 


 

Como ven, en el plano de arriba, detrás de la señora Jorgensen debería aparecer Ethan.

 

Pero claro está, una vez más Ford quería que ese órgano mudo de rocas apareciera ahí, como constante contrapunto del agua que se encuentra a la derecha. A su vez, en el primer plano deberíamos ver a Martin rodeado de agua por los dos lados y no solo a la derecha. Pero, en tal caso, en ese plano Martin no aparecería partiendo el encuadre en esas dos mitades densamente simbólicas que oponen el desierto -a la izquierda- y el agua -a la derecha.

 

En suma, la imagen no depositaría un enunciado visual tan limpio como éste que podemos traducir así: Martin, que ha comenzado a aprender, a saber, del desierto, mira hacia el lado del agua que es el de Laurie. Y tampoco aparecería la señora Jorgensen dando la espalda al desierto y a las rocas de la muerte que pese a todo la alcanzan, pero que en todo caso la colocan en posición de proteger de ellas a los jóvenes enamorados.

 

Se dan cuenta de en qué medida no solo el rostro de Laurie es él único iluminado en el plano, sino de que su alegre mirada posee la alegría húmeda del agua que enmarca su mirada.

 

Y si piensan que eso ha sucedido así porque sí, solo tienen que mirar el segundo plano, donde hay luz en el rostro de los tres, no solo en el de Laurie sino también en el de la señora Jorgensen y en el de Martin.


 

Todos avanzan sobre el eje de cámara…

 

 


El relato mítico y su realización ritual

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Antes de abandonar esta notable secuencia debemos ocuparnos del problema que les dejé planteado el último día, y que, como les decía, se hace visible inevitablemente cuando se aborda, como hemos hecho, su análisis comparado con la escena inicial del film.

 

Para localizarlo mejor volvamos al visionado en paralelo que realizamos entonces:

 






































 

Por cierto, ¿ven como la pauta mítica de la escena inicial -pues todo lo que tiene que ver con la escena inaugural tiene en el film la resonancia de lo mítico- determina y prefigura la escena actual?: Laurie quiere introducir es su casa a Martin como Martha introdujo a Ethan.

 

Claro está, ella no lo logra con la asombrosa estilización de la escena originaria, pero eso sucede siempre en la tensión inevitable entre el relato mítico y los rituales que tratan de rememorarlo y, finalmente, pues esto es de verdad lo que importa, de realizarlo.

 

 


Una tarea pendiente

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Volvamos a la cuestión pendiente.

 

Se dan cuenta del asunto: la escena de la primera llegada concluye y sin embargo prosigue la de la segunda.

¿Por qué?

 

Una buena manera de responder podría ser Ésta:

 

Situémonos aquí:

 


 

Y coloquémonos simultáneamente también aquí:

 


 

Lo ven ahora, ¿verdad?

 








 

El porche, ahora, manda absolutamente.

 








 

No hay duda: la longitud de esta escena central está en relación con su conexión tanto con la escena inicial del film como con la final.

 

La tarea que ahora, en la segunda llegada, queda pendiente,

 


•Mrs. Jorgensen: Ethan.



•Mrs. Jorgensen: What about Debbie?


 

encontrará su resolución en el desenlace del relato.

 


 

De modo que hay una tarea pendiente.

 

Una tarea en la que se cifra el ser mismo del sujeto.

 


 

Su capacidad de ser, es decir, su capacidad de realizar el acto necesario.

 

Y ven ustedes los términos que, en el relato, cobra esa tarea: se trata de restituir a Debbie ahí.

 

Literalmente:

 


 

a ese lugar tan decisivamente marcado en la escenografía del film como el lugar emblemático de lo femenino: ese umbral entre lo interior y lo exterior que es el porche.

 

Allí recibe unos padres que no son los suyos.

 

Pero miren, en el mundo de lo real, lo simbólico no puede construirse por otra vía que por la del bricolaje.

 

Deberíamos llegar, incluso, más lejos, y afirmar que, porque no hay nada natural en esa trama que es la del Edipo, lo simbólico no es otra cosa que la matriz misma de todo bricolaje.

 

¿Acaso -por remitirnos al ejemplo más inmediato que el film nos ofrece- las casas que nos han sido mostradas son otra cosa

 


 

que el resultado de una paciente bricolaje siempre amenazado por las turbulencias de lo real?

 

Y ya saben, si han iniciado sus lecturas, cuáles son las manifestaciones inmediatas de lo real en el film: los indios y el desierto.

 


 

Restitución, les decía.

 

Retorno de Debbie al porche en el que estuvo una vez.

 


 

Pero ya no en su lateral, sino en su centro mismo: en ese centro

 


 

que fuera el de Martha.

 




 


Una coda final que replica al comienzo

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Y se nos hace igualmente evidente ahora por qué la escena final se excede en su duración del punto en el que concluye la central.

 

No hay duda: ese resto, esa duración suplementaria, corresponde de manera precisa al comienzo absoluto de la escena inicial del film:

 














 

En el fin, Ethan se aleja hacia su territorio, que no es otro que el desierto.

 


 

¿Ven exactamente hacia dónde?

 

Exactamente hacia las montañas quebradas que veíamos entre las miradas de Jorgensen e Ethan,

 


 

y que localizaban visualmente la presencia de la muerte nombrada en el diálogo.

 

Es exactamente hacia allí hacia donde Ethan camina, pues es en el territorio de lo real donde el héroe habita.

 

Y por cierto, ¿se dan cuenta de que nunca ha sido mostrado el desierto tan árido como en ese momento final en el que Ethan camina hacia él? Más árido, todavía, que el que se veía al comienzo del film.

 


 

¿Se dan cuenta de que la pulsión de muerte es la que reina en el desenlace del film? Pero reina tanto como la pulsión de vida que ha hecho posible.

 

Buena vía para tomar conciencia de ello puede ser ésta: díganme: ¿cuál es el efecto de esta semejanza que conecta plásticamente el final con el comienzo?

 

La soledad absoluta de Ethan, y al mismo tiempo la memoria inolvidable de la mirada de deseo que le acogiera al comienzo del film.

 

Ninguna casa ya. Solo la añoranza de un deseo definitivamente irrecuperable. La muerte, entonces, al fondo.

 

Ethan camina hacia la muerte -incluso la desea- pero, como les decía, ello no debe hacernos olvidar que ha hecho posible la vida de los otros.

 


 

Eros

 


 

y Thanatos.

 

Agua y desierto.

 

 

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2. Repetición y diferencia

 

Jesús González Requena
Edipo III. La tarea del hijo
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2016/2017
sesión del 07/10/2016 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2021

 

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Las dos llegadas

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La nieve se convierte en agua. No hay duda, pasa el tiempo, pasan las estaciones.

 

Pero me reconocerán que hay algo desmesurado en este contraste: pues es en el desierto donde, ahora, hay agua. Son estas, sobre el papel, dos categorías en extremo antagónicas. Retengan el dato, porque en buena medida va a ordenar y dejar su impronta en la escena que sigue.

 


 

Todo parece indicar que es éste un movimiento de regreso.

 

 

Pues, ¿no es hacia el pasado hacia donde miraba Martin? ¿Y no es en esa misma dirección en la que los dos buscadores cabalgan?

 

Lo que podrán escuchar bien en términos psicoanalíticos, porque lo que se busca, es siempre en cierto modo algo perdido en el pasado. Y sin duda es algo de ese orden lo que resuena en el juego de ambivalencias que impregnan la escena que ahora comienza.

 

 

No sabemos todavía a dónde regresan, pues no conocemos a este hombre que les ve aproximarse, ni el rancho al que pertenece.

 

Pero entonces…

 


 

Entonces, de pronto, reconocemos.

 

Y, a la vez que reconocemos, percibimos la dolorosa diferencia.

 























































 


 

Les decía:

 


 

reconocemos y a la vez percibimos la diferencia y el dolor que la habita.

 

 

 


La buena y la mala repetición

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Y por esa vía se introduce la sugerencia del ciclo vital, de un retorno que no es sin más repetición, sino proceso de elaboración.

 

Y por cierto: no marquen como negativa la palabra repetición -es algo que se hace demasiado hoy-, dado que existe una buena repetición: esa que no es rígida ni idéntica, sino que se abre a la posibilidad misma de la reelaboración y el cambio.

 

La mala repetición es, en cambio, la que se da en la transferencia: pues todo se repite en ella sin conciencia alguna de lo que en ella está teniendo lugar. La buena repetición, en cambio, está marcada por la conciencia del retorno como repetición parcial que abre la posibilidad de la transformación.

 

Su aroma impregna estas imágenes.

 

Y es que la buena repetición es por ello -como aquí-, consciencia inevitablemente dolorosa del tiempo.

 

Pues no hay duda de que el tiempo pesa sobre estas imágenes en las que nada es idéntico, pero en las que todo es de una o de otra manera semejante.

 

 


Dos mujeres, dos porches, dos maridos

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Volvamos aquí:

 


 

Dos porches, dos mujeres, las dos sujetas a la columna que a la vez sujeta ese porche y dibuja su límite.

 

Y las dos vestidas con los mismos colores: azul claro y, sobre éste, delantal blanco.

 

Frente a ellas, igualmente, la aridez del desierto.

 

De nuevo, pues, la identificación de lo femenino con la casa, del porche con su gesto de espera y de acogida.

 

Están también, desde luego, las diferencias; diferencias que, sobre ese campo de semejanzas, escriben el paso del tiempo y, con él, el dolor de la pérdida.

 

Es más historiado -si quieren un poco más lujoso, pues hay en él una voluntad decorativa del todo ausente en el originario- el porche de los Jorgensen. La mujer que en él se recorta es más gruesa, ya casi anciana. Ella ya no se frena, sino que se sujeta pues, a diferencia de Martha, no hay en ella un deseo que la empuje hacia fuera.

 


L
uego el mismo gesto en ambas:

 


 

Defendiéndose del sol, sin duda, pero a la vez mostrando la palma de la mano abierta de manera acogedora.

 

Y con ellas, sus maridos

 


 

Acotando el espacio de su territorio.

 

A ellos les corresponde salir al exterior a recibir al hombre que llega

 


 

y estrechar su mano.

 


 

 

 

 

 

 


No hay ya mujer alguna que aguarde a a Ethan

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Pero -y ésta es la diferencia mayor que se impone en la escena- no hay ya mujer alguna que aguarde a a Ethan,

 


 

que le acoja con su deseo.

 

Bien entendido, el lugar de aquella se despliega ahora en dos figuras,

 


 

la señora Jorgensen y su hija, Laurie.

 

Pero ninguna mujer acaricia con su mirada a Ethan. Ningún abrazo le acoge:

 



 

Los abrazos y las miradas son ahora para Martin:

 


 

 


Faldas que vibran

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Y por cierto que, por lo que se refiere a la expresión visual del deseo femenino, Ford recurre en ambos casos al mismo procedimiento:

 

 

Faldas que vibran, telas que se estremecen al viento: el estremecimiento del deseo se despliega en la imagen sobre el fondo de la casa.

 

Y hay ahora, por cierto, un énfasis suplementario en la actitud de Laurie, en la acentuada escritura de su deseo. Pues ella, que comparte con todas las otras su delantal blanco, se apresura a quitárselo para el hombre al que desea recibir.

 

Como ven, en la economía general del texto, no hay duda de que, como señalábamos al comienzo del seminario del año pasado, Laurie ha venido a ocupar el lugar de Martha.

 


 

No, ciertamente, para Ethan

 




 

-ya sabemos hasta qué punto, esta es la arista trágica del texto, no hay ya para él objeto de deseo posible- pero sí para Martin.

 

 

 

 

 

 


La trama de Edipo y la promesa de Ethan

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¿Ven hasta qué punto la trama de Edipo está aquí puesta en juego?

 


 

¿Y ven hasta qué punto la promesa de Ethan comienza a cumplirse?

 


 

Obsérvenlo todo ahora desde el punto de vista de Martin -a fin de cuentas, como señaláramos ya al menos en un par de ocasiones, es su punto de vista narrativo el que domina en el relato.

 

Pues bien, para él, para Martin, Martha fue el primer objeto. Es decir, el objeto prohibido y perdido que nació de la irrupción del padre, de la llegada de la prohibición y de la caída -vía castración- de la imago primordial.

 

Y bien, porque la palabra del padre en el Edipo no es solo prohibición, sino también promesa, late en esa palabra, junto al

 

ella te está prohibida,

 

el:

 

habrá otra ella que vendrá a ocupar su lugar.

 

 

 

 


Tragedia y comedia

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Pero detengámonos más en las diferencias.

 

Está, en primer lugar, la más notable, que es la de registro dramático.

 

Frente al tono a medio camino entre lo épico y lo elegíaco de la escena inicial -y podemos decir: originaria, en el mismo sentido en que hablamos de escena primaria-, la segunda, en cambio, se configura sobre un acentuado contraste entre la tragedia, de la que participa la generación de los mayores -Ethan que ha perdido a Martha, los Jorgensen que han perdido a su hijo Brad-, y la comedia amorosa en la que se dibuja la relación de la nueva generación, la de los jóvenes.

 

Aprovecho para señalarles que solo un gran artista de la puesta en escena puede lograr acompasar -y oigan esta expresión en su sentido musical– en tan estrecho margen, tonos dramáticos tan opuestos sin que disuenen entre sí.

 

Se darán cuenta, supongo, de que son dos de los tiempos mayores de la vida: el que tiene por tarea la proximidad de la muerte y aquel otro que se ve urgido por el desafío que el sexo supone.

 


 

 

 

 


Bifurcación de la escena en dos tempos dramáticos

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Impresionante esa montaña del fondo que deja pequeña, en extremo frágil, la construcción de madera que hay bajo ella.

 

¿No les parece que tiene también ella algo de lápida gigantesca?

 



•Alguno: Hi, Ethan.

 

También en esta escena es el nombre de Ethan lo primero que se escucha.

 


•Aaron: Ethan?

 

Y habrán notado que, cuando ese nombre es pronunciado, el rostro del hombre al que pertenece se oscurece casi totalmente, pues él sigue siendo el mensajero de lo real.

 


•Ethan: Hello , sir.


•Hi, Marty.

 

Pero esta vez se escucha también otro nombre, el de Marty.

 


•Martin: How are you, sir?




 

La bifurcación de la escena en sus dos tempos dramáticos que va a comenzar de inmediato se anticipa ya aquí.

 

¿Han retenido sus términos? Tienen mucho más que ver con el psicoanálisis de lo que podría parecer a primera vista.

 

A la izquierda, Jorgensen e Ethan, a la derecha, Laurie y Martin.

 

En el centro, la señora Jorgensen, quien, por cierto, apuesta inequívocamente por la vida:

 


•Mrs. Jorgensen: Marty.

 

O si prefieren: apuesta por la fecundidad de su hija y por recuperar un hijo como el que ha perdido, tanto como a su marido le corresponde hacer lugar simbólico al hijo muerto.

 


 

Todo ello presidido por la mirada de Laurie.

 

Pero no pierdan de vista el hecho de que la mirada de la joven se desentiende de lo que tiene que ver con el encuentro de Ethan y Jorgensen: ella solo atiende a Martin, a la vez que quiere ocupar el lugar, junto a él, que ahora ocupa ahora su madre.

 

¿Y se han dado cuenta de como construye el cineasta el fondo?

 

Del lado del diálogo que va a versar sobre la muerte, el desierto. Del lado del que va a versar sobre el amor, el agua.

 

Y eso va a imponer su cadencia en las dos subescenas que en seguida se desgajan a partir de ésta.

 


 

Aquí tienen la primera.

 

Como ven, el agua ha desaparecido absolutamente de la imagen, dado que es el diálogo sobre la muerte el que se impone. El desierto, en su aridez extrema, llena todo el fondo de la imagen.

 


 

Ethan sostiene la mirada del padre del hijo que a él fuera encomendado y a quien, sin embargo, no ha podido traer de retorno con vida.

 

La dificultad de lo que en este encuentro se juega está escrito en la imagen: en la crispación de las montañas que, al fondo, se sitúan justo en el eje de las miradas de ambos.

 


•Ethan: You got my letter about your son Brad?

 

 


Cartas

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¿Se dan cuenta de hasta qué punto Ethan es el mensajero de lo real?

 

Su cartero, podríamos decir incluso. Y anoten que ésta es la primera de las tres cartas del film.

 

La segunda es la que Ethan, a través de Jorgensen, recibirá de Fuitterman.

 


 

La tercera, la carta que Martin dirigirá a Laurie.

 


 

No lo pierdan de vista pues habremos de volver sobre ello.

 

¿Cómo no hacerlo? Es principio fundamental del análisis levantar acta de todo lo que, en un texto, hace serie. Prestar atención a sus modos de continuidad y modulación.

 

Y, si lo hacen, terminarán por darse cuenta de que no son tres sino cuatro, pues hay otro texto escrito en el film que es más que una carta.

 


 

Ni más ni menos que un testamento.

 

 


La comedia amorosa -rivialidad en el campo de lo femenino

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•Jorgensen: Yeah. Just about this time a year ago.



•Jorgensen: Oh, Ethan, this country…

 

¿Ven como ahora Jorgensen, al hablar de su sufrimiento y achacarlo a la dureza del país, señala esas mismas montañas quebradas sobre las que acabo de llamarles la atención?

 


 

Pero del otro lado está la vida: los caballos, el agua.

 

Y es hacia ese lado hacia el que se vuelve la señora Jorgensen, dando la espalda al otro.

 



 

De este lado, el de la vida, está también la comedia amorosa.

 

Pero no pierdan de vista las aristas dramáticas que laten en ella. Laurie, la mujer que aguarda fundida con la casa y encuadrada por el porche, ocupando el lugar que fuera el de Martha, y por tanto también como ella

 


 

flanqueada por la puerta oscura y abierta que constituye el vértice más radical sobre el que se sostiene la relación metafórica entre la mujer y la casa.

Y bien, Laurie no puede contener su indignación

 


 

ante ese joven que no parece prestarle atención tanto como hacia esa madre que parece retenerlo para sí.

 

No digo que lo haga… pues de hecho le conduce hacia Laurie, su hija… pero también podríamos decir que le conduce hacia el interior de su propia casa, para que ocupe el lugar de Brad, el hijo que ha perdido.

 

La rivalidad extrema en el campo de lo femenino -la que enfrenta a la hija con la madre- late pues con toda su intensidad en el fondo de esta escena que, sin embargo, hace suyo el tono de la comedia.

 



•Laurie: Marty?





•Laurie: Martin Pawley!

 

Como ven, es de armas tomar esta Laurie.

 

Hay sin duda reconvención en el modo en el que pronuncia el apellido de Martin. Pero dense cuenta de que no es eso todo lo que puede oírse en el modo en que lo enfatiza cuando lo pronuncia.

 

¿Saben a qué otra cosa me refiero?

 

Para dar con ello no tienen más que inscribirlo en el contexto de ese fondo que vengo de señalarles y que es el de la rivalidad entra la madre y la hija.

 

Laurie exige de él que sea Martin Pawley, porque quiere de él mucho más que un amante. Quiere un marido, un padre para sus hijos… todo aquello que se resume para ella en el acto de recibir, de él, su apellido.

 

Nada más intolerable entonces para ella que lo que ha atisbado en el abrazo de su madre: que él pudiera convertirse en un Martin Jorgensen, lo que le impediría a ella dejar de ser Laurie Jorgensen, y la condenaría a seguir identificada por ese apellido que define un lugar ya ocupado: el de su propia madre.

 

Y así, de la pasividad de su espera -pero si han llegado hasta el final del seminario del año pasado sabrán cuanta actividad contiene la pasividad de quien es capaz de aguardar erguido- pasa a la actividad del abordaje:

 


Pero véanlo más despacio:

 


 

Laurie, convertida en una tigresa,

 


 

abandona

 


 

el porche de la espera para abalanzarse sobre Marti y arrebatárselo a su madre.

 



 

Y es que de lo que se trata para ella es de ser ella misma, y no su madre, quien lo introduzca en el interior de la casa.

 



•Mrs. Jorgensen: Him probably forgetting all about you.

 

Y si lo decimos todo, parece obligado reconocer que la madre no usa las palabras más amables para con su hija.

 


•Mrs. Jorgensen: Probably can’t even call your name to mind.



•Martin: Her name’s Laurie.



 

Pero, en todo caso, entre la una y la otra logran que Martin salga de su mutismo y diga lo que se espera de él:

 


•Martin: But l fairly forgot just how pretty she was.

 

¿Qué da su verdad inmediata para ustedes -que ni son vaqueros ni han perseguido nunca a los indios- a la evidente dificultad que encuentra Martin en hablar a la muchacha que hay ante él?

 

Pueden ver en ella la torpeza del muchacho que tanto tarda en salir de la prolongada fase de latencia del varón. De hecho, en cierto modo, ¿no les parece que este chico es víctima de cierto acoso sexual?

 


•Laurie: Martin Pawley!


 

Y eso, que quieren que les diga, pasa mucho más de lo que se cree, dado que la fase de latencia es mucho más breve en las niñas, y los varoncitos ya no gozan hoy en día de la protección que en otro tiempo les ofrecía la segregación escolar por sexos.

 


El héroe: Ethan y Moisés

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¿Les parece extemporáneo que, en un seminario sobre psicoanálisis, les hable del héroe?

 

Probablemente a algunos les suceda así, dado lo lejos que ha llegado la impregnación de los discursos de la deconstrucción tanto en nuestra cultura actual como en el propio psicoanálisis.

 

Pero debo decirles que, si eso les parece así, será sencillamente porque, como tantos psicoanalistas, no han comenzado siquiera a leer Moisés y la religión monoteísta.

 


 

Pues esa que es la última gran obra de Freud empieza exactamente así; presentando a Moisés como lo que realmente fue: un héroe cultural.

 

Nota a pie de página: no encontrarán literalmente esta expresión en el Moisés y la religión monoteísta, aunque, a poco que avancen en su lectura, se darán cuenta de que es la idónea para nombrar al Moisés que describe Freud, El hombre Moisés que para el pueblo judío fue libertador, legislador y fundador de su religión…

 

Pero es, en cualquier caso, una expresión freudiana que aparece en la 31 de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis La descomposición de la personalidad psíquica– utilizada a propósito de Prometeo y de Hércules.

 

Por cierto, ¿han reparado en su semejanza -la de Moisés- con Ethan?

 


 

El uso de una fotografía en blanco y negro nos ayudará a percibirlo mejor,

 


 

dado que hace más perceptibles las facciones del rostro de Moisés.

 

Claro que, por contra, con ella de desdibuja la percepción de la proximidad de las piedras que rodean a ambas figuras.

 


 

Les hablaba antes de un testamento:

 


 

¿Y si El moisés y la religión monoteísta fuera el testamento de Freud?

 

 

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1. La muerte y la promesa

 

Jesús González Requena
Edipo III. La tarea del hijo
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2016/2017
sesión del 07/10/2016
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2021

 

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La transformación de Martin

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Martin: Well, why don’t you say it?


Martin: We’re beat, and you know it.


Ethan: Nope.


Ethan: Our turning back don’t mean nothing. Not in the long run. lf she’s alive, she’s safe.


Ethan: For a while. They’ll keep her. They’ll raise her as one of their own until… Till she’s of an age to…


Martin: Well, do you think maybe there’s a chance we still might find her?


Ethan: lnjun will chase a thing till he thinks he’s chased it enough.


Ethan: Then he quits.


Ethan: Same way when he runs.


Ethan: Seems like he never learns there’s such a thing as…


Ethan: … a critter who’ll just keep coming on.


Ethan: So we’ll find them in the end, l promise you.


Ethan: We’ll find them.


Ethan: Just as sure as the turning of the Earth.

 

Tras esta impresionante promesa cuyo análisis detenido pueden encontrar en la última sesión del año pasado, va a producirse en el film una notable transformación por lo que se refiere al personaje de Martin.

 

¿De qué se trata?

 


 

Ethan retrocede, saliendo de cuadro.

 


 

De modo que en cuadro permanece, solo, Martin.

 


 

Y es sobre su imagen donde tiene lugar el encadenado que sigue.

 

Hasta ahora, hasta aquí, hemos encontrado siempre a Martin en una posición intermedia entre Ethan y aquellos con los que se encontraba:

 


 

Testigo, por tanto, de los enfrentamientos de Ethan con los otros, a la vez admirándole y temiéndole, a la vez encontrándole impresionante y percibiéndole odioso -son, supongo que se darán cuenta de ello, los términos ambivalentes que caracterizan la relación del hijo con el padre.

 


 

Pero a partir de aquí, en esta nueva fase de la película en la que ahora entramos, algo ha cambiado en él decisivamente.

 

Les insisto: han tenido ocasión de comprobarlo en el fragmento con cuyo visionado hemos comenzado hoy, en las escenas que siguen de inmediato a ésta:

 


 

¿De qué se trata?

 

Es evidente: Martin ha comenzado a enfrentarse con Ethan.

 

¿Qué es lo que ha hecho posible esa transformación?

 

No hay un motivo, sino dos.

 


 

Por una parte, desde luego, la muerte de Brad, la pérdida de ese amigo de la infancia que era como un hermano para él -lo que constituye, por tanto, una intensa herida a su narcisismo.

(pya)

 

De hecho, a poco que lo piensen se darán cuenta de que Brad era en lo esencial la otra cara de sí mismo, el reflejo en el espejo de su proceso de maduración, lo que de él debía perecer con su infancia -o con su adolescencia, si prefieren decirlo así.

 

Pero no perdamos de vista el otro factor decisivo de ese proceso de cambio. Me refiero a la palabra que ha llegado inmediatamente después de esa muerte, procedente de quien ocupa para él el lugar del padre.

 

La hemos escuchado en toda su intensidad.

 


 

Una intensidad que procede, precisamente, de su vinculación directa con la muerte de Brad que -no podemos perderlo de vista- se sitúa en la estela de las de Martha y Lucy.

 


 

 


Palabra / signo

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Concedan toda su importancia a este factor temporal, pues es determinante de su eficacia simbólica. Lo que diferencia a las palabras simbólicas de los signos que contienen, es precisamente su dimensión real, irrepetible, ligada al destinador que la profiere, al sujeto que la recibe y al instante temporal en que se realiza.

 

Y esto es lo que nos importa retener ahora: esa palabra llega en el momento justo para poner nombre a una herida y, así, cicatrizarla.

 

Anotémoslo en sus fases sucesivas: una herida en carne viva

 


 

-la pérdida del objeto amoroso-,

 


 

Martha,

 


 

Lucy, y la pérdida de la imagen de sí

 


 

-en este caso Brad- que muere con ella.

 

Lo que pone al sujeto en un estado de extrema angustia; en el límite, en el borde mismo de su desintegración -ese borde tan poderosamente expresado en el progresivo desequilibrio de Brad que termina por conducirle a la muerte.

 

Y bien, justo entonces llega la palabra simbólica:

 


 

nombrando esa herida y, así, cicatrizándola.

 

Es una palabra que, si puede ser vivida como verdadera -hablo, claro está, de verdad subjetiva, que depende directamente de la potencia atribuida a quien la pronuncia- es capaz de sujetar al sujeto al borde del abismo.

 


 

Si la primera imagen nos ofrece la expresión visual más precisa de esa sujeción, la segunda nos devuelve esa su dimensión esencial que es la de la palabra, pero la de una palabra, les insisto, potente y, por eso, verdadera.

 

Pues su verdad depende de su potencia.

 

De lo que les estoy hablando es de la potencia del padre y nada lo prueba mejor que la índole de su fundamento, que no es otro que el deseo de la madre.

 


 

Son los tiempos del Edipo.

 

En su vórtice, la prohibición, la castración y la angustia.

 


 

Y bien, esa palabra, la palabra del padre, a la vez prohibición y promesa, es una palabra que quema.

 

Y, así, cauteriza y cicatriza. Dejando, como huella, una cicatriz.

 

¿Dónde? En el yo. Pues las cicatrices del yo son, así, las marcas de su maduración.

 

Me permito, por esta vía, recuperar un concepto, el del yo maduro, que ha sido cuestionado por Lacan atribuyéndoselo a los psicoanalistas americanos de la segunda generación y así olvidando que no solo procede de Freud, sino que se asienta y afirma en la última fase de su obra.

 

 

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31. Dios, cielo, ave, mujer

 

 

 

 

 

Jesús González Requena
Psicoanálisis y Análisis Textual, 2019
sesión del 2019-12-20 (4)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2020

 

 

 

 

 

 

 

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Ave, cielo, Dios

 

Ciertamente el hecho es del todo inverosimil: una elegante mujer, con abrigo de pieles y zapatos de tacón, en un fuera borda, en el centro de una apacible bahía, a cielo descubierto y a plena luz del día, agredida por una gaviota.

 

Podría tratarse de un sintagma surrealista, caracterizable por la yuxtaposición en el espacio y en el tiempo de una serie de objetos -a veces también de espacios- en principio incompatibles, y por ello también incoherentes entre sí.

 

Atendamos a los elementos básicos del suceso:

 


 

Desde el cielo

 


 

desciende un ave que agrede en la cabeza a una mujer.

 


 

Ahora bien, la conjunción entre el cielo y el ave suscita las más intensas resonancias en nuestra mitología.

 

Observen como eso se articulaba plásticamente

 


 

en uno de nuestros más grandes pintores, José de Ribera, dicho el Españoleto:

 


 

Se trata de su Trinidad, en la que el Espíritu Santo se manifiesta como encarnación misma de la palabra redentora del Dios Padre.

 

¿Por qué un ave es escogida como imagen del Espíritu Santo? Yo diría que porque vuela, y lo que vuela comparte ciertas propiedades con la palabra.

 

Y me refiero ahora, claro está, no a la palabra escrita, sino a la palabra enunciada, esa que sale de la boca con la respiración y el aliento y que es por eso a la vez viento y calor.

 

Es el pneuma de los griegos que ya en Anaxímenes de Mileto comparecía como el elemento primero que hubo de originar todos los otros.

 

El cristianismo lo traducirá por espíritu y lo entronizará, en el Génesis, como la dimensión esencial del Dios creador.

 

Ciertamente, la gaviota de Los pájaros posee un notable parecido con esa ave de la mitología cristiana.

 


 



 

Con la salvedad, de que ésta no es portadora de la palabra redentora, sino del horror.

 

No trae un mensaje, sino que, como les decía hace un momento, constituye un puro acto de violencia.

 

 

 


Dos vírgenes de 11 años

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Pero si atendemos a la relación del cielo, de Dios y del ave en nuestra mitología, debemos atender igualmente a la relación de este conjunto con la mujer.

 

Y ello no solo porque, obviamente, Melanie lo sea, sino también porque el ataque de la gaviota sucede dos veces, y en ambos casos la víctima es una mujer:

 




•Cathy: Hey! No touching allowed!


 

Lo ven, la cosa sucede dos veces.

 



 

Y sucede dos veces afectando a las dos mujeres que tienen en común la cifra once.

 



 

En ambos casos ello sucede bien cerca del mar.

 

Y en el segundo, pero probablemente en los dos, la mujer tocada

 



 

es una virgen.

 

 

 


Dios, cielo, ave, mujer

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Y bien, la relación del ave y la mujer es, en la historia de la pintura occidental, de largo alcance.

 


 

Véanla tal y como se plasma en La Inmaculada de Ribera.

 

En su momento les mostré La Coronación de la Virgen de Velázquez:

 


 

Es fácil constatar que constituye el eslabón intermedio entre la Trinidad y la Inmaculada.

 


 

De modo que no forzamos en nada el asunto si suscitamos la relación de estas imágenes con Los pájaros:

 


 

Como saben, porque hace ya bastante que les invité a que exploraran el asunto, el tema pictórico donde mejor se traza esa relación -y con mayor vigor narrativo- es en el de la Anunciación.

 


 

En él está siempre presente, Junto a la Virgen, esa figura alada que es la del ángel.

 


 

El ángel del Señor visita a María,

 


 

la Virgen, quien muchas veces aparece leyendo,

 


 

y le trae el mensaje del Señor.

 


 

Lo ven ahí, escrito en esa cinta de la que es portador.

 

Y es que, como supongo saben, los ángeles son los mensajeros de la palabra de Dios.

 

De ahí su condición de seres alados.



 

Vean como lo narra Lucas:

 

«(…) fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María.
Y entrando, le dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.»
Ella se conturbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo.
El ángel le dijo: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin.»
María respondió al ángel: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?»
El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios. (…)
Dijo María: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.» Y el ángel dejándola se fue.»

 

No deben confundir al ángel, por más que tenga alas, con el Espíritu Santo, del cual el primero es solo mensajero y anunciador.

 

El ángel, los ángeles, son, como les digo, solo portadores de la palabra de Dios, es decir, sus mensajeros.

 

A veces presentan rasgos masculinos y otras femeninos -no deberían irse de Madrid sin conocer las ángelas que Goya pintó en San Antonio de La Florida-, pero son, en cualquier caso, entes asexuados, tan leves como sus alas.

 


 

Bien diferente es el Espíritu Santo, por más que se empeñen en decir lo contrario los teólogos modernos.

 

No es mi intención, desde luego, discutir con ellos, pues lo que a mí me interesa no es la teología, sino la mitología abordada desde un punto de vista psicoanalítico.

 

Y para ésta es una constatación obligada que el Espíritu Santo es necesariamente masculino, dado que la Virgen María es una mujer.

 

Pues el Espíritu Santo viene a cubrirla
con su sombra.

 

Tal diferencia se hace patente por la presencia del Espíritu Santo, junto al ángel Gabriel, en la mayor parte de las representaciones de la Anunciación.

 


 

Si les muestro muchas imágenes

 


 

sin dejarles tiempo suficiente para verlas con el detenimiento que la mayor parte de ellas merecen

 


 

es porque lo que me interesa más ahora

 


 

es que tomen conciencia de la magnitud,

 


 

de la relevancia cultural del asunto.

 


 

El pájaro vuela hacia ella.

 




 

la toca con su mensaje,

 


 

La inunda con sus rayos.

 


 

Y la penetra con su espíritu.

 

La penetra con la palabra divina de la que es portadora y que, así, la deja embarazada.

 


 

¿Se dan cuenta de cuál es la estructura simbólica que late en todo ello y de la que todo ello es expresión? Les hablé, en una sesión anterior, de la simbólica de la tierra y del arado, donde el arado masculino surcaba la tierra femenina.

 

La simbólica que encontramos aquí es posterior y mucho más refinada -más alta en la escala de espiritualidad, como diría el Freud de El Moisés.

 

En ella lo femenino comparece como el cuerpo y lo masculino como la palabra.

 


 

La palabra del Dios Padre.

 

De ese Dios padre que tiene un pajarito que es el Espíritu Santo.

 

Vean ahí la fundamentación que da nuestra mitología a la función simbólica del padre. Es la palabra de la ley, pero en la medida -este es el filo cristiano del asunto- en que es la palabra del amor.

 


 

Lo que está en juego es la redención del ser humano del pecado original de la materia, es decir, de lo real.

 


 

Es decir, en suma, de la pulsión.

 


 

 


Mitología y eficacia simbólica

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Esto puede parecerles un asunto religioso. Sin duda lo es, pero lo es en la medida en que es en primer lugar un asunto mitológico.

 

Toda religión es mitología o no es más que mera abstracción teológica que a muy pocos interesa.

 

Y, por lo que a nosotros respecta, a la hora de pensar toda mitología, debemos plantear la cuestión de su eficacia en términos psicoanalíticos, es decir, simbólicos.

 

Lo esencial del tema mitológico del embarazo místico de la virgen -pues de tal se trata- tiene por objeto la constitución del fruto de su vientre, es decir, su hijo, como un ser sagrado.

 

Es decir, también, como un ser constituido por la palabra y, por eso, de la madre separado.

 

Y por cierto que si algo necesita toda mujer que da a luz, es que le llegue una palabra de ese orden, capaz de permitirle diferenciarse, separarse, de esa emergencia real de su propio cuerpo.

 

Y que permita a la vez, a esa emergencia carnal, real, constituirse a su vez en un ser igualmente diferenciado, con respecto al cual ella pueda y deba renunciar a su dominio.

 

Como ven, todo apunta a contener el poder arcaico, originario, absoluto, de la madre sobre su hijo.

 

Pues no piensen que sea solo el niño Jesús el que obtiene tal condición de sagrado. Lo tiene, desde que el mito cristiano se instituye, todo nuevo hijo. la Eso es precisamente lo que se celebra en Noche Buena: la condición de sagrado de todo niño que nace. Es fácil deducir de ello el motivo del repudio hacia el Belén que manifiestan tantos de nuestros contemporáneos.

 

 

 

 


Los pájaros de la diosa arcaica

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Ven hasta donde alcanza todo eso que constitye el fondo de resonancias simbólicas de la escena de la bahía.

 

 

Pues también aquí un ave visita a la mujer en su soledad, la sorprende con su visita y la toca.

 

Pero, a la vez, asistimos a una inversión siniestra del mito de la Anunciación.

 

Pues si el rayo de luz divina en el que viaja el Espíritu Santo toca y penetra dulcemente a la mujer, El pájaro de Hitchcock, en cambio, la hiere con brutalidad.

 

Más no por ello deja de transmitirle un mensaje.

 

Solo que el suyo es un mensaje que excluye las palabras: un puro mensaje de agresión.

 

Y ello porque, como ya les dije, en el cielo de Los pájaros no hay ningún Dios Padre, ningún padre simbólico que enuncie, con su palabra, la ley.

 



 

De modo que nuestras vírgenes reciben un mensaje siniestro, dado que es la negación misma del Espíritu Santo lo que desciende sobre ellas.

 

Les decía que

 


 

la gaviota que ataca a Melanie

 


 

se parece mucho a la paloma del espíritu Santo.



 

Con la salvedad, entonces, de que la paloma del espíritu Santo es blanca, y la gaviota de Los pájaros, en cambio, es gris:

 




 

Pues es la paloma de la diosa arcaica que reina en el universo loco de los pájaros.

 


 

 

 

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30. Apoteosis y caída de lo femenino

 

 

 

 

 

Jesús González Requena
Psicoanálisis y Análisis Textual, 2019
sesión del 2019-12-20 (3)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2020

 

 

 

 

 

 

 

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Los juegos adolescentes de Melanie

 


 

Melanie abandona rápidamente la casa, feliz de haberse desecho de los pajaritos del amor y de haberlos colocado allí donde deberían haber estado siempre.

 


 

Pero esta vez la difracción es máxima.

 

Su mirada vuelve a estar fija en el granero en el que se encuentra Mitch, mientras avanza directamente hacia el mar de la culpa.

 



 

Esta vez la cámara le sigue, en vez de anticiparse a ella.

 

Vean a donde la conduce ese inexorable camino que ella no mira pero que la imagen dibuja como el suyo. Por lo que se refiere a su proyección tridimensional, la dirige hacia dentro de la bahía, sin duda. Pero por lo que al plano bidimensional de la composición se refiere, la dirige también hacia arriba: a ese arriba de donde van a descender las gaviotas.

 



 

Insólita esta última imagen. Y curioso el enfasis en ese bolso, del que ahora sabemos que está en cierto modo vacío, dado que, depositada la carta para Cathy, solo contiene ya la carta rota escrita para Mitch, que viene a anticipar el inevitable fracaso del encuentro amoroso.

 




 

Según Melanie se aleja, se va aliviando en el espectador el temor difuso que ha asociado a la casa.

 

A pesar de que, en el momento en que pisa la barca, comenzamos a oir de nuevo a las gaviotas.

 



 

Vemos ahora a un diminuto Mitch saliendo del granero y dirigiéndose hacia la casa.

 

 


 

Melanie quiere disfrutar la escena de su sorpresa.

 


 

Y eso nos lleva ahora a ver la casa mejor que nunca.

 

Lo que nos permite apreciar también lo que tiene de fortín: así esas recias empalizadas que la defienden del mar, tanto como los árboles la protegen del resto del espacio.

 


 

A pesar de estar tan ocuta entre los árboles, se la ve lo suficientemente blanca como para que percibamos que el jersey de él es tan blanco como ella misma.

 

Como esa casa en la que entra o que, más bien, le absorbe una y otra vez.

 



 

No hay duda, ahora, de que Melanie se comporta como una adolescente traviesa.

 


 

Pero es tan inquietante la casa que tiene frente a ella…

 



 

Y Mitch es tan pequeño, con respecto a esa casa…

 




 

Pero ella no ve nada de eso, pues solo le ve a él buscándola con deseo.

 

Mejor que adolescente, ¿no sería más apropiado decir que se comporta como una niña pequeña?

 


 

Como les digo: la casa absorbe a Mitch una y otra vez.

 


 

Melanie es feliz con su juego.

 



 

Mitch sale de nuevo de la casa, pero esta vez no lo hace solo.

 

Pues, en sincronía con su salida, las gaviotas irrumpen en la imagen.

 


 

Y es obligado reconocer que su presencia, su magnitud, y su dimensión, es mucho mayor que la de Mitch.

 


 

Pero lo esencial es que esas gaviotas, una de las cuales pronto atacará a Melanie, proceden de la casa de la madre.

 

Constituyen esa respuesta al mensaje de los pajaritos del amor de la que les anunciaba que, siendo una respuesta, no es en ningun caso un mensaje, sino un puro acto de violencia.

 

 

 

 


Fenomenología del enamoramiento

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¿Se han dado cuenta de que en el momento mismo en que Mitch se llevaba los prismáticos a los ojos las gaviotas desaparecían de la imagen?

 

En todo caso ellos, Melanie y Mitch, entregados a su juego erótico, ignoran absolutamente su presencia.

 

Del todo en lo imaginario,

 



 

nada perciben de lo real que su juego ha desencadenado.

 

Anotemos que, por única vez en toda la secuencia, se rompe el punto de vista de Melanie para incluir un plano subjetivo de Mitch.

 

Pero yo diría que, en lo esencial, no hay tal fractura.

 

Me explicaré. En primer lugar, es hora de decirlo, Mitch es un personaje sin densidad, puramente colateral. De ahí que las limitaciones interpretativas del actor que lo interpreta no afecten gran cosa a la película. De hecho, su acartonamiento coadyuva a la caracterización de ese personaje débil y sin capacidad de iniciativa que es Mitch.

 

Toda la densidad del film se encuentra -como, dicho sea de paso, sucederá casi siempre en el cine de Almodóvar- en las mujeres.

 

Mitch mira por sus prismáticos. Y es un corazoncito amoroso el que reencuadra su visión del objeto de su deseo.

 

Así la ve él, desde luego. Pero también, y sobre todo, es así como ella se ve a sí misma a través de la mirada de él.

 

Quiero decir: en la presencia y en la mirada de él, ella ve reflejada su deseabilidad. Tal es la clausura narcisista hacia la que tiende el deseo correspondido en lo imaginario.

 

Esta vez el film, tan rico en matices para desconcierto de su guionista, nos ofrece una bien dibujada fenomenología del enamoramiento. Melanie se siente extraordinariamente bella y deseable, segura del poder de su atractivo y por ende de su próxima victoria.

 

Es, por cierto, dada la candidez de la postal en la que se imagina a sí misma,

 


 

la imagen del primer enamoramiento de una jovencita.

 

Y es, a la vez, por otra parte, una bien expresiva figuración de la capacidad del objeto de deseo de velar totalmente el fondo.

 

Pero, no obstante, arrecia el sonido de las gaviotas.

 

 

 

 

 


Fugaz apoteosis de lo femenino

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¿Y Mitch?

 

Felizmente enamorado. Y radiantemente blanco.

 

Ahora bien, ¿no es el blanco el color de la novia? ¿Y no es a la casa de la madre del novio vestido de blanco donde ha venido a buscarle la intrépida Melanie?

 




 

Neta inversión de roles, que empuja al espectador a preguntarse si no ha sido excesivo el movimiento activo de Melanie. Tanto como si no ha sido excesiva la pasividad de Mitch.

 

En todo caso, Melanie parece haberlo conseguido:

 


 

Mitch se lanza en su persecución.

 


 

Y ambos recomienzan la parada del amor.

 

Es la persecución canónica, de la que ya hablamos en la escena de la pajarería: el la persigue, en tanto ella se hace perseguir porque quiere ser alcanzada.

 

El feliz encuentro se anuncia, entonces, del otro lado de la bahía.

 

Y como hemos dejado de ver gaviotas y nos alejamos cada vez más de la amenazante casa, la comedia retorna por un instante, ya por última vez, a la vez que parecen alejarse las fuentes de peligro.

 

De modo que, frente al suspense de la amenaza, es el suspense de la comedia el que se impone.

 

Por lo demás, el punto de vista de Melanie vuelve a dominar la escena de manera sistemática.

 


 

Y así, desde su punto de vista, contemplamos la carrera de Mitch en su búsqueda, decidido a recibirla en el muelle del pueblo.

 



 

La casa, en tanto fuente principal de amenaza, queda fuera de cuadro.

 

Y, por lo demás, no vemos ya las gaviotas, a la vez que el sonido del motor tapa cualquier otro sonido que no sea el suyo.

 

Melanie disfruta contemplando como Mitch corre en su coche para alcanzarla en el otro lado de la bahía. Es realmente notable la habilidad con la que Hitchcock produce ese desplazamiento, desde el suspense de la amenaza, al suspense de la comedia amorosa.

 



 

Melanie se sabe segura de su victoria y disfruta de ella por anticipado.

 

La imagen es poderosa. Vemos como ella, de nuevo cálidamente iluminada, se recorta brillante sobre un fondo más frío y en el que la zona más oscura se encuentra justo detrás de su figura para hacerla resaltar mejor.

 

Es -o quisiera ser- la victoria de lo femenino, el esplendor de la mujer en la plena afirmación de su deseabilidad.

 

Yo diría incluso que El nacimiento de Venus de Botticelli inspira, desde la lejanía, la imagen.

 



 

Apoteosis de lo femenino desencadenada, para Melanie, como el efecto de haber vuelto allí, a los 11 años, para depositar la jaula con los pajaritos de la diferencia sexual.

 

¿Acaso no ha salido feliz de haberlo logrado, sin que nada sucediera que viniera a impedirlo?

 




 

Y, de hecho, el encuentro de las líneas convergentes de los desplazamientos de ambos parece garantizado.

 







 

Melanie se siente radiante de felicidad. Su desafío ha tenido éxito. Por fin él ha tomado la iniciativa y corre hacia ella.

 




 

Él ya está ahí esperándola, petulantemente dispuesto a recibirla en el muelle.

 


Ataque – alienación

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En la medida en que el encuentro se acerca

 


 

aumenta la escala del plano de Melanie.

 


 

Y, a la vez, un cambio compositivo viene produciéndose por lo que respecta a su imagen.

 


 

¿De qué se trata?

 

De que cada vez más estrechamente,

 


 

la línea del horizonte pasa a quedar ubicada a la altura de su cuello.

 


 

Según se aproxima al muelle, Melanie dispone, en su rostro, el gesto que considera oportuno para el encuentro:

 


 

Un gesto que es todo él mascara.

 

Hay una precisa expresión coloquial para ella: se dispone a hacerse la tonta. O, más exactamente, a sobreactuar ese hacerse la tonta, como un nuevo giro de tuerca en el juego de la seducción.

 

Pero no puede por menos que inquietarnos lo que hay de desmesurado en ese gesto, hasta bordear cierta imagen de alienación.

 

Y es justo entonces cuando…

 







 

Algo del todo inesperado para ella se ha cruzado en su trayecto.

 

Otro eje ha atravesado y quebrado violentamente el que hace solo un momento trazaban las mutuas miradas de los enamorados anticipando la imagen de su feliz encuentro.

 

Con respecto al plano anterior,



 

La cámara se ha alejado lo suficiente para hacer más pequeña, más rodeada de aire y más vulnerable la figura de Melanie.

 

Ahora, la línea del mar sobre la costa es como una cuchilla que cortara su cuello.

 

El de una Melanie de gesto, como les decía hace un momento, del todo alienado.

 

Del fondo, y a la vez desde el cielo, desciende en diagonal el ataque.

 



 

Y, así, su máscara se desmorona.

 


 

La gaviota atacante se aleja.

 


 

Mientras Mitch contempla desconcertado -incluso pasmado- el suceso.

 

Pero no es relevante su punto de vista.

 

Solo importa el de Melanie:

 



 

Su nuevo plano subjetivo es, digámoslo así, totalmente nuevo.

 

Pues ella se ve forzada ahora a reparar en algo que no entraba para nada en el juego de sus expectativas.

 

Hay sangre en la punta de su enguantado dedo índice.

 

¿Qué ha sucedido?

 

Que el encuentro de los enamorados, ese que se ha venido estrechando según los desplazamientos de ambos se disponían a alcanzar el muelle, se ha saldado con el suceso más inesperado y desconcertante.

 

Un enigma se impone con la densidad de lo irresoluble: ¿cómo es posible que, en el juego de la seducción, en el juego del deseo, donde lo que se espera es la plenitud, el colmarse en la posesión del objeto del deseo, suceda todo lo opuesto a esa plenitud soñada? ¿Cómo es posible que se produzca sangre?

 

 

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29. La casa de Lydia

 

 

 

 

 

Jesús González Requena
Psicoanálisis y Análisis Textual, 2019
sesión del 2019-12-20 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2020

 

 

 

 

 

 

 

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Cruzando la bahía

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¿Se dan cuenta ahora del motivo de la presencia del mar en el viaje al pasado que realiza Melanie en Los pájaros? Las aguas de la bahía, en tanto que confrontan orillas opuestas, hacen resonar ese océano que Hitchcock había puesto de distancia entre su madre y él mismo.

 


 

Densas nubes parecen anunciar tormenta.

 

Melanie avanza hacia la casa blanca en línea recta.

 

En una línea tan recta y direccionada como la que dibuja el puntiagudo triángulo de la franja de tierra del fondo, tanto como la oscura silueta de su barca, o la estela de agua sobre la superficie marina.

 

No hay duda de que un compulsivo automatismo la impulsa hacia adelante.

 



 

Avanza así hacia la casa blanca tanto como se aleja del pueblo, de la polis, del universo mal que bien civilizado del lenguaje.

 

Por más que en él sea esa maestra tan invadida por la desolación y el odio la que enseña las palabras.

 

Y de hecho, su casa está en la parte más alta del pueblo y, a la vista de esta imagen, en la parte opuesta a aquella en la que se encuentra, del otro lado de la bahía, la casa de Lydia.

 


 

El ruido del motor fuera borda -que prolonga ahora el anterior ruido del motor de su coche y que sigue traduciendo la intensidad pulsional de su desplazamiento- tapa hasta hacer inaudible el sonido de las gaviotas.

 

Pero éstas están ya ahí, al fondo, posadas en la superficie del agua.

 

Melanie avanza, diríase, iluminada.

 

De hecho, ahora su figura tiene un brillo dorado

 



 

semejante al que presentaba la jaula en el muelle, lo que hace de ella un ser escandalosamente visible, a cielo descubierto, en medio de la bahía.

 

 

Se dan cuenta, a este propósito,

 


 

de la palpable incoherencia de la iluminación del plano entre el primer término -ella y su barca- y el fondo -el agua y el paisaje que la rodea.

 

Existe un neto contraste de las temperaturas cromáticas entre los dos términos de la transparencia. Así, la cálida luz amarilla que baña su cuerpo contrasta hasta la inverosimilitud con la luz más fría y azulada del fondo.

 

Avanza tan iluminada como compulsivamente direccional es su desplazamiento: la línea ascendente de la barca y la descendente del paisaje del fondo visualizan de manera extrema ese direccionamiento.

 

Y por cierto, siendo sin duda acentuadamente femenino tanto su atuendo como su figura, ¿no les parece que este plano, por el modo en que la figura de ella se prolonga en la de la barca en esa línea curvada y ascendente que recorre toda la zona inferior del plano, devuelve una figuración de Melanie sorprendentemente -y desmesuradamente- fálica?

 

Retornan pues las resonancias mitológicas en la figuración de un ser que combina de manera tan potente los rasgos de lo femenino y de lo fálico.

 

Y en cualquier caso, su trayecto es el de un atrevido internamiento en el ámbito de lo femenino: el mar, la bahía, la casa de la señora Brenner.

 

 


Difracción – la figura y el fondo

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Comienza en lo que sigue una serie de planos subjetivos destinados a focalizar la escena sobre el más estricto punto de vista de Melanie.

 

Lo que se concreta en una alternancia al 50 por ciento de planos de ella mirando


 

y de planos subjetivos de lo que ve.

 


 

 

Hitchcock utiliza

 


 

el fondo negro del garaje de la casa para que sobre él destaquen las figuras de Mitch, Cathy y Lydia.

 

De gris Lydia, y en ese sentido la menos visible por ahora.

 

De rojo Cathy, como por cierto, hace bien poco, la maestra -pero podríamos decir también: su maestra.

 

Y de un blanco radiante -en su calidad de hijo apresado por la casa blanca-, Mitch.

 


 

Pues bien, diríase que esa primera aparición de Lydia en imagen

 


 

multiplicara la presencia de las gaviotas que se encuentran al fondo, tras Melanie, y que por eso ella no puede ver.

 


 

Melanie detiene el motor de su fuera borda.

 


 

Solo oímos ahora el sonido del agua, lo que indica que las gaviotas se encuentran quietas y silenciosas, a la expectativa.

 

Es ciertamente oscura la casa blanca de Lydia, casi totalmente oculta tras esos grandes árboles que la rodean y cuyas raíces parecen apresarla.

 


 

Cuando nos ocupamos del viaje en coche de Melanie por la carretera de la costa

 




 

les llamé la atención sobre

 


 

esa segunda mirada que el cineasta introducía y que nos separaba de la de Melanie aun cuando se activara su punto de vista.

 

Esto sucede ahora de nuevo y a mayor escala:

 


 

pues se multiplican los planos subjetivos de Melanie y, a la vez,

 


 

se acentúa esa mirada otra, del todo divergente de la de ella, que nos hace ver las gaviotas que la rodean y que ella ignora.

 

La dialéctica del fondo y la figura se hace de nuevo patente con extrema intensidad: ella es la figura, y las gaviotas son el fondo, en una acentuada expansión de la dialéctica de ella y el pájaro enjaulado que protagonizó la escena de la pajarería.

 


 


 

Y bien, por ahora, esas gaviotas del fondo siguen silenciosas, mientras que oímos, en cambio, procedente de fuera de campo, el sonido del motor de la camioneta de Lydia arrancando.

 


 

Y, a partir de aquí, se produce la más curiosa difracción. Pues si Melanie sigue avanzando directamente hacia la oscura casa blanca, lo que su mirada focaliza es el granero rojo al que se dirige Mitch.

 

 


 

Solo ahora comienza a oírse el ruido de las gaviotas.

 

¿Cuándo? cuando Lydia ha partido en su camioneta y Melanie rema hacia Mitch.

 

Y su sonido, el de las gaviotas, se mezcla con el del agua agitada por el remo de la visitante.

 

 


El granero de Lydia y el buzón de Annie

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Nuevamente destaca el luminoso jersey blanco de Mitch sobre el fondo negro del interior del granero.

 

De un granero que, es hora de señalarlo, es rojo.

 

Y de un rojo que ya conocemos.

 



 

Ciertamente, tanto el uno como el otro, el buzón como el granero, tienen una puerta.

 

Solo que la del buzón no se abre nunca y la del otro, la del granero, sí.

 

Aunque debemos decirlo con mayor precisión: la puerta del buzón de Annie no se abre nunca, mientras que la del otro, la del granero de Lydia Brenner, sí.

 



 

Y ello nos obliga, a su vez, a reparar que las letras del apellido Hayworth son blancas como los marcos del granero y, sobre todo, como el jersey de Mitch.

 

En el buzón de Annie Hayworth no entra carta alguna de Mitch.

 

En el granero de Lydia entran no cartas, sino el propio Mitch.

 

Y hay que añadir: un Mitch diminuto.

 

El otro día, en el debate, les hablaba de Todo sobre mi madre de Almodóvar.

 

Podría hablarles de Hable con ella, donde un diminuto varón menguante cabe en el interior de un bolso,

 


 

o desaparece definitivamente tras penetrar en el interior de la vagina de una mujer.




 

 


Difracción – los dos deseos de Melanie

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¿Y qué me dicen del deterioro progresivo de la imagen de Melanie según avanza y del que ella es del todo inconsciente? Pues sus medias tienen ahora unas abultadas carreras que ella parece ignorar.

 

 



 

Les hablaba de una intensa difracción.

 

Es notable cómo a partir de aquí esta difracción comienza a dibujar, en su trazado diferencial, los dos deseos de Melanie: el deseo de Mitch que guía su mirada, y el deseo -¿o la compulsión de repetición?- del encuentro con la madre, hacia el que avanza tan directa como ciegamente.

 

Pero la disociación de las dos miradas se manifiesta también en el interior de un mismo plano:

 


 

pues si la mirada de Melanie conduce la nuestra al granero, nosotros, a pesar de ello, vemos lo que la conciencia de ella ignora y es que ese granero resulta empequeñecido y amenazadoramente rodeado por los grandes árboles que se confunden con la casa y la prolongan como si se tratara de sus tentáculos.

 

Les he llamado la atención antes sobre esa composición de Melanie en la barca que devolvía una configuración fálica de ella.

 


 

Lo mismo podemos decir ahora,

 


 

y de manera más acentuada, por lo que se refiere al modo como lleva la jaula en la que transporta los pajaritos del amor.

 

Pues ella avanza con los pajaritos de amor por delante.

 


 

A lo que habría que añadir que son en cierto modo su brújula o la linterna de su exploración.

 

Hay dos motivos para ello, pero bien diversos, si no antagónicos.

 

Uno es, desde luego, aquel punto de goce

 


 

-la jaula abierta,

 


 

el pajarito escapado,

 


 

el desvanecimiento de la forma en las imágenes del techo- al que él prometió -o pareció prometer- ser capaz de conducirla.

 

El otro, como les anunciaba, le es opuesto.

 

Es ciertamente una lástima que sean dos pajaritos

 


 

y no un solo pajarito del amor el que ella conduce en su jaula.

 

Pues sabemos que los dos pajaritos hacen once, y ese once la conduce al interior de la casa.

 







 

Un mantenido raccord de movimiento conecta estrechamente las dos series de planos,

 



 

ambas en movimiento constante por travelling: los planos que la muestran a ella avanzando, mientras la cámara retrocede en dirección inversa a su desplazamiento hacia la puerta de la casa, y los contraplanos, en travelling de avance, de lo que ella ve según se va aproximándose a la casa.

 

Ello define con toda precisión los dos ejes que conforman la difracción de la que les hablaba. Por una parte, el determinado por el desplazamiento de ella y que coincide con el eje de cámara.

 


 

Por otra, el eje de su mirada, que según avanza, diverge cada vez más del primero.

 


 

Son bien oscuros, propiamente tenebrosos, y diríase que hercúleos los árboles de la casa que se interponen palpablemente entre ella y Mitch.

 




 

Ella, desde luego, como su sonrisa pícara acredita,

 


 

no ve sin embargo esos oscuros árboles que asemejan raíces retorcidas que rodean la casa y parecen fundirse con ella.

 

Pero el espectador sí, y con la desazón de que lo anunciado

 


 

-y ya sucedido a Annie- estaría comenzado a suceder, a repetirse en Melanie.

 


 

La puerta de atrás está abierta para Melanie.

 

 


El interior de la casa de Lydia: silencio, oscuridad, enrrarecimiento

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Díganme: ¿qué es lo más llamativo de esta escena, es decir, también, del interior de la casa de la madre?

 

Sin duda, su silencio.

 

En ella solo hemos oído los sonidos que producía Melanie con sus movimientos.

 

Ni uno solo más.

 


 

La oscuridad interior se hace patente por contraste con la luz exterior.

 

Sus colores, desde el verde apagado hacia el marrón, pero con dominancia de éste, suponen una suerte de oscurecimiento -pero en la misma gama- de los que Melanie viste.

 


 

Es un espacio cerrado, con visillos antiguos y envejecidos y con el aspecto de estar escasamente ventilado.

 

 


El trayecto regresivo de Melanie hacia los 11 años

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Melanie busca donde depositar su mensaje.

 

Pero la decisión es inmediata.

 


 

Escoge el puf que hay junto a un sillón que se encuentra el centro mismo de la casa.

 

¿De quién es ese sillón? En principio, uno pensaría que debería ser el de la madre.

 

Podría serlo, pero más tarde a quien veremos sentado en él será a Mitch,

 


 

mientras que Cathy ocupará el puf que hay junto a él.


 

De modo que es en el lugar donde veremos sentada a Cathy donde Melanie deposita los pajaritos del amor.

 

Como pueden ver, nada confirma mejor todo lo que hemos dicho hasta aquí del trayecto regresivo de Melanie hacia esos 11 años donde algo esencial había quedado pendiente.

 

Les dije el pasado día que saber el nombre de Cathy podía ser la condición para Melanie a la hora de acceder a la la feminidad y así poder participar de la dialéctica del erotismo.

 

Es el momento de señalar que el que sean dos los pajaritos del amor tiene algo que ver con ello.

 

He aquí otro llamativo caso de sobredeterminación, pues junto a ese falo cuya ubicación desplegaba en la pajarería la dialéctica de la seducción, junto, también, a la cifra once que ambos dibujan, se encuentra eso otro que tanto valorará Cathy:

 


•Cathy: Miss Daniels?
•Melanie: Yes.

•Cathy: Oh, they’re beautiful!


•Cathy: They’re just what I wanted. ls there a man


•Cathy: and a woman? I can’t tell which is which.


•Melanie: Well, I suppose so.

 

Se dan cuenta del entusiasmo con el que Cathy recibe su regalo.

 

Son maravillosos. Es justo lo que ella quería.

 

¿Y qué es lo que quería? O mejor, ¿qué es lo que una niña de once años -como Cathy o como Melanie- necesita desesperadamente? Exactamente esto:

 


•Cathy: ls there a man


•Cathy: and a woman?

 

Nada es tan revelador de lo que está en juego para la niña en esos pajaritos del amor como la elección lexical que le lleva a decdir man y woman en vez de male and female.

 

Pues lo que ella reclama es poder acceder a la diferencia sexual, que ésta sea nombrada, localizada, que su presencia encuentre espacio en la casa y, así, poder instalarse en su identidad femenina.

 

Pero ven, a la vez, lo que lo dificulta.

 

Quiero decir: ven la hostilidad silenciosa con la que Lydia se mantiene al acecho.

 

Por lo demás, las palabras que siguen de Cathy y de Melanie vienen a confirmar la dificultad:

 


•Cathy: I can’t tell which is which.


•Melanie: Well, I suppose so.

 

La dificultad estriba tanto en la imposibilidad de ambas, de Cathy y Melanie, de diferenciar al hombre de la mujer, como en la presencia de la madre ahí.

 

Son dos caras de una misma moneda.

 

 


El vórtice que devora y aniquila todos los mensajes

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En todo caso, ahí deposita Melanie la carta que ha escrito para Cathy, a la vez que rompe la anterior que había dirigido a Mitch.

 


 

De modo que lo que era en un principio un mensaje para Mitch se ha convertido luego en un mensaje para Cathy.

 



 

Pero es, en cualquier caso, finalmente, un mensaje que recibe la madre.

 

Pues sucede que el pajarito del amor es ella la que lo tiene:

 


 

no es otro que el propio Mitch, siempre enjaulado en su granero.

 


 

Y no está dispuesta a tolerar que nadie se lo arrebate.

 


 

Por ello, aquí concluye definitivamente el circuito de los mensajes.

 

Ya no habrá más cartas, a nadie nunca veremos ya escribir nada.

 

El nuevo circuito que se abrirá en su lugar, como les anticipé el otro día, será ya el del alimento.

 

De hecho, eso se manifestaba ya a todas luces

 


 

en la imagen que les he presentado hace un momento para identificar la posición de Cathy.

 

Ahí pueden ver los platos con carne fría en las manos de todos.

 


 

Diríase que aquí, en el centro de esta casa, el mensaje de Melanie es engullido. Él y cualquier otro mensaje.

 

Como si se localizara ahí cierto vórtice que los devora y aniquila.

 

Para este mensaje habrá, desde luego, respuesta. Pero esa respuesta no será ya un mensaje.

 


La puerta trasera y la puerta principal

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Por cierto, esa que ven al fondo es la puerta trasera, por la que ha entrado Melanie hace un momento.

 


 

Y esta otra es la puerta principal.

 

Ahora bien, ¿no les parece que están confundidas? ¿No les parece que


 

la puerta trasera parece más bien la puerta principal, pues incluye incluso su pequeño recibidor,

 


 

mientras que esta otra parece más bien la puerta trasera?

 

Curiosa puerta principal, por lo demás, pues da directamente a la mesa del comedor y parece tan pegada a ella que debe resultar incluso difícil de abrir.

 

Será, en cualquier caso, la puerta que se abrirá al final, una vez que Melanie se haya roto la cabeza.

 





 

Y se abrirá entonces al universo del alimento -pues, ¿acaso no son las aves, así las gallinas de Lydia, alimento habitual de los seres humanos?

 

Se abrirá, como les digo, al universo del alimento en su manifestación más enloquecida: alimento vivo, que retorna animado para perseguir y devorar a los seres humanos.

 

¿Ven como ello viene a corroborar lo que les decía hace un momento?



 

Pues si la primera es la puerta por la que llega el mensaje, la segunda es la que se abre a la mesa del alimento.

 

El espectador teme -y espera- que algo suceda ahora, en el interior de la casa.

 



 

Sin embargo, nada más sucede en ella.

 

Y, así, el suceso va a quedar desplazado: solo aparecerá en el lugar y en el momento más inesperado.

 


 

 

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28. El mar de Rebecca

 

 

 

 

 

Jesús González Requena
Psicoanálisis y Análisis Textual, 2019
sesión del 2019-12-20 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2020

 

 

 

 

 

 

 

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La locura y el mar

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•(starts engine)




 

Melanie desciende en línea recta hacia la bahía.

 

Directamente hacia la casa blanca.

 



 

Según llega al muelle, comienza a escucharse el sonido de las gaviotas.

 



 

El reciente contacto con la locura de la maestra de Bahia Bodega, nos conduce a a intuir algo mejor la locura emergente en Melanie.

 


 

Y, de hecho, todos menos ella misma lo perciben. ¿Como no hacerlo si es tan extremado el brillo de su jaula?

 


•Melanie: Do you have a boat for Miss Daniels?


•Man: Yes, ma’am.

 

Todos se vuelven para mirarla.

 

Y cosa notable: cuando oímos a los pajaritos del amor, dejamos de oír a las gaviotas. Como si fueran dos sonidos del todo incompatibles entre sí.

 


•Man: It’s the one right below.





 

Está loca, piensa el barquero.

 

Mientras, el sonido de las gaviotas parece hacer eco a su pensamiento.

 

 

El hombre arranca el motor fuera borda y su sonido tapa el de las gaviotas -esta va a ser una dialéctica sonora mayor en las escenas de la bahía.

 




 

Es un plano subjetivo del hombre el que nos muestra a Melanie internándose en las aguas marinas.

 

¿Por qué el mar precede a la llegada casa de la señora Brenner?

 

¿Por qué, antes, un mar de lluvia había precedido a la llegada a la casa de la señora Bates?

 


 

¿Por qué si luego, en el resto de ambas películas, el mar o la lluvia estarán, en lo esencial, ausentes?

 

 


Rebecca y el mar

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Yo diría que por lo mismo por lo que Maxim de Winter tantea la posibilidad del suicidio al borde de un acantilado en el comienzo mismo de Rebecca.

 






•Mrs. de Winter: No! Stop!


•Maxim: What the devil are you shouting about?


 

Porque el mar, a partir de Rebecca, es, en Hitchcock, el mar de la culpa.

 

Pues conviene recordar que esto no era así antes de Rebecca, cuando el mar aparecía como el horizonte abierto de la libertad. Pero eso era así cuando Hitchcock vivía todavía en Inglaterra y el mar era el camino para salir de allí.

 

Pero a partir de Rebecca, una vez que esa partida ha tenido lugar y se ha producido la separación de la madre que permanece en Inglaterra, todo cambia absolutamente.

 


•Mrs. Danvers: I watched you go down, just as I watched her a year ago.


•Mrs. Danvers: Even in the same dress, you couldn’t compare.


•Mrs. de Winter: You knew it. You knew that she wore it, and yet you deliberately suggested I wear it.

 

Ha pasado más de una hora de película.

 

Maxim de Winter se ha casado con la muchacha que había impedido su suicidio.

 

Ella es la protagonista del film -pues, como en Psycho y The Birds, se trata también aquí de una mujer.

 

Está desesperada por ver a su marido obsesionado por su anterior esposa muerta, Rebecca, de la que todos dicen que era la más maravillosa y bella de las mujeres, pero a la que no veremos nunca en el film.

 

Por su afán de atraer la atención de su marido -es decir: de despertar su deseo-, ha caído en la trampa que le ha tendido la señora Danvers, el ama de llaves de la casa, fanática de Rebecca, quien le ha hecho vestir en la fiesta de disfraces las mismas ropas que un año antes vistiera Rebecca, lo que ha provocado una violenta conmoción en su marido.

 

•Mrs. de Winter: Why do you hate me? What have I done to you that you should ever hate me so?

 

¿Lo han oído?

 

Debería sonarles:

 


•Marnie: Why don’t you love


•Marnie: me, Mama?



•Marnie: I’ve always wondered why you don’t.

•Mrs. de Winter: Why do you hate me? What have I done to you that you should ever hate me so?

 

Claro está, la señora Danvers no es la madre de la protagonista, ni Rebecca…

 

Y sin embargo…

 

Sin embargo ella es quien pone rostro al fantasma de Rebecca en el film, sobre todo a partir del momento en que escuchemos a Maxim contar hasta que punto Rebecca era un ser cruel y odioso que solo se había casado con él por su dinero.

 

Ella le dominaba:

 

•Maxim: Oh, I was carried away by her,


•Maxim: enchanted by her as everyone was.

 

 


La locura en el mundo del señor de Winter

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Y le dominaba tan intensamente que le había convertido en su pajarito.

 

¿O no ven esa gran jaula de pájaros que se encuentra ahora junto a él?

 


 

Será un motivo escenográfico constante en este larga escena

 


 

de la que ahora solo puedo mostrarles algunos fragmentos.

 

El caso es que, mientras Maxim describe su relación con Rebecca, escuchamos algo que nos recuerda esa incapacidad de amar que escuchamos confesar a Lydia Brenner el día pasado:

 


•Maxim: She was incapable of Iove or tenderness or decency.

 

Y, en relación con esa incapacidad de amar emerge la sensación de autodesprecio tan característica del cineasta:

 

•Maxim: You despise me, don’t you? As I despise myself.

 

Ella le volvía loco, como loco acabó Scottie, el protagonista de Vertigo.

 


•Maxim: You thought I was mad.Perhaps I was. Perhaps I am mad. It wouldn’t make for sanity, would it? Living with the devil?

 

Y es que la locura es un horizonte habitual para los personajes hitchcockianos.

 

Volvamos aquí:

 


•Mrs. Danvers: You tried to take her place, you Iet him marry you.


•Mrs. Danvers: I’ve seen his face, his eyes. They’re the same as those first weeks after she died.


•Mrs. Danvers: I used to Iisten to him walking up and down, up and down,


•Mrs. Danvers: all night Iong, night after night, thinking of her, suffering torture because he’d Iost her.

 

¿No les parece que estamos oyendo una historia muy semejante a la de Scottie con Madelaine, donde esta joven señora de Winters viene a ocupar el lugar de Judy?

 



•Mrs. de Winter: I don’t want to know. I don’t want to know


•Mrs. Danvers: You thought you could be Mrs. de Winter, Iive in her house, walk in her steps, take the things that were hers. But she’s too strong for you.

 

Y de hecho ambas, tanto la Judy de Vertigo como la protagonista de Rebecca, se perciben tan despreciables con el propio señor de Winters.

 



•Mrs. Danvers: You can’t fight her. No one ever got the better of her. Never. Never.


•Mrs. Danvers: She was beaten in the end, but it wasn’t a man, it wasn’t a woman. It was the sea.

 

Aquí lo tienen: el mar.

 

Solo el mar fue capaz de vencerla.

 


•Mrs. de Winter: Oh, stop it. Stop it. Oh, stop it.




•Mrs. Danvers: You’re overwrought, madam. I’ve opened a window for you. A Iittle air will do you good.





•Mrs. Danvers: Why don’t you go? Why don’t you Ieave Manderley?

•Mrs. Danvers: He doesn’t need you. He’s got his memories. He doesn’t Iove you. He wants to be alone again with her.


•Mrs. Danvers: You’ve nothing to stay for. You’ve nothing to Iive for, really, ave you? Look down there.


•Mrs. Danvers: It’s easy, isn’t it?

 

En el fondo, la protagonista de Rebecca y el señor de Winters -como Judy y Scottie- son dos caras de una misma posición psíquica, igualmente débil y cargada de autodesprecio, tanto como fascinada por el vacío y el vértigo.

 


•Mrs. Danvers: Why don’t you?

•Mrs. Danvers: Why don’t you?


•Mrs. Danvers: Go on.


 

Y bien próximos a la locura

 


 


 

 


La hora de resurrección de Rebecca -5 y 11

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•Mrs. Danvers: Go on. Don’t be afraid.

•(explosion)


•(people clamoring)


•Man 1: Shipwreck.

•Man 2: Ship on the rocks


•Man 2: Come on, everybody, down to the bay.


•MAN 3: Notify the coast guard.

•Man 4: She’s aground.


•Mrs. de Winter: Maxim Maxim


•Man 1 : Ship ashore.


•Man 2: Come on Come on, everybody.


•Man 2: Come on Come on


•Mrs. de Winter: Maxim Maxim


•(people clamoring)



 

¿Qué les ha parecido ese reloj? ¿Se han dado cuenta de la hora que marcaba? Las cinco y once minutos.

 

Y bien, ese es el reloj que marca la resurrección de Rebecca.

 

 

¿Recuerdan lo que les dije sobre el error que todo el mundo cometía con Vertigo? Consistía en no reparar en la falacia contenida en la afirmación de la belleza de Carlotta Valdés:

 



 





•Mrs. de Winter: Frank, have you seen Maxim anywhere?


•Frank: Not since about half an hour ago. I thought he’d gone up to the house.


•Mrs. de Winter: No, he hasn’t been in the house at all, and I’m afraid something might have happened


•Mrs. de Winter: to him.


•Mrs. de Winter: Frank, what’s the matter? Is anything wrong?


•Mrs. de Winter: There is something wrong. Well … The diver who went down to inspect the bottom of the shipcame across the hull of another boat.

•Frank: A Iittle sailboat.

•Mrs. de Winter: – Frank, is it…

•Frank: Yes.

•Frank: It’s Rebecca’s.


 


Winter’s Grace

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En 1928, once años antes del rodaje de Rebecca, Hitchcock, ya el más famoso director de cine británico,

 


 

se compró una lujosa mansión campestre. Vean como la describe Spoto:

 

«(…) en el pueblecito de Shamley Green, a unos seis kilómetros al sur de Guildford. (…) era una propiedad llamada Winter’s Grace (…) Era una casa estilo Tudor de estuco blanco y madera, con ventanas emplomadas, casi una docena de habitaciones, espacio para recibir invitados, y un impresionante techo catedralicio en el comedor/salón principal. Enormes jardines posteriores, una franja de terreno extendiéndose hasta una granja adyacente, y un pintoresco arroyo completaban una propiedad con un gran encanto… y un gran lujo.

«Era una enorme casa de campo, diseñada para los ricos y su círculo, situada en una zona privilegia de Surrey donde se retiraban los miembros del Parlamento, junto con los miembros de la alta sociedad de Mayfair y alguna gente importante del teatro.»

 

Como ven, no hay duda de que Hitchcock, en su calidad de dueño de Winter’s Grace, era ya el señor de Winter, por más que nuestro biógrafo no se dé cuenta de ello.

 

Supongo que por el hecho de que la novela de Dapne Du Maurier se publicó en 1938.

 

El caso es que Hitchcock, en cuanto la leyó, quiso llevarla al cine y convenció de ello a David O’Shelznick, lo que habría de convertir a Rebecca en su primera película norteamericana.

 

Pienso que a estas alturas no tendrán duda de que el argumento de la novela le permitía a Hitchcock profundizar en su propia escena fantasmática sin que ello se hiciera perceptible, dado que se trataba de una novela de éxito de una autora bien diferente a él mismo.

 

Podría darles múltiples pruebas de ello, pero me limitaré a dos.

 

La primera estriba en que siendo, gracias a O’Shelznick, como ya saben, una adaptación fiel, Hitchcock incluyó en ella una escena inexistente en la novela y que emparejaba todavía más la mansión del señor de Winter con Winter’s Grace: me refiero a aquella en la que Maxim proyecta la película realizada en el viaje de novios.

 

 

Como saben, Hitchcock había hecho construir en Winter’s Grace una sala de proyección cinematográfica.

 



 

Y ahí tienen, una vez más, las eternamente presentes aves hitchcockianas.

 

Pero la que me importa especialmente es la segunda prueba:

 




 

«Finalmente compró también una casa adyacente, más pequeña, y trasladó a ella a su madre después de partir él hacia América en 1939. La casa grande, que hubiera sido poco práctica para una mujer de edad que vivía sola, fue vendida con un enorme beneficio.»

 

De modo que Winter’s Grace, como Manderley, poseía dos casas: una gran mansión y una casa adyacente y más pequeña.

 

La única diferencia relevante entre ambas casas era que Winter’s Grace no se encontraba junto al mar como Manderley.

 

Pero fue precisamente el mar -todo un Océano- lo que Hitchcock puso de distancia entre sí mismo y su madre cuando abandonó Inglaterra para instalarse en Hollywood.

 

Y la madre quedó allí, al otro lado del Océano, en la casita pequeña de la que fuera la mansión de Winter.

 

Quedó, en suma, en la pequeña casa adyacente, esa que en el film es la casita de la playa donde el señor de Winter, en un ataque de ira, mató accidentalmente a su venerada, amada y odiada esposa que se burlaba de él mientras que le escupía en el rostro su impotencia.

 

Pero su cadáver no permaneció allí, sino que fue hundido en ese mar que había quedado constituido ya, desde la partida de Hitchcock a Estados Unidos, en el mar de la culpa.

 

 

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