7. Romanticismo, Simbolismo, Naturalismo

Jesús González Requena y Amaya Ortiz de Zárate
1ª edición: Ediciones de la Mirada, Valencia, 2000
ISBN: 84-95196-16-6
Edición actual: gonzalezrequena.com, 2013

 

 

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Escritura automática

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Y así, Léolo se aferra a la escritura con la pasión que ha caracterizado a los momentos más intensos de las escrituras literarias de los dos últimos siglos. Diríase que se comporta como un escritor atormentado y bohemio: insomne, en vigilia permanente -nunca le veremos dormido-, con esa extrema tensión que desde el romanticismo hasta las últimas vanguardias no ha cesado de hacerse presente en la dramática aventura de tantos escritores.

Es el suyo el mismo esfuerzo apasionado por intentar articular palabras que tengan sentido, que puedan ser vividas como verdaderas en un mundo, el moderno, en el que, por desmitologizado, la palabra misma, en su dimensión simbólica, fundadora, parece haber perdido su razón de ser.

Léolo reinventa, por su propia cuenta, la escritura automática -“Empecé a escribir todo lo que se me pasaba por la cabeza”- . Y, precisamente por eso, su esfuerzo se descubre abocado a no ser otra cosa que una escritura sin posible clausura, descoyuntada, desmembrada por su incesante fragmentación.

Así, de manera también automática, arranca cada hoja, una vez escrita, para convertirla en una bola de papel que arroja sobre la mesilla. Lo hace de manera inmediata, constante, con la precisión propia de una conducta normalizada, pues para él -y este es otro rasgo de la dramática de las escrituras contemporáneas- no existe el libro como unidad. Su discurso, como el de tantos otros escritores de vanguardia, incapaz de acabar jamás, siempre quebrado, despiezado, desarticulado y roto, en incesante fuga hacia adelante, no puede cristalizar en una forma determinada, no puede dotarse de una estructura que haga posible alcanzar un último enunciado, un desenlace.

«Aún queda sangre esta mañana para emborronar cien páginas. Aún hay gente que las compra para satisfacer su rabia. Desenfundo mi pistola y disparo a los coches.»

Tal es lo desgarrado de su posición: rompe constantemente las páginas que escribe, mientras intenta desesperadamente que su escritura logre tener sentido y, así, pueda permitirle escapar de la locura.


La dramática moderna de la subjetividad

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Pero el problema es que su discurso, como el de la locura, es idiolectal: el nombre que debiera constituir su basamento, Léolo Lozone, no es nada, no significa nada, pues, a pesar de todos sus esfuerzos, es un nombre que nadie le ha dado. Un nombre hueco, carente de espesor simbólico, que no le permite anclarse en el campo del lenguaje, escribir en él su diferencia.

Salvando todas las distancias, este gesto de Léolo dotándose a sí mismo con un nombre, puede situarse en la estela de uno de los grandes gestos enunciativos de la modernidad: aquel por el que Napoleón -repitiendo así la osadía de Iván El Terrible, sobre cuya magnitud S.M.Eisenstein supo llamar la atención- se ciñó a sí mismo la corona de emperador, proclamando no deber nada al pasado, no ser el depositario de un legado, de manera que era él mismo, su propio Yo, el que se reconocía y proclamaba soberano. Por eso, si es cierto que su acceso al poder supuso el fin del proceso revolucionario, la reconstrucción del orden de un Estado que se modelaba sobre el pasado, no lo es menos que ese gesto supuso, sin embargo, la manifestación extrema, estridentemente enfática, del desgarro que la Revolución había desencadenado en la historia del Antiguo Régimen. Emergía así un yo soberano que rechazaba todo vínculo simbólico con el pasado y que, por otra parte, encarnaba en el ámbito de lo político a aquel otro Yo, el del marqués de Sade, que, no mucho antes, había proclamado su absoluta soberanía en el ámbito de la escritura.

Reeditando el gesto napoleónico, -que muchos enajenados, después de él, han repetido en su delirio-, también el sadiano, Léolo se sitúa de pleno derecho en el ámbito que, en los dos últimos siglos, ha caracterizado a la literatura contemporánea. Y hace visible, por ello mismo, el lado oscuro de esa pretensión de soberanía que, en Napoleón, brillara con los oropeles del Imperio. Pues, en la misma medida en que, excluida, la interrogación del sujeto es sustituida por una respuesta que se afirma con la rotundidad, con la certeza del delirio, oímos, en Léolo, la repetición casi literal del célebre enunciado de Rimbaud: “Je suis un autre-Yo soy otro– en el que la aventura de la escritura -y de la subjetividad- del Occidente contemporáneo hubo de encontrarse tan nitidamente con la experiencia de la locura.

Y, después de todo, no es otra cosa lo que dice Léolo: “Yo no soy yo, sino otro, Léolo Lozone.”

Inscrito pues en el trayecto de las escrituras de vanguardia, Léolo comparte con muchas de ellas esa extrema afirmación de la enunciación subjetiva, del discurso no sólo configurado en primera persona, sino totalmente volcado sobre ella: en una incesante tensión entre la hiperafirmación y la siempre inminente quiebra. Lo hemos advertido: el texto reclama ser leído en primera persona, en la medida en que está constantemente presente esa voz adulta, siempre procedente de fuera de campo- que así habla y, también, en la medida en que se encarna en la figura de ese niño que escribe, y cuyas palabras escritas recita una y otra vez. Y sobre todo porque esa voz es también la que sostiene la mirada, todas las miradas del film, devolviéndonos una suerte de acuciante visión retrospectiva.


Terror, naturalismo, locura

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Y, así, la aventura estética que el film propone nos conduce a visitar, a recorrer la experiencia de los esfuerzos heroicos de este niño, Leo-Léolo, por ser, por constituirse en sujeto capaz de afrontar lo real. Y, simultáneamente, nos confronta con la experiencia trágica de su fracaso. Pues Léolo Lozone es un nombre vacío de otro sentido que el de la recusación que le ha dado nacimiento –Lozo-ne; es decir: Lozeau no. No significa entonces otra cosa que el destino de locura que le aguarda. Por eso, el trayecto de Léolo, desde ahora hasta el final del film, será la crónica de una incesante aniquilación. Léolo lleva, tal es su condena, escrita la locura en su nombre.

Y, por eso, la aventura literaria de Léolo no sólo se inscribe en ese trayecto de la literatura europea que condujo del Romanticismo al Simbolismo, sino que, simultáneamente, participa, con no menor intensidad, en esa que fuera la otra gran corriente artística reinante en la confluencia de los siglos XIX y XX: el Naturalismo.

Doble impregnación ésta, del Simbolismo y del Naturalismo a la vez, que debe hacernos recordar la obra del escritor que, en pleno Romanticismo, anticipara el encuentro de ambas corrientes mucho antes incluso de que éstas encontraran los nombres con las que hoy las conocemos. Nos referimos a Edgar Allan Poe.

Pues si ya en ciertos escritores románticos -especialmente en E.T.A. Hoffman- el relato fantástico comenzó a abordar la temática del terror asociándola explícitamente a la de la locura, fue en Poe donde tal asociación supo valerse de los recursos de los dos nuevos géneros que, emergentes a lo largo de todo el siglo XIX, estaban destinados a converger en la literatura naturalista. Nos referimos al discurso de la descripción científica y al de la crónica negra. Fue en esta extraña confluencia donde nació esa literatura de lo siniestro en cuya recurrente estela de pesadilla es necesario situar el universo de horror y de locura que habita este texto, emblemático de nuestra posmodernidad, que es Léolo.n

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