Jesús González Requena
Memoria de Cátedra
Universidad Complutense de Madrid, 2000
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2013
1ª Parte. La Imagen y la Realidad: Psicología de la Percepción, Historia del Arte, Teoría de la Imagen
Capítulo 1. Teoría de la Imagen y Psicología gestáltica de la Percepción: el Percepto, la Forma (Arnheim)
- La percepción visual es pensamiento visual
- Los fenómenos perceptuales primarios
- Racionalismo
- La configuración estimular individual
- La hipótesis normativa: un mundo preconfigurado para la percepción
- La pregunta por la realidad
- La representación: los conceptos representacionales
- El arte contemporáneo: un extraño trastorno
- Núcleo normativo
- La fotografía
- La reacción normativa
- Notas I.1.1.
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La percepción visual es pensamiento visual
La teoría de las artes visuales construida por Rudolph Arnheim a lo largo de su dilatada carrera se inscribe de manera explícita en la Teoría de la Gestalt, de la que el propio Arnheim ha sido uno de los fundamentales desarrolladores en su segunda generación.
De acuerdo con la perspectiva gestaltista, Arnheim concibe la percepción como una operación propiamente cognoscitiva 1:
«unos mismos principios rigen las diversas capacidades mentales, porque la mente funciona siempre como un todo. Todo percibir es también pensar, todo razonamiento es también intuición, toda observación es también invención» 2.
Y por ello:
«el conjunto de las percepciones cognoscitivas llamadas pensamiento (…) son (…) ingredientes esenciales de la percepción misma.» 3.
«La percepción visual es pensamiento visual.» 4
Tal es el enunciado nuclear que preside toda la reflexión arnheimiana; por eso, tanto en la percepción cotidiana como en la de las representaciones artísticas, deberán aislarse las operaciones cognoscitivas que permiten percibir el campo visual como un conjunto dotado de significación. Lo que supone, como primer paso, la superación el carácter individual de las estimulaciones que el caudal sensorial ofrece.
«Nada que podamos aprender sobre algo individual tiene utilidad a no ser que hallemos generalidad en lo particular.» 5
La percepción, afirma Arnheim, supone el procesamiento activo de la información a través de mecanismos de abstracción y generalización, de los que depende el establecimiento de la significación -pues lo singular es, en sí mismo, insignificante: sólo puede ser reconocido significativo en la medida en que pueda ser subsumido bajo determinada categoría general. Por eso, sólo porque
«la percepción capta tipos de cosas, esto es, conceptos, puede el material conceptual utilizarse para el pensamiento.» 6
«la visión no es un registro mecánico de elementos, sino la aprehensión de esquemas estructurales significativos.» 7
Así, de acuerdo con los postulados matrices de la Teoría de la Gestalt, Arnheim define la percepción de la forma como captación de rasgos estructurales genéricos 8. Y, a su vez, identifica la unidad perceptiva, el percepto, como la captación activa de los rasgos estructurales. 9
Por eso Arnheim tiene buen cuidado en apartarse del enfoque empirista que tiende a concebir la percepción como un proceso pasivo de estimulación sensorial, sólo ulteriormente objeto de procesamiento por el pensamiento. Afirma, por el contrario, que la percepción es ya en sí misma un proceso propiamente cognoscitivo que procesa los estímulos en el momento mismo en que los recibe. 10
No se trata pues de una abstracción de índole inductiva, sino de
«una abstracción en la que los componentes abstraídos no están contenidos en los objetos particulares de los que se han obtenido.”» 11
Pues es el resultado de
«la aplicación de las categorías de la forma, que pueden llamarse conceptos visuales por su simplicidad y generalidad.”» 12
Se trata, por tanto, de una abstracción que responde a procesos en sí mismos visuales, dado que es el resultado de la actuación de ciertos patrones visuales de índole gestáltica:
«las operaciones decisivas se cumplen mediante procesos de campo desarrollados en el cerebro, que organizan el material estimulante de acuerdo con la configuración más simple que sea compatible con él.» 13
Los fenómenos perceptuales primarios
La primera síntesis del programa teórico arnheimiano que alcanzará su más desarrollada sistematización en El pensamiento visual, texto del que proceden las citas que hemos presentado hasta aquí, se encuentra en un trabajo veintidós años anterior –La abstracción perceptual y el arte 14-, en el que cristaliza el movimiento renovador que la segunda generación de la psicología gestáltica introduce:
«Hasta ahora la psicología de la Gestalt parece afirmar tan sólo que, de entre las posibles maneras de agrupar un material estimular dado, se tiende a escoger la que depara la “mejor” estructura, y que los rasgos que constituyen la estructura global básica de una configuración resultan ser los más llamativos y los primeros en ser percibidos. Se nos dice, por lo tanto, que tiene lugar una selección o distinción de los componentes auténticos de la configuración sobre la base de su función estructural. Parece, sin embargo, que del mero agrupamiento o selección de lo retinianamente dado en la figura de una cabeza no podría derivar la percepción de la “redondez”. Además algunos experimentos han demostrado que si se debilita la influencia de la configuración estimular -por lo breve de la contemplación, lo débil de la iluminación, la distancia espacial o temporal, etc.- se perciben figuras que difieren de las realmente exhibidas, y no por mero inacabamiento, ya que se producen esquemas que representan la estructura del modelo simplificadamente, por medio de formas regulares, con frecuencia simétricas, y que no suelen estar contenidas en el modelo. Es como si el margen de libertad que concede la atenuación del control estimular intensificara la tendencia del órgano sensible receptor a producir espontáneamente formas sencillas y regulares. Es posible que esta tendencia esté en la base de los procesos perceptivos en general. Tal vez la percepción consista en la aplicación al material estimular de “categorías perceptuales”, tales corno la redondez, la “rojez”, la pequeñez, la simetría, la verticalidad, etcétera, que son evocadas por la estructura de la configuración dada. (…) Se da más una adecuación de las características perceptuales a la estructura sugerida por el material estimular que una recepción del material en sí. ¿No son estos esquemas globales de las categorías de forma, tamaño, proporción, color, etcétera, junto con la expresión de que son portadores, todo lo que podemos captar y utilizar cuando contemplarnos, reconocernos, recordamos? ¿No son estas categorías los prerrequisitos indispensables que nos permiten comprender perceptualmente?» 15
«Puede decirse que las categorías perceptivas son generales y abstractas porque no se limitan a un objeto, sino que, pueden descubrirse en cualquiera que encaje en ellas y a todos ellos pueden aplicarse. No son destilaciones intelectuales obtenidas mediante la experiencia a partir de un gran número de casos, sino más bien “formas puras de la percepción sensoria” (por usar un término kantiano), espontáneas y explicables posiblemente por la tendencia a la simplicidad estructural propia de los procesos que tienen lugar en la corteza visual como respuesta a los distintos estímulos. Yo pienso que la configuración estimular individual interviene en el proceso de la percepción sólo en cuanto que evoca un esquema específico de categorías sensorias generales, que responde al estímulo en el mismo sentido en que la descripción científica de una red de conceptos generales se ofrece como equivalente de un fenómeno que tiene lugar en el mundo real. Así como la misma naturaleza de los conceptos científicos les impide captar el fenómeno «en si», tampoco los perceptos pueden contener el material estimular «en sí», ni total ni parcialmente.» 16
Los adverbios de tiempo que abren esta larga cita señalan bien la conciencia arnheimiana del salto adelante que está teniendo lugar con respecto a los postulados gestálticos de la primera generación: existen nuevos datos experimentales que permiten establecer que la percepción no se limita a la selección o distinción de los componentes auténticos de la configuración, sino más bien a la organización del material estimular a partir de categorías formales exteriores a él e introducidos por el propio proceso perceptivo. Así lo demuestran experimentos como los de Kurt Kofka 17 en los que el debilitamiento del estímulo o la limitación del tiempo de exposición conduce a los sujetos experimentales a percibir figuras no sólo diferentes de las realmente exhibidas, sino, además formalmente más pletóricas: es decir: mejores formas, más simples, regulares y geométricas. 18
Por eso, frente a la concepción empirista e inductiva de la percepción, Arnheim opta por una racionalista y constructiva: el punto de partida del proceso perceptivo no consistiría en la exploración del siempre singular caudal estimular, objeto de una posterior abstracción intelectual, sino, por el contrario, en su configuración por las categorías formales más genéricas y abstractas, consideradas como los fenómenos perceptuales primarios. 19
La percepción de lo individual no es pues, en opinión de Arnheim, el punto de partida, sino por el contrario, su punto de llegada:
«se capta primeramente las características de la clase global y sólo secundariamente diferencia los casos individuales.» 20
En un texto posterior, señalará esta idea aún con mayor claridad:
«Gustaf Britsch en particular, cuyos trabajos yo había conocido a través de Henry Schacfer-Simmern, afirmaba que la mente, en su lucha por una concepción ordenada de la realidad, procede de manera legítima y lógica desde los esquemas perceptualmente más sencillos hasta otros de complejidad creciente. Había indicaciones, pues, de que los principios revelados en los experimentos de la gestalt operaban también genéticamente.» 21
Así, la percepción de lo individual no es el expediente primero y más sencillo del trabajo de la percepción, sino el más complejo: a lo individual se llega solo
«como el resultado del gradual refinamiento de esquemas de forma originariamente más abstractos.» 22
Racionalismo
Así pues, en este texto programático, Arnheim se alinea del lado de un racionalismo radical de modulación netamente kantiana: las categorías perceptivas constituyen a prioris –prerrequisitos indispensables que nos permiten comprender perceptualmente– que rigen todo acto perceptivo y que, en esa misma medida, lo configuran cognitivamente:
«no debe considerarse la forma tan sólo en relación con la realidad de los objetos del entorno, cuya imagen crea; tiene su realidad propia, un mundo gobernado por sus propias leyes: las leyes de la organización perceptual.» 23
Así, dirá veinte años más tarde, en El Pensamiento Visual, que
«Si los objetos pueden reducirse a unos pocos destellos esenciales de dirección o de forma, parece plausible que puedan existir pautas todavía más abstractas, esto es, configuraciones o acontecimientos que no recogen nada en absoluto de lo que se da en el mundo físico.» 24
Los esquemas formales abstractos utilizados por los científicos para ilustrar sus reflexiones, al igual que las formas autónomas del arte no figurativo, serían las manifestaciones, en el campo de la representación visual, de esas configuraciones que no recogen nada en absoluto de lo que se da en el mundo físico y que, cuando operan sobre él, permiten volverlo visible, inteligible, significativo.
La configuración estimular individual
Con todo, la concepción constructiva del proceso perceptivo -de las relaciones, en suma, entre la percepción y la realidad-, dominante en el arranque de este texto de 1947, manifiesta ciertos momentos de titubeo en los que conviene que nos detengamos más pormenorizadamente. Veíamos como esa concepción constructiva alcanzaba su más intensa manifestación cuando se advertía, al modo kantiano, la imposibilidad de captar el fenómeno en sí: sería tan solo la cosa para mí aquello de lo que podría ocuparse la percepción, permaneciendo la cosa en sí siempre refractaria e inaccesible al observador. Sin embargo, conviene advertir la poca familiaridad -si no la incomodidad- con la que Arnheim maneja las categorías kantianas: la expresión misma que acabamos de citar –captar el fenómeno «en si»– supone un uso inadecuado de la terminología kantiana tal y como es establecida en la Crítica de la razón pura 25, donde carece de sentido hablar del fenómeno en sí, pues el fenómeno -por oposición al noúmeno o cosa en sí– es definido precisamente como la cosa para mí, es decir como aquello de la cosa que, en tanto modelado por los a prioris, resulta accesible al entendimiento.
Pero no se trata sin más de un desliz conceptual, sino de la manifestación de una confusión nuclear que atraviesa al discurso arnheimiano en su conjunto. Pues es evidente que aunque Arnheim, como hemos señalado, postula la existencia de esas formas puras de la percepción sensoria responsables de la configuración del caudal estimular y, en esa misma medida, condiciones a priori del proceso perceptivo en su conjunto, titubea a la hora de asumir su contrapartida lógica: el reconocimiento del carácter no configurado de ese caudal estimular -y tal es, desde luego, el presupuesto kantiano que da sentido a la noción misma de a priori.
Lo que se manifiesta de inmediato cuando, en el mismo texto, sólo un poco después y contra todo lo previsible, Arnheim señala la capacidad de la configuración estimular individual de evocar un esquema específico de categorías sensorias generales. Se postula, pues, de la realidad misma en independencia de su procesamiento perceptivo -de la cosa en sí, en suma-, la capacidad de evocar las formas puras de la percepción que habrán de organizarlo. Por lo demás, la expresión configuración estimular individual apunta nítidamente en esa misma dirección: pues esta vez se presenta al propio caudal estimular como dotado en sí mismo de configuración.
La hipótesis normativa: un mundo preconfigurado para la percepción
Y de hecho, a lo largo de toda la obra de Arnheim esta idea, la de que el material estimular esté en sí mismo dotado de configuración reconocible por la percepción, se manifiesta constantemente presente como uno de sus hilos teóricos básicos:
Así, habla de la existencia de una estructura subyacente perceptible 26 en los materiales estimulares: una estructura presente en ellos y que, por eso mismo, en ellos puede ser encontrada y reconocida por la percepción. Tal sería lo que se observaría en las etapas tempranas del arte, cuyas manifestaciones reproducirían
«la forma objetiva y permanente de los objetos tan fielmente como el medio lo permite.» 27
Se trataría, en suma, de la verdadera forma del objeto. 28
Lo que le conduce a introducir en su teoría un presupuesto normativo:
«La única labor que en realidad cuenta: la lenta, paciente y disciplinada búsqueda de la forma única que se adecua a la experiencia subyacente.»
29
Y por cierto que Arnheim, a través de una cita de Clive Bell que suscribe plenamente, no duda en asumir las implicaciones ontológicas de tal postulación:
«El arte es dueño del camino que lleva de la inmediatez de nuestros sentidos a lo que Clive Bell llamaba “la realidad última”.» 30
«llegamos a ser conscientes de su realidad esencial, del Dios que hay en todas las cosas, de lo universal en lo particular, del ritmo que todo lo impregna. Llámese como se quiera, estoy refiriéndome a aquello que se oculta tras la apariencia de todas las cosas, lo que las confiere su significación individual, la cosa en sí, la realidad última.» 31
En la misma medida en que está línea se asienta en el pensamiento arnheimiano, se debilita el presupuesto constructivo: la realidad, en su esencia misma, aparece ya conformada, dispuesta para ser leída: el carácter activo de la percepción no puede suponer entonces una construcción del campo perceptivo, sino, en todo caso, una convergencia natural entre sus formas puras -las categorías perceptivas- y las formas subyacentes en la realidad misma.
El sujeto perceptor por una parte y la realidad misma por otra, constituirían los dos polos opuestos destinados a converger en el reconocimiento de las formas:
«por un lado, el material estimular del objeto; por otro, la forma, prerrequisito indispensable de la comprensión visual. Percibir una cosa, lo mismo que representarla, significa encontrar una forma en su estructura.» 32
«mirar el mundo requiere un juego recíproco entre las propiedades aportadas por el objeto y la naturaleza del sujeto observador.» 33
Y habría, propiamente, reciprocidad, isomorfismo entre las formas puras de que el sujeto dispone y el mundo que se ofrece a su mirada 34. En ello se asentaría, entonces, la hipótesis normativa:
«Este elemento objetivo de la experiencia justifica los intentos de distinguir entre concepciones adecuadas e inadecuadas de la realidad.
«Esta confianza en la validez objetiva de la afirmación artística vino a suministrar un antídoto muy necesario contra la pesadilla del subjetivismo y el relativismo ilimitados.» 35
La pregunta por la realidad
Bien es cierto que en otros lugares, y atendiendo a los resultados de la investigación en la psicología de la percepción animal 36, Arnheim atempera su posición. Sugiere en esas ocasiones la idea de que las formas que el hombre ve en la realidad corresponden a las que vienen determinadas por su necesidad de supervivencia -y ya no entonces, al menos necesariamente, con esas pretendidas formas objetivas subyacentes a la realidad misma:
«los sentidos (…) evolucionaron como auxiliares biológicos de la supervivencia. Desde su origen apuntaron a esos rasgos del medio que señalaban la diferencia entre la facilitación y el impedimento de la vida (…) eso significa que la percepción tiene fines y es selectiva.» 37
«La percepción se desarrolla al servicio de unas necesidades. Los animales y los hombres miran para sobrevivir, lo que significa que tienen que orientarse por distinción y generalización.» 38
Ahora bien, si Arnheim no se detuviera en esta constatación, debería verse obligado a reconocer la existencia de realidades múltiples, tantas al menos como los aparatos perceptivos diferenciados de las especies animales, lo que obligaría cuando menos a suspender todo juicio sobre el carácter configurado de la realidad en sí misma.
Si no llegara hacerlo, se ve al menos puntualmente obligado a plantear la pregunta que en la mayor parte de las veces ha tratado de obviar:
«Los sentidos del hombre se hallan engranados a una escala de magnitud determinada, situada entre el reino de lo atómico y el de lo astronómico, y en este reino observamos conglomerados de formas que carecen en gran medida de la sencillez que se descubre en otros niveles cósmicos. Este intrincado paisaje es nuestra realidad en su sentido más inmediato. Pero no es la única realidad a la que puede hacer referencia la mente humana. El fijarse, tratando de contestar a la pregunta ¿qué es la realidad?, en lo que está más a la mano o en lo distante, en lo que está a la vista o en lo oculto, en lo superficial o en lo esencial, en lo que tiene forma o en lo que carece de ella, es cuestión de perspectiva filosófica o, estéticamente, de estilo.» 39
Pero, en cualquier caso, no termina de asumir que dejar, como así lo hace en esta ocasión, abierta la pregunta por la realidad obliga a suspender la certidumbre ontológica en la que él mismo trata de asentase.
La representación: los conceptos representacionales
En todo caso, es éste el contexto en el que Arnheim aborda la diferencia entre los perceptos -en tanto resultado de la configuración de un campo visual por las categorías perceptivas- y las imágenes construidas -entendidas como imágenes representativas. Al igual que los perceptos son el resultado de la actuación sobre el campo estimular de las categorías perceptivas, las imágenes representativas serían el resultado de la actuación de los conceptos representacionales:
«Si percibir consiste en crear esquemas de categorías perceptuales que respondan a la configuración estimular, (…) es labor del artista la representación de tales esquemas, éste tendrá realmente que inventar una forma pictórica que las más de las veces no podrá «leerse» en el percepto.» 40
«La representación consiste en «ver» dentro de la configuración estimular un esquema que refleje su estructura -problema normalmente laborioso o incluso insoluble- y luego inventar un equivalente pictórico para ese esquema. Y esto puede llevarse a cabo de un sinnúmero de modos distintos, todos igualmente válidos.» 41
De nuevo, el caudal estimular es concebido como en sí mismo configurado. Las categorías perceptivas, por ser isomórficas con esa configuración, permiten apresarlo en el proceso perceptivo. La tarea de los creadores de imágenes, entonces, consistirá en construir –inventar– representaciones –conceptos representacionales- que constituyan equivalentes gráficos esas categorías 42. Hay para ello, nos dice Arnheim, un sinnúmero de modos distintos, pero, cabe deducirse, todos ellos son en cualquier caso isomórficos tanto con las formas puras perceptivas como con las formas mismas de la realidad en tanto en sí misma configurada.
«En la representación pictórica, la organización de la forma viene dominada por la necesidad de crear un equivalente estructural del objeto-modelo. Pero, aparte de su función interpretativa, la forma bien organizada tiene un valor intrínseco para el organismo: es un reflejo característico de tendencias análogas dentro del organismo.»
43
Hay, sin embargo, en estos últimos párrafos, algo que no termina de cuadrar, cierto hiato que se resiste en su línea argumental y que queda acotado por los guiones que lo segmentan: ¿en razón de qué afirma Arnheim de pronto que esa tarea, la de «ver» dentro de la configuración estimular un esquema que refleje su estructura, puede constituir un problema normalmente laborioso o incluso insoluble?
No ya insoluble, ni siquiera laborioso puede resultar para el creador de imágenes ver tal esquema si, como nos ha dicho insistentemente, tal es lo que hace todo individuo, de manera natural, en su relación perceptiva cotidiana con el mundo. Podría reconocerse, en todo caso, la dificultad de inventar formas representativas -en ningún caso su insolubilidad-, pero resulta absurdo que el artista tenga dificultades allí donde el hombre normal no las encuentra. Salvo que… salvo que no existiera, en el mundo real, en el caudal estimular, preconfiguración alguna…
El arte contemporáneo: un extraño trastorno
Pero el asunto es que ese hiato del que Arnheim quisiera deshacerse se manifiesta a pesar de todo en la historia misma del arte, allí precisamente donde, con el arte contemporáneo, emerge, en el campo de la representación, una quiebra del reinado de la buena forma. Por eso la mejor manera de explorar esa dificultad consiste en seguir, como nos proponemos a hacer a continuación, los esfuerzos de Arnheim por definir su posición frente al arte contemporáneo.
Sostiene Arnheim que, en un momento dado, en los albores de del siglo que ahora acaba, el arte sucumbió
«a la tentación de abandonar la forma, sobre todo por tratar de convertirse en una reproducción mecánicamente correcta de la naturaleza.» 44
Y sin embargo, se trataba en ello de un proceso que había comenzado mucho tiempo antes, en el siglo XV:
«en la época de Leonardo (…) este don natural de la forma comenzó a sufrir un extraño trastorno, creado por una civilización que iba a reemplazar la percepción por la medida, la invención por la copia, las imágenes por los conceptos intelectuales, y las apariencias por las fuerzas abstractas.» 45
Diríase que, en opinión de Arnheim, fuera la cultura la que introdujera ese extraño trastorno que aparta del hombre del don natural de la forma -pues, por ser llamado natural, parece proceder la naturaleza misma- y que introduce la historia de la representación en la senda de la compleja, irracional, continua y particularizada imagen realista 46. Una cultura carente de simbolismo 47 que se abisma en la insignificancia 48 y en la pérdida de jerarquía. 49
La apasionada preocupación de Arnheim por tal disgregación, por ese eclipse del reinado de la forma, dota a su discurso de tintes spenglerianos: denuncia la decadencia filosófica y religiosa que conduce a
«una opacidad del mundo de la experiencia que es fatal para el arte, ya que éste se apoya en el mundo de la experiencia como portador de ideas. Si el mundo ya no es transparente, si los objetos no son más que objetos, las formas, colores y sonidos no serán más que formas, colores y sonidos y el arte se convertirá en una técnica para obsequiar a los sentidos.» 50
Núcleo normativo
Sin duda, se entiende en este contexto mucho mejor la necesidad de Arnheim de dar a su teoría de la representación un carácter normativo: la teoría misma debe fundamentarse en torno al valor natural de esas formas que, por configurar tanto la percepción del hombre como el mundo que le rodea, serían la garantía del sentido, de la incuestionabilidad de la verdad esencial.
Ahora bien, si la realidad fuera así, si el caudal estimular estuviera ya en sí mismo configurado, ¿cómo podría ser el hombre el que introdujera ese vector de irracionalidad, de desorden e insignificancia -de deterioro y destrucción, en suma, de la forma?
Autentico atolladero este en el que Arnheim se introduce inevitablemente, y del que intenta, sin demasiado éxito, salir por dos vías complementarias. De una parte, dice, allí donde hay autentico arte, el factor forma está siempre presente, aunque se trate de la más realista de las obras de arte, si es que merece el nombre de representación genuina. 51 Se aferra en ello, pues,
a su presupuesto normativo, a la reiteración del valor indiscutible de su canon: la representación genuina definida como aquella en la que reina el factor forma. Lo que, obviamente, si puede conducir a la configuración de una poética, no resuelve nada por lo que se refiere a la teoría de la representación -y de la imagen. Pues queda, todavía, por explicar la existencia misma de las representaciones no genuinas.
Y por otra parte, deslizándose hacia posiciones algo alejadas de su hipótesis nuclear sobre carácter configurado del mundo, habla de una visión típica de la realidad 52 de la que se apartaría el realismo -al menos aquel incapaz de alcanzar la calidad artística genuina. Pero entonces ¿cabrían otras visiones de la realidad? Desde luego es un hecho que el arte de nuestro siglo no cesa de ofrecerlas pero, en vez de profundizar en ello, Arnheim se protege por la vía de la descalificación que el retorno a su canon le ofrece: esas otras visiones carecerían de conexión interior con la vida real 53, es decir, de la realidad, biológicamente importante, de lo «esencial». 54
De manera que el gesto militante sustituye al teórico: en lugar de la explicación del fenómeno, la llamada a una movilización contra él:
«El sentido de la forma natural en el hombre está verdaderamente amenazado, a y está justificada una acción regeneradora a gran escala.» 55
No debiera entenderse con esto que criticamos la inquietud que Arnheim manifiesta ante el malestar cultural de nuestra contemporaneidad; por el contrario, reconocemos que su aguda percepción de cierta falta de simbolismo 56 que caracterizaría a la posmodernidad escapa habitualmente al resto de los estudiosos del arte contemporáneo.
Pero lo que está en juego ahora en este trabajo no es la valoración de esa inquietud, sino de los efectos teóricos de la manera en que es gestionada. Pues Arnheim, para armarse en su batalla de defensa de la buena forma, se aferra a la fe en la verdad esencial de ésta sobre la que asienta su canon normativo. Y allí donde esa fe le obliga a incurrir en contradicciones, en vez de pensarlas y asumir que deberían obligar a ciertas rectificaciones de su teoría, intensifica el gesto normativo descalificando los hechos que provocan la contradicción.
La fotografía
Y ello sucede, especialmente, en un ámbito crucial para la teoría de la imagen audiovisual: el de la fotografía.
Pues lo notable es que Arnheim percibe con claridad la novedad que la fotografía, como manifestación radical del realismo, introduce en la historia de la representación. Tal es, precisamente, lo que rescata de Kracauer en la crítica que escribe de su Teoría del cine 57:
«el núcleo de su tesis tiene una indudable validez e importancia: el medio fotográfico ha hecho su aportación más significativa al representar el mundo, con una intensidad nunca antes alcanzada, como un continuo ilimitado y débilmente hilvanado. Esta interpretación la hizo posible la invención de la fotografía; pero el grado en que las fotografías han llegado a ocupar el espacio y el tiempo de nuestra vida cotidiana no puede explicarse por el mero hecho de su disponibilidad técnica. Se permitió que la fotografía invadiera de manera tan completa la civilización occidental porque gracias a ella era factible que se manifestase del modo más radical una tendencia que se inició con la orientación hacia el realismo de las artes y las ciencias del Renacimiento y culminó en la concepción impresionista del «flujo de la vida» transitorio.» 58
«(…) ¿qué es lo característico de la imagen fotográfica? Los objetos que en ella aparecen, nos sentirnos tentados de decir, suelen ser tan complejos en su forma, su colorido y sus relaciones mutuas que al ojo le parecen irracionales es decir, no relacionables con formas visuales definidas. En realidad, el mundo visual se nos presenta como un continuo sin interrupciones nítidas y que rebasa cualquier marco. Es, además, un mundo de individualidad. Muestra el espécimen o el caso particular en la unicidad de sus detalles: lo que le diferencia de otros seres de su especie. El resultado es un muestrario de variedad desconcertante.» 59
Imágenes extremadamente realistas, las fotografías
constituyen material en bruto, réplicas de la realidad que por su individualidad no guían al entendimiento y dificultan la identificación. 60 El detalle realista y accidental, de carácter parcialmente amorfo no puede guiar a la percepción. Su parecido servil a la realidad no logra procurar al observador los rasgos esenciales de los objetos representados 61 y, así, distrae a la mente invitándola a perderse en el laberinto de lo particular.
Arnheim percibe con toda claridad que la reproducción puramente mecánica que emparenta a la fotografía con fenómenos del tipo de los moldes de yeso devuelve una imagen cuya forma es caótica e incomprensible, 63 del todo distante a la representación genuina del modelo como esquema de forma bien definida.
Por eso, en su reflexión sobre la fotografía Arnheim toca el núcleo de la contradicción: en sí misma, en tanto reproducción puramente mecánica -en eso que en otro lugar hemos propuesto denominar lo radical fotográfico 64-, la fotografía no constituye una representación, sino material bruto, real. Y ese material bruto, accidental, individual, insignificante, amorfo, se resiste a la percepción en la misma medida en que se manifiesta como caos y por eso, salvo que artificios suplementarios intervengan sobre ella configurándola -esos instrumentos que son los conceptos representacionales-, resultará incomprensible:
«El orden y la comprensibilidad que la forma organizada introduce en el entorno visual no se ven necesariamente aumentados, sino por el contrario fácilmente puestos en peligro, si los esquemas formales se complican mediante una aproximación mayor al aspecto «fotográfico» de las cosas.» 65
«Puede forzarse a la mente humana para que produzca réplicas de las cosas, pero no está naturalmente preparada con respecto a ellas. Dado que a la percepción le concierne la captación de la forma significativa, a la mente le resulta difícil producir imágenes desprovistas de esa virtud formal. De hecho, incluso algunos deseos “materiales” se satisfacen de modo más adecuado por las propiedades estructurales de líneas y colores. Por ejemplo, la fidelidad mecánica de fotografías o pinturas en color vulgares no es el medio más seguro para despertar la estimulación sexual a través del sentido de la vista. La suavidad de las curvas crecientes, la tensión que anima la forma de los senos y muslos despierta con mayor eficacia el placer sensual. Sin el dominio de estas fuerzas expresivas, la figura queda reducida a la presentación de pura materia. Ofrecer materia desprovista de forma, que es la que perceptualmente transporta la significación, es pornografía en el único sentido válido de la palabra, a saber, el quebrantamiento del deber que tiene el hombre de percibir el mundo inteligentemente.» 66
Así, el pensamiento de Arnheim sobre la fotografía se manifiesta como la expansión del hiato que más arriba anotáramos. Y como tal, constituye una región de su discurso irreductible, netamente contradictoria con los presupuestos filosóficos y psicológicos que configuran el conjunto de su teoría. Si a la mente humana le resulta difícil producir imágenes desprovistas de la tendencia, arraigada en su propia naturaleza, a la captación de la forma significativa y si, por otra parte, la realidad, cuando deja sus huellas -con fidelidad mecánica- en la imagen fotográfica o en el molde de yeso, se manifiesta como pura materia que por darse como mera presentación no llega a constituirse -a configurarse- como representación, entonces resulta obligado renunciar a la hipótesis de un mundo configurado.
Y de hecho, sin darse cuenta, Arnheim llega por un momento a dar ese paso cuando percibe con toda claridad los efectos del desgarro que la fotografía -lo radical fotográfico- introduce en el arte contemporáneo: la disgregación de la buena forma, el
«anhelo de lo informe, una vuelta a la materia prima de la realidad.
«(…) una reproducción cada vez más fiel de la naturaleza, de la naturaleza en lo que tiene de más amorfo y distante del impacto formativo del hombre, e igualmente distante de su propio potencial formativo.» 67
La reacción normativa
¿Qué otra cosa podría ser la realidad en sí misma sino esa materia prima informe, no configurada todavía por el impacto formativo del hombre?
Pero ante ese paso, Arnheim retrocede alarmado. Y, como en el comienzo mismo del pensamiento Occidental hiciera ya el propio Platón 68, proclama el peligro que encierra. Y así, en una reacción vitalista, denuncia a la cultura fatigada 69 que renuncia a su compromiso esencial con el mundo -con la forma, con la verdad: sin duda es Platón el registro más íntimo de esa sinfonía que, a medio camino entre el neoplatonismo 70 y el romanticismo, constituye el discurso arnheimiano-, una que
«Ya no crea imágenes, sino materia. Y la materia que crea con los refinados productos químicos de una civilización tardía es el mundo anterior a la Creación, la infinitud y variedad del caos, tan atractivas. El hombre huye de sus deberes: es el refugio final y el alivio final.» 71
Sólo queda, pues, el acto de fe en el canon de la buena forma:
«el realismo auténtico consiste en la interpretación de la materia prima de la experiencia mediante una forma significativa, y (…) por lo tanto el ocuparse de la materia sin forma constituye más una rendición melancólica que la recuperación de la aprehensión de la realidad por parte del hombre.» 72
Y concluye así con la denuncia del mal realismo -el mismo que sin embargo, unos momentos antes había sido definido como el más fiel y radical- de esa materia prima como no otra cosa que la superficie de la realidad, la epidermis inesencial del mundo. Vibra de nuevo el latido platónico cuando Arnheim denuncia a los adictos de la fotografía como seres aturdidos -los esclavos platónicos- perdidos en las capilaridades de lo particular en lugar de moverse en la corriente principal de la vida. 73
Capítulo 2. Teoría de la Imagen y Psicología cognitiva de la Percepción: el esquema, el Lenguaje (Gombrich)
- El Aprendizaje
- Repertorio de esquemas, lenguaje
- Percepción, realidad, convención
- Crítica de la noción de semejanza
- Exploración, Proyección, Aprendizaje
- La Imagen y la Realidad
- Imagen y Lenguaje
- El dique: la ecología de la percepción
- Berkeley: la sensación
- Nietzsche: el abismo de la sensación
- Fotografía, pornografía
- Proyección, ilusión, identificación
- Notas I.1.2.
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El Aprendizaje
«El artista que desea “representar una cosa real (o imaginada) no empieza abriendo los ojos y mirando, sino tomando colores y formas y construyendo la imagen requerida.» 74
Sin duda, Gombrich comparte con Arnheim la idea de que la percepción es un proceso activo y conceptualizador en el que intervienen conceptos visuales próximos a los perceptos arheimnianos y a los que denomina esquemas. Comparte, igualmente, la idea de la actuación de los principios gestálticos de organización del material visual -tal y como han sido reformulados por Gibson 75, la gran figura de la Psicología Perceptiva moderna a la que ambos remiten en sus trabajos. Rinde, por lo demás, tributo a sus investigaciones sobre el esquematismo de los dibujos infantiles 76. Pero diverge radicalmente de Arnheim, y en general del enfoque gestáltico, en lo referente al papel del aprendizaje en el proceso de reconocimiento perceptivo. Así, a propósito del debate sobre la perspectiva, señala:
«En este punto, debo advertir al lector que el razonamiento desarrollado aquí no sería aceptado por todas las escuelas de psicología. La escuela de la Gestalt lo rechazaría de plano. Los iniciadores de ese importante movimiento desean minimizar el papel del aprendizaje y de la experiencia en la percepción. Piensan que nuestra compulsión a ver el piso embaldosado o las letras, no como unidades irregulares en el plano sino como unidades regulares en el espacio, es demasiado universal y demasiado coercitiva para que pueda deberse al aprendizaje. En su lugar, postulan una tendencia innata de nuestro cerebro. Su teoría se centra en las fuerzas eléctricas que accionan en el córtex durante el proceso de la visión. Son esas fuerzas, según ellos, las que tienden a la simetría y al equilibrio, y hacen que nuestra percepción esté siempre inclinada, por así decirlo, a favor de la simplicidad geométrica y de la cohesión.» 77
La objeción, sin embargo, no se dirige tanto hacia el presupuesto innatista, que en cierto modo acepta aun cuando reorientándolo, de acuerdo con Popper, en términos cognitivos:
«Podría decirse, pues, que el propio proceso de la percepción se basa en el mismo ritmo que hemos visto gobernaba el proceso de representación: el ritmo de esquema y corrección.
«Destacando así la eliminación de falsas conjeturas, el proceso de prueba y error en toda adquisición de conocimiento “desde la ameba hasta Einstein”, estoy siguiendo a K. R. Popper. Sería tentador encarar desde este ángulo los problemas de la psicología de la Gestalt, ya que Popper insiste en que la presuposición de la regularidad posee un valor biológico supremo. Un mundo en el que todas nuestras expectativas quedaran frustradas sería un mundo letal. Ahora bien, al buscar regularidades, un marco o schema en el que podamos provisionalmente confiar (aunque posiblemente tengamos que ir modificándolo siempre), la única estrategia posible es la de partir de premisas simples. Popper ha mostrado que, paradójicamente, eso no se debe a que una premisa simple tiene más probabilidad de ser cierta, sino a que es más fácil refutarla y modificarla.» 78
El debate se sitúa en cambio en la necesidad de reconocer el papel del aprendizaje en el proceso perceptivo, en tanto socialmente encuadrado y operante por el procedimiento de conjetura, prueba y error.
«Para aprender tenemos que equivocarnos, y la más fecunda equivocación que la naturaleza podía haber implantado en nosotros sería el asumir simplicidades todavía mayores que las que es probable encontraremos en este desconcertante mundo nuestro. Cualquiera que sea el destino de la escuela de la Gestalt en el dominio de la neurología, puede resultar sin embargo que lógicamente tenga razón al insistir en que la hipótesis de simplicidad no puede ser aprendida. Es, en verdad, la única condición por la cual podemos aprender algo.» 79
Repertorio de esquemas, lenguaje
Es necesario, pues, un repertorio de esquemas a partir de los cuales el dibujante pueda comenzar su tarea:
«todo artista que desea consignar con fidelidad una forma individual (…) no parte de su impresión visual, sino de su idea o concepto.» 80
Ese concepto visual, denominado, por Gombrich esquema, no debe ser confundido con el percepto de Arnheim, pues -y aquí se localiza la discrepancia decisiva- no encuentra su fundamento en la semejanza.
El dibujante, cuando trata de atrapar el tema de su dibujo
«empieza probando a clasificar la mancha y encajarla en alguna suerte de esquema familiar” 81 y «avanza siguiendo un ritmo de esquema y corrección. El esquema no es producto de un proceso de “abstracción”, de una tendencia a “simplificar”; representa la primera y amplia categoría aproximada que se estrecha gradualmente hasta encajar con la forma que debe reproducir.”» 82
No hay, por ello, mirada inocente, toda mirada está mediada por el lenguaje:
«no lleva a ninguna parte mirar un motivo a menos que uno sepa cómo clasificarlo y apresarlo en la red de una forma esquemática.» 83
Así, el proceso de dibujo -como, habría que añadir, el proceso perceptivo mismo, aunque Gombrich no se decide a dar este paso- es un proceso constructivo mediado tanto por esquemas verbales como por fórmulas visuales:
«es peligroso confundir la manera en que se dibuja una cosa con la manera en que se la ve. “La reproducción de las más simples figuras -escribe el profesor Zangwill- constituye un proceso que no tiene nada de simple”. Típicamente, el proceso presenta un carácter esencialmente constructivo o reconstructivo, y en los sujetos estudiados, la reproducción pasaba preeminentemente por la mediación de fórmulas verbales y geométricas.» 84
El conjunto de los esquemas de los que el dibujante dispone al comenzar su tarea constituyen, entonces, su vocabulario 85, el lenguaje visual que le permite abordarla. Por eso,
«el estudio del arte tendrá que complementarse cada vez más con una investigación de la lingüística de la imagen visual.» 86
Y Gombrich añade, para evitar ambigüedades, que no utiliza la expresión de lenguaje, referida al arte, al modo metafórico; que, por el contrario, debe ser tomada al pie de la letra:
«Todo apunta a la conclusión de que la locución “el lenguaje del arte” es más que una metáfora vaga, de que incluso para describir en imágenes el mundo visible necesitamos un bien desarrollado sistema de esquemas.”» 87
Se encuentra en ello implícitamente presente la noción semiótica del lenguaje: un bien desarrollado sistema de esquemas, es decir, un sistema estructurado de signos convencionales 88 y adquiridos por aprendizaje. La decisión con la que Gombrich afirma estos presupuestos le lleva a negar la noción misma de signo natural y a firmar el carácter convencional y conceptual de todo signo visual:
«Tal conclusión tiende a chocar con la distinción tradicional, a menudo debatida en el siglo XVIII, entre las palabras del habla que son signos convencionales y la pintura que usa signos “naturales” para “insinuar” la realidad. Es una distinción plausible, pero ha originado ciertas dificultades. Si damos por supuesto, con esta tradición, que los signos naturales pueden simplemente copiarse de la realidad, la historia del arte se convierte en un completo rompecabezas. Desde finales del siglo XIX se ha ido viendo con claridad cada vez mayor que el arte primitivo y el arte de los niños usan un lenguaje de símbolos más que de “signos naturales”. Para explicar este hecho se daba por sentado que tenía que haber una peculiar especie de arte basado no en la visión sino en el conocimiento, un arte que opera con “imágenes conceptuales”.
«Pero al fin nos hemos apercibido de que la distinción es irreal. Gustaf Britsch y Rudolf Arnheim han recalcado que no hay oposición entre el tosco mapa del mundo hecho por un niño y el más rico mapa ofrecido por las imágenes naturalistas. Todo arte se origina en la mente humana, en nuestras reacciones ante el mundo más que en el mundo visible en sí, y precisamente porque todo arte es “conceptual”, todas las representaciones se reconocen por su estilo.» 89
Percepción, realidad, convención
Pero a la vez advierte Gombrich que esa convencionalidad no debe ser entendida, por lo que al lenguaje visual se refiere, de manera excluyente, en el sentido de una relación puramente arbitraria 90.
Así, desbloqueando por anticipado el callejón sin salida en el que se introducirá la semiótica de la imagen en el debate sobre lo arbitrario y lo analógico -en buena medida por haber descuidado la lectura atenta de Gombrich-, y que reeditará la vieja discusión filosófica y estética el ver y el saber 91, entre el hacer – inventar, descubrir– y el imitar 92, sugiere una dialéctica entre ambos.
Partiendo de los presupuestos de la Teoría del Conocimiento de K. R. Popper y de su crítica del inductivismo 93, Gombrich afirma, siguiendo en ello a Fiedler 94 y a Brunes y Postman 95, el carácter activo y cognitivo del proceso perceptivo, en forma de hipótesis exploratorias sometidas a corrección por acierto o error. Por eso, como afirma Gibson:
«El progreso en el aprendizaje va desde lo indefinido a lo definido, no desde la sensación a la percepción. No aprendemos a tener percepciones, sino a diferenciarlas» 96
Crítica de la noción de semejanza
Así, Gombrich, retomando las palabras de Nietzsche sobre el realismo, pone en cuestión la noción misma de parecido, es decir, de semejanza:
«No se trata de debatir si la naturaleza “se parece realmente” a esos artificios pictóricos, sino de si los cuadros con tales rasgos sugieren una lectura en términos de objetos naturales. Claro que el grado en que sea así dependerá hasta cierto punto de lo que hemos llamado “disposición mental”. Reaccionamos de modo diferente cuando estamos “afinados” por la expectativa, la necesidad, y el hábito cultural.» 97
Gombrich invierte la cuestión en un giro analítico de índole wittgensteiniana:
«el mundo no puede nunca parecerse del todo a un cuadro, pero un cuadro puede parecerse al mundo. No es el “ojo inocente”, sin embargo, lo que puede lograr esa correspondencia, sino la mente inquisitiva que sabe explorar las ambigüedades de la visión.» 98
Lo que podríamos traducir así: no reconocemos una imagen porque se parezca a su objeto, sino que, sencillamente, la reconocemos, y a eso llamamos parecerse.
Y, por eso, el término de reconocimiento es desorientador y convendría sustituirlo por el de conjetura orientada por la búsqueda de un sentido coherente. 99
Exploración, Proyección, Aprendizaje
Así, en el proceso de exploración perceptiva actuaría de manera decisiva un mecanismo de proyección 100 -para cuya caracterización Gombrich apela a James 101 y a Roschard- que permitiría el reconocimiento de figuras y la organización del campo visual.
«toda identificación de imágenes se enlaza con proyecciones y con anticipaciones visuales.» 102
«Leer el cuadro del artista es movilizar nuestros recuerdos y experiencias del mundo visible, y poner a prueba su imagen mediante intentos de proyecciones. Para leer el mundo visible como arte tenemos que hacer lo contrario. Tenemos que movilizar nuestros recuerdos y experiencias de pinturas que hemos visto, y poner a prueba también el motivo intentando proyectarlo en una vista enmarcada.» 103
Toda nueva imagen visual construida parte, pues, del vocabulario, del sistema de esquemas visuales, del que dispone el pintor. Pero éste trabaja con ellos confrontado a la realidad visual que le envuelve, ensayando, a partir de estos esquemas de partida, variaciones, modificaciones y nuevas discriminaciones que son aceptadas o rechazadas en la medida en que se experimenten como útiles o inhábiles 104. Esta concepción constructiva del proceso de creación visual presupone necesariamente, en el punto de partida, un sistema de esquemas convencionales, pero uno confrontado con la realidad y que se modifica en la misma medida en que interacciona con ella -en el contexto definido por la cultura de cada época- y es modificado por aprendizaje 105:
«no sólo los organismos, sino incluso las máquinas puede decirse que “aprenden” mediante el ensayo y el error. Los ingenieros, en su apasionante labor sobre lo que llaman servomecanismos, o sea las máquinas que se ajustan por sí mismas, han reconocido la importancia de cierta especie de “iniciativa” por parte de la máquina. El primer movimiento que haga tal máquina será, y debe ser necesariamente, un movimiento al azar, un disparo en la oscuridad. Siempre que pueda hacerse llegar al interior de la máquina una información sobre éxito o fracaso, sobre puntería o yerro, la máquina evitará progresivamente los gestos equivocados y repetirá los correctos. Uno de los investigadores que han abierto este campo ha descrito recientemente este ritmo de esquema y corrección en la máquina con una sugerente fórmula verbal: dice que todo aprendizaje es “una estratificación arboriforme de conjeturas sobre el mundo”. Lo de arboriforme, podemos suponer, describe aquí la progresiva creación de clases y subclases según se las podría describir en una explicación diagramática de las “veinte preguntas”.» 106
Las tentativas exploratorias de los artistas, en tanto se muestran válidas 107, eficaces 108, permiten configurar nuevos modos de ver, de esquematizar y organizar la experiencia visual. Gombrich habla, a propósito de ellos, de descubrimientos: invenciones logradas que enseñan a ver de manera diferente 109 y, así, amplían el campo de lo visible 110
La Imagen y la Realidad
De manera que la oposición entre ver y saber se derrumba finalmente:
«nunca podremos separar tajantemente lo que vemos de lo que sabemos. Una persona que ha nacido ciega, y que luego adquiere la vista, tiene que aprender a ver. Con un poco que nos disciplinemos y nos observemos a nosotros mismos, todos podemos descubrir que lo que llamamos ver viene invariablemente coloreado y conformado por nuestro conocimiento (o creencia) de lo que vemos.» 111
«Todos los descubrimientos artísticos son descubrimientos, no de parecido, sino de equivalencias que nos permiten ver a la realidad como imagen y la imagen como realidad. Y, siempre esta equivalencia descansa menos en el parecido de los elementos que en la identidad de las reacciones ante ciertas relaciones.» 112
Lo que conduce, entonces, a la difuminación de la línea que separa a la imagen de la realidad:
«¿Tiene que ser siempre cierto que la cama del escultor es una representación? Si con este término queremos decir que tiene que referirse a otra cosa, que es un signo, entonces esto dependerá sin ninguna duda del contexto. Póngase una cama real en el escaparate de una tienda, y ya está convertida en signo. Cierto es que si no debe tener otra función, puede escogerse una cama que en efecto no sirva para otra cosa. También puede hacerse una imitación en cartón. En otras palabras, se da una transición lisa y continua, dependiente de la función, entre lo que Platón llamaba “realidad” y lo que llamaba “apariencia”.» 113
Podría decirse que Gombrich saca todas las conclusiones de la teoría del conocimiento de Popper:
«Forman parte de la lógica de esta situación, como ha mostrado Popper, el que aquellas hipótesis nunca pueden ser más que provisionales, en tanto que su refutación será final. No se da ninguna distinción rígida, por consiguiente, entre percepción e ilusión.» 114
Una percepción considerada como justa -pero que después de todo no es más que relativamente eficaz- se convierte en ilusoria en cuanto una -siempre relativamente- más eficaz, la desbanca.
Así, la realidad de los hombres se descubre como la realidad de su lenguaje, de sus símbolos de todo tipo:
«Hay una falacia en la idea de que la realidad contiene rasgos tales como son las montañas y que, mirando a una montaña tras otra, aprendemos poco a poco a generalizar y a formar la idea abstracta de montañosidad. Hemos visto que tanto la filosofía como la psicología se han rebelado contra esta opinión ancestral. Ni en el pensamiento ni en la percepción aprendemos a generalizar. Aprendemos a particularizar, a articular, a hacer distinciones donde antes no teníamos más que una masa indiferenciada.» 115
«cuando las gentes pasaron de la admiración del artificio a la adoración de la naturaleza, se llamó al “Jardinero de paisaje” para que hiciera lagos artificiales, cascadas artificiales, e incluso montañas artificiales. Porque el mundo del hombre no es tan sólo un mundo de cosas; es un mundo de símbolos donde la distinción entre realidad y ficción es a su vez irreal.» 116
De manera que la distinción entre la realidad y la representación se descubre irreal. Resulta por ello insostenible oponer la representación al objeto representado como dos cosas de orden radicalmente diferente:
«Rorschard destacó que no hay más que una diferencia de grado entre la percepción ordinaria, la clasificación de impresiones en la mente, y las interpretaciones debidas a la “proyección”. Cuando tenemos conciencia del proceso clasificador decimos que “interpretamos”, cuando no, decimos que “vemos”. Desde este punto de vista, hay también una diferencia de grado más que de especie entre lo que llamamos una “representación” y lo que llamamos un “objeto natural”.» 117
Imagen y Lenguaje
De manera que -aunque Gombrich no termina de enunciarlo así explícitamente por motivos que expondremos más tarde- lo que llamamos objeto natural es ya, para nosotros, en tanto lo conocemos, una representación construida por el lenguaje.
Lo que le conduce a adherirse al enunciado más radical sobre la función del lenguaje en la construcción de la realidad humana que la lingüística llegara a enunciar:
«el hecho, sobre el que insistió recientemente Benjamin Lee Whorf, de que el lenguaje no pone nombre a cosas o conceptos preexistentes, sino que sirve más bien para articular el mundo de nuestra experiencia. Las imágenes del arte, cabe sospechar, hacen lo mismo.» 118
Y por eso, es necesario concluir que
«el hacer vendrá siempre antes del comparar, la creación antes de la referencia.» 119
¿Ahora bien, si el hacer precede al comparar, si la creación precede a la referencia, no parece obligado concluir que la creación construye la referencia?
El dique: la ecología de la percepción
Pero sucede que en el mismo momento en que Gombrich atisba esa sugerencia, levanta, como hiciera Arnheim, un dique de contención contra ella. La frase sigue así:
«Pero estas diferencias entre estilos o lenguas no tienen por qué ser obstáculo para la obtención de respuestas y descripciones verídicas.»
Sin duda, la magnitud de ese dique depende del significado que se asigne a la palabra verídico. En cualquier caso, parece que en este punto Gombrich no se decide a retomar en su sentido más radical la tesis popperiana del carácter hipotético, siempre potencialmente falseable, de toda representación.
Y porque duda en este punto, su obra no termina de decantar los perfiles que contiene, desdibujándose la magnitud de su propuesta. Aun cuando ha llegado a sugerir que los sistemas de representaciones son múltiples y que importan menos las cualidades de sus elementos que su existencia misma en tanto sistema de normas 120, no está dispuesto a renunciar a una realidad más allá del lenguaje que haría verídicas ciertas representaciones. Lo que le lleva a la posición, en extremo paradójica, de reintroducir una escala de iconismo que iría del esquematismo al impresionismo 121 y, desde ella, criticar la idea de Arnheim de que el arte contemporáneo construya nuevas maneras de ver las cosas que puedan ser en sí mismas convincentes 122.
Reconocemos entonces como tiene lugar en Gombrich, en este punto, un titubeo muy semejante al que percibiéramos en Arnheim: tras haber aportado ambos datos en extremo convincentes sobre el carácter construido de la imagen -punto de encuentro notable si tenemos en cuenta las diferencias de los presupuestos teóricos de uno y otro, el primero desde la tradición empirista y el segundo desde una racionalista-, ambos se detienen ante el paso que sus investigaciones parecen convocar: el de reconocer la realidad misma como un conjunto de imágenes construidas. Ahí, en esa frontera, ambos se detienen y retroceden, sugiriendo la necesidad de algo que debería quedar del otro lado, como garantía última del orden, el equilibrio y el sentido.
Así, ambos recurren al postulado ecológico de la psicología de la percepción gibsoniana para encontrar en ella la sustentación de una realidad exterior al mundo cultural del lenguaje y capaz de dar sentido a los usos de éste. Creen ver en esa ecología de la percepción la garantía de ese mundo estable para el hombre que
«conoce el mundo en que vive y ha aprendido a concebir y a comprobar hipótesis. La premisa de la constancia de las cosas es la que ha resultado más valiosa para el animal y para el hombre. Miramos al mundo con la confianza de que aquel objeto que hay allí cambiará antes de lugar que de forma, y que su iluminación variará más fácilmente que su color inherente. Esa confianza en la estabilidad de las cosas en un mundo mudable está hondamente arraigada en la estructura de nuestro lenguaje y ha formado la base de la filosofía del hombre. La distinción aristotélica entre “sustancia” y “accidente” no es más que la codificación de esa fe en un mundo estable, modificado por accidentes tales como el ángulo de visión, la reflexión de la luz o el cambio de distancia.» 123
Berkeley: la sensación
Desde estas posiciones, que son el más ajustado ejemplo -con las de Marr 124– del reinado del paradigma cognitivo en la psicología de la percepción moderna, Gombrich cree zanjado definitivamente el problema suscitado por Berkeley en su New Theory of Vision y según el cual
«el mundo según lo vemos es un constructo, montado lentamente por cada uno de nosotros, a lo largo de años de experimentación. Lo único que nuestros ojos sufren son estímulos de la retina, cuyo resultado son las llamadas “sensaciones de color”. Nuestra mente es lo que teje aquellas sensaciones en forma de percepciones (…)» 125
«Podemos aceptar buena parte de la explicación de Berkeley, pero, con tanto mayor fundamento, debemos poner en duda que a la mente humana le sea posible una tal hazaña de inocente pasividad. Siempre que recibimos una impresión visual, reaccionamos marcándola, clasificándola, agrupándola de uno u otro modo, aunque la impresión sea sólo la de una mancha de tinta o una huella dactilar. Roger Fry y los impresionistas hablaban de la dificultad de descubrir el aspecto que las cosas presentan para un Ojo sin prejuicios, despojado de lo que ellos llamaban los “hábitos conceptuales” necesarios para la vida. Pero si tales hábitos son necesarios para la vida, el postulado de un ojo sin prejuicios equivale a pedir lo imposible. La tarea del organismo viviente es organizar, porque donde hay vida no hay sólo esperanza, según reza el proverbio, sino también miedos, conjeturas, previsiones, que disciernen entre los mensajes recibidos y los modelan, ensayando y transformando y volviendo a ensayar. El ojo inocente es un mito. Aquel ciego de Ruskin que de pronto cobra la visión no ve el mundo como un cuadro de Turner o de Monet: el propio Berkeley sabía ya que sólo puede experimentar un hiriente caos, y tiene que aprender a ordenarlo, un arduo aprendizaje. Y lo cierto es que muchos de esos desgraciados renuncian y nunca llegan a aprender. Porque el ver no consiste sólo en registrar. La reacción de todo el organismo ante los esquemas de la luz es lo que estimula la parte dorsal del ojo; de hecho, recientemente J. J. Gibson ha descrito la misma retina como un órgano que no reacciona ante individuales estímulos luminosos, como los que postulaba Berkeley, sino ante sus relaciones o gradaciones. Hemos visto que incluso los polluelos recién salidos del cascarón clasifican sus sensaciones según relaciones. Toda la distinción entre sensación y percepción, por plausible que fuera, tiene que ser abandonada a la vista de los experimentos hechos con personas y con animales. Nadie ha visto nunca una sensación visual, ni siquiera los impresionistas (…).» 126
El ojo inocente, sin duda, es una ilusión. Pero como el propio Gombrich advierte, la ilusión de ese Ojo sin prejuicios pertenece a Fry y no a Berkeley 127, quien por el contrario advierte que el ojo no educado por el lenguaje, cuando, como en el caso del ciego que conoce la visión por primera vez, sólo puede experimentar un caos hiriente, insoportable.
Ahora bien, si ese hiriente caos puede ser experimentado, entonces Gombrich debería verse obligado a reconocer la existencia y la autonomía de esa sensación postulada por Berkeley y que él se apresura sin embargo de rechazar.
Nietzsche: el abismo de la sensación
Pues, ¿cómo, si no, hubiera podido Nietzsche formular esa crítica radical del realismo a la que el propio Gombrich apela cuando de lo que se trata es de rebatir la idea de que sea posible realizar copias de la realidad?:
«”¡Fielmente y toda la naturaleza!”… así es como el pintor comienza: ¿cuándo estaría en el cuadro la naturaleza acabada? La pieza más pequeña del mundo es inacabable… Al fin pinta sólo lo que a él le agrada. ¿Y qué es lo que le agrada? Lo que es capaz de pintar.”» 128
Y prosigue Gombrich:
«como Nietzsche sabía, todas las pretensiones de copiar la naturaleza tienen que llevar a la exigencia de representar el infinito. La cantidad de información que nos llega del mundo visible es incalculablemente vasta (…)» 129
Ahora bien -deberíamos deducir, de acuerdo con la Teoría de la Información-: una información diversa en cantidad incalculable se confunde con la entropía máxima, es decir, con el desorden absoluto. Con el caos, en suma. ¿Y no es de la índole de ese caos lo que constituye la experiencia -la sensación- que asalta a ese ciego que cobra la vista por primera vez?
Aunque no llega a ello, Gombrich no cesar de atisba, una y otra vez, ese horizonte entrópico que constituye el umbral de la sensación como un
«abismo inmenso que separa la lectura de pinturas y la visión del mundo exterior.» 130
Pero, a la vez, de acuerdo con los presupuestos cognitivos de la psicología de la percepción que también comparte con Arnheim, lo rechaza declarándolo invisible:
«Si lo que llamamos identidad no estuviera anclado en una relación constante con el medio ambiente, se perdería en el caos de danzantes impresiones que nunca se repiten. Lo que alcanza nuestra retina, tanto si somos polluelos como seres humanos, es una confusión de danzantes puntos luminosos que estimulan los hilos y conos sensitivos destinados a enviar sus mensajes al cerebro. Lo que vemos es un mundo estable. Hace falta un gran esfuerzo imaginativo y un aparato considerablemente complejo para adquirir conciencia del tremendo golfo que separa a una cosa de otra. Consideremos cualquier objeto, un libro o un trozo de papel. Cuando lo recorremos con la mirada nos proyecta en ambas retinas un juego vibrátil, nunca en reposo, de luz de distintas longitudes de onda e intensidades. Apenas cabe pensar que el esquema se repita nunca idénticamente: el ángulo desde el que miramos, la luz, el tamaño de nuestras pupilas, todo esto habrá cambiado.» 131
«Pero nunca tenemos conciencia del grado objetivo de tales cambios a no ser que utilicemos lo que los psicólogos llaman una “pantalla de reducción”, en esencia un agujero por el que podemos ver una mancha de color, pero que nos tapa sus relaciones. Los que han usado ese mágico instrumento cuentan los más extraños descubrimientos. Un pañuelo blanco a la sombra puede ser objetivamente más oscuro que un pedazo de carbón al sol. Raramente confundimos un objeto con otro porque en general el carbón será la mancha más oscura en nuestro campo de visión, y el pañuelo la más clara, y la claridad relativa es lo que importa y aquello de que tenemos conciencia. El proceso de cifra del que habla Winston Churchill empieza en el camino desde la retina hasta nuestra mente consciente. El término que la psicología ha acuñado para designar esta relativa insensibilidad a las mareantes variaciones que se producen en el mundo que nos rodea es el de “constancia”.»132
Pero debería darse cuenta Gombrich que nada de ello descarta, en sí mismo, la existencia de la sensación en su autonomía. Lo que sucede, en cambio, es que el paradigma cognitivo que reina en la psicología de la percepción, por más que se diferencie en sus postulados gestático-ecológicos como es el caso de Gibson 133, o informacionales como en el de Marr 134-, la excluye. Y la excluye porque ese presupuesto cognitivo conduce a reducir la visión al plano de la inteligibilidad, de la toma de conciencia; eso es lo que importa: eso de lo que tenemos conciencia pues es necesario para nuestra supervivencia, en tanto permite ajustar y mejorar nuestra interacción con el medio. Pero no por ello deja de ser cierto que los seres humanos experimentan, en una u otra ocasión, con mayor o menor intensidad, esas mareantes variaciones que se producen en el mundo que nos rodea. Y es que esta es la cuestión -pero sólo el psicoanálisis permitirá profundizar en ella 135-: que la experiencia de la visión no puede ser reducida a aquello que la conciencia logra volver inteligible.
Fotografía, pornografía
Por lo demás, ¿no hemos encontrado algo en lo esencial semejante en las reflexiones de Arnheim sobre el componente informe, caótico e incomprensible -y, en el límite, pornográfico– de la fotografía?
Insistamos en ello: de acuerdo con las teorías cognitivas de la percepción, tanto Arnheim como Gombrich se ven obligados a rechazar lo que atisban. Pero no dejan por ello de atisbarlo. ¿Cómo explicar esta situación paradójica, este retorno de la problemática de la sensación en estudios de la imagen que sustentan sus argumentaciones sobre teorías de la percepción que la rechazan abiertamente?
Creemos que sólo hay una explicación: que esto sucede así porque el ámbito de investigación de estos autores -el de las imágenes artísticas- permite -y, en el límite, obliga- a hacer visible eso mismo que el paradigma cognitivo que anima la psicología de la percepción invisibiliza. Pues si ésta sólo concibe la percepción como procesamiento de información, como intelección del mundo y discriminación de sus componentes, los fenómenos artísticos no cesan de poner sobre la mesa experiencias que escapan a ese registro. Hemos visto ya como eso sucedía, en Arnheim, a propósito del arte contemporáneo -en cuya senda inscribía pertinentemente la emergencia de la fotografía. Algo del todo semejante encontramos, de nuevo, en Gombrich, aun cuando -y esto hace aún más reveladora esa semejanza- éste proponga explicaciones notablemente diferentes del arte contemporáneo. Así, si insistentemente, de acuerdo una vez más con los postulados de la psicología perceptiva, afirma que
«la ambigüedad en cuanto tal, volviendo al estribillo del presente libro, es imposible de ver: sólo puede inferirse ensayando diferentes lecturas que encajen con la misma configuración.»
No duda en afirmar en el mismo párrafo, y sin solución de continuidad alguna, que
«en verdad, creo que el talento del artista es de este orden. Es el hombre que ha aprendido a mirar críticamente, a ahondar en sus percepciones mediante el ensayo de interpretaciones alternativas.» 136
De manera que la experiencia artística contemporánea concitaría una exploración de la ambigüedad que sin embargo, en sí misma, es concebida imposible y que por eso sólo podría ser inferida. Y no obstante más tarde, en otro lugar, sin percibir la contradicción en que con ello incurre, describe la tarea del artista en sentido contrario, como abocada a tratar de esconder una ambigüedad con la que se encontraría, de manera inmediata, en el punto de partida:
«El artista que desea “representar una cosa real (o imaginada) (…) tenderá a escondernos la ambigüedad tanto como sea posible. Esta misma repugnancia a reconocer la ambigüedad tras el velo de la ilusión ha hecho también que la senda de esta investigación sea para el lector un poco más ardua de lo que hubiera querido.» 137
De manera, en suma, que ahora resulta necesario esconder algo que sin embargo ha sido decretado invisible.
Proyección, ilusión, identificación
Antes de detener aquí nuestra reflexión sobre Gombrich y, siguiendo su propuesta sobre la mediación del lenguaje en la construcción de las imágenes, interrogar el estado de la cuestión en el ámbito de la semiótica, creemos oportuno llamar la atención sobre otro aspecto harto sugerente de la obra de este autor.
Hemos visto ya cómo considera la proyección como un mecanismo esencial del procesamiento cognitivo del campo perceptivo. Pero es necesario señalar que, en su estudio, Gombrich introduce consideraciones que escapan a ese marco -y que desde luego desbordan los presupuestos realistas de las teorías de la percepción de orientación cognitiva.
Gombrich señala que la inferencia -en tanto mecanismo propiamente cognitivo- se halla orientada por un factor de otro orden: la empatía o identificación:
«esa facultad que nos ha sido dada para entender a nuestros prójimos (…). Primero tanteamos en busca de la intención detrás de la comunicación, y la clave de esta intención se encuentra en gran medida en el modo como sentimos que reaccionaríamos.» 138
Sin duda, Gombrich trata de encuadrar este mecanismo en términos cognitivos:
«”Para reaccionar adecuadamente ante el esbozo, nos identificamos instintivamente con el artista. Nuestra hipótesis primaria es que lo que él hace debe de tener algún sentido (…)”»139
Pero, quizás intuyendo la insuficiencia de este marco, señala a la vez sus implicaciones mágicas, es decir, imaginarias:
«Tiene que haber sido una inquietante visión, la del bisonte acribillado de flechas, pintado en la tiniebla de la caverna, suponiendo que sean ciertas nuestras nociones sobre tales orígenes. Lo que sabemos es que los fetiches y las imágenes del culto en las culturas primitivas se situaban en tales contextos de acción: eran bañados, ungidos, vestidos, llevados en procesión.» 140
Gombrich cita, en este contexto, al estudioso del arte de orientación psicoanalítica Ernst Kris
141, quien llamara a la atención sobre las precauciones que durante siglos las culturas mitológicas habían tomado frente a la imagen realista, especialmente en el campo del retrato, al que concebían como dotado de un poder mágico sobre el sujeto retratado142.
Y no deja de ser notable, que en este ámbito, el de los procesos de identificación, Gombrich conceda un lugar a un proceso que, en su núcleo, escaparía a todo aprendizaje y a toda convención:
«la identificación de la cara humana no es cosa del todo aprendida. Se basa en cierta suerte de disposición innata.
«En cuanto algo remotamente parecido a una cara entra en nuestro campo de visión, nos ponemos en estado de alerta.» 143
Sin embargo, Gombrich carece de las herramientas psicoanalíticas que pudieran permitirle llevar más lejos estas consideraciones y, sobre todo, ligarlas de alguna manera con su comprensión global de la imagen. Más adelante, cuando nos ocupemos de la temática de lo imaginario144, trataremos de mostrar cómo sólo esa vía permitiría a su pensamiento escapar a la circularidad en la que, como Arnheim advirtiera, tiende a encerrarse una y otra vez:
«la cuestión crucial de cómo pudo haberse formado por vez primera una imagen si sólo se puede contemplar la naturaleza en términos de las convenciones ya existentes.» 145
2ª Parte. La Realidad y el Lenguaje: Lingüística
Capítulo 1. Los lenguajes audiovisuales
- Semiótica, cultura, lenguaje
- Los “Lenguajes Audiovisuales” ante al criterio constructivo
- Replanteamiento
- Notas I.2.1.
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Semiótica, cultura, lenguaje
Como es sabido, fue la construcción de un nuevo concepto teórico -el propio Ferdinand de Saussure insistió en ello de manera precisa 146– lo que hizo posible la emergencia de la lingüística estructural: la lengua, en tanto sistema estructurado que regía los actos de habla. Se producía así una ruptura epistemológica que había de conmover en profundidad el espacio entero de las ciencias humanas.
La clave de esa ruptura, presente en el Curso de Lingüística General a modo de un mecanismo de acción retardada, era la semiología:
«La lengua es un sistema de signos que expresan ideas, y por tanto, comparable a la escritura, al alfabeto de los sordomudos, a los ritos simbólicos, a las formas de urbanidad, a las señales militares, etc.
«Puede por tanto concebirse una ciencia que estudie la vida de los signos en el seno de la vida social; formaría una parte de la psicología social y, por consiguiente, de la psicología general; la denominaremos semiología… La lingüística no es más que una parte de esa ciencia general, las leyes que descubra la semiología serán aplicables a la lingüística…”» 147
Así, la irrupción de esta nueva disciplina hacía que los objetos de estudio de las ciencias humanas cobraran una nueva luz: la que les concedía su funcionamiento como signos, es decir, como elementos dotados de una determinada significación procedente del sistema estructurado de relaciones que cada uno de ellos mantiene con el resto de los elementos de su especie. Como hubo de decir más tarde Claude Lévi-Strauss:
«los signos y los símbolos solo pueden desempeñar su función en tanto pertenezcan a sistemas, regidos por leyes internas de implicación y de exclusión, y porque lo propio de un sistema de signos es ser transformable -dicho de otro modo, “traducible”- en el lenguaje de otro sistema, mediante permutaciones.”» 148
Emergía así un nuevo proyecto teórico que había de conducir a una profunda revisión de la noción misma de cultura. Como ha señalado Lotman, siguiendo en ello a Lévi-Strauss -a quien se debe la identificación de la antropología social como una de las ciencias semiológicas 149-:
«Toda la variedad de demarcaciones existentes entre la cultura y la no cultura se reduce en esencia a esto, que, sobre el fondo de la no cultura, la cultura interviene como un sistema de signos. En concreto, cada vez que hablemos de los rasgos distintivos de la cultura como “artificial” (en oposición a lo “innato”), “convencional” (en oposición a “natural” y “absoluto”), “capacidad de condensar la experiencia humana” (en oposición a “estado originario de naturaleza”) tendremos que enfrentarnos con diferentes aspectos de la esencia sígnica de la cultura.» 150
Los “Lenguajes Audiovisuales” ante al criterio constructivo
Se hacía necesario, por tanto, explorar los nuevos dominios, identificar los sistemas de signos extralingüísticos y construir los modelos de sus códigos.
Dos ámbitos se manifestaban, de inmediato, prioritarios para la investigación semiótica. Por una parte, el constituido por las bellas artes tradicionales -literatura, pintura, escultura, teatro, música…-, por otro, los nuevos medios de comunicación visual de índole tecnológica -fotografía, cine, televisión, vídeo…
Así, fueron postulados toda una serie de nuevos lenguajes audiovisuales que venían a coincidir tanto con las diversas bellas artes como con los diferentes nuevos medios de comunicación masiva: lenguaje de la pintura, de la escultura, del teatro, del cine, de la radio, de la televisión, del vídeo…
Pero justificar tan postulación exigía aislar en estos nuevos lenguajes estructuras de signos específicos equivalentes -y por tanto homologables- a la lengua que pudieran justificar su especificidad códica y sígnica. Pues la semiótica, en tanto disciplina epistemológicamente fundada sobre el modelo lingüístico, posee muy afinados criterios de validación -probablemente los más sofisticados y rigurosos de entre los que disponen las ciencias humanas. Y entre ellos el criterio constructivo, según el cual sólo puede afirmarse de manera científicamente convincente que un lenguaje existe cuando sus signos son finitos y pueden ser listados y cuando puede ser construido el sistema de reglas que rige su articulación discursiva.
Y bien, es obligado anotar que los llamados lenguajes artísticos y audiovisuales no han podido hasta hoy superar este expediente. Tras largas décadas de investigaciones, no se ha logrado dar pasos relevantes en los sin embargo intensos esfuerzos por demostrar su existencia. El fracaso ha sido especialmente patente en lo referente a la determinación del tipo de signo que debiera caracterizar a cada uno de ellos.
El fracaso se manifestó de manera emblemática en el ámbito de investigación fílmica -aquel, precisamente, en el que más intensamente se volcaron las investigaciones semióticas de esta índole. Y uno, por lo demás, en el que se cruzaban ambas cuestiones: la de los lenguajes artísticos y la de los lenguajes audiovisuales151.
Si es fácil reconocer en los discursos fílmicos la presencia de múltiples tipos de signos -icónicos, verbales, gestuales…-, ninguno de ellos puede considerarse específico del lenguaje cinematográfico. Además, muchos otros factores -la iluminación, los cambios de plano, su angulación y sus cadencias, los niveles de iconicidad, el color…-, a pesar de no poder ser reconocibles como signos, se muestran portadores de significación. Finalmente, una serie de articulaciones -los movimientos de cámara, el montaje, las unidades narrativas-, aun cuando actúan una y otra vez como articulaciones del discurso resultan, a pesar de los múltiples esfuerzos realizados en esta dirección -los de la escuela metziana, por ejemplo-, irreductibles en términos de gramática.
Esta es, propiamente, la cuestión: de los signos reconocibles, además de no permitir ser considerados como específicos, sólo es posible determinar su valor denotativo, pero éste muy poco informa de su actuación en el discurso audiovisual. Y por lo que se refiere al resto, a los otros elementos que, sin lugar a dudas, soportan sentido, ni siquiera esto puede decirse: carecen de lugar en ningún léxico, su sentido es siempre connotativo y, además, constantemente variable -puede mantener una cierta constancia, nunca total, en grupos reducidos de discursos pertenecientes a un mismo género o periodo, pero poco más que eso.
Así, los códigos que debían rendir cuentas de lo específico de estos lenguajes resultaban, cada vez que se abordaba el análisis de los discursos, demasiado débiles o de presencia demasiado poco relevante. De manera que esa especificidad que debía sustentar la autonomía del lenguaje en cuestión se mostraba, irrelevante, cuando no directamente indeterminable.
Por lo que hubo de constatarse pronto que esta inflación de nuevos lenguajes no estaba justificada en una previa identificación de los signos y códigos que debían articularlos, con lo que la noción misma de lenguaje perdía todo contenido semiótico riguroso para terminar convirtiéndose en una expresión metafórica que se limitaba a anotar la dimensión comunicativa de los fenómenos en cuestión.
Replanteamiento
Así pues, sólo unos pocos sistemas de signos extralingüísticos parecían cubrir los requisitos metodológicos que permitieran equipararlos a la lengua verbal. La mayoría de los órdenes de significación y comunicación presentes en el tejido sociocultural no podían ser analizados a través de la aplicación directa del modelo lingüístico.
Pero, por otra parte, deducir de ello que esos nuevos territorios deberían ser entonces excluidos de la semiótica -como apresuradamente se apresuraron a afirmar Martinet152 y otros lingüistas- era, desde luego, como hubo de señalar Roman Jakobson153, una decisión errónea que conducía a reducir la nueva disciplina a un mero sinónimo de la lingüística.
J.A. Greimas ha descrito este aparente callejón sin salida de los primeros esfuerzos semiológicos:
«Cuando se ha tratado de desarrollar el proyecto semiológico en el ámbito restringido de la definición saussuriana… -el “sistema”, excluye el proceso semiótico y, al mismo tiempo, las prácticas significantes más diversas; el estudio de los “signos”, inscrito en la teoría de la comunicación, consiste en la aplicación casi mecánica del modelo del “signo” lingüístico, etc.-, se redujo rápidamente a muy poca cosa: el análisis de algunos códigos artificiales de suplencia (cf. los análisis de Prieto, de Mounin); esto hizo aparecer la semiología como una disciplina anexa de la lingüística.» 154
En estas condiciones, el progreso del proyecto semiótico dependía de la posibilidad de establecer la diferencia de los procesos y sistemas semióticos no lingüísticos con respecto al modelo de la lengua y, al mismo tiempo -en ello residía precisamente la dificultad que había provocado el naufragio de los primeros esfuerzos semiológicos- permanecer dentro del paradigma científico inaugurado por la lingüística estructural justificando, por tanto, el estatuto de las relaciones de estos nuevos procesos y sistemas con la lengua.
Era necesario, por tanto -como supo señalar Hjelmslev-, afrontar un profundo replanteamiento epistemológico de la cuestión:
«Parece fructífero y necesario establecer un punto de vista común a un gran número de disciplinas, desde la literatura, el arte, la música y la historia en general hasta la lógica y las matemáticas, de modo que desde él se concentren esas ciencias en un planteamiento de los problemas definidos lingüísticamente. Cada una de ellas podrá contribuir en su medida a la ciencia general de la semiótica investigando hasta qué punto y de qué manera pueden someterse sus objetos a un análisis que esté de acuerdo con las exigencias de la teoría lingüística. De este modo quizás se arroje nueva luz sobre esas disciplinas y se provoque un autoexamen crítico de las mismas…» 155
Capítulo 2. La Semiótica de la Comunicación y el Paradigma Positivista
- Lenguaje / Medio de comunicación
- Concepción instrumental del lenguaje
- El paradigma positivista
- Notas I.2.2.
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Lenguaje / Medio de comunicación
Pronto pudo constatarse que la apresurada proclamación de los nuevos lenguajes era el producto de la confusión entre las nociones de lenguaje y de medio de comunicación. Como señalara André Martinet, se generalizó la tendencia a llamar
«lenguaje a todos los medios o sistemas de comunicación… Al hacerlo, postulaban y postulan, que, además del carácter común a todos estos medios y sistemas -la intención de comunicar-, los restantes caracteres genéricos de dichos medios y sistemas son, a priori, del mismo tipo que los de las lenguas humanas: que se trata de unidades de la misma naturaleza, combinadas entre sí por reglas de la misma naturaleza que en las lenguas naturales.”» 156
Un medio de comunicación es un dispositivo -en el sentido amplio del término- que permite hacer circular determinada información entre dos agentes inteligentes. Nuestra civilización contemporánea cuenta con una gran cantidad de medios de comunicación altamente diferenciados: el fónico-verbal, el visual-gestual, el táctil, el escritural, el libro, la prensa y, en general, todos aquellos derivados de la imprenta, el correo, el telégrafo, el teléfono, la radiodifusión, el cinematógrafo, la televisión, internet…
Ahora bien, la existencia de un nuevo medio de comunicación no presupone necesariamente la emergencia de un nuevo lenguaje; cuando se afirma lo contrario, se olvida que un nuevo medio de comunicación presupone por lo general nuevos tipos de soportes materiales para los mensajes, pero no necesariamente nuevos tipos de signos o de configuraciones discursivas.
Así, el paso del libro a la prensa, por ejemplo, no supuso la aparición de un nuevo lenguaje, aun cuando se haya hablado -metafóricamente- de lenguaje periodístico -pues esta formulación, poco rigurosa, sólo nombra la emergencia de un nuevo tipo de género discursivo, pero en ningún caso de un nuevo lenguaje. Lo mismo puede decirse del paso del cine a la televisión. Y ello porque -y esto se olvida con demasiada frecuencia- un lenguaje es un sistema de signos, y los signos son entidades formales, independientes del tipo de materia que en uno u otro caso permita vehicularlos.
Concepción instrumental del lenguaje
Sin duda, la tendencia a identificar la noción de lenguaje con la de medio de comunicación procede de una percepción previa del lenguaje verbal como un instrumento de comunicación. 157
La concepción funcional -instrumental- del lenguaje concibe a éste como el instrumento de transmisión de algo -la significación- que preexistiría al propio lenguaje. Así, un sujeto extrasemiótico -¿psicológico, biológico, sociológico…?- se constituiría en sujeto comunicativo -destinador- en tanto utilizara el instrumento del lenguaje para codificar sus ideas -pero, ¿cuál sería la índole de esas ideas? ¿psicológica?- y, así, transmitirlas por un canal, bajo la forma del mensaje -el discurso- a otro sujeto igualmente extrasemiótico que a su vez lo descodificaría…
Esta concepción encuentra su respaldo en la teoría de la comunicación de Shannon y Weaver 158, en la que los problemas de comunicación son explícitamente reducidos a problemas de distribución -cuantificación, dispositivos de optimización, etc.- y en el que la codificación -la producción misma de la información- es concebida siempre ya como recodificación -traducción- de mensajes preexistentes, provenientes, debe suponerse, del exterior del espacio comunicativo.
Así, reducir el lenguaje a un instrumento de comunicación significa, en suma; (1) postular un sujeto exterior al instrumento y que puede servirse de él y (2) postular la existencia de ideas -significaciones- exteriores al instrumento y que pueden ser vehiculadas por su mediación.
El paradigma positivista
La concepción instrumental del lenguaje constituye por lo demás un presupuesto implícito del paradigma positivista: el lenguaje concebido como un instrumento de traducción automática de los hechos en signos. Las cosas y los hechos tendrían sus nombres a modo de etiquetas y bastaría con recoger las etiquetas y reunirlas tal y como las cosas y los sucesos de donde proceden se hayan reunidos. 159
Pues tal es el presupuesto de la noción positivista de objetividad: enunciado objetivo sería aquel que respondiera al ser mismo de los hechos, en ausencia de toda manipulación por parte del sujeto que los enuncia -es decir: que los transcribe en el enunciado a través de ese instrumento que sería el lenguaje. La falta de “objetividad” se traduciría así, necesariamente, en “subjetividad” contaminante del buen orden positivo que conduciría a la “manipulación” los hechos.
Un doble presupuesto ontológico se halla por tanto implícito en la concepción instrumental del lenguaje: el que concibe la existencia de un sujeto y de una realidad significativa exteriores al lenguaje -y, en esa misma medida, preexistentes a los procesos comunicativos. Así lo real es concebido como algo en sí mismo inteligible al margen del lenguaje, es decir, transparente para el hombre. Con lo que el ser del lenguaje es limitado a la función de transmisión de una significación espontáneamente emanada de los hechos mismos.
Sin embargo, el desarrollo mismo de la Física, una vez que esta disciplina, en los ámbitos de la astrofísica y de la microfísica, ha dado en ocuparse de fenómenos cuya escala escapa al ámbito de la percepción humana cotidiana -es decir, el correspondiente a la física mecánica clásica-, ha provocado la puesta en cuestión radical de la noción misma de dato objetivo. Como ha señalado Jean Piaget:
«la crisis se generalizó cuando, al descender por abajo de la escala correspondiente al universo de nuestras percepciones ordinarias, llegamos al análisis de los fenómenos microfísicos o intraatómicos: las nociones más habituales, como las de continuos espaciales o temporales, de permanencia del objeto, de causalidad determinista y hasta de objetividad en general, se vieron, pues, cuestionadas. (…) cuando uno cree limitarse a esclarecer un proceso microfísico al proyectar sobre algunos corpúsculos un haz de luz, en rigor proyecta fotones, cuya escala es comparable a la de los objetos observados, y entonces se perturba totalmente el efecto estudiado. De una manera general, en las fronteras inferiores de nuestra posible acción sobre los fenómenos se vuelve más y más difícil comprender la parte de esa acción y la parte de los objetos mismos, puesto que ya no se sabe qué habrían sido los fenómenos independientemente de nuestra acción, y como, por otra parte, el corpúsculo no es permanente, sino que puede una y otra vez tomar el aspecto de un haz de ondas o de un objeto localizable, no es posible deducir nada, a no ser apoyándose sólo en los “observables”.» 160
De manera que ha de concluirse que los sucesos -los datos- no preexisten a las teorías: que, por el contrario, nacen en el momento en que ciertas construcciones teóricas, conceptuales, recubren, más o menos afortunadamente, y siempre provisionalmente, un ámbito de lo real. Así, al constatarse que una teoría no es otra cosa que un discurso especialmente coherente y riguroso y que es necesaria precisamente porque lo real es mudo y alguien debe hacerlo hablar, el paradigma positivo se ve inevitablemente abocado a su derrumbe.
Un hecho enunciado es el producto de un trabajo de conceptualización: de selección de determinados códigos semánticos, de determinadas categorías intelectuales e ideológicas que permiten reconocerlo como perteneciente a una clase semántica y, en esa misma medida, percibirlo como significativo. El acto de conceptualización responde siempre, por tanto, a una pregunta implícita sobre cómo -a partir de qué códigos- el hecho puede ser inscrito en el orden de los discursos con los que ceñimos la realidad.
Por eso, en rigor teórico, postular la objetividad de un hecho supone olvidar que éste es siempre un hecho enunciado, es decir, un discurso producido a través de una determinada -entre otras posibles- segmentación del flujo de aconteceres reales, de la elección de uno u otro segmento y, finalmente, de cierta selección y combinación de códigos que habrán de hacerlo hablar, constituyéndolo en una unidad significativa.
Hecho real y hecho enunciado son, por eso, dos cosas esencialmente inhomologables, radicalmente heterogéneas: el suceso es un trozo, informe y confuso en sus límites, de lo real, mientras que el enunciado es un discurso, un artefacto de signos. Y precisamente por ello, porque es un artefacto de signos, porque su materialidad es totalmente distinta a la del suceso real, puede poseer -y transportar- significación. En el suceso, en cambio, no hay significación. O si se prefiere, el suceso, en sí mismo, en tanto real, nada tiene que ver con la significación.
Capítulo 3. Crítica de la concepción instrumental del lenguaje (Saussure)
- Consideraciones epistemológicas
- Todo es psicológico en la lengua
- El significante, la red de significantes
- La lengua, lo psíquico, lo social
- El vínculo social
- El contrato fundador: lo psíquico, la lengua, el habla
- Lenguaje, instrumento
- Lengua como matriz de la significación
- Notas
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Consideraciones epistemológicas
Ferdinand de Saussure, en el arranque de su Lingüística estructural, recoge la idea común que concibe el lenguaje como un instrumento de comunicación:
«la facultad -natural o no- de articular palabras sólo se ejerce con ayuda del instrumento creado y suministrado por la colectividad.»161
Sin embargo, procede a una revisión epistemológica del mismo que habrá de conducirle a cuestionar en profundidad tal presupuesto. Conviene, por ello, que nos detengamos en ese proceso de examen de los presupuestos científicos de la disciplina lingüística.
«Aislar la naturaleza del objeto de estudio… sin esa operación elemental, una ciencia es incapaz de procurarse un método.» 162
«Lejos de preceder el objeto al punto de vista, se diría que es el punto de vista quien crea el objeto.» 163
Rehagamos la cadena lógica -epistemológica- en la que Saussure reflexiona su práctica teórica: (1) el punto de vista (2) crea el objeto; (3) de la naturaleza del objeto (4) depende el método (5) de la ciencia en cuestión.
Y pongamos ahora nombres a cada uno de estos cinco personajes. Es más fácil empezar por el final: (5) la ciencia en cuestión: la lingüística; (4) el método: estructuralismo; (3) la naturaleza del objeto: sistema estructurado de signos; (2) el objeto: la lengua; (1) el punto de vista: ¿?
¿Cuál es ese punto de vista? En otros términos: ¿cuál es la primera hipótesis, el desencadenante del nuevo enfoque, de la nueva concepción del lenguaje? En suma, ¿cuál es la idea que desencadena la lingüística estructural -esa que permite definir su objeto, reconocer su naturaleza, construir su método y fundar, en suma, la nueva disciplina?
¿Qué dice Saussure al respecto? Algo aparentemente chocante: concede una gran importancia a los estudios comparativistas. Pero ¿qué es lo que estos podían aportar? Más exactamente: ¿cuál es la sugerencia que Saussure obtiene de ellos?
Algo, después de todo, bastante sencillo: la comparación entre las diversas lenguas hace visible lo que en ellas difiere mientras que, sin embargo, el mundo permanece constante. Veámoslo con un solo ejemplo: los españoles -los castellanos al menos, calderonianos a ultranza- diferenciamos el ser del estar, diferencia que desconocen ingleses, franceses o italianos. Y, sin embargo, lo real sigue ahí, no se inmuta.
Así, resulta patente como, contra la intuición ingenua del sentido común, el lenguaje se separa de aquello que nombra; posee, frente a lo real, una considerable autonomía. Pero una autonomía que resultaba invisible mientras cada lengua era objeto de análisis separado; pues, en cada caso, la lengua escogida capturaba al estudioso hasta imponérsele como evidentemente funcional, idóneamente ajustada a su tarea de nombrar y pensar el mundo.
En suma: el punto de partida de Saussure estriba en la problematización del lenguaje, es decir, en el reconocimiento de su autonomía frente al mundo, de su densidad específica.
Todo es psicológico en la lengua
Pero la singularidad del movimiento epistemológico saussuriano no se detiene aquí. Saussure identifica esa autonomía del lenguaje como un hecho de orden psíquico:
«En el fondo, todo es psicológico en la lengua…» 164
Es decir: todo, en la lengua, en su doble plano, es cognitivo:
«Mientras que el lenguaje es heterogéneo [heterogéneo quiere decir aquí: no sólo psíquico, sino también sonoro, matérico…], la lengua… es de naturaleza homogénea; es un sistema de signos en el que sólo es esencial la unión del sentido y de la imagen acústica, y en el que las dos partes del signo son igualmente psíquicas.» 165
«Puede por tanto concebirse una ciencia que estudie la vida de los signos en el seno de la vida social; formaría una parte de la psicología social y, por consiguiente, de la psicología general; la denominaremos semiología… La lingüística no es más que una parte de esa ciencia general…» 166
El significante, la red de significantes
Por eso, el signo es una entidad psíquica:
«Lo que el signo lingüístico une no es una cosa y un nombre, sino un concepto y una imagen acústica. Esta última no es el sonido material, cosa puramente física, sino la psíquica de ese sonido, la representación que de él nos da el testimonio de nuestros sentidos; esa representación es sensorial, y si se nos ocurre llamarla “material” es sólo en este sentido y por oposición al otro término de la asociación, el concepto, generalmente más abstracto.» 167
¿En qué consiste esa “psíquica”?
«la lengua… es un sistema basado en la oposición psíquica de esas impresiones acústicas, de igual modo que una tapicería es una obra de arte producida por la oposición visual entre hilos de colores diversos; ahora bien, lo importante para el análisis es el juego de esas oposiciones, no los procedimientos por los que se han obtenido los colores.» 168
He aquí el movimiento más sorprendente de la lingüística saussuriana. Lo psíquico del signo no es sólo su significado, sino también su significante, que es definido como pura “oposición psíquica” -y, por ello mismo, pues estos conceptos son solidarios, convencional, social.
«los fonemas… Para clasificar[los]… importa mucho menos saber en qué consisten que lo que distingue unos de otros.» 169
«Es… capital señalar que la imagen verbal no se confunde con el sonido mismo…» 170
«la lengua es una convención, y la naturaleza del signo en que se ha convenido es indiferente.» 182
Y, finalmente:
«[El significante lingüístico] en su esencia no es en modo alguno fónico, es incorpóreo, está constituido no por su sustancia material, sino por las diferencias que separan su imagen acústica de todas las demás.» 172
«…en la lengua no hay más que diferencias… en la lengua no hay más que diferencias sin términos positivos…» 173
De manera que el fonema importa -a la lingüística-, no por su “consistencia”, no por su “sustancia” “material”, “fónica”, es decir, no por su “naturaleza”, por su “sonido”, sino por lo que lo “distingue” de los demás fonemas, es decir, por “las diferencias que separan su imagen acústica de todas las demás.”
He aquí, finalmente, la pieza clave del pensamiento de Saussure: el descubrimiento de que la cultura, de que lo psíquico y lo social se fundamentan sobre algo que se sitúa al margen de toda sustancia, de toda materialidad: el significante entendido como pura diferencialidad sin sustancia alguna: en la lengua no hay más que diferencias sin términos positivos…
Pero no tiene sentido pensar el significante aislado: constituido sobre el principio de diferencialidad, el concepto de significante es indisociable de la noción de sistema: siempre hay, al menos, dos significantes que se constituyen a partir de un sistema de diferencialidad. Y así, al mismo tiempo, la noción de sistema descubre un sentido inesperadamente preciso: el sistema lingüístico es, básicamente, una red -estructurada- de significantes.
El significante es, pues, pura “oposición psíquica”, que compete, como la semiología en su conjunto, a la “psicología social”.
La lengua, lo psíquico, lo social
Así, la lingüística fundada por Saussure definía a la lengua, en tanto sistema estructurado de diferencias, como su objeto:
«¿Qué es la lengua? Para nosotros no se confunde con el lenguaje; no es más que una parte determinada de él, cierto que esencial. Es a la vez un producto social de la facultad del lenguaje y un conjunto de convenciones necesarias, adoptadas por el cuerpo social para permitir el ejercicio de esta facultad en los individuos.» 174
«la lengua es una convención, y la naturaleza del signo en que se ha convenido es indiferente.» 175
Se trata, pues, de una oposición puramente psíquica y convencional, es decir, social. Comprendemos, entonces, en qué sentido se habla aquí de psicología social: Saussure no confunde lo psíquico con lo individual, bien por el contrario, reclama -como también hiciera Freud 176– una dimensión social fundadora de lo psíquico. Es decir, para Saussure, como para Freud, no es la escala individual la que define el campo de lo psíquico. De ahí esa fructífera paradoja: todo es psicológico en la lengua” y, a la vez, todo es social en ella:
«la lengua… es la parte social del lenguaje, exterior al individuo, que por sí solo no puede ni crearla ni modificarla; sólo existe en virtud de una especie de contrato establecido entre los miembros de la comunidad. Por otra parte, el individuo necesita un aprendizaje para conocer su juego.» 177
«La lengua no es una función del sujeto hablante, es el producto que el individuo registra pasivamente; no supone jamás premeditación…» 178
Así pues, frente a la lengua -en tanto realidad psíquica y social-, el individuo no está en disposición de crearla, ni modificarla, ni siquiera de ejecutarla premeditadamente -conscientemente. Sólo puede, insiste Saussure, registrarla pasivamente.
El vínculo social
La dimensión social del lenguaje se despliega en Saussure a través de la noción de contrato:
«la lengua… sólo existe en virtud de una especie de contrato establecido entre los miembros de la comunidad.» 179
Pero, ¿de qué contrato se habla aquí? ¿Está acaso planteando Saussure la cuestión de los orígenes? Sabemos que eso no es posible, pues uno de los principales postulados del estructuralismo saussuriano consiste en la afirmación de que
«es una idea completamente falsa creer que en materia de lenguaje el problema de los orígenes difiere del problema de las condiciones permanentes; no hay manera, pues, de salir del círculo.» 180
Es obligado, entonces, rechazar la película originaria según la cual, (1) se constituiría la comunidad -o colectividad-, (2) se firmaría el contrato y (3) se crearía el instrumento -para satisfacer necesidades de esa misma colectividad.
Advierte Saussure, por el contrario, que no hay origen, sino círculo. Y ello por una cuestión después de todo obvia: porque, sin el lenguaje, ¿cómo podría firmarse contrato alguno? 181 No hay acuerdo, no hay contrato posible fuera del lenguaje, como no hay tampoco Ley. Ahora bien, sin ley no hay sociedad. Es decir: la aparición de la lengua es la aparición del primer contrato, uno que no responde a ninguna voluntad, que no ha podido ser pactado, sino uno que funda la posibilidad de todo pacto. Y con ese contrato nace, al mismo tiempo, la sociedad, es decir, “el vínculo social”:
«si pudiéramos abarcar la suma de imágenes verbales almacenadas en todos los individuos, encontraríamos el vínculo social que constituye la lengua. Es un tesoro depositado por la práctica del habla en los sujetos que pertenecen a una misma comunidad, un sistema gramatical que existe virtualmente en cada cerebro, o más exactamente, en los cerebros de un conjunto de individuos; porque la lengua no está completa en ninguno, no existe perfectamente más que en la masa.» 182
«Al separar la lengua del habla se separa al mismo tiempo: 1) lo que es social de lo que es individual; 2) lo que es esencial de lo que es accesorio y más o menos accidental.» 183
Y bien, esencial de la lengua es su dimensión social:
«[el] signo… es social por naturaleza.» 184
«el signo escapa siempre en cierta medida a la voluntad individual o social: ése es su carácter esencial; pero también es el que menos aparece a primera vista.» 185
El contrato fundador: lo psíquico, la lengua, el habla
El signo responde pues al contrato fundador, un contrato que escapa a toda voluntad individual o social. Ahora bien ¿no es inevitable deducir de todo ello que ese contrato ha de fundar también lo psíquico? Pues, lo hemos advertido, lo psíquico, en Saussure, no se concibe como individual sino como rotundamente social:
«El estudio del lenguaje entraña, por tanto, dos partes: una esencial, tiene por objeto la lengua, que es social en su esencia e independiente del individuo; este estudio es únicamente psíquico; la otra, secundaria, tiene por objeto la parte individual del lenguaje, es decir, el habla con la fonación incluida; esta parte es psico-física.» 186
La fecundidad de esta fundación estructural de la lingüística había de tener un precio: el de una autolimitación epistemológica que excluía de su ámbito toda la región del lenguaje constituida por el habla:
«la lengua, distinta del habla, es un objeto que se puede estudiar separadamente […] La ciencia de la lengua no sólo puede prescindir de los demás elementos del lenguaje, sino que sólo es posible a condición de que esos otros elementos no intervengan.» 187
Lenguaje, instrumento
He aquí, pues, una propuesta de envergadura epistemológica para la fundación de las ciencias del sujeto: el sujeto, en tanto entidad psíquica, se funda en la lengua en tanto matriz de lo social. La lengua se descubre así como la primera institución y el fundamento -la posibilidad misma- de todas las otras.
Este será, por lo demás, el gran tema saussuriano que sólo Emile Benveniste 188 y Claude Lévi-Strauss 189 estarán en condiciones de recoger. El segundo, a través del estudio de los mitos, sabrá reconocer como cada cultura teje su realidad en su lengua mitológica. Benveniste, por su parte, abrirá, en la semiótica, el espacio de la enunciación es decir, de la configuración lingüística de las figuras de la subjetividad.
Por ello, nada tan equívoco como esa concepción instrumental del lenguaje implícita en la teoría de la comunicación y que ha sido asimilada tan ingenua como apresuradamente por la lingüística y la semiótica modernas. Benveniste lo había advertido:
«Todos los caracteres del lenguaje, su naturaleza inmaterial, su funcionamiento simbólico, su ajuste articulado, el hecho de que posea un contenido, bastan para tornar sospechosa esta asimilación a un instrumento que tiende a disociar del hombre la propiedad del lenguaje. Ni duda cabe que en la práctica cotidiana el vaivén de la palabra sugiere un intercambio, y por tanto una “cosa” que intercambiaríamos; la palabra parece así asumir una función instrumental o vehicular que estamos prontos a hipostatizar en “objeto”. Pero, una vez más, tal papel toca a la palabra.» 190
Concebir el lenguaje como un instrumento significa presuponer un sujeto exterior a él que lo manipule y una realidad, igualmente exterior al lenguaje, objeto de esa manipulación. Pues todo instrumento presupone una función a la que se amolda y un agente que lo maneja. Sobre estos presupuestos, funcionales, se levanta el modelo de la comunicación: el lenguaje es reducido al código que destinadores y destinatarios manipulan y a los mensajes en los que, a partir de aquel, cifran y descifran sus ideas.
Bien leída, la teoría saussuriana conduce a todo lo contrario: no existen ideas, significados, anteriores al lenguaje que los articula. El significado del signo no es una cosa 191 -el signo no es un nombre que designa un objeto. Si el lenguaje es un sistema de signos -regido por leyes inmanentes, también insiste en ello Saussure 192– en el que el menor cambio de uno de sus elementos afecta, de una u otra manera, a la totalidad del sistema 193, y si esos signos se definen por su posición en el sistema 194, no pueden existir significados anteriores o exteriores al lenguaje.
En otros términos: si el lenguaje es la institución fundadora, configuradora del universo de las significaciones, no es viable concebir sujetos exteriores al él y que de él pudieran valerse: es la institución misma la que localiza a sus sujetos y la que, en ese mismo sentido, los construye sujetándolos a determinados roles.
Así, la lengua se descubre como un sistema interpuesto entre el hombre y el mundo. Y es en el interior de este sistema donde el hombre se reconoce a sí mismo y al mundo.
Finalmente, sucede que el pretendido instrumento, lejos de adaptarse a su función, la constituye. Podríamos decir, por ello, que el fundamento de la funcionalidad -de la postulación de lazos sintácticos entre los objetos- está en el lenguaje: la predicación de funciones para las cosas es, propiamente, un movimiento de apropiación semiótica de las mismas; el lenguaje configura al sujeto a la vez que traza los modelos de sus relaciones con las cosas –“esto (me) sirve para…”
Nombrar el mundo, pensar, comunicar, no son tareas cuya exigencia ha modelado el instrumento. Es el llamado instrumento el que ha modelado las tareas mismas. El lenguaje no puede ser, en suma, algo funcional o adaptado a otra cosa, sino, bien por el contrario, aquello a partir de lo cual se hace posible hablar de funcionalidad o de adaptación. Lejos de ser algo funcional en sí mismo, es la condición de toda predicación de funcionalidad. No es, por tanto, una máquina al servicio de ciertas tareas, sino la posibilidad misma de las tareas sean concebibles y, a la vez, la matriz a partir de la que las mismas máquinas pueden ser diseñadas. De otra manera, todavía: el lenguaje no es un instrumento adaptado para -la función de- resolver ciertos problemas: es la posibilidad misma de que existan problemas y de que puedan ser planteados.
Lengua como matriz de la significación
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Es desde luego un hecho que los hombres utilizan los signos de la lengua -Benveniste los llama palabras– como su principal instrumento de comunicación. Como lo es, por lo demás, el que utilizan otros signos además de los verbales. Pero cuando de eso se deduce que la lengua misma de la que los signos verbales forman parte es también un instrumento, se da el salto, infundado, que produce la confusión.
Pues ello conduce a buscar, para los otros signos, los no verbales, sistemas equivalentes al de la lengua. Si la lengua es un instrumento, se piensa, pueden haber otros instrumentos equivalentes a ella. Pero éste es el inesperado resultado: que los que se encuentran dotados de rasgos de sistematicidad equivalentes son solo aquellos que se han construido a partir de ella -precisamente, conviene anotarlo, aquellos a los que aludía Saussure como ámbito inmediato de la semiótica: la escritura, al alfabeto de los sordomudos, a los ritos simbólicos, a las formas de urbanidad, a las señales militares, etc. 195 – y que por tanto, lejos de ser equivalentes, se encuentran jerárquicamente supeditados a ella.
Y de hecho se descubre en seguida que tales signos, aun cuando extralingüísticos, son reducibles a la lengua, traducibles por signos lingüísticos: la semiótica confirma allí su territorio, pero poco puede hacer con él más que levantar tipologías, inventariar sistemas cuya potencia comunicativa se mide por su capacidad de alcanzar la riqueza y flexibilidad de la lengua.
Y la cuestión se complica extraordinariamente cuando se trata de explorar el territorio de los lenguajes artísticos y de los medios de comunicación audiovisuales. Si en ellos, desde luego, se hace patente la presencia de diferentes tipos de signos, no resulta posible aislar sistemas autónomos y específicos que permitan determinar la existencia de nuevos lenguajes.
Se constata, en cualquier caso, que toda comprensión de tales manifestaciones -artísticas y audiovisuales- como fenómenos de lenguaje, exige aislar en ellos unidades significantes lexicalizables por la lengua. Como señalara Roland Barthes
«Parece cada día más difícil concebir un sistema de imágenes o de objetos cuyos significados puedan existir fuera del lenguaje: para percibir lo que una sustancia significa, necesariamente hay que recurrir al trabajo de articulación llevado a cabo por la lengua: no hay sentido que no esté nombrado, y el mundo de los significados no es más que el mundo del lenguaje.
«Por lo tanto, la semiología seguramente está destinada a ser absorbida por una translingüística… la semiología es una parte de la lingüística: y precisamente esa parte que tiene por objeto las grandes unidades significantes del discurso.» 196
Propuesta semejante, por otra parte, a la de Yuri Lotman quien, basándose en una argumentación muy semejante sobre el papel de la lengua como mediadora de todo proceso semiótico extralingüístico, propuso la noción de sistemas modalizadores secundarios definiendo así, en un mismo movimiento, la autonomía semiótica de estos y su grado de vinculación con el lenguaje verbal:
«Los lenguajes secundarios de comunicación (sistemas de modelización secundaria)… [son] estructuras de comunicación que se superponen sobre el nivel lingüístico natural… No se debe entender “secundario” con respecto a la lengua, únicamente, sino “que se sirve de la lengua natural como material”…
«Los sistemas modalizadores secundarios (al igual que todos los sistemas semiológicos) se construyen a modo de lengua… Puesto que la conciencia del hombre es una conciencia lingüística, todos los tipos de modelos superpuestos sobre la conciencia, incluido el arte, pueden definirse como sistemas modelizadores secundarios.»197
Finalmente, la hipótesis del lenguaje como instrumento de comunicación debe por tanto ser descartada como un espejismo: la lengua es la matriz de todo sistema de significación. Y, en esa misma medida, la condición de todo proceso de comunicación interhumana.
Pero es posible dar un paso más hacia delante: si la realidad humana -la que el hombre percibe interpretativamente- es una realidad cultural, entonces se hace obligado reconocer el carácter discursivo del tejido que la constituye. O en otros términos: el tejido de la realidad es el del lenguaje -tal y como se configura en esa matriz de la significación que es la lengua.
3ª Parte. El Lenguaje, la Realidad y lo Real: Filosofía
Capítulo 1. La Construcción de la Realidad (Wittgenstein)
- Desemantización de la lógica
- Crítica de la causalidad
- Los límites del lenguaje
- Empirismo, racionalismo
- Wittgenstein, Saussure
- Pragmática
- Intersubjetividad
- Notas
- Una necesaria diferencia conceptual
- Carácter antropomórfico del conocimiento humano (Kant)
- La red de significantes, la Realidad / Lo Real
- Nominación: categorización, arbitrariedad e inmaterialidad
- Ontología: lo real, la asignificancia
- Realidad, intersubjetividad
- Lo Real vs la Realidad
- Realidad y consenso
- Notas I.3.2.
- Y sin embargo… lo místico (Wittgenstein)
- El sujeto y lo real (Wittgenstein)
- Lo real está ahí, es / incognoscible
- Lo real, la realidad, construcción
- Las paradojas del lenguaje
- Decir / Mostrar (Wittgenstein)
- La violencia, la continuidad (Bataille)
- Lo real (Lacan)
- Notas I.3.3.
- La cuestión del Iconismo
- Semiótica de la Significación y Semiótica de la Comunicación
- Signo: tipo y espécimen
- La cuestión del iconismo
- Lo arbitrario del signo
- El signo icónico: Lo arbitrario y lo motivado
- Ratio facilis y ratio difficilis
- El problema del referente
- Sistema de reconocimiento figuras
- Notas I.4.1.
- Signo / Representación
- Discursos abstractos / discursos representativos
- Representación: Descripción / Narración
- Notas I.4.2
- La cuestión del signo fotográfico
- Discusión del signo indicial (Schaeffer)
- Mensaje sin código, analogon perfecto (Barthes)
- Ontología fenomenológica de lo fotográfico (Bazin)
- La cámara lúcida (Barthes)
- Notas I.4.3.
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Desemantización de la lógica
La problematización de las relaciones del lenguaje y la realidad no ha sido tan solo el tema nuclear del pensamiento estructuralista. Pues otra gran corriente del pensamiento de este siglo, la filosofía analítica, la ha constituido igualmente en el vértice de su reflexión teórica.
Nos referimos muy especialmente a la obra de Ludwig Wittgenstein, cuyo Tractatus logico-philosophicus procede a rechazar todo isomorfismo entre el lenguaje y lo real.
El paso decisivo que Wittgenstein hubo de dar con respecto a sus maestros -Russell 198 y Frege- 199– fue el de proceder a una radical desemantización de la lógica o, lo que es lo mismo, a una concepción estrictamente sintáctica de la misma en tanto disciplina puramente formal.
«Para evitar estos errores debemos emplear un simbolismo que los excluya […] que obedezca a la gramática lógica -a la sintaxis lógica.» 200
«en sintaxis lógica el significado de un signo no debe nunca desempeñar ningún papel; el significado debe poder establecerse sin que haya por ello que hablar del significado de un signo; debe sólo presuponer la descripción de la expresión.» 201
Lo que Wittgenstein persigue a través de esa desemantización radical es aislar la lógica de la cadena significante. Pues, independiente de toda otra realidad que no sea la suya propia, la lógica se descubre como el último lugar donde puede refugiarse el eterno sueño de los hombres de
«una esfera de cuestiones cuyas respuestas -a priori- estuviesen simétricamente unidas en una estructura acabada y regular.» 202
Por eso el mundo que Wittgenstein permite deducir no es otro que el que la ciencia construye a través de su exploración de lo real y de la articulación de esa exploración por las estructuras de la lógica. Por eso -sólo por eso- el mundo se configura como un espacio lógico, por eso posee un orden, una estructura, un armazón lógico 203. Es decir, porque el lenguaje proyecta su estructura sobre el mundo que construye:
«La mecánica newtoniana, por ejemplo, reduce la descripción del universo a una forma unitaria. Imaginémonos una superficie blanca con manchas negras irregulares. Digamos: Cualquier clase de figura que resulte puedo siempre aproximarla, tanto cuanto quiera, a su descripción si cubro la superficie con una malla reticular suficientemente fina, diciendo de cada cuadrícula que es blanca o negra. Habré reducido así la descripción de la superficie a una forma unitaria. Esta forma es arbitraria, pues yo hubiese podido aplicar con igual éxito una malla con aberturas triangulares o exagonales. Pudiera ocurrir que la descripción hecha con una malla triangular fuera más sencilla; esto quiere decir que con una malla triangular más gruesa podríamos describir la superficie más exactamente que con una cuadrangular más fina, o al revés, y así sucesivamente.» 204
El significante -en este caso esa abertura en forma de cuadrícula, triangular o hexagonal, que define la malla- se descubre así arbitrario, en todo independiente de lo real 205 y, sin embargo, ello en nada obstaculiza la eficacia del análisis que con él se realiza. Por ello, son posibles diferentes mallas -diferentes teorías, diferentes lenguajes: el Tractatus está mucho más cerca de lo que comúnmente se cree de las posteriores Investigaciones filosóficas-, diversos sistemas de descripción del universo:
«La mecánica determina una forma de descripción diciendo: todas las proposiciones de la descripción del mundo deben obtenerse de un modo dado por un número dado de proposiciones -los axiomas de la mecánica-. Proporciona los ladrillos para construir el edificio de la ciencia y dice: cualquier edificio que tu quisieras levantar lo debes construir siempre con estos y sólo con estos ladrillos.» 206
«Así pues, nada dice acerca del universo que se le pueda describir por la mecánica newtoniana; pero sí dice algo que se le pueda describir así como de hecho se le describe. Y también dice algo sobre el mundo que se le pueda describir más sencillamente por una mecánica que por otra.» 207
Crítica de la causalidad
A través de la crítica de la noción de causalidad, Wittgenstein va a enunciar con precisión esa sima que separa al universo del lenguaje del ámbito de lo real. Pues reconoce que la inferencia es una propiedad del mundo lógico:
«Toda inferencia es a priori.» 208
Y el mundo lógico -el del lenguaje formalizado- es, en sí mismo, independiente del mundo de la experiencia -el ámbito de lo real-:
«ninguna parte de nuestra experiencia es a priori.» 209
«No hay ningún orden a priori de las cosas.» 210
«La investigación lógica significa la investigación de toda regularidad. Y fuera de la lógica todo es casual.» 211
La regularidad, por tanto, solo existe en la lógica 212: fuera de ella todo es casual. Y bien, si en el ámbito de la experiencia todo es casual, la noción misma de causalidad se vacía de sentido -no sería otra cosa que la ingenua, supersticiosa, proyección sobre lo real de esa propiedad del orden lógico que es la inferencia 213-:
«No existe la necesidad de que una cosa deba acontecer porque otra haya acontecido; hay sólo una necesidad lógica.» 214
«No podemos inferir los acontecimientos futuros de los presentes.» 215
«La fe en el nexo causal es la superstición.»
Por tanto,
«Los hechos atómicos son independientes unos de otros.» 216
«De una proposición elemental no se puede inferir ninguna otra.» 217
«Cualquier cosa puede acaecer o no acaecer y el resto permanece igual.» 218
«De la existencia o no existencia de un hecho atómico, no se puede concluir la existencia o no-existencia de otro.» 219
«De ningún modo es posible inferir de la existencia de un estado de cosas la existencia de otro estado de cosas enteramente diferente de aquel.» 220
De manera que sólo queda a la ciencia, en su exploración de lo real, una vez desechado todo principio de causalidad, el reconocimiento de relaciones de probabilidad.
Los límites del lenguaje
La radicalidad con la que Wittgenstein aborda la crítica de la causalidad le conduce a poner en cuestión uno de los presupuestos nucleares de la Modernidad:
«Todo lo que nosotros vemos podría ser de otro modo.» 221
«A la base de toda la moderna concepción del mundo está la ilusión de que las llamadas leyes naturales sean la explicación de los fenómenos naturales.» 222
«Así, los modernos confían en las leyes naturales como en algo inviolable, lo mismo que los antiguos en Dios y en el destino.»
«Y ambos tienen razón y no la tienen; pero los antiguos eran aún más claros, en cuanto reconocían un límite preciso, mientras que el sistema moderno quiere aparentar que todo está explicado.» 223
La emergencia de la noción de límite señala en el discurso wittgensteniano la entrada en crisis definitiva de todo presupuesto isomórfico sobre las relaciones entre el mundo y el lenguaje. Pues ese límite radical sitúa, más allá de lo que puede ser coherentemente dicho -es decir: más allá de lo que el discurso de la ciencia, lógicamente formalizado, puede alcanzar a articular-, la fractura de ese delirio de la Modernidad según el cual todo estaría explicado -o, al menos, todo sería potencialmente explicable.
En ello, conviene señalarlo de paso, Wittgenstein se separa del positivismo lógico que, sin embargo, nació del propio Tractatus: en la formulación de ese límite y, en la misma medida, en la determinación lógica de ese ámbito que escapa a toda lógica y que se resiste a toda formalización.
Ahora bien, en el mismo momento en el que localiza eso que, más allá de los límites del mundo lógico, se manifiesta opaco a toda coherencia, reclama, sobre ello, un silencio absoluto:
«Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo.» 224
«La lógica llena el mundo; los límites del mundo son también sus límites.
«Lo que no podemos pensar no podemos pensarlo. Tampoco, pues, podemos decir lo que no podemos pensar.» 225
El mundo y el lenguaje, finalmente, se identifican: no hay más mundo que el que el lenguaje configura -pero hay algo más allá; fuera del mundo -lógico- hay algo, de lo que no puede decirse nada. Resulta obligada, entonces, cierta reivindicación del solipsismo:
«Esta observación da la clave para decidir acerca de la cuestión de cuanto haya de verdad en el solipsismo.
«En realidad, lo que el solipsismo significa es totalmente correcto; sólo que no puede decirse, sino mostrarse.
«Que el mundo es mi mundo, se muestra en que los límites del lenguaje (el lenguaje que yo solo entiendo) significan los límites de mi mundo.”» 226
El mundo, en tanto mundo lógico, es también, por eso mismo, mí mundo, el mundo para mí, en el sentido kantiano del término 227 -el fenómeno, la cosa para mí-; y en la misma medida, más allá de él, más allá de sus fronteras, que son las del lenguaje, se sitúa eso de lo que nada puede ser dicho, el ámbito del noúmeno kantiano, el de la cosa en sí de la que nada puedo entender.
Pero, a diferencia del solipsismo, Wittgenstein reconoce la potencia constructiva del lenguaje, del orden lógico en su proceso de conformación del mundo -él era, conviene recordarlo, ingeniero, conocía suficientemente el poder práctico que, por vía de la tecnología, poseía el lenguaje. Y, a diferencia de Kant, quien, a través de la categoría de lo sublime, situaba un ámbito de exploración filosófica de ese más allá -fue Hegel 228 quien siguió esa vía-, e introduciendo con ello un corte radical frente a toda tradición metafísica, en la misma medida en que exigió una racionalización extrema del lenguaje, proclamó la imposibilidad absoluta de toda exploración en esa dirección.
Empirismo, racionalismo
Y es que la originalidad del empirismo practicado por Wittgenstein estriba en su radicalidad: en vez de situar la exigencia empirista -como ha sido costumbre insistente en las teorías del significado anglosajonas de este siglo- en la demanda de un correlato en la realidad con aquello que el signo nombra, lo sitúa, de un modo netamente pragmático, en el plano del uso. Pues de hecho, este es el dato empírico incuestionable que el lenguaje ofrece: que los hombres lo usan, y que ese uso muestra cierto grado de indiscutible eficacia.
Y así, al constituir el lenguaje en su objeto, el empirismo, con Wittgenstein, se encuentra con el racionalismo -una vez vaciado de metafísica, vuelto inmanente- hasta confundirse con él.
Por esta vía, alcanza Wittgenstein a explicitar en sus Investigaciones filosóficas esa concepción sintáctica del significado 229 que hemos reconocido como una de las piezas básicas del Tractatus:
«El significado no es la vivencia que se tiene al oír o pronunciar la palabra, y el sentido de la oración no es el complejo de estas vivencias.» 230
el «significado es su uso».
«el significado de una ficha (de una figura) es su papel en el juego.» 231
Las reglas de los juegos del lenguaje, en cuanto determinan el uso de las palabras y los enunciados, rigen su significado; o en otros términos: la dimensión sintáctica impone su dominancia sobre la semántica 232:
«Nombrar y describir no están, por cierto, a un mismo nivel: nombrar es una preparación para describir. Nombrar no es aún en absoluto una jugada en el juego del lenguaje […] al nombrar una cosa todavía no se ha hecho nada.» 233
De manera que la concepción ostensiva del significado queda totalmente rechazada como fundamento de la teoría del significado: Nombrar no es aún en absoluto una jugada en el juego del lenguaje: nombrar en sí mismo no es, pues, nada, no alcanza el estatuto de hecho lingüístico: solo la estructura -el conjunto de reglas- que define los usos de un juego del lenguaje determina la posibilidad misma de la significación.
«entender una oración significa entender un lenguaje. Entender un lenguaje significa dominar una técnica.» 234
«¿Qué tiene que ver la expresión de la regla -el indicador de caminos, por ejemplo- con mis acciones? ¿Qué clase de conexión existe ahí? -Bueno, quizás ésta: he sido adiestrado para una determinada reacción a ese signo y ahora reacciono así. […] alguien se guía por un indicador de caminos solamente en la medida en que haya un uso estable, una costumbre.» 235
«”seguir la regla” es una práctica.» 236
Wittgenstein, Saussure
Por ello, el enfoque wittgensteniano se manifiesta en todo momento de índole estructural -aunque, por supuesto, Wittgenstein no lo nombrará así, sino con la expresión representación sinóptica 237, pero caracterizada en cualquier caso por atender a las conexiones 238 entre los elementos y al orden arquitectónico 239 que los rige.
Es notable, a este respecto, que movilice una y otra vez la metáfora del ajedrez -pues el ajedrez es, después de todo, un juego, y como todo juego, un juego del lenguaje-, la misma de la que se sirviera Saussure para explicar su concepción estructural del lenguaje:
«considera aún este caso: Le explico a alguien el ajedrez; y comienzo señalando una pieza y diciendo: “Este es el rey. Puede moverse así y así, etc.” -En este caso diremos, las palabras “Este es el rey” (o “Esta se llama “Rey”) son una explicación de la palabra sólo si el aprendiz ya “sabe lo que es una pieza de un juego”.» 240
Además, por esta vía, Wittgenstein intuye las nociones saussurianas de inmaterialidad del signo:
«”Pretendo significar que esta pieza del juego se llama “rey”, no este determinado trozo de madera al que señalo”» 241
De arbitrariedad:
«Cuando se muestra a alguien la pieza del rey en ajedrez y se dice “Este es el rey”, no se le explica con ello el uso de esa pieza […] La forma de la pieza del juego corresponde aquí al sonido o a la configuración de la palabra.» 242
Y de diferencialidad:
«La esencia se expresa en la gramática.» 243
«lo que ando buscando es la diferencia gramatical.» 244
En ambos casos, en Wittgenstein como en Saussure, la dominancia del enfoque estructural se manifiesta en el papel decisivo otorgado a la noción de regla:
«hablamos [del lenguaje] como de las piezas del ajedrez al dar reglas para ellas, no al describir sus propiedades físicas.» 245
Y a su carácter social y convencional:
«¿Dónde se efectúa la conexión entre el sentido de las palabras “¡Juguemos una partida de ajedrez!” y todas las reglas del juego? -bueno, en el catálogo de reglas del juego, en la instrucción ajedrecística, en la práctica cotidiana del juego.» 246
«todo lenguaje se basa en la convención.» 247
Pragmática
Y por esta vía, la del encuentro del empirismo con el racionalismo en la reflexión sobre el lenguaje, sobre el uso de los juegos de del lenguaje y de las reglas que lo regulan, queda definido el campo de la pragmática. La dimensión pragmática del lenguaje, la que tejen los hablantes con su uso, se descubre así gramaticalizada. Podemos decirlo de otra manera: porque la noción de juego del lenguaje no se limita al análisis de los ordenamientos sintácticos que configuran los enunciados, sino que incluye las reglas que rigen los contextos de su enunciación -y que determinan sus significados-, estos contextos se descubren, a su vez, estructurados, regidos ellos mismos por las reglas de los juegos del lenguaje.
En este ámbito encuentra su sentido el rechazo de Wittgenstein de todas las categorías de índole emocional -e introspectivo-: el motivo no es otro que el deseo de aislar el lenguaje y su capacidad conformadora -estructuradora- de la experiencia humana:
«Con frecuencia, sólo reprimiendo la pregunta “por qué” nos daremos cuenta de los hechos importantes.» 248
Es decir: es necesario eliminar lo que en ese por qué parece conducir hacia una explicación fuera del lenguaje para atender a lo que, en el interior mismo de los juegos del lenguaje, encuentra su explicación en la misma descripción de una estructura que determina las funciones -los usos, los empleos- de cada uno de sus elementos -en cierto modo, puede reconocerse en ello la presencia en Wittgenstein del principio de inmanencia que postulara Saussure en su explicación dre la lengua.
El lenguaje se descubre entonces como el vehículo del pensamiento 249. Pero incluso este enunciado resulta débil para ceñir la magnitud conformadora del lenguaje sobre el pensamiento. Aquí, de nuevo, el principio de inmanencia hace visible como los juegos del lenguaje conforman -constituyen los a prioris- del pensamiento humano:
«No digo: Si tales y cuales hechos naturales fueran distintos, los seres humanos tendrían otros conceptos […] sino: Quien crea que ciertos conceptos son los correctos sin más; que quien tuviera otros, no apreciaría justamente algo que nosotros apreciamos […]» 250
«Se dice a veces: los animales no hablan porque les falta la capacidad mental. Y esto quiere decir: «no piensan y por eso no hablan». Pero: simplemente no hablan. O mejor: no emplean el lenguaje.» 251
De manera que el empleo del lenguaje constituye, por así decirlo, la materialidad misma del pensamiento: mucho más que un vehículo, que un instrumento de expresión, se descubre como la instancia estructuradora del pensamiento mismo:
«”¿tienes el pensamiento antes de tener la expresión?”» 252
«¿Pero no he tenido la intención de la forma total de la oración, por ejemplo, ya en su comienzo? ¡Así que ya estaba en mi mente antes de pronunciarla! -Si estaba en mi mente, entonces, en general, no estaría con una construcción distinta. Pero nos hacemos aquí de nuevo una figura desorientadora de “tener la intención”; es decir, del uso de esta expresión. La intención está encajada en la situación, las costumbres e instituciones humanas. Si no existiera la técnica del juego del ajedrez, yo no podría tener la intención de jugar una partida de ajedrez.» 253
La intención -el propósito, la idea, el propio pensamiento- está encajada en la situación, las costumbres e instituciones humanas: ellas constituyen su condición de posibilidad, definen los marcos y las reglas que encuadran todo pensamiento humano:
«Sólo se puede decir algo, después de todo, si se ha aprendido a hablar.» 254
«Pensar no es un proceso incorpóreo que de vida y sentido al hablar y que pueda separarse del hablar.» 255
Sólo entonces se hace visible el poder conformador del lenguaje sobre el ámbito humano:
«Quisiera decir: “Experimento el porque”. Pero no porque me acuerde de esa vivencia, sino porque, al reflexionar sobre lo que experimento en un caso así, lo contemplo a través del medio del concepto “porque” (o “influjo”, o “causa” o “conexión”).» 256
El caso -el suceso, cierto segmento de lo real-, lo que en un momento dado experimento, porque lo contemplo -lo estructuro- a partir del porque, lo invisto de una causa, de un sentido, de una utilidad -y así nace, así se configura la realidad como un universo habitable.
«sin lenguaje no podemos influir de tal o cual manera en otras personas; no podemos construir carreteras y máquinas, etc. Y también: Sin el uso del habla y de la escritura, los seres humanos no podrían entenderse.» 257
Intersubjetividad
Se llega así a un punto donde el porque -y con él el por qué– queda totalmente suprimido:
«Si he agotado los fundamentos, he llegado a roca dura y mi pala se retuerce. Estoy entonces inclinado a decir: “Así simplemente es como actúo”.» 258
«Lo que hay que aceptar, lo dado -podríamos decir- son formas de vida.» 259
Así simplemente es como actúo, es decir, de acuerdo con determinadas reglas de determinados juegos del lenguaje que, en su dimensión pragmática, conforman determinadas formas de vida. 260
De manera que el significado -una vez definido por el uso de acuerdo a determinadas reglas- y con él el conocimiento humano, se descubren como hechos intersubjetivos: definidos por la concordancia 261 de aquellos actos de lenguaje que participan de un mismo juego, que entonces se descubre, en sí mismo, como un modo -entre otros posibles- de representación 262:
«¿tiene sentido decir que en general los seres humanos coinciden con respecto a sus juicios sobre el color? ¿cómo sería si fuera de otro modo? -Este diría que la flor es roja, aquel que es azul, etc. -Pero, entonces, ¿con qué derecho podríamos decir que las palabras “rojo” y “azul” de esos hombres son nuestros “términos cromáticos”?-» 263
De manera que lo verdadero y lo falso se descubren así mismo como categorías intersubjetivas:
«”¿dices, pues, que la concordancia de los hombres decide lo que es verdadero y lo que es falso?” -Verdadero y falso es lo que los hombres dicen; y los hombres concuerdan en el lenguaje. Esta no es una concordancia de opiniones, sino de forma de vida.» 264
Finalmente, este movimiento de vaciado absoluto de todo rescoldo metafísico de la noción de lenguaje alcanza incluso a las matemáticas, es decir, a ese que fue el punto de partida del racionalismo: ninguna esencia metafísica en ellas, sino tan sólo la manifestación misma de esa concordancia intersubjetiva que hace posible el lenguaje:
«”¡La verdad matemática es ciertamente independiente de que los seres humanos la conozcan o no!” -sin duda: Las proposiciones “Los seres humanos creen que 2×2=4” y “2×2=4” no tienen el mismo sentido. Esta es una proposición matemática, aquella, si tiene algún sentido, puede significar más o menos que los seres humanos han llegado a esa proposición matemática. Ambas tiene un empleo completamente distinto. -¿Pero que querría decir esto: “Incluso si todos los seres humanos creyeran que 2×2 es 5, no obstante sería 4”? -¿Cómo sería si todos los seres humanos creyeran esto? -Bueno, yo podría imaginarme que tuvieran otro cálculo o una técnica que nosotros no llamaríamos “calcular”. ¿Pero sería eso falso? (¿Es falsa la coronación de un rey? A seres distintos de nosotros les podría parecer muy singular.)» 265
Porque la matemática es implícitamente reconocida como pura sintáctica -totalmente desemantizada- el significado de sus signos no expresa otra cosa que las reglas que determinan su combinación 266. Y es por cierto preciso el ejemplo argüido por Wittgenstein: la coronación de un rey solo es verdadera o falsa en relación con los juegos del lenguaje que rigen la comunidad en la que tiene lugar. Su objetividad no es otra que la que le confiere su intersubjetividad -el acuerdo, la concordancia entre quienes juegan ese juego.
Capítulo 2. La Realidad, Lo Real
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Una necesaria diferencia conceptual
El lenguaje -la lengua saussuriana- se nos descubre, así, como un sistema de significantes, es decir, como una red formal que al recubrir la realidad la configura y, en esa misma medida, la construye en tanto universo de significaciones.
Ahora bien, resulta evidente -aunque es ésta una cuestión de la que la Semiótica, como la Psicología de la Percepción, suele desentenderse- que en este enunciado hemos empleado la palabra realidad de dos maneras diferentes: por una parte, como el resultado de una construcción y, por otra, como el material bruto de partida sobre el que esa construcción se levanta. Suprimir tal ambigüedad exige por tanto una lexicalización suplementaria que permita la identificación de dos conceptos diferenciados.
Carácter antropomórfico del conocimiento humano (Kant)
De hecho, esa diferencia se encuentra ya esbozada en el momento nuclear de la fundación de la epistemología moderna. Nos referimos a la obra de uno de los más grandes forjadores de la modernidad -nadie tan decisivo, después de Descartes, en la creación de las condiciones epistemológicas para la cristalización del discurso de la ciencia-: Emmanuel Kant, quien formuló a esa misma Modernidad una advertencia que ésta sin embargo, ha tendido constantemente a ignorar.
Pues su teoría del conocimiento, llamada Crítica de la razón pura 268, fue precisamente eso, una crítica: una definición de los límites del entendimiento mismo. Y ello le llevó a advertir que el conocimiento posee un límite más allá del cual se abre el ámbito, no por ello menos real, de lo incognoscible. Lo llamó la cosa en sí.
La primera consecuencia de este enunciado kantiano es el carácter antropomórfico del conocimiento humano: lo que conocemos es la cosa para mí, es decir, la cosa en tanto percibida y pensada a través de los a prioris que configuran el conocimiento mismo.
Desde que la semiótica, existe, la noción de a priori cobra un significado mucho más concreto y operativo del que pudo alcanzar en Kant. Pues los a prioris de nuestro conocimiento no son otros que los determinados por las características estructurales de nuestros lenguajes, dado que , después de todo, conocer algo es tratarlo, procesarlo a través de determinados códigos. Y de hecho eso son las ciencias que han hecho posible la modernidad: códigos más precisos, más rigurosos, más capaces de procesar el entorno que nos rodea.
La red de significantes, la Realidad / Lo Real
Lo real no es transparente sino esencialmente opaco y por ello mismo es necesaria una operación que lo vuelva inteligible: es aquí donde el Lenguaje desempeña su papel fundador. La inteligibilidad de la realidad es pues, esencialmente, el resultado de un proceso de codificación, de discursivización.
De ahí, por lo demás, la imperiosa necesidad de diferenciar dos planos en lo que habitualmente denominados realidad: uno que remite a lo que en ella hay de inteligible, de sometido a razón y por tanto previsible, manipulable, comunicable -llamémoslo realidad: el universo de las cosas para mí-; otro, que se refiera a lo que en ella hay de ininteligible, de imprevisible y azaroso -lo real: el ámbito de la cosa en sí. 269
Es en el juego de estas dos dimensiones extremas -la de la pura diferencialidad del significante y la de la extrema asignificancia de lo real- donde la realidad encuentra su lugar.
El sistema de la lengua, malla conformada por la red de significantes, recubre lo real a modo de un tejido que a la vez lo formaliza, lo neutraliza y lo oculta.
En tanto formaliza, en tanto ordena y teje, la malla de los significantes configura la realidad como eso del mundo que deviene pensable, inteligible, previsible y manipulable. Es decir, la realidad en tanto universo semiótico.
Puede decirse entonces que el significado es, después de todo, el efecto del significante: la red de significantes -de diferencialidades- de la lengua, en tanto recubre lo real con su tejido, configura un sistema de locus, de lugares semánticos que reconocemos como significados.
En la jerarquía conceptual de la episteme saussuriana, la noción de significado se descubre así, necesariamente, supeditada a la noción nuclear de significante. Los significados, en tanto entidades semánticas, son los efectos del recubrimiento de lo real por la malla de significantes: de ahí la ambivalencia esencial de todo significado, pues nombra a la vez que recubre, neutraliza y tapa una porción de lo real.
Nominación: categorización, arbitrariedad e inmaterialidad
La malla significante, al recubrir lo real, genera la realidad por una operación de nominación, que es siempre una operación de categorización que suprime toda singularidad. Así, el sigo X nombra un conjunto de fenómenos singulares: x’, x”, x”’…
De tal manera que el significado de X conforma un conjunto del tipo { x’, x”, x”’…}
Observamos, así, que el carácter categórico del signo es la condición de la significación. Lo puramente singular, en el espacio y en el tiempo, es, por definición, insignificante -preferiremos decir, para no perder de vista las ásperas aristas de lo real: asignificante. Sólo con el signo, con el significado en tanto categoría, es posible lo significativo, lo previsible, lo inteligible, la ley, en suma.
Ahora bien, ¿qué es lo que permite al signo ser discreto? ¿Qué le permite escapar al carácter esencialmente continuo, no discreto, de todo lo real -en cierto modo, las montañas y los países se parecen en algo esencial: nada, en lo real, marca los límites que los separan de los valles o de los otros países que los rodean-? O, todavía, en otros términos: ¿qué es lo que permite al signo escapar tan radicalmente a las propiedades de lo real? ¿Cual es la condición de: significado de X = { x’, x’, x”’…}?
Si tenemos en cuenta que:
x’ ¹ x” ¹ x”’ ¹ …
Y que, por otra parte, la existencia misma de X genera un principio de equivalencia en la serie de sus ocurrencias:
x’ (< Significado de X) º x'(< Significado de X) º x”(< Significado de X) º …
Debemos concluir que, necesariamente:
significante de X ¹ x’
significante de X ¹ x”
significante de X ¹ x”’…
La arbitrariedad del signo, es pues la pieza clave del armazón teórico saussuriano: relación arbitraria entre el significante y el significado, pero también, esencialmente, relación de arbitrariedad del significante con respecto al segmento de lo real que designa. Pues sólo a ello puede referirse Saussure cuando dice del significante que es “arbitrario en relación al significado con el que no tiene ningún vínculo natural en la realidad.”
En otros términos: la radical arbitrariedad del significante, esa propiedad que le permite oponerse a lo real para formalizarlo y categorizarlo -neutralizarlo y recubrirlo-, para, en suma, tejer la realidad, no puede tener otro fundamento que su inmaterialidad, que su ausencia de toda positividad, su ser pura diferencialidad.
Se trata, en suma de los dos aspectos del significante tal y como fueron descritos por Ferdinand de Saussure: la arbitrariedad y la inmaterialidad 270. Porque el significante es arbitrario con respecto a su referente, puede independizarse lo suficientemente de él como para constituir un instrumento eficaz de formalización; porque es inmaterial -porque es, como señalara Saussure, pura diferencialidad, negatividad entre dos aspectos de cierta materia- puede escapar a las constricciones lo de real. En este sentido, puede afirmarse que el significante, en cuanto inmaterial y arbitrario, es la principal conquista humana, la pieza clave sobre la que se construye toda cultura.
De ello depende, pues, la capacidad del lenguaje para informar el mundo, es decir, para formalizarlo, para dotar de forma algo en sí mismo informe y, en cuanto tal, opaco, ininteligible. Por eso, hablar de la construcción de la realidad es, esencialmente, hablar de cómo la realidad nace como resultado de la formalización de lo real.
Sin duda, el signo lingüístico posee todos los requisitos que dotan a un signo de alto poder formalizador: es discreto, restringido, arbitrario e inmaterial. Y además -pero podríamos decir también: por ello mismo-, el lenguaje verbal, es uno de esos pocos lenguajes -como los más sofisticados, los matemáticos, por ejemplo- capaz de describirse a sí mismo y, por ello, capaz de definir sintácticamente sus componentes. Los otros lenguajes, los que no pueden hacerlo -y es el caso, muy evidentemente, de los icónicos- deben recurrir al lenguaje verbal para escapar a la insuficiencia de la definición deíctica y acceder a la definición sintáctica. El lenguaje verbal se descubre así, por ello, como la institución clave en la consolidación y cristalización del stock de significados de una cultura. 271
Ontología: lo real, la asignificancia
Lo real es, sin duda, aquello de lo que nada dice Saussure, salvo en tanto que lo descarta para poder aislar la originalidad del significante, ese su ser pura diferencialidad. Pero sin embargo, por la lógica de este mismo movimiento que conduce a afirmar el carácter puramente meta-físico -en el sentido literal- del significante, su definirse por oposición a toda física y a toda materialidad, lo físico, lo matérico, emerge bajo el inusitado aspecto de lo real. Si el significante es pura diferencialidad, lo real, por situarse fuera de toda diferenciación, se descubre como asignificancia.
La semiótica debe reconocer, en su límite -pero un límite que debe ser suficientemente poroso- alguna ontología. En la misma medida en que la realidad descubre su tejido semiótico, intersubjetivo, debe reconocerse otro ámbito, más allá del lenguaje y que le es irreductible: el ámbitode lo real.
Si el significante es literalmente meta-físico -si su existencia se sitúa más allá de toda física-, se descubre, entonces, una física que está más acá de todo significante: esa física radical que es la de lo real.
Pero es necesario advertirlo: la física de lo real es verdaderamente radical: está fuera del orden del lenguaje, no hay discurso alguno que pueda apresarla. La física que entendemos -o las que podemos llegar a entender- forma parte de la realidad: está configurada por el tejido del lenguaje. Tanto más precisa, tanto más formalizada, tanto más sometida a la lógica de los números, tanto más semiótico es su tejido, dado que los números también son signos, y de los más puros.
Realidad, intersubjetividad
Así, en todo caso, nace la realidad: como producto del proceso incesante en el que lo real es informado, dotado de forma, por el lenguaje. El orden de la información –in-formación– es, por tanto, el orden de la construcción de la realidad. Y, precisamente por ello, a diferencia de lo real, la realidad es siempre social y necesariamente intersubjetiva: su construcción pasa por la actuación de una institución -el lenguaje- que es la cristalización misma de la intersubjetividad. 272
Obsérvese cómo el plano de la in-formación y el de la comunicación se superponen totalmente: no sólo la in-formación de lo real es la condición de su comunicación, sino que, a su vez, la pervivencia del código mismo que la hace posible -es decir, la pervivencia de su fuerza institucional in-formadora- sólo es posible en la medida en que es constantemente actualizado por la circulación de los mensajes, es decir, por los actos de transmisión de información.
Pues bien, si lo real es, si la realidad es lo real in-formado (articulado como mensaje, discursivizado, comunicado), la realidad puede, entonces, ser pensada, en términos operativos, como una construcción netamente intersubjetiva. Por ello, mientras que lo real es algo esencialmente opaco, la realidad, en cambio, es algo esencialmente inteligible: in-formado por los signos de un(os) código(s), dotado, en suma, de significado.
Y es posible, todavía, simplificar más la definición: la realidad sería lo que en el mundo hay de comunicable -es decir, de informable, de nombrable verbal o visualmente.
Lo Real vs la Realidad
Cuando las ciencias, a la vez que afirman su proyecto de una comprensión cada vez más afinada de las cosas, reconocen lo provisional de sus teorías y, en último término, la imposibilidad de un conocimiento absoluto, formulan implícitamente la diferencia entre lo real y la realidad. En cualquier caso, las ciencias son, en nuestro mundo, instituciones de producción de la realidad: el trabajo de la ciencia es, básicamente, un trabajo semiótico, es decir, un trabajo de producción de discursos -una teoría es, antes que nada, un discurso excepcionalmente riguroso- y de creación y transformación de los códigos -operaciones estas que, recordémoslo, tienen lugar en los discursos. Las herramientas de este trabajo son los signos, si bien un tipo de signos especialmente refinados: los conceptos -el refinamiento conduce incluso, en muchas ocasiones, a prescindir de las lenguas naturales y a generar lenguajes más precisos y sofisticados, pero lenguajes en cualquier caso; no debe olvidarse a este propósito que el número, la más poderosa herramienta humana, es, antes que nada, un signo.
Pero sería erróneo concebir lo real como lo matérico y la realidad como lo sígnico. La realidad está conformada no sólo por los signos que nombran ciertos segmentos de materia, sino también por la propia materia en cuanto ordenada por los signos -verbigracia: un puente, una casa, un tractor. Frente a ella, lo real es la materia en cuanto escapa al orden de los signos. Una casa, en cuanto conjunto de materia sometida al plano del arquitecto, forma parte de la realidad, como el puente moderno sometido a los más sofisticados cálculos del ingeniero o el simple ladrillo que somete una masa amorfa -e inútil para el hombre- a un diseño que la convierte en una eficaz unidad constructiva 273. Lo real, en cambio, es la materia en cuanto escapa al orden del discurso, del signo, del concepto: la indomable singularidad de cada ladrillo, la inevitable erosión del puente, la raja que atraviesa la casa. -Que lo real, en su emergencia inesperada, puede ser siniestro, lo atestiguó ejemplarmente Poe en La caída de la casa Usher.
Por tanto, la afirmación de que la realidad posee, esencialmente, un tejido discursivo no debe, en ningún caso, ser entendida como un aserto solipsista. Todo lo contrario: como hemos afirmado, ese tejido discursivo tiene por objeto volver inteligibles, eficazmente manipulables e, incluso, previsibles, la mayor cantidad posible de segmentos de lo real.
Hablando en rigor, es necesario reconocer que la práctica científica, aún cuando pretenda -y debe hacerlo- no ser subjetiva, no es, en cualquier caso, una cuestión de objetividad: el científico no describe las propiedades objetivas de la cosa, sino que construye un modelo -un simulacro, si se quiere, cuya única materialidad son los signos, matemáticos o no, que lo constituyen- sobre la cosa que, hasta cierto punto, resulta eficaz. Lo que defiende entonces a la práctica científica de la subjetividad no es la objetividad -pues las cosas son mudas-, sino la intersubjetividad: la institucionalización del discurso a través de su comunicación y consensuación en una determinada colectividad.
Y esto para bien y para mal: la realidad no está conformada por los mejores discursos científicos, sino por los discursos científicos difundidos y aceptados por la colectividad, es decir, por aquellos que pasan a configurar una determinada representación social de lo real -y, es necesario añadirlo, una determinada intervención social sobre lo real.
Pero no sólo los discursos científicos, todos los discursos que son eficazmente comunicados y positivamente acogidos -sancionados- por la colectividad, participan de ese tejido semiótico que constituye la realidad. De hecho, el papel protagónico de los discursos científicos y tecnológicos en la configuración de la realidad constituye un fenómeno reciente, esencialmente asociado, como sabemos, a la revolución industrial y a la consolidación del universo capitalista.
Realidad y consenso
A la luz de las consideraciones anteriores, se hace necesaria una inversión generalizada de la comprensión de los fenómenos informativos tal y como los gestiona el paradigma de la comunicación. Como hemos expuesto, ésta reduce la temática de la información a la de la comunicación en tanto transmisión e intercambio de mensajes, ignorando y ocultando la cuestión misma de la producción de la significación.
Ahora bien, desde el momento en que se reconoce que el tejido de la realidad es el tejido del Lenguaje y que, en cuanto tal, la realidad es esencialmente intersubjetiva, la comunicación, en tanto proceso de circulación de discursos, se nos descubre como una dimensión esencial en el proceso de producción de la realidad. Pues sólo a través de la circulación en la colectividad los discursos pueden obtener el grado de difusión suficiente que les permita alcanzar la sanción intersubjetiva. O en otros términos: la realidad es una cuestión de consenso.
Pero, es necesario añadirlo, de consenso precario. Basta aproximarse a cualquier ciencia, incluso a las más consolidadas epistemológicamente, para comprobar cómo, aún cuando en ellas el consenso ha de establecerse en el ámbito de una comunidad bastante reducida, múltiples discursos se confrontan, cómo diversas teorías chocan en sus diversos y muchas veces antagónicos esfuerzos por volver inteligible cierto segmento de lo real. Cómo no esperar antagonismos semejantes, si no más acentuados, en espacios sociales más abiertos y ante aspectos de lo real que afectan más directamente las experiencias cotidianas de los sujetos.
Tal es el caso, evidentemente, de lo que llamamos realidad social -de una manera un tanto ingenua, pues toda realidad es necesariamente intersubjetiva y, por ello mismo, social-, es decir, el conjunto de sucesos, e instituciones que afectan de manera significativa al conjunto del cuerpo social. El mismo orden social depende del grado de asentamiento, es decir, del grado de consenso sobre la realidad social. Esta es, en lo esencial, la temática que la sociología ha ceñido bajo los conceptos de ideología y conflicto ideológico. Pues los conflictos ideológicos -la lucha ideológica, en términos marxistas-, suponen, en último extremo, puntos de disenso en la configuración de la realidad social.
Capítulo 3. Lo Real: dimensión experiencial
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Y sin embargo… lo místico (Wittgenstein)
Ahora bien, desde el punto de vista que proponemos -y en el que las reflexiones de Kant, Wittgenstein y Saussure se manifiestan convergentes- lo Real aparece sin más como una noción límite, en la medida misma en que es situado más allá del límite de lo que puede ser entendido y, en esa misma medida, dicho.
A ello se refiere el célebre enunciado wittgensteniano:
«Sentir el mundo como un todo limitado es lo místico.» 274
Precisamente: la conciencia de los confines -de la clausura estructural- del mundo lógico, es la vía que conduce a localizar lo que está más allá de esos mismos límites 275. Pero sin duda la palabra que acabamos de usar –localizado– resulta confusa: pues algo sólo puede ser localizado en el interior del mundo lógico, precisamente porque la lógica establece su topología. Y por ello ninguna topología es posible más allá de ella. Seguramente por eso Wittgenstein opta por la expresión de lo místico para nombrarlo. Pues esta palabra no nombra una región sino, propiamente, una dimensión de experiencia netamente subjetiva que escapa a toda articulación por el lenguaje:
Sólo allí, en ese ámbito inaccesible al entendimiento, es situada la cuestión del sentido:
«No es lo místico cómo sea el mundo, sino qué sea el mundo.» 276
Ese es el enigma; mas, como no puede ser articulado, como escapa al orden de lo articulable, el enigma mismo -piensa Wittgenstein- debe ser recusado:
«Para una respuesta que no se puede expresar, la pregunta tampoco puede expresarse.
«No hay enigma.
«si se puede plantear una cuestión, también se la puede responder.» 277
Comprobamos así como, cuando el Tractatus se aproxima a su desenlace -o, más bien, a su interrupción-, aumenta la tensión que lo atraviesa: hay enigma, se nos dice, pues lo místico, eso de lo que no podemos decir nada, existe, sin embargo, más allá; y sin embargo, no hay enigma, pues el enigma mismo no puede formularse. Tensión que se resuelve en la violencia de su movimiento de recusación: finalmente, ni siquiera se reconoce margen alguno a la duda:
«El escepticismo no es irrefutable, sino claramente sin sentido si pretende dudar allí en donde no se puede plantear una pregunta.
«Pues la duda sólo puede existir cuando hay una pregunta; una pregunta, sólo cuando hay una respuesta, y ésta únicamente cuando se puede decir algo.» 278
Recusación, radical, expulsión del campo del lenguaje de toda inscripción de la interrogación del sujeto -en lugar de la interrogación, solo preguntas para las que puede haber respuesta. Abolición, en suma, de la interrogación del sujeto:
«Nosotros sentimos que incluso si todas las posibles cuestiones científicas pudieran responderse, el problema de nuestra vida no había sido más penetrado. Desde luego que no queda ya ninguna pregunta, y precisamente ésta es la respuesta.» 279
Y recusación, por lo demás, extrema: desaparición, incluso, de la pregunta:
«La solución del problema de la vida está en la desaparición de este problema.”
«(¿No es esta la razón de que los hombres que han llegado a ver claro el sentido de la vida, después de mucho dudar, no sepan decir en qué consiste este sentido?)» 280
Sin duda, en su conclusión el Tractatus parece postular cierto ámbito de saber, propiamente místico, para el que no habría palabras: ahí podría verse claro el sentido de la vida, alcanzándose la justa visión del mundo:
«Mis proposiciones son esclarecedoras de este modo; que quien me comprende acaba por reconocer que carecen de sentido, siempre que el que comprenda haya salido a través de ellas fuera de ellas. (Debe, pues, por así decirlo, tirar la escalera después de haber subido.)”
«Debe superar estas proposiciones; entonces tiene la justa visión del mundo.
«De lo que no se puede hablar, mejor es callarse.» 281
Pero entonces, si ninguna palabra debe ser proferida con relación a ello, si el lenguaje debe identificar sus límites con los de lo inteligible, si la interrogación del sujeto no debe escribirse -pues solo son aceptables las preguntas que prefiguran sus respuestas-, el orden social, la civilización, los discursos que la configuran, deberán configurarse de espaldas a esa dimensión; terminarán, pues, por configurarse sobre su repudio.
El sujeto y lo real (Wittgenstein)
«De lo que no se puede hablar, mejor es callarse.»
Lo hemos advertido, lo místico -la palabra escogida para nombrar lo real, eso que escapa al orden del lenguaje- nombra no una región de cosas, sino una dimensión de experiencia; y en ella es, después de todo, situado el sujeto:
«El yo entra en filosofía por el hecho de que “el mundo es mi mundo”.» 282
«El sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo.» 283
«(…) ¿dónde en el mundo puede observarse un sujeto metafísico? Tú dices que aquí ocurre exactamente como con el ojo y el campo de visión; pero tu no ves realmente el ojo.
«Y nada en el campo de visión permite concluir que es visto por un ojo.» 284
«El yo filosófico no es el hombre, ni el cuerpo humano, ni tampoco el alma humana de la cual trata la psicología, sino el sujeto metafísico, el límite -no una parte del mundo.» 285
El ámbito de lo místico wittgensteniano es pues, simultáneamente, el de lo real y el del sujeto -y es que Wittgenstein concibe con absoluta nitidez ese punto de opacidad real que constituye el núcleo más denso del sujeto 286:
«El mundo es independiente de mi voluntad.» 287
«Aunque todo lo que deseáramos ocurriese, esto sería solamente, por así decirlo, una merced de la suerte, pues no hay conexión lógica entre voluntad y mundo que pueda garantizar tal cosa, ni nosotros podríamos a su vez querer esta supuesta conexión física.» 288
Aunque no es formulado como tal, en cierto modo diríamos que ese núcleo radical de la subjetividad es reconocido entonces como el de una singularidad absoluta, inarticulable, inexpresable, incomunicable. Sin duda, una singularidad que el discurso de las ciencias no podrá nunca articular, pues su dimensión propia es la de la generalidad:
«No debemos olvidar que la descripción del mundo por la mecánica es siempre completamente general. No se habla nunca de puntos materiales determinados, sino sólo de algunos puntos cualesquiera.» 289
El carácter abstracto, categorial, del discurso de la ciencia, la generalidad de sus enunciados, en la misma medida en que excluye la singularidad de lo real, excluye toda posible escritura de eso real que habita al sujeto.
«Ser general significa (…) solo valer de modo accidental para todas las cosas.» 290
El ámbito del accidente, de la contingencia, de la casualidad: tal es el ámbito del sujeto y de lo real -de lo místico. La incertidumbre -diríamos que existencial- se descubre entonces como la otra cara de esa probabilidad 291 que ha de caracterizar a la verdad de los enunciados de la ciencia una vez que toda causalidad ha sido deconstruida.
«Que el sol amanezca mañana es una hipótesis: y esto significa que no sabemos si amanecerá.» 292
La literalidad acerada de este enunciado -la otra cara de ese otro que cierra el Tractatus y que proclama que de lo que no se puede hablar, mejor es callarse– delimita con tanta precisión como desgarramiento ese punto concluyente que hiende el discurso wittgensteniano en su desenlace: aunque no declarado, como tal, es un punto de angustia lo que localiza ese sujeto intuido en los límites del lenguaje; la angustia de que en cualquier momento, como un golpe puro de azar, el sol se apague definitivamente.
Lo real está ahí, es / incognoscible
Lo real está ahí, es. Con independencia de toda conciencia que pretenda pensarlo. El verbo ser, aquí, debe ser tomado como puramente intransitivo, rechazando, por tanto, cualquier predicado. Lo real es aquello que es refractario a toda predicación, a toda explicación, a toda inteligibilidad.
Podría también definirse lo real, al modo kantiano, como lo incognoscible: el ámbito de las cosas en sí kantianas, en el límite siempre hostiles, impermeables a toda percepción y a toda nominación.
Aun cuando es ésta una definición menos precisa, pues hace transitivo un verbo que aquí no puede serlo, y da un atributo a algo que no puede tener ninguno. Pero precisamente por eso resulta algo más fácil: pues dota de un atributo, aun cuando éste sea negativo.
Pero es al menos negativo respecto a mí, y así, en esta configuración antropomórfica, se me hace más fácil pensarlo.
En cualquier caso la cosa es difícil, pues, ¿cómo entender lo que no puede ser entendido?
Lo real, la realidad, construcción
Desde luego la noción de lo real se nos resiste, no podría ser de otra manera: pues lo real es precisamente la resistencia del mundo a ser entendido. Sencillamente porque el mundo no ha sido hecho para ser pensado. Y por eso lo real es lo que se deduce de este mismo hecho: de que el mundo no está hecho para nosotros -es decir, para que nosotros lo pensemos.
Aceptar esa resistencia es precisamente aprender a usar la noción de lo real. Negarla, y negar con ella la noción misma, no es después de todo otra cosa que una ingenuidad narcisista que hoy solo pervive donde solo hoy pervive el positivismo: en las ciencias humanas.
Porque las otras, las duras hace ya un siglo que han renunciado al positivismo y a su reconciliado mundo de la determinación absoluta: el principio de Indeterminación, la crítica de la causalidad y su sustitución por algo tan inquietante como la mera probabilidad, las nociones de entropía, caos, antimateria y agujero negro 293, delimitan el lugar de lo real con una decisión que debería abochornar a unas ciencias humanas que todavía se obcecan en los usos positivistas.
Las paradojas del lenguaje
Nos encontramos ante las paradojas del lenguaje: desde el momento en que el lenguaje es la condición y la estructura de todo entendimiento, ¿cómo pensar lo que escapa al pensamiento mismo?
Ahora bien, nada tan poco serio como descartar la noción de lo real por las paradojas que abre.
Por el contrario: las paradojas -y no hay otras paradojas que las del lenguaje- deben ser tomadas muy en serio; no son juegos gratuitos del lenguaje. Bien por el contrario, son las vías por las que el ser hablante, es decir, el ser configurado por el lenguaje, se aproxima a lo que está más allá de éste, es decir, a lo otro del lenguaje, a lo real.
En ello debemos, por tanto, corregir a Wittgenstein, pues él, el hombre que ha enunciado una de las últimas grandes paradojas, la de los límites del mundo del lenguaje, no terminó de comprender lo que la paradoja misma introducía. Por eso cometió el error de decir que de eso, de lo que escapaba a los límites del lenguaje, nada podía ser dicho, cuando lo que debía haber dicho es que eso no podía ser entendido.
Pues su misma paradoja, como toda buena paradoja, es eso precisamente lo que hace: decir sobre lo real.
De modo que lo real aparece ahí, precisamente en ese filo de sinsentido que se encuentra en el punto de inflexión de la paradoja: allí donde se cortan sin articulación posible dos cadenas discursivas en sí mismas perfectamente coherentes y articuladas.
Y así, cuando alguien se ensimisma en una paradoja experimenta ese punto de sinsentido, ese vacío de significado donde cesa toda inteligibilidad.
Pues cuando uno se ensimisma en una paradoja sabe que hay algo que no puede entender. Y debe advertirse la diferencia conceptual que aquí se traza: no lo entiende, pero lo sabe. Sabe, precisamente, que no lo entiende. Y hay un sabor para eso: el sinsentido se siente. Y es más: duele.
Ahí, en ese que es el punto de ignición de la paradoja, el sujeto sabe de lo real. Y en esa misma medida, propiamente, se ensimisma: sabe en ese punto en que, porque no entiende, se quema -podría, pues, ser pensado, por ejemplo, como un cortocircuito del fluido eléctrico del lenguaje-, sabe en ese punto, de lo que de real hay en él.
Y lo que la filosofía tantea en el ámbito de las paradojas ¿no es después de todo lo mismo que se juega en campo de la experiencia estética? 294.
Decir / Mostrar (Wittgenstein)
Sería sin embargo inexacto decir que Wittgenstein, de eso que desborda los límites del lenguaje, solo ofreciera una caracterización negativa. Pues, en un momento dado -que sin embargo no será objeto de ulteriores desarrollos-, realiza un señalamiento de máximo interés para la Teoría de la Imagen:
«hay, ciertamente, lo inexpresable, lo que se muestra a sí mismo; esto es lo místico.» 295
Lo que no puede ser dicho, advierte Wittgenstein, puede ser mostrado. Es evidente que cuando esto escribe, está pensando en la función anafórica del lenguaje: esa por la que ciertos operadores de éste -los deícticos- señalan hacia el exterior del lenguaje. Pero no es menos cierto que estos, por su mera existencia, suscitan la temática de lo visual: si lo no dicho por indecible puede, en todo caso, ser mostrado, señalado, ese señalamiento convoca a una mirada: eso indecible, en cualquier caso, se da a ver.
¿En qué medida los textos audiovisuales pueden manifestarse como ámbitos no sólo de decibilidad sino también de mostración? ¿En qué medida lo real puede comparecer en ellos manifestando la resistencia de su ámbito a toda decibilidad? ¿No podría, desde este punto de vista darse nueva luz a esa contradicción a la que constatáramos se veían abocados Gombrich y Arnheim en sus esfuerzos por construir sus teorías de la imagen?
Nos referimos a ese momento en el que Arnheim debe constatar como todo su sistema teórico entra en crisis ante la irrupción de la fotografía, esa imagen que se descubre informe, caótica e incomprensible 296. O a ese otro momento en el que Gombrich se ve obligado a reconocer que el arte contemporáneo asume un desafío que su teoría de la imagen define como inconcebible: el de hacer visible la ambigüedad. 297
La violencia, la continuidad (Bataille)
Bataille -en la estela de los pensamientos nietzschianos y existencialistas- retoma el tema de los límites de la razón, es decir, del lenguaje, pero situando la reflexión desde un punto de vista histórico-antropológico. Y así sitúa lo real -que él nombra con el término de violencia– en el origen: la violencia -traduciríamos en términos psicoanalíticos- de la pulsión -del proceso primario freudiano.
La aparición de la sociedad -del lenguaje, de la comunicación, de la razón en suma- tendría como condición el interdicto de la violencia:
«la ciencia procede del interdicto (…) el rechazo del objeto que trastorna y del trastorno fue necesario para la claridad -que nada turbaba- del mundo de la actividad, del mundo objetivo. Sin el interdicto, sin el primado del interdicto, el hombre no hubiese podido llegar al estado de conciencia clara y distinta, sobre la cual la ciencia está fundamentada. El interdicto elimina la violencia.» 298
La irrupción del lenguaje -y con él de la razón- exige de la discriminación, de la diferencia, es decir, de la discontinuidad 299. La violencia de la pulsión, en cambio, apunta hacia la continuidad de lo indiferenciado, desordenado, caótico.
«Por su actividad, el hombre edificó el mundo racional, pero siempre subsiste un fondo de violencia. La propia naturaleza es violenta..» 300
«Hay en la naturaleza, y subsiste en el hombre, un movimiento que siempre excede a los límites… el universo que nos rige no responde a ningún fin que la razón limite y, si intentamos hacerlo responder de Dios, no hacemos más que asociar desrazonablemente el exceso mismo, en presencia del cual esta nuestra razón, y esa razón. Pero por el exceso que está en él, ese Dios, del que quisiéramos conformar la noción comprensible, no cesa, excediendo a esa noción, de exceder los limites de la razón.» 301
«el exceso se manifiesta en la medida en que la violencia vence a la razón. El trabajo exige una conducta en la que el cálculo del esfuerzo, relacionado con la eficacia productiva, es constante. Exige una conducta razonable (…)» 302
El sujeto, en tanto consciente, configurado por el lenguaje, se descubre confinado en su discontinuidad. Y por eso su conciencia -racional- vive la contradicción con la pulsión que lo habita y que empuja hacia la discontinuidad:
«Entre un ser y otro, hay un abismo, hay una discontinuidad.
«Este abismo es profundo… Sólo podemos, juntos y en común, sentir el vértigo de este abismo. Puede fascinarnos. Este abismo, en cierto sentido, es la muerte y la muerte es vertiginosa, es fascinante.
«para nosotros que somos seres discontinuos, la muerte tiene el sentido de la continuidad del ser.» 303
«Esencialmente, el campo del erotismo es el campo de la violencia, de la violación… arrancar al ser de la discontinuidad es siempre lo más violento. Lo más violento para nosotros es la muerte que, precisamente, nos arranca de la obstinación que tenemos en ver durar el ser discontinuo que somos.» 304
Para contener esa violencia, para confinarla de manera que no desbarate el orden social, el interdicto, a la vez que se funda, define los ámbitos de su transgresión, a la vez que la confina ritualmente: por eso los ritos nucleares de toda cultura se centran sobre esos umbrales de la violencia, del fin de la discontinuidad, que son la muerte y el sexo 305. Y, también, los del arte:
«La literatura se sitúa, de hecho, a continuación de las religiones, de las que es heredera. El sacrificio es una novela, es un cuento, ilustrado de manera sangrienta… representación teatral, un drama reducido al episodio final, en el que la víctima, animal o humana, se arriesga sola, pero se arriesga hasta la muerte. El rito es ciertamente la representación, retomada a fecha fija, de un mito, es decir esencialmente de la muerte de un dios… el sacrificio de la misa.» 306
Lo real (Lacan)
En el ámbito del psicoanálisis contemporáneo, Jacques Lacan, habiendo leído a de Saussure y Wittgenstein, y retomando el hilo de reflexión de Bataille 307, a la vez que asume el papel del leguaje en la configuración de la realidad perceptiva humana 308, localiza, más allá de ella, la dimensión de lo real:
«Lo real o lo que es percibido como tal es lo que resiste absolutamente a la simbolización. A fin de cuentas, ¿no se presenta acaso en su punto máximo el sentimiento de lo real en la ardiente manifestación de una realidad irreal, alucinatoria?» 309
Lacan, retomando así la idea de Freud de que en todo sueño existe siempre un punto denso irreductible a toda interpretación, aísla una experiencia de lo real que emerge como una visión:
«la fenomenología de la inyección de Irma nos ha hecho distinguir dos partes. La primera desemboca en el surgimiento de la imagen terrorífica, angustiante, verdadera cabeza de Medusa; en la revelación de algo hablando estrictamente, innombrable, el fondo de esa garganta, de forma compleja, insituable, que hace de ella tanto el objeto primitivo por excelencia, el abismo del órgano femenino del que sale toda vida, como el pozo sin fondo de la boca por el que todo es engullido; y también la imagen de la muerte en la que todo acaba terminando […] Hay, pues, aparición angustiante de una imagen que resume lo que podemos llamar revelación de lo real en lo que tiene de menos penetrable, de lo real sin ninguna mediación posible, de lo real último, del objeto esencial que ya no es un objeto sino algo ante lo cual todas las palabras se detienen y todas las categorías fracasan, el objeto de angustia por excelencia.» 310
«en el momento en que se alcanza algo de lo real en lo que tiene de más abisal, la segunda parte del sueño de Irma pone en evidencia esos compuestos fundamentales del mundo perceptivo que constituye la relación narcisista. El objeto siempre está más o menos estructurado como la imagen del cuerpo del sujeto.» 311
«(…) lo real se encuentra en el límite de nuestra experiencia.» 312
En ese límite que es el del lenguaje -el del entendimiento y la conciencia- se localiza pues la experiencia de lo real. Y porque emerge como una visión angustiante y desestructurada, no puede por menos que suscitar una nueva luz a ese desorden que Kracauer y Arnheim aislaron en la fotografía. Es decir: en esa imagen que registra huellas de lo real.
4ª Parte. La Imagen y El Lenguaje: Semiótica
Capítulo 1. La cuestión del iconismo (Eco)
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La cuestión del Iconismo
Toda reflexión sobre el estatuto semiótico de las imágenes audiovisuales -y toda discusión sobre la pertinencia teórica de la noción de lenguaje audiovisual- pasa, de manera inevitable, por la discusión sobre las nociones de analogía, semejanza e iconismo.
Estas nociones fueron introducidas por Charles S. Peirce, quien definió el signo icónico por su relación de analogía o semejanza con respecto al objeto de referencia:
«Un Icono es un Representamen cuya Calidad Representativa es una Primariedad de él como un Primero. Es decir, una cualidad que él posee en cuanto cosa lo hace apto para ser un representamen. Así, cualquier cosa es apta para ser un Sustituto de cualquier otra cosa a la que se asemeje. (…)Un Representamen por Primariedad sol puede tener un Objeto similar» 314.
Pero el hecho de que la definición peirciana del signo comprometiera al referente suponía un atentado contra el principio de inmanencia semiótica, lo que dificultaba sobremanera su incorporación a la semiótica estructural proyectada por Saussure. Conviene señalar a este propósito -pues se trata de un dato epistemológico que la semiótica moderna ha tendido habitualmente a ignorar- que el empirismo filosófico que fundamentaba la semiótica norteamericana entraba en contradicción con el racionalismo nuclear del pensamiento estructuralista saussuriano, del que el principio de inmanencia -de raigambre kantiana- era la expresión metodológica esencial. En Saussure el referente es, por definición, impertinente: en nada atañe al funcionamiento del orden semiótico y, por tanto, es innecesario para la definición de sus elementos constitutivos -los signos.
Semiótica de la Significación y Semiótica de la Comunicación
Umberto Eco intentó una síntesis del pensamiento peirciano y saussuriano, tratando de despejar, del primero, su presupuesto referencialista.
Así, tomando posición por el inmanentismo saussuriano, afirmó que la cuestión del referente, si constituía un fundamento necesario de la semántica extensional, resultaba del todo innecesaria para la semiótica, entendida como semántica intensional 315. De manera que la tríada peirciana (representante / interpretante / Objeto) podía ser reducida a la díada saussuriana (significante / significado): el código, en tanto sistema estructurado de convenciones, podría ser considerado en independencia de toda dimensión referencial.
Considerando con ello resuelto el conflicto epistemológico entre las teorías saussuriana y peirciana, propuso la configuración del campo semiótico en dos grandes ámbitos: el de la semiótica de la significación y el de la semiótica de la comunicación. El primero se ocuparía de la teoría de los códigos -de los sistemas semióticos que hacen posible la significación- y el segundo de la teoría de la producción de los signos -de la producción de textos entendidos como hechos semióticos empíricos-:
«… estamos ante un proceso de comunicación, siempre que la señal no se limite a funcionar como simple estímulo, sino que solicite una respuesta interpretativa del destinatario.
«El proceso de comunicación se verifica sólo cuando existe un código. Un código es un sistema de significación que reúne entidades presentes y entidades ausentes. Siempre que una cosa materialmente presente a la percepción del destinatario representa otra cosa a partir de reglas subyacentes, hay significación. Ahora bien… el acto perceptivo del destinatario y su comportamiento interpretativo no son condiciones necesarias para la relación de significación: basta con que el código establezca una correspondencia entre lo que representa y lo representado, correspondencia válida para cualquier destinatario posible, aun cuando de hecho no exista ni pueda existir destinatario alguno.» 316
Existe pues una preeminencia heurística de la noción de significación sobre la de comunicación: la existencia de un mundo -de un sistema- de significaciones se presenta como la condición de todo acto comunicativo. Preeminencia que, en su fondo, remite a la de la lengua sobre el habla: de manera que el sistema -la lengua, la significación-, aparece como la condición necesaria del acto -el habla, la comunicación.
Así, la semiótica, en tanto teoría de la significación, conduce a la revisión de la definición tradicional de comunicación -en tanto transmisión de significación-, que se descubre restrictiva. La definición propuesta por Eco –estamos ante un proceso de comunicación, siempre que la señal no se limite a funcionar como simple estímulo, sino que solicite una respuesta interpretativa del destinatario-,
al identificar la comunicación con la respuesta interpretativa, extiende la noción de comunicación a todo acto humano, dado que éste, por estar configurado culturalmente, posee una dimensión significante que hace posible -y reclama- su interpretación, con independencia de que ésta tenga lugar de manera consciente o no consciente. Pues todo fenómeno cultural es un hecho de significación que afecta necesariamente a los individuos que participan de la cultura de la que tal hecho forma parte, constituyéndolos en sus destinatarios objetivos aún cuando carezcan de conciencia de ello. Y lo mismo puede decirse, en el límite, del acto perceptivo mismo, dado que, como se sabe, toda percepción es en sí misma un acto de interpretación, de aislamiento de significación.
Partiendo de presupuestos semejantes, Emilio Garroni había afirmado que:
«Si consideramos la comunicación como caracterización específica de la substancia semiótica en su rasgo universal más destacado (precisamente porque comunicar es la manifestación de un conjunto de valoraciones sociales que presuponen la valoración social, y la comunicación como condición de la misma) (…) el que comunica en cierto sentido es más bien la sociedad (o al menos también la sociedad) que el individuo.» 317
Así, todo hecho de significación puede y debe ser considerado como un acto de comunicación. Con lo que Garroni concluía que:
«Todo lo que puede ser analizado de acuerdo con una instancia de analizabilidad (una forma) determinada y especificada diversamente, respecto a una substancia que a su vez puede ser analizada de acuerdo con una condición específica (la comunicación) y se presenta como un conjunto de valoraciones sociales propiamente y de una manera general es un fenómeno semiológico o un acto comunicativo.”» 318
Por todo lo cual, Eco concluye que:
«Hay sistema de significación (y, por tanto, código), cuando existe una posibilidad establecida por una convención social de generar funciones semióticas, independientemente de que los funtivos de dichas funciones sean unidades discretas llamadas “signos” o grandes porciones del habla, con tal de que la correlación haya sido establecida precedente y preliminarmente por una convención social.
«En cambio, hay proceso de comunicación, cuando se aprovechan las posibilidades previstas por un sistema de comunicación para producir físicamente expresiones, y para diferentes fines prácticos.”» 319
Vamos a tratar de mostrar a continuación que esta bipartición, que corresponde en lo esencial a la oposición chomskyana entre competencia y actuación 320, es la vía por la que Eco ensaya la síntesis de las dos tradiciones semióticas -y de las dos posiciones epistemológicas que las fundan. Así, podríamos decir, grosso modo, que la semiótica de la significación es concebida al modo saussuriano, mientras la semiótica de la comunicación lo es al modo peirciano.
Signo: tipo y espécimen
«Cuando un código asocia los elementos de un sistema transmisor con los elementos de un sistema transmitido, el primero se convierte en la expresión del segundo, el cual, a su vez, se convierte en el contenido del primero.
«Existe función semiótica, cuando una expresión y un contenido están en correlación, y ambos elementos se convierten en funtivos de la correlación.» 321
«Lo que hace un código es proporcionar las reglas para generar signos como ocurrencias concretas en el transcurso de la interacción comunicativa.» 322
«un código establece la correlación de un plano de la expresión (en su aspecto puramente formal y sistemático) con un plano del contenido (en su aspecto puramente formal y sistemático); una función semiótica establece la correlación entre un elemento abstracto del sistema de la expresión y un elemento abstracto del sistema del contenido; de ese modo, un código establece tipos generales, con lo que produce la regla que genera tokens o especímenes concretos, es decir, aquellas entidades que se realizan en los procesos comunicativos y que comúnmente llamamos signos (…). “»
323
Como puede constatarse en estos párrafos, mientras que el código -concepto nuclear de la semiótica de la significación- es definido a la manera saussuriana -si bien con una terminología hjemsleviana 324, pero en la que los planos de expresión y del contenido corresponden sin conflicto con los saussurianos del significante y del significado-, el hecho comunicativo lo es al modo peirciano, es decir, como un representamen concreto, material, un espécimen que responde a determinado tipo abstracto. De manera que la noción del signo es definida a un doble nivel: como tipo abstracto -y en cuanto tal elemento del código- y como manifestación concreta o espécimen -y en cuanto tal hecho comunicativo. Sin embargo, esto no puede ser entendido como equivalente a la distinción saussuriana entre lengua y habla, dado que en Saussure el signo es definido exclusivamente como hecho de lengua -y en esa misma medida como puramente psíquico, diferencial e inmaterial-, lo que excluye toda caracterización concreta, física o material del mismo.
Lo que conduce, finalmente, a una definición de índole peirciana -empirista y no racional, inductiva y no deductiva- del signo:
«La semiótica se ocupa de cualquier cosa que pueda considerarse como signo. Signo es cualquier cosa que pueda considerarse como substituto significante de cualquier otra cosa. Esa cualquier otra cosa no debe necesariamente existir ni debe subsistir de hecho en el momento en que el signo la represente. En ese sentido, la semiótica es, en principio, la disciplina que estudia todo lo que puede usarse para mentir.
«Si una cosa no puede usarse para mentir, en ese caso tampoco puede usarse para decir la verdad: en realidad, no puede usarse para decir nada.
«La definición de “teoría de la mentira” podría representar un programa satisfactorio para una semiótica general.”» 434
Es decir: el signo es definido como cualquier cosa -empírica, física, material- que pueda considerarse como substituto significante de cualquier otra cosa. El resto de la definición, por más que en extremo sugerente -pues ofrece un criterio intuitivo de fácil aplicación para delimitar el campo de los fenómenos semióticos- es, heurísticamente, tautológico: si aparentemente utiliza el par conceptual mentira/verdad como criterio discriminativo, de manera que el signo es identificado como todo aquello que puede usarse para mentir, no existe, realmente, tal discriminación posible: signo es también todo lo que puede usarse para decir la verdad. De manera que la mentira y la verdad comparecen como dos formas del decir, y todo queda, entonces, en que signo es todo aquello que puede ser usado, sin más, para decir. Es decir: para ocupar el lugar de cualquier otra cosa. -Con lo que, en la práctica, la extensión de los fenómenos que podrían ser considerados como signos conduciría a excluir toda una serie de fenómenos que el propio Eco identifica como tales: así las huellas, los síntomas y los indicios: pues constituyen, en si mismos, hechos que son identificados como tales cuando son dichos -por la lengua-, pero que en ningún caso constituyen, por sí mismos, manifestaciones del decir.
La cuestión del iconismo
El motivo de tal definición empirista es, por lo demás, declarado cuando se expone el objetivo teórico central del Tratado de Semiótica:
«será necesario ante todo demostrar que (i) existen diferentes tipos de signos o diferentes modos de producción de signos, (ii) muchos de dichos signos presentan un tipo de relación con su contenido que resulta diferente del que mantienen los signos verbales, (iii) una teoría de la producción de signos está en condiciones de definir todos esos tipos diferentes de signos recurriendo a un aparato categorial unificado.» 326
Eco parte de todo aquello que intuitivamente reconoce como signo a la vez que de la percepción, no menos intuitiva, de que existen tipos de signos que presentan un tipo de relación con su contenido diferente del que mantienen los signos verbales. Y apunta, entonces, inductivamente, a construir la teoría semiótica por generalización y abstracción de la observación de esos hechos. Así, los signos-especímenes son esos hechos empíricos a partir de los que comienza la inducción que conduce, por generalización y abstracción, a los signos-tipo.
Esta vía lleva de inmediato a Eco, a la hora de establecer sus criterios de clasificación de los signos, a incurrir en contradicción con los presupuestos básicos de la caracterización saussuriana del signo. En primer lugar, con el relativo a su carácter inmaterial, toda vez que propone, como el primero de sus criterios, atender al canal que los transmita o bien a su continuum de la expresión 327 y como el tercero, la fuente natural o emisor humano 328
-es desde luego difícil concebir que una fuente natural genere algo de índole inmaterial. Y, en segundo lugar,
su carácter discreto, toda vez que, como segundo criterio, propone la diferencia ente entidades discretas y continua graduados. 329
En su voluntad de despejar el factor referencial de la definición de los signos llamados icónicos, Eco procede a demostrar la imposibilidad de establecer relaciones de semejanza o de analogía entre dos cosas tan disímiles en sí mismas como las imágenes y los objetos que éstas designan. Observa en este sentido oportunamente que éstas sólo pueden establecerse entonces entre el signo icónico y la imagen perceptiva -visual, acústica, táctil, etc.- del mismo. Pero la noción de analogía, si permite caracterizar a cierto tipo de signos -los icónicos-, no debe ser entendida como opuesta a la de convencionalidad. Sólo la mediación de la convención cultural -codificada, tal y como actúa ya en el proceso perceptivo- permite que pueda hablarse de signo. Por lo demás, señala como los datos de la psicología de la percepción, al poner en evidencia el carácter activo, operativo y cognitivo de ésta, inducen a reconocer la actuación en los procesos perceptivos de sistemas de procesamiento que podrían considerarse en cierto modo equivalentes a los códigos semióticos.
El precio que sin embargo Eco cree necesario pagar en este proceso es la renuncia, por lo que a los signos icónicos se refiere, de la exigencia de arbitrariedad. Habría en ellos, pues, una motivación analógica, pero que sería compatible con su carácter codificado, en tanto, convencional.
Sin embargo, lo consideramos un precio innecesario -innecesario, eso sí, para la definición del signo icónico, necesario en cambio, habremos de ocuparnos de ello, a la hora de definir el signo indicial; tendremos ocasión en su momento de abordar los efectos teóricos de ese precio. 330
Lo arbitrario del signo
Pero ahora lo que importa es mostrar en que medida la noción de arbitrariedad no debe ser descartada en la definición del signo icónico.
Saussure tuvo, buen cuidado en dejar claro que la arbitrariedad no era sólo la propiedad del un tipo específico de signos -los lingüísticos-, sino una propiedad esencial de todo signo:
«Cuando la semiología esté organizada, deberá preguntarse si los modos de expresión que se apoyan en signos completamente naturales -como la pantomima- le corresponden legítimamente. Suponiendo que los acoja, su principal objeto no dejará de ser por ello el conjunto de sistemas fundados sobre lo arbitrario del signo. En efecto, todo medio de expresión aceptado en una sociedad descansa en principio sobre una costumbre colectiva o sobre la convención, lo cual es lo mismo. Los signos de cortesía, por ejemplo, dotados a menudo de cierta expresividad natural (piénsese en el chino que saluda a su emperador posternándose nueve veces hasta el suelo), no dejan de estar fijados por una regla; es esa regla la que obliga a emplearlos, no su valor intrínseco. Puede por tanto decirse que los signos enteramente arbitrarios realizan mejor que los otros el ideal de procedimiento semiológico.» 331
No descarta con ello Saussure la cuestión de la motivación: a ella se refiere a través de la expresión signo natural o dotado de una cierta expresividad natural, pero advierte, a la vez, que, en la medida en que se trate de un signo, sometido a un sistema estructurado -es decir: integrado en un lenguaje, en un sistema de signos- ha de ser, en todo caso, convencional, sometido a una regla y, por tanto, arbitrario: de ello depende -y en ello estriba- su carácter semiótico es decir, siempre en términos saussurianos, su carácter psíquico y social, cultural, no natural.
Veámoslo a través de algunos ejemplos:
“CASA”
La gran variedad de casas existente permite percibir muy bien el problema: ningún signo icónico puede recubrir la extensión semántica casa, salvo que el código sea cerrado, dotado de un número limitado de signos: pero entonces lo arbitrario se impone: si la casa pintada puede nombrar también un rascacielos, es que muchos de sus elementos dejan de funcionar por su iconicidad: aun cuando motivados en su origen, se manifiestan, en su uso, como evidentemente arbitrarios. De lo que se deduce que la arbitrariedad aparece como un efecto inmediato de la constitución de un sistema semiótico -en tanto conjunto estructurado de elementos limitados y reglados.
“MUJER”
El mismo problema: el icono que descodificamos como equivalente al signo lingüístico mujer sólo podrá cubrir la extensión semántica de éste en la medida en que forme parte de un código cerrado que le destine la tarea de designar a todas las mujeres. Pero entonces ni siquiera la esquemática falda de la figura resultará pertinente: el coste de nombrar a todas las mujeres, incluso a las que visten pantalones, pasa por una extrema arbitrarización de la imagen en tanto signo icónico.
Parece quedar claro, por tanto, que el funcionamiento de la imagen, en tanto signo, depende de su arbitrariedad -la arbitrariedad constitutiva de todo lenguaje en tanto sistema de signos. Pero reconocer este hecho no supone negar la presencia, en la imagen, de una dimensión analógica. Pues, precisamente, las imágenes no tienen por qué quedar agotadas en su dimensión semiótica. Resulta obligado, por tanto, explorar la dimensión analógica de la imagen e interrogar su relación con su funcionamiento semiótico.
El signo icónico: Lo arbitrario y lo motivado
Parece necesario concluir, entonces, que, aunque no todo signo es completamente arbitrario -pues los signos icónicos son, en cierto grado, analógicamente motivados, en tanto algunos de sus rasgos están motivados, es decir, manifiestan relaciones de analogía con las imágenes perceptivas-, todo signo -incluidos los llamados icónicos- está sometido a un código y es siempre por eso, en cierto grado, arbitrario -y es precisamente por eso, añadámoslo, que puede ser reconocido como signo.
Así pues, el hecho de que las categorías de arbitrariedad y motivación sean en sí mismas contradictorias no debe conducir necesariamente a exigir del signo icónico que sea del todo arbitrario o del todo analógico: si fuera del todo arbitrario carecería de sentido hablar de iconicidad, pues ya a ningún nivel se diferenciaría de los signos de modalidad lingüística o equivalentes; y si fuera del todo motivado ya no sería, a fin de cuentas, un signo.
Es necesario, pues, asumir la idea de que los signos icónicos son a la vez, en cierto grado, arbitrarios y, en cierto otro grado -inversamente proporcional al primero- motivados. 332
Ratio facilis y ratio difficilis
Sin embargo, si Eco se ve obligado a renunciar de manera total al rasgo de la arbitrariedad en su definición del signo es porque quiere introducir en él todo una serie de fenómenos donde la noción misma de código en tanto sistema de unidades discretas no puede sustentarse ya. Cuestión que nos interesa especialmente pues se trata no sólo del territorio de las imágenes pictóricas -en las que, desde luego centrará su reflexión-, sino también, aunque de éstas casi no se ocupe en esta ocasión 333, de las imágenes audiovisuales.
Pues bien, en el abordaje de este ámbito, que es suscitado a propósito del cuarto criterio de tipologización de los signos, la reproducibilidad de las expresiones 334, se manifiestan en el discurso de Eco toda una serie de contradicciones internas.
Si bien en principio sostiene que “cualquier reproducción es un espécimen que concuerda con su tipo” 335 procede a continuación a diferenciar dos tipos de relación de reproducción que identifica como ratio facilis y ratio difficilis:
«Existe ratio facilis cuando un espécimen expresivo concuerda con su tipo expresivo, tal como éste ha quedado institucionalizado por un sistema de la expresión y -como tal lo ha previsto un código.
«Existe ratio difficilis, cuando un espécimen expresivo concuerda directamente con su contenido, bien porque no exista tipo expresivo, bien porque el tipo expresivo sea ya identifico al tipo de contenido. En otras palabras: existe ratio difficilis cuando la naturaleza de la expresión va motivada por la naturaleza del contenido. Sin embargo, ha de quedar claro que no estamos siguiendo el uso común de afirmar que existe motivación, cuando la expresión va motivada por el objeto del signo.”» 336
Como puede observarse, la ratio difficilis es definida entonces como un tipo de reproducción que sin embargo, no responde a la definición misma de la reproducción que Eco acababa de formular –un espécimen que concuerda con su tipo-, dado que no existe tal tipo. Aunque tan obvia contradicción debería obligar a excluir los fenómenos de ratio difficilis de la categoría de reproducción, Eco opta por una huida hacia delante:
«la ratio difficilis regula operaciones de institución de código.» 337
De manera que la codificación no existe todavía, sino que va a nacer, va a ser inventada -el término es de Eco- en el texto mismo en el que ese signo emerge -pero entonces, repitámoslo, carece de sentido hablar de reproducción: ¿cómo podría reproducirse algo que no existe todavía?
Así, para solucionar finalmente la contradicción, Eco opta por segregar estos fenómenos de ratio difficilis de la categoría de reproducción, aislando así, finalmente, la de invención. Y suscitando, a partir de una obra de Piero della Francesca, el caso de la pintura, dice:
«Cuando el pintor comenzó a trabajar, el contenido que quería expresar (en su naturaleza de nebulosa), no estaba todavía suficientemente segmentado. Así, que tuvo que INVENTAR.
«Pero también hubo que inventar la expresión: como hemos, dicho en 2.14.6., disponemos de la expresión idónea sólo cuando un sistema del contenido se ha diferenciado en el grado justo.
«Así, tenemos una situación paradójica en que debe establecerse una expresión a partir de un modelo de contenido que no existe hasta que no se haya expresado de algún modo. El productor de signos tiene una idea bastante clara de lo que quisiera decir, pero no sabe cómo decirlo: y no puede saber cómo hasta que no haya descubierto exactamente qué. La ausencia de un tipo de contenido definido vuelve difícil la elaboración de cualquier tipo expresivo: la ausencia de tipo expresivo hace que el contenido resulte vago e inarticulado.
«Por esa razón, entre transmitir un contenido nuevo pero previsible y transmitir una nebulosa de contenido existe la misma diferencia que media entre creatividad regida por reglas y creatividad que cambia las reglas.
«Por consiguiente, el pintor, en el caso que estamos examinando, tiene que inventar una nueva función de signo y, puesto que todas las funciones de signo están basadas en un código, tiene que proponer un nuevo modo de codificar.
«Proponer un código significa proponer una correlación. Habitualmente, las correlaciones se fijan por convención. Pero en este caso la convención no existe y la correlación deberá basarse en alguna otra cosa.» 338
Resulta evidente, a pesar de que Eco se niega a reconocerlo, que el referente que se pretendía haber excluido retorna aquí de manera inevitable: pues de tal se trata cuando se habla de un contenido que se encuentra en su naturaleza de nebulosa. El que intente ocultarlo afirmando que ese contenido no esta todavía suficientemente segmentado no puede ocultarlo. Pues es ésta una expresión en rigor insostenible: algo está o no está segmentado: si solo está en parte -a medias, no suficientemente- es que hay en él masas no segmentadas. Y lo propio del significado -por oposición a lo real, al referente en su estado bruto- es precisamente la segmentación. El mismo contrasentido aparece instantes después: si un sistema del contenido no se ha diferenciado en el grado justo es que no se ha diferenciado -hay o no hay diferenciación, carece de sentido aquí hablar de grados- y por tanto no puede hablarse de sistema del contenido -de significado. Y la confusión se reproduce todavía una vez más cuando se afirma que el productor de signos tiene una idea bastante clara de lo que quisiera decir, pero no sabe cómo decirlo: y no puede saber cómo hasta que no haya descubierto exactamente qué. Parece obligado reconocer que el productor de signos tiene
o no tiene una idea bastante clara de lo que quisiera decir. Si todavía no ha descubierto qué quisiera decir, es que no lo ha descubierto, e introducir los adverbios bastante o exactamente solo conduce a enmascarar la cuestión. O hay significado en el punto de partida o no lo hay: decir que solo lo hay a medias es utilizar las palabras significado o contenido para enmascarar la presencia de un referente no estructurado semánticamente.
Desde luego, Eco tiene razón cuando afirma que
«el significado de un término es una unidad cultural. En todas las culturas una unidad cultural es simplemente algo que esa cultura ha definido como unidad distinta a otras (…)»
Y que esa es la única vía para
«liberar el término /referencia/ de toda clase de hipotecas referenciales.»
Pero, precisamente por ello, debería darse cuenta del contrasentido de hablar de nebulosas de significado todavía no suficientemente segmentadas. Si son nebulosas y no están segmentadas, no puede hablarse de unidades culturales definidas como distintas a otras. Se trata siempre de la misma cuestión: hay o no hay distinción, discriminación. Y si no la hay no debe hablarse de unidad cultural, sino de un fenómeno referencial que aguarda su discriminación, su segmentación a través de un nuevo significante.
Es aquí, por lo demás, donde la concepción del código que Eco sustenta descubre sus profundas limitaciones: como más arriba hemos señalado, concibe un código como la correlación de un sistema de la expresión con un sistema semántico -o de contenido- y da por hecho la preexistencia de sistemas de contenido dispuestos y aguardando ser correlacionados con sistemas de la expresión. Parece ignorar, al expresarse así, que no puede existir un sistema semántico que no sea conformado por un sistema de la expresión -por un sistema estructurado de significantes. Los significados sólo nacen, precisamente, cuando un sistema de significantes extiende su malla sobre un ámbito de lo real -el universo referencial- segmentándolo y estructurándolo 339. Si en términos semióticos tiene algún sentido hablar de invención -de institución de códigos-, esta expresión sólo puede hacer referencia a la creación de nuevos sistemas significantes -o la diferenciación suplementaria de alguno ya existente- para segmentar y ceñir algo hasta entonces no identificado y, así, constituir un nuevo signo y/o un nuevo código.
De ahí ese enunciado circular con el que Eco trata de ceñir la actividad semiótica del pintor:
«El caso, entonces, es que debe establecerse una expresión a partir de un modelo de contenido que no existe hasta que no se haya expresado de algún modo.»
Si el modelo de contenido no existe, sencillamente, no existe, y no tiene sentido afirmar que debe establecerse una expresión a partir de ese modelo inexistente. De lo que se trata, en cambio, es de crear un modelo de contenido nuevo -una nueva significación- que sólo puede nacer como efecto de la creación o suplementaria diferenciación de un sistema de significantes. Pero ello supone cuestionar el presupuesto teórico de partida del que el propio Eco parte -su concepción del código como el encuentro de dos sistemas, formal y semántico, preexistentes- y, a la vez, asumir la primacía heurística -y genética- del significante sobre el significado. 340
El problema del referente
El problema fundamental estriba en cualquier caso en que esa vía de construcción del saber semiótico, contra lo que ingenuamente pretende Eco, hace imposible renunciar al referente como criterio teórico nuclear, pues se haya presente explícitamente, aunque el propio Eco parezca no darse cuenta, en su definición de signo, precisamente como esa cualquier otra cosa que no es el signo mismo.
El problema estriba, precisamente, en que se plantea la cuestión en el nivel de las cosas. De ahí, como ya hemos señalado, su necesidad de diferenciar en la noción de signo, el doble nivel espécimen/tipo. El espécimen es precisamente esa cosa física, empírica, material, que puede considerarse como substituto significante de cualquier otra cosa. Mientras que la cuestión se mantiene en el ámbito de la ratio facilis, esta doble dimensión del signo -espécimen/tipo- no plantea mayores consecuencias: el tipo sería propiamente el signo en su dimensión semiótica, mientras los especímenes no serían más que sus manifestaciones empíricas -siempre variables como los propios actos de habla. Pero cuando se plantea la cuestión de la ratio difficilis se comprueba que realmente es el espécimen el concepto teórico dominante en el signo de Eco: pues en la invención, el tipo -como el código mismo- sólo aparecerá más tarde, como el efecto de la creación del espécimen. Y así, el espécimen, en ausencia de tipo, sólo puede ser identificado por sus rasgos materiales -empíricos, referenciales. Por eso es necesariamente la relación que el signo-espécimen mantiene con esa cualquier otra cosa lo que constituye los criterios de identificación y clasificación de los diversos tipos de signos -y de sistemas semióticos, es decir, de códigos. Ahora bien, por esta vía, el número de signos diferentes puede aumentar indefinidamente, con solo añadir diferenciaciones ulteriores de las materias de la expresión tal y como se manifiestan en el continuum de lo real. Y, en esa misma medida, la noción de código -y con ella la de sistema estructurado- termina por esfumarse.
Creemos, en suma, que la debilidad de las semióticas icónicas derivadas de la teoría de Eco estriba en el lastre empirista de la semiótica peirciana de la que Eco no ha logrado liberarse. Al levantar acta del territorio semiótico en términos inductivos empiristas cual son los peircianos, y no en términos deductivos, racionalistas, como son los saussurianos, se ha visto llevado a postular tantos códigos -entendidos como sistemas productores de signos- como tipos de textos, a los que ha considerado como autónomos de la lengua y equivalentes a ella.
Sistema de reconocimiento figuras
Es un hecho indiscutible la existencia de textos audiovisuales: textos en los que la significación se haya contenida en imágenes visuales y sonoras de carácter analógico, es decir, intuitivamente reconocibles por sus destinatarios como, al menos en cierta medida, analógicas a las que conforman su experiencia perceptiva cotidiana. Pero el error de Eco estriba en tratar de explicar ese hecho afirmando que las configuraciones visuales que esos textos contienen son, en sí mismas, signos, lo que conduce inevitablemente a retornar a la idea, que ya creíamos descartada, de la existencia de tantos lenguajes audiovisuales como medios de comunicación o bellas artes existen.
Existe, en cambio, una hipótesis más simple: que lo que permite al espectador reconocer como significativas esas imágenes no es que ellas, en sí mismas, sean o contengan signos -lo que conduciría a la paradoja de hablar de infinitos signos posibles-, sino que son leídas a partir de ciertos signos de los que el espectador dispone y que proyecta sobre el continuum visual constituido por esas imágenes segmentándolo y volviéndolo, en esa misma medida, significante. 341
Cabría pues la posibilidad de postular un sistema semiótico de reconocimiento figuras -entendidas estas, al modo gestáltico, como patrones de reconocimiento perceptivo- conformado por el conjunto de perceptos -entendidos, ellos sí, como signos icónicos- que median en nuestra percepción del mundo y hacen posible la discriminación de figuras perceptivas.
En esta perspectiva se inscribe la noción de mundo natural en tanto lenguaje figurativo propuesta por J. A. Greimas 342. Sin embargo, la expresión escogida no es, en nuestra opinión, la más apropiada: hablar de mundo natural tiende a difuminar la dimensión inequívocamente cultural que caracteriza a todo acto perceptivo humano. Y, por otra parte, consideramos excesivo hablar, por lo que a él se refiere, de lenguaje, dada la ausencia evidente de todo sistema de reglas de articulación de sus elementos. Por lo que creemos más ajustada la expresión de sistema -perceptivo/semiótico- de reconocimiento de figuras.
Así, podrán reconocerse como signos icónicos todos los que, pertenecientes a códigos bien establecidos y por ello mismo en cierta medida arbitrarios, se manifiesten caracterizados por ciertos aspectos motivados con relación a ese sistema de reconocimiento de figuras.
Ahora bien, es necesario añadir también, y esta vez en acuerdo con Greimas, que tal sistema está esencialmente modelado por el lenguaje verbal. Y no solo porque existen siempre palabras en la lengua para nombrar a esas figuras, sino porque, en su aprendizaje perceptivo, las palabras de la lengua han intervenido de una manera decisiva. Basta, para constatarlo, atender al papel decisivo de las palabras de los adultos que guían el aprendizaje perceptivo del niño: Esto es una casa, esta es la ventana. Estas son la puerta, la chimenea, etc. Palabras que ayudan al niño a segmentar como figuras ciertas configuraciones de su campo visual y que, sobre todo, introducen, con su reaparición insistente en percepciones empíricas -y singulares- diferentes la constancia necesaria para que el patrón visual adquiera su suficiente nivel de abstracción –esto también es una casa, y aquello otro, y también lo que viste ayer cuando…
Este es, por lo demás, el motivo de que los dibujos de los niños tengan ese carácter conceptual que tanto ha llamado la atención de los investigadores: dibujan los patrones figurativos en el grado de abstracción que han hecho posible las palabras que han guiado su establecimiento y que ahora el niño repite mientras dibuja.
Capítulo 2. La noción de Representación
Signo / Representación
De acuerdo con lo hasta aquí señalado, resulta inapropiado identificar como signos los elementos que constituyen las imágenes características de las artes visuales -pictóricas, escultóricas…- así como las generadas por los medios audiovisuales -fotografía, cinematografía, imagen electrónica…-: si ante ellas nuestro procesamiento perceptivo permite la identificación de figuras -en la medida en que éstas pueden ser gestionadas por los signos icónicos que conforman nuestra percepción- no constituyen propiamente signos, pues lo que ofrecen a su contemplador son imágenes de figuras -objetos, actos y personajes- individuales, cuya singularidad se impone de manera prioritaria a su contemplador. Si un común signo icónico permite reconocer la figura de un hombre en un cuadro de Rembrandt o en una instantánea fotográfica, será siempre ese hombre singular el que reclame de manera protagónica la atención del observador en uno u otro caso.
Por eso, para hacernos cargo de tal problemática sin incurrir en los errores que hemos detectado en los enfoques semióticos hasta aquí analizados, creemos necesario proponer la recuperación de la noción de representación y su utilización como categoría diferenciada de la noción de signo.
Así, definiremos la representación como un enunciado que versa sobre objetos, hechos y enunciados singulares -o si se prefiere, por decirlo al modo de V. Quine 343, sobre términos singulares concretos, así por ejemplo: “un hombre”, “esta silla”, “Juanito”, “un hada”, “Ese elefante volador”. 344
Creemos justificada la proposición de este término tanto por el uso habitual del que es objeto en las llamadas artes representativas, como por el propio carácter de sus componentes semánticos que parecen designar una nueva presentación -re-presentación-, en el universo del lenguaje, de algo de lo que se postula una existencia previa y singular en el mundo -sea el que sea el mundo en cuestión.
Conviene diferenciar con nitidez el concepto de representación -tal y como lo definimos- del concepto de signo. No solo nombran cosas diferentes, sino que pertenecen a niveles semióticos diferenciados. Un signo no es una representación, sino la unidad de un sistema semiótico y, en tanto tal, no puede designar una existencia real -singular- sino una categoría de objetos. Así, por ejemplo: el hombre, la silla, la montaña.
La representación en cambio, es el efecto semántico de cierto tipo de enunciado, cuya existencia presupone necesariamente el empleo de signos -así, por ejemplo, este hombre, “sta silla, esta montaña-, en una determinada situación de discurso.
Por su carácter singularizador, toda representación presupone un espacio y un tiempo en el que aquello que es por ella re-presentado goza de existencia -virtual o referencial. Este es, por lo demás, un rasgo importante que diferencia a los enunciados representativos de los abstractos y genéricos: en cuanto estos designan abstracciones conceptuales, pueden ser concebidos con independencia de cualquier coordenada espacio temporal. Así, la silla, la verdad o el comer, en tanto que abstracciones, poseen una existencia virtual independiente de toda inserción concreta en el espacio y en el tiempo. En cambio, esta silla -determinada-, por su propio carácter de individuo singular, debe de existir en algún sitio y en algún momento de un mundo dado -sea este real, fantástico, etc.-; y lo mismo sucede con Juanito que está comiendo o con el destripador que huye de la policía. El que esta ubicación se encuentre explicitada en el enunciado -o en otro lugar del discurso- o que permanezca implícita es, en todo caso, lo de menos -pues el lector se verá obligado a deducirla o, cuando menos, a postularla.
Creemos que, por esta vía, la noción de representación, en tanto homologada semióticamente, permite, a su vez, establecer el estatuto semiótico de la noción de diégesis, que así puede ser definida como el universo espacio temporal implícito de todo enunciado representativo.
Discursos abstractos / discursos representativos
La noción de representación que proponemos permite diferenciar dos grandes modalidades discursivas: los discursos representativos y los discursos abstractos. Si acabamos de definir los primeros, podemos ahora definir los segundos como aquellos que designan categorías de objetos, actos o personas. O bien, en el extremo de la abstracción, signos y conceptos -discursos metalingüísticos.
A esta categoría pertenecerían los discursos filosóficos, científicos, tecnológicos y, en general los discursos funcionales.
Y conviene añadir, a este propósito, que si todo lenguaje es susceptible de generar discursos abstractos, sólo el lenguaje verbal y el sistema semiótico de reconocimiento figuras permiten la construcción de discursos representativos. Pues es un hecho que los lenguajes matemáticos ni a los lenguajes icónicos convencionales -pensemos en los de las señales de tráfico, aviación o marinería- carecen de signos que permitan conducir a la articulación de enunciados semánticamente singulares.
Representación: Descripción / Narración
Genette ha señalado los dos planos en los que puede organizarse un discurso representativo. Existe, según él, una
«nouvelle frontière, intérieure au domaine de la représentation. Tout récit comporte (…) des représentations, d’actions et d’événements, qui constituent la narration proprement dite, et d’autre part des représentations d’objects ou de personnages, qui sont le fait de ce que l’on nomme aujourd’hui la description.»345
Así, Genette señala que la descripción constituye una frontera interior al el dominio de la representación. Lo que conduce a diferenciar dos modalidades de representaciones: representaciones de acciones y de acontecimientos por una parte y, por otra, representaciones de objetos y de personajes. O, dicho en otros términos, representaciones narrativas y representaciones descriptivas.
Por lo demás, Genette 346 señala pertinentemente que nos encontramos ante dos fenómenos de orden diferente: si no es posible el relato en ausencia de información de carácter descriptivo, es perfectamente concebible un discurso descriptivo que no se articule en forma de narratividad. De hecho, como ha señalado Tzvetan Todorov, es difícil imaginar un nombre que carezca de contenido descriptivo:
«Si llamo a alguien Jean Dupont, realizo esencialmente un acto de denominación, de identificación… A primera vista esta expresión no describe, pero, de hecho, nos da una serie de datos: se trata de un ser humano, de un hombre, de un francés, además medio, etc.
«Si, por el contrario, llamo a alguien el zapatero, la operación esencial es la descripción; doy una definición precisa sobre el oficio de una persona y, por tanto, sobre su clase social. Sin embargo estas palabras, tomadas en un discurso concreto, pueden identificar lo mismo que un nombre propio. La diferencia entre estas dos relaciones es de grado y no existe oposición diametral.» 347
En otros casos, como los del relato cinematográfico o del cómic, este hecho resulta mucho más evidente: las imágenes que los constituyen poseen siempre un inmediato carácter descriptivo.
Descripción y narración se nos presentan como dos niveles diferentes de organización semiótica de los discursos representativos que mantienen entre sí una relación de inclusión que puede formularse así: todo discurso narrativo es, necesariamente, descriptivo, no siendo necesariamente cierto lo inverso.
La oposición genettiana entre narración y descripción encuentra su contenido sémico en tres oposiciones que la desglosan: procés, aspect temporel et dramatique / simultanéité; d’actions et événements / d’objects et des personnages.
«…la narration s’attache à des actions ou des événements considérés comme purs procès, et par là même elle met l’accent sur l’aspect temporel et dramatique du récit; la description (…) s’attarde sur des objects et des êtres considérés dans leur simultanéité, et (…) elle envisage les procès eux-mêmes comme des espectacles, semble suspendre le cours du temps et contribue à étaler le récit dans l’espace.»348
Es decir: lo estático frente a lo dinámico, la temporalidad frente a la simultaneidad. 349 Por su parte, Boris Tomachevski ha definido así la narratividad:
«El tema de la obra con fábula constituye un sistema unitario de, derivados el uno del otro, y recíprocamente relacionados. Es precisamente al conjunto de los acontecimientos en sus recíprocas relaciones internas a lo que nosotros llamamos fábula.
«(…) la fábula debe contar, no sólo con la ilación temporal, sino también con la causal.»
Por lo que presupone
«un nexo causal-temporal (que) liga el material temático.”»350
Creemos preferible, al margen de ulteriores precisiones, esta definición que, a pesar de su considerable antigüedad, se nos antoja mucho más precisa y rigurosa que otras posteriores como la de Bremond 351 o Van Dijk. 352
Podremos, entonces, apelando, por otra parte, a una sugerencia de Tomachevski 353, definir como descriptivo a todo discurso o fragmento de discurso de carácter representativo pero no narrativo.
Debe tenerse en cuenta que, desde este punto de vista, la noción de descripción no está limitada a la representación de objetos y personajes, pues puede incluir también acciones y acontecimientos, con la sola condición de que no se encuentren articulados en forma narrativa -es decir: ligados por relaciones temporales y causales.
Así pues, la oposición entre lo dinámico y lo estático no resulta útil para caracterizar la narratividad. Un discurso descriptivo puede combinar tanto enunciados estáticos como dinámicos, tanto enunciados de hacer como de estado, si optamos por la terminología greimasiana. 354
La narratividad se manifiesta entonces en la representación de acciones temporalizadas y ordenadas por relaciones de causalidad. Estas relaciones de causalidad, inscritas en el orden temporal en el que se encuentran ubicadas las acciones, desempeñan aquí un papel esencial, pues podemos concebir múltiples series de acciones representadas -y por tanto temporalizadas- que no presupongan narratividad. Imaginemos, por ejemplo, una serie de n secuencias fílmicas en la que, en cada una de ellas, se muestre a un individuo diferente comiendo; en ausencia de relaciones de causalidad que traben entre si las n secuencias, no será posible concebirlas como integradas en un discurso narrativo.
Capítulo 3. La huella audiovisual
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La cuestión del signo fotográfico
En lo esencial, más allá de los aspectos tecnológicos que los diferencian, los textos audiovisuales, ya sean fotográficos, fílmicos o electrónicos, plantean una problemática esencialmente común: los tres trabajan a partir del registro de huellas de la luz 355 que el espectador reconoce como cristalizaciones de constelaciones visuales previas.
La reflexión sobre este hecho ha constituido el núcleo de los debates sobre el estatuto teórico la fotografía -y, en general, sobre las imágenes audiovisuales. Como Jean-Marie Schaeffer 356 ha señalado, dos grandes líneas opuestas han definido, en lo esencial, este debate: las teorías de la impresión – Bazin 357, Beiler 358, Vanlier 359 y Dubois 360– y las teorías del lenguaje codificado de orientación semiótica. Estas postulan
«una codificación de las figuras icónicas, manteniendo pues el carácter convencional de las equivalencias entre objetos “reales” y objetos icónicamente figurados. En ese terreno precisamente, es donde se encuentra con su adversario la teoría e la impresión que postula, por el contrario, el carácter “natural” de las equivalencias. Lo que está en juego en esta lucha no es más que la cuestión del signo fotográfico.
«Ambos adversarios nos obligan generalmente a elegir una de las dos concepciones, lo cual implica que son las dos únicas posibles. Para el defensor de la impresión, la imagen fotográfica, en la medida en que es la impresión real de un cuerpo real, no puede ser un signo. Nada de eso, responde el defensor del código: como cualquier imagen, el cliché fotográfico obedece a un código icónico culturalmente determinado, se trata, pues, verdaderamente, de un signo.» 361
Discusión del signo indicial (Schaeffer)
Por su parte, Schaeffer, reconociendo la verdad parcial de cada uno de estos dos enfoques contradictorios -pues la impresión, en su carácter mecánico, físico-químico, escapa al signo, pero a la vez el signo media necesariamente en la interpretación de la fotografía-, impugna el presupuesto teórico que ambos comparten y a partir del cual sostienen su pugna:
«Como podemos comprobar, los dos adversarios admiten implícitamente el mismo postulado: un signo no puede ser más que convencional, codificado. Consecuentemente, o bien la imagen fotográfica está codificada, o bien no es del orden del signo. Este postulado es de los más disparatados. De modo usual, decimos que el grito del dolor es un signo de dolor, sin que por eso veamos en ese grito una emisión codificada e intencionada. De la misma manera, se recibe el humo, fenómeno natural por excelencia, como signo del fuego. Esta tesis de la naturaleza convencional de los signos resulta, de hecho, una proyección de rasgos que definen el signo lingüístico en el conjunto de los fenómenos semióticos. Una vez abandonado el paradigma lingüístico, el postulado pierde toda plausibilidad. Al mismo tiempo, el dilema entre la impresión natural y el icono codificado se desmorona: es posible decir que la imagen fotográfica es un signo sin tener que postular que está codificada.» 362
Debe reconocerse a Schaeffer el mérito de haber insistido -a partir de Vanlier y Dubois- en la necesidad de atender a la huella fotográfica para caracterizar el hecho fotográfico mismo. Su crítica de las posiciones semióticas convencionales que la ignoran y, al hacerlo, invisibilizan la especificidad de la fotografía es, en este sentido, correcta. Sin embargo, comete un error epistemológico cuando intenta atender a esta especificidad para fundar la noción -en sí misma contradictoria- de signo fotográfico. Una vez más, nos encontramos con la tendencia a postular un nuevo lenguaje cada vez que nos encontramos con un muevo medio de comunicación. Y a la vez, para hacer posible la noción misma de signo fotográfico, con el rechazo de los rasgos esenciales de la caracterización semiótica del signo:
«Para poder incluir los signos indiciales visuales, y sobre todo la fotografía, la noción de signo debe excluir de sus rasgos necesarios las características siguientes:
«- todo signo codificado, luego organizado según unidades discretamente combinables entre sí y que forman sistema;
«- todo signo es de naturaleza convencional, es decir, contractual, sin más relación con su objeto que la instituida por la convención;
«- la relación entre signo y objeto, es decir, la manera con la que un signo remite a su objeto, es del orden del significado y de la identificación referencial;
«- todo signo presupone una intencionalidad emisora (que instituye la relación con el objeto del signo como un “querer hablar de …”).» 363
¿Qué utilidad puede tener hablar de signo a propósito de algo que carecería de carácter codificado, convencional y que no se sustentaría en una relación de significación? Sólo le queda a Schaeffer, por esta vía, retornar a la definición de Peirce:
«De todas las definiciones corrientes del signo, la de Peirce parece ser, a mi modo de ver, la única suficientemente débil para acoplarse más o menos al conjunto de los fenómenos que aceptamos como signos.» 364
Ya nos hemos ocupado, más arriba 365, de la discusión del presupuesto peirciano. Una vez más, como ya sucediera en Eco, la noción de signo-espécimen se constituye en el dato empírico a partir del cual inducir la definición del signo, una vez que -como también hiciera Eco- se la fuerza para hacer espacio en ella a signos-espécimenes que carecen de signos-tipo -o lo que es lo mismo: que carecen de código.
El empirismo del enfoque schaefferiano se hace especialmente patente en los ejemplos -ya citados- con los que argumenta tal posibilidad. Recordémoslos:
«De modo usual, decimos que el grito del dolor es un signo de dolor, sin que por eso veamos en ese grito una emisión codificada e intencionada. De la misma manera, se recibe el humo, fenómeno natural por excelencia, como signo del fuego.» 366
Resulte evidente que Schaeffer se limita a constatar usos coloquiales que, en si mismos, no constituyen fundamento alguno para una discusión teórica: Decir “de modo usual decimos que a es b” no es decir “a es b” 367. Sin duda, la percepción de un grito de dolor es interpretada como significativa del dolor, no menos que la mancha de humo es interpretada como significativa del fuego. Y no hay ninguna objeción a que, en el lenguaje cotidiano, se hable del grito como signo del dolor o del humo como signo del fuego. La cuestión es si, en términos teóricos, semióticos, es útil identificar esos fenómenos como signos. Se trata entonces de una decisión teórica que debe justificarse por su valor heurístico propio. Es decir: por su sencillez explicativa, y por su eficacia en la construcción del cuerpo teórico semiótico. Y el problema, a este respecto, estriba en que, teorizado el signo indicial como natural y no codificado, la noción misma de signo pierde toda pertinencia. Sencillamente porque, desde ese punto de vista, todo fenómeno puede ser considerado un indicio -de cualquier otro fenómeno próximo en el tiempo o en el espacio. ¿Quiere eso decir que todo es signo? ¿Qué lo real en sí mismo habla? ¿Habría, entonces, infinitos signos? Pero ya hemos visto como eso significa no sólo renunciar a la noción de código, sino también a la noción misma de significación. Pues no hay significación en lo singular.
Lo real no habla: son los signos los que lo hacen hablar. Precisamente porque constituyen unidades discretas y limitadas estructuradas en esos sistemas que son los códigos.
Sin duda: para nosotros, los seres de la especia que habla, la especie humana, el humo significa la proximidad del fuego como el grito la del dolor. Pero significa eso porque disponemos de los signos verbales humo y grito y de los signos icónico-perceptivos que les corresponden: y por eso podemos acotar y discriminar cierto tipo de fenómenos singulares bajo esos signos: ellos los recubren y así los categorizan, los conceptualizan.
De manera que la noción de índice carece en absoluto de utilidad. En el fondo con ella lo único que se hace es nombrar los especímenes que identificamos como pertenecientes a cierto tipo. Ahora bien: sólo el tipo es, en rigor, el signo. Pues sólo la existencia de éste convierte a esos fenómenos singulares -siempre en sí mismos irrepetibles y, por eso, asignificantes- en significativos. De manera que negar la relación de significación como esencial en la definición del signo es lo mismo que renunciar a la semiótica como disciplina específica.
Mensaje sin código, analogon perfecto (Barthes)
Semejantes contrasentidos manifiestan los esfuerzos del primer Barthes -más tarde veremos como hubo uno segundo mucho más fecundo- por ceñir en términos semióticos lo fotográfico. Pues también él, aunque partía de un enfoque explícitamente saussuriano, se vio conducido a postular un fenómeno de significación desprovisto de código: habló, así, de mensaje sin código, olvidando no sólo el presupuesto saussuriano, sino también el de la teoría de la comunicación: desde ambos puntos de vista, en ausencia de código, no hay mensaje posible. Sin embargo, optó por plantear la cuestión en términos de iconismo, hablando así de un analogon perfecto 368, lo que, por una vía diferente a la de Schaeffer, conducía al mismo punto de llegada: a la reducción práctica del signo al espécimen carente de tipo: pues habría tantos analogonones perfectos como segmentos posibles de lo real -es decir: infinitos. Contradicciones todas ellas producidas por la pretensión de reducir la fotografía a un fenómeno semiótico. 369
Carece igualmente de sentido tratar de reconocer, en la imagen audiovisual, la presencia de signos que serían leídos en su nivel denotativo: no están en ella -salvo que, evidentemente, lo registrado sean signos verbales, icónicos, etc.- sino que, como sucede en el acto perceptivo mismo, son puestos por el que mira. Pues el signo, y su denotación, presupone un significado genérico y en la imagen audiovisual no hay tal, como no lo hay en la imagen retiniana -salvo, insistimos, que en ellas se reflejen signos-: el signo -el código- está en el sujeto que percibe, es decir, en el sujeto que procesa la imagen -retiniana, fotográfica, electrónica-, sometiendo las formas singulares a perceptos -signos icónicos al fin- que permiten nombrarlas y entenderlas.
Ontología fenomenológica de lo fotográfico (Bazin)
Anclada en cambio en la tradición de la fenomenología, se encuentra una reflexión sobre la fotografía que, sin hipotecas semióticas, atiende a la irreductibilidad de esa huella que constituye el núcleo mismo de lo fotográfico. Nos referimos a la obra de André Bazin:
«Las virtualidades estéticas de la fotografía residen en su poder para revelarnos lo real… sólo la impasibilidad del objetivo, despojando al objeto de hábitos y perjuicios, de toda la mugre espiritual que le añadía mi percepción, puede devolverle la virginidad ante mi mirada y hacerlo capaz de amor.» 370
Aun cuando las apelaciones a la virginidad de la mirada o a su capacidad de amor pueden resultar incómodas a primera vista, convendría meditarlas más atentamente: la metáfora que lo despliega, sin duda cristiana, es la de la fotografía y el cinematógrafo como
«velo de la Verónica sobre el rostro del sufrimiento humano.» 371
Pero, a la vez, esa metáfora es ceñida por un enunciado en absoluto metafórico que cercena de inmediato sus implicaciones idealistas:
«La existencia del objeto fotografiado participa… de la existencia del modelo como una huella digital.» 372
Velo de la Verónica y huella digital. La confrontación de estos dos enunciados desemboca en una reflexión sobre el cine de Stroheim,
«el más opuesto a la vez al expresionismo de la imagen y a los artificios del montaje.»
-Adviértase que Bazin, en una elección terminológica sin duda desafortunada, llama expresionismo a toda operación retórica de inscripción en la imagen de un orden perceptivo, ya sea pictórico y/o narrativo-.
«En él, la realidad confiesa su sentido como el sospechoso ante el interrogatorio incansable del comisario. En principio su puesta en escena es simple: mirar al mundo lo bastante de cerca y con la insistencia suficiente para que termine por revelarnos su crueldad y su fealdad.» 373
Ninguna ingenuidad, entonces, en una mirada que, despejados los códigos que la ciñen habitualmente -a eso se refiere Bazin cuando habla de la mugre espiritual que le añadía mi percepción-, se abisma en la crueldad y fealdad del mundo -con lo que se constata que nada de idealismo había en ese amor: su índole era más bien la de la compasión.
Pero importa más atender a las consideraciones bazinianas sobre la fotografía como revelación de lo real en la misma medida en que se muestra capaz de neutralizar los usos perceptivos. Lo real de la huella fotográfica como algo que no se somete al orden del signo icónico y que por eso emerge provocando una fractura del orden de la significación -una fractura, en suma, del equilibrio de la significación que sustenta la lógica del signo.
En cualquier caso, el límite de la reflexión baziniana estriba en su tendencia, en la tradición de Ruskin, de concebir lo real como algo en sí mismo -y sin mediación alguna del lenguaje- legible, inteligible, transparente en su sentido para la mirada que lo afronta sin telarañas. Es decir, en suma: falta en él el concepto de lo real que pudiera permitirle obtener de sus brillantes intuiciones los efectos teóricos -y epistemológicos- que en ellos, a pesar de todo, apuntan.
La cámara lúcida (Barthes)
En su último obra, La cámara lúcida 374, Roland Barthes retoma la sugerencia baziniana pero esta vez en un marco tan alejado de los presupuestos filosóficos bazinianos como de los que caracterizaran a sus primeros trabajos semióticos -y sin duda bajo la influencia del psicoanálisis lacaniano-:
«Por medio del studium me intereso por muchas fotografías, ya sea porque las recibo como testimonios políticos, ya sea porque las saboreo como cuadros históricos buenos: pues es culturalmente (esta connotación está presente en el studium) como participo de los rostros, de los aspectos, de los gestos, de los decorados, de las acciones… El segundo elemento viene a dividir (o escandir) el studium. Esta vez no soy yo quien va a buscarlo (del mismo modo que invisto con mi consciencia soberana el campo del studium), es él quien sale a escena como una flecha y viene a punzarme. En latín hay una palabra para designar esta herida, este pinchazo, esta marca hecha por un instrumento puntiagudo… punctum… pinchazo, agujerito, pequeña mancha, pequeño corte, y también casualidad. El punctum de una foto es ese azar que en ella me despunta (pero que también me lastima, me punza.» 375
Si la noción de studium nombra todo lo que en la fotografía responde al orden de la significación -de la cultura, de la convención, también del buen orden perceptivo-, la de punctum señala un desgarro discursivo por el que lo real de la huella se impone fuera de toda coordenada significativa a modo de una herida que hiende la percepción del que contempla una fotografía. De manera que lo que en el punctum se aísla es del orden de lo real en su singularidad radical:
«Lo que la fotografía reproduce al infinito únicamente ha tenido lugar una sola vez: la Fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente, (…) es el Particular absoluto, la Contingencia soberana (…) la Tuché, la Ocasión, el Encuentro, lo Real en su expresión infatigable.» 376
Sin embargo, Barthes, aún cuando percibe con nitidez lo que en la fotografía se manifiesta refractario al orden de la significación, insiste todavía en nombrarlo con categorías semióticas:
«para que haya signo es necesario que haya marca; privadas de un principio de marcado, las fotos son signos que no cuajan, que se cortan, como la leche.» 377
Insiste pues, como Eco y Schaeffer, en hablar de signo -y de significante– fotográfico, a la vez que, también como ellos, aunque por diferente vía, trata de caracterizar un tipo de signo peculiar, carente de código y, en esa misma medida, solo signo a medias pues -tal es la expresiva metáfora que Barthes utiliza- como la leche, no cuaja.
Pero, en cualquier caso, aísla bien lo que constituye el núcleo de esa resistencia:
«Denomino “referente fotográfico” no a la cosa facultativamente real a la que remite una imagen o un signo, sino a la cosa necesariamente real que ha sido colocada frente al objeto y sin la cual no habría fotografía. La pintura puede fingir la realidad sin haberla visto. El discurso combina signos que tienen, ciertamente, referentes, pero estos referentes pueden ser, y son frecuentemente, “quimeras”. Al contrario de estas imitaciones, en la Fotografía, no se puede negar nunca que la cosa ha estado allí.» 378
La cosa -en tanto Particular absoluto, la Contingencia soberana, la Tuché, la Ocasión, el Encuentro, lo Real en su expresión infatigable- ha estado allí: por eso las imágenes fotográficas -y las audiovisuales en su conjunto- deben ser incluidas en la categoría de las imágenes especulares: constituyen huellas, improntas visuales o sonoras, cristalizadas de algo que, necesariamente, ha estado ahí, frente a ellas mismas. Y, en esa misma medida, provocan, con su irrupción histórica, una inflexión decisiva -que es también, en cierto modo, una quiebra- en la historia de la representación visual: la emergencia, en ese mismo espacio que es el de la representación plástica, de toda una masa de huellas irreductibles, a la vez que radicalmente singulares, azarosas, y por eso asignificantes.
Notas I.1.1.
1 Arnheim, Rudolf: 1969: El pensamiento visual, Eudeba, Buenos Aires, 1976, p. 13: «Por “cognoscitivo” quiero significar todas las operaciones mentales implicadas en la recepción, el almacenaje y el procesamiento de la información: percepción sensorial, memoria, pensamiento.»
2 Arnheim, Rudolf: 1954, 1974: Arte y percepción visual. Psicología del ojo, reador, Alianza Editorial, 1981, p. 18.
3 Arnheim, Rudolf: 1969: El pensamiento visual, Eudeba, Buenos Aires, 1976, p. 13.
7 Arnheim, Rudolf: 1954, 1974: Arte y percepción visual. Psicología del ojo, reador, Alianza Editorial, 1981, p. 18.
8 Arnheim, Rudolf: 1969: El pensamiento visual, Eudeba, Buenos Aires, 1976, p. 28.
10 Arnheim, op. cit., p. 16: «la respuesta sensorial como tal es inteligente».
14 Arnheim, Rudolf: 1947: “La abstracción perceptual y el arte“, en Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden), Alianza, Madrid, 1966.
17 Kofka, Kurt: 1935: Principles of Gestalt Psycology, Nueva York, Harcourt, Brace.
18 Arnheim, Rudolf: 1947: “La abstracción perceptual y el arte“, en Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden), Alianza, Madrid, 1966, p.: 50:
«en la percepción existe la tendencia a crear la forma más regular, simétrica, estable. Este fue el resultado de la investigación de Max Wertheimer sobre la organización de los estímulos visuales. Otros estudios pusieron de manifiesto que si se debilita la influencia del estímulo mediante una iluminación escasa, una exposición corta, distancia temporal, etcétera, el aparato receptor goza de libertad para ejercer un influjo formativo sobre el percepto. En tales condiciones se producen transformaciones en el sentido de procurar una estructura más simétrica y más regular. Esto sugiere que en la percepción existe una tendencia hacia el mayor equilibrio posible, emparentada con lo que W. B. Cannon ha calificado de homeóstasis fisiológica (…)»
21 Arnheim, Rudolf: 1954, 1974: Arte y percepción visual. Psicología del ojo creador, Alianza Editorial, 1981, p. 19.
22 Arnheim, Rudolf: 1947: “La abstracción perceptual y el arte”, en Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden), Alianza, Madrid, 1966, p.: 38.
24 Arnheim, Rudolf: 1969: El pensamiento visual, Eudeba, Buenos Aires, 1976, p. 109.
25 Kant, Inmmanuel: 1781: Crítica de la razón pura, Losada, Buenos Aires, 1973, p.: 134.
26 Arnheim, Rudolf: 1969: El pensamiento visual, Eudeba, Buenos Aires, 1976, p. 47.
29 Arnheim, Rudolf: 1959: Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden), Alianza, Madrid, 1966, p. 23.
32 Arnheim, Rudolf: 1947: “La abstracción perceptual y el arte“, en Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden), Alianza, Madrid, 1966, p. 45.
33 Arnheim, Rudolf: 1954, 1974: Arte y percepción visual. Psicología del ojo creador, Alianza Editorial, 1981, p. 18.
34 Arnheim, Rudolf: 1952, “Orden del día para la psicología del arte” en: Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden), Alianza, Madrid, 1966, 1980, p. 31:
«En los últimos años se ha venido elaborando una interesante teoría sobre la motivación humana, basada en el concepto de equilibrio e inspirada por fuentes tan diversas como el principio de entropía de la física, la homeóstasis de la fisiología y la ley de la simplicidad de la psicología gestaltista.»
35 Arnheim, Rudolf: 1954, 1974: Arte y percepción visual. Psicología del ojo creador, Alianza Editorial, 1981, p. 18.
36 Arnheim, Rudolf: 1969: El pensamiento visual, Eudeba, Buenos Aires, 1976, p. 30:
«la captabilidad de las formas y colores varía de acuerdo con la especie, el grupo cultural y el grado de adiestramiento del observador.»
38 Arnheim, Rudolf: 1953: Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden), Alianza, Madrid, 1966, p. 176. Y prosigue así:
«Cierto es que la percepción del hombre primitivo es más rica, como lo demuestra la complejidad de los idiomas primitivos, pero tal complejidad está organizada por la rígida simplicidad de ideas que vemos reflejada en el arte primitivo y folklórico y en los dibujos infantiles. Esa simplicidad «estilizada» es el prototipo de la concreción auténtica, de la intimidad elemental con la realidad.»
39 Arnheim, Rudolf: 1947: “La abstracción perceptual y el arte”, en Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden), Alianza, Madrid, 1966,: op. cit. p.: 172.
«La abstracción artística, por lo tanto, no es una reproducción selectiva ni un reordenamiento del percepto-modelo, sino la representación de algunas de sus características estructurales en una forma organizada.»
44 Arnheim, Rudolf: 1959: Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden), Alianza, Madrid, 1966, p. 18.
46 Arnheim, Rudolf: 1953: Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden), Alianza, Madrid, 1966, p. 176.
47 Arnheim, Rudolf: 1959: Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden), Alianza, Madrid, 1966, p. 21.
N51 Arnheim, Rudolf: 1953: Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden), Alianza, Madrid, 1966, p. 176.
53 Arnheim, Rudolf: 1959: Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden), Alianza, Madrid, 1966, p.23.
54 Arnheim, Rudolf: 1947: “La abstracción perceptual y el arte“, en Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden), Alianza, Madrid, 1966, p. 52.
55 Arnheim, Rudolf: 1959: Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden), Alianza, Madrid, 1966, p. 19.
«El eclecticismo o, si lo preferimos, la universalidad de nuestra cultura no es el único responsable del presente culto a la forma. Hay otras causas influyentes, de las cuales sólo mencionaré una: lo que llamaré nuestra “vida insignificante”. No sacamos partido del privilegio humano de poder entender los sucesos y objetos particulares como reflejos del sentido de la vida. Al partir pan o lavarnos las manos únicamente nos preocupa la nutrición y la higiene. Nuestra vida, cuando estamos despiertos, carece ya de simbolismo.»
57 Kracauer: 1960: Theory of Film, Nueva York, Oxford University Press, 1960.
58 Arnheim, Rudolf: 1953: Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden),
Alianza, Madrid, 1966, p. 175.
59 Arnheim, Rudolf: 1953: Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden), Alianza, Madrid, 1966: 172.
60 Arnheim, Rudolf: 1969: El pensamiento visual, Eudeba, Buenos Aires, 1976, p. 137.
61 Arnheim, Rudolf: 1969: El pensamiento visual, Eudeba, Buenos Aires, 1976, p. 138.
62 Arnheim, Rudolf: 1953: “La melancolía sin forma”, en Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden), Alianza, Madrid, 1966. P. 1953.
63 Arnheim, Rudolf: 1947: “La abstracción perceptual y el arte”, en Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden),
Alianza, Madrid, 1966, p. 41.
65 Arnheim, Rudolf: 1947: “La abstracción perceptual y el arte“, en Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden), Alianza, Madrid, 1966, p. 48.
66 Arnheim, Rudolf: 1969: El pensamiento visual, Eudeba, Buenos Aires, 1976, p. 138.
67 Arnheim, Rudolf: 1953: “La melancolía sin forma“, en Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden), Alianza, Madrid, 1966, 178.
68 Arnheim, Rudolf: 1953: “La melancolía sin forma“, en Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden), Alianza, Madrid, 1966, p. 175: “Platón fue el primero que nos advirtió de este peligro.”
69 Arnheim, Rudolf: 1953: “La melancolía sin forma“, en Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden), Alianza, Madrid, 1966, p. 176.
70 Resultan especialmente apropiada a Arnheim, por eso, la caracterización del neoplatonismo realizada por Gombrich: Gombrich, E.H.: 1959: Arte e ilusión. Estudio sobre la psicología de la representación pictórica, Gustavo Gili, Barcelona, 1997, p 133:
«Para Platón, lo universal es la idea, y el diseño perfecto del árbol existe en algún lugar más allá de los cielos, o por usar el término técnico, en el mundo inteligible. Árboles o caballos u hombres individuales, según puede encontrarlos el pintor en la vida real, son sólo copias imperfectas de aquellos diseños eternos, imperfectas porque la vil materia se resistirá siempre al sello sin mácula, e impedirá que la idea se realice. (…) el neoplatonismo intentó asignar al arte un nuevo lugar (…) el pintor, a diferencia de los mortales ordinarios, es una persona dotada del don divino de percibir, no el mundo imperfecto y esquivo de los individuos, sino los propios diseños eternos. Tiene que purificar al mundo de su materia, cerrar sus grietas, y aproximarlo a la idea. Para ello le ayuda el conocimiento de las leyes de la belleza, que son las de unas relaciones geométricas simples y armónicas, junto con el estudio de aquellas obras antiguas que ya representan a la realidad idealizada, o sea aproximada a la idea platónica.»
71 Arnheim, Rudolf: 1953: “La melancolía sin forma“, en Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden), Alianza, Madrid, 1966, p 179.
72 Arnheim, Rudolf: 1953: “La melancolía sin forma”, en Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden),
Alianza, Madrid, 1966, p. 179. Y también, p. 178:
«El arte es un atributo que se encuentra, en mayor o menor grado, en todos los objetos y en todas las actividades: la facultad de hacer visible la realidad. Ahora bien, es la forma la que ocasiona tal visibilidad y -como se deduce, por ejemplo, de la comparación de las máscaras en yeso de rostros humanos y los retratos escultóricos la materia prima sin elaborar tiende a hacer invisible el objeto. Por tanto en el medio fotográfico, la razón entre la materia prima y el elemento formativo (artístico) es tal que fortalece la contribución de la primera y reduce la visibilidad. Esta pérdida puede compensarla beneficios de otra índole, pero es necesario tomar nota de ella.» «La tendencia realista del arte occidental ha ocasionado un gradual descenso de la visibilidad, complementado por un sometimiento creciente de la facultad formativa de la mente humana a la materia prima de la experiencia.»
73 Arnheim, Rudolf: 1953: “La melancolía sin forma“, en Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden), Alianza, Madrid, 1966, p. 176.
Notas I.1.2.
74 Gombrich, E.H.: 1959: Arte e ilusión. Estudio sobre la psicología de la representación pictórica, Gustavo Gili, Barcelona, 1997, p. 332.
75 Gibson, J.J.: La percepción del mundo visual, Infinito, Buenos Aires, 1974; Gibson: The seses considered as perceptual systems, Hougton Mifflin, Boston, 1966.
77 Gombrich, op. cit., p. 221-222.
78 Gombrich, op. cit., p. 231.
79 Gombrich, op. cit., p. 231.
84 Gombrich, op. cit., p. 63; Entre otros, Gombrich presenta el siguiente ejemplo: p. 68-69:
«la “exacta contrafigura” de una especie de langosta que invadió Europa en amenazadores enjambres (…) Pero sería imprudente el zoólogo que infiriera de tal descripción que existía entonces una especie de criaturas enteramente distintas de todas las registradas después. El artista usó también un esquema familiar, compuesto de animales que había aprendido a retratar, así como la fórmula tradicional para las langostas, que conocía por un Apocalipsis en el que se ilustraba la plaga de langostas. Tal vez el hecho de que en alemán a la langosta se la llama Heupferd (caballo del heno) le incitó a adoptar un esquema de caballo para representar el salto del insecto.» «La creación de un nombre así y la creación de la imagen tienen, de hecho, mucho en común. Ambos actúan clasificando lo desacostumbrado a partir de lo usual, o, más exactamente, por permanecer en la esfera zoológica, creando una subespecie. Puesto que la langosta es una especie de caballo, tiene que compartir algunos de sus rasgos distintivos.»
«No existe un naturalismo neutral. El artista, no menos que el escritor, necesita un vocabulario antes de poder aventurarse a una «copia» de la realidad.»
88 Gombrich, op. cit., p. 286:
«Töpfer revela su descubrimiento psicológico: es posible desarrollar un lenguaje pictórico sin referencia alguna a la naturaleza, sin aprender a dibujar del natural. El dibujo de línea, dice, es un puro simbolismo convencional. Por eso mismo es inmediatamente inteligible para un niño, a quien tan difícil resultaría descifrar un cuadro naturalista.”
Y más adelante, p. 301:
«”Töpfer llega a destacar cada vez más el carácter convencional de todos los signos artísticos, y concluye que la esencia del arte no es la imitación, sino la expresión.»
«Sospecho que en este orden de cosas se encuentra la respuesta preliminar a la pregunta de hasta qué punto tenemos que aprender a leer imágenes tales como los dibujos de línea o las fotografías en blanco y negro, y de hasta qué punto dicha capacidad es innata. En la medida en que puedo aseverarlo, las tribus primitivas que nunca han visto imágenes tales no son siempre capaces de descifrarlas. Pero sería un error concluir de ahí que el simbolismo de la fotografía es meramente convencional. Al parecer se aprende con sorprendente celeridad, una vez comprendida la naturaleza del ajuste requerido.»
«La distinción entre lo que realmente vemos y lo que inferimos mediante la inteligencia es tan vieja como la meditación sobre la percepción. Plinio dejó concisamente resumida la posición de la antigüedad clásica al escribir que “la mente es el verdadero instrumento de la visión y la observación, y los ojos sirven como una especie de vasija que recibe y transmite la porción visible de la conciencia”. Tolomeo ahonda mucho en su óptica (hacia 150) en el papel del juicio en el proceso de la visión. El más grande estudioso árabe del tema, Alhazen, enseñó al Occidente medieval la distinción entre los sentidos, el conocimiento y la inferencia, todo lo cual entra en juego en la percepción. “No comprendemos nada visible mediante tan sólo el sentido de la vista”, dice, “excepto la luz y los colores”. El problema suscitado por esta tradición cobró renovada urgencia cuando John Locke vino a negar la existencia de ideas innatas y sostuvo que todo el conocimiento nos llega a través de los sentidos. Si, en efecto, el ojo sólo reacciona a la luz y el color, ¿de dónde nos viene el conocimiento de la tercera dimensión? Berkeley fue quien, en su New Theory of Vision (1709), exploró de nuevo el terreno y llegó a la conclusión de que todo nuestro conocimiento del espacio y de los cuerpos sólidos tenemos que haberlo adquirido a través de los sentidos del tacto y del movimiento. El análisis en “datos sensorios”, iniciado por los empiristas británicos, siguió dominando la investigación psicológica en el siglo XIX, cuando gigantes como Helmholtz desarrollaron la ciencia de la óptica psicológica. Pero ni Berkeley ni Helmholtz cayeron en el error de confundir el “ver” con la sensación visual. Por el contrario, la distinción entre lo que llegó a designarse por “sensación” -el mero registrar “estímulos”- y el acto mental de percepción, basado, según la formulación de Helmholtz, en la “inferencia inconsciente”, era un lugar común de la psicología del siglo XIX.”»
93 Gombrich, op. cit., p. 271:
«La Revisión que propugno en la historia de los descubrimientos visuales puede realmente equipararse con la revisión que se ha exigido de la historia de la ciencia. Ahí, también, el siglo XIX creía en un registro pasivo, en la observación sin prejuicios de hechos sin interpretar. El término técnico para tal perspectiva es la fe en la inducción, la creencia de que la paciente compilación de ejemplo tras ejemplo acabará organizándose en una imagen correcta de la naturaleza, a condición de que ninguna observación quede coloreada por un sesgo subjetivo. Según tal concepción, lo más nefasto para el científico es una noción preconcebida, una hipótesis o una previsión que puede adulterar sus resultados. La ciencia es un registro de los hechos, y todo conocimiento es de fiar tan sólo en la medida en que proviene directamente de los datos sensoriales.»
«El ideal inductivista de la pura observación ha resultado un espejismo, no menos en ciencia que en arte. La propia idea de que debería ser posible observar sin previsiones, de que podemos transformar nuestra mente en una inocente hoja en blanco donde la naturaleza consignará sus secretos, ha sido objeto de enérgicas críticas. Toda observación, según ha destacado Karl Popper, es resultado de una pregunta que planteamos a la naturaleza, y toda pregunta presupone una hipótesis preliminar. Buscamos algo porque nuestra hipótesis nos hace esperar ciertos resultados.»
94 Gombrich, op. cit., p. 13: Konrad FiedIer:
«incluso la más simple impresión sensoria, que parece sólo materia prima para las operaciones de la mente, es ya un hecho mental, y lo que llamamos el mundo exterior es en realidad el resultado de un proceso psicológico complejo.»
«En psicología tal enfoque orienta la teoría de Brunes y Postman, que “todos los procesos cognitivos, ya tomen la forma de percepción, de pensamiento o de recuerdo, representan “hipótesis” que el organismo sienta (…). Las hipótesis exigen “respuesta” en forma de alguna experiencia ulterior, respuestas que las confirmarán o desmentirán”.»
97 Gombrich, op. cit., p. 304.
98 Gombrich, op. cit., p. 331.
99 Gombrich, op. cit., p. 204.
100 Gombrich, op. cit., p. 89:
«He hablado de clasificación, pero en psicología es más frecuente etiquetar ese proceso como “proyección”.»
101 Gombrich, op. cit., p. 170:
«James, Talks to Teachers: “Cuando escuchamos a una persona que habla o leemos una página impresa, mucho de lo que creemos ver u oír es suplido por nuestra memoria.”»
102 Gombrich, op. cit., p. 190. Y también: p. 155:
«Lo que leemos en esas formas accidentales depende de nuestra capacidad de reconocer en ellas cosas o imágenes que nos encontramos almacenadas en la mente. (…) acto de clasificación perceptiva (…)»
P.189:
««Cuando esperamos en la parada del autobús y creemos que el número 2 se acerca, examinamos la mancha indistinta que aparece en la distancia, buscando la posibilidad de proyectar en ella la cifra “2”. Si tenemos éxito en tal proyección, decimos que vemos el número. Es un caso de lectura de un símbolo. Pero, ¿hacemos otra cosa con el autobús mismo? Ciertamente no en una noche de niebla. Y tampoco en pleno día, si la distancia es bastante grande. Siempre que exploramos la distancia comparamos de algún modo nuestra expectativa, nuestra proyección, con el mensaje que se nos enfrenta.»
103 Gombrich, op. cit. p. 265.
««El criterio de valor de una imagen no es su parecido con el modelo, sino su eficacia dentro de un contexto de acción.»
«El progreso en el aprendizaje, en el ajuste a través de ensayos y errores.»
106 Gombrich, op. cit., p. 77.
106 Gombrich, op. cit., p. 325:
«Hemos visto que todas las pinturas tienen que ser interpretaciones, pero que no todas las interpretaciones son igualmente válidas.»
108 Gombrich, op. cit., p. 252 :
«Dando por sentado, que la representación de Wivenhoe Park por Constable no es una mera transcripción de la naturaleza, sino un transposición de la luz en pintura, sigue siendo verdad que, como traducción del motivo, es más fiel que la de la niña.»
Y también: p.: 253:
«Debemos, interpretar los cuadros de Constable en términos de un posible mundo visible.»
P. 254:
«”Ver” significa conjeturar algo “ahí fuera”, lo que Ames llama la “experiencia del eso-ahí”. La pura mancha, sin extensión ni localización, no puede desde luego pintarse, y dudo de que pueda siquiera concebirse.» «»Todo pensar es distinguir, clasificar. Todo percibir se refiere a expectativas, y por consiguiente a comparaciones.»
P. 254:
«el problema del arte ilusionista no es el de olvidar lo que sabemos del mundo. Es más bien el de inventar comparaciones eficaces.»
109 Gombrich, op. cit., p. 275:
«Quienes han experimentado el placer de tales descubrimientos visuales han expresado generalmente su gratitud diciendo que el arte es lo único que les ha enseñado a ver. Ya en la antigüedad clásica, Cicerón se maravillaba de las muchas cosas que ven en sombras y luces los pintores, y que los mortales ordinarios no vemos. Sin duda esto es verdad, pero no es toda la verdad. El ver es ya en sí mismo un proceso de interacción y de integración tan complejo y milagroso que ni siquiera el arte podría enseñárnoslo.»
P. 152:
En «Constable, podemos también ver las nubes con mirada fresca. Si es así, deberemos este crecimiento de perceptividad al recuerdo de las imágenes creadas por el arte. ¿No podría argüirse que cuando la gran manera clásica de la pintura narrativa murió de muerte natural en el siglo XVIII, esta nueva función del arte es lo que llevó al primer plano la pintura del paisaje, y obligó al artista a intensificar la búsqueda de verdades particulares?»
110 Gombrich, op. cit., p. 264:
«El descubrir, en verdad, precede al hacer, pero el hacer cosas y el intentar hacerlas parecidas a otras es el único modo como el hombre puede ampliar su conciencia del mundo visible. Konrad FiedIer destacó constantemente este aspecto de la creatividad humana, pero incluso él, tal vez, no apreció lo bastante la dificultad de extender nuestro conocimiento, el logro en el “descubrimiento de las apariencias” que es realmente el descubrimiento de las ambigüedades de la visión.»
111 Gombrich, op. cit., p. 331.
112 Gombrich, op. cit., p. 292. Y también: p. 265:
«la naturaleza nunca habría podido hacerse “pintoresca” para nosotros, a menos que nosotros adquiriéramos también el hábito verla en términos pictóricos.»
113 Gombrich, op. cit., p. 84:
«En el mundo del niño no se da una distinción clara entre la realidad y la apariencia.»
114 Gombrich, op. cit., p. 24.
115 Gombrich, op. cit., p. 86.
116 Gombrich, op. cit., p. 85.
117 Gombrich, op. cit., p. 89-90.
118 Gombrich, op. cit., p. 78.
119 Gombrich, op. cit., p. 85.
120 Gombrich, op. cit., p. 151:
«El sistema de archivo que adoptemos importa muy poco. Pero sin alguna norma de comparación no podemos asir la realidad.»
«en todos los estilos el artista tiene que apoyarse en un vocabulario de formas, sigue siendo cierto que, de un modo u otro, todas las representaciones pueden disponerse a lo largo de una escala que se extiende desde el esquematismo al impresionismo.»
Por seguir en esto a Gombrich sin advertir que ello entra en contradicción con el presupuesto teórico básico de la teoría de Arnheim, la Teoría General de la Imagen que Villafañe y Méndez (Villafañe, Justo, Mínguez, Norberto: 1996, Principios de Teoría General de la Imagen, Pirámide, Madrid, 1996) intentan construir se ve conducida a incurrir en flagrantes contradicciones. Así, sitúan las imágenes fotográficas -videográficas u holográficas, es decir, aquellas que son resultado de un registro de huellas visuales- en el punto inmediatamente siguiente a las imágenes perceptivas -confusamente identificadas como naturales– en su escala de iconicidad. Sin embargo, como ya hemos tenido ocasión de señalar, para Arnheim, la mayor iconicidad es la de la imagen perceptiva en tanto organizada como buena forma y, por eso, dotada del justo grado de abstracción. Por ello, las imágenes artísticas que él identifica con el realismo auténtico se hayan muy lejos de esa epidermis desordenada del mundo que ofrece la fotografía.
122 Gombrich, op. cit., p. 22:
«Acaso el autor está demasiado propenso a seguir a Riegl en su “objetividad”, y demasiado propenso también a vindicar los experimentos del arte del siglo XX para que pueda ver en el problema de la ilusión algo más que un prejuicio de burgués ignorante. El hecho de que sepamos que épocas diferentes han tenido distintos criterios de “parecido” le lleva a esperar que “otro desplazamiento del nivel de la realidad artística” hará que las obras de Picasso, Braque o Klee “se parezcan exactamente a las cosas que representan”. Si lleva razón, en el año 2000 los catálogos de artículos en venta en los grandes almacenes representarán las mandolinas, los jarrones, o las máquinas titilantes en ese nuevo nivel de realidad.»
123 Gombrich, op. cit., p.: 230.
124 David Marr: : Visión. Una investigación basada en el cálculo acerca de la representación y el procesamiento humano de la percepción visual, Alianza, Madrid, 1985.
125 Gombrich, op. cit., p. 251.
126 Gombrich, op. cit., p. 251-252.
127 Sin embargo, diríase que, en otros lugares, Gombrich lo olvidara y tendiera a identificar el ojo inocente de Fry con la sensación berkeleyana. Gombrich, op. cit., p. 276:
«La historia del naturalismo artístico, desde los griegos hasta los impresionistas, es la historia de un experimento logradísimo, el del descubrimiento real de las apariencias, según lo describió Roger Fry. El único interrogante que tenemos que poner en tal descripción afecta al término “descubrimiento”. No se puede descubrir más que lo que siempre estuvo ahí. El término presupone la idea del ojo inocente, o sea la idea de que realmente “deberíamos” ver esas manchas coloreadas de que hablaba Berkeley, y que una especie de pecado original nos ha llevado a transformar y corromper la belleza que nos fue otorgada para que la contempláramos.»
128 Gombrich, op. cit., p. 75.
129 Gombrich, op. cit., p. 182.
130 Gombrich, op. cit., p. 229.
131 Gombrich, op. cit., p. 46.
132 Gombrich, op. cit., p. 47.
133 Gibson, J. J.: La percepción del mundo visual, Infinito, Buenos Aires, 1974.
134 David Marr: Visión. Una investigación basada en el cálculo acerca de la representación y el procesamiento humano de la percepción visual, Alianza, Madrid, 1985.
136 Gombrich, op. cit., p. 264.
137 Gombrich, op. cit., p. 332.
138 Gombrich, op. cit., p. 195.
139 Gombrich, op. cit., p.: 172.
140 Gombrich, op. cit., p.: 172.
141 Kris, Ernst; Kurtz, Otto: 1934: Die Legende vom Künstler, Viena, 1934.
142 Gombrich, op. cit., p. 94:
«si representar es crear, tienen que establecerse salvaguardias contra este poder que muy bien pudiera desmandarse.»
143 Gombrich, op. cit., p. 87.
145 Arnheim, Rudolf: 1962: “La historia del arte y el dios parcial“, en: 1980: Hacia una psicología del arte. Arte y entropía (Ensayo sobre el desorden y el orden), Alianza, Madrid, 1966, p. 153.
Notas I.2.1.
146 Saussure, Ferdinand de: Curso de lingüística general, Akal, Madrid, 1980, p. 41.
147 Saussure, Ferdinand de: op. cit. p. 43.
148 Lévi-Strauss, Claude: 1960 “Introducción (clase inaugural en el Colegio de Francia)” en Antropología estructural, Buenos Aires: Eudeba, 1973, p. XXXV.
149 Lévi-Strauss, Claude: 1960 “Introducción (clase inaugural en el Colegio de Francia)” en Antropología estructural, Buenos Aires: Eudeba, 1973, p. XXXV.
150 Lotman, Jurij M.; Uspenskij, Boris A.: “Sobre el mecanismo semiótico de la cultura“, en J.M. Lotman y Escuela de Tartu: Semiótica de la cultura, Cátedra, Madrid, 1979, p.68.
151 Odin, Roger: 1990: Cinéma et production de sens, Armand Colin, París, 1990, p. 89:
«les unités du langage cinématographique ainsi mises en évidence n’ont pas grand chose de commun avec les unités des langues naturelles auxquelles elles sont censées correspondre. Une chose est en tout cas certaine: les articulations proposées ne prouvent nullement que le langage cinématographique met en oeuvre une double articulation homologue à celle des langues naturelles. Ces analyses ne contredisent donc pas, si ce n’est par de pures déclarations d’intention, la démonstration de Christian Metz prouvant que le langage cinématographique ne possède aucune unité correspondant aux phonèmes et aux monèmes des langues naturelles.»
152 Martinet, André: La lingüística. Guía Alfabética, Barcelona, Anagrama, 1975.
153 Jakobson, Roman: “Coup d’oeil sur le développement de la sémiotique“, en I Congreso de la IASS, Milán, 1974.
154 Greimas, A.J., Courtés, J.: Semiótica. Diccionario razonado de la Teoría del Lenguaje, Gredos, Madrid, p. 361-362.
155 Hjelmslev, L.: Prolegómenos a una teoría del lenguaje, Gredos, Madrid, 1971, p. 153.
Notas
156 Martinet, André: La lingüística. Guía Alfabética, Barcelona, Anagrama, 1975, p. 222.
157 Hay en Ferdinand de Saussure, desde luego, citas que, leídas apresuradamente, podrían sustentar esta interpretación. Así, por ejemplo, esta:
«la facultad -natural o no- de articular palabras sólo se ejerce con ayuda del instrumento creado y suministrado por la colectividad.»
Saussure, Ferdinand de: Curso de lingüística general, Akal, Madrid, 1980, p. 37. Sin embargo, y como trataremos de demostrar en lo que sigue, es esta una interpretación en lo esencial radicalmente contradictoria con los ejes nucleares de la investigación saussuriana.
158 Shannon, C. E.; Weaver, W.: Teoría Matemática de la comunicación, Forja, Madrid, 1981.
159 La crítica sistemática de tal concepción constituye el punto de partida de las Investigaciones filosóficas de Ludwig Wittgenstein. Cfr.: Wittgenstein, Ludwig: 1945: Investigaciones filosóficas, Crítica, Barcelona, 1988.
160 Piaget, Jean: Lógica y conocimiento científico. Naturaleza y métodos de la Epistemología, Proteo, Buenos Aires, 1970, ps. 60-61.
Notas
161 Saussure, Ferdinand de: Curso de lingüística general, Akal, Madrid, 1980, p. 37.
162 Saussure: op. cit. p. 27.
163 Saussure: op. cit. p. 33.
164 Saussure: op. cit. p. 31.
165 Saussure: op. cit. p. 41.
166 Saussure: op. cit. p. 43.
167 Saussure: op. cit. p. 102.
168 Saussure: op. cit. p. 62.
169 Saussure: op. cit. p. 72.
170 Saussure: op. cit. p. 38.
171 Saussure: op. cit. p. 36.
172 Saussure: op. cit. p. 106.
173 Saussure: op. cit. p. 106.
174 Saussure: op. cit. p. 35.
175 Saussure: op. cit. p. 36.
176 En Freud, el yo del individuo se construye en su encuentro con el otro ya desde las experiencias fundadoras de la relación dual y de la trama del complejo de Edipo. Por eso:
«La oposición entre psicología individual y psicología social o colectiva, que a primera vista puede parecernos muy profunda, pierde gran parte de su significación en cuanto la sometemos a más detenido examen (…) En la vida anímica individual aparece integrado siempre, efectivamente, “el otro”, como modelo, objeto, auxiliar o adversario, y de este modo, la psicología individual es al mismo tiempo y desde un principio psicología social. (…) al hablar de la psicología social o colectiva se acostumbra a prescindir de estas relaciones, tomando solamente como objeto de la investigación la influencia simultánea ejercida sobre el individuo por una gran número de personas, a las que le unen ciertos lazos, pero que fuera de esto pueden ser ajenas desde otros muchos puntos de vista. (…) Sin embargo, hemos de objetar que nos resulta difícil atribuir al factor numérico importancia suficiente para provocar por si sólo en el alma humana el despertar de un nuevo instinto (…)»
Freud, Sigmund: Psicología de masas y análisis del “yo“, en Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1974, Vol. VII, p: 2563-2564.
177 Saussure, Ferdinand de: Curso de lingüística general, Akal, Madrid, 1980, p. 41.
178 Saussure: op. cit. p. 40.
179 Saussure: op. cit. p. 41.
180 Saussure: op. cit. p. 34.
181 Lévi-Strauss, Claude: 1949: Las estructuras elementales del parentesco, 2 vol., Barcelona, Planeta-Agostini, 1985, p. 41:
«se cae en un círculo vicioso al buscar en la naturaleza el origen de reglas institucionales que suponen -aún más, que ya son- la cultura y cuya instauración en el seno de un grupo difícilmente pueda concebirse sin la intervención del lenguaje.»
182 Saussure: op. cit. p. 40.
183 Saussure: op. cit. p. 40.
184 Saussure: op. cit. p. 43.
185 Saussure: op. cit. p. 44.
186 Saussure: op. cit. p. 46.
187 Saussure: op. cit., p. 106.
188 Benveniste, Emile: Problemas de lingüística general, siglo XXI, México, 1971
189 Lévi-Strauss, Claude: 1958, “La estructura de los mitos“, en: Antropología estructural, Eudeba, Buenos Aires, 1968; 1964, Mitológicas I. Lo crudo y lo cocido, FCE, México, 1968.
190 Benveniste, Emile: Problemas de lingüística general, siglo XXI, México, 1971, p. 181.
191 Saussure, Ferdinand de: Curso de lingüística general, Akal, Madrid, 1980, p. 102: “El signo lingüístico une no una cosa y un nombre, sino un concepto y una imagen acústica.”
192 Saussure: op. cit., p. 51.
193 Saussure: op. cit., p. 129.
194 Saussure: op. cit., p. 121.
195 Saussure: op. cit. p. 43.
196 Barthes, Roland: Elementos de semiología, Alberto Corazón, Madrid, 1971, p. 14-15.
197 Lotman, Yuri M.: Estructura del Texto Artístico, Istmo, Madrid, 1978, p. 20.
Notas I.3.1.
198 Russell, Bertrand: 1948: El conocimiento humano, Taurus, Madrid, 1964.
199 Frege, Gottlob: : Investigaciones lógicas, Tecnós, Madrid, 1984.
200 Wittgenstein, Ludwig: 1921-1922: Tractatus logico-philosophicus, Alianza Universidad, Madrid, 1995, epígrafe 3.3.2.5.
201 Wittgenstein: op. cit., epígrafe 3.3.3.
202 Wittgenstein: op. cit., epígrafe 5.4.5.4.1. Y también: epígrafe 6.1.2.5.1.: por ser el suyo un universo tautológico,
«en lógica jamás puede haber sorpresas.»
Epígrafe 6.1.2.6.1.:
«En lógica, proceso y resultado son equivalentes. (No cabe, pues, sorpresas.).»
Epígrafe 5.4.5.4.1.: Por eso,
«la lógica precede a toda experiencia -que algo es así.»
Wittgenstein: op. cit., epígrafe 5.4.7.3.:
«Todo lo que en lógica es posible, está también permitido.»
Epígrafe 5.4.7.3.1.:
«Qué la lógica sea un a priori consiste en esto, en que no se puede pensar ilógicamente.” “en cierto sentido, en lógica no podemos equivocarnos.»
203 Wittgenstein: op. cit., epígrafe 3.4.2.
204 Wittgenstein: op. cit., epígrafe 6.3.4.1.
205 Wittgenstein: op. cit., epígrafe 6.3.5.
«la malla es puramente geométrica, y todas sus propiedades pueden darse a priori.»
Epígrafe 6.3.5:
«Las leyes como el principio de razón, etc., tratan de la malla y no de lo que la malla describe.»
206 Wittgenstein, Ludwig: 1945: Investigaciones filosóficas, Crítica, Barcelona, 1988, p. 189.
207 Wittgenstein: op. cit., epígrafe 6.3.4.2.
208 Wittgenstein: op. cit., epígrafe 5.1.3.3.
209 Wittgenstein: op. cit., epígrafe 5.6.3.4.
210 Wittgenstein: op. cit., epígrafe 5.6.3.4.
211 Wittgenstein: op. cit., epígrafe 6.3.
212 Wittgenstein: op. cit., epígrafe 6.1.3.
«La lógica es trascendental.»
Y También: epígrafe 2.0.1.2.:
«En lógica nada es accidental.»
Epígrafe 5.5.5.6.:
«Sólo aquello que nosotros mismos construimos puede preveerse.»
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«La ley de la casualidad no es una ley, sino la forma de una ley.»
Y También: 6.2.3.1.
«La “ley de casualidad” es un nombre de clase (…) en física, hay leyes de causalidad, leyes de la forma de causalidad.»
Epígrafe: 6.3.4.
«Todas las proposiciones tales como el principio de razón (law of causation), la ley de la continuidad de la naturaleza, etc., todas son intuiciones a priori acerca de las posibles formas que se podrían dar a las proposiciones de la ciencia.»
Entonces la forma está en el lenguaje: no en lo real.
214 Wittgenstein: op. cit., epígrafe 6.3.7.
215 Wittgenstein: op. cit.,epígrafe 5.1.3.6.1.
216 Wittgenstein: op. cit.,epígrafe 2.0.6.1.
217 Wittgenstein: op. cit.,epígrafe 5.1.3.4.
218 Wittgenstein: op. cit.,epígrafe 1.2.1.
219 Wittgenstein: op. cit.,epígrafe 2.0.6.2.
220 Wittgenstein: op. cit.,epígrafe 5.1.3.5.
221 Wittgenstein: op. cit.,epígrafe 5.6.3.4.
222 Wittgenstein: op. cit., epígrafe 6.3.7.1.
223 Wittgenstein: op. cit., epígrafe 6.3.7.2.
224 Wittgenstein: op. cit., epígrafe 5.6.
225 Wittgenstein: op. cit., epígrafe 5.6.1.
226 Wittgenstein: op. cit., epígrafe 5.6.2.
227 Kant, Inmmanuel: 1781: Crítica de la razón pura. Estética trascendental y analítica trascendental, Losada, Buenos Aires, 1973, p. 134:
«nuestro conocimiento racional a priori (…) sólo se refiere a fenómenos, dejándonos sin conocer a la cosa en sí, por más que para sí misma sea real.»
«nuestra representación de las cosas, tal como nos son dadas, no se regla por éstas como si fueran cosas en sí, sino que estos objetos, como fenómenos que son, se reglan por nuestra manera de representar (…).»
228 Hegel: 1817: Lógica, Ricardo Aguilera, Madrid, 1973.
229 En este sentido conviene leer esta anotación sobre la semejanzas entre el lenguaje y la música. Wittgenstein, Ludwig: 1945: Investigaciones filosóficas, Crítica, Barcelona, 1988, p. 343:
«Entender una oración del lenguaje se parece mucho más de lo que se cree a entender un tema en música.
«¿Y no es después de todo la música un juego?»
230 Wittgenstein: op. cit., p. 423.
231 Wittgenstein: op. cit., p. 357.>
232 de nuevo Saussure. Véase supra 1.2.3.
233 Wittgenstein: op. cit., p. 69.
234 Wittgenstein: op. cit., p. 201. Y en otro lugar, p. 133:
«No hay un único método de la filosofía, si bien hay realmente métodos, como diferentes terapias.»
P. 147:
«entender: interiorizar el sistema»
P. 51:
«saber: poder, ser capaz; entender (dominar una técnica).»
235 Wittgenstein: op. cit., p. 201.
236 Wittgenstein: op. cit., p. 203.
237 Wittgenstein: op. cit., p. 129: la
«representación sinóptica (es) nuestra forma de representación.»
238 Wittgenstein: op. cit., p. 129.
239 Wittgenstein: op. cit., p. 211:
«Nuestro requisito es arquitectónico; la explicación, una suerte de falsa moldura que nada soporta.»
240 Wittgenstein: op. cit., p. 49.
241 Wittgenstein: op. cit., p. 53-55.
242 Wittgenstein: op. cit., p. 47.
243 Wittgenstein: op. cit., p. 281.
244 Wittgenstein: op. cit., p. 431.
245 Wittgenstein: op. cit., p. 123.
246 Wittgenstein: op. cit., p. 199.
247 Wittgenstein: op. cit., p. 275.
248 Wittgenstein: op. cit., p. 323.
249 Wittgenstein: op. cit., p. 261.
250 Wittgenstein: op. cit., p. 523.
251 Wittgenstein: op. cit., p. 39; Y también: p. 237:
«sólo de seres humanos vivos y de lo que se les asemeja (se comporta de modo semejante) podemos decir que tienen sensaciones, ven, están ciegos, oyen, están sordos, son concientes o inconscientes. “¡Pero en los cuentos de hadas también la ve y oye!” (Cierto, pero también puede hablar.)»
252 Wittgenstein: op. cit., p. 263
253 Wittgenstein: op. cit., p. 265
254 Wittgenstein: op. cit., p. 265
255 Wittgenstein: op. cit., p. 265
256 Wittgenstein: op. cit., p. 181
257 Wittgenstein: op. cit., p. 29; y también, p. 387:
«”Así pues, alguien que no haya aprendido ninguna lengua, ¿no puede tener ciertos recuerdos?” Claro -no puede tener ningún recuerdo verbal, deseos o temores verbales, etc. Y los recuerdos, etc., en el lenguaje no son meras representaciones deshilachadas de las verdaderas vivencias; ¿acaso lo verbal no es una vivencia?»
P. 409:
«¿Puede esperar sólo quien puede hablar? Sólo quien domina el uso de un lenguaje. Es decir, los fenómenos del esperar son modos de esta complicada forma de vida.»
258 Wittgenstein: op. cit., p. 211
259 Wittgenstein: op. cit., p. 517
260 Wittgenstein: op. cit., p. 30:
«Imaginar un lenguaje significa imaginar una forma de vida.»
Juego de lenguaje, p.37:
«hablar el lenguaje forma parte de una actividad o de una forma de vida.»
261 Wittgenstein: op. cit., p. 213:
«concordancia y regla, palabras emparentadas.»
262 Wittgenstein: op. cit., p. 71:
«nuestro juego del lenguaje -nuestro modo de representación.»
263 Wittgenstein: op. cit., p. 517.
264 Wittgenstein: op. cit., p. 217; y prosigue:
«A la comprensión por medio del lenguaje pertenece no sólo una concordancia en las definiciones, sino también (por extraño que esto pueda sonar) una concordancia en los juicios. Esto parece abolir la lógica; pero no lo hace. -Una cosa es describir los métodos de medida y otra hallar y formular resultados de mediciones. Pero lo que llamamos «medir» está también determinado por una cierta constancia en los resultados de las mediciones.”»
En el límite la diferencia misma entre lo subjetivo y lo objetivo se agota en una diferencia interna a los juegos del lenguaje; p. 515:
«”Aunque puedes tener una absoluta seguridad sobre el estado anímico del otro, ella sólo es siempre una seguridad subjetiva, no objetiva.” -Estas dos palabras señalan una diferencia entre juegos del lenguaje.”»
265 Wittgenstein: op. cit., p. 517.
266 Wittgenstein: op. cit., p. 519:
«”Todos aprendemos la misma tabla de multiplicar”. Esto podría ser ciertamente una observación sobre la clase de aritmética en nuestras escuelas -pero también podría ser una constatación sobre el concepto de la tabla de multiplicar.»
Es decir: la utilidad -y el significado- de la tabla de multiplicar estriba en que todos la aprendemos, en que nos sometemos por igual a su regla.
267 Wittgenstein: op. cit., p. 339:
«Incluso si una proposición se concibe como una figura de un cierto estado de cosas y decimos que muestra la posibilidad de ese estado de cosas, con todo, la proposición sólo puede hacer, en el mejor de los casos, lo que hace una figura pintada o plástica, o también una película; y por lo tanto, en ningún caso puede representar lo que no es el caso. ¿O sea que depende enteramente de nuestra gramática a qué se llama (lógicamente) posible y a qué no” -a saber, precisamente lo que ésta admite? -¡Pero esto es arbitrario! -¿Es arbitrario?»
Notas I.3.2.
268 Kant, Inmmanuel: 1781, Crítica de la razón pura. Estética trascendental y analítica trascendental, Losada, Buenos Aires, 1973.
269 En Kant, si no más lejos, se encuentra ya con claridad la necesidad de un juego de dos términos -él hablaba de “la cosa en sí” y “la cosa para mí”, dos categorías orgánicamente ligadas a la noción de “a priori”- que permitiera rendir cuentas de la posibilidad y de los límites del conocimiento humano.
270 Véase supra: 1.2.3.
271 Barthes, Roland: Elementos de semiología, Alberto Corazón, Madrid, 1971, p. 14-15, y Lotman, Jurij M.: Estructura del Texto Artístico, Istmo, Madrid, 1978, p. 20.
272 Es por tanto necesario dar un paso más allá de lo que la psicología cognitiva afirma. Así, si reconocemos con ésta que
«el mundo de la experiencia es producido por el ser humano que la experimenta… Cualquier cosa que conozcamos acerca de la realidad tiene que ser mediada no sólo por los órganos de los sentidos, sino por un complejo de sistemas que interpretan y reinterpretan la información sensorial.»
Neisser, Ulric: Psicología cognoscitiva, Trillas, México, 1979, p.13. Nos vemos obligados a añadir que entre esos sistemas se encuentran necesariamente los lenguajes -arbitrarios o analógicos- que, a través de la comunicación, son los unicos que pueden permitir dotar a la percepción -y a la realidad por ella construida- de su caracter social, intersubjetivo y comunicable.
273 Lo que hace ladrillo al ladrillo no es después de todo su materia bruta, sino el sometimiento de ésta a un diseño, a una forma -a un signo icónico-, a un cálculo -signo matemático-, a unas propiedades -descritas por signos verbales.
Notas I.3.3.
274 Wittgenstein: op. cit.,epígrafe 6.4.5.
275 Wittgenstein: op. cit.,epígrafe 4.1.1.4.
«Debe delimitar lo pensable y con ello lo impensable.»
«Debe delimitar lo impensable desde dentro de lo pensable.»
Y epígrafe: 4.1.1.5.
«significar lo indecible presentando claramente lo decible.»
276 Wittgenstein: op. cit.,epígrafe 6.4.4.
277 Wittgenstein: op. cit.,epígrafe 6.5.
278 Wittgenstein: op. cit.,epígrafe 6.5.1.
279 Wittgenstein: op. cit.,epígrafe 6.5.2.
280 Wittgenstein: op. cit.,epígrafe 6.5.2.1.
281 Wittgenstein: op. cit.,epígrafe 6.5.4.
282 Wittgenstein: op. cit.,epígrafe 5.6.4.1.
283 Wittgenstein: op. cit.,epígrafe 5.6.3.2.
284 Wittgenstein: op. cit.,epígrafe 5.6.3.3.
285 Wittgenstein: op. cit.,epígrafe 5.6.4.1.
286 Y en ello Wittgenstein se aparta de la reducción cognitivista no menos que del positivismo lógico.
287 Wittgenstein: op. cit.,epígrafe 6.3.7.3.
288 Wittgenstein: op. cit.,epígrafe 6.3.7.4.
289 Wittgenstein: op. cit.,epígrafe 6.3.4.3.2.
290 Wittgenstein: op. cit.,epígrafe 6.1.2.3.1.
291 Wittgenstein: op. cit.,epígrafe 5.1.5.6.:
«Probabilidad es una generalización.»
292 Wittgenstein: op. cit.,epígrafe 6.3.6.1.1.
293 Gleick, James: 1987: Caos. La creación de una ciencia, Seix Barral, Barcelona, 1994; Hawking, Stephen W.: 1988: Historia del tiempo. Del big bang a los agujeros negros, Crítica, Barcelona, 1988: Shipman, H.L.: 1980: Los agujetos negros, los cuáseres y el Universo, Alhambra, Madrid, 1982; Duquesne, Maurice: Materia y antimateria, Mirasol, Buenos aires, 1963; Thom, René: 1980: Parábolas y catástrofes. Entrevista sobre matemática, ciencia y filosofía, Metatemas, Barcelona, 1993; Saunders, P. T.: 1980: Una introducción a la teoría de las catástrofes, Siglo XXI, Madrid, 1983.
294 De ello nos ocuparemos más adelante: Volumen Tres, Segunda Parte, Capítulo 1 El hecho artístico y Volumen Tres, Tercera Parte: Enunciación, Sujeto, Dimensión Simbólica.
295 Wittgenstein: op. cit.,epígrafe 6.5.2.2.
296 véase: Volumen 1, Primera Parte, Capítulo 1 Teoría de la Imagen y Psicología gestáltica de la Percepción: el percepto, la Forma, epígrafe La fotografía y Volumen 1, Primera Parte, Capítulo 2 Teoría de la Imagen y Psicología cognitiva de la Percepción: el esquema, el Lenguaje, epígrafe Fotografía y pornografía.
298 Bataille, Georges: 1957: El erotismo, Barcelona, Tusquets, 1979, p. 55.
299 Bataille, Georges: op. cit., p. 88:
«Como si el hombre hubiese de una vez, inconscientemente, captado lo que tiene de imposible la naturaleza (lo que nos es dado) exigiendo a seres que ella suscita participar de esa furia destructora que la anima y que nada saciará… la posibilidad humana dependió del momento en el que, dejándose llevar por un vértigo insuperable, un ser se esforzó en responder no.»
300 Bataille, Georges: op. cit., p. 58.
301 Bataille, Georges: op. cit., p. 59.
302 Bataille, Georges: op. cit., p. 59.
303 Bataille, Georges: op. cit., p. 25.
304 Bataille, Georges: op. cit., p. 30.
305 Bataille, Georges: op. cit., p. 30:
306 Bataille, Georges: op. cit., p. 123.
307 Aun cuando sin citarlo. Cfr.: Roudinesco, Elisabeth: 1993: Jacques Lacan. Esquisse d’une vie, histoire d’un système de pensée, Fayard, Paris, 1993, p. 187.
308 Lacan, Jacques: 1954-55 : El Seminario 2: El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica, Paidós, Barcelona, 1983, p. 257:
«El poder de nombrar los objetos estructura la percepción misma. El percipi del hombre no puede sostenerse sino en el interior de una zona de nominación. Mediante la nominación el hombre hace que los objetos subsistan en una cierta consistencia… La palabra, la palabra que nombra, es lo idéntico. La palabra responde, no a la distición espacial del objeto, siempre lista para disolverse en una identificación al sujeto, sino a su dimensión temporal… El nombre es el tiempo del objeto. La nominación constituye un pacto por el cual dos sujetos convienen al mismo tiempo en reconocer el mismo objeto. Si el sujeto humano no denomina -como dice el Génesis que se hizo con el Paraíso terrenal- en primer lugar las especies principales, si los sujetos no se ponen de acuerdo sobre este reconocimiento, no hay mundo alguno, ni siquiera perceptivo, que pueda sostenerse más de un instante.»
309 Lacan, Jacques: 1953-54: El Seminario 1: Los escritos técnicos de Freud, Paidós, Barcelona, 1983, p. 110.
310 Lacan, Jacques: 1954-55: El Seminario 2: El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica, Paidós, Barcelona, 1983, p. 249
311 Lacan, Jacques: op. cit., p. 253
312 Lacan, Jacques: 1956-57: Seminario 4: La Relación de objeto, Paidós, Barcelona, 1984, p. 33.
313 Véase infra: 1.4.3 y 1.5.
Notas I.4.1.
314 Peirce, Charles S.: Obra Lógico Semiótica, Armando Sercovich editor, Taurus, Madrid, 1987, p. 262.
315 Semántica intensional .
316 Eco, Umberto: Tratado de semiótica general, Barcelona, Lumen, 1981, p. 35.
317 Garroni,: 1972: Proyecto de Semiótica. Mensajes artísticos y lenguajes no verbales. Problemas teóricos y aplicados, Barcelona, Gustavo Gili, p. 254-255.
318 Garroni, Emilio: op. cit.; p. 255.
319 Eco, Umberto: Tratado de semiótica general, Barcelona, Lumen, 1981, p. 27.
320 Chomsky, Noam, 1977, Ensayos sobre forma e interpretación, Cátedra, Madrid, 1982, p. 13:
«La persona que conoce una lengua sabe, normalmente, cómo utilizarla para la consecución dedeterminados fines humanos. Se puede decir quedispone de un sistema de “competencia pragmática” quye interactua con su competencia gramatical, caracterizada por la gramática. »
P. 44:
«Al considerar ahora la lingüística en cuanto rama de la psicología teórica, que versa sobre una de las facultades de la mente, nos enfrentamos con el problema subsiguiente de construir los modelos de actuación que tratan de los modos en los que se pone en uso el conocimiento del lenguaje.»
321 Eco, Umberto: op. cit., p. 99.
322 Eco, Umberto: op. cit., p. 101.
323 Eco, Umberto: op. cit., p. 103.
324 Hjelmslev, Louis: 1943: Prolegómenos a una teoría del lenguaje, Gredos, Madrid, 1974, capítulo XIII.
325 Eco, Umberto: op. cit., p. 31.
326 Eco, Umberto: op. cit., p. 297.
327 Eco, Umberto: op. cit., p. 299.
328 Eco, Umberto: op. cit., p. 302.
329 Eco, Umberto: op. cit., p. 301.
330 Véase infra: 1.4.1.7.
331 Saussure, Ferdinad de: Curso de lingüística general, Akal, Madrid, 1980, p. 105.
332 De lo que se conduce la posibilidad de clasificar los signos icónicos en función de su grado de arbitrariedad o, si se prefiere -y será esta una escala inversa-, de motivación –no creemos oportuno hablar de grado de iconicidad por las confusiones que esta noción ha provocado. Teniéndose en cuenta, en cualquier daso, que el grado de motivación de una imagen dependerá de su grado de analogía con la imagen perceptiva, y no con el objeto en sí mismo.
333 Fue en un texto anterior -Eco, Umberto: 1968: La estructura ausente. Introducción a la semiótica, Lumen, Barcelona, 1975- donde Eco se ocupó específicamente de éstas..
334 Eco, Umberto: op. cit., p. 304.
335 Eco, Umberto: op. cit., p. 312..
336 Eco, Umberto: op. cit., p. 312.
337 Eco, Umberto: op. cit., p. 314.
338 Eco, Umberto: op. cit., p. 321.
339 Véase supra: 1.3.2.
340 Tal primacía, que se deduce de manera directa del Curso de Lingüística estructural de Saussure, ha sido percibida por toda claridad por Claude Lévi-Strauss. Posteriormente, Jacques Derrida, y Jacques Lacan hicieron de esta idea el núcleo de sus respectivas relecturas de la historia de la filosofía y del psicoanálisis, respectivamente. Lévi-Strauss, Claude 1964: Mitológicas I. Lo crudo y lo cocido, FCE, México, 1968; Derrida, Jacques: Posiciones, Pretextos, Valencia, 1977, p. 28; Lacan, Jacques: Escritos, siglo XXI, México, 1971, vol. 2, p. 190.
341 Tal era por otra parte, recordémoslo, la propuesta de Gombrich. Véase: Volumen I, Capítulo 2: Teoría de la Imagen y Psicología cognitiva de la Percepción: el esquema, el Lenguaje (Gombrich)
342 Greimas, Algirdas-Julien: Condiciones de una semiótica del mundo natural, en En torno al sentido. Ensayos semióticos, Fragua, Madrid, 1973.
Notas I.4.2
343 Quine, W. V.: Los métodos de la lógica, Ariel, Barcelona, 1981, p. 282:
«”el hombre” o, con mayor claridad, … “el Presidente” y “el sótano”… (a diferencia de lo que pasa con “hombre”, “presidente” y “sótano”) son términos singulares, pero el sólo objeto que sugieren que nombran en cualquiera de los usos que de ellas se realice, depende para su determinación de circunstancias concomitantes… Los términos concretos son aquellos que parecen referir a individuos, objetos físicos, eventos o sucesos; los términos abstractos son aquellos que parecen referir a objetos abstractos; es decir, a números, clases, atributos. Así, algunos términos singulares como “Sócrates”, “Cerbero”, “la tierra”, “el autor del Quijote”, son concretos, mientras que otros términos singulares, como “7”, “3 + 4”, “la piedad”, son abstractos. Algunos términos generales son también concretos, como “hombre”, “casa”, “casa roja” (puesto que cada hombre o cada casa es un individuo concreto) mientras, que otros son abstractos (puesto que cada número es por sí mismo un objeto abstracto, y análogamente por lo que toca a cada una de las especies zoológicas y de las virtudes.”»
344 La existencia o inexistencia real de su referente carece de importancia aquí.
345 Genette, Gérard: Frontières du récit, en L’Analyse structurale du récit, Communications, nº 8, 1966: p. 156.
346 Genette, Gérard: Frontières du récit, op. cit.: p. 158.
347 Todorov, Tzvetan: Gramática del Decamerón, Taller Ediciones, Madrid, 1973, pp. 49-50.
348 Genette, Gérard: Frontières du récit, op. cit., p. 158.
349 Muchos autores han propuesto definiciones de la narración y la descripción semejantes a la de Genette. Citaremos, por ejemplo, la de López Casanova y Alonso (López Casanova, Arcadio; Alonso, Eduardo: Poesía y novela. Teoría, método de análisis y práctica textual, Bello, Valencia, 1982, pp. 543-544):
«una narración… en sentido estricto es el discurso enunciado por un narrador, que representa sucesos y acciones, procesos transidos de temporalidad. La descripción es el discurso que representa espacios o personajes, objetos, sin construir tiempo de la historia, que queda suspendido. En todo discurso narrativo se proyecta un tiempo de historia.»
350 Tomachevski, Boris: Teoría de la literatura, Akal, Madrid, 1982, p. 182-183.
351 Bremond Claude: La logique des posibles narratifs, en L‘Analyse structurales du récit, Communications, nº 8, 1966, p. 62:
«Tout récit consiste en un discours intégrant une sucession d’évements d’intérêt humain dans la unité d’une même action. Oú il n’y a pas sucession, il n’y a pas récit mais, par exemple, description (si les objects du discours sont associés par une contiguité spatiale), déduction (s’ils s’impliquent l’un l’autre), effusion lyrique (s’ils s’evoquent par métaphore ou métonymie), etc. Où il n’y a pas intégration dans l’unité d’une action, il n’y a pas non plus récit, mais seulement chronologie, énonciation d’une sucession de faits incoordonnés. Où enfin il n’y a pas implication d’intérêt humain (Où les évenements rapportés ne sont ni produits par des agents ni subis par des patiens anthropomorphiques) il ne peut y avoir de récit, parce que c’est seulement par rapport à un projet humain que les événements prennent sens et s’organisent en une série temporelle structurée.»
A parte de lo que nos parece una concepción demasiado restringida de la descripción, debemos anotar la excesiva ambigüedad que esta definición contiene al hablar de factores tan imprecisos y variables como el interés humano, o la unidad de una misma acción.
352 Van Dijk, Teun A.: La ciencia del texto, Paidós, Barcelona, 1983, pp. 154-155:
«el texto narrativo (…) se refiere ante todo a acciones de personas (…)»;
«unos sucesos o acciones que (…) sean interesantes (…) que hasta cierto punto se desvían de una norma (…)»;
«existe una parte del texto (…) cuya función específica consiste en expresar una complicación en una secuencia de acciones.»
La complicación
«requerirá que a lo largo del texto se vean implicadas algunas personas en su reacción ante el suceso (…) la categoría narrativa correspondiente es la resolución…»
«Con estas dos categorías de complicación y resolución ya disponemos del núcleo de un texto narrativo cotidiano. llamaremos suceso a este núcleo conjunto.»
«Denominaremos marco a la parte del texto narrativo que especifica (las…) circunstancias (del suceso). El marco y el suceso juntos forman (…) el episodio (…) la serie de episodios se llama trama (…)»
Las ulteriores determinaciones propuestas por Van Dijk son ya opcionales, y por tanto prescindimos de su enumeración. Vemos aquí repetido el equívoco factor bremondiano del interés, sólo aparentemente más precisado como desviación de una norma. ¡Pero cuantos relatos se ocupan de personajes y situaciones totalmente respetuosas de la norma! ¿No es éste, por ejemplo, el caso típico de la parodia? En ellos el interés del discurso no se encuentra en los sucesos narrativos en sí, sino en el punto de vista desde el que se los observa. Por otra parte, van Dijk comete la ingenuidad de reclamar la presencia de personas como sujetos narrativos. Finalmente, la definición que se ofrece del suceso es demasado amplia y vaga, impidiendo todo análisis funcional.
353 Tomachevski, Boris: Teoría de la literatura, Akal, Madrid, 1982, p. 182:
«En la disposición de los elementos temáticos, se observan dos tipos principales: 1) un nexo causal-temporal liga el material temático; 2) los hechos son narrados como simultáneos, o en diversa sucesión de los temas, sin un nexo causal interno. En el primer caso, tenemos obras con fábula (cuentos, novelas, poemas épicos); en el segundo, obras sin fábula, “descriptivas” (poesía descriptiva y “didáctica”, “lírica”, “viajes”…»
354 Greimas (Agreimas,. J.; Courtés, J.: Semiótica. Diccionario razonado de la teoría del lenguaje, Gredos, Madrid, 1982, p. 147) distingue:
«dos formas de enunciados elementales: a) enunciados de estado representados como “F junción (S;O)”; dado que la junción, en cuanto categoría, se articula en dos términos contradictorios -la conjunción y la disjunción- se hacen posibles dos tipos de enunciados de estado: conjuntivos (SIO) y disjuntivos (SUO); b/ enunciados de hacer, representados como “F transformación (S;O)”; explican el paso de un estado a otro.»
Notas I.4.3.
355 Tomamos la expresión de Baena: Baena Díaz, Francisco: 1996: La huella de la luz (Una teoria para el texto fotográfico), tesis doctoral, Universidad Complutense, Madrid, 1996.
356 Schaeffer, Jean-Marie: 1987: La imagen precaria. Del dispositivo fotográfico, Cátedra, Madrid, 1990, p. 22.
357 Bazin, André: 1947: “Ontología de la imagen fotográfica“, en ¿Qué es el cine?, Rialp, Madrid, 1966.
358 Beiler,Terthold: Die Gewalt des Augenblicks, Geddanken zur Aestetik der Fotografie, Leipzig, Photokinoverlag VEB, 1961; Weltanschauugng der Fotografie, Munich, Damnitz, 1972.
359 Vanlier, Henry: Philosophie de la Photographie, Paris, Les Cahiers de la Photographie, 1983.
360 Dubois, Philippe: 1983, El acto fotográfico. De la Representación a la Recepción, Paidós, Barcelona, 1986.
361 Schaeffer, Jean-Marie: 1987: La imagen precaria. Del dispositivo fotográfico, Cátedra, Madrid, 1990, p. 24.
362 Schaeffer, Jean-Marie: op. cit., p. 24
363 Schaeffer, Jean-Marie: op. cit., p. 39-40.
364 Schaeffer, Jean-Marie: op. cit., p. 40.
365 Véase supra: 1.4.1.
366 Schaeffer, Jean-Marie: op. cit., p. 24.
367 Baena Díaz, Francisco: 1996: La huella de la luz (Una teoria para el texto fotográfico), tesis doctoral, Universidad Complutense, Madrid, 1996, p. 215:
«”Atendamos a ese “de modo usual”. (…) es un desmarque de toda construcción teórica (tenida sobre abstractos o ideales) para ceñirse a la exclusiva descripción de lo efectivo. Decir “de modo usual decimos que a es b“
no es decir “a es b“. Lo uno no implica lo otro, sino incluso más bien su negación (pero no en el sentido de “a no es b“, sino en el de no “a es Y“), es decir, se consuma el distanciamiento del problema del ser (de la teoría) para conformarse con una descripción del funcionamiento de lo que hay. Se trata de una huida de toda teoría (“el signo es x“) que cubre una huida del problema. No resolver sino disolver, es la meta explícita. Pero entonces hay que decir que los argumentos propios se vuelven en contra, pues, a tenor de su formulación, el grito no “es” un signo de dolor, sino que eso es lo que decimos (funciona como tal). Pero así, con tales presupuestos, nada puede hacerse contra una teoría del signo. Si rehuye la cuestión del ser no puede decir “un signo puede no ser códico”, sino tan solo “hablamos como si así fuera”. Lo cual nada garantiza al respecto. Una teoría del signo puede discutirse y eventualmente superarse desde su construcción interna, pero recriminarle que el uso efectivo de un término puede admitir acepciones que aquélla no admitiría deja intacta la teoría como tal. A “el signo es códico” no le opone Schaeffer “el grito, que no es códico, es signo” sino “la gente dice que el grito es signo, o se comporta como si lo fuera”. Si la primera frase puede tomarse como un contraargumento y puede implicar a la teoría en una lucha, la segunda no llama a ésta, sino que desvía a otro lugar la atención. Lo cual podemos también seguir en el ritmo de las sentencias: de “es” a “se recibe”.»
368 Barthes, Roland: 1961: El mensaje fotográfico, en Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos voces, Paidos, Barcelona, 1986, p. 111.
369 Debe reconocerse en cualquier caso que, a pesar de tales contradicciones, o quizás precisamente gracias a ellas mismas, Barthes, como Sachaeffer, lograban burlar al cerco con el que la doxa semiótica invisibilizaba la problemática de la huella fotográfica. Veamos un ejemplo (Bourdieu, Pierre: Un art moyen, Minuit, Paris, 1965, p. 109:)
«Si se la ha presentado (a la fotografía) con las apariencias de un “lenguaje sin código ni sintaxis”, es decir de un “lenguaje natural”, es sobre todo porque la selección que opera en el mundo visible es de hecho conforme en su lógica a la representación del mundo que se ha impuesto en Europa desde el Quattrocento.»
Es cierto que la fotografía no es un lenguaje -y, por lo demás, supone un contrasentido en sí mismo hablar de lenguaje natural-, pero resulta mucho más desafortunado afirmar que la fotografía opera en el mundo visible una selección conforme a la representación del mundo que se ha impuesto en Europa desde el Quattrocento: equivale a decir que las imágenes que reflejan los espejos son conformes a la lógica quattrocentista. Pero lo más notable de enunciados como éste, tan extendidos en el pensamiento semiótico moderno, es que, en su esfuerzo por establecer continuidades, conducen a hacer invisible la revolución que la fotografía ha introducido en el universo de la representación.
370 Bazin, André: ¿Qué es el cine? , Rialp, Madrid, 1966, p. 19.
371 Bazin, André: op. cit., p. 53.
372 Bazin, André: op. cit., p. 20.
373 Bazin, André: op. cit., p. 126-127.
374 Barthes, Roland: La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía, Gustavo Gili, Barcelona, 1982
375 Barthes: op. cit., p.
64-65.
376 Barthes: op. cit., p. 31.
377 Barthes: op. cit., p. 34.
378 Barthes: op. cit., p. 120.