El club de la Lucha. Apoteosis del psicópata
Jesús González Requena
1ª edición: Caja España, Valladolid, 2008
ISBN: 978-84-95917-47-8
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015
Capítulo 1. Marla: el otro sexo
Capítulo 2. El delirio se desencadena
Capítulo 3. Apoteosis del psicópata
Capítulo 4. El fantasma materno
Capítulo 5. La castración real
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Capítulo 1. Marla: el otro sexo
De pronto me di cuenta de que todo estaba relacionado con Marla
Protagonista: ¡Deja de hacer chorradas! ¡Tyler!
Protagonista: ¡Dios! -Jesus Christ!
Protagonista: ¡Joder! ¡Ostia! –Goddamn it! Goddamn it!
Protagonista: ¡Que te den por culo! -Fuck you!
Protagonista: ¡A la mierda el Club de la Lucha! ¡A la mierda Marla! -Fuck Fight Club, Fuck Marla!
¿Por qué Marla es nombrada en este momento? ¿Cuál es el sentido de esta serie –Tyler Durden, el Club de la Lucha y Marla- de la que, inesperadamente, pasa a formar parte?
Resulta obligado suscitar esta cuestión, pues a estas alturas del film la figura de Marla ha quedado considerablemente difuminada. De hecho, hace ya nada menos que 12 minutos que ha desaparecido del film -el proceso de reclutamiento de los miembros del proceso Menheim comenzó inmediatamente después de que Marla abandonara enfadada la casa- y tardará todavía cuatro minutos y medio en reaparecer.
Pero no se trata sólo de eso. Pues, en cierto modo, la presencia de este personaje femenino queda desdibujada en la memoria del espectador que ha visto el film, como un personaje en cierto modo colateral, sugestivo pero apartado de los momentos cruciales de su trama. El recuerdo que, en cambio, pervive muy vivo y próximo en su mente es el del conflicto entre los dos personajes masculinos y, muy especialmente, la figura fascinante de Tyler Durden. Por lo demás, no hay duda de que El Club de la Lucha ha conseguido crear una de las representaciones más sugerentes de ese psicópata que, desplazando al héroe de la que fuera su posición protagónica en el cine clásico, se ha constituido en una de las figuras centrales del cine postclásico hollywoodiano.
Y sin embargo, la insólita frase que en este momento crucial del film -pues precede inmediatamente y a la vez motiva la despedida de Tyler y su desaparición del film durante los siguientes nueve minutos- pronuncia su protagonista obliga a problematizar esa aparente secundariedad de Marla. Y no es, por lo demás, la única: baste recordar el momento inicial del film en el que su narrador señala explícitamente a Marla como la causante directa de todo:
Voz narradora; De repente me di cuenta de que todo, la pistola, las bombas, la revolución, tenía algo que ver con una chica llamada Marla Singer.
¿Cómo es posible, entonces, que algo que el film enuncia tan explícitamente en su superficie sea olvidado, o al menos se vea desplazado y secundarizado en la memoria emocional que el espectador guarda de él?
Convendría prestar atención a esta posibilidad: que el desdibujamiento de la figura de Marla en la memoria consciente que el espectador guarda de la intensa experiencia vivida en la película sea el efecto de ciertos desplazamientos de las cargas emocionales con las que ha investido unos u otros momentos, de modo que hayan podido quedar así velados en su memoria posterior precisamente aquellos aspectos que más intensamente han golpeado su inconsciente.
Pues todo parece indicar que la silenciosa -digámoslo así- figura de Marla constituye el fondo sobre el que se recorta y brilla, fascinando la mirada del espectador y dejando en ella el más vivo recuerdo, la figura de Tyler. O en otros términos: que la presencia predominante del psicópata que reina en el cine postclásico se encuentra en relación directa con la presencia, en el fondo del relato, de un fantasma femenino que constituye a la vez su contrapartida y el soporte de su poder de fascinación.
La explicitud del enunciado inicial es inapelable: ella, Marla Singer, tiene la culpa de todo. No hay duda, pues, de que ella se encuentra en el origen de ese proceso de desintegración psíquica del protagonista en cuya estela paranoica emergerán la pistola, las bombas, la revolución y, en su cúspide, esa fascinante figura narcisista -y de perfil netamente psicópatico- que es Tyler Durden.
Todo tiene que ver con ella, con Marla Singer -es decir: con Marla la Cantante; más adelante tendremos ocasión de ocuparnos del motivo de este nombre. O en otros términos: tiene que ver -y eso no es independiente de este peculiar nombre- con el otro sexo -es decir, con la cita inexorable con el cuerpo real que el otro sexo supone.
Allí, con ello, en ello, se rompen los últimos precarios equilibrios del protagonista del film.
La diosa y el cáncer de testículos
Recordémoslo: nuestro personaje había logrado dormir tras verse mecido entre los gigantescos pechos de Bob, hasta que la irrupción de Marla desbarata ese precario equilibrio recién conquistado.
Voz narradora: Entonces ella lo estropeó todo.
Marla irrumpe en el film como una diosa. Pero una diosa negra -como lo es su cabello, su vestido, sus gafas. Y lo hace poniendo nombre a las cosas:
Marla: ¿El cáncer es aquí?
¿El cáncer es aquí? Ahora bien ¿Qué designa aquí la palabra cáncer?
Voz narradora: Esta chica, Marla singer, no tenía cáncer de testículo. Era una embustera. -This chick, Marla Singer, did not have testicular cancer. She was a liar.
Voz narradora: No tenía ninguna enfermedad.
Hay algo inequívocamente delirante en esta expresión con la que el protagonista del film acusa el extremo malestar que la presencia de la mujer produce en él.
Pues es evidente lo que ella, en tanto mujer, no tiene: carece, obviamente, de pene y de testículos, por lo que no puede, en ningún caso, padecer de cáncer de testículos. De modo que resulta del todo absurda la afirmación que sin embargo hace el narrador, como si se tratara de algo decisivo, capaz de desenmascarar la mentira de la mujer: que ella no tiene cáncer de testículos. –This chick, Marla Singer, did not have testicular cancer.
¿Qué puede, entonces, dar sentido a una frase tan absurda como ésta? Y es ésta también, de nuevo, una pregunta obligada, pues de hecho, en la experiencia emocional que el espectador hace del film, esa afirmación absurda posee sentido; es decir: más allá de su absurdidad anatómica, es sentida como relevante.
De modo que esa relevancia sólo puede encontrar su sentido en cierta escena fantasmática latente en el film y reconocida, en cierto modo compartida, al menos mientras la experiencia del film prosigue, por el inconsciente del espectador. Si ella, Marla Singer, no tiene cáncer de testículos -es el verbo tener el que ocupa aquí el lugar del verbo padecer– es porque tiene aquello en lo que el cáncer podría tener lugar. La fantasía de una mujer dotada de un falo imaginario -y de uno inmune al cáncer- constituye entonces el único contexto en el que el enunciado que el narrador nos ofrece puede encontrar su motivo.
Y no sólo eso. Pues si la expresión cáncer de testículos nombra lo que ella, en tanto mujer, no tiene, supone a la vez la articulación metafórica del no tener que determina sexualmente a la mujer. Nos encontramos, así, ante una metáfora siniestra en la que el sexo masculino -el falo real que el hombre tiene- es designado como cáncer -ese cáncer
que ella no tiene.
Voz narradora: Y otra vez, en Disfruta del Momento, mi tuberculosis de los viernes por la noche.
El montaje hace que ese chispazo, el del mechero que Marla, sentada justo detrás del protagonista, enciende, se produzca sobre la imagen de la cabeza de él.
Voz narradora: Marla,
La presencia de ella, ahí, es como un chispazo en el interior de su cerebro.
En el interior de ese cerebro, añadámoslo -pues así ha sido mostrado al comienzo del film, en sus mismos títulos de crédito-, en el que ninguna palabra logra fijarse.
De modo que resulta obligado preguntarse ahora: ¿qué relación existe entre ese vacío de palabras -que puede ser leído como la ausencia misma de inconsciente- y ese chispazo que ella desencadena y que puede hacer que todo estalle -incluidas las Torres Gemelas?
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Capítulo 2. El delirio se desencadena
- De Marla a Tyler
- La disyunción
- Golpéame lo más fuerte que puedas
- Delirio psicótico: el padre y su palabra
- Liturgia de la autodestrucción
- Notas
- La disyunción
De Marla a Tyler
De la mujer, el protagonista de El Club de la Lucha sólo puede huir. Pues necesita desesperadamente separarse de ella para evitar la amenaza de desintegración de su realidad psíquica que padece.
Y para poder hacerlo inventa, en su delirio, un personaje destinado a mediar en sus relaciones con -y a protegerle de- esa amenaza que el cuerpo de la mujer encarna 10:
Voz narradora: Su mentira reflejaba la mía. De repente, ya no sentía nada. No podía llorar. Así que, de nuevo,
Voz narradora: ya no conseguía dormir.
Literalmente: allí donde el protagonista ve alejarse la figura de la mujer que constituye para él el incandescente -y a la vez negro- fondo de pánico, aparece una vez más, al modo subliminal, la figura de Tyler Durden
Es decir: Tyler ocupa, en la imagen, el lugar de Marla. Pues nace para proteger, a quien lo delira, de la mujer. Para, literalmente, interponerse, cerrando el paso del camino que conduce a ella.
Por ello, su llegada empuja a la definitiva instalación del personaje en un delirio que ya no cesará de crecer y de transformarse, y cuyo primer paso cobra la forma de una disociación psíquica.
Mientras el personaje, en su permanente estado de duermevela, se deja arrastrar por la cinta deslizante del aeropuerto, vemos emerger desde el centro de la imagen -como saliendo de su propio cuerpo- a Tyler Durden deslizándose a su vez en dirección contraria y cobrando una progresiva envergadura visual.
Así, en el espacio de lo indefinidamente semejante, el delirio introduce la diferencia, en forma de un héroe capaz de subvertir el mundo de la repetición. La cámara, en un movimiento a su vez apoyado en el de la cinta del aeropuerto, dibuja con precisión el bucle que alumbra a Tyler Durden, literalmente, como la otra cara, el reverso mismo del protagonista.
Por lo demás, la voz narradora no duda en poner palabras a lo que está sucediendo, aún cuando todavía el espectador no pueda reparar en su sentido.
Voz narradora: Si te despertaras a otra hora, en otro lugar, ¿te despertarías siendo otra persona?
La disyunción
Entre los restos de su apartamento incendiado, nuestro personaje encuentra un trozo de papel en el que está apuntado el teléfono de Marla. El resplandor de las llamas crea una ola ardiente en torno a él.
Con el papel en la mano, se introduce en una cabina telefónica decidido a llamarla.
Pero algo se interpone haciendo imposible ese restablecimiento del contacto con la mujer. En un inesperado flash-back, somos introducidos en la cocina en la que se originó el incendio del apartamento para, en un fulgurante desplazamiento de cámara, revivir los instantes que precedieron a la inmediata explosión.
Voz narradora: La explosión pudo producirse por una chispa del compresor de la nevera.
Así, cuando Marla responde a la llamada, ese recuerdo imposible -pues nadie se encontraba en el apartamento cuando la explosión tuvo lugar- hace enmudecer al personaje.
Marla: ¿Sí?
En lugar de esa respuesta imposible, el flash-back prosigue, alcanzando el momento mismo de la explosión.
La ecuación que así queda establecida resulta inapelable: conectar con la mujer, volver a hablar con ella, equivale a repetir la explosión, la aniquilación del mundo subjetivo, que ya ha tenido lugar. Podemos adivinar las intensas palpitaciones que arrasan al personaje cuando escucha la voz de la Marla, por las palabras que ésta le dirige a través del teléfono.
Marla: Te oigo respirar…
Asustado, incapaz de articular palabra, cuelga el teléfono. Y justo entonces descubre en el bolsillo de su abrigo la tarjeta que Tyler le entregara en el avión:
Voz narradora: Si me lo preguntarais no sabría decir por qué le llamé.
La trascendencia de la decisión de telefonear a Durden -lo que de invocación mágica hay en ella- es acentuada por dos planos detalle sucesivos,
tanto como por el travelling circular que rodea al personaje mientras, en el interior de la cabina, aguarda sin éxito la respuesta a su llamada.
Pero, contra toda lógica razonable, una vez que, desanimado, ya ha colgado, el teléfono suena inesperadamente.
Actúa ya la lógica del delirio proyectivo: la voz que necesita oír, y que por eso crea en su interior, se ve proyectada al exterior y es visualizada por el poder magnético de ese teléfono que crece velozmente en pantalla al ritmo del travelling de aproximación que, totalmente frontal, es lanzado sobre él.
Tyler: ¿Diga? ¿Quién es?
Protagonista: ¿Tyler?
La disyunción se ha producido. La voz masculina del fascinante pero inexistente Tyler ocupa finalmente el lugar de la voz femenina de la existente pero aterradora Marla.
Golpéame lo más fuerte que puedas
Y porque se trata tanto de alejarse de la mujer como, a la vez, de despertar de la modorra del placer, la violencia varonil se convierte en la vía. La agresión -o la autoagresión- se impone entonces como procedimiento de acceso inmediato al goce que falta.
Tyler: Tienes que hacerme un favor.
Protagonista: Sí, el que quieras.
Tyler: golpéame lo más fuerte que puedas.
Protagonista: ¿Cómo?
Tyler: Te he pedido que me golpees lo más fuerte que puedas.
Desde el primer momento, quedará claro que en la dialéctica de agresión y dolor que así comienza será siempre la experiencia del dolor -la recepción de la agresión- el motivo central. Por eso, constatado el dolor del primer golpe, los dos combatientes compiten por recibir el siguiente.
Tyler: ¿Te encuentras bien? ¿Cómo estás?
Protagonista: ¡Cómo duele!
Tyler: claro
Protagonista: Golpéame otra vez.
Tyler: No, te toca a ti. ¡Vamos!
La posición de entrega pasiva a la violencia constituirá una pauta que proseguirá a lo largo del film y que alcanzará su cenit en la secuencia en la que el dueño del local trata de desalojar el club.
Tyler: Sigo sin entenderlo.
Lou: ¿Si?
Tyler dará a los que le siguen la orden de imitar su conducta, constituyendo tal posición pasiva de inmolación en la vía de iniciación al Club.
Tyler: Esta semana os voy a poner deberes. Saldréis por ahí y provocaréis una pelea con un desconocido.
Provocaréis una pelea y la perderéis.
Delirio psicótico: el padre y su palabra
Decíamos que el delirio es el sueño fracasado del psicótico.
En esa misma medida, el delirio que El club de la lucha dibuja, porque participa de ese esfuerzo imposible de reconstrucción, permite localizar aquello cuya ausencia constituye la causa del desmoronamiento de la realidad psíquica del psicótico:
Tyler: Si pudieses elegir, ¿con quién pelearías?
Protagonista: Seguramente con mi jefe.
Tyler: ¿En serio?
Protagonista: Sí, ¿Con quién pelearías tú?
Tyler: Con mi padre.
La ausencia de la experiencia fundante de una palabra que pudiera ser vivida como verdadera; la ausencia, por ello mismo, de un destinador -de un padre simbólico- capaz de enunciarla; la ausencia, finalmente, de un relato simbólico capaz de configurar, de sujetar y anclar al sujeto. (11)
Y después de todo, ¿no es cierto que Durden se comporta como un padre que despide cariñosamente al hijo cuando la noche se acerca?
Tyler: Hum.
Tyler: Que te mejores, campeón.
Así, la figura de Tyler se consolida progresivamente como la del mensajero de una nueva ley destinada a abrir un nuevo camino hacia el goce.
Pero hay que añadir, de inmediato: esa ley que él enuncia no es una ley simbólica, sino la ley del Club de la Lucha:
Tyler: La primera regla del Club de la Lucha es que no hablaréis del Club de la Lucha. La segunda regla del Club de la Lucha es que ¡no hablaréis del Club de la Lucha! Tercera regla del Club de la Lucha: si alguien grita basta, flaquea o desfallece, el combate se acaba.
Sus mandatos nombran el vacío que inútilmente intentan colmar, pues, precisamente, lo que en ellos se juega no es cuestión de palabras. Por el contrario: estas reglas, las del Club de la lucha, exigen suprimir las palabras para que la violencia, y sólo ella, ocupe su lugar.
Diríase que fuera esta la única vía posible en una sociedad, la occidental, que parece haber perdido toda fe en el valor de las palabras y que ya sólo cree en los signos objetivos que el mercado -y, en último extremo, la ciencia- sanciona.
Liturgia de la autodestrucción
Y, por eso, cuando los individuos que lo habitan necesitan algo más que la modorra del placer que la sociedad del bienestar les ofrece, cuando, inevitablemente, reclaman su ración de goce, sólo pueden buscarla de espaldas a las palabras. Es decir, del lado de la aniquilación.
Tyler: La autorrealización es simple masturbación, pero la autodestrucción…
No puede extrañarnos, por ello, que el lugar vacío del héroe haya sido ocupado por el psicópata.
Con él llega una nueva y negra liturgia:
Voz narradora: En el Club de la Lucha no era cuestión de ganar o perder….
Voz narradora: …no era cuestión de palabras. Los gritos histéricos eran otro idioma
Voz narradora: como en las Iglesias de pentecostalistas.
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Capítulo 3. Apoteosis del psicópata
- La palabra de Tyler
- Rebelión, deconstrucción, vanguardia
- Acciones situacionistas
- El reverso sádico de la rebelión
- La fascinación totalitaria
- Rebelión, deconstrucción, vanguardia
La palabra de Tyler
El delirio crece, se expande y se articula: figura nacida por un mecanismo de proyección, Tyler, además de agente de la agresión, se manifiesta enseguida como fuente de la palabra.
Voz narradora: A veces Tyler hablaba por mí.
Tyler: Se cayó por unas escaleras.
Protagonista: Me caí por unas escaleras.
En cierto modo, desde la aparición de Tyler, todas las palabras que el protagonista pronuncia encuentran en él su fundamento -y, de hecho, tal es su función esencial: constituir el origen de unas palabras más densas, destinadas por eso a dar sentido, en forma de relato, a la experiencia del personaje.
Resulta por eso imposible valorar en exceso la importancia de la palabra de Tyler en el delirio del que film es la crónica. Pues no hay duda de que, de inmediato, manifiesta una densidad de la que carecen las palabras de todos los otros personajes.
Así, si las palabras del inspector que investiga el incendio del edificio en el que vivía el personaje, logran impactarlo,
Inspector Stern: Verá, el que colocó esa dinamita casera, podría haber apagado la llama del gas varios días antes de la explosión.
Inspector Stern: El gas actuó como detonador.
Protagonista: ¿Quién podría hacer algo así?
Inspector Stern: Soy yo quien hace las preguntas.
parecen deshacerse ante el auténtico impacto provocado por las que a continuación pronuncia Tyler:
Tyler: Díselo.
Tyler: Dile: el liberador que destruyó mi propiedad ha reordenado mis percepciones.
Palabras que, literalmente, rodean al personaje -de hecho, de la misma manera que Tyler, al pronunciarlas, lo envuelve con su movimiento en torno a él-, y que nombran con toda precisión la reordenación delirante -y, más exactamente, paranoica- de su universo.
Rebelión, deconstrucción, vanguardia
Tyler, cristaliza así, en el centro mismo del delirio, como una figura soberbia y fascinante, aparentemente capaz de escapar a la castración que parece invadir hasta los últimos resquicios del universo narrativo.
Y, así, el desolado gimnasio de los muchachos del cáncer de testículos se ve sustituido por el viril sótano del Club de la pelea, donde la figura segura de Tyler -imponiéndose visualmente a través del blanco de su camiseta- ocupa una posición bien semejante, pero mucho más intensa, a la del conductor del grupo terapéutico.
Tyler: Quiero en el Club de la Lucha a los más fuertes y los más listos que jamás hayan existido. Veo todo ese potencial, pero está desperdiciado.
Su discurso es del todo diferente: lejos de llamar a la reconciliación, denuncia -y con notable precisión- las imposturas de los discursos convencionales que configuran la realidad de la modernidad.
Tyler: Toda una generación trabajando en gasolineras, sirviendo mesas, o siendo esclavos con collares blancos.
Tyler: La publicidad nos hace desear coches y ropa. Tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos.
Acciones situacionistas
Por eso el arte mismo constituye uno de los objetos señeros de la agresión -y a su vez, como sucediera en La Edad de Oro, sin reparo alguno por la paradoja, la agresión manifiesta una factura intensamente estética.
Uno de los muchachos: Debíamos matar dos pájaros de un tiro. Destruir una obra de arte…
Otro de los muchachos: Operación trueno con leche. Adelante.
(Explosión.)
La gran esfera dorada que corona la fuente alcanza el cúlmen de su brillo cuando estallan los explosivos que la liberan de sus sujeciones y la ponen en movimiento.
Uno: Y cargarnos una cafetería.
Uno de los muchachos: Lo teníamos todo controlado.
Un movimiento, el de la gran esfera liberada, destinado a destruir la cafetería que se encuentra a sus pies, frente a la fuente.
La mejor lógica situacionista late en el diseño de la performance: si la sociedad del espectáculo hace del arte un espectáculo placentero, meramente decorativo, destinado no más que a embellecer el paisaje de los espectadores que se sientan en la cafetería, la acción convoca a la destrucción-liberación de tal dispositivo decorativo-espectacular. Lo estático se convierte en dinámico; la esfera alcanza y realiza la belleza de su diseño al rodar hacia abajo hasta destruir el espacio donde los ciudadanos se ven reducidos a la posición de espectadores.
Así, las primeras acciones de los comandos de Durden parecen una puesta al día de los modos de actuación situacionistas contra la sociedad de espectáculo.
La destrucción de antenas televisivas,
la construcción de mensajes provocadores destinados a desenmascarar los mensajes publicitarios,
la desmagnetización de DVDs…
En todo ese proceso, el film no duda en buscar la complicidad jocosa del público, apelando a la liberación del cuerpo frente a las constricciones civilizatorias.
Protagonista: Tyler también trabajaba en ocasiones como camarero en los banquetes del lujoso Hotel Pressman.
Protagonista: Era el terrorista más activo de la industria del catering.
Tyler: ¿Quieres dejar de mirarme? No puedo hacerlo si miras.
Protagonista: Aparte de aderezar la sopa de langosta, escupía en los merengues, estornudaba sobre las endivias al vapor y en cuanto a la sopa de champiñones… bueno…
Tyler: No te cortes, díselo.
Protagonista: Imagináoslo.
La burla situacionista no cesa de crecer. Pero, a la vez, se desliza, sin que el espectador casi logre darse cuenta, al ámbito de la naturalización de la violencia terrorista.
Locutora de TV: Nos ha hablado el comisario Jacobs, que acaba de llegar al lugar donde hace una hora se declaró un incendio de máximo riesgo.
Uno de los muchachos: ¡Oh, Dios! ¡Qué buena está!
Locutora de TV: En directo desde el edificio Parker Morris. Devolvemos la conexión.
Uno de los muchachos: ¡Ja!, ¡Ja!, ¡Ja!
El reverso sádico de la rebelión
Y es notable el rigor con el que el film despliega la lógica interna de este discurso de rebelión en el que -a causa de su matriz paranoica- la voluntad de liberación descubre progresivamente -mas sin perder por ello en momento alguno su poder de fascinación- su reverso a la vez sádico y totalitario:
Protagonista: ¿Qué vamos a hacer?
Tyler: Los deberes.
Protagonista: ¿Qué clase de deberes?
Tyler: Un sacrificio humano.
Protagonista: ¿Qué haces? ¡Vamos!
Tyler: Las manos a la espalda.
Protagonista: ¡Dios!
Tyler: Dame tu cartera.
Si el otro está alienado, si su identidad está despreciablemente desdibujada, cualquier gesto de violencia será aceptable para redimirlo.
Tyler: 1320 de Banning, Apartamento A. ¿Es un apartamento pequeño y oscuro en el sótano, Raymond?
Raymond: ¿Cómo lo sabe?
Tyler: A las mierdas de apartamentos les ponen letras en lugar de números. ¡Raymond! Vas a morir.
Raymond: ¡No!
Tyler: ¿Son estos tu madre y tu padre? Van a tener que llamar al dentista para recoger tu historial dental. ¿Sabes por qué?
Tyler: Porque no quedará nada de tu cara.
Protagonista: ¡Oh, vamos Tyler!
Tyler: ¡Vaya! Un carnet caducado de estudiante de escuela superior. ¿Qué estudiaste, Raymond?
Raymond: Cosas.
Tyler: ¿Cosas? ¿Los exámenes eran difíciles? ¡Te he preguntado qué estudiaste!
Raymond: Biología, sobre todo.
Tyler: ¿Por qué?
Raymond: No lo sé.
Tyler: ¿Qué te hubiera gustado ser, Raymond K. Hessel?
Tyler: ¡La pregunta, Raymond, era, qué te hubiera gustado ser!
El protagonista, permanente espectador de los actos de Tyler -y el espectador mismo, desde su punto de vista-, paralizado, a la vez fascinado y horrorizado, se identifica con los dos personajes enfrentados en situación tan brutalmente desigual.
Protagonista: ¡Contéstale, Raymond, por favor!
Cierta fugaz aproximación a la compasión aparece en él por un instante, una vez que ha dado el paso al ejercicio activo de la violencia.
Raymond: Veterinario. Veterinario.
Tyler: ¡Animales!
Raymond: Eso es, animales, y cosas.
Tyler: Y cosas, ¡sí! O sea, que necesitas más estudios.
Pues es él mismo quien, sintiéndose soberano en la figura de Durden -amparado en esa figura que es visualizada, en primer término, como su escudo invulnerable-, ejerce la violencia que, paradójicamente, le da acceso a explorar el sentimiento de la compasión.
Raymond: Demasiados estudios.
Tyler: ¿Preferirías estar muerto?
Raymond: No, por favor…
Tyler: ¿Preferirías morir aquí,de rodillas, en la parte trasera de un supermercado?
Raymond: ¡No! ¡No!
Pero todos esos elementos, el acto pedagógico y liberador, la violencia desencadenante y el ensayo de la compasión, resultan finalmente ingredientes de una escena fantasmática netamente sadomasoquista, donde las dos posiciones, la activa y la pasiva, la sádica y la masoquista, exhiben su solidaridad esencial.
Raymond: ¡Por favor, no!
Tyler: Me quedo con tu permiso de conducir. Te controlaré. Ahora sé dónde vives. Si en seis semanas no estás estudiando para ser veterinario morirás.
Tyler: Ahora vete a casa. ¡Corre, Forrest, corre!
Protagonista: Me siento enfermo.
Tyler: Imagínate cómo se siente él.
Protagonista: ¡Vamos, esto no tiene ninguna gracia! ¡Ninguna gracia! ¿Por qué coño has hecho eso?
Tyler: Mañana será el día más hermoso en la vida de Raymond Hessel. Su desayuno le sabrá mejor que todo lo que tú y yo hayamos probado jamás.
Voz narradora: Realmente tenía razón.
Realmente, Tyler Durden tiene razón: mañana será el día más hermoso; la estrecha proximidad de la muerte permitirá a Raymond alcanzar una extrema conciencia de la vida y del instante. Sin duda, insistamos en ello, tiene razón. Lo que no tiene es compasión -Y así, la compasión por un instante explorada es en seguida descartada -al modo nietzschiano- como una forma extrema de debilidad.
La fascinación totalitaria
Incluso la moderna combinación del ecologismo con el discurso nacionalista forma también parte de la abundante panoplia de gestos de rebelión que el discurso de Durden exhibe:
Tyler: Imagino un mundo en el que cazarás alces en los húmedos de los cañones que rodearán las ruinas del Rockefeller Center.
Tyler: Llevarás ropas de cuero que durarán toda la vida. Treparás por cepas gruesas como mi muñeca que envolverán el edificio Sears.
Tyler: Y cuando mires hacia abajo verás figuras machacando maíz. Colocando tiras de venado en el arcén de alguna autopista abandonada.
El delirio de los orígenes -siempre asociado a la reconfortante idea del primitivo buen salvaje- emerge así como un refugio convincente frente al desmoronamiento de la subjetividad.
El siguiente paso no puede ser ya otro que la constitución de una organización paramilitar.
Tyler: Prestad atención, gusanos. No sois especiales. No sois un copo de nieve único y hermoso. Sois de la misma materia orgánica en descomposición que todo lo demás.
Voz narradora: Tyler formó
Voz narradora: su propio ejército.
Tyler: del mismo montón de estiércol.
Voz narradora: ¿Por qué formaba Tyler Durden un ejército?
Voz narradora: ¿Con qué propósito? ¿Para qué bien mayor?
Voz narradora: Confiábamos en Tyler.
La ciega, fanática confianza en el líder reedita una vez más, en las postrimerías del siglo XX, la lógica identificatoria que, a escala de masas, hizo posible el nacionalsocialismo. Pero sobre todo: demuestra la vigencia de sus motivos y la constantemente viva posibilidad de su retorno. Pues de hecho, el espectador, en su experiencia del film, revive el poder de fascinación de esa llamada psicopática al goce que constituyó su auténtico núcleo.
Político: No se conseguirá en un sólo día. Exigirá dedicación. Una total entrega y, sobre todo, colaboración.
El espectador de El Club de la lucha no duda un instante en percibir a los políticos como corruptos.
Político: Ahora hay seguridad en las calles. Y esperanza en los barrios marginados. Sin embargo esto es sólo el principio.
Alcalde: Tengo que ir a mear.
Político: Son los primeros pasos de un largo camino. Por ese motivo hemos ideado el Proyecto Esperanza.
Y, por ello mismo, el espectador no duda, ni por un instante, en percibir como hueca, corrupta, su retórica bienpensante.
Como no duda en sonreír cómplice cuando descubre a los muchachos de Durden disfrazados de camareros y así infiltrados en el acto político que ha percibido con desprecio desde el primer momento -no fue diferente el desprecio hacia la casta política que recorrió Europa a lo largo los años treinta.
Político: Gracias a él ayudaremos a los ciudadanos con prevención y aplicación.
El autosatisfecho narcisismo con el que el alcalde se contempla en el espejo parece justificar la agresión de la que, de inmediato, va a ser objeto.
La puerta que abre es, sin duda, la de la otra cara del espacio público, político, que nos ha sido presentado como farsa.
Allí, en el servicio de caballeros -la atmósfera homosexual acompaña siempre a Tyler y a sus muchachos-, el espectador participará complacido de la rebelión -¿anarquista? ¿neonazi?- de los oprimidos contra los representantes del poder.
Los oprimidos acallan la voz de los opresores en una siniestra partida de ajedrez en la que la intensidad de la violencia encuentra su contrapunto en una calculada estilización visual -sólo blanco y negro: en las baldosas que configuran el tablero, pero también en el vestuario de los personajes- y rítmica -sólo instrumentos de percusión están presentes en la música que acompaña el afilado montaje de esta secuencia, reforzando la estilización coreográfica de los movimientos de Tyler y sus muchachos, a la que sólo escapa la torpeza aterrada de su víctima.
Tyler: Bob, colócale la goma en las pelotas.
Bajo la mirada siempre asombrada y fascinada del protagonista -su punto de vista es, y por eso visualiza constantemente, el del espectador- los oprimidos toman y ejercen su afilada palabra.
Uno de los muchachos: Joder, las tiene heladas.
Tyler: Bien. Suspenderás tu rigurosa investigación. Declarando públicamente que no existe ningún grupo secreto o… estos chicos te cortarán los huevos.
Alcalde: ¡No! ¡No!
Tyler: Enviaremos una copia
Tyler: al New York Times y otra al Los Ángeles Times. Por cierto.
Tyler: Perseguís a la gente de quien dependéis. Preparamos vuestras comidas, recogemos vuestras basuras, conectamos vuestras llamadas…
Pero el lugar del alcalde es también el del espectador, a quien se dirige explícitamente la amenaza.
Tyler: conducimos vuestras ambulancias y os protegemos mientras dormís.
Tyler: Así que no te metas con nosotros.
Alcalde: Sí, de acuerdo.
En el rostro del personaje, una vez más, el gesto de asombro a la vez desconcertado y fascinado. Pero se trata menos de la sorpresa ante la contemplación de lo inesperado, como de la que se deriva de la contemplación de lo imaginado -y deseado- pero a la vez rechazado y concebido imposible.
El tono de la vivencia es, por eso, el del déjà-vu: como si ya hubiera estado ahí, vivido esos sucesos, experimentado esa situación. Sucede, sin embargo, que está realmente ahí, experimentando esa situación, protagonizando esos actos. Pero su conciencia sólo puede procesarlos a la distancia, como actos de otro. Basta con tener esto presente -como sucede necesariamente en el segundo visionado del film- para que lo que constituye la clave misma del déjà-vu -el desplazamiento de las cargas emocionales que realiza- se haga evidente: aparentándose reconocer lo actual como ya vivido, se despoja a esa vivencia actual de su realidad o al menos se la rebaja en su intensidad emocional. Esto no sucede de verdad ahora, sólo rememora algo que debió suceder en otro momento, parece decirse el que, a través de la sensación del déjà-vu, el personaje se protege de la experiencia que vive.
Sólo gestos de violencia y destrucción suplementarios pueden, entonces, tratar de recuperar esa realidad que no cesa de desdibujarse. Y así, si el Proyecto Esperanza sólo puede ser percibido como retórica vacía, el Proyecto Mayhem de destrucción generalizada, en cambio, se impone con la contundencia de la violencia letal que lo anima.
Protagonista: Creo que el plan consiste en volar las oficinas centrales de unas compañías de tarjetas de crédito y el edificio de servicios de información.
Inspector: ¿Por qué esos edificios? ¿Por qué compañías de tarjetas de crédito?
Protagonista: Si se elimina la relación de deudas, todos volveremos al punto cero. Se creará un caos total.
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Capítulo 4. El fantasma materno
- La llamada de Marla
- La mujer, la muerte y el goce
- La amenaza de la madre
- Pelearía con mi padre
- El cuerpo fragmentado de Jack
- Figuraciones siniestras de lo femenino
- El padre fabricado como la producción central del delirio
- Notas
- La mujer, la muerte y el goce
La llamada de Marla
Pero sigue existiendo, en cualquier caso, un escollo fundamental. Marla, la mujer, sigue ahí. Y no resulta nada fácil huir de ella.
El teléfono suena: la intensidad de su llamada es acentuada por el contrapicado y el travelling de aproximación.
Como había, en el fin de la secuencia anterior, un movimiento de aproximación, por montaje, hacia el agujero negro del sucio lavabo.
Tyler: Mmm… los tipos grandes tienen aguante, los flacos pelean hasta convertirse en picadillo.
Protagonista: Joder.
Tyler: ¡Ey! Hasta la Mona Lisa envejece.
Si el personaje ha huido de la mujer, no ha logrado escapar de su alcance:
Marla: ¿Dónde has estado durante las últimas ocho semanas?
Jack: ¿Marla?
Tyler: ¡¡Ah!!
Protagonista: ¿Cómo me has encontrado?
Marla: Dejaste el número en el contestador.
Conviene detenerse en este curioso dato, que resulta del todo incoherente con el desarrollo de la historia hasta aquí. La llamada que el protagonista hizo a Marla tras encontrar su piso destruido fue realizada desde una cabina, y, por lo demás, todavía no conocía la casa en la que ahora vive con Durden.
Por tanto, la afirmación que ahora Marla realiza se impone con la contundencia de su inverosimilitud. Y en un relato, lo que el espectador acepta a pesar de su flagrante inverosimilitud es siempre precioso, pues esa aceptación manifiesta una verdad que ha de ser necesariamente inconsciente, ya que carece de toda coherencia en el plano lógico del relato que la consciencia procesa.
Y es realmente una incoherencia preciosa que nos permite acceder al axioma latente, nunca explicitado, que rige el delirio que se despliega en el relato. Pues si el argumento del film nos devuelve el tejido del emergente delirio de su protagonista, no explicita la causa que lo genera, que sin embargo se encuentra en él, implícita, como su axioma.
En seguida la identificaremos. Pero antes debemos reparar en otra cosa notable: Marla mira a cámara, no al personaje -a quien, desde luego, no podría mirar ahora, pues conversa con él a través del teléfono; pero es esto otro lo que importa retener ahora: que aún estando sola hablando por teléfono, fija en alguien su mirada.
Marla: No te he vuelto a ver en ningún grupo de apoyo.
Mira a ese dispositivo de enunciación -tampoco al personaje- que se ha aproximado al teléfono en travelling, sabiendo -anticipando- la importancia de esa llamada.
De manera que nos encontramos, a pesar de todo, ante un plano subjetivo del narrador, que evidencia el eje constante -insoslayable- que lo liga a Marla, la mujer, identificada como el foco de su pesadilla.
Protagonista: Nos los repartimos, esa era la idea, ¿recuerdas?
Marla: Si, pero tu no has ido a los tuyos.
Protagonista: ¿Cómo lo sabes?
Marla: Hice trampas.
Ella hace trampas. No respeta el pacto, no atiende a la ley: le acosa.
El lenguaje que fluye entre él y Marla no posee una estructura simbólica, se desenvuelve todo él en el eje imaginario y letal de la relación dual originaria.
Pero diríase, en todo caso, que él está preparado para resistir a esa llamada.
Practica, compulsivamente, artes marciales.
Pero está patentemente escindido. Por una parte es una figura magullada que habla al teléfono en primer término, por otra el endurecido luchador que se entrena al fondo.
Y en medio de esa escisión, el teléfono por el que se introduce la voz de ella -una voz que, literalmente, lo escinde, introduciendo en él una esquicia imposible de ser soldada. También de eso habla la aparatosa venda que cubre parte de su frente.
Protagonista: Encontré uno nuevo.
Marla: ¿En serio?
Protagonista: Es sólo para hombres.
El afirma haber encontrado un grupo nuevo, solo para hombres, algo realmente excepcional en nuestra moderna sociedad feminista -lo que el film ha anotado de manera jocosa al mostrar cómo el grupo de cáncer de testículos aceptaba la presencia de Marla.
La mujer, la muerte y el goce
Pero Marla posee todavía, frente a todo eso, un arma infalible.
Marla: Tengo el estómago lleno de Xanax. Me he tomado todo el frasco. Quizás haya sido demasiado.
El cambio de foco, a los frascos de pastillas, corre, nuevamente, por cuenta de la enunciación.
Voz narradora: Veía la imagen de Marla Singer tambaleándose por su apartamento.
Marla: Pero no se trata de un auténtico intento de suicidio, sino más bien de una llamada de socorro.
Se trata, la propia Marla lo confiesa, de una trampa.
Protagonista: Esto podría durar horas. ¿Así que te quedarás en casa esta noche?
Marla: ¿Quieres esperar y que te describa cómo es la muerte?
Marla: ¿Quieres escuchar y averiguar si mi espíritu puede usar el teléfono?
Pero es evidente, su espíritu sabe usar el teléfono: pues está instalado en el cerebro mismo del personaje. Por eso, aunque éste deja el teléfono descolgado y se aleja de él, sigue en todo momento escuchando su voz.
Marla: ¿Has oído alguna vez un estertor de muerte?
¿Has oído alguna vez un estertor de muerte? Pero, en lo que sigue, es el sonido del acto sexual el que se impone, en unas imágenes en las que ella, y su goce, lo protagonizan todo.
Se trata entonces de un acto sexual potencialmente letal que el personaje sólo puede vivir como una pesadilla en la que el sexo y la muerte se confunden absolutamente.
Protagonista: La puerta de Tyler estaba cerrada.
Una pesadilla absolutamente intolerable; porque su consciencia no puede procesarla, no encuentra otra salida que deshacerse de ella proyectándola sobre ese otro ser, más fuerte, capaz de hacerle frente.
La amenaza de la madre
Ahora bien, ¿qué pesadilla? Pero para responder a ello es necesario antes localizar el motivo de la insólita fuerza del arma de la que Marla se ha valido para arrastrarle hasta ella.
Marla: Tengo el estómago lleno de Xanax. Me he tomado todo el frasco. Quizás haya sido demasiado.
Un arma, recordémoslo, cuya eficacia en nada se ve reducida por el hecho de ser una trampa declarada.
Marla: Pero no se trata de un auténtico intento de suicidio, sino más bien de una llamada de socorro.
El amor como trampa: me moriré si no vienes, me moriré si no me amas… Ahora bien, ¿no es esa la amenaza sobre la que se levanta el poder inapelable de la madre? ¿No es esa la trampa materna por excelencia?
Por supuesto: Marla no es la madre del protagonista -aunque, por otra parte, ¿qué podemos saber de ella sino que es una pieza más del delirio de su narrador? Pero, en cualquier caso, todo parece indicar que el pánico que en él produce y que no es sino el reverso del poder que sobre él posee, esa combinación que hace de ella, en tanto mujer, intolerable, literalmente aniquilante para el personaje, sólo puede encontrar su motivo en la presencia de cierto fantasma materno que acucia al personaje hasta impedirle toda relación con el otro sexo -es decir, con ese sexo que fuera el de su madre.
Es muy probable que en este momento el lector de este libro se vea asaltado por la sospecha de que la idea que acabamos de suscitar constituye un caso típico de sobreinterpretación. Pero, si tiene esa impresión, habremos de objetarle de inmediato que tal es la reacción lógica de la resistencia, que tiende siempre a percibir como sobreinterpretación los aspectos del texto que más directamente movilizan la emoción del espectador. Y aduciremos, a continuación, la evidencia de los fragmentos del film en los que la reminiscencia de la figura materna se hace explícita.
Este es el primero de ellos:
Voz narradora: Excepto cuando echaban un polvo, Tyler y Marla no se encontraban nunca en la misma habitación. Mis padres actuaron igual durante años.
Y este es el segundo:
Tyler: Deshazte de ella.
Protagonista: ¿Qué? Deshazte tú de ella.
Tyler: No le hables de mí.
Protagonista: Vuelvo a tener seis años pasando recados entre mis padres.
De modo que la identificación de la relación de Tyler y Marla con la de los padres del protagonista está escrita con absoluta nitidez en el film mismo.
Resulta por ello notable el hecho de que el espectador, aun cuando recuerde estas dos escenas como todas las otras del film, las olvide sin embargo cuando se le suscita, en el proceso del análisis, la presencia de ese fantasma materno localizable en el origen del pánico que el protagonista experimenta hacia la mujer y que encuentra en aquellas la más evidente confirmación.
Pero tales son los modos habituales con los que el yo se defiende -también en el ámbito de la experiencia estética- de los contenidos que le resultan amenazantes. Sólo cabe añadir que nada como estas manifestaciones de la resistencia prueban de manera más evidente la eficacia con la que el contenido de un film alcanza al inconsciente del espectador.
Ninguna sobreinterpretación, por tanto. Pues el método que practicamos no se inspira en los procedimientos hermenéuticos de lectura, sino que, por el contrario, practica una lectura literal, que parte del más sencillo de los presupuestos: que los contenidos inconscientes que el texto moviliza no se encuentran en no se sabe qué profundidad recóndita del texto, sino en la misma rugosidad material de su superficie.
Pelearía con mi padre
Pero los fragmentos que acabamos de presentar no sólo localizan la reminiscencia del fantasma materno en la figura de Marla, sino que, simultáneamente, sitúan a Tyler en la estela de la posición paterna. Y no sólo por la comparación que la voz narradora hace explícitamente, sino también -y sobre todo- por la tarea que, un instante antes, el propio Tyler acaba de realizar:
Tyler: Deshazte de ella.
No hay duda posible; justo antes de ser localizado en esa posición, Tyler es presentado desempeñando una de las tareas esenciales del padre simbólico: la de poner límite a la relación del sujeto con su madre, constituyéndose así en el agente de la prohibición del deseo incestuoso.
Pero resulta obligado, a su vez, señalar la diferencia radical que distingue el estatus de cada uno de estos dos personajes: mientras Marla es presentada como un personaje real del universo narrativo del film, Tyler en cambio, a pesar de su contundente presencia -pero se trata del efecto de certeza característico de los componentes del delirio- no tiene otra existencia que la de una proyección mental, imaginaria, del protagonista.
La existencia de Marla, así, soporta y desencadena la emergencia de un fantasma materno que encuentra su origen en una madre real; la inexistencia de Tyler, en cambio, y al mismo tiempo su presencia en tanto proyección delirante, acusa la ausencia, en el origen, de un padre real capaz de soportar la función simbólica paterna.
Y por cierto que esto es también algo de lo que el film nos informa con absoluta precisión:
Tyler: Si pudieses elegir, ¿con quién pelearías?
Protagonista: Seguramente con mi jefe.
Tyler: ¿En serio?
Protagonista: Sí, ¿Con quién pelearías tú?
Tyler: Con mi padre.
Protagonista: No conozco a mi padre. Bueno, lo conozco, pero… Se fue de casa cuando yo tenía seis años. Se casó con otra y tuvo más hijos. Por lo visto hacía lo mismo cada seis años. Se iba a otra ciudad y formaba otra familia.
Tyler: ¡El muy cabrón montaba franquicias! Mi viejo no fue a la universidad, por lo que era importante que yo fuera.
Protagonista: Eso me resulta familiar.
Tyler: Así que cuando me doctoré, llamé diciéndole: “Bueno, papá y ahora, ¿qué?” Respondió: “Búscate un trabajo”.
Protagonista: Me pasó igual.
Tyler: Al cumplir los 25…
Tyler: le volví a hacer mi llamada anual, le dije: “Papá, ahora, ¿qué?” Me contestó: “Yo qué sé. Cásate”.
Protagonista: Igual que el mío. No puedo casarme. Soy un niño de 30 años.
Tyler: Somos una generación de hombres criados por mujeres. Me pregunto si otra mujer será realmente la respuesta que necesitamos.
Ocupar el lugar de un padre que huyó en el momento decisivo: tal es la tarea de Tyler. De ello informa explícitamente esta escena, y con mucha mayor exactitud de lo que se percibe a primera vista. Pues más allá de esa huida, éste diálogo, en su última parte, aún cuando en tono jocoso -pero ya hemos advertido cómo el desplazamiento de las cargas emocionales constituye un rasgo constante a lo largo del film- informa de la presencia excesiva de una madre que ha permanecido siempre ahí – Somos una generación de hombres criados por mujeres-, haciendo imposible al personaje alcanzar la edad adulta y ser capaz de afrontar el deseo de la mujer –No puedo casarme. Soy un niño de 30 años.
Sólo algo falta en este diálogo que nos informa igualmente, en su comienzo, de la ausencia de un padre soporte de la ley con el que chocar –¿Con quién pelearías tú? / Con mi padre– y por ello mismo susceptible de constituir un modelo identificatorio para el personaje. Se trata, precisamente, de la índole mórbida de esa prolongada relación con la madre que ha atrapado al personaje hasta hacer de él, en la actualidad, un niño de 30 años. Pero de eso es precisamente de lo que nos informa la sórdida escenografía en la que el diálogo se desarrolla y, por extensión, la destartalada y siniestra casa en la que mora el personaje.
El cuerpo fragmentado de Jack
Y no sólo eso. De hecho el film está lleno de figuraciones siniestras de lo femenino, en primera línea de las cuales se encuentra sin duda aquel diálogo sostenido entre el protagonista y la mujer que cobrara la macabra forma de un reparto de órganos 12 enfermos.
Protagonista: ¡Eh! Espera, espera. Te diré lo que haremos. Repartámonos la semana, ¿de acuerdo? Quédate con linfoma y tuberculosis.
Marla: Quédate tú con tuberculosis, nunca les gustó que fumara.
Protagonista: Bueno, como quieras. Por el cáncer de testículo no deberíamos discutir, creo.
Marla: Bueno, técnicamente, tengo más derecho a ir que tú. Tú aún tienes tus huevos.
Protagonista: Bromeas.
Marla: No lo sé, ¿lo crees?
Si una conversación aparentemente tan descabellada como ésta puede, a pesar de todo, funcionar para el espectador es debido a la verdad, por más que extraña, que contiene: la presencia fantasmática de una comunidad originaria con el cuerpo materno vivido como invasor y aniquilante -y en la que, por ello mismo, la vivencia del cuerpo fragmentado cobra la forma de un repertorio de órganos enfermos -y con respecto al cual el diálogo mismo informa del esfuerzo de separación a la vez negociada y loca que el personaje emprende.
Y de hecho, esa amenaza de fragmentación, de disgregación de la unidad corporal en una serie de dislocados órganos enfermos, se constituirá, una vez que el personaje se recluya con Tyler en la casa destartalada, en uno de los leitmotiv del film.
Tyler: Eh. ¿Qué lees?
Protagonista: Escucha esto. Es un artículo escrito en primera persona por un órgano. Dice así. “Soy la médula de Jack. Sin mí, Jack no ajustaría su ritmo cardiaco ni su presión sanguínea ni su respiración”. Hay toda una serie de artículos. “Somos los pezones de Jill”.
Protagonista: “Soy el colon de Jack”.
La presencia, a partir de este momento, de Jack como el nombre móvil de los diversos órganos del personaje que amenazan constantemente con su disociación del cuerpo al que pertenecen, constituirá una de las más expresivas manifestaciones del mórbido malestar corporal en el que el film se desenvolverá a lo largo de todo su recorrido.
Tyler: Supongo que te la has follado.
Protagonista : No, no lo he hecho.
Tyler: ¿Nunca?
Protagonista : No.
Tyler: Supongo que no te gustará.
Protagonista : No ¡por Dios! En absoluto.
Voz narradora: Soy el conducto biliar furioso de Jack.
De modo que Jack nombra la disgregación del cuerpo en fragmentos separados a los que se atribuye conciencia propia: es una más de las manifestaciones de la destrucción psíquica del personaje; incapaz de localizarse como un sujeto dotado de sus propias emociones, percibe éstas como vivencias disgregadas y distanciadas, experimentadas autónomamente por uno u otro de sus órganos.
Inspector Stern: Soy el Detective Stern, de la unidad de incendios provocados.
Inspector Stern. Tenemos más información sobre el accidente en su antiguo apartamento.
Protagonista: ¿Sí?
Inspector Stern: No sé si lo sabrá, pero por lo visto alguien roció la cerradura de su puerta con fluorocarburo y luego la golpeó con un cincel.
Protagonista: No, no sabía nada de eso.
Voz narradora: Soy el sudor frío de Jack.
Jefe: Bien. ¿Por dónde empiezo? ¿Por sus constantes e inexplicables ausencias? ¿O quizá por su aspecto impresentable? ¿Quiere que le expediente?
Protagonista: Soy la absoluta falta de sorpresa de Jack.
Y a ello se debe la extraordinaria ambivalencia de la secuencia en la que el protagonista se golpea a sí mismo en presencia de su jefe: a la vez divertida -con todos los condimentos del slapstick- y siniestra, pues en ella, más allá de la estratagema del personaje para dejar su trabajo obteniendo una abultada indemnización, se hace expresivamente perceptible el proceso de disgregación psíquica y de disociación corporal a través de esa mano que, dotada de una inesperada autonomía, se cierra en puño y comienza a golpearle salvajemente.
Jefe: Seguridad…
Protagonista: (off): Soy la venganza autosatisfecha de Jack.
Figuraciones siniestras de lo femenino
En el fondo de todo ello se encuentra siempre ese fantasma materno vivido como omnipotente, invasor y aniquilador al que, en un momento dado, Marla -como hubiera sucedido con cualquier otra mujer que se cruzara en su camino interpelándole sexualmente- vendrá a dar rostro.
El rostro, ya lo hemos dicho, de una diosa negra:
Voz narradora: Entonces ella lo estropeó todo.
Marla: ¿El cáncer es aquí?
Una suerte de medusa, de araña infernal que penetra de mil formas en su cabeza.
Voz narradora: Marla,
Voz narradora: la gran turista.
Voz narradora: Su mentira reflejaba la mía.
Con ella, en su estela, aparece una hendidura, un agujero negro que absorbe los restos del cuerpo.
Tyler: ¡Ey! Hasta la mona lisa envejece.
Que los traga, hasta hacerlos desaparecer.
Y es que en la relación con la madre, cuando nada la contiene, cuando no se ha producido el corte capaz de alumbrar al sujeto en su autonomía, su cuerpo invasor amenaza con invadirlo todo. Todos los órganos y todos los espacios.
Voz narradora: Ya había invadido mis grupos de apoyo y ahora invadía mi casa.
Generándose así un cuerpo-espacio ilimitado y, literalmente, explosivo: no es posible olvidar que es con la grasa femenina extraída en las clínicas de liposucción con lo que Tyler fabrica las bombas que terminarán destruyendo las Torres Gemelas.
El padre fabricado como la producción central del delirio
Si, contra toda verosimilitud diegética, la llamada de Marla se muestra capaz de alcanzar al personaje en cualquier lugar donde se encuentre, ello devuelve expresivamente el poder imaginario atribuido al fantasma: si le es imposible establecer con ella una buena distancia, si no puede estar con ella ni sin ella, si no puede lograr una relación equilibrada con la mujer es porque nunca ha tenido lugar el corte del vínculo originario con la madre -ese vínculo que encuentra su más precisa expresión en esa llamada telefónica que le localiza y persigue allí donde se encuentre. Por más que intente alejarse, jamás puede escapar al alcance del fantasma persecutorio materno, pues permanece indefinidamente atrapado en los lazos de la identificación primaria.
Así, toda mujer que se le aproxime interpelándole con su deseo dispara entonces el fantasma de la madre invasora que dirige sobre él -en ausencia de un tercero que medie en la relación- toda su pulsión.
La necesaria maduración y autonomía del sujeto exige cortar ese vínculo originario que, de demorarse más allá de lo necesario, deviene inevitablemente en vínculo letal. Pero el problema estriba en que ese vínculo es demasiado intenso para que el sujeto, por sí sólo, pueda cortarlo. ¿Cómo podría, por lo demás, hacerlo si se halla del todo identificado con ella, si, literalmente, se ve y se localiza en ella, en la Imago Primordial 14 sobre la que su propio yo se ha configurado, precisamente, por identificación?
De modo que el Yo no puede cortar ese vínculo; le es imposible, por sí mismo, separarse de la figura primordial en cuya identificación ha sido alumbrado. De manera que sólo hay una vía posible para que el sujeto pueda conquistar su imprescindible autonomía: que el corte sea producido desde fuera, que otro, un tercero, pueda realizarlo. Tal es la tarea del padre.
Mas, como el padre no existe, es fabricado como la producción central del delirio. Tal es pues el motor mismo del delirio: el Yo se escinde para intentar generar a ese otro inexistente capaz de hacerlo: un padre.
Y tal es, por tanto, la tarea que da su sentido a la existencia de Tyler Durden: ha nacido para ser el tercero simbólico; por ello posee eso que el film negará en todo momento al personaje: un nombre y un apellido, es decir, una entidad simbólica -tejida de palabras- autónoma.
A él corresponde, pues, afirmar la ley, imponer la separación, trazar la distancia que puede hacer posible la autonomía del sujeto.
A él corresponde, en suma, hacerlo: cortar ese vínculo del que depende la autonomía del sujeto y, a la vez -pues tal es, después de todo, la condición de la que depende la virtualidad de ese corte- de hacérselo a la mujer, es decir, de ser capaz de poseer a la madre -tal es el motivo de la desbordante virilidad de la que el delirio inviste a Tyler.
Esa es, después de todo, la primera tarea del padre, que en eso actúa desde el primer momento en la vida del niño, por más que éste tarde mucho en saber de él. A él corresponde hacerse cargo -y, desde el punto de vista del niño, desviar- la pulsión de la madre. El afronta, se hace cargo, gestiona la demanda de goce de la madre que, en su ausencia, amenaza con quedar volcada sobre el niño asfixiando en él toda vía de crecimiento y autonomía.
Y tal es lo que, después de todo, sucede en el film: Tyler se hace cargo de la demanda de Marla; él ocupa el puesto, al pie del teléfono, que el protagonista ha abandonado aterrorizado.
Marla: ¿Has oído alguna vez un estertor de muerte? ¿Crees que será tan bueno como suena?
Marla: ¿O sólo será un atragantamiento de muerte?
Marla: Preparados para evacuar el alma…
Marla: …nueve… ocho…
Voz narradora: ¿Cómo es posible que a Tyler de entre todos le pareciera mal que Marla Singer estuviera a punto de morir?
Marla: …cinco… cuatro…tres… (golpes en la puerta)… no cuelgues.
Tyler comparece, pues, como alguien capaz de hacerse cargo de ella, del fuego que devora su cuerpo. De los estertores de su goce.
Alguien capaz de estar a la altura de las circunstancias, tal y como el plano que sigue define esa altura y esas circunstancias.
Marla: Si me duermo estoy acabada. Tendrás que mantenerme despierta toda la noche.
Tyler: ¡Joder! Es increíble.
Voz narradora: Supo manejarla perfectamente.
Tyler: Supongo que te la has follado.
Protagonista : No, no lo he hecho.
Es cierto: El no la folla. Es decir: no es él quien la folla. Donde, cuando la folla no está él, sino esa figura psicopática en que se desdobla: Tyler Durden.
Alguien, lo hemos señalado ya, capaz de estar a la altura de las circunstancias.
Marla: ¡Oh señor! Nadie me había follado así desde la escuela primaria.
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Capítulo 5. La castración real
- El vestido rosa de Cenicienta
- El psicótico no tiene inconsciente
- La escena primaria delirada
- La castración realizada
- Inconsciente y delirio
- De Tyler a Marla
- El psicótico no tiene inconsciente
El vestido rosa de Cenicienta
Uno de los aspectos más notables de un film que, como éste, se configura de manera radical sobre el punto de vista de su protagonista, estriba en su capacidad de hacer visible, a pesar de todo, la verdad del personaje de Marla que escapa al fantasma siniestro con el que el personaje la inviste.
Así, en un momento dado, Marla emerge en el film como sujeto dibujado a través de una de las configuraciones emblemáticas de lo femenino: la Cenicienta.
Marla: El condón es el zapatito de cristal de nuestra generación.
Ante la proximidad de la joven que trata de hacerse ver con su nuevo vestido rosa, el protagonista se mantiene de espaldas a ella mientras frota algo compulsivamente -el encuadre, al demorar durante un tiempo considerable la mostración del objeto que tiene entre las manos, juega con la sugerencia de una masturbación. Resulta una vez más evidente que no soporta la proximidad de la mujer -y que, por eso mismo, es incapaz de mirarla de frente y, así, reconocerla como el sujeto sufriente que ella misma es.
Marla: Reservas uno cuando conoces a un extraño, bailas toda la noche, y luego lo tiras.
Marla: El condón, claro, no al extraño.
Merece la pena detenerse por un momento en la estructura perversa que late en esta asociación del condón con el zapatito de cristal de Cenicienta. Cuando, en el cuento, el zapato de cristal vuelve a ceñir el adorable pie de la muchacha es su vigencia fetichista la que confirma el mantenimiento del brillo seductor de Cenicienta sobre el príncipe, gracias a que ha sabido retirarse en el momento justo de la escena de la seducción -un instante antes de las doce de la noche del acto sexual.
De manera que aquí todo se halla invertido. Pues el condón no ciñe un pie de mujer sino el miembro sexual del varón. Y, por supuesto, nadie lo guarda. ¿Dónde, entonces, se establece la asociación? Por una parte, en el soniquete burlesco de fondo: más allá de la transparencia de ambos, el zapato de cristal de Cenicienta es un zapatito que ciñe el más pequeño de los pies. Como se intuye ahora infinitamente pequeño, incapaz de toda reacción, el miembro sexual del hombre, quien, de inmediato, se vuelve sorprendido e irritado ante las palabra de Marla.
Protagonista : ¿Qué?
Ella, a su vez, sonríe burlona ante el desconcierto de él.
Pero late, más allá de ello, el drama de esa mujer carente de zapato de cristal que se identifica con el condón en la misma medida en que es despreciada, absolutamente ignorada, en el instante mismo en que ha concluido el acto sexual que el protagonista no puede inscribir en su memoria -pues, recordémoslo, Tyler no es otra cosa que la figura del delirio destinada a permitir esa no inscripción.
El tema de la Cenicienta -pero de una Cenicienta sin zapato de cristal y que hubo de permanecer donde no debía más allá de las doce de la noche- permanece por ello presente en lo que sigue.
Marla: Compré este vestido por un dólar en un mercadillo.
Protagonista : Creo que es lo que vale.
Marla: Es el vestido de una dama de honor. Alguien lo amó intensamente durante un día, y luego lo tiró.
El zapatito de cristal inexistente, el vestido rosa de princesa tirado a la basura como si de un condón usado se tratará… Pero ella -es, insistamos en ello, su condición de sujeto femenino lo que ahora está en juego- se aferra a ese vestido manchado que en eso se opone al condón arrojado. Y es que el preservativo impone después de todo la resonancia de su impermeabilidad absoluta como metáfora de la ausencia de contacto de sujeto a sujeto entre Marla y el hombre. De modo que encuentra ahora todo su sentido el guante amarillo que cubría la mano de Tyler en la secuencia en la que el protagonista le sorprendiera mientras hacía el amor con Marla.
Así, ese guante amarillo de Tyler resuena en el esfuerzo onanista con el que el personaje que lo delira frota la mancha de la que trata de deshacerse compulsivamente.
Marla: Como un árbol de Navidad: tan especial y luego…
El fantasma de agresión sexual retorna de nuevo. Pero en esta ocasión, dado que Tyler no se interpone como escudo protector, es el protagonista mismo el que finalmente ocupa el lugar de la Cenicienta violada.
Marla: …¡Bam!
Marla: … en la calle, con sus adornos aún enganchados a sus ramas.
Una extrema agresión, de nuevo perversamente acentuada por ese cigarrillo de ella que ocupa el lugar del ausente sexo de él.
Marla: Como la víctima de un crimen sexual: la ropa interior del revés atada con cinta aislante.
Protagonista: Está hecho a tu medida.
Marla: Cuando quieras te lo presto.
Pero insistamos en ello: el fantasma de agresión y seducción que acaba de ser dibujado es el fantasma de una seducción y agresión materna.
Oigámoslo de nuevo, confirmado palabra por palabra:
Tyler: Deshazte de ella.
Protagonista : ¿Qué? Deshazte tú de ella.
Tyler: No le hables de mí.
Protagonista: Vuelvo a tener seis años pasando recados entre mis padres.
El psicótico no tiene inconsciente
Obviamente, la del delirio no puede ser más que una solución precaria al naufragio psíquico del psicótico, cuya subjetividad no ha logrado constituirse. Pues, carente de un inconsciente donde hayan sido construidos los cimientos simbólicos de su universo subjetivo -y carente, en esa misma medida, de los sueños donde ese inconsciente manifieste su productividad y se reactualice al ritmo mismo del devenir vital del sujeto-, tiende, desesperadamente, a percibir en la realidad esos mismos cimientos de los que carece. Pero esa no es más que la realidad imaginaria de su delirio, necesariamente idiolectal, y por eso mismo no sólo impermeable a la realidad intersubjetiva que los demás reconocen, sino constantemente abocada a colisionar con ella.
Colisiones éstas constantes e inevitables a las que el paranoico hace frente en una incesante huida hacia delante, de la que el incremento y la creciente amplitud de las acciones subversivas de Tyler, desde la fundación del Club de la Lucha hasta el Proyecto Mayhem de destrucción total, dan buena cuenta. Pues, para la mente paranoica, toda resistencia a su delirio es un incentivo para el incremento del sistema delirante, es decir, para el aumento de su complejidad en aras de una nunca del todo satisfecha capacidad omnicomprensiva.
Pero no debe pensarse que sea sólo la resistencia proveniente de la realidad de los otros la que favorezca esa incesante huida hacia delante que cobra la forma de una cada vez más intensa inmersión en el delirio. Por el contrario: nada la intensifica tan acentuadamente como cuando se da el caso opuesto: cuando la realidad social, lejos de resistirse a las representaciones del delirio, tiende a facilitarlas, a amoldarse a ellas y a reforzarlas. Pues el paranoico, aún cuando sus percepciones delirantes se le imponen con una suerte de hiperrealidad inapelable, no deja, por ello, de intuir, en otro plano, su esencial irrealidad, de modo que, tanto más la realidad externa se pliega a su delirio, tanto más tiende a someterla a pruebas más intensas y desafiantes que le certifiquen la verdad de sus comprobaciones.
Es entonces cuando la psicosis individual encuentra las condiciones idóneas para su reconversión en psicosis social. Algo de esa índole sucedió en el nacionalsocialismo: la falta de resistencia alemana e internacional al delirio hitleriano, lejos de aplacarlo -como pensaban las cancillerías democráticas de su tiempo- hubo de incentivarlo hasta una escala realmente -e históricamente- inaudita.
Pero no piense el lector que con estas consideraciones nos apartamos de la reflexión sobre el film que aquí nos ocupa. Baste, a este propósito, con señalar el evidente poder de fascinación que el delirio que El Club de la Lucha narra ha demostrado sobre amplias capas de espectadores, especialmente jóvenes, y que en cierto modo reproduce el poder de fascinación que, en el interior del film, Tyler ejerce sobre todos los que le rodean. Lo que, sin duda, dice mucho de la calidad del trabajo del cineasta, pero no menos de las condiciones ambientales -socioculturales- en las que el film ha sido alumbrado.
Pero ya nos hemos ocupado suficientemente más arriba de los rasgos sociopolíticos del discurso psicótico que el film, tan minuciosamente, describe. Por eso conviene ahora que prosigamos con el análisis de la lógica paranoica que, a escala subjetiva, la soporta. Pues la poderosa voluntad con la que el paranoico se entrega a modelar la realidad que le rodea con los materiales de su propio delirio responde, como decíamos, a las lagunas esenciales que se dan en el interior de su aparato psíquico.
Y por cierto que, a este propósito, nada como el delirio informa con mayor precisión de las piezas nucleares sobre las que se construye el inconsciente. Precisamente porque, en ausencia del inconsciente que no tiene -y en cuyo interior deberían hallarse sumergidas e inaccesibles a la conciencia las piedras angulares de esa construcción- el psicótico, en cambio, en su delirio, trata de materializar en la realidad esas mismas piedras de las que ha carecido siempre y por ello, las hace inesperadamente visibles.
La escena primaria delirada
Y esto es, a ese propósito, lo que nos ofrece el film en el siguiente movimiento del delirio del personaje: la puesta en escena de
la escena primordial constituida en una pesadilla permanente.
(Gemidos de Marla.)
(Gemidos de Marla.)
Voz narradora: Podría haberme trasladado a otra habitación…
Voz narradora: una de la tercera planta. Allí no los habría oído.
(Gritos de Tyler y Marla.)
Voz narradora: Pero no lo hice.
De hecho, el film nos ofrece una asombrosa puesta en escena de lo que el niño siente cuando, entre los tres y los seis años, despierta en la noche oyendo los gemidos de la madre.
Los gemidos de la mujer. De Marla Singer, es decir -ahora podemos entender el sentido de su apellido- de Marla la cantante.
La casa, entonces, retumba. Se desprenden trozos del techo. Tiembla la luz. Cae agua por todas partes. -De hecho, El Club de la Lucha reedita la casa expresionista, dotada de una siniestra vida orgánica, que caracteriza al cine de terror postclásico; pero es necesario añadir que, a la vez que la reedita, hace explícito el motivo central que late en ella: la vivencia infantil de la casa materna como expansión del cuerpo mismo de la madre.
Emerge entonces la escena primaria con todos sus elementos constitutivos: no sólo el acto sexual de los progenitores, sino también, formando parte de la escena, el hijo que lo contempla.
(Gritos de Marla.)
Pero aquí, a diferencia de lo que sucede canónicamente al niño que, conmovido por las trepidaciones del hogar familiar se aproxima angustiado -y acuciado por su deseo de saber- al dormitorio materno, ninguna representación tiene lugar.
Pues al protagonista de El Club de la Lucha no le es dado escuchar la afirmación canónica de que allí no estaba pasando nada y, con ella, la prohibición paterna que terminará de sumergir en el inconsciente esa escena en ignición a la que el niño hubo de acercarse una vez -y en la que, digámoslo de paso, localiza la cifra de su origen- sino, todo lo contrario.
Tyler: ¿Qué haces aquí?
Protagonista: Iba a acostarme.
(Gemidos de Marla.)
Para ser más exactos: lo absolutamente contrario; el reconocimiento explícito de lo que estaba sucediendo allí, además de una invitación explícita a participar de ello.
Tyler: ¿Quieres acabarla tú?
Protagonista: No. No, gracias.
La castración realizada
Y, junto a la escena primaria, aquella otra en la que el sujeto vive su encuentro con la roca dura de la castración que reúne todos los requisitos de un ritual de iniciación.
En ella, Tyler no solo inflige la herida en la mano del protagonista, sino que la acompaña con un discurso sobre la condición heroica a la que debe acceder
.
Tyler: Mírate la mano. El primer jabón se hizo con las cenizas de héroes, como los monos lanzados al espacio.
Y en la que la experiencia del dolor sacrificial constituye un elemento constitutivo.
Tyler: Sin dolor, sin sacrificio
Tyler: no tendríamos nada.
Voz narradora: Intentaba no pensar en las palabras
Voz narradora: “punzante”
Voz narradora: y “carne”.
Tyler: ¡Basta!
Tyler: Éste es tu dolor. ¡Ésta es tu mano quemada!
Un ritual en el que el maestro de ceremonias es, igualmente, el modelo de identificación para el que pasa por él y lo supera. Así, Tyler muestra en su propia mano la cicatriz dejada por una quemadura del todo idéntica a aquella que ahora padece el personaje.
Protagonista: ¡Tú no sabes lo que se siente!
Tyler: Únicamente después de haberlo perdido todo somos libres para hacer cualquier cosa.
Tyler: Enhorabuena. Estás a un paso más de tocar fondo.
Inconsciente y delirio
Decíamos más arriba: el psicótico no tiene inconsciente. Es decir, carece de espacio interior, vedado a la conciencia pero a la vez soporte de su equilibrio y estabilidad, en el que se guarda la memoria inaccesible de la angustia vivida en el encuentro con la escena primaria junto a la palabra que pudo ceñirla.
Tales son los elementos esenciales que, como acabamos de constatar, el delirio -esbozo él mismo de ese inconsciente inexistente- trata de construir.
Pero, como es evidente, el delirio no puede suplir el vacío que lo motiva. De hecho, lleva inscritos los términos del fracaso de su esfuerzo por construir los fundamentos ausentes del mundo subjetivo. Lo que debería permanecer inconsciente se da en la superficie misma de la conciencia y allí se manifiesta, necesariamente, como intolerable: así, la consciencia del personaje se ve sometida a vivir a flor de piel el terremoto de la escena primaria. Y de la misma manera que se manifiesta lo que debería estar oculto, se invierten sus mismos contenidos: la escena no excluye a quien la mira -no reclama su exclusión de la conciencia, su sumergimiento en el fondo mismo del inconsciente- sino que le invita a incluirse en su interior.
Y lo mismo sucede con esa palabra que hubo de acompañar y ceñir la angustia del encuentro con la escena primaria. Porque el padre simbólico no existe, la amenaza de castración -esa operación simbólica que impone al sujeto el acatamiento de la pérdida de su objeto incestuoso- no ha sido pronunciada; el delirio, entonces, exige su realización en lo real: la quemadura y la cicatriz real ocupan así el lugar de la imposible operación simbólica. En ausencia de la amenaza de castración -y de su correlato: la promesa de un horizonte para el deseo del sujeto-, la castración real, literalmente escrita sobre el cuerpo como herida real.
De Tyler a Marla
De modo que el corte simbólico imprescindible no tiene lugar. Y, así, la expulsión del objeto incestuoso –deshazte de ella– tiene por reverso la erotización de la relación con el que ocupa el lugar del padre que la ha decretado. A ello se debe el aroma homosexual que baña las relaciones del protagonista con Durden a lo largo de todo el film.
Por eso, la marca de la castración se invierte en herida erógena abierta:
Marla: ¡¿Qué es eso?!
Protagonista: No es nada, no te preocupes por eso.
Marla: ¡Dios mío!
Marla: ¿Quién te lo ha hecho?
Protagonista: Una persona.
Es Marla quien lo acusa y quien, en esa misma medida, verbaliza el desplazamiento que así tiene lugar:
Marla: ¿Chico o chica?
Protagonista: ¿Qué más te da si fue chico o chica?
Marla: ¿Qué más te da que lo pregunte?
Protagonista: No es asunto tuyo, déjame en paz.
Marla: ¿Tienes miedo?
Protagonista: No, no tengo ningún miedo.
Marla: No, ¡no! Dímelo.
Protagonista: Vamos, vamos, suéltame, déjame en paz.
Marla: ¡No!
Tyler: Esta conversación…
Protagonista: Esta conversación…
Tyler: Ha terminado.
Protagonista: Ha terminado.
Ninguna novedad, después de todo: pues ese desplazamiento de la carga libidinal de Marla a Tyler fue acentuadamente anotado cuando, tras descubrir el incendio de su apartamento, la llamada imposible a Marla fue sustituida por la llamada -igualmente imposible, aunque en otro plano- a Tyler.
Los planos detalle, entonces, lo acusaron:
El fondo ardiente que recortaba el chamuscado pedazo de papel donde estaba apuntado el número de Marla se vio sustituido por el frío fondo negro sobre el que se recortaba la tarjeta de Tyler. Y basta leer los términos de ésta para percibir en profundidad el proceso de transferencia en marcha: Paper Street Soap Co. All Natural. Handmade. Tyler Durden. Sabemos lo que en ello se cifra: jabón hecho a mano con grasas naturales de mujer destinadas a convertirse en material explosivo.
Voz narradora: Tyler vendía su jabón a grandes almacenes a veinte dólares la pastilla. ¡Dios sabe a cuánto lo venderían ellos!
Susan: Este es el mejor jabón.
Tyler: Gracias Susan.
Voz narradora: ¡Era maravilloso! Le revendíamos a las mujeres ricas sus propios culos celulíticos.
Tyler: Al derretirse la grasa el sebo sube a la superficie. Lo aprendí en los Boy Scouts.
Protagonista: Es difícil imaginarte como Boy Scout.
Tyler: Sigue removiendo.
Tyler: Cuando el sebo se endurece le quitas la capa de glicerina. Añadiéndole ácido nítrico tendrías nitroglicerina, y si le añadiera nitrato sódico y serrín… Tendrías dinamita. Con suficiente jabón se podría volar casi cualquier cosa por los aires.
Ya el primer encuentro con Durden en el avión hubo de saldarse con la aparición de un consolador encendido y vibrante en la maleta del personaje.
Auxiliar aeropuerto: Los de equipajes. Pero cuando una maleta vibra, tienen que llamar a la policía.
Protagonista: ¿Así que mi maleta vibraba?
Auxiliar aeropuerto: En el 90% de los casos es una maquinilla eléctrica. Pero… de vez en cuando… es un consolador. Además la política de la empresa es la de no señalar nunca la propiedad. Cuando es un consolador, usamos el artículo indefinido… “un” y desde luego nunca… “su” consolador.
Protagonista: pero si yo no llevo…
De modo que el no resuelto pánico a la mujer se salda con la construcción de una pareja de varones:
Protagonista: No puedo casarme. Soy un niño de 30 años.
Tyler: Somos una generación de hombres criados por mujeres. Me pregunto si otra mujer será realmente la respuesta que necesitamos.
Voz narradora: La mayor parte de la semana éramos como el matrimonio perfecto. Pero cada sábado por la noche… (Most of the week, we were Ozzie and Harriet.)
Y esa erotización de las relaciones masculinas se expande, haciéndose tanto más promiscuas cuanto más se amplía el círculo de los Clubs de la Lucha.
Voz narradora: Pero el Club de la Lucha sólo existía durante las horas que había entre el comienzo del Club de la Lucha y el final del Club de la Lucha.
Voz narradora: Aunque hubiese podido decirle a alguien que había peleado bien….
Las silenciosas miradas cómplices de los miembros del club cuando se reconocen por la calle tienen todos los rasgos de la gestualidad de la seducción homosexual.
Voz narradora: Quien eres en el Club de la Lucha no es lo mismo que quien eres en el resto del mundo.
Voz narradora: Cuando alguien venia por primera vez al Club, tenía el culo blando como la masa del pan; al cabo de unas semanas estaba esculpido en madera.
Y en esa deriva, la relación del protagonista con Durden, porque reproducirá finalmente la lógica de la identificación primaria que caracterizara a la relación dual, excluirá necesariamente todo tercero.
Tyler: Bien hecho, mi joven amigo
Tyler: Ama tu trabajo. ¡En marcha! (a Bob) Bob, vendrás conmigo.
Tyler: Vamos.
Protagonista: Soy el sentimiento de rechazo de
Jack.
El fondo homosexual de la paranoia se hace así explícito: el joven deseado es, a la vez, el joven odiado: sobre él se volcará finalmente toda la agresividad que el personaje quisiera pero no puede dirigir contra la mujer.
Será necesario, entonces, eliminar de su rostro todo rastro de belleza. La blanca y fría luz de la mañana da paso a la oscura y dorada de los cuerpos que se abrazan y golpean en la noche: el sexo y la destrucción se confunden así absolutamente en el universo del Club de la Lucha.
Voz narradora: Sentía ganas de meterle una bala entre los ojos a cualquiera que se negara a follar para salvar su especie.
Los enunciados más explícitamente paranoicos -pues el que habla es precisamente el que tiene pánico al acto sexual con la mujer- se cruzan con otros en los que esa paranoia busca su expresión política, en forma de odio de clase.
Voz narradora: Quería abrir las válvulas de descarga de todos los petroleros y cubrir de crudo todas esas magníficas playas que yo jamás conocería.
Voz narradora: Quería respirar humo.
Es el propio Tyler, entonces, quien nombra con toda explicitud la psicosis en la que el film se desenvuelve -o más exactamente: la psicosis cuyo delirio el film invita a experimentar a su espectador.
Tyler: ¿Dónde estabas, chico psicótico?
Voz narradora: Quería destrozar algo hermoso.
La destrucción de la belleza del joven rubio señala un punto de no retorno: la amenaza sexual que fuera expulsada con la llegada de Tyler ha retornado finalmente invadiéndolo, de nuevo, todo.
Y así, al igual que su aparición se viera asociada a la fantasía de un accidente de avión, su partida cobrará la forma de un nuevo accidente, pero esta vez real. O, más exactamente, una indisimulada tentativa de suicidio del tipo de las que se multiplican entre los jóvenes en las carreteras de la sociedad del bienestar.
De noche, en el coche que conduce Tyler, los dos personajes aparecen aislados del exterior por la lluvia que golpea los cristales y que lo vuelve todo borroso, de modo que del fondo sólo se ven los destellos constantemente cambiantes de las luces de la ciudad.
Tyler: ¿Te pasa algo, cariño?
Protagonista: No. Sí, ¿por qué no me dijiste nada del Proyecto Mayhem?
Desde los asientos traseros, dos de los muchachos uniformados de Tyler repiten sus consignas con el soniquete inexpresivo y despersonalizado que caracteriza a los enunciados psicóticos.
Muchachos: La primera regla del Proyecto Mayhem es no hacer preguntas.
Tyler: ¿Responde eso a tu pregunta?
Protagonista: ¿Por qué no me incluiste desde el principio?
Frente a ese frío soniquete, alcanza la máxima expresividad la interrogación angustiada del protagonista que se siente abandonado por el ser inexistente en el que ha cifrado su supervivencia.
Tyler: El Club de la Lucha fue el principio. Ahora ha dejado el sótano y se llama Proyecto Mayhem.
Protagonista: Empezamos juntos el Club de la Lucha, ¿recuerdas? Es tan mío como tuyo.
Tyler: ¿Va esto de ti y de mí?
El devenir de la paranoia es en buena medida el de un movimiento generalizado de repliegue en las primeras investiduras narcisistas como forma de protección frente a la amenaza de castración que el cuerpo del otro sexo contiene.
El protagonista anónimo de El Club de la Lucha se refugia, después de todo, en esa imagen narcisista de sí mismo con la que se protege de toda amenaza exterior. Pero el precio de ese refugio es el verse obligado a escuchar, desde la figura en la que ha cristalizado su blindaje narcisista, el desprecio más absoluto.
Protagonista: Sí. ¿No hacíamos esto juntos?
Tyler: Te estás equivocando.
Con ayuda de la admirable interpretación de Edward Norton, y con un uso en extremo ajustado de la luz, Fincher dibuja el diapasón completo de la desolación amorosa en el rostro lunar del personaje.
Tyler: Este asunto no es nuestro. No somos nada especial.
Protagonista: Y una mierda. Tenías que habérmelo dicho.
Protagonista: ¡Eh, Tyler!
Protagonista: ¡Joder, Tyler!
Y al fondo, resonado sobre esta escena de conducción suicida, aquel otro siniestro automovilístico en el que un padre y un hijo perecieron, quedando sus restos confundidos con la carrocería destrozada del automóvil.
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Notas del Capítulo 2
10 Helena Bonham Carter, la actriz que interpreta a Marla, tiene una clara intuición de la importancia de su personaje en el surgimiento de Tyler: “De no ser por Marla, seguro que Tyler no habría sido engendrado. La necesidad de inventar a Tyler procede de tener que hacer frente a Marla, alguien con quien, posiblemente, podría tener una relación. Tiene miedo y se echa atrás. Entonces se inventa un personaje con el que cree que puede entablar relaciones.” (Comentarios incorporados al DVD del film).
11 La justificación del modo como se entiende esa experiencia fundante de una palabra y el relato simbólico que la encuadra puede encontrarse en los capítulos 8 (Relato y deseo) y 9 (Relato y Edipo) de Clásico, Manierista, Postclásico. Los modos del relato en el cine de Hollywood, Ediciones Castilla, Valladolid, 2006.
Notas del capítulo 4
12 Sigmund Freud: 1901: Análisis fragmentario de una histeria (caso Dora), en Obras Completas, tomo XIII, traducción de Luis López-Ballesteros y de Torres, Madrid, Biblioteca Nueva, 1974, p. 976: “Teniendo ojos para ver y oídos para escuchar, no tarda uno en convencerse de que los mortales no pueden ocultar secreto alguno. Aquellos cuyos labios callan, hablan con los dedos. Todos sus movimientos los delatan. Y así resulta fácilmente realizable la labor de hacer consciente lo anímico más oculto.”
13 En El hombre que sabía demasiado (1954) de Alfred Hitchcock puede encontrarse un diálogo semejante entre el matrimonio protagonista a propósito de los órganos enfermos del cuerpo.
14 (nota de 2016) Para una fundamentación teórica de la noción de Imago Primordial tal y como aquí la empleábamos aquí, véase Jesús González Requena: El 1: la Imago Primordial. Psycho, Freud, Rolland, Dios, Arendt, en Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual. Psycho y la Psicosis II – Norman, Universidad Complutense de Madrid, sesión del 02/11/2012 y Jesús González Requena: La imago que emerge sobre el fondo de lo real, en La construcción de la subjetividad. Entre el cuerpo y la cultura. Lecciones sobre la presencia, Maestría en Estudios Culturales, Pontificia Universidad Católica del Perú, sesión del 15/09/2014. Por lo que se refiere a la fundamentación teórica de la concepción de la psicosis remitiremos a los seminarios 2011/2012 Psycho y la Psicosis I – Marion, 2012-2013 Psycho y la Psicosis II – Norman y 2013-2014 Psycho y la Psicosis III – Lila, en los que, desde una perspectiva freudiana y en el contexto del análisis del film Psycho de Alfred Hitchcock, se revisaron críticamente las teorías de Jacques Lacan, Melanie Klein y Gregory Bateson.
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