30. Apoteosis y caída de lo femenino

 

 

 

 

 

Jesús González Requena
Psicoanálisis y Análisis Textual, 2019
sesión del 2019-12-20 (3)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2020

 

 

 

 

 

 

 

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Los juegos adolescentes de Melanie

 


 

Melanie abandona rápidamente la casa, feliz de haberse desecho de los pajaritos del amor y de haberlos colocado allí donde deberían haber estado siempre.

 


 

Pero esta vez la difracción es máxima.

 

Su mirada vuelve a estar fija en el granero en el que se encuentra Mitch, mientras avanza directamente hacia el mar de la culpa.

 



 

Esta vez la cámara le sigue, en vez de anticiparse a ella.

 

Vean a donde la conduce ese inexorable camino que ella no mira pero que la imagen dibuja como el suyo. Por lo que se refiere a su proyección tridimensional, la dirige hacia dentro de la bahía, sin duda. Pero por lo que al plano bidimensional de la composición se refiere, la dirige también hacia arriba: a ese arriba de donde van a descender las gaviotas.

 



 

Insólita esta última imagen. Y curioso el enfasis en ese bolso, del que ahora sabemos que está en cierto modo vacío, dado que, depositada la carta para Cathy, solo contiene ya la carta rota escrita para Mitch, que viene a anticipar el inevitable fracaso del encuentro amoroso.

 




 

Según Melanie se aleja, se va aliviando en el espectador el temor difuso que ha asociado a la casa.

 

A pesar de que, en el momento en que pisa la barca, comenzamos a oir de nuevo a las gaviotas.

 



 

Vemos ahora a un diminuto Mitch saliendo del granero y dirigiéndose hacia la casa.

 

 


 

Melanie quiere disfrutar la escena de su sorpresa.

 


 

Y eso nos lleva ahora a ver la casa mejor que nunca.

 

Lo que nos permite apreciar también lo que tiene de fortín: así esas recias empalizadas que la defienden del mar, tanto como los árboles la protegen del resto del espacio.

 


 

A pesar de estar tan ocuta entre los árboles, se la ve lo suficientemente blanca como para que percibamos que el jersey de él es tan blanco como ella misma.

 

Como esa casa en la que entra o que, más bien, le absorbe una y otra vez.

 



 

No hay duda, ahora, de que Melanie se comporta como una adolescente traviesa.

 


 

Pero es tan inquietante la casa que tiene frente a ella…

 



 

Y Mitch es tan pequeño, con respecto a esa casa…

 




 

Pero ella no ve nada de eso, pues solo le ve a él buscándola con deseo.

 

Mejor que adolescente, ¿no sería más apropiado decir que se comporta como una niña pequeña?

 


 

Como les digo: la casa absorbe a Mitch una y otra vez.

 


 

Melanie es feliz con su juego.

 



 

Mitch sale de nuevo de la casa, pero esta vez no lo hace solo.

 

Pues, en sincronía con su salida, las gaviotas irrumpen en la imagen.

 


 

Y es obligado reconocer que su presencia, su magnitud, y su dimensión, es mucho mayor que la de Mitch.

 


 

Pero lo esencial es que esas gaviotas, una de las cuales pronto atacará a Melanie, proceden de la casa de la madre.

 

Constituyen esa respuesta al mensaje de los pajaritos del amor de la que les anunciaba que, siendo una respuesta, no es en ningun caso un mensaje, sino un puro acto de violencia.

 

 

 

 


Fenomenología del enamoramiento

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¿Se han dado cuenta de que en el momento mismo en que Mitch se llevaba los prismáticos a los ojos las gaviotas desaparecían de la imagen?

 

En todo caso ellos, Melanie y Mitch, entregados a su juego erótico, ignoran absolutamente su presencia.

 

Del todo en lo imaginario,

 



 

nada perciben de lo real que su juego ha desencadenado.

 

Anotemos que, por única vez en toda la secuencia, se rompe el punto de vista de Melanie para incluir un plano subjetivo de Mitch.

 

Pero yo diría que, en lo esencial, no hay tal fractura.

 

Me explicaré. En primer lugar, es hora de decirlo, Mitch es un personaje sin densidad, puramente colateral. De ahí que las limitaciones interpretativas del actor que lo interpreta no afecten gran cosa a la película. De hecho, su acartonamiento coadyuva a la caracterización de ese personaje débil y sin capacidad de iniciativa que es Mitch.

 

Toda la densidad del film se encuentra -como, dicho sea de paso, sucederá casi siempre en el cine de Almodóvar- en las mujeres.

 

Mitch mira por sus prismáticos. Y es un corazoncito amoroso el que reencuadra su visión del objeto de su deseo.

 

Así la ve él, desde luego. Pero también, y sobre todo, es así como ella se ve a sí misma a través de la mirada de él.

 

Quiero decir: en la presencia y en la mirada de él, ella ve reflejada su deseabilidad. Tal es la clausura narcisista hacia la que tiende el deseo correspondido en lo imaginario.

 

Esta vez el film, tan rico en matices para desconcierto de su guionista, nos ofrece una bien dibujada fenomenología del enamoramiento. Melanie se siente extraordinariamente bella y deseable, segura del poder de su atractivo y por ende de su próxima victoria.

 

Es, por cierto, dada la candidez de la postal en la que se imagina a sí misma,

 


 

la imagen del primer enamoramiento de una jovencita.

 

Y es, a la vez, por otra parte, una bien expresiva figuración de la capacidad del objeto de deseo de velar totalmente el fondo.

 

Pero, no obstante, arrecia el sonido de las gaviotas.

 

 

 

 

 


Fugaz apoteosis de lo femenino

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¿Y Mitch?

 

Felizmente enamorado. Y radiantemente blanco.

 

Ahora bien, ¿no es el blanco el color de la novia? ¿Y no es a la casa de la madre del novio vestido de blanco donde ha venido a buscarle la intrépida Melanie?

 




 

Neta inversión de roles, que empuja al espectador a preguntarse si no ha sido excesivo el movimiento activo de Melanie. Tanto como si no ha sido excesiva la pasividad de Mitch.

 

En todo caso, Melanie parece haberlo conseguido:

 


 

Mitch se lanza en su persecución.

 


 

Y ambos recomienzan la parada del amor.

 

Es la persecución canónica, de la que ya hablamos en la escena de la pajarería: el la persigue, en tanto ella se hace perseguir porque quiere ser alcanzada.

 

El feliz encuentro se anuncia, entonces, del otro lado de la bahía.

 

Y como hemos dejado de ver gaviotas y nos alejamos cada vez más de la amenazante casa, la comedia retorna por un instante, ya por última vez, a la vez que parecen alejarse las fuentes de peligro.

 

De modo que, frente al suspense de la amenaza, es el suspense de la comedia el que se impone.

 

Por lo demás, el punto de vista de Melanie vuelve a dominar la escena de manera sistemática.

 


 

Y así, desde su punto de vista, contemplamos la carrera de Mitch en su búsqueda, decidido a recibirla en el muelle del pueblo.

 



 

La casa, en tanto fuente principal de amenaza, queda fuera de cuadro.

 

Y, por lo demás, no vemos ya las gaviotas, a la vez que el sonido del motor tapa cualquier otro sonido que no sea el suyo.

 

Melanie disfruta contemplando como Mitch corre en su coche para alcanzarla en el otro lado de la bahía. Es realmente notable la habilidad con la que Hitchcock produce ese desplazamiento, desde el suspense de la amenaza, al suspense de la comedia amorosa.

 



 

Melanie se sabe segura de su victoria y disfruta de ella por anticipado.

 

La imagen es poderosa. Vemos como ella, de nuevo cálidamente iluminada, se recorta brillante sobre un fondo más frío y en el que la zona más oscura se encuentra justo detrás de su figura para hacerla resaltar mejor.

 

Es -o quisiera ser- la victoria de lo femenino, el esplendor de la mujer en la plena afirmación de su deseabilidad.

 

Yo diría incluso que El nacimiento de Venus de Botticelli inspira, desde la lejanía, la imagen.

 



 

Apoteosis de lo femenino desencadenada, para Melanie, como el efecto de haber vuelto allí, a los 11 años, para depositar la jaula con los pajaritos de la diferencia sexual.

 

¿Acaso no ha salido feliz de haberlo logrado, sin que nada sucediera que viniera a impedirlo?

 




 

Y, de hecho, el encuentro de las líneas convergentes de los desplazamientos de ambos parece garantizado.

 







 

Melanie se siente radiante de felicidad. Su desafío ha tenido éxito. Por fin él ha tomado la iniciativa y corre hacia ella.

 




 

Él ya está ahí esperándola, petulantemente dispuesto a recibirla en el muelle.

 


Ataque – alienación

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En la medida en que el encuentro se acerca

 


 

aumenta la escala del plano de Melanie.

 


 

Y, a la vez, un cambio compositivo viene produciéndose por lo que respecta a su imagen.

 


 

¿De qué se trata?

 

De que cada vez más estrechamente,

 


 

la línea del horizonte pasa a quedar ubicada a la altura de su cuello.

 


 

Según se aproxima al muelle, Melanie dispone, en su rostro, el gesto que considera oportuno para el encuentro:

 


 

Un gesto que es todo él mascara.

 

Hay una precisa expresión coloquial para ella: se dispone a hacerse la tonta. O, más exactamente, a sobreactuar ese hacerse la tonta, como un nuevo giro de tuerca en el juego de la seducción.

 

Pero no puede por menos que inquietarnos lo que hay de desmesurado en ese gesto, hasta bordear cierta imagen de alienación.

 

Y es justo entonces cuando…

 







 

Algo del todo inesperado para ella se ha cruzado en su trayecto.

 

Otro eje ha atravesado y quebrado violentamente el que hace solo un momento trazaban las mutuas miradas de los enamorados anticipando la imagen de su feliz encuentro.

 

Con respecto al plano anterior,



 

La cámara se ha alejado lo suficiente para hacer más pequeña, más rodeada de aire y más vulnerable la figura de Melanie.

 

Ahora, la línea del mar sobre la costa es como una cuchilla que cortara su cuello.

 

El de una Melanie de gesto, como les decía hace un momento, del todo alienado.

 

Del fondo, y a la vez desde el cielo, desciende en diagonal el ataque.

 



 

Y, así, su máscara se desmorona.

 


 

La gaviota atacante se aleja.

 


 

Mientras Mitch contempla desconcertado -incluso pasmado- el suceso.

 

Pero no es relevante su punto de vista.

 

Solo importa el de Melanie:

 



 

Su nuevo plano subjetivo es, digámoslo así, totalmente nuevo.

 

Pues ella se ve forzada ahora a reparar en algo que no entraba para nada en el juego de sus expectativas.

 

Hay sangre en la punta de su enguantado dedo índice.

 

¿Qué ha sucedido?

 

Que el encuentro de los enamorados, ese que se ha venido estrechando según los desplazamientos de ambos se disponían a alcanzar el muelle, se ha saldado con el suceso más inesperado y desconcertante.

 

Un enigma se impone con la densidad de lo irresoluble: ¿cómo es posible que, en el juego de la seducción, en el juego del deseo, donde lo que se espera es la plenitud, el colmarse en la posesión del objeto del deseo, suceda todo lo opuesto a esa plenitud soñada? ¿Cómo es posible que se produzca sangre?

 

 

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