2. Repetición y diferencia

 

Jesús González Requena
Edipo III. La tarea del hijo
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2016/2017
sesión del 07/10/2016 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2021

 

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Las dos llegadas

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La nieve se convierte en agua. No hay duda, pasa el tiempo, pasan las estaciones.

 

Pero me reconocerán que hay algo desmesurado en este contraste: pues es en el desierto donde, ahora, hay agua. Son estas, sobre el papel, dos categorías en extremo antagónicas. Retengan el dato, porque en buena medida va a ordenar y dejar su impronta en la escena que sigue.

 


 

Todo parece indicar que es éste un movimiento de regreso.

 

 

Pues, ¿no es hacia el pasado hacia donde miraba Martin? ¿Y no es en esa misma dirección en la que los dos buscadores cabalgan?

 

Lo que podrán escuchar bien en términos psicoanalíticos, porque lo que se busca, es siempre en cierto modo algo perdido en el pasado. Y sin duda es algo de ese orden lo que resuena en el juego de ambivalencias que impregnan la escena que ahora comienza.

 

 

No sabemos todavía a dónde regresan, pues no conocemos a este hombre que les ve aproximarse, ni el rancho al que pertenece.

 

Pero entonces…

 


 

Entonces, de pronto, reconocemos.

 

Y, a la vez que reconocemos, percibimos la dolorosa diferencia.

 























































 


 

Les decía:

 


 

reconocemos y a la vez percibimos la diferencia y el dolor que la habita.

 

 

 


La buena y la mala repetición

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Y por esa vía se introduce la sugerencia del ciclo vital, de un retorno que no es sin más repetición, sino proceso de elaboración.

 

Y por cierto: no marquen como negativa la palabra repetición -es algo que se hace demasiado hoy-, dado que existe una buena repetición: esa que no es rígida ni idéntica, sino que se abre a la posibilidad misma de la reelaboración y el cambio.

 

La mala repetición es, en cambio, la que se da en la transferencia: pues todo se repite en ella sin conciencia alguna de lo que en ella está teniendo lugar. La buena repetición, en cambio, está marcada por la conciencia del retorno como repetición parcial que abre la posibilidad de la transformación.

 

Su aroma impregna estas imágenes.

 

Y es que la buena repetición es por ello -como aquí-, consciencia inevitablemente dolorosa del tiempo.

 

Pues no hay duda de que el tiempo pesa sobre estas imágenes en las que nada es idéntico, pero en las que todo es de una o de otra manera semejante.

 

 


Dos mujeres, dos porches, dos maridos

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Volvamos aquí:

 


 

Dos porches, dos mujeres, las dos sujetas a la columna que a la vez sujeta ese porche y dibuja su límite.

 

Y las dos vestidas con los mismos colores: azul claro y, sobre éste, delantal blanco.

 

Frente a ellas, igualmente, la aridez del desierto.

 

De nuevo, pues, la identificación de lo femenino con la casa, del porche con su gesto de espera y de acogida.

 

Están también, desde luego, las diferencias; diferencias que, sobre ese campo de semejanzas, escriben el paso del tiempo y, con él, el dolor de la pérdida.

 

Es más historiado -si quieren un poco más lujoso, pues hay en él una voluntad decorativa del todo ausente en el originario- el porche de los Jorgensen. La mujer que en él se recorta es más gruesa, ya casi anciana. Ella ya no se frena, sino que se sujeta pues, a diferencia de Martha, no hay en ella un deseo que la empuje hacia fuera.

 


L
uego el mismo gesto en ambas:

 


 

Defendiéndose del sol, sin duda, pero a la vez mostrando la palma de la mano abierta de manera acogedora.

 

Y con ellas, sus maridos

 


 

Acotando el espacio de su territorio.

 

A ellos les corresponde salir al exterior a recibir al hombre que llega

 


 

y estrechar su mano.

 


 

 

 

 

 

 


No hay ya mujer alguna que aguarde a a Ethan

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Pero -y ésta es la diferencia mayor que se impone en la escena- no hay ya mujer alguna que aguarde a a Ethan,

 


 

que le acoja con su deseo.

 

Bien entendido, el lugar de aquella se despliega ahora en dos figuras,

 


 

la señora Jorgensen y su hija, Laurie.

 

Pero ninguna mujer acaricia con su mirada a Ethan. Ningún abrazo le acoge:

 



 

Los abrazos y las miradas son ahora para Martin:

 


 

 


Faldas que vibran

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Y por cierto que, por lo que se refiere a la expresión visual del deseo femenino, Ford recurre en ambos casos al mismo procedimiento:

 

 

Faldas que vibran, telas que se estremecen al viento: el estremecimiento del deseo se despliega en la imagen sobre el fondo de la casa.

 

Y hay ahora, por cierto, un énfasis suplementario en la actitud de Laurie, en la acentuada escritura de su deseo. Pues ella, que comparte con todas las otras su delantal blanco, se apresura a quitárselo para el hombre al que desea recibir.

 

Como ven, en la economía general del texto, no hay duda de que, como señalábamos al comienzo del seminario del año pasado, Laurie ha venido a ocupar el lugar de Martha.

 


 

No, ciertamente, para Ethan

 




 

-ya sabemos hasta qué punto, esta es la arista trágica del texto, no hay ya para él objeto de deseo posible- pero sí para Martin.

 

 

 

 

 

 


La trama de Edipo y la promesa de Ethan

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¿Ven hasta qué punto la trama de Edipo está aquí puesta en juego?

 


 

¿Y ven hasta qué punto la promesa de Ethan comienza a cumplirse?

 


 

Obsérvenlo todo ahora desde el punto de vista de Martin -a fin de cuentas, como señaláramos ya al menos en un par de ocasiones, es su punto de vista narrativo el que domina en el relato.

 

Pues bien, para él, para Martin, Martha fue el primer objeto. Es decir, el objeto prohibido y perdido que nació de la irrupción del padre, de la llegada de la prohibición y de la caída -vía castración- de la imago primordial.

 

Y bien, porque la palabra del padre en el Edipo no es solo prohibición, sino también promesa, late en esa palabra, junto al

 

ella te está prohibida,

 

el:

 

habrá otra ella que vendrá a ocupar su lugar.

 

 

 

 


Tragedia y comedia

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Pero detengámonos más en las diferencias.

 

Está, en primer lugar, la más notable, que es la de registro dramático.

 

Frente al tono a medio camino entre lo épico y lo elegíaco de la escena inicial -y podemos decir: originaria, en el mismo sentido en que hablamos de escena primaria-, la segunda, en cambio, se configura sobre un acentuado contraste entre la tragedia, de la que participa la generación de los mayores -Ethan que ha perdido a Martha, los Jorgensen que han perdido a su hijo Brad-, y la comedia amorosa en la que se dibuja la relación de la nueva generación, la de los jóvenes.

 

Aprovecho para señalarles que solo un gran artista de la puesta en escena puede lograr acompasar -y oigan esta expresión en su sentido musical– en tan estrecho margen, tonos dramáticos tan opuestos sin que disuenen entre sí.

 

Se darán cuenta, supongo, de que son dos de los tiempos mayores de la vida: el que tiene por tarea la proximidad de la muerte y aquel otro que se ve urgido por el desafío que el sexo supone.

 


 

 

 

 


Bifurcación de la escena en dos tempos dramáticos

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Impresionante esa montaña del fondo que deja pequeña, en extremo frágil, la construcción de madera que hay bajo ella.

 

¿No les parece que tiene también ella algo de lápida gigantesca?

 



•Alguno: Hi, Ethan.

 

También en esta escena es el nombre de Ethan lo primero que se escucha.

 


•Aaron: Ethan?

 

Y habrán notado que, cuando ese nombre es pronunciado, el rostro del hombre al que pertenece se oscurece casi totalmente, pues él sigue siendo el mensajero de lo real.

 


•Ethan: Hello , sir.


•Hi, Marty.

 

Pero esta vez se escucha también otro nombre, el de Marty.

 


•Martin: How are you, sir?




 

La bifurcación de la escena en sus dos tempos dramáticos que va a comenzar de inmediato se anticipa ya aquí.

 

¿Han retenido sus términos? Tienen mucho más que ver con el psicoanálisis de lo que podría parecer a primera vista.

 

A la izquierda, Jorgensen e Ethan, a la derecha, Laurie y Martin.

 

En el centro, la señora Jorgensen, quien, por cierto, apuesta inequívocamente por la vida:

 


•Mrs. Jorgensen: Marty.

 

O si prefieren: apuesta por la fecundidad de su hija y por recuperar un hijo como el que ha perdido, tanto como a su marido le corresponde hacer lugar simbólico al hijo muerto.

 


 

Todo ello presidido por la mirada de Laurie.

 

Pero no pierdan de vista el hecho de que la mirada de la joven se desentiende de lo que tiene que ver con el encuentro de Ethan y Jorgensen: ella solo atiende a Martin, a la vez que quiere ocupar el lugar, junto a él, que ahora ocupa ahora su madre.

 

¿Y se han dado cuenta de como construye el cineasta el fondo?

 

Del lado del diálogo que va a versar sobre la muerte, el desierto. Del lado del que va a versar sobre el amor, el agua.

 

Y eso va a imponer su cadencia en las dos subescenas que en seguida se desgajan a partir de ésta.

 


 

Aquí tienen la primera.

 

Como ven, el agua ha desaparecido absolutamente de la imagen, dado que es el diálogo sobre la muerte el que se impone. El desierto, en su aridez extrema, llena todo el fondo de la imagen.

 


 

Ethan sostiene la mirada del padre del hijo que a él fuera encomendado y a quien, sin embargo, no ha podido traer de retorno con vida.

 

La dificultad de lo que en este encuentro se juega está escrito en la imagen: en la crispación de las montañas que, al fondo, se sitúan justo en el eje de las miradas de ambos.

 


•Ethan: You got my letter about your son Brad?

 

 


Cartas

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¿Se dan cuenta de hasta qué punto Ethan es el mensajero de lo real?

 

Su cartero, podríamos decir incluso. Y anoten que ésta es la primera de las tres cartas del film.

 

La segunda es la que Ethan, a través de Jorgensen, recibirá de Fuitterman.

 


 

La tercera, la carta que Martin dirigirá a Laurie.

 


 

No lo pierdan de vista pues habremos de volver sobre ello.

 

¿Cómo no hacerlo? Es principio fundamental del análisis levantar acta de todo lo que, en un texto, hace serie. Prestar atención a sus modos de continuidad y modulación.

 

Y, si lo hacen, terminarán por darse cuenta de que no son tres sino cuatro, pues hay otro texto escrito en el film que es más que una carta.

 


 

Ni más ni menos que un testamento.

 

 


La comedia amorosa -rivialidad en el campo de lo femenino

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•Jorgensen: Yeah. Just about this time a year ago.



•Jorgensen: Oh, Ethan, this country…

 

¿Ven como ahora Jorgensen, al hablar de su sufrimiento y achacarlo a la dureza del país, señala esas mismas montañas quebradas sobre las que acabo de llamarles la atención?

 


 

Pero del otro lado está la vida: los caballos, el agua.

 

Y es hacia ese lado hacia el que se vuelve la señora Jorgensen, dando la espalda al otro.

 



 

De este lado, el de la vida, está también la comedia amorosa.

 

Pero no pierdan de vista las aristas dramáticas que laten en ella. Laurie, la mujer que aguarda fundida con la casa y encuadrada por el porche, ocupando el lugar que fuera el de Martha, y por tanto también como ella

 


 

flanqueada por la puerta oscura y abierta que constituye el vértice más radical sobre el que se sostiene la relación metafórica entre la mujer y la casa.

Y bien, Laurie no puede contener su indignación

 


 

ante ese joven que no parece prestarle atención tanto como hacia esa madre que parece retenerlo para sí.

 

No digo que lo haga… pues de hecho le conduce hacia Laurie, su hija… pero también podríamos decir que le conduce hacia el interior de su propia casa, para que ocupe el lugar de Brad, el hijo que ha perdido.

 

La rivalidad extrema en el campo de lo femenino -la que enfrenta a la hija con la madre- late pues con toda su intensidad en el fondo de esta escena que, sin embargo, hace suyo el tono de la comedia.

 



•Laurie: Marty?





•Laurie: Martin Pawley!

 

Como ven, es de armas tomar esta Laurie.

 

Hay sin duda reconvención en el modo en el que pronuncia el apellido de Martin. Pero dense cuenta de que no es eso todo lo que puede oírse en el modo en que lo enfatiza cuando lo pronuncia.

 

¿Saben a qué otra cosa me refiero?

 

Para dar con ello no tienen más que inscribirlo en el contexto de ese fondo que vengo de señalarles y que es el de la rivalidad entra la madre y la hija.

 

Laurie exige de él que sea Martin Pawley, porque quiere de él mucho más que un amante. Quiere un marido, un padre para sus hijos… todo aquello que se resume para ella en el acto de recibir, de él, su apellido.

 

Nada más intolerable entonces para ella que lo que ha atisbado en el abrazo de su madre: que él pudiera convertirse en un Martin Jorgensen, lo que le impediría a ella dejar de ser Laurie Jorgensen, y la condenaría a seguir identificada por ese apellido que define un lugar ya ocupado: el de su propia madre.

 

Y así, de la pasividad de su espera -pero si han llegado hasta el final del seminario del año pasado sabrán cuanta actividad contiene la pasividad de quien es capaz de aguardar erguido- pasa a la actividad del abordaje:

 


Pero véanlo más despacio:

 


 

Laurie, convertida en una tigresa,

 


 

abandona

 


 

el porche de la espera para abalanzarse sobre Marti y arrebatárselo a su madre.

 



 

Y es que de lo que se trata para ella es de ser ella misma, y no su madre, quien lo introduzca en el interior de la casa.

 



•Mrs. Jorgensen: Him probably forgetting all about you.

 

Y si lo decimos todo, parece obligado reconocer que la madre no usa las palabras más amables para con su hija.

 


•Mrs. Jorgensen: Probably can’t even call your name to mind.



•Martin: Her name’s Laurie.



 

Pero, en todo caso, entre la una y la otra logran que Martin salga de su mutismo y diga lo que se espera de él:

 


•Martin: But l fairly forgot just how pretty she was.

 

¿Qué da su verdad inmediata para ustedes -que ni son vaqueros ni han perseguido nunca a los indios- a la evidente dificultad que encuentra Martin en hablar a la muchacha que hay ante él?

 

Pueden ver en ella la torpeza del muchacho que tanto tarda en salir de la prolongada fase de latencia del varón. De hecho, en cierto modo, ¿no les parece que este chico es víctima de cierto acoso sexual?

 


•Laurie: Martin Pawley!


 

Y eso, que quieren que les diga, pasa mucho más de lo que se cree, dado que la fase de latencia es mucho más breve en las niñas, y los varoncitos ya no gozan hoy en día de la protección que en otro tiempo les ofrecía la segregación escolar por sexos.

 


El héroe: Ethan y Moisés

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¿Les parece extemporáneo que, en un seminario sobre psicoanálisis, les hable del héroe?

 

Probablemente a algunos les suceda así, dado lo lejos que ha llegado la impregnación de los discursos de la deconstrucción tanto en nuestra cultura actual como en el propio psicoanálisis.

 

Pero debo decirles que, si eso les parece así, será sencillamente porque, como tantos psicoanalistas, no han comenzado siquiera a leer Moisés y la religión monoteísta.

 


 

Pues esa que es la última gran obra de Freud empieza exactamente así; presentando a Moisés como lo que realmente fue: un héroe cultural.

 

Nota a pie de página: no encontrarán literalmente esta expresión en el Moisés y la religión monoteísta, aunque, a poco que avancen en su lectura, se darán cuenta de que es la idónea para nombrar al Moisés que describe Freud, El hombre Moisés que para el pueblo judío fue libertador, legislador y fundador de su religión…

 

Pero es, en cualquier caso, una expresión freudiana que aparece en la 31 de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis La descomposición de la personalidad psíquica– utilizada a propósito de Prometeo y de Hércules.

 

Por cierto, ¿han reparado en su semejanza -la de Moisés- con Ethan?

 


 

El uso de una fotografía en blanco y negro nos ayudará a percibirlo mejor,

 


 

dado que hace más perceptibles las facciones del rostro de Moisés.

 

Claro que, por contra, con ella de desdibuja la percepción de la proximidad de las piedras que rodean a ambas figuras.

 


 

Les hablaba antes de un testamento:

 


 

¿Y si El moisés y la religión monoteísta fuera el testamento de Freud?

 

 

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