Jesús González Requena y Amaya Ortiz de Zárate
1ª edición: Ediciones de la Mirada, Valencia, 2000
ISBN: 84-95196-16-6
Edición actual: gonzalezrequena.com, 2013
- Tormenta, espacio interior
- El Cine Postclásico
- Regresión
- Una diosa primaria y bestial
- La ley materna
- Odio
- Vórtice del horror
- El Circuito excremental
Tormenta, espacio interior
El plano detalle de la mesilla de noche sobre la que se amontonan las hojas arrancadas al cuaderno, arrojadas por Leo no bien termina de escribirlas, se cierra con un fundido en negro que da paso a la imagen de una ventana entreabierta mostrada desde el exterior, batida por el intenso viento que acompaña a una violenta tormenta nocturna.
Rayos de luz fríamente blanca la iluminan puntualmente, a la vez que el fragor de los truenos invade la banda sonora.
Irrumpen así, de pronto, algunos de los más característicos estilemas del relato fantástico de terror: la noche, la tormenta, el viento que golpea y abre la ventana. Una atmósfera, pues, de pesadilla.
La cámara avanza, introduciéndose por la ventana del dormitorio de los padres de Léolo. Pero en la cama, durmiendo, sólo se encuentra el padre. La aspereza naturalista de este paisaje subproletario está sin embargo matizada por las dos velas encendidas sobre la mesilla y por el desgarrado llanto de un niño al que, sólo más tarde, cuando la luz de un nuevo rayo penetre en la habitación, descubriremos sentado en su orinal más allá del umbral definido por la puerta abierta del dormitorio.
La cámara se desentiende pronto del amorfo cuerpo de ese padre durmiente para continuar en su avance hacia el interior del que ahora descubrimos como el cuarto de baño donde el pequeño Leo, casi un bebé, llora sentado en su orinal. Y porque nuestra mirada, guiada por la cámara -es decir, conducida por la mirada del narrador adulto-, procede del exterior, este cuarto de baño configura un lugar, en el mundo familiar de Leo, aún más interior -aún más resguardado- que aquel otro, el constituido por el dormitorio de los padres, que suele conformar la interioridad más profunda de un niño.
El Cine Postclásico
Pero sería igualmente posible decir que lo que abre esa ventana es la intensidad misma del movimiento de travelling de la cámara, decidido, en un gesto radical de enunciación subjetiva, a atravesar todas las fronteras hasta llegar allí donde se encuentra algo que la reclama de manera incontenible.
Por su intensidad, también por lo violento de su avance, este gesto de enunciación hace recordar aquel otro, célebre ya en la historia del cine, que abriera Ciudadano Kane (Orson Welles), donde se inauguraba una nueva manera de mirar en lo esencial diferente a la que rigiera en el cine clásico de Hollywood, que reinaba entonces en todo su apogeo. Pues si en el cine clásico la cámara sometía su mirada al orden interior del relato, plegándose al ámbito de las miradas de los personajes que lo habitaban, con Ciudadano Kane, en cambio, encontró una nueva autonomía: la suficiente para introducir una nueva mirada, externa a los personajes que poblaban el universo narrativo, y a la que el espectador era convocado por la enunciación misma del film. El intenso movimiento de penetración de aquella mirada formulaba explícitamente su desafío violando la prohibición del cartel de No traspassing que vedaba la puerta cerrada, acotando el territorio de Xanadú.
Se escribía así, de forma neta, la voluntad de transgredir aquella regla que exigía el sometimiento de la mirada del espectador al orden interno del sentido que el relato clásico generaba. Fuera, más allá de ese orden, se afirmaba un acto de escritura que proclamaba, en su acto de transgresión, su voluntad de soberanía: la de un Yo enunciador del discurso, de nombre Orson Welles, que proclamaba su primacía sobre el universo narrativo en el que penetraba. Inevitablemente, la potencia, la indiscutible densidad de esa mirada, por su esencial exterioridad, debilitaba la densidad del relato mismo, destinado finalmente a resolverse en metáfora del propio acto de escritura. Pues después de todo, el protagonista de aquel universo, el poderoso Charles Foster Kane, encarnaba en él una voluntad de soberanía en todo equivalente a la que desplegaba el enunciador del film que a él se confrontaba -no es por eso casual que el actor y el cineasta fueran una misma persona-. Y que, en esa misma medida, se escribiera, en la figura del ciudadano Kane, la dramática de su posición: el mismo desarraigo e incertidumbre, el mismo desgarro, la misma radical soledad.
Es sin duda en la estela de la escritura romántica -y por eso mismo ya postclásica- que así se manifestaba en la historia del cine, donde debe situarse la escritura de Léolo. Aquí, como allí, ningún personaje acompaña a la cámara en su movimiento: sólo el enunciador del film, y con él el espectador, protagonizan la mirada y su movimiento de despliegue en el espacio.
Sólo que ahora ninguna prohibición se levanta a su paso. Aún cuando, con todo, cierto resto de ella encuentra la cámara; o más bien su desecho, en el bulto amorfo de ese cuerpo del padre biológico, el señor Lozeau. Precisamente, un cuerpo sin fuerza ni carácter, incapaz de sustentar ley alguna, incapaz de introducir, con su presencia, la primera prohibición. Y de hecho, nada está prohibido en el cine postclásico: en él, sobre las cenizas del relato clásico, se ha levantado un incesante espectáculo en el que, vaciadas, suprimidas todas las prohibiciones, todo se ofrece a la mirada del espectador. Un espectáculo, decimos, que se levanta sobre las cenizas del relato, ya que ninguna prohibición, ninguna ley, ninguna trama pone límites, en él, a la pulsión que anima la mirada. Pues se trata, después de todo, de la realización, en el ámbito cinematográfico, de esa demanda radical de describir, de ver, de fotografiar lo real -y también su locura- que comenzara con Sade y Goya y que luego proseguiría su trayecto bajo la forma de esos movimientos artísticos aparentemente disímiles y sin embargo profundamente emparentados, que fueron el romanticismo, el naturalismo y el expresionismo. En pocos lugares como en Léolo se encuentra condensado ese trayecto con tan notable precisión: pues, en él, el terror se manifiesta por la vía de una mirada naturalista de la locura y el horror de lo cotidiano.
Regresión
Todo indica que nos aproximamos al origen decisivo, pero esta vez no imaginario, sino brutalmente real. A una suerte de escena originaria. Extraordinariamente siniestra.
Y de hecho, es el ser pulsional de esa mirada el que, en la secuencia de Léolo en que nos encontramos, impone, a la mirada del espectador, su vértigo. El mismo vértigo de ese enunciador que, desde el presente, se ve una vez más convocado a retornar ahí, a ese instante del tiempo en el que cierta visión de extrema densidad hubo de arrasar su mirada.
El movimiento de regresión en el tiempo se escribe con precisión en el espacio de la representación: según se va aproximando la cámara al pequeño que llora sentado sobre su orinal, va descendiendo hasta alcanzar la altura de su mirada, a la vez que el plano se conforma, progresivamente, como semisubjetivo: con el pequeño Leo y desde una altura que es la de su mirada angustiada, descubrimos entonces la imagen gigantesca de la madre que, con las piernas abiertas, está sentada sobre la taza del váter sosteniendo, con su mano izquierda, una linterna que apunta hacia el rostro del niño.
Una diosa primaria y bestial
Y frente a esa madre deslumbrante, de por sí inmensa, agigantada por el contrapicado de la mirada de Leo, se inscribe por oposición la absoluta fragilidad del niño bañado en el sudor de su propia angustia, en el desolador sonido de su llanto, pura queja desgarrada, incapaz de articularse como palabra. Incapaz, por eso, de ofrecer más resistencia que la del puro llanto a la palabra, avasalladoramente amorosa, que la madre le dirige:
«No llores cariño. Haz como mamá. Empuja, Leo. Empuja, amor mío.»
Retorna, nuevamente, la combinación cromática del amarillo dorado junto al blanco más frío: el dorado introducido por las velas que rodean la figura de la madre, como si de una diosa primaria y bestial se tratase y, sin embargo, no por ello menos dulce y afectuosa en el dictado de su ley excremental -la luz dorada de esas velas posee pues el fulgor de ese primer oro que es el excremento. La luz intensamente blanca y fría, por otro lado, la de la linterna que sostiene en su mano, es también la de los fulgurantes relámpagos que una y otra vez iluminan con su luz la oscuridad del cuarto de baño.
«Hasta donde alcanza mi memoria, los olores y la luz habían soldado mis primeros recuerdos.»
Y es así como este film en el que la senda naturalista se encuentra y se atraviesa con la simbolista -lo que, por lo demás, no debiera extrañarnos: el propio Baudelaire no dudó en proclamarse realista- establece como su núcleo la más elegante, y también la más brutal, de las figuraciones poéticas: del mismo modo que la luz de los relámpagos que bañan ocasionalmente la estancia -una estancia a la vez sórdida y sacra- están asociados metonímicamente con los truenos, remiten estos metafóricamente, por sinestesia, a esos otros truenos que no se oyen y que corresponden a las ventosidades del cuerpo inmenso de la madre.
Brutal, omnipotente, soberano es el poder invasor de ese cuerpo materno que dicta su ley sobre el pequeño cuerpo de Leo -“Empuja, Leo. Empuja, amor mío”- a la vez que todo lo llena con sus emanaciones: ruidos, luz, olores.
Se trata de una ley tan absoluta como primaria, tan bestial como inmediata, pues dicta al individuo la desposesión de sus propios contenidos internos, que le son exigidos y, en el límite, arrebatados a la fuerza. Pues, como todo lo demás, son de la madre, sólo a ella pertenecen.
Y porque la única ley que rige en este universo decreta la invasión del mundo del niño por ese cuerpo inmenso y exigente, el padre -como también el abuelo- comparece, respecto a ella, tan sólo como obediente ejecutor:
«Mi abuela había convencido a mi padre de que la salud florece al cagar.»
La ley materna
Las dantescas escenas que a continuación se suceden, describen, en el sórdido paisaje de un hogar proletario del Canadá francés, un infierno en mucho semejante al de El Bosco -la misma combinación de crueldad e ingenuidad, de acidez hiriente y burlesco sentido del humor.
El grotesco padre, sumiso ejecutor de la ley materna, hace desfilar a sus hijos para suministrarles el laxante semanal, al tiempo que examina meticulosamente el interior de sus bocas para comprobar que lo han ingerido: colección de cuerpos, pues, sometidos a la más primaria y corporal de las leyes.
«Así que todos los viernes teníamos que seguir un tratamiento de choque a base de laxantes, para purificarnos contra todas las enfermedades del mundo.»
La aparentemente bonachona glotonería de este entorno familiar enmascara un sistema psicótico totalmente configurado -su lento y progresivo descubrimiento, por parte del espectador, conducirá de las sonrisas del comienzo al horror que, a partir de cierto momento, habrá de invadirlo todo en el film. Cada viernes -emulada y a la vez desbordada la liturgia católica, todos los viernes de Leo se convierten en viernes de pasión– tiene lugar, en el hogar Lozeau, un tratamiento de choque destinado a purificar a los miembros de la familia de toda la inmundicia del mundo. El alimento recibido, ingerido, debe para ello ser reintegrado, devuelto, expulsado, pues en el interior del cuerpo habría de convertirse en inmundicia y, por tanto, en foco potencial de todas las enfermedades. Los excrementos se sitúan, así, en el eje de la obsesión familiar –“La mierda se había convertido en la obsesión de mi familia”-, porque los alimentos, buenos antes de ser devorados, se vuelven necesariamente malos una vez ingeridos, convirtiéndose así en objetos persecutorios instalados en el interior mismo del cuerpo.
Es este un universo de cuerpos sometidos, esclavizados a la ley materna que les desposee de toda autonomía: deben incluso defecar con la puerta del baño abierta, sometidos a la vigilancia atenta del padre quien, mientras tanto, engulle sudoroso un gran helado: la circulación del alimento y de su reverso, el excremento, no debe detenerse nunca: tal es el paradigma delirante de la salud en el universo familiar de Leo. Sus miembros, en tanto nacidos del cuerpo de la madre, son forzados a concebirse nada más que como su extensión, siéndoles negada toda posibilidad de diferenciación, de constitución, en suma, de una subjetividad propia. La familia misma, en su conjunto, se constituye entonces como expansión del cuerpo de una madre omnipotente en su incesante ciclo excremental y nutricio.
Y frente a todo ello, solo en su heroico desafío, Léolo, asumiendo su rebelión silenciosa, se niega a tragar el laxante, lo que le obligará a huir más tarde a la persecución emprendida por su padre, tras examinar la taza del water y comprobar que Leo no ha cumplido con el imprescindible requisito de pleitesía.
Pero el destino final de la escapada hará ver la inutilidad de su huida, ya que será en el granero, entre las gallinas -diríase él mismo encarcelado por las mallas de sus jaulas- entre los cuerpos y los excrementos de las aves, donde se detendrá su carrera. Un espacio, por tanto, inexorablemente marcado por los caracteres de lo femenino, y de entre ellos por la pasividad. Allí irá a buscarlo su padre, con la lavativa oculta, a su espalda, dispuesto a someter el cuerpo de Leo a la exigencia de un absoluto vasallaje, para así reintroducirlo de nuevo en el circuito excrementicio familiar.
«Leo, Leo, Leo, Leo, …. Leo, Leo, Leo, Ven hijo, ven a ver a papá; ven, no te dolerá.»
Es notable que, a lo largo de todo el film, este personaje sólo hablará cuando le sea dado repetir el dictado que reclama la supremacía absoluta del cuerpo de la madre: sus escasas palabras, y sus violentos actos -es, recordémoslo, una lavativa lo que sostiene en su mano, mientras una gallina, en el contraplano, parece observarlo todo- tienen por objeto realizar su soberanía invasora. Y así, en el acto sodomizador que constituye la ejecución de ese dictado, ese padre biológico localiza su goce incestuoso. No hay, pues, padre simbólico para Leo: no hay para él la prohibición que debiera separarle del cuerpo materno, pues no le ha sido dada la palabra simbólica capaz de nombrarle por su diferencia y, así, hacer posible la constitución separada, autónoma, de su subjetividad.
Odio
No habrá de resultarnos extraño entonces que, próximo a finalizar, el film nos muestre al pequeño Leo, con su sombrero vaquero y su escopeta de juguete, apuntar hacia su padre:
«Miro por el cañón y apunto hacia mi padre. Me gustaría coger un gran petardo y metérselo por el culo.»
Y sin embargo sabremos entonces que ese hombre, a pesar de todo, es también un padre cariñoso que lleva los domingos de picnic a sus hijos y que juega con ellos, permitiendo incluso que se revuelquen sobre su abultada barriga. El apacible tono familiar, alegre y afectuoso de esa breve escena la convertirá, paradójicamente, en una de las más desoladoras del film. Y no sólo porque siga de inmediato a las demoledoras palabras de Léolo que acabamos de citar, sino también por las que se inscriben inmediatamente después:
«A lo mejor va siendo hora de que me meta el cañón en las narices y esparza mi pensamiento. A los muy hijos de puta les daría algo al verme reventar antes del retiro.»
Pero, sobre todo, porque es imposible no comprender la imperiosa necesidad de Leo, para sobrevivir, para tratar de escapar a la locura, de aferrarse al odio hacia ese padre que ha sido incapaz de realizar su tarea simbólica de definir, para él, su hijo, un lugar separado, vedado a la omnipotencia del dictado del cuerpo materno.
Pues Léolo hubiera necesitado un padre más enérgico, capaz de ser el amo del deseo de la madre -de manera que ese deseo no pudiera volcarse totalmente sobre sus hijos hasta asfixiarlos-; un padre, entonces, al que fuera posible, en los momentos apropiados, odiar de buena manera, al modo edípico, en tanto que prohibe su deseo hacia la madre. O, para decirlo con mayor precisión: capaz de hacer de ella, para Leo, el objeto prohibido de su deseo.
Lamentablemente, nada de eso ha tenido lugar: ni una sola vez en todo el film la mirada -y con ella, el deseo- de la madre se posará sobre el padre; ninguna vez, tampoco, el padre sostendrá palabra alguna capaz de introducir la ley simbólica en esa su expresión más elemental que enuncia la prohibición del incesto. A Léolo, en suma, no le ha sido concedida la oportunidad de concebir a su madre como el objeto prohibido -y en esa medida fundador- de su deseo. Por el contrario: se encuentra totalmente atravesado por los torbellinos pulsionales de ese cuerpo invasor frente al que, él solo, sin ayuda de una ley paterna inexistente, debe construir los diques que lo frenen.
Vórtice del horror
Nada, por lo demás, tan revelador de esa total inclusión del padre de Leo en el campo del dictado materno como el hecho de que estas breves secuencias a él dedicadas -el padre tendrá escasa presencia en el resto del film- se encuentran encajadas, totalmente rodeadas por esa escena nuclear que es la del llanto del Leo más pequeño, sentado en su orinal, frente al inmenso y exigente cuerpo de la madre.
Así, cuando el Leo ya algo más mayor que ha huido a esconderse en el gallinero -precisamente allí, en ese universo sucio, animal y femenino a la vez- se encuentra acorralado, sin salida ante ese padre del todo entregado a su disfrute sádico que le acecha escondiendo la perilla siempre dispuesta tras su espalda, retornamos bruscamente, sin que nos sea dado a ver la consumación de la agresión ya segura, a ese cuarto de baño donde la madre, sentada en la taza del water que se ha convertido en su trono, dicta su ley.
Y es que, si de escenas de agresión se trata, todas palidecen, en Léolo, ante esa escena primordial que constituye el núcleo mismo de la locura familiar.
Al retornar allí encontramos, en el interior de la bañera, una rata, junto al agujero del desagüe. Y después, como sustituyéndola mágicamente en el mismo lugar, una gran pava rodeada de velas:
«Hasta donde llegan mis recuerdos, había una rata en la bañera. Y una noche hasta hubo una pava que mi madre había ganado en el cine. Era gorda y sucia. Las plumas que le quedaban estaban sucias y olían mal.”»
Sólo un breve fundido en negro separa a la rata de la pava, ocupando, ambas, un mismo lugar: el interior de la bañera. Un fundido que, en cierto modo, convierte a la una en la otra, en virtud de una suerte de metamorfosis mágica.
Pero se trata, en cualquier caso, de una serie más que de dos, de tres figuras: tres cuerpos de animales hembra, los tres sucesivamente iluminados por la dorada luz de las velas o por la espectral e intensamente blanca de los relámpagos. Cálidamente dorados o deslumbrantemente blancos, su yuxtaposición -muy al modo de los montajes intelectuales que realizara Eisenstein en Octubre– designa, como su mínimo común denominador, lo real -lo inhumano- del cuerpo.
Pero también las particulares características de esos cuerpos. La oralidad extrema de la rata, su voracidad, junto a la inflación narcisista de la pava -no menos bella, aun cuando gorda y sucia. Cualidades diversas que son a la vez rasgos de omnipotencia del cuerpo de la madre.
Ante ella, Leo existe únicamente como cuerpo, solamente como uno más de los atributos de ese otro gran cuerpo maternal que es su origen. Por eso la madre exige, como si se tratara de algo propio, la restitución de los alimentos:
«Empuja, Leo. Empuja, amor mío. Haz como mamá.»”
La madre sostiene la linterna en su mano y la dirige, imperativa, sobre el rostro del niño. Podríamos decirlo así: la mirada y la palabra de esa madre deslumbran y ciegan. Pues su palabra está fundida con su mirada, a la vez que totalmente impregnada de los olores, e incluso podríamos decir de los sabores, procedentes de su cuerpo, ese cuerpo inmenso y omnipotente, tan sólido como el triángulo compositivo, de amplísima base, que conforma.
Un cuerpo siempre metamorfósico, no sólo por lo variable de las luces y colores que de él emanan, sino también por esa serie, después de todo también metamorfósica, que lo liga a la pava y a la rata.
La palabra que enuncia su dictado no es una palabra simbólica, pues no hay para ella mediación, circuito simbólico: procede, por el contrario, de ese cuerpo como una más de sus emanaciones: totalmente impregnada de sus luces y de sus olores, de sus colores y de sus aromas.
Pero también, recordémoslo, de sus sonidos, los truenos de las ventosidades. Palabra, pues, absolutamente corporal, matérica, real, del todo apartada de los circuitos mediadores y socializadores propios del lenguaje, convertida en lazo que ata al pequeño Leo a su sumisión radical.
Y por eso nos es dado ver al fondo, en la penumbra, una bacinilla, y a su lado, sobre un paño, una perilla. Así se confirma lo anteriormente enunciado: la perilla con la que se instrumentalizaba la violencia paterna no podía proceder de otro lugar que de este cuarto de baño convertido en sala del trono de la madre. Y constituye ahora, ahí localizada tras el niño, la otra cara de los amorosos requerimientos con los que le reclama los productos del interior mismo de su cuerpo.
Por lo demás la escena prosigue allí donde había sido interrumpida. Lo sabemos no sólo por la constancia del llanto del niño o la reiteración de las palabras que la madre pronuncia, sino, sobre todo, porque en ella se prolonga, prosigue el movimiento de aproximación de la cámara que comenzara con su irrupción a través de la ventana azotada por la lluvia.
El pequeño Leo, tras mirar y sentirse mirado por los redondos ojos de la pava, dirige su mirada hacia el rostro de su madre. Luego la baja llorando y, finalmente, detenido el llanto, la fija en el vientre de su madre.
Descubrimos sólo ahora que aquel intenso desplazamiento de cámara estaba magnetizado por ese foco del horror que latía, desde el principio, en el fuera de campo. La enunciación del film se ve, por ello, arrastrada a retornar a ese lugar. Al lugar de esa horrible visión.
Nos es dado ver -recordémoslo una vez más:Léolo pertenece al cine postclásico-, pues, el lugar de donde procede esa ley siniestra que el padre ejecuta: localizamos, finalmente, el vórtice del terror que constituye el punto de ignición sobre el que todo el film gravita. Allí, entre las piernas de esa madre gigantesca y desbordantemente material, carnal: en el lugar del origen confundido con el lugar del excremento.
Lo siniestro, pues, localizado en lo más inmediato, en lo más próximo. Es decir: en lo intolerablemente próximo, allí donde desaparece toda distancia. El foco del horror localizado en el cuerpo de la madre, a la vez contemplado como encarnación de la suprema omnipotencia y de su brutal poder invasor, devorador.
El Circuito excremental
El pequeño Leo, porque procede de ese cuerpo, y porque ninguna palabra exterior a su reinado le concede una identidad simbólica, diferencial, se verá totalmente sometido, avasallado, por esa relación que, en ausencia de todo arbitrio simbólico, se torna extremadamente mórbida, siniestra.
Y así el film nos ofrece la manifestación extrema de una relación dual, del niño con la madre, carente de toda mediación simbólica: una relación, por ello mismo, puramente fusional, que excluye toda diferencialidad y que por tanto hace imposible la menor autonomía.
Y es que, realmente, el pequeño Leo no existe como cuerpo diferenciado, sagrado, otro. Sólo constituye una pequeña parte del universo alimenticio-excremental a través del cual se expande, invadiéndolo todo, el cuerpo de la madre. Ninguna individualidad es posible en ese espacio bestial -literalmente: todo tipo de bestias se suceden a lo largo del film contribuyendo a su escenografía-, sus habitantes no tienen otra entidad que la de meros apéndices de ese cuerpo en su expansión incesante a través de una circulación excrementicia que a la vez todo lo suelda y lo dinamiza.
Si lo que está en la base de toda interacción humana es la palabra, destinada precisamente a circular, en este universo familiar sólo parecen intercambiarse los alimentos y sus restos. Podríamos decir que únicamente se habla con el cuerpo. En virtud de la inversión psicótica por la que se rige, lo más inútil e inservible se convierte en lo más codiciado, y así la etapa final de un circuito alimenticio que comenzara con un acto de devoración se convierte, sin solución de continuidad, en la condición de su reinicio. Y porque no hay cierre, ningún tiempo es posible para este circuito excremental. En semejante universo psicótico y atemporal todo es reversible, no se ha inscrito la negación que pueda sustentar la barra del significante y, con ella, la necesaria separación. Por eso, en él, sólo rigen las reglas de la equivalencia y la confusión: Comer/Defecar, Recibir/Dar, Amar/Odiar.n