11. Marineros

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
El dormitorio de la zarina (Octubre, Eisenstein)
Sesión del 13/04/2007
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2013

 

 

 


La identificación de Eisenstein con el Zarevich

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En su momento llegamos hasta aquí: hasta estas dos fotografías, de Eisenstein y Alexis, vestidos igual.

Y no de cualquier cosa sino, muy precisamente de marineros.

Pues, como les decía, era normal que el zarevich, a esa edad, vistiera habitualmente de marinero.

Y recuerden, por lo demás, que podemos considerar textualmente -fotográficamente, en este caso- probada la intensa -pero inconsciente- identificación de Eisenstein con el Zarevich:

Y así, cuando se había convertido en el cineasta más famoso de la Rusia de su tiempo, esa identificación que se enmascaraba en la retórica del osado gesto provocador vanguardista y de la que, por ello mismo, él carecía de conciencia, le impulsó a ocupar el trono que en la fecha de rodaje de Octubre, si la revolución de Octubre no hubiera tenido lugar, ocuparía ya el zarevich Alexei, convertido en Zar.

Y por lo demás, recuérdenlo, ese zarevich es, después de todo, uno de los protagonistas del film.

Él está también ahí, sustentando este plano subjetivo, convocado a la escena primordial.


Y por eso está ahí su nudo.


El discurso de doble vínculo de la madre

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Eisenstein: The knot that binds, capítulo sobre el divorce of pop and mom, 1946:

«Fui un nudo que no logró unir y retener a una familia dividida, a los padres que se divorciaban.

«En realidad, a nadie le importa que mis padres se divorciaran en 1909.»

Les llamé la atención sobre la ambivalencia semántica de bind, a la vez nudo y atasco.

Y la mejor prueba de esa ambivalencia es que es que ese Bind, como sustantivo, es la palabra que escogió Gregory Bateson para nombrar eso que en español traducimos como el lazo del doble vínculo.

Y por cierto, ¿no es un ejemplo perfecto de discurso de doble vínculo el de esa madre del cineasta que le abandona en Riga dejándole con el padre y marchándose a vivir, -¿dónde si no?- a San Petersburgo, a la vez que le dirige cartas de amor diciéndole lo que le quiere y que tiene muchas ganas de verle?

Y si sólo fuera eso. Pero está además ese otro dato, aparentemente sin importancia, pero sin embargo realmente decisivo: que, aunque deja allí a su hijo, no duda en llevarse sus muebles:

«Después mamá se fue.

«Después llegaron los de la mudanza.

«Después se llevaron los muebles. (Los muebles habían sido la dote de mamá).

«Las habitaciones se volvieron inmensamente grandes y absolutamente vacías.»

¿No podía haber dejado esos muebles para el hijo, como signo de su presencia?

Llevándoselos, los convierte en bienes para ella superiores a su propio hijo.

Y bien, si realmente se trata de eso, de poner en escena cómo las habitaciones se volvieron inmensamente grandes y absolutamente vacías, ¿se les ocurre un escenario mejor que el palacio de Invierno de San Petersburgo tal y como lo fotografía Eisenstein?

Y hay, por lo demás, otro dato que confirma lo que les digo hasta el punto de constituir una prueba inapelable.

Se trata de algo que puede leerse en ese otro texto autobiográfico que es El niño de Riga.

En él, el cineasta cuenta que el libro que leía cuando tenía esos doce años en los que se produjo el divorcio de sus padres era la Historia de la Revolución francesa de Minier.

Todo está, entonces, ahí:

Eisenstein: The knot that binds, capítulo sobre el divorce of pop and mom, 1946:

«Fui un nudo que no logró unir y retener a una familia dividida,

«a los padres que se divorciaban.

«En realidad, a nadie le importa que mis padres se divorciaran en 1909.”»

Su fracaso a la hora de ser el nudo que mantuviera unidos a sus padres, y, a la vez, el nudo real al que el quedó atado para siempre.

Les mostré como esa historia afloraba en Octubre.


La angustia del marinero

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Pues bien, insisto, si no hay duda de que si el zarevich es uno de los protagonistas del film,

no la hay tampoco de que otro de sus protagonistas es un marinero.

Un marinero perplejo.

Aunque decir eso es decir poco. Yo diría más bien que es un marinero angustiado.

Y uno, también, empalmado.

Tan empalmado como obsesionado

porque tiene en la cabeza, clavado en su inconsciente, lo que en esa caja de madera cerrada está escondido.

En su misma cabeza, escatológicamente obsesionada, se encuentra el misterio del origen:


Las cuatro hermanas del zarevich

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Aquí le tienen, al zarevich marinerito, rodeado, y seguramente querido, por sus cuatro hermanas mayores.

Y no puede sernos indiferente que fueran cuatro sus hermanas, pues son cuatro mujeres las que abren la secuencia del dormitorio de la zarina:

Cuatro mujeres que tapan y luego descubren la cama de la zarina.

Claro que en principio les parecerá que exagero, que de unas a otras hay mucha diferencia: de edad, de aspecto…

Y desde luego, tienen razón. Pero yo también la tengo, como lo prueba esta otra fotografía:

Aquí pueden ver ahora a esas mismas hermanas que, más tarde, prisioneras ya de la Revolución, llegaron a poseer este otro aspecto, en parte motivado por la enfermedad que les obligó a cortarse sus cabellos.

Es asombroso el poder de sugerencia de las fotografías.

Ahora sí, las hermanas del zarevich se nos descubren sorprendentemente próximas a las cuatro soldados que guardan el dormitorio de la zarina en Octubre.


La zarina

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Y la zarina… ¿cómo era la zarina?

Aquí la tienen, rodeada con toda su familia, marinerito incluido.

¿No les recuerda a nadie? A mí sí.

Hay, pienso, un llamativo parecido físico entre la mujer escogida para poner en escena ese gesto de dolor y de goce que se encuentra en el núcleo de la escena del dormitorio de la zarina y la propia zarina, la madre del heredero Alexis.

Rasgos semejantes, semejante figura y estructura corporal y facial…

Pero, ¿y si ensayamos a introducir a la madre del propio cineasta en esta serie?

Lamentablemente, sólo dispongo por ahora de una foto de ella, y una en la que todavía es demasiado joven -Eisenstein tenía solo dos años cuando fue realizada.

Pero volvamos al joven marinero:

Estas fotografías lo muestran ahora a sus 12 años, al borde de la revolución.

Abrazado a su madre, querido por ella -la encarnación, por eso, del deseo de Eisenstein a sus doce años: recuperar a su madre, ser querido, no ser abandonado por ella.

Y bien, todo se congeló para Eisenstein, como él mismo confiesa, a sus 12 años.

E igualmente, pero de otra manera, todo se congeló para el zarevich nada más cumplir 13 años: llegó la revolución y, poco después, una sórdida muerte.

Y bien: dos niños vestidos de marineros.

Es obligado ponerlos en relación con este otro niño marinero:

Sólo nos detiene, en la comparación, el cambio del color del uniforme.

Pero incluso en esto la figura del zarevich se descubre de pronto como el nexo entre el Eisenstein de 12 años y los marineros de Octubre.

Véanlo:


El triángulo del cine burgués

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Para que vean hasta qué punto el sentido esencial del texto puede llegar a contradecir a su sentido tutor, les ofrezco estas breves palabras con las que en 1934 describía Eisenstein la intención política que su consciencia consideraba el objetivo primordial de su trabajo:

«Llevábamos a la pantalla la acción colectiva de las masas, en contraste con el individualismo y el «triángulo» del cine burgués.»

(Eisenstein: Del teatro al cine, 1934)

Y por cierto que esa obsesión, la de romper con el triángulo burgués, ha sido quizás la obsesión por antonomasia de las vanguardias del siglo XX.

De todas las vanguardias, la nacionalsocialista y la leninista incluidas.

Ahora bien, contradiciendo sus propias palabras, su film muestra hasta qué punto lo que llama el triángulo burgués no es un triángulo burgués.

Es, sencillamente, el triángulo edípico cuya existencia hace posible, para el sujeto, una posición diferenciada.

De hecho, basta con mirar de cerca Octubre para constatar como aparecen los triángulos por todas partes. De hecho, hemos visto unos cuantos al comienzo de la sesión de hoy.

Así este:


O éste:

Y entre ambos éste, el más extraño:

Especialmente extraño porque está presidido por la mirada -y el enigma- de la esfinge:

Y bien: sobre este enigma versará nuestro trabajo en la fase final del seminario de este año.

10. La madre y el Estado carcelario


La madre, Octubre

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
El dormitorio de la zarina (Octubre, Eisenstein)
Sesión del 23/03/2007
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 


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Cuando la locura está ahí y no se ve, es que se está participando de ella.

Si me he detenido en La madre de Pudovkin ha sido porque ofrece imágenes emblemáticas de una locura que, durante mucho tiempo, casi nadie quiso ver.

Así, por ejemplo, éstas:



Octubre: descuartizando al padre

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Todavía no hemos concluido con La madre, pero es oportuno detener por un momento su análisis para recordar que su punto de partida es el mismo que el de Octubre.

Pues en el comienzo de Octubre se encuentra, igualmente, el padre.

Y una revolución que cobra la forma, netamente onírica, de una rebelión contra el padre.

Una rebelión que, inesperadamente, protagoniza y dirige una mujer.

Y que cobra, enseguida, tintes oníricos.

Ella, entusiasmada, prepara la cuerda que va a arrancar esa pierna, provocando, en el cuerpo del zar, el más llamativo de los muñones.

Y lo hace, digámoslo una vez más, entusiasmada.

Retengamos este dato: ata la pierna por su tobillo -habremos de reencontrar algo parecido en La madre.

El ritual pasa por cegar al padre.

Estrangularle.

Despedazarle.

Tal es la tarea de la Revolución alzada en armas.

Descuartizar al padre.

Anoten el hecho más notable del comienzo de Octubre. Si el film ha comenzado con la figura de la gran estatua del zar recortándose soberana en la noche, la irrupción contra ella de las masas revolucionarias poseía las luces del amanecer.

Y sin embargo, los efectos sobre la estatua de los actos de las masas sólo van a manifestarse a continuación, pero en una escena que vuelve a ser nocturna y en la que las masas han desaparecido:

Lo que hace del todo evidente el aroma de pesadilla.

Por eso, insisto en ello una vez más, la oscuridad más densa de la noche sustituye a la ausente luz del amanecer.

Y les llamo la atención sobre el hecho de que lo que en primer término atestigua la pesadilla, ese retorno a la noche cuando el día ya había comenzado, es una suerte de extraña falla temporal:

De modo que el hecho histórico se desdibuja en la imaginería de una pesadilla oscura e inmemorial en cuyo centro se manifiesta el deseo de derrocar al padre: de arrancarle sus atributos simbólicos y descuartizarlo.

Castrarle, por tanto.

Pues, ¿cómo dudar que su atributo simbólico por excelencia es el falo mismo?

El amanecer hace entonces su segundo intento de instalarse en el film como desenlace del acto castrador de las guadañas de la revolución.

Sin embargo, el plano que cierra este inicio es tanto la afirmación de una victoria como -insistamos en ello. Octubre es un texto lleno de fisuras- la formulación de un problema: ¿que vendrá a ocupar el lugar vacío dejado por el derrumbe de quien ocupó ese pedestal?


La madre: la disociación del hijo

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Como les decía, la rebelión contra el padre

es también el movimiento inicial de La madre -film que no deja de especular, en alguna de sus imágenes, con cierto vago parecido entre el personaje del padre y la figura del propio zar.

Retornemos pues al momento en que esa rebelión se manifiesta allí.

Es el momento de recordar que también en esta rebelión se hacía presente cierta falla temporal.

Tras la rebelión y la anotación de la quiebra del tiempo, llegaba la muerte del padre. Retornemos a los antecedentes de ese momento.

El padre persigue al hijo,

Aquí también todo posee los tonos de la pesadilla.

El hijo corre perseguido por el padre.

Está a punto de ser atrapado por él.

Y aquí también un tobillo se ve trabado, en cierto modo atado.

Y esa pierna podría entonces ser arrancada.

Esta vez no se trata, desde luego, de la pierna del padre arrancada por la mujer, sino de la del hijo arrancada por el padre.

Pero les llamo la atención sobre la extraordinaria resonancia mitológica del tema: Edipo cojeaba por haber sido atado por el tobillo cuando su padre, por temor al oráculo, ordenó su asesinato.

Aquí, sin embargo, al menos aparentemente, el hijo escapa intacto.

Y el padre, una vez más, cae.

El hijo huye con un compañero de su edad que se encuentra enfermo.

Ahora bien, este otro joven de la misma edad que el hijo, compañero de huida, ¿de dónde ha salido?

¿No es como si, en un momento dado, en su huida del padre, el hijo se hubiera dividido en dos quedando, así, desdoblado?


La muerte del padre es la muerte del hijo

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Como les decía, el hijo se desdobla.

Una de sus mitades huye.

La otra permanece ahí.

Y la mitad que permanece ahí está enferma, febril y asustada.

Y tiene en sus manos una de esas pistolas que brillan.

Y entonces, otra vez, reaparece el tema edípico del tobillo atrapado, llevado ahora hasta sus últimas consecuencias.

Pues Edipo, el que fuera atado por los tobillos y por eso cojeara siempre, acabaría matando al padre que quiso su muerte y a cuyas expensas fue atado así.

Y hay que añadir esto: el disparo que mata al padre le alcanza en la garganta.

Como fuera atado por la garganta la estatua del zar en Octubre.

Por la garganta: en el eje mismo de la palabra.

Se trata de suprimir la palabra, el dictado del padre.

El joven cae. Y cae el padre.

De nuevo, pero esta vez definitivamente, se desmorona.

Y entonces se produce una notable confusión.

¿Sobre qué cuerpo se abalanzan todos estos hombres?

¿Sobre qué cuerpo se produce este tumulto?

A estas alturas no hay duda.

Es el hijo -si prefieren, la mitad del hijo que ha permanecido ahí.

Pero el que ahora se aclare la cosa no elimina la extraña confusión que, por un momento, se ha producido.

Retrocedamos.

El padre recibe el disparo.

El hijo cae al suelo.

Cae igualmente el padre.

Y parece que los que le rodean se aproximan a él.

Y entonces vemos a un hombre, y en seguida muchos otros, que se abalanzan sobre alguien caído en el suelo al que no vemos.

Es sobre el hijo sobre el que se abalanzan, desde luego.

Pero lo notable es esa momentánea confusión en la que se confunde la identidad del cuerpo sobre el que todos se abalanzan.

Y esa confusión, por lo demás, refuerza la comparación que explícitamente ha realizado la enunciación del film, al hacer simultánea la caída de ambos cuerpos.

¿No arroja esto una nueva, inesperada, luz sobre tema del asesinato del padre?

Frente a ese tópico según el cual el hijo necesita matar al padre, ¿acaso lo que estas imágenes articulan de manera del todo convincente no es que el hijo que mata al padre se destruye inevitablemente a sí mismo?

Y más exactamente: la muerte de la palabra del padre estrangula toda posible palabra del hijo.

La secuencia, por lo demás, es de una violencia inaudita.

Recuerda, anticipa, y con no menor violencia, algo que hemos visto en el cine más moderno.

Así, por ejemplo, en El club de la lucha, donde igualmente el suelo se muestra manchado por la sangre de una cabeza brutalmente golpeada contra él.

La Naturaleza y su esplendor

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Pero quizás las semejanzas no se limiten a esto.

Mi idea era concluir aquí con La madre… Pero de pronto vi, como si no lo hubiera visto nunca antes, el plano que sigue.

¿Cómo es posible hacer seguir el plano anterior por éste?

¿A qué se debe esta irrupción del esplendor de la naturaleza?

¿Se trata acaso de una elipsis?

Pavel corre como un poseso, aun cuando nadie le persigue.

Y, mientras, la naturaleza brilla exultante.

Pero no.

Ninguna elipsis.

Todavía están los sicarios de la patronal separándose del cuerpo del joven que acaban de asesinar.

Y el film vuelve a hacer la comparación entre esos dos cadáveres simultáneamente yacentes sobre el suelo de la taberna.

Y la naturaleza, de nuevo, aunque ahora algo encrespada.

Pavel se encuentra con sus compañeros bolcheviques, informándoles de los combates ocurridos en la fábrica.


La madre y el Estado carcelario

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Son tantos los motivos que hacen, de La madre, un film emblemático para pensar la deriva que va a tomar la revolución soviética…

Y no es el menor éste:

que la cárcel desempeña un lugar central en un film apologético del que se va a convertir pronto en el mayor estado policiaco y carcelario que la historia ha conocido.

Quizás hayan visto ya La vida de los otros, de Florian Henckel von Donnersmarck, notable película sobre la Stasi de la Alemania Oriental.

Describe bien ese tipo de Estado que impuso su dominación sobre media de Europa hasta hace bien poco.

El espionaje y la delación constituyen los mecanismos mayores en el funcionamiento de tales Estados. Por ello, no puede ser casualidad que esos dos mecanismos, el espionaje y la delación, sean las dos formas a través de las cuales se expresa el amor de la madre en el film de Pudovkin.

Pues ella espía

y delata

Ella espía y delata no por temor, sino por amor.

Pero, por amor, ella espía y delata.

¿Y no era por eso mismo, por amor al pueblo, a los hijos de la nación, por lo que el Estado policiaco-carcelario espiaba, delataba y encerraba a sus súbditos?

De modo que no resulta descabellado ver en ella, la Madre, una buena metáfora del naciente Estado policiaco-carcelario.


Revisando la lectura de Hanns Saachs

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La madre visita al hijo en prisión.

Hanns Saachs, en su Psicología del film, ha analizado así esta escena:

«El hijo está en prisión; su madre espera darle en secreto, durante la hora de la visita, un pedazo de papel que le mostrará el camino de la libertad. Se hablan a través de una reja, y la atención de la madre está concentrada en la manera por medio de la cual podrá deslizar el papel en la mano de su hijo, a espaldas de las autoridades. Dos oficiales están presentes: ella no tiene nada que temer del primero, sentado en la mesa cerca de ella. Cumple con el deber de todo vigilante. ¡Duerme! Pero al otro lado de la madre está empuñando firmemente su fusil, el guardia que ha traído a su hijo al locutorio y que se lo volverá a llevar: un bruto con rostro inexpresivo que, a falta de tema objeto de contemplación más interesante, mira fijamente el suelo. En este momento el realizador podría crear el sentimiento de tensión dejando a la madre que hiciera varias tentativas para deslizar el papel a través de la reja, y haciendo que cada vez retirara la mano, efecto que habría podido aumentar con primeros planos de esa mano. Pero ha imaginado un método mucho más ingenioso. Hay cerca del guardia un tazón de leche, y es entonces cuando se introduce una diversión que atrae la atención del guardia. Una cucaracha ha caído en él e intenta salir. El guardia la ve en el momento en que alcanza el límite de sus esfuerzos: la seguridad del reborde. Riendo sarcásticamente, el guardia alarga el dedo y la vuelve a sumergir en el tazón y, durante este intervalo de tiempo, la madre desliza el trozo de papel en la mano de su hijo.

«Aquí la tensión es acrecentada por la introducción de un acontecimiento secundario, algo aparentemente insignificante y sin consecuencias, pero de lo que depende, sin embargo, la vida de un hombre. Y con qué ingeniosidad es concebido este incidente: nos da una idea general breve pero elocuente de las horribles condiciones de la vida en prisión, donde la comida está echada a perder. Repite, también, como si fuera de manera fortuita, el momento crucial del drama: aquí, como allí, vemos un detenido que intenta evadirse y que es aprisionado de nuevo. Sin embargo lo que causa la pérdida de uno es para el otro el primer paso hacia la libertad. Aquí tenemos no sólo un contraste, sino al mismo tiempo una anticipación. El hijo cae en las manos de las que no se puede escapar, en las manos que sin piedad le devuelven al lugar de donde creía haberse evadido. Aquí este episodio es un preludio, pues el hijo cae más tarde bajo las balas de los soldados, en el mismo momento en que acaba de escapar. Pero la relación entre los dos episodios va más lejos. Alcanza una profundidad donde no es ya la inteligencia sino sólo la sensibilidad del espectador la que puede captarla. La leche simboliza la madre, el primer don, y el más importante que ella hace a su hijo, un don que liga para siempre a aquel que lo da y a aquel que lo recibe. El insecto anegado en la leche muestra no solamente la evasión imposible del hijo, sino también que él morirá, no en la prisión sórdida, sino, como hombre libre, en brazos de su madre. Así, a través de una simple acción en segundo plano, es a la vez resumido y anticipado el valor emocional intrínseco profundo de esta obra de arte.»

Es notable el comentario de Saachs. Discípulo directo de Freud, no sólo ha percibido bien el valor que daba su maestro a los pequeños detalles, aparentemente insignificantes y fortuitos, sino que tiene la intuición de aplicarlos al cine al modo como lo hacemos aquí.

Observen, en primer lugar, como da, al detalle aparentemente insignificante de la cucaracha, un valor no sólo alto, sino polivalente:

Ve perfectamente cómo, a través de ese detalle, por una parte, se da una idea de las horribles condiciones de la vida en prisión, donde la comida está echada a perder, y, por otra, reconoce una relación metafórica -aunque no la conceptualice como tal- entre el macrorelato del hijo y el microrelato de la cucaracha –Repite, también, como si fuera de manera fortuita, el momento crucial del drama: aquí, como allí, vemos un detenido que intenta evadirse y que es aprisionado de nuevo.

A su vez señala como esa que él llama repetición, más allá de su semejanza -metafórica- contiene una disposición contrastante: Sin embargo -nos dice- lo que causa la pérdida de uno es para el otro el primer paso hacia la libertad.

Y, añade todavía, que ese contraste semántico supone a la vez, en términos narrativos, una anticipación, un preludio.

El hijo cae en las manos de las que no se puede escapar, en las manos que sin piedad le devuelven al lugar de donde creía haberse evadido.

Y por eso, el hijo cae más tarde bajo las balas de los soldados, en el mismo momento en que acaba de escapar.

Y aún queda algo más, nos dice Saachs. Algo que tiene que ver con una carga de profundidad que alcanza al inconsciente del espectador mismo, aun cuando un cierto pudor le hace evitar este concepto y conformarse con hablar de algo que, escapando a la inteligencia, afectaría a la sensibilidad.

La leche simboliza la madre, el primer don, y el más importante que ella hace a su hijo, un don que liga para siempre a aquel que lo da y a aquel que lo recibe.

Falla en esto, desde luego, la memoria de Saachs.

Es un tazón, pero no de leche.

Pero en aquellos tiempos, en los que no había vídeo ni mucho menos DVD, esos errores eran muy frecuentes, casi inevitables.

Por lo demás, lo esencial es que se trata de un tazón de alimento.

De modo que la relación metafórica entre la madre y el alimento contenido en el tazón mantiene toda su validez.

Y, a su vez, está la relación metafórica entre el hijo y la cucaracha: La leche simboliza la madre, el primer don, y el más importante que ella hace a su hijo, un don que liga para siempre a aquel que lo da y a aquel que lo recibe. El insecto anegado en la leche muestra no solamente la evasión imposible del hijo, sino también que él morirá, no en la prisión sórdida, sino, como hombre libre, en brazos de su madre.

Aunque está presente en su reflexión, no la explicita como tal. No dice Saachs, por ejemplo: la cucaracha simboliza al hijo. Pero lo presupone, implícitamente, cuando nos dice que: el insecto anegado en la leche muestra no solamente la evasión imposible del hijo, sino también que él morirá no en la prisión sórdida, sino, como hombre libre, en brazos de su madre.

Observaran, a estas alturas, que el punto de llegada de Saachs es el opuesto al mío, tal y como se lo he presentado en las dos últimas sesiones.

¿Quiere esto decir que se puede decir, interpretar cualquier cosa con el psicoanálisis?

Desde luego que no. No al menos desde la teoría del texto que les propongo. Por el contrario: ya saben que en lo que les insisto es en el principio metodológico de que hay que interpretar lo menos posible.

De hecho, es evidente que Saachs, quien hasta ese momento venía realizando un análisis impecable, de pronto ha dado un salto en el vacío: el que le lleva a afirmar que el hijo morirá, no en la prisión sórdida, sino, como hombre libre, en brazos de su madre.

¿Qué le autoriza a hablar de eso, de hombre libre? ¿Acaso no es menos libre que todos los otros hombres que, cuando llegan los soldados, tienen la capacidad de percibir, reaccionar y escapar?

El sentido tutor del film ha atrapado a Saachs.

Su deseo de comulgar con él le ha llevado, para poder dar ese salto en el vacío, a esa omisión que les he anotado hace un momento.

Si ha afirmado que la leche simboliza la madre, ha omitido la derivada inevitable: que la cucaracha simboliza al hijo.

Y, desde luego, no hay nada peor que una cucaracha para metaforizar la libertad humana.

Hay otros elementos que muestran en qué medida el análisis se le ha ido de las manos a Saachs. Así por ejemplo, hablando de manos, cuando nos dice que

«El hijo cae en las manos de las que no se puede escapar, en las manos que sin piedad le devuelven al lugar de donde creía haberse evadido. Aquí este episodio es un preludio, pues el hijo cae más tarde bajo las balas de los soldados, en el mismo momento en que acaba de escapar.»

Por el contrario: son estas -las de la madre- las manos en las que realmente, literalmente, cae el hijo.

Y hay otros. Quizás el más notable sea el desorden temporal que comete al narrar la historia.

«Hay cerca del guardia un tazón de leche, y es entonces cuando se introduce una diversión que atrae la atención del guardia. Una cucaracha ha caído en él e intenta salir. El guardia la ve en el momento en que alcanza el límite de sus esfuerzos: la seguridad del reborde. Riendo sarcásticamente, el guardia alarga el dedo y la vuelve a sumergir en el tazón y, durante este intervalo de tiempo, la madre desliza el trozo de papel en la mano de su hijo.»

Nuevo, sin duda que minúsculo, error: la cucaracha no ha alcanzado todavía ese borde de seguridad. El raccord -que es de mirada a posteriori- se produce antes de que la cucaracha haya llegado al borde.

Y sobre todo: el guardia no ríe, ni sarcásticamente ni de ninguna otra manera.

No todavía.

Y es que la memoria de Saachs ha trastabillado, mínimamente, el orden de los aconteceres.

Pues en lo que sigue

El guardia no alarga todavía el dedo ni vuelve todavía a sumergir en el tazón a la cucaracha.

Eso sólo sucederá más tarde.

De modo que no es durante este intervalo de tiempo cuando la madre desliza el trozo de papel en la mano de su hijo.

Por el contrario: todo eso ha sucedido antes.

Aquí lo tienen. Todavía faltan unos cuantos segundos hasta que el guardia, riendo sarcásticamente, alargue el dedo y la vuelva a sumergir –a la cucaracha- en el tazón.

Antes de eso tiene lugar la plena reconciliación de la madre y el hijo

Y su común adhesión a la causa bolchevique.

Es sólo en el esplendor emocionado, entusiasmado, de esa feliz reconciliación en el seno de la causa bolchevique cuando sucede eso que la mala memoria de Saachs le ha hecho anticipar.

Aquí lo tienen.

Ahora sí ríe sarcásticamente, el guardia.

Ahora sí la cucaracha alcanza el borde del tazón.

Y es ahora cuando el guardia alarga el dedo y la vuelve a sumergir en el tazón.

Ahora. Es decir, cuando la madre y el hijo se han reconciliado definitivamente.

Y así, sucede que el texto fílmico mismo nos ayuda a hacer las correcciones conceptuales que el texto psicoanalítico de Saachs reclama.

«La leche simboliza la madre, el primer don, y el más importante que ella hace a su hijo, un don que liga para siempre a aquel que lo da y a aquel que lo recibe. El insecto anegado en la leche muestra no solamente la evasión imposible del hijo, sino también que él morirá, no en la prisión sórdida, sino, como hombre libre, en brazos de su madre.»

¿La leche simboliza la madre, a su primer don?

De acuerdo, podríamos aceptar nombrarlo así.

Pero es necesario añadir: ese es, desde luego, un valiosísimo don real, pero no un don simbólico. Y, desde luego, no es para nada el más importante que ella hace a su hijo.

Porque el don más valioso que la madre da al hijo es renunciar a él, aceptar perderle.

Renunciar, con respecto a él, a toda pertenencia. Es decir: acatar la ley del padre.

Pero no malentiendan este enunciado: no se trata, como se da en decir, de la ley que concede el poder al padre, sino la que el padre encarna y que él debe ser el primero en acatar: la ley que afirma el derecho a la libertad del hijo.

Pero no hay lugar para nada de eso en el universo carcelario de La madre.

9. Incesto y revolución


La madre, Vsevolod Pudovkin (1926)

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
El dormitorio de la zarina (Octubre, Eisenstein)
Sesión del 16/03/2007
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 


¿Qué motiva ese sueño de la madre?

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Les decía: la madre tiene un sueño.

Sueña que Pavel esconde unas armas en el suelo de su casa.

Lo ve en sueños.

Ve que Pavel, el hijo, esconde esas armas en el suelo resquebrajado por el derrumbe del padre.

La pregunta era: ¿qué motiva ese sueño de la madre?


No buscar, encontrar

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Tienen una pregunta formulada. Un problema.

¿Cuál es la manera de responder a ella de acuerdo con la metodología de la teoría del texto que les propongo?

La manera de responder consiste, no en buscar una respuesta, sino en encontrarla.

Fue Picasso quien dijo: yo no busco, encuentro.

La cosa, a primera vista, parece petulante. A mí al menos me lo pareció cuando la escuché por primera vez. Y sin embargo, con el tiempo me he dado cuenta de la verdad que encierra, pues es mucho más sensata de lo que parece.

Y, desde luego, del todo acorde con la metodología que les propongo.

Pues sólo puede buscarse algo cuando se sabe qué es lo que se busca. Y aun así… incluso en ese caso, la cosa no está del todo clara.

Quien más y quien menos sabe que cuando uno no consigue encontrar lo que busca, no hay mejor solución para encontrarlo que renunciar a buscar y optar por ordenar.

Sólo entonces empiezan a encontrarse cosas. Y, la mayor parte de las veces, acaba apareciendo incluso la que se busca.

Y eso, insisto, cuando se sabe lo que se busca. Porque, cuando no se sabe lo que se busca, ¿cómo se lo va a encontrar?

De modo que la única manera de responder, de dar con la respuesta a una pregunta que no se sabe, es renunciar a entenderla y disponerse a encontrar cosas.

Es decir: hacer lo mismo que cuando, en casa, superan la compulsión a buscar lo que no encuentran, renuncian a encontrarlo y se ponen a ordenar.

Comienzan entonces a encontrar cosas, y acaban incluso encontrando lo que buscaban.

Pónganse, pues, a ordenar el texto.

Comiencen, por ejemplo, encontrando lo que hay antes de ese sueño pues, después de todo, es lo más probable que esté ahí lo que lo motiva.


El sueño del hijo

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Retrocedamos, entonces.

He aquí lo que encontramos: cierta persona que se marchaba antes de que Pavel entrara en la casa con las armas.

Si seguimos retrocediendo descubriremos que se trataba de una mujer joven.

Podemos decir también, dado que es de la madre y de su sueño de lo que hablamos: encontramos a otra mujer.

Y una, no hay duda posible sobre ello, que mira al hijo con deseo.

Pero sigamos retrocediendo.

Esto es lo que ahora encontramos: a Pavel, el hijo, durmiendo. De modo que él también tiene su sueño. Pero él no sueña con su madre.


El perímetro de la conjunción originaria

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Y bien, esta mujer atraviesa esa valla que, recuerdenlo, separaba el perímetro de la conjunción originaria de la madre y el hijo:

Sabemos, nos ocupamos de ello la semana pasada, que el padre fue expulsado del espacio de esa conjunción.

El padre fue expulsado de ese espacio, debió cruzar la frontera de esa valla.

Por lo que al film se refiere, ya sólo volverá allí muerto, con los pies por delante:

Y recuérdenlo: cuando el padre fue expulsado, la madre se hizo con el reloj.

O, al menos, con sus restos.

Para restaurarlo, suponíamos, pero quizás ahora debamos revisar esta idea.

Pues no está claro que, dejando al margen la voluntad de la madre, sea posible que en el espacio de la conjunción originaria el tiempo sea posible.

Pues el origen mismo del tiempo, la condición de su posibilidad, es que alguien hienda esa conjunción originaria.

Sigamos retrocediendo.

Pero ya sólo hasta aquí.


La llegada de otra mujer

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Lo que motiva el sueño de la madre ¿no es ese sueño del hijo en el que éste no sueña con ella?

Lo que motiva ese sueño,

¿no es, acaso, la llegada de esa otra mujer?

Y de una, por cierto, asociada -¿para la madre, para el hijo?- al barro, al lodazal.

Una mujer otra que penetra con toda osadía en su espacio, en ese espacio de la conjunción originaria de la Madre y el Hijo.

Una que acecha y que, subrepticiamente, despierta al hijo.

Y que le interpela con sus mejores técnicas seductoras -muy en la línea, sea dicho de paso, de la Lilian Gish de la época.

Capaz por ello de encender, de hacer brillar la mirada del hijo.

Y, así, de empujarle a salir de casa en la noche.

Observarán, dicho sea de paso, como el cine soviético -el de Pudovkin, no desde luego el de Eisenstein- trata de adoptar el código de la diferencia sexual que ya domina Hollywood, aun cuando lo hace de una manera más primaria: en este caso, con un cierto desenfoque que suaviza los rasgos de ella frente a los de él, más precisamente definidos.

En cualquier caso, por rudimentario que sea el procedimiento, no deja de ser eficaz. Pues, como se sabe, los enamorados ven así, desenfocados, a sus objetos de amor.

De modo que es de ella, esa otra mujer, de la que Pavel recibe sus armas.

La que, en suma, le quiere armado de la pistola que le falta.

Es ella, entonces, quien le nombra caballero.

Parece obligado anotar el punto en el que lo que aquí sucede se aparta, por lo que se refiere a esa decisiva función narrativa, de lo que tuviera lugar en el relato de caballerías, donde era el rey, en la estela del padre, quien realizaba esa tarea.

Pero aquí ya hemos tenido ocasión de constatar hasta que punto el padre no está en condiciones de asumirla.


Las brillantes pistolas que acaban en el regazo de la madre

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La madre reza.

Aunque no hay manera de saber a quién.

Por lo demás, sus rezos poseen la deriva de una investigación.

¿Sobre qué? Sobre la autonomía del hijo.

Y así, confrontada a la hendiduda del suelo de su casa, recuerda lo que soñó.

Es decir, por tanto, sobre lo que el hijo esconde.

Y es así como ella, la madre, da con lo que brilla.

Pues, no sé si se han dado cuenta, pero en Madre, de Pudovkin, nada posee un brillo comparable al de estas pistolas.

Y el caso es que, como ya sucediera con el reloj, también las brillantes pistolas acaban en el regazo de la madre.

Es como si ese regazo tuviera la propiedad de absorberlo todo.

Es justo entonces cuando llega a la casa el cadáver del padre.

Extraordinarias las resonancias que la situación suscita. Pero digámoslo con más precisión: son extraordinarias las resonancias que la escena suscita.

Esa escena que tiene lugar en esa casa que, a su vez, se reduce a una habitación desnuda,

sin muebles, sin ni siquiera mesa.

Sólo un espacio vacío.

Y, en torno a él, un par de camas.

¿Dónde dormiría el padre?

Allí llegan las armas,

a la vez que el cadáver del padre.

Como ven, las imágenes poseen una especial álgebra que nos devuelve precisas formulaciones.

En el sueño de la madre y el hijo, se hacen presentes tanto las armas como el cadáver del padre.

Y claro está, es porque el padre ha sido expulsado y sólo vuelve como cadáver, que las pistolas se convierten en un problema propiamente escandaloso.

Ahora bien, ¿de quién son esas armas? -esas armas que, no lo olvidemos, son las armas de la revolución.

Es el hijo quien las ha recibido, desde luego, pero no del padre, sino de la joven. Y por otra parte él, en el film, aparece solo como quien las esconde.

Pero no podemos decir de él que las tenga, pues ni siquiera las ve.

Las recibe, desde luego,

pero como quien recibe un enigma.

Las transporta.

Y las esconde.

Pero nunca las desenvuelve, de modo que nunca las ve.

Y por lo demás, ¿no las deposita en el interior más interior de la casa de la madre?

Es sólo ella, la madre, la que las ve.

Y por cierto que, como les decía, fascinada por su brillo,

las hace suyas.


El velatorio del cadáver del padre

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Esa conjunción entre el cadáver del padre y la presencia de las pistolas constituye sin duda el centro del film.

Y se halla ligada a la extrema, diría incluso letal, frialdad de la madre.

Frialdad ante la presencia, de cuerpo presente, del cadáver del padre.

Pero a ella sólo una cosa le preocupa.

La presencia, en su casa, de esas brillantes pistolas traídas por el hijo.


La delación

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Hay, me reconocerán ustedes, algo propiamente loco en el gesto de la madre cuando se dispone a delatar a su hijo.

¿Para qué quieres tú, mi niño, unas pistolas como esas?

Hay en ello, insisto, algo pavorosamente loco.

Algo, por lo demás, tan loco como la desaparición de la hendidura del suelo que debía seguir estando ahí.

En cualquier caso la falla, el vacío, la ausencia de pistola, está en relación directa con el lugar del suelo que golpeó la cabeza del padre en su derrumbe.

Es, como les digo, algo total, absoluta y desmesuradamente loco.



En el centro de la pesadilla: la insólita frialdad de la madre

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Pero vayamos a lo sustantivo.

A lo que está en el centro de la pesadilla, con una intensidad semejante a la de esas gotas de agua que caen impertérritamente constantes sobre el barreño hasta desquiciar a cualquiera que las escucha, excepción hecha, desde luego, de la madre.

Vayamos a lo que está en el centro de la locura del film y que va a ser pronto la pesadilla soviética, el otro gran holocausto nacionalista del siglo XX.

Tiene que ver, sin duda, con el cadáver del padre.

Observen, por cierto, la talla del cineasta, que da todo su tempo dramático al instante -el del descubrimiento por el hijo del cadáver del padre- con esa puerta que se abre sola al fondo, tras él:

Pero quizás no se trate tanto del descubrimiento del cadáver de padre como del de la insólita frialdad de la madre.

Toda la tensión se concentra, entonces, ahí.

Es decir: en el lugar del derrumbe del padre.

Un lugar que se descubre insólitamente vivo.

Véanlo de nuevo:

Aparece primero absolutamente cerrado, diríase que incluso sellado.

Y luego, inmediatamente después, aparece en cambio abierto y dotado de un leve e inquietante movimiento.

No hay duda: se mueve.

Y es la mirada de la madre la que lo hace mover.

Todo se desboca a partir de aquí.

Impresionante serie.

En un momento dado, diríase que el cadáver del padre se levantara.

Y que de ese levantarse del padre procediera el fantasma de la muerte del hijo y, con él, el espanto de la madre.

Ese efecto de levantarse del padre está conseguido al modo eisensteniano, como se levantaban los leones de El acorazado Potemkin, por el encadenamiento de dos planos de angulación diferente sobre un mismo objeto.

Solo que esta vez ese objeto es el cadáver del padre.

Pero el padre no se levanta.

Lo que sucede, más exactamente, es que,

cuando esas pistolas están en cuestión, es el sexo del padre el que salta a primer plano.

La madre, entonces, ve, alucina, lo insoportable: la muerte del hijo, en el lugar del padre.

Y se abalanza, entonces, a abrazarle.

Y el más loco, el más incestuoso abrazo entre la madre y el hijo tiene lugar ahí mismo, ante el cadáver del padre.

¿Qué más decir sobre La madre?

Lo que sigue ya lo conocen: el próximo abrazo será el último; en él se realizará lo que aquí, todavía, aparece como un delirio.

Y así, el hijo perece, asfixiado, en el altar de la madre patria.


8. La madre y la bandera


La madre, Vsevolod Pudovkin (1926)

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
El dormitorio de la zarina (Octubre, Eisenstein)
Sesión del 09/03/2007
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 


La épica del realismo socialista está a punto de comenzar: la madre tierra

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Antes de proseguir el análisis de Octubre, haremos una excursión por La madre, de Vsevolod Pudovkin (1926), que nos permitirá ampliar el campo de reflexión sobre el fondo oscuro de la Revolución del que habría de emerger esa forma extrema de poder totalitario que fue el Estado Soviético.

El pueblo se manifiesta, avanza

bajo y tras la enseña de la bandera roja.

Mientras suena, heroica, la internacional.

Es el deshielo de la revolución.

La épica revolucionaria del realismo socialista está ya a punto de comenzar.

Pero cuando digo ya, no me refiero de manera vaga al periodo en el que el film fue realizado.

Por lo demás, ustedes lo saben, los historiadores del arte sólo cifrarán el sórdido advenimiento del realismo socialista en la década siguiente, la de los años treinta.

Pues bien, yo lo que les digo -es, en cierto modo, el tema de ésta y de la próxima sesión-, es que eso, el realismo socialista, está a punto de comenzar.

Y en sentido estricto.

Va a comenzar dentro de unos breves instantes, en este film ejemplar que es Madre, de Vsevolod Pudovkin.

Y en ello la madre ha de desempeñar un papel central.

Les hablaba del deshielo de la revolución, es decir: el deshielo como metáfora de la revolución.

Seguro que han leído algo sobre ello en los manuales de historia del cine, pues se trata, sin duda, una de las más célebres metáforas cinematográficas.

Pero permítanme que añada: una metáfora tan reconocida y citada como poco explorada.

De modo que va siendo ya hora de detenerse a leerla.

Si el deshielo es la metáfora de la revolución, es decir, si el deshielo es el término metafórico que remite y elabora el sentido de la revolución como término metaforizado, entonces, necesariamente, la revolución comparece como la primavera de una nueva fecundidad.

Y porque es de la fecundidad de lo que se habla, la madre encuentra en ello un protagónico lugar.

No hay duda, por lo demás, de que el amor de madre está en el centro de todo.

Demos un paso más: porque es de la fecundidad de lo que se habla, la madre encuentra su protagónico lugar justo al lado de la bandera.

La madre y la bandera, en el momento mismo en que esa bandera va a dejar de ser la de un movimiento político -el comunismo- para convertirse en la de una nación: la Rusia comunista, y, en torno a ella, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

La primavera, la bandera, la fecundidad, la madre: se darán ustedes cuenta de que -y éste es el movimiento que ha de instaurar, dentro de un instante, el tiempo del realismo socialista- es de la madre tierra de lo que se habla aquí.

En cierto modo, lo decisivo de este momento, de este tránsito histórico, es lo que este puente anuncia e inscribe en el film.

E insisto en que les hablo menos de lo que sucedió en 1905 -fecha en la que se ambienta el film- que de lo que está sucediendo a mediados de los años veinte, en el periodo en el que fue realizado el film.


La masacre: el sacrificio del hijo

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¿Qué es necesario para que eso -la conjunción entre la madre y la bandera- cuaje, cristalice definitivamente?

¿Cómo es posible que durante décadas nadie haya reparado en la extraordinaria ambivalencia de ese deshielo arrebatado que es la metáfora mayor del film?

Porque, a estas alturas, es ya difícil dudarlo: el texto responde a nuestra pregunta con la precisión de una fórmula matemática: para que cristalice la conjunción absoluta entre la madre y la bandera, la madre tierra, el socialismo en un solo país, es necesario el sacrificio del hijo:

Tal es, por lo demás, lo que este puente anuncia.

Y lo que esta mano advierte.

No hay duda: ese puente señala un trayecto inexorable: el del encuentro de los manifestantes con el ejército.

Y el hijo, ¿dónde está el hijo?

Pero la pregunta fundamental es: ¿qué es lo que en este momento el hijo ve y qué lo que no puede ver?

Su mirada se traza perpendicular al eje del puente que acabo de señalarles -y que, por eso mismo, él no puede ver.

Y el entusiasmo de lo que ve le ciega eso otro que no ve.


El abrazo de la madre y la ordalía de amor entre los hermanos

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Se abraza con sus compañeros, se funde con ellos. Se funde en el pueblo.

Ordalía de amor entre los hermanos.

Pero la plena fusión con el pueblo pasa por el abrazo con la madre que lo encarna.

Una madre sin duda amorosa.

¿Pero no ven algo excesivo en su abrazo?

¿No hay algo desmesuradamente paralizante y loco en ese abrazo?

Cae el abanderado.

Muerto como el hijo mismo.

¿Se dan cuenta? Ella misma es ya, sin todavía saberlo, la bandera.

¿Dónde termina la sangre roja del hijo y comienza la sangre roja de la bandera?


Nace una nueva nación de acero

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Y bien, esa locura, la del estalinismo, la del realismo socialista, ha cuajado ya.

Ahora ella, la madre cuyo abrazo ha asfixiado al hijo, es ya la madre patria.

No hay duda posible sobre su nuevo -o extraordinariamente antiguo- fanatismo.

Ella es la bandera, se funde con ella, se invisibiliza en ella.

¿Acaso en el amor apasionado a la bandera no late el amor a la virginidad mítica de la madre?

Sólo queda, a estas alturas, una pregunta:

la carga de caballería que, frontal, se abalanza sobre ella, ¿podrá aniquilarla? ¿O más bien se fundirá con ella?

¿Qué sucede entonces?

¿Perece la madre?

Pero no les pregunto para que especulen: les pregunto para que lean, en el film, la respuesta.

¿Y si de su cadáver naciera una nueva iglesia?

¿Y si el cielo se abriera ante ella?

Y de esa nueva virgen naciera una nueva patria de hierro…

Pues es desde luego música de milagro la que culmina el deshielo que da paso a una nueva nación de acero.

Así termina el film. Veamos ahora como comienza.


El padre expulsado

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El cielo.

Y la ley.

Pero es evidente que el cielo y la ley aparecen disjuntos.

Un hombre, sin nombre, es expulsado no se sabe de qué lugar -probablemente, de una cantina. Es su condición de expulsado, de sin lugar, lo que le identifica.

Está sólo. Desolado.

Y borracho.

Así concluye la breve primera secuencia del film.

Fundido en negro.

Y, tras el fundido en negro, el mismo cielo, como si el film comenzara de nuevo.

Mas tras ese cielo que así se repite, no aparece ya el policía, sino los dos primeros carteles del film.

La Madre.

El Hijo.

Y, sin embargo, la imagen que sigue no presenta ni a esa madre, ni a ese hijo.

Sino a ese mismo hombre, el borracho sin lugar,

que abre la puerta de una valla.

Y justo entonces, sólo entonces, es identificado como el Padre.

No hay duda entonces: en el lugar donde penetra -del todo diferente a aquel otro del que ha sido excluido- él ocupa el lugar del policía, es decir, de la ley.

Hay un lugar, pues, donde ese borracho excluido es la ley.

De ahí la cadena de esos tres umbrales que se suceden en el comienzo del film:

el de la cantina, la puerta de la valla, la puerta de la casa.

Todo eso es evidente.

Pero nada de eso responde a una pregunta que resulta obligada: ¿por qué, a la vez que se mostraba a este hombre, se han sucedido esos dos carteles nombrando a una madre y a un hijo que no nos eran mostrados todavía?

La serie de planos nos devuelve la respuesta.

La madre está del lado de ese cielo.

La madre y el hijo, en su conjunción, participan de ese cielo, antes de la llegada, de la irrupción violenta del padre.


El derrumbe del padre

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Agachada, en picado, casi a ras de suelo, la madre es presentada en su condición humillada.

Y frente a ella, la posición prepotente del padre, reforzada por su frontalidad, por el reencuadre de la puerta y por el contrapicado de la cámara.

También por una iluminación igualmente contrapicada que da a su rostro, mientras nos mira, un aspecto feroz.

El de un odio acumulado contra el mundo que ahora va a volverse contra su mujer.

Mientras nos mira, les digo, a nosotros, espectadores, pues nadie hay, en la estancia, a su altura salvo la cámara misma: la mujer, recuérdenlo,

está agachada, humillada,

y el hijo duerme sobre su camastro.

Pero eso no quiere decir, después de todo, otra cosa que nosotros, espectadores del film, somos emplazados en el lugar de la celeste conjunción entre la madre y el hijo.

El padre mira el reloj.

Poderosa economía narrativa: ese padre alcohólico ha vendido ya el péndulo del reloj, y ha sido la madre quien ha subsanado su falta con su propia pancha.

Es la madre, en suma, quien sostiene a la familia en su precariedad.

Así, de un solo trazo, se enuncia la bancarrota del padre: pues el reloj es desde siempre, y por antonomasia, el emblema del padre.

Él es quien le da cuerda. Y es él también quien, con su irrupción, introduce el tiempo en la relación primaria entre la madre y el hijo.

Pero no aquí.

Aquí es la madre humillada la que aparece del lado del reloj, y por eso del tiempo, frente a un padre que ha naufragado ya fuera de él.

Resignada, a la vez que llena de desprecio, la madre adivina el próximo acto del padre.

Pero la madre pensaba que él iba a conformarse con eso, con vender la plancha que hacía de péndulo.

Atónita, contempla que esta vez está dispuesto a llega más lejos, a vender el reloj y, con él, el tiempo mismo.

Y eso ya es demasiado.

Tal es el motivo del tumulto que, en la noche, despierta al hijo durmiente.

Quisiera que se dieran cuenta de hasta qué punto todo aparece aquí, en este hogar desolado en el que va a estallar la revolución, en extremo trastocado.

Pues el padre que interrumpe la primordial conjunción entre la madre y el hijo,

el padre que le despierta,

en vez de introducir el tiempo, parece decidido a abolirlo.

Mas, en cualquier caso, hay un tumulto en la noche. De modo que es un tumulto producto del chocar de los cuerpos del padre y de la madre lo que despierta al hijo.

Es decir: el resonar de la escena primaria está presente. ¿Cómo podría no estarlo en un film cuyo título es Madre?

En el forcejeo, el padre cae

Y cae, con él, el reloj, haciéndose añicos.

Y la tuerca del reloj se detiene definitivamente.

La confusión que ha atrapado al siglo XX

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¿Me permiten que les llame la atención una vez más sobre la confusión que ha atrapado al siglo XX?

Me refiero a esa según la cual era la tarea del siglo derrumbar al padre de su pedestal.

Asombrosa confusión, les digo, pues los textos más caracterizadores del comienzo de ese siglo -y no hay duda de que este es uno de ellos- han mostrado siempre al padre como ya derrumbado.

Espero entonces que me entiendan si les digo que ésta no es ya una violencia patriarcal, sino, por el contrario, la violencia que emerge como resultado del desmoronamiento de la cultura patriarcal.

Su contrapartida es el martillo de la revolución.

Reparen en el enunciado: no es pegar, sino tocar el verbo escogido.

El padre parte.

Expulsado a ese espacio exterior de la sociedad industrial en la que ya no es nadie, sólo un miserable lumpenproletario que ha perdido y olvidado la elemental nobleza de su pasado campesino y patriarcal.

Una suerte de seísmo se ha producido, pues el suelo mismo se ha resquebrajado.

¿No me creen? Recuerden:

Antes del derrumbe no estaba esa resquebrajadura.

¿Qué lo ha producido? ¿La caída del reloj o la caída del padre?

El caso es que entonces el reloj roto encuentra entonces la más insólita y turbadora de las ubicaciones: el regazo de la madre.


El sueño de la madre

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Saben ustedes que Pavel, el hijo, esconde unas armas en su casa.

Pero también podríamos decirlo así: la madre tiene un sueño.

Sueña que Pavel esconde unas armas en el suelo de su casa.

¿Acaso no lo sueña?

Al menos, es un hecho que lo ve en sueños.

Pero no menos notable es el sitio donde el hijo esconde esas armas: precisamente en ese suelo resquebrajado por el derrumbe del padre.

Ahora bien, ¿Qué motiva ese sueño de la madre? n

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7. El marinero de la aurora

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
El dormitorio de la zarina (Octubre, Eisenstein)
Sesión del 09/02/2007
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 


Ese magmático punto de ignición que es la cama de la zarina

 

El otro día nos detuvimos aquí. No nos faltaban motivos, pues se trata del momento en que, de pronto, inesperadamente, cesa el furor revolucionario del marinero, que pasa a ser sustituido por ese gesto de infinita perplejidad, del que procederá en seguida, como un movimiento de recomposición perversa del sujeto, la deriva deconstructiva.

Y, más, tarde, ya en el final del film, la caída melancólica.

Momento decisivo, pues, no sólo del film, sino del texto Eisenstein en su conjunto.

Y bien ¿qué lo ha provocado?

¿Qué ha provocado esa brutal caída del deseo del marinero revolucionario?

Averigüémoslo.

Pero advirtámoslo una vez más: no es cuestión de hacer interpretaciones, sino de deletrear el texto con la suficiente parsimonia.

Retrocedamos lo justo, para recuperar el momento culminante del paroxismo.

Les decía: lo más probable es que este marinero se haya vuelto loco.

En todo caso, es un hecho que su locura tiene que ver con ese derrumbe de la ley que está en el origen del film

y, por tanto, con la caída de la figura paterna que la encarna.

Pues es sin duda eso lo que lo aproxima,

de manera incontenible y literalmente loca, a ese centro magmático, a ese punto de ignición que es la cama de la zarina.

El caso es que, en torno a ese punto, todo tiembla -pues, recordémoslo, tiemblan las telas que aparentan ser las paredes del dormitorio de la zarina.

Y ese temblor es signo de la presencia del fantasma que reina en la escena.


La estructura reversible de una metáfora

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Comentábamos el otro día este acto de subir a la cama de la zarina.

Les señalaba, a su propósito, como el sentido tutor lo integraba a modo de metáfora.

Pues bien, atendamos a la estructura de esa metáfora: el marino se sube a la cama de la zarina -tal es el plano metafórico- como la revolución se sube al poder -plano metaforizado.

Pero es tan abultada la desproporción entre lo uno y lo otro…

El gesto, en sí mismo no muy serio, de subirse de pie encima de una cama, como expresión metafórica de lo que está en juego en un acontecimiento tan tremendo como la insurrección y la toma violenta del poder político…

Es, no cabe duda, una desproporción total… De modo que, inevitablemente, algo chirría en ella.

Algo delata, en ella, la pervivencia de lo que se resiste a la metáfora.

¿Qué? La presencia de un niño que se sube y salta sobre la cama de su madre.

Resulta, en suma, imposible obviar el carácter infantil del gesto en cuestión.

Ahora bien, esa resistencia, ¿acaso no nos invita a dar la vuelta a la estructura de la metáfora tal y como el sentido tutor la proclama?

Sucede entonces que la revolución, la insurrección y la conquista violenta del poder del Estado pasa a ser el término metafórico y el acto de subir a la cama se convierte en el término metaforizado.


La escena primaria

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Con lo que la escena primaria alcanza su más plena expresión.

La bayoneta desgarra el colchón de la zarina.

Y ese desgarro encuentra su imagen en el rostro de una mujer que gime.

Espectacular, tremenda, la erección del marinero.

Y, a la vez, escenografía de un acto sexual a tergo,

como el que descubre Freud latiendo en el interior del sueño del hombre de los lobos.

Ahora bien: ¿no perciben la flagrante incoherencia que aquí tiene lugar?

¿Cómo es posible que la bayoneta no desgarre la tela del colchón?

¿Cómo es que, de pronto, ha perdido su filo?

Y entonces… Entonces, algo mucho más enorme y brutal se impone.

Eso es, por tanto, lo que motiva el gesto de infinita perplejidad del marinero.


¿Qué lo ha provocado entonces?

Podemos formularlo así: el saber desconcertante de que la realización de su deseo no se parece en nada a lo que conformaba su expectativa.


Un vacío de conciencia

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Pero creo que decirlo así es poco.

Es necesario decir algo más. Es necesario preguntarse por esto:

¿Qué es esto?

¿Qué suerte de extraño monstruo ha emergido de la cama de la zarina en el momento en que el marinero creía conquistarla?

Cuando hace un par de años trabajamos esos dos textos que se parecían tanto, El Espíritu de la colmena y el sueño de El hombre de los lobos, insistí en que en el núcleo de la escena no estaba un padre violento y una madre víctima, como parecía pensar Freud, sino más bien todo lo contrario.

Y es que, contra lo que se suele pensar, el coito a tergo tiene muchas caras posibles.

Y una de ellas es ésta: el colchón, cuando la bayoneta lo ha desgarrado, lejos de deshacerse, ha cobrado vida.

Y ha desencadenado una presencia, una potencia visual mucho más poderosa que la del marinero.

Hasta el punto de que la bayoneta del marinero ha perdido su filo, su poder cortante, y ha quedado atrapada ahí.

Infinito, entonces, su desconcierto.

Pero hay que añadir: es como si no se hubiera dado cuenta de nada, como si hubiese tenido un vacío de conciencia del que sólo muy lentamente pudiera salir.

Y del que, por eso mismo, sale, muy lentamente, ignorando absolutamente todo lo que acaba de vivir.

Por cierto que puede encontrarse un vacío de conciencia del todo parecido en La edad de oro de Luis Buñuel.

Un vacío de conciencia que es asociado a una bien explícita imaginería de castración y que da paso -en el dormitorio de la mujer que le ha abandonado- a una no menos desbordante gestualidad deconstructora que la que desencadenara el marinero de la aurora en el dormitorio de la zarina.

El marinero desvía la mirada.

Todo el universo simbólico del antiguo régimen comparece entonces como motivo del movimiento de deconstrucción que comienza.

Con sus santos y patriarcas,

con su Dios crucificado,

Y con su soberano, el zar.

Es ahí donde va a buscar el goce desviado del que va a tratar de prender su deseo cuando este se ve amenazado de extinción.

¿Qué les parecen este encadenamiento de imágenes?


El marinero de El Aurora

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Resulta obligado contextualizarlo: tiene lugar precisamente cuando el marinero de El Aurora sostenía el colchón de la zarina atravesado por su erguida bayoneta.

¿El marinero de El Aurora?

Tal es, desde luego, pues así se llama su acorazado, ese mismo acorazado que, presente en el puerto de San Petersburgo bajo control bolchevique, desempeñó, tanto él como sus marineros, un papel decisivo en la toma del Palacio de Invierno.

Y por cierto, ¿Cómo es posible que una película en buena medida protagonizada por los marineros de un acorazado llamado Aurora no acabe mostrándonos el amanecer?

Pero caray, que nombre tan expresivo: El marinero de El Aurora.

Basta con oír el mínimo desplazamiento de significantes que la expresión sugiere: es casi lo mismo que decir, el marinero de la aurora.

De modo que hay un marinero que naufraga cuando llega la aurora.

Uno, en suma, que afronta la aurora asustado, sin poder dormir.

El Marinero de la Aurora.

Y bien: la serie de imágenes que nos ocupa se ha desencadenado cuando el marinero de la aurora sostenía el colchón de la zarina atravesado por su erguida bayoneta.

Pero también, en el mismo instante en el que esa bayoneta, inopinadamente, había perdido su filo y su poder cortante,

y cuando ese colchón se movía como un inmenso ser vivo, como si fuera el más extraño de los toros.

Lo que no debe extrañarles: también, llegado un determinado momento, en la fiesta taurina el toro comparece del lado de la mujer.

Y bien: justo entonces la bendición de Dios recae sobre una mujer que parece recibirla piadosa, castamente,

pero en la que algo notablemente raro se descubre.

Tanto que su piedad desaparece a la altura de su vientre desnudo.

Mas es evidente, sin embargo, que es el fruto de ese vientre desnudo lo que el montaje hace bendecir al Cristo.

Y justo entonces, prosigue la imaginería más grotesca del acto sexual:

Pues entre dos referencias directas, explícitas, al sexo femenino, se introduce otra en la que la coyunda sexual se manifiesta, a través de ese peregrino orinal diseñado, todo parece indicarlo, para uso de varones.

Se trata, pues, de designar lo que la imagen que entonces llega esconde:

Pero también de designar lo que eso escondido produce:

He aquí, pues, el elemento que faltaba en esa habitación que es la de la zarina y en la que, desde el primer momento, hemos visto dos almohadas.

Ha habido ahí, todo el tiempo, ese tercer elemento que constituye el contracampo de la escena primordial: aquel que es, a la vez, su producto y su espectador: el hijo.

La pregunta, a estas alturas, resulta obligada: ¿es desde la altura de ese niño desde donde veíamos la ola que invadía la cama?

Para ser estrictos, hay que responder que no.

No porque no sea ese niño, pues, desde luego, lo es, sino porque esa no es su altura.

La cámara está en una posición algo más alta.

No a la altura, digámoslo así, de los seis años,

sino a la de los doce años.


Un niño de 12 años

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¿Les parece que voy demasiado lejos en mi análisis?

Por mi parte les diré que no he hecho otra cosa que tomar las imágenes al pie de la letra.

Eso que les digo está ahí, escrito en el texto.

Pero como lo que está escrito al pie de la letra es el contenido mismo del inconsciente, no es extraño que la conciencia de ustedes se resista a reconocerlo.

De manera que, para sortear su resistencia, les ofreceré algunas pruebas suplementarias, aun cuando tal desplazamiento nos obligue a completar el análisis con imágenes externas al texto.

Pero, lo verán en seguida, directamente atravesadas con su contexto.

La primera es ésta:

Quizás hayan descubierto ya que ese pequeño cabezón de la fotografía es Eisenstein, en 1900, rodeado de sus padres.

No es difícil percibir cierta semejanza, ¿no les parece?

¿Pensaría alguna vez Eisenstein en esa semejanza?

Hay buenos motivos para afirmar que sí. Entre otros, esta otra célebre fotografía que él mismo se hizo tomar mientras rodaba Octubre.

En ella, no dudó en instalarse, con el mayor desparpajo, en el lugar que el zarevich Alexis habría llegado a ocupar si la revolución no se hubiera producido.

Y se trata de una fotografía que, en cierto modo, forma parte del film mismo, pues encuentra su eco en imágenes que forman parte de su tejido:

Son, desde luego, imágenes de la revolución triunfante que aparecerán en el film muy poco después de la escena del dormitorio de la zarina.

Y es que, como les he señalado hace unos instantes, latía ahí la presencia de un niño.

Pero hay otro dato que fortalece la hipótesis de la identificación de Eisenstein con el zarevich.

Los padres de Eisenstein se divorciaron cuando éste tenía 12 años. Y prácticamente esa misma edad -acababa de cumplir los 13- tenía Alexis Romanov cuando se desarrollan los acontecimientos que narra el film.

Para Eisenstein, ese divorcio tuvo efectos no sólo traumáticos, sino incluso paralizantes.

Así se describe él mismo en un artículo autobiográfico llamado El niño de Riga (1946), en el que, sin embargo, no hace referencia explícita alguna a ese divorcio:

«No un muchacho,

«ni un chico

«sino precisamente un niño.

«Un niño de doce años.

«Obediente, bien educado. Un niño que hace reverencias.

«…

«Eso fui a los doce años de edad.

«Seguí siéndolo hasta tener canas.»

Les insisto en que, en este texto en el que se describe a sí mismo como alguien totalmente fijado en los doce años, Eisenstein no nombra el divorcio de sus padres.


The knot that binds

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Pero es un hecho que a los 12 años sólo una cosa relevante sucedió en la vida del futuro cineasta: ese divorcio que el mismo describe en otro texto autobiográfico, The knot that binds, capítulo sobre el divorce of pop and mom, 1946, y que comienza así:

«Fui un nudo que no logró unir y retener a una familia dividida, a los padres que se divorciaban.

«En realidad, a nadie le importa que mis padres se divorciaran en 1909.»

Como ven, el comienzo del texto parece contradecir irónicamente su título, pues éste habla de un nudo que une.

Pero no hay realmente contradicción, pues binds puede ser traducido también por atasco.

Y de hecho lo que en este artículo Eisenstein narra es, precisamente, el nudo que le atascó para siempre en los 12 años.

Pero lo más notable es que, en lo que sigue, este breve texto manifiesta una conexión directa con la imaginería de Octubre.

«Mi cuarto estaba junto a la habitación de mis padres.

«Durante noches enteras se escuchaban allí las más violentas discusiones.

«Cuantas veces en las noches yo me escapaba descalzo al cuarto de la institutriz para dormirme metiendo la cabeza bajo la almohada.

«En otras épocas cada uno de mis progenitores consideraba su deber abrirme los ojos a la conducta del otro.

«Mi mamá gritaba que mi padre era un ladrón,

«mi papá gritaba que mi madre era una mujer pública.

«…

«Después se oían nombres: los personajes más importantes entre la población rusa en las “provincias del Báltico”.»

«Mi papá tuvo con alguien un duelo.

«En otro caso no se llegó al duelo.

«Recuerdo, como si acabara de suceder, cómo mamá, con una linda blusa de seda a cuadros rojos y verdes, histérica, atravesó corriendo el apartamento para lanzarse por el hueco de la escalera.

«Recuerdo como papá la trajo de regreso, debatiéndose en la histeria.

«…”

«Después hubo una serie de días en que me llevaban a pasear por la ciudad desde muy temprano.

«Después mamá, llorosa, se despedía de mí.

«Después mamá se fue.

«Después llegaron los de la mudanza.

«Después se llevaron los muebles. (Los muebles habían sido la dote de mamá).

«Las habitaciones se volvieron inmensamente grandes y absolutamente vacías.»

Les decía hace un momento que es posible encontrar múltiples huellas de este texto en la escenografía de Octubre.

¿Acaso la célebre secuencia de la apertura del gran puente que divide en dos la ciudad de San Petersburgo no nos ofrece la más expresiva metáfora del desgarro provocado por ese divorcio?

San Petersburgo, la ciudad que se divide cuando sus puentes se abren, fue la ciudad de la infancia del cineasta.

«Mi cuarto estaba junto a la habitación de mis padres.

«Durante noches enteras se escuchaban allí las más violentas discusiones»:

«Cuántas veces en las noches yo me escapaba descalzo al cuarto de la institutriz para dormirme metiendo la cabeza bajo la almohada»:

Una violencia, la de sus padres, que le destrozaba y aplastaba.

«En otras épocas cada uno de mis progenitores consideraba su deber abrirme los ojos a la conducta del otro.

«Mi mamá gritaba que mi padre era un ladrón»:

«mi papá gritaba que mi madre era una mujer pública»:

De hecho, secuencias enteras del film que resultaban casi incomprensibles a pesar de ser, en sí mismas, extrañamente pregnantes, poderosamente atractivas, encuentran por esta vía su sentido más preciso.

«Después se oían nombres: los personajes más importantes…

«Mi papá tuvo con alguien un duelo»:

«Recuerdo, como si acabara de suceder, cómo mamá, con una linda blusa de seda a cuadros rojos y verdes, histérica, atravesó corriendo el apartamento para lanzarse por el hueco de la escalera»:

Es el hueco de la escalera, y no Kerenski, el que protagoniza esta larga secuencia. -¿Y no les parece que esta figura femenina podría estar a punto de arrojarse al vacío?

Pero no es la única secuencia en la que ese hueco modela la escenografía del film:


«Después hubo una serie de días en que me llevaban a pasear por la ciudad desde muy temprano.»

Muy temprano, paseando por la ciudad de San Petersburgo y, por qué no, vestido de marinerito.

«Después mamá, llorosa, se despedía de mí.»

«Después mamá se fue.

«Después llegaron los de la mudanza»:

«Después se llevaron los muebles. (Los muebles habían sido la dote de mamá).

«Las habitaciones se volvieron inmensamente grandes y absolutamente vacías»:

Y, en el centro de ese vacío, podríamos añadir, reinaba, precisamente, la sombra más oscura de esa diosa que le había abandonado.

En forma de la terrible cabeza de medusa, ante la que todos se inclinan.


Eisenstein y Alexis

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Hay, por lo demás, un rasgo que Eisenstein hubo de compartir con el zarevich Alexis, por más que éste fuera 6 años mayor que él. Este es Eisenstein:

Y éste, en cambio, es Alexis Romanov:

Notan la diferencia.

Sin duda, el zarevich era mucho más guapo -por lo demás, Eisenstein siempre se vio a sí mismo cabezón, pequeño, patético y de ahí su identificación con los payasos y su tendencia a hacer payasadas.

Pero ello no deja de reforzar la idea de una identificación opuesta, esta vez idealizada, con el zarevich.

¿Saben por qué Eisenstein se sienta así? Lo explica Marie Seton en su notable biografía del cineasta: porque era de baja estatura y quería disimular que sus pies no le llegaban hasta el suelo.

Exactamente lo mismo que le sucede a este niño cuando, en la apoteosis de la revolución, se sienta en ese mismo trono:

Como tampoco le llegaban los pies al suelo a ese otro chaval de 12 años, Iván, más tarde llamado El Terrible, que, también él, hubo de perder a su madre a esa misma edad:


Huérfano.

¿Ven esos pies que cuelgan en el aire pintados detrás del trono?


n

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6. Un gemido impregna el palacio

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
El dormitorio de la zarina (Octubre, Eisenstein)
Sesión del 02/02/2007
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 


Algo falla en los tiempos de la secuencia

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¿Es una escena caótica?

Aparentemente: ya hemos visto -y vamos a seguir viendo- que nos ofrece toda una antología de lo que los manuales del llamado lenguaje cinematográfico llamarían malos raccords.

Pero hemos constatado también como esos hiatos -pues tales son-, responden a una pauta: suponen distorsiones sistemáticas del espacio.

De un espacio que, siendo pequeño, es percibido como mucho mayor.

Y no menos sorprendente es la calculada simetría que comenzamos a aislar la semana pasada.


Con respecto a esa cama, les decía, hay dos espacios tras su cabecera.

A uno se accede por la derecha de la cama, y al otro por la izquierda.

Y bien, si hemos localizado dos habitaciones situadas tras la cabecera de la cama dormitorio de la zarina, es decir, justo detrás de las posiciones donde debieran encontrarse las cabezas de la zarina y del zar cuando durmieran juntos, ¿no les parece que debiéramos preguntarnos a qué lado de la cama dormía una y a qué lado el otro?

¿O debiéramos preguntarnos a qué lado de la cama dormían los padres del cineasta?

Pero sea cual sea la pregunta, la respuesta es evidente, pues sabemos que el lado izquierdo es el de las mujeres, y el derecho el de los hombres

Y debemos añadir, el primero es caracterizado como espiritual, mientras que el segundo, lo es como primario, corporal, prosaico y un tanto bestial.

Retornan entonces las soldados cautelosas pero decididas a disparar sobre sus enemigos. Es, no hay duda, justa su indignación -indignación, a la vez, de mujeres y de guardianas de la zarina.

Y una vez más puede constatarse como el cineasta apuesta por introducir un constante desconcierto en el desarrollo de la escena.

Pues en un primer momento entendemos que esta mujer ha sido alcanzada por las balas disparadas en el plano anterior.

Se trataría entonces del previsible raccord narrativo, de causa a efecto, tan característico de los films de acción. Mas no lo es. Se trata por el contrario, una vez más, de un falso raccord. La mujer no está herida, sino sólo asustada.

Pero hay, a pesar de todo, raccord: pues si no vemos a aquel contra el que esos disparos han sido realizados, vemos a alguien, una mujer, a la que, en cualquier caso, esos disparos han afectado.

¿Se trata entonces de la intercalación de un plano que mantiene abierto el suspense y así lo prolonga?

Podría serlo: lo hemos visto en muchas películas: tiroteos en los que, aunque predomina el montaje causal -alguien que dispara / efecto del disparo-, muchas veces se intercalan imágenes de otros personajes que contemplan agazapados y asustados el tiroteo.

Podría ser el caso, pero sabemos que no lo es, pues hemos visto la secuencia al completo. Y en todo lo que sigue de la película hasta su final, nunca se resolverá la balacera entre estas mujeres que guardan el dormitorio de la zarina y los marineros que lo asaltan. Por el contrario, a partir de cierto momento, sin la menor explicación, este hilo narrativo se extinguirá sin solución alguna.

Ahora bien, dense cuenta de a qué nos conduce todo esto: a la constatación del hecho de que los disparos que se realizan en el dormitorio de la zarina no producen nunca efecto en ningún otro personaje que en esta mujer.

Y no en forma de herida, sino en forma de… de un gesto de goce, de arrobamiento en lo que semeja un intenso éxtasis

que conduce al abrazo.

Y en el que reaparece, por tercera vez, el tema plástico del deslumbramiento.

Conviene recordarlo: esta mujer se encuentra centrada, tras la cabecera de la cama y en línea misma con ella.

Se trata por lo demás de un abrazo que el cineasta filma con extrema delicadeza,

tanto por lo que se refiere a las expresiones de las mujeres, como por lo que tiene que ver con la elaboración compositiva del plano: unas indeterminadas piezas blancas rodean y enmarcan meticulosamente el abrazo en el que ambas mujeres se funden.

Mientras, contra toda lógica, los marineros, al parecer inmunes a las balas,

tan sólo, y con notable retraso, oyen los disparos

Y se aprestan al combate.

Pero, decididamente, algo falla en los tiempos de la secuencia. Pues, ¿cómo es posible que estas mujeres tengan tiempo para marcharse antes de que los soldados lleguen hasta ahí?

¿Y por qué tarda tanto el marinero en llegar hasta aquí si estaba, por decirlo así, ahí mismo?

No es, desde luego, un error de montaje.


La jarra de los raccords truncados

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Por el contrario: el cineasta ha tomado buen cuidado en producir este efecto de inmediatez inverosímil.

Y lo ha hecho a través de un uso notablemente calculado de la jarra que pueden ver en ambos planos. De hecho, constituye una referencia espacial precisa y absolutamente contundente.

De manera que, a pesar de la intensa diferencia de posición de cámara entre ambos planos, la jarra ocupa en el encuadre una posición muy semejante en términos absolutos, constituyendo una referencia espacial precisa del lugar por el que pasan ambos personajes en el momento de su salida -la soldado- o de su entrada -el marinero- en cuadro.

Es posible aducir todavía una prueba suplementaria del carácter premeditado, netamente calculado, de esta extraña articulación entre los dos planos consecutivos.

Pues en el segundo plano el cineasta ha cambiado la ubicación de la jarra para hacerla netamente visible en cuadro.

Es decir, la ha desplazado ligeramente hacia la izquierda, de manera que en el segundo plano ya no se encuentra en el centro de la coqueta como en el primero, sino en su lateral izquierdo.

Por cierto que Eisenstein parece tener un especial interés por esta jarra, pues no dudó en hacerla presente también en la escena anterior del cuarto de baño:


Curiosa circulación la de esta jarra, que participa, también ella, de la contaminación entre dos de los tres espacios de la secuencia: el dormitorio y el cuarto de baño.

Pero atendamos ahora al nuevo salto de raccord va a producirse.

Observen que el marinero mira en la dirección en la que ha huido la soldado, es decir, en dirección opuesta a la cama, que se encuentra en este momento tras él.

Y, sin embargo, en el plano siguiente su posición es del todo diferente, como lo es también la de la cámara.

Y lo más curioso: aun cuando han cambiado ambas posiciones, se mantiene la misma angulación sobre el marino, produciéndose así un nuevo efecto desconcertante.

Si su posición estática en ambos planos -agachado, con rostro perplejo, de frente a cámara- hace pensar en dos planos dotados de estricta continuidad temporal, el cambio de decorado del fondo y el consiguiente cambio de posición de cámara obligan por el contrario a deducir la presencia, entre ambos planos consecutivos, de una pequeña elipsis.

Pero una elipsis mínima, pues el marino está en el mismo lugar, sólo que en dirección opuesta en cada uno de los planos: la jarra -en primer término en el plano de la izquierda y al fondo en el de la derecha- lo confirma.

Es como si un efecto mágico hubiera abducido al marino quien, de golpe, olvidara a las soldados a las que persigue para concentrarse absolutamente en lo que ahora tiene delante.

O también: como si eso que ahora tiene delante hubiera provocado esa abducción.


La locura del marinero

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¿Qué?

Obviamente: la cama de la zarina.

¿Qué espera encontrar ahí, entre las sábanas de la zarina?

Algo decisivo, sin duda.

El caso es que esa cama parece ahora convertida en el centro de todas las turbulencias, hasta el extremo de que el acto del marinero de levantar la colcha de la cama nos es mostrado dos veces, en dos planos sucesivos.

Si la primera es la prosecución, intensificada, de lo que ya vimos en un plano anterior del marino sacando las sábanas blancas del cesto de la ropa sucia

-¿será el blanco el color del crimen en Octubre?-, la segunda, en cambio, introduce un ángulo, una posición de cámara, que escapa del todo a la órbita del punto de vista del marinero.

La cama es ahora mostrada de manera muy próxima.

La cámara -la enunciación, el cineasta, que no el marinero- la observa desde muy cerca, fascinada por el brillo dorado de sus barrotes y, especialmente por esa esfera brillante que corona el lateral derecho del pie de la cama, que ha quedado emplazado en el centro absoluto del plano.

Dos elementos más se hacen, por un instante, acentuadamente visibles.

En primer término, la cuerda que sujeta la cortina.

Oscura, áspera, acentuadamente visible -por lo demás demasiado áspera, demasiado bronca como para denominarla cordón, pues los cordones suelen permitir curvas más suaves.

Y, al fondo, una vez más, el teléfono negro.

Pues bien, una suerte de ola gigante tiene lugar ahí.

Un maremoto que hace desaparecer los adornos dorados tanto como el teléfono, dejando sólo la cuerda, siempre visible, en primer término.

Pero volvamos a nuestro marinero, de cuyo punto de vista nos hemos visto apartados por un momento.

¿Qué pretende encontrar debajo de la cama? ¿A quién dirige esos incesantes culatazos?

Es probable que nuestro marinero se haya vuelto loco.

Pero un dato inesperado se manifiesta ahora: un inesperado movimiento del fondo de la imagen hace patente que tras la cabecera de la cama no hay una pared sino solo una tela, una suerte de gran cortina de la que cuelgan los iconos.

¿Por qué se mueve?

De hecho su movimiento no está justificado por los culatazos del enloquecido marinero, dado que estos no pueden alcanzarla.

Resulta obligado anotarlo: detrás de esa tela, justo detrás de la cabecera de la cama de la zarina, se encuentran las dos mujeres abrazadas.

Pero retornemos a la locura del marinero.

Pues el dato más palpable de su particular locura es el que ahora tiene lugar.

¿Se dan cuenta? Se sube de pie a la cama de la zarina como lo haría un niño

Y una vez ahí, golpea incesantemente la cama con la culata de su fusil.

El absurdo alcanza su máxima expresión.

Pues, obviamente, si lo que se pretende es averiguar si hay algo escondido en un colchón, resulta mucho más fácil golpearlo de pie junto a él, bien asentado en el suelo.

Nada tan absurdo como subirse a él para hacerlo: hay que inclinarse en exceso y uno arriesga caerse…


Un gemido impregna el palacio

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¿De qué se trata entonces?

Podríamos recurrir de nuevo a la metáfora y formularlo así: el marinero salta sobre la cama como los soldados revolucionarios saltan sobre el palacio de invierno.

Pues, por montaje paralelo, en un instante, el blanco de las sábanas se prolonga -se funde, rima- con el blanco de las explosiones.

Pero es tan abultada la desproporción entre uno y otro plano…

En cualquier caso la revolución alcanza su clímax al pie de la cama:

Y ese clímax coincide con el momento en el que la bayoneta del marinero hiende y desgarra el colchón de la zarina.

Entonces, un inesperado gemido impregna al palacio.

En cierto modo, esta mujer soldado pone rostro, da semblante, a la vez visual y sonoro, a ese desgarro.

Y lo hace con toda exactitud: pues, recordémoslo, se encuentra justo detrás de la cabecera de la cama y separada de ésta por sólo una cortina que, también ella, tiembla.

Pero lo más sorprendente es que después de esa imagen tan refinada que da semblante a la evidente resonancia sexual de la secuencia, siguen otras no menos explícitamente sexuales, pero sí, en cambio, ausentes esta vez de todo refinamiento, a la vez grotescas y brutales:

Véanlo: el marinero, con su fusil erguido, penetrando al colchón.

Y luego el colchón, como un cuerpo inmenso, monstruoso, penetrado… y vivo

La escena primaria alcanza, pues, su más plena expresión.

-Y por cierto que a tergo, como sucediera en el caso de El hombre de los lobos.

Llega entonces, en el marinero, un gesto de infinita perplejidad.

¿Y no es ésta la perplejidad misma del cineasta en el momento en que la revolución, es decir, el deseo que alimentaba el sentido tutor de su discurso, se realiza y, a la vez, muestra sus perfiles más inesperados?

Entiendan a lo que me refiero: el deseo que alimentaba el sentido tutor era, desde luego, el deseo de la revolución, el deseo de la aniquilación del orden zarista.

Pero cuando eso, la revolución, se realiza, emerge su lado oscuro, su resonancia inconsciente -y, en su núcleo, cristaliza, contra todo lo previsible, el fantasma de la escena primordial. n

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5. Turbulencias en torno al lecho de la zarina

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
El dormitorio de la zarina (Octubre, Eisenstein)
Sesión del 1226/01/2007
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 


El lado incestuoso de la Revolución

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Los disparos cruzados de los revolucionarios y la guardia zarista rompen las botellas de la bodega real. No hay duda de que la violencia puede ser embriagadora.

Ahora bien, también conviene invertir el orden de los términos. Pues muchas veces es necesario un determinado grado de embriaguez para poder llegar a cierto grado de violencia.

Y así, ese intenso aroma de ebriedad nos conduce al

dormitorio de la zarina, como anota bien explícitamente el cartel que abre la escena.

Bueno, no exactamente: el cartel no dice zarina, sino emperatriz.

Y yo estoy tentado a traducir -ya sé que no debe hacerse- la emperadora.

Pues si emperatriz es el femenino de emperador, la diferencia de ambas terminaciones establece una precisa jerarquía.

El emperador es el soberano, no la emperatriz.

La emperatriz es la mujer del emperador.

Si les hablo, entonces, de emperadora, es para intentar trazar una cuestión que nuestro texto, Octubre, suscita: que ya no hay emperador.

Que el emperador, la figura en la que residía la soberanía patriarcal de Rusia, ha caído, ha sido derrumbado.

La zarina, sin zar, la emperatriz sin emperador, sin embargo, sigue ahí.

Al menos sigue ahí su dormitorio.

Un dormitorio al que vamos a acceder libremente.

Y no sólo eso: también violenta y ebriamente.

¿No da eso un aspecto incestuoso a la revolución?


Distorsiones en torno a una cama gigante

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Y de hecho la secuencia nos sitúa de inmediato, desde su mismo comienzo, ante el corazón del dormitorio de la zarina.

Pues como la estatua del zar protagoniza la apertura de Octubre, la cama de su esposa, la zarina, protagonizará su desenlace, aun cuando, en un primer momento se encuentre oculta dentro de cuadro.

Son, en todo caso, cuatro mujeres soldado -pertenecientes al batallón femenino zarista- las que, con su presencia, la tapan.

Están, por lo demás, cuidadosamente encuadradas por unas cortinas de las que pronto sabremos que pertenecen a la misma cama.

Con ellas oímos el estrago de los disparos y las bombas del asalto al palacio.

Y así, lo femenino satura allí donde la cama, dentro de un instante, va a aparecer.

¿Huyen? ¿Se disponen a la defensa?

Nunca estará muy claro.

Pero, en cualquier caso, cuando salen de cuadro el brillo dorado de la barandilla del pie de la cama se impone ya a nuestra mirada.

Y al fondo, sobre la mesilla, un teléfono.

Tres de ellas se desplazan entre los valiosos objetos que pueblan el dormitorio de la zarina.

¿Hacia dónde se dirigen?

No es en un principio fácil localizar la ubicación de este nuevo plano con respecto al anterior, pues el cineasta evita ofrecernos un plano general que establezca referencias precisas del espacio de la secuencia. Le importa más, por el contrario, transmitir el vértigo de los acontecimientos que se acentúa en el contexto de esa incertidumbre espacial.

Sin embargo, un análisis más detenido de la escena permite constatar que este plano es contiguo al anterior, lo que puede deducirse de la presencia del teléfono en ambos.

De manera que las soldados estarían saliendo a otra habitación que se encontraría justo detrás la cabecera de la cama.

Pero si esto es así, supone necesariamente una distorsión temporal, pues fíjense que en el final del primer plano ya están saliendo de la habitación, mientras que en el segundo, en cambio, parecen estar recorriendo de nuevo el lateral de la cama que ya habían abandonado en el anterior.

Distorsión temporal que el espectador no procesa conscientemente, dado que carece de una percepción clara del espacio de la escena. Pero que no por por eso deja de traducirse, en su percepción, cuando menos, como un efecto de distorsión vaga e inmotivada.

Ahora bien: ¿Qué diría nuestra consciencia si llegara a procesarla?

Que esa cama tendría extraños poderes distorsionadores.

O que fuera más grande de que lo aparenta. Quizás gigante.

Y, de hecho, ahí se detienen en seguida.

Quiero llamarles la atención sobre el hecho de que este plano guarda con el anterior un eficaz efecto de raccord de movimiento apoyado en el desplazamiento de la mujer que sale de cuadro en el primero y entra en cuadro en el segundo.

Se trata de un raccord tan eficaz que impide al espectador tomar conciencia de que se ha producido una ruptura del orden de las mujeres que desfilan en ambos planos.

Esta mujer es la primera en salir de cuadro:

Y ésta es la segunda.

Sin embargo, en el siguiente plano, es está segunda la que ya está ahí. Y es la primera, en cambio, la que entra en segundo lugar.

¿Por qué me detengo en ello si acabo de decirles que esto es algo de lo que el espectador no llega a tomar conciencia?

Precisamente por lo mismo que en el caso anterior -pues acaba de aparecer un segundo elemento distorsionador del orden lógico del discurso- quiero decir: porque aunque eso sea así, aunque ese curioso desorden no cristalice en la conciencia del espectador, no deja de afectar a su percepción, aunque no sea más que como un leve hiato casi imperceptible.

Pero sólo casi: de hecho constituye la segunda manifestación de una larga serie de incoherencias que, como veremos, trufarán la secuencia en su conjunto.

Cuando entra en campo la tercera soldado se sitúan a la derecha, muy cerca de la que ha entrado en segundo lugar.

Y retengan ese otro dato espacial que acabamos de establecer: que se encuentran justo detrás de la cabecera de la cama de la zarina. Ya no se moverán de ahí.


Los elementos de la escena primaria

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Y atendamos ahora a la otra mujer, la que se encuentra a la izquierda del encuadre: ¿qué hace?

No hay duda: pegada a la cortina, escucha lo que sucede del otro lado.

Es decir: lo que sucede en el interior del dormitorio de la zarina.

Y es ésta -anotémoslo desde ahora mismo- una de las referencias más directas a la temática de la escena primaria: la emergencia de ruidos procedentes de la habitación de la madre.

El plano siguiente retoma la posición de cámara que abrió la secuencia. Una de las cuatro mujeres, la más gruesa, la oficial -así parecen indicarlo sus galones y medallas-, regresa junto a la cama.

Diríase que fuera éste un lugar de observación privilegiado.

Y con ello aparece el segundo elemento pertinente por lo que se refiere a la escena primaria: junto a los ruidos, y en relación con la cama, la mirada.

Me dirán que no es la cama lo que se mira, sino que es desde la cama desde donde se mira.

De acuerdo, pero yo les invito a invertir esos elementos. Y, a la vez, les invito a mantenerlos como están.

Pues en la escena primera no está sólo la mirada del sujeto hacia ella, sino el hecho de sentirse visto, descubierto, desde allí.

Y, en esa medida, localizado en su interior.

Así sucede, por cierto, en la primera figuración que, de ello, encontró Freud -pintada por el Hombre de los lobos, que además de célebre paciente de Freud era pintor.

Dense cuenta: la escena no contiene sólo el árbol y los lobos: contiene también, en contracampo, al que los mira, en la medida en que está siendo mirado por ellos.

O, dicho en términos cinematográficos: se trata de un plano subjetivo.

De modo que la escena primaria es, por decir así, una escena envolvente, cinematográfica.

Y hasta qué punto. Si atienden a la descripción hecha por el Hombre de los lobos, verán que ese árbol lleno de lobos es visto a través de una ventana.

Una ventana que, como el marco de la pantalla cinematográfica misma, está ahí, pero no se la ve.

Y bien, las cortinas de la cama de la zarina dibujan en cierto modo esa ventana.

Un estricto raccord de movimiento sobre esta mujer confirma lo que les decía hace un momento.

Esos dos espacios son contiguos.

Las dos mujeres que se han ocultado tras la cabecera de la cama de la zarina se asoman para observar como la oficial corre las cortinas de esa misma cama.

Y retornan a su posición -insisto en ello una vez más- justo detrás de la cabecera de la cama.

Mientras, la oficial corre las cortinas de esa misma cama.

He aquí nuestro tercer elemento relativo a la temática de la escena primaria, o si prefieren una inflexión del segundo.

Pues si el segundo suscitaba, en relación con la cama, la mirada, este tercero designa la ocultación de esa cama a la mirada.

Y bien, si esto es así, anotaremos que todos esos elementos aparecen invertidos: mirar desde la cama en vez de mirar a -lo que ocurre en- la cama; desvelar en vez de ocultar -lo que ocurre en- la cama.

Ahora bien ¿por qué cierra esa cortina? ¿Acaso para esconderse tras ella?

Parece absurdo. Es más: lo es, sin duda. Pero eso es sólo uno más de los absurdos que conforman esta secuencia.

El caso es que se produce entonces un extraño raccord:

el movimiento de las cortinas corridas por la mujer parece encontrar una continuidad directa en la entrada en cuadro, en el siguiente plano, de un soldado revolucionario.

De hecho, cortinas y soldado se desplazan exactamente en la misma dirección, quedando fundidos ambos movimientos.

Pero es este un raccord diferente al que hace un momento pivotaba sobre el giro de la oficial mientras se volvía, pues si aquel era un raccord de movimiento narrativo,

éste de ahora, en cambio, es un raccord de movimiento plástico, pero no narrativo.

Quiero decir: si tiene lugar en él una continuidad formal -cierta cantidad de movimiento abstracto pasa, digámoslo así, de uno a otro plano- ésta no es, sin embargo, una continuidad narrativa: pues, obviamente, la soldado zarista no es el marinero revolucionario, sino todo lo contrario.

Permítanme que insista en ello, porque el contraste entre ambos raccords sucesivos se desarrolla sobre un triple eje:

El primero formal: los oscuros uniformes de los marineros que se recortan sobre la notable iluminación general del plano, contrastan con los bastante más claros de las mujeres, sin embargo mostradas en planos mucho más oscuros.

Los otros dos contrastes son semánticos: uno afecta al enfrentamiento político: -marino revolucionario frente a soldado zarista- y el otro a la diferencia de sexo -me niego a usar el púdico eufemismo de moda-: el uno es hombre, la otra mujer.

Ahora bien, ¿Dónde se ubica este nuevo plano con respecto a los anteriores?

Pues, en el ámbito plástico, una abultada diferencia de luz y brillo opone a este plano con respecto a los tres anteriores, provocando un nuevo e inevitable efecto de desconcierto.

Y sin embargo si prestamos atención veremos que se trata de las mismas cortinas,

de manera que, en ambos casos, nos encontramos ante la cama de la zarina.

Podríamos decir, incluso, que en el plano de la oficial -el de la izquierda- la cámara se encuentra en una posición semejante a aquella en la que se encuentran los marineros -en el de la derecha.

De manera que, de nuevo, contra lo que pareciera a primera vista, la escena sigue desarrollándose en un espacio extraordinariamente pequeño y limitado.

No hay duda, entonces, del motivo del extraño tratamiento visual de este espacio: se trata de difuminar sus límites y sus dimensiones y, a la vez, distorsionar sus propiedades.

¿Qué podría conducir más eficazmente a darle el tono de un espacio fantasmático?

Ahora bien, ¿cuál es entonces la relación temporal entre los dos planos sucesivos?

Por una parte, ese efecto provocado por el raccord de movimiento plástico que acabo de señalarles hace percibir al espectador los dos planos como contiguos temporalmente.

Y sin embargo no pueden serlo, pues si en el segundo un marinero está entrando en cuadro desde contracampo, hay otro marinero que ya se encuentra ahí.

Por otra parte, está ese ya mencionado contraste de luz que en un primero momento hace pensar diferentes y distantes esos espacios que son, sin embargo, contiguos.

Estoy anotando el conjunto de rasgos desconcertantes que pueblan la secuencia.

Elementos, desde luego, en los que la conciencia del espectador no puede detenerse, dado su ritmo acelerado, pero también por ello mismo elementos casi imperceptibles que producen en él un larvado malestar.

Y todo invita a añadir uno más.

Pues, ¿de dónde procede esa inesperada luz que ilumina el rostro de la mujer en el instante mismo en que corre la cortina?

Diegéticamente es injustificable.

Y sin embargo, plásticamente, anticipa la nueva luminosidad que caracteriza al plano siguiente.

También: intensifica el contraste entre esa mujer, excepcionalmente aclarada por la luz, y los negros marineros.

Y bien: un rostro deslumbrado sugiere una visión deslumbrante. Nuevo elemento a la cuenta de la escena primaria.

Anótenlo, porque en seguida se repetirá este tema a través de las figuras de los marineros.


Una extraña danza

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Todo parece indicar que la escritura que el cineasta realiza a golpe de montaje pretende sugerir una extraña danza en la que las armonías y los contrastes se combinan de maneras múltiples e inesperadas.

Y, en cualquier caso, indigeribles cognitivamente para la percepción del espectador.

Una danza poblada por una cadena de discordancias que nos remiten de nuevo a ese pautado desorden que caracteriza a nuestros sueños.

Pero algo resulta, en cualquier caso, evidente: que esa danza tiene por centro la cama de la zarina. En torno a ella los tiempos se condensan tanto como se expanden.

Pues si nada anota la elipsis que debe haberse producido entre estos dos planos consecutivos, en cierto modo tenemos la sensación de que, en el segundo, las mujeres siguen ahí.

¿Dónde?

La respuesta obligada es, en sí misma, absurda: detrás de las cortinas.

Pero, en cualquier caso, no le parece absurdo al marino,

pues éste se esfuerza en mirar tras ellas, como si algo pudieran esconder.

Y sin embargo, ¿qué podrían esconder en un espacio tan diáfano como el que ahora se nos presenta?

Hay algo insistentemente absurdo, incluso farsesco, en como ese curtido y gigantesco marinero se esfuerza, incluso se retuerce, para mirar tras esas cortinas que, sin embargo, están descorridas.

Y resulta por lo demás evidente que mira justo hacía allí donde la mujer estaba cuando corría las cortinas.

Como les anticipé, también él ahora recibe una inesperada luz en el rostro.

Un nuevo raccord de movimiento tiene ahora lugar, apoyado esta vez sobre el desplazamiento del marinero.

Una vez más, a pesar de lo abigarrado de las imágenes, una mirada atenta nos permite localizarnos, pues observamos de nuevo, desde una nueva posición de cámara, las barras del pie de la cama.

De manera que los marineros están rodeando la cama de la zarina por el lateral izquierdo, es decir por el lateral opuesto a aquel por el que en el comienzo de la secuencia la rodearon las mujeres.

Recuerden:

Si ellas la rodearon por la izquierda, ahora los marinos lo hacen por la derecha.

Y al hacerlo, atraviesan un espacio poblado de retratos masculinos.

Podríamos decirlo, entonces, así: habría un lado derecho de la cama, el de las mujeres, que conducía a un espacio religioso, como hay ahora un lado izquierdo, el de los hombres -el propio zar se hace presente ahí, a través de su retrato-. Ahora bien, este lado izquierdo, el de los hombres, ¿a dónde conduce?

¿Dónde están ahora los marineros?

Por ahora resulta imposible saberlo, aun cuando deducimos, eso sí, que se encuentran muy cerca de la cama de la zarina.

Y muy cerca, también, de aquel espacio religioso donde han quedado situadas las dos mujeres.

Pero por el lado opuesto.

Y una segunda pregunta:

¿Qué hay en esa caja negra de madera que se encuentra en el centro superior del plano, inclinada como si estuviera colocada sobre un pequeño atril?

Resulta obligado llamar la atención sobre ella no sólo porque se encuentra en una posición visual privilegiada -insisto: en el centro de la zona superior del plano- sino porque constituye un enigma que habrá de resolverse en breve plazo.

¿Cuándo?

Cuando se resuelva el otro enigma que acabo de suscitarles: ¿en qué habitación, muy próxima al dormitorio de la zarina, y a la vez opuesta a esa otra habitación llena de relicarios e iconos donde se encuentran las mujeres, nos encontramos ahora?

Pero hay, todavía, otro motivo para prestar importancia a esa caja; pues, en cierto modo, traduce el enigma que late en la cabeza misma de este marinero.

Me refiero no sólo al muy evidente gesto de interrogación que su rostro manifiesta,

sino también al hecho de que ese gesto alcanza su máxima expresión cuando su cabeza ocupa el lugar mismo de esa enigmática caja.

Mientras tanto…

Pero, ¿qué hace ahí esa mujer?

¿Ha vuelto después de que el marinero mirara tras esa misma cortina -recuerden-,

o ha permanecido allí escondida sin que él lograra verla?

Por otra parte, ¿cómo esas cortinas podrían esconderla de los marineros revolucionarios?

Y además, ¿por qué no está corrida la cortina que corrió la oficial?

Como si esa fuera una cama gigantesca, en torno a cual fuera posible esconderse y perseguirse durante horas, tal y como hacen, en esta extraña farsa, las defensoras y los atacantes del palacio.

Y mientras tanto, las otras mujeres siguen escondidas en el que hemos dado en llamar el espacio religioso.

Todo parece sugerir que la suya fuera una relación amorosa.

Mientras tanto…

Mientras tanto esa cama parece ser siempre el mejor observatorio militar.

Pero es hora de detener por un momento el flujo de las imágenes para constatar el complejo montaje paralelo que ha venido organizándose a tres bandas.

Por una parte, los marineros. Por otra las dos mujeres que, abrazadas, esperan. Y, en tercer lugar, esas dos soldados que, por el contrario, permanecen acechantes, dispuestas al combate.

Y reparen en que los he ubicado en sus posiciones relativas con respecto a la cama, que constituye siempre la referencia central de la escena.

Cuando las mujeres soldado abandonan el plano,

descubrimos que de nuevo una de sus funciones ha sido ocultar lo que estaba en su centro:

la cama de la zarina y su resplandeciente almohada.

Y su negro teléfono.

Mientras tanto, los marineros registran la estancia en la que se encuentran.

Ahora bien, ¿dónde se encuentran ahora? ¿Y qué es lo que buscan?

¿Qué tesoro esperan encontrar entre la ropa sucia de la zarina?

Pero se trata en cualquier caso de la ropa blanca de su cama: son sus sábanas las que invaden la pantalla de un blanco que contrasta del todo con los negros uniformes de los marinos.


Escatologías

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Y la exploración prosigue.

Descubrimos entonces encontrarnos en el interior del cuarto de baño de la zarina.

Curioso el devenir de este discurso revolucionario que, progresivamente, se ve abocado hacia lo escatológico.

Y conviene tomar aquí esta palabra en su más amplia extensión semántica, pues cubre el conjunto de referencias que dan a la secuencia toda su magnitud.

Lo escatológico tiene que ver, sin duda, con lo relativo al cuerpo y sus excrementos, pero, igualmente, tiene que ver con lo sagrado -y es por lo demás del cuerpo de alguien sagrado, el de la zarina, de lo que aquí se trata.

Mas no acaba ahí la amplitud del concepto. Lo escatológico nombra, igualmente, lo que tiene que ver con el origen y con el final.

El origen: si el zar es el padre de todas las Rusias, su esposa la zarina es la madre.

Pero puede tratarse también del origen y del final histórico: si el Apocalipsis es el texto escatológico por antonomasia, Octubre no le va a la zaga: hace suya la tarea de hablar del final de la historia y del comienzo de una nueva edad de oro para los hombres.

Es en todo caso casi un niño el marinero que disfruta con esta indagación.

Y, añadámoslo, una indagación de la que nos quiere partícipes.

Su mano, acariciadora, vuelve ahí,escudriñando el negativo de los recovecos más íntimos del cuerpo de la zarina.

Y por cierto que lo escatológico expande su presencia, hasta casi asfixiar a ese marinerito:

Observen si no lo que se encuentra en la parte superior del plano, tras él: mágicamente, se ha abierto la misteriosa caja negra.

¿Recuerdan?

Podemos ya saber que lo que se encontraba y encuentra en su interior era una cuña.

Y una cuña que, hay que añadirlo, el cineasta se ha molestado en hacer visible en este plano, pues en el anterior, aun estando ahí, permanecía invisible, en la misma medida en que se hallaba cerrada la caja que la guardaba.

De manera que el cuarto de baño no nos aleja, pues, del tema mayor de la secuencia, que no es otro que el de la cama de la zarina.

Pues en él hemos encontrado sus sábanas y la cuña, aparato excrementicio específicamente destinado a ser empleado en su interior. n

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4. Arte, enunciación y experiencia

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
El dormitorio de la zarina (Octubre)
Sesión del 19/01/2007
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 


Enunciación: arte vs comunicación

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“We must now set about building a proletarian socialist state in Russia.” V.Ulyanov (Lenin)

Ahora bien, ¿de quién es esa mirada que se aleja incómoda y acaba instalándose ahí, al raso de la noche?

Sabemos que es la mirada del cineasta, pues es él quien mueve la cámara sin que nada desde el interior de la narración lo motive.

Y es, por eso mismo, la mirada de quien firma el film.


Bien, sí, sin duda: es su mirada. Pero hay que añadir: es también la nuestra. Pues somos nosotros los que miramos ahora.


Y esto viene a cuento de una cuestión que, en mi opinión, suele ser mal abordada.

Se trata de una cuestión de teoría de la enunciación.

Y de una idónea para deshacer un equívoco demasiado presente en los estudios textuales modernos.

Me refiero a aquel que concibe el arte como un hecho comunicativo y al artista como un comunicador.

Es costumbre entender las figuras del enunciador y del enunciatario como figuras diferenciales.

Supongo que todos conocen algo de la teoría de la enunciación; estudia cómo se escribe en el texto la figura de quien lo habla y de quien lo escucha, de quien lo da y de quien lo recibe.

Simplificando, podemos decir que el enunciador de un texto es la figura que en él puede reconocerse de quien lo escribe. Y, a su vez, el enunciatario es la figura que en el texto se reconoce de quien lo lee.

No son figuras de carne y hueso, sino textuales.

Nos bastará con esto, aunque creo que todo el mundo -todo el mundo que se dedica a estas cosas a las que nosotros nos dedicamos- debería leer a Emile Benveniste, el creador de la teoría de la enunciación.

Pues bien, sin duda tiene sentido concebir como diferenciales las figuras del enunciador y del enunciatario en los análisis de los procesos y los usos comunicativos.

Cuando le dicen a su frutero, póngame unas manzanas, por favor, sin duda el enunciador de su discurso es del todo diferente de su enunciatario.

El primero es un comprador, y el segundo un frutero.

Eso sucede así, de manera general, tanto en los discursos pragmáticos como en los publicitarios.

Pero sucede que no todos los usos del lenguaje son comunicativos. Los textos artísticos, por jemplo, son de una índole del todo diferente.

Y es precisamente en el campo de la enunciación donde la diferencia se hace más evidente.

¿Por qué?

Acabo de mostrarlo de manera práctica: el plano que analizamos no ubica a su enunciatario en un lugar diferente al de su enunciador sino, exactamente, en el mismo lugar.

Pues, ¿quién mira en ese plano sino, sucesivamente, el enunciador y el enunciatario?

Así, ante él, el espectador ocupa el mismo lugar que ocupara el cineasta, como, por lo demás, el lector ocupa siempre el lugar del escritor.

Y, muy exactamente, el mismo lugar.

Pero eso sí, hay que insistir en ello: si ambos se colocan en el mismo lugar en el espacio virtual del film, lo hacen en momentos diferentes del tiempo.

De manera que yo, espectador, estoy -visualmente- allí donde él, el cineasta, estuvo cuando rodó el plano.

Lo que nos sirve para situar, de un solo golpe, la idea básica de la concepción del arte que les propongo. Les decía: el arte no es comunicación. Lo que en un film se juega no es recibir un mensaje, ni descodificar la significación que en él nos sería ofrecida; ni siquiera se trata, en el límite, de descifrar un secreto que en él pudiera encontrarse escondido.


El texto artístico como experiencia cristalizada

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Por el contrario: se trata de una cosa bien diferente: de rehacer una experiencia.

El lector, en tanto que lee, rehace -y hace suya- esa experiencia que fue la del escritor mientras escribía.

Y si lo hace, quiero decir, si puede hacerlo, es, sencillamente, porque esa experiencia ha quedado ahí, en el texto, cristalizada.

Como ven, acabo de ofrecerles una definición del texto que en todo se aparta de los moldes comunicativos: les invito a concebir el texto como espacio de una experiencia cristalizada que aguarda ser revivida.

El lector rehace esa experiencia en tanto que deletrea las palabras que el escritor escribió.

E igualmente la rehace en tanto visita los lugares donde el cineasta rodó y mira las imágenes que el cineasta miró.

Por eso, cuando les invito a leer despacio, a deletrear, les propongo un principio metodológico que no procede del exterior del texto, sino del núcleo mismo de la experiencia artística que lo habita.

¿Qué por qué eso es así?

Porque sólo así es posible saber del sujeto.

Me refiero al auténtico sujeto que nos habita, que es cada uno de nosotros.


Subjetividad vs intersubjetividad: el lugar de lo real

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Pero debo advertirles que no me refiero a nada que tenga que ver con la intersubjetividad.

Las redes intersubjetivas son esas redes comunicativas a través de las cuales los sujetos intercambian significaciones.

En esas redes, los sujetos, la auténtica subjetividad que los habita, eso que yo les invitaría a denominar lo intrasubjetivo, sencillamente, se esconde.

¿Por qué? Porque es intransmisible. Y, por ello, de eso no es posible hacer un mensaje.

Puede parecerles opaco lo que les digo, pero ello se debe, sencillamente, a que se empeñan en entenderlo.

Hacen mal, porque eso de lo que les hablo es algo que no van a poder entender por más que se empeñen.

Y, sin embargo, es algo de lo que todos saben.

Y es que saber es algo muy diferente a entender.

Por ejemplo: ustedes saben a qué sabe una manzana.

Lo saben, pero no lo entienden.

Pues eso, el sabor de una manzana, es algo que no puede ser entendido. La prueba es sencilla: jamás podrán explicarle -comunicarle- a qué sabe una manzana a alguien que no la haya probado nunca.

De manera que, como ven, sólo se entiende lo que puede comunicarse. Y viceversa: solo puede comunicarse lo que se entiende.

Y, sin embargo, saben del sabor de la manzana. Lo saben porque lo han saboreado. Esa es la cuestión.

Permítanme otro ejemplo.

Hace algunas décadas que se ha puesto de moda decir que el sexo es comunicación, que las relaciones sexuales son relaciones comunicativas.

Y sin embargo hay una prueba evidente de que, en lo esencial, nada tienen que ver con eso.

Estriba en lo siguiente: no sólo no podrán explicar en que estriba el goce sexual a alguien que no lo haya experimentado nunca, sino que ése alguien, hasta que lo haya experimentado, dudará una y otra vez si eso de lo que le hablan le ha sucedido alguna vez.

Ya saben de lo que les hablo: ustedes también han sido adolescentes.

Y bien: el sexo está tan lejos de la comunicación como el arte mismo.

Y en ambos, por cierto, lo que está en juego no es el placer, sino el saber insólito de lo real.


Barthes y el origen de la literatura

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Por lo demás, todos saben de la impotencia que han experimentado ciertas veces, cuando intentaban comunicar a otro la más íntima, la más personal de sus experiencias.

Así explicaba Rolland Barthes el origen de la literatura a través de un ejemplo realmente expresivo. Hablaba de alguien que trataba de manifestar su sentimiento hacia un amigo que había perdido a su ser más querido.

Esa persona ensaya todas las fórmulas que el lenguaje le ofrece, pero siente que ninguna de ellas le permite transmitir fielmente su verdadero sentimiento.

Dice Barthes entonces: ante esa impotencia comunicativa, no queda otro remedio que inventar la literatura.

Pues bien, estoy del todo de acuerdo con Barthes en que ese es el origen de la literatura, pero no comparto la explicación teórica que da de ello.

Pues él pensaba que sólo la originalidad, y por tanto la reinvención del lenguaje, haría posible expresar de manera auténtica ese sentimiento.

De manera que la suya era, después de todo, una explicación que seguía entendiendo el arte como una actividad de índole comunicativa.


El núcleo incomunicable del ser

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Insisto en que estoy de acuerdo con Barthes en que el arte responde a esa problemática, pero estoy convencido de que lo hace de otra manera: no inventando nuevos signos, sino construyendo un espacio -y por cierto que uno densamente matérico- de experiencia.

Pues lo que constituye ese núcleo radicalmente singular, irrepetible, de nuestro ser -y de nuestra experiencia del ser- es siempre incomunicable.

¿Cómo podría ser transmitible a través de los signos nuestro ser irrepetible cuando lo propio de los signos es, precisamente, el poder repetirse? -De hecho, ellos son lo único que se repite en el mundo de lo real; por eso son la condición del pensamiento, la estructura misma del concepto.

Pero también por ello, lo que escapa al ser genérico del concepto deviene a la vez incomunicable e ininteligible.

Por eso el maestro zen no responde a las preguntas de su discípulo. Y pierde el tiempo éste si intenta interpretar los insólitos enunciados que su maestro le devuelve en su lugar.

Pues el principio básico de su método de enseñanza se reduce a esto: si quieres aprender lo que yo sé -viene a decir, sin decirlo, el maestro- no pierdas el tiempo interpretando lo que digo, y repite el camino que yo he hecho.

Pero ni siquiera eso dice, pues sabe que incluso eso, si es dicho, será mal interpretado.

Y ello porque el Yo cree que lo entiende todo. Motivo por el cual no se entera de nada.

Pero, después de todo, es posible también decirlo con palabras de Goya:

«El pretender que se comuniquen dos entendimientos es quimera: jamás puede concebirse por dos una misma cosa: la fuerza de la Imaginación sólo la explica el Pintor con la ejecución y excediendo la mano a aquélla ha logrado el efecto y consigue el fruto de su estudio mental. Esto se llama ser original y de otra forma copiador o mercenario.» n

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9. El punto de quiebra del discurso lacaniano

 


Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
Psycho y la Psicosis I – Marion
Sesión del 02/12/2011
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

El contenido de esta sesión puede encontrarse en el siguiente enlace:

  • El punto de quiebra del discurso lacaniano, en Trama y Fondo. Lectura y Teoría del Texto nº 32, 2012
  • 3. La hora de la Revolución

    Jesús González Requena
    Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
    El dormitorio de la zarina (Octubre)
    Sesión del 12/01/2007
    Universidad Complutense de Madrid

     

       

       


      Palabras mencheviques, risas bolcheviques

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      And… at the Congress… The Mensheviks “discoursed”.

      En el Congreso de los Soviets, los mencheviques hablan, discursean.

      We must try to settle this sad misunderstanding peacefully, without fighting, without bloodshed.

      Pero sus blandas palabras no nublan la lucidez de los auténticos revolucionarios. Tan sólo les hacen sonreír,

      hasta partirse de risa, a mandíbula batiente.

      A la vez que hacen que el sano pueblo campesino se adormezca de aburrimiento.

      El cineasta, no menos que el bolchevique -pues se quiere uno más de entre los bolcheviques: su portavoz cinematográfico- se burla igualmente de los mencheviques.

      Y lo hace a través de la parodia, mostrando su parecido con las formas del antiguo régimen.

      Los mencheviques son, nos dice, blandos como ángeles barrocos.

      Sus palabras son débiles como la música del arpa,

      sólo capaz de adormecer al pueblo, cuando no de incomodarlo con sonidos demasiado refinados que no puede comprender.


      Las vanguardias artísticas

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      La vanguardia artística quiere fundirse con la revolucionaria y por eso impugna el arte del pasado, como ésta impugna sus instituciones políticas.

      Y por cierto que éste es un hecho notable, al que, pienso, no se le ha prestado la debida atención.

      Me refiero a esa tendencia compulsiva, que caracterizara prácticamente a todas las vanguardias históricas, a despreciar, rechazar y atacar no sólo al arte del pasado, sino al arte mismo.

      Vean su equivalente, por ejemplo, en el cabeza de fila del surrealismo cinematográfico:

      Sólo dos años después de Octubre, La edad de oro, de Luis Buñuel ponía así en escena el rechazo vanguardista del arte.

      Late, en ello, la idea, insistentemente repetida a lo largo del siglo XX en las más diversas formulaciones, de que el arte sería algo esencialmente imaginario, algo que habría que colocar, por eso mismo, del lado de la mentira o, cuando menos, del espejismo.

      ¿Una suerte de opio, entonces, como la religión?

      ¿O como el discurso de los mencheviques?

      Tal es, al menos, lo que en Octubre puede leerse: el arte, la religión y los mencheviques son puestos del lado de la mentira.

      ¿Qué se pone entonces del lado de la verdad?

      O, para formular la cuestión con más precisión: ¿dónde se localiza la verdad?

      En seguida veremos como el film responde a esta cuestión.

      Pero antes debemos reparar en la insistencia de la presencia de los ángeles en Octubre.

      Y especialmente en la de éste que se encuentra en lo alto de la columna que preside la gran plaza del Palacio de Invierno.

      ¿Por qué esa insistencia?

      La respuesta es evidente: los ángeles son -y en cierto modo no son más- que mensajeros, portadores de palabras.

      Portadores de las palabras de Dios, como se manifiesta tan expresamente en esta imagen: lo que el ángel porta es la cruz, el símbolo central del cristianismo, de su mensaje de muerte y redención.

      Pero a la vez, nos dice Eisenstein, son sostenedores del poder zarista.

      Y ya saben que, de acuerdo con la tremenda simplificación bolchevique, en Octubre Kerenski y sus mencheviques -es decir: los socialdemócratas de la Rusia de entonces- no son más que defensores objetivos del antiguo régimen.


      El tiempo de las palabras ha terminado

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      Estamos todavía en el tiempo de calma que precede a la tormenta revolucionaria.

      Un silencio absoluto reina en el Palacio de Invierno,

      en el que reside el paralizado, enmudecido, Gobierno Provisional.

      En el Congreso de los Soviets bulle la pasión revolucionaria,

      mientras que los mencheviques hablan y hablan.

      Frente a ellos, los bolcheviques quieren forzar los acontecimientos históricos.

      No habrá paz.

      El bolchevique ríe de nuevo. Pues él sabe lo poco que valen las palabras. Tan poco como los ángeles barrocos o las arpas de la música clásica.

      Él sabe que lo que vale es otra cosa.

      ¿Qué?

      ¿Dónde localiza Octubre la verdad que no se da en el territorio del arte, los símbolos y las palabras?

      ¡Proletario, aprende a usar tu rifle!

      Escalofriante, ¿no les parece?


      ¡Proletario, aprende a usar tu rifle!

      Contra los ángeles barrocos, las harpas y las palabras, la vanguardia reclama los eficaces mecanismos de la modernidad.

      Y así, en el límite de la abstracción, Octubre nos ofrece, con su música visual fría y precisa, la apología del fusil de repetición.

      Y es que

      El tiempo de las palabras ha terminado.

      Nos lo dicen las vanguardias al unísono, la vanguardia política y la vanguardia artística: Ha llegado el tiempo de los cañones de la revolución.

      Del ocaso absoluto del mundo antiguo.


      La hora de la revolución

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      Es la hora de la victoria de la Revolución.

      Aproximadamente las 2 de la madrugada del 26 de Octubre de 1917.

      La hora de la revolución: con ella ha de acabar la oscuridad.

      Y llegar la luz.

      Pero, cabe añadir, se trata tan solo de luz eléctrica.

      Pues, como les decía, Octubre acaba de noche. Nunca veremos amanecer.

      Y recuerden como llega ese final.

      Aplauden, entusiasmados, los obreros.

      Aplauden los soldados.

      Lenin ocupa el estrado.

      Su mera presencia -el culto a la personalidad ha comenzado a emerger- despierta por fin a los campesinos, que se suman a los aplausos, también ellos entusiasmados.


      “Comrades! The Worker’s and Peasant ‘s Revolution, which the Bolsheviks have always deemed necessary, has been won!”

      Lenin proclama la victoria de la revolución.


      Wednesday, October 25 (November 7)

      Thursday, October 26 (November 8)

      Decree of peace.

      Hace aprobar los primeros decretos del nuevo poder soviético.

      Decree of land.

      “We must now set about building a proletarian socialist state in Russia.” V.Ulyanov (Lenin)

      Y declara llegado el momento de comenzar la construcción del Estado Proletario Socialista en Rusia.


      Posmodernidad

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      ¤

      Las masas le aplauden enfervorizadas. Y justo entonces, en el momento de la apoteosis revolucionaria, la cámara se aleja.

      Sale al exterior, quedándose ahí, ante la fachada del Instituto Smolny, esa sede del Congreso de los Soviets en cuyo interior los revolucionarios han comenzado la construcción del nuevo Estado y, sobre todo, aunque esto no se dice explícitamente en el film, esa otra construcción, mucho más inquietante, que es la del hombre nuevo.

      Como les decía, la revolución ha traído un nuevo Estado, pero no el amanecer.

      Pues el film acaba de noche.

      Un plano, les decía también, en extremo extraño para concluir un film que se pretende apología de la revolución, pues no hay en él ningún signo, ningún emblema de la revolución. Ni siquiera un simple revolucionario.

      Sólo una más de la multitud de fachadas neoclásicas que llenan el San Petersburgo imperial.

      Por lo demás, si de lo que se tratara fuera de mostrar el edificio donde estaba instalado el Estado Mayor de la revolución, la cámara estaría más lejos.

      Mas no. Está cerca del edificio, pero a la vez separada de los que se encuentran en su interior.

      Es pues la mirada de alguien que se siente separado y sólo, en una noche fría, sin amanecer y, por tanto, sin horizonte.

      ¿Pueden imaginar una imagen más apropiada, entonces, para perfilar esa desaparición del horizonte histórico que caracteriza a este periodo desconcertado que vivimos y que se ha dado en llamar posmodernidad?

      Se ha insistido en fijar el comienzo de la posmodernidad en los años ochenta, mas, por mi parte, no puedo por menos que expresar mi rotundo desacuerdo.

      Mi impresión es que la Posmodernidad comienza en el momento mismo en que la Modernidad comienza a realizarse con su asalto al poder político en los tiempos de la revolución francesa.

      Existe ya desde entonces la Posmodernidad, como la otra cara, oscura, de la Modernidad triunfante.

      Sus primeras figuras, por cierto que emblemáticas, fueron por eso Goya y Sade.

      Pero no es ahora el momento de tratar de convencerles de ello.

      Me conformo con hacerles ver hasta que punto Octubre, la crónica oficial de la revolución soviética realizada en 1927, es ya un film plenamente posmoderno, a pesar incluso de la voluntad de su cineasta, quien siempre quiso ser un buen revolucionario, aunque nunca pudo lograrlo del todo.

      Si lo consigo, seguramente acabarán por familiarizarse con mi idea de una posmodernidad que comienza en la revolución francesa.

      Pues, no se si lo han pensado alguna vez, la revolución rusa se parece mucho a la francesa, tanto en su cadencia, como en su combinación de bellos ideales y salvaje carnicería.

      En el final del film, entonces, ningún horizonte y ningún amanecer.

      En su lugar tan sólo este extraño plano que, como les mostraba en la sesión anterior,

      corresponde desde luego al Instituto Smolny,

      pero que, tal y como es mostrado,

      podría corresponder igualmente

      a la fachada lateral del edificio del Almirantazgo que se encuentra frente al jardín que el último zar hizo construir para su esposa en la fachada oeste del Palacio de Invierno.

      Ambivalencia radical la de la enunciación en el final de Octubre que, les decía, traduce muy bien la ambivalencia misma de la posmodernidad en su conjunto.

      No sólo la perdida de horizonte, sino también su fascinación por las formas artísticas del pasado, pero sólo una vez descontextualizadas, vaciadas de su sentido y, muchas veces, incluso parodiadas.


      El plano final

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      Ahora bien, ¿qué motiva ese movimiento de alejamiento?

      ¿Por qué, en un momento dado, el cineasta no ha podido permanecer ahí dentro y ha tenido que salir a este lugar imposible, entre el presente que de pronto parece ya no poder soportar y el pasado que también de pronto, inesperadamente incluso para él mismo, comienza a añorar pero al que ya le es imposible volver?

      ¿Qué ha sucedido?

      Algo ha cortocircuitado su entusiasmo revolucionario.

      Y eso sucede en el mismo momento en que la revolución derrumba el antiguo régimen y un instante antes de que comience la construcción del nuevo.

      Como si su deseo no pudiera ir más allá del movimiento destructivo de la revolución, es decir, como si le fuera imposible hacer suyo ese otro movimiento constructivo que ahora va a comenzar; como si no pudiera reconocerse en el hombre nuevo que, se supone al menos, va a nacer con él.

      Yo diría que si, de pronto, descubre que no soporta permanecer ahí, es porque descubre, inesperadamente, que no puede hacer suyo este entusiasmo.

      Que no puede participar de esta risa.

      Y que por eso se ve impulsado a tomar distancia, a alejarse de ella.

      Diría que, de pronto, le produce un escalofrío mucho mayor que el que inevitablemente va a sentir cuando, terminado el movimiento de alejamiento

      se encuentre solo ahí fuera, suspendido entre el futuro y el pasado.

      Desconcertado y solo.

      ¿Que ha visto, de pronto, en esa risa?

      Yo diría que algo que está directamente ligado al motivo que le empuja a acabar su film volviendo a esa noche negra de la pesadilla en la que -como en tantos otros textos de vanguardia- el final del film se enrosca con su comienzo.

      ¿De qué estoy hablando?

      ¿Pero es que no les recuerda a nadie este hombre de risa franca,

      hijo del pueblo y militante revolucionario?

      Fíjense en su sonrisa.

      Y sobre todo en esa mirada aparentemente risueña, pero sobre todo penetrante, fría y desconfiada.

      Podrían ser los rasgos de un paranoico.

      Sí, no hay duda: no siendo él, es esencialmente él.

      Ya está ahí.

      Ahora bien, la cuestión es: ¿en qué momento esa risa ha comenzado a parecerle insoportable a la enunciación del film?

      Podría decir al cineasta, pero prefiero decir a la enunciación del film, para mejor evitar que se entienda que estoy hablando de algo parecido a una decisión consciente por parte de Eisenstein.

      Pues es un hecho que durante cierto tiempo no sólo la soportó, sino que se entusiasmó con ella y con todo lo que tenía que ver con ella.

      Lo prueba el comienzo del film que han visto hoy, como lo prueba la apología del fusil de repetición.

      De hecho, todo parece indicar que Eisenstein la percibió, a esa mirada y a esa risa, como el modelo mismo de la franqueza revolucionaria.

      Entonces, ¿en qué momento eso cambió?

      Podríamos decir que eso debió suceder en la mesa de montaje.

      Y por cierto que conviene que tengan en cuenta esto: que en la mesa de montaje el cineasta está siendo el primer espectador del film en el momento mismo en que está terminando de ser su autor.

      Él, ahí, sentado ante la moviola, se encuentra en el lugar en el que ello, es decir, la cámara, es decir por tanto, la enunciación, estuvo.

      De manera que lo que ha provocado ese final se encuentra en el film mismo.

      En la experiencia misma del rodaje que, luego, debió rehacer en la moviola, y que, todavía más tarde, rehacemos, a nuestra vez, nosotros mismos como espectadores del film.

      Busquemos, pues, ese momento.


      El reloj y el búho

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      Pues, ¿no es sobre cierto momento sobre lo que gira todo en el film?

      Lo que nos devuelve a nuestro punto de partida de hoy.

      Un reloj que acusa un momento decisivo. ¿El de la revolución? Sin duda.

      Pero quizás también, simultáneamente, aquel en el que el deseo de la revolución muere. Y que puede ser también el momento en que la revolución se realiza.

      En todo caso, como les decía, la luz que la revolución enciende no es, para nada, la luz del amanecer, sino sólo una artificial y deficitaria luz eléctrica.

      ¿Y si la posmodernidad fuera el efecto mismo de la realización de la revolución?

      Por cierto que es ésta una imagen fuertemente expresiva de la nueva percepción relativista del tiempo y de las cosas que caracteriza a la posmodernidad.

      Todas, las horas, de todas partes, caben en este reloj de Octubre.

      ¿No localiza eso una falla radical en el origen?

      Y por otra parte, ¿acaso no es el reinado de la noche lo que atestigua este reloj mundial que tiene cara de búho?

      ¿O es que no se la ven? ¿Piensan que exagero?

      Quizás exagere, pero no soy yo quien lo hace, sino el cineasta, Sergei Mijailovich Eisenstein, pues es él quien ha visto, en este reloj, la cara del búho.

      Lo prueba el que, en otro momento del film, para expresar visualmente la proximidad del final de la tregua concedida por los asaltantes a los defensores del Palacio de Invierno, introduce está imagen:

      Y bien, el búho es una figura de la noche de larga y densa raigambre simbólica.

      Es, nos dicen por ejemplo Chevalier y Gheerbrant, símbolo de tristeza y oscuridad, de retirada solitaria y melancólica.

      Pero caray, esos son todos los rasgos con los que describíamos el otro día las connotaciones que emanaban de la imagen final del film.

      Pero es especialmente notable lo que el búho simboliza en la mitología de la China antigua,

      «En la China antigua el búho desempeña un papel importante: es un animal terrible supuestamente devorador de su madre. Simboliza el yang e incluso el exceso de yang. Se manifiesta en el solsticio de verano y se identifica al tambor y al rayo. […] Exceso de yang: el búho provoca la sequía; los niños nacidos el día del búho (solsticio) son de carácter violento (tal vez parricidas) […]. Sea lo que fuere, el búho siempre se considera animal feroz y nefasto.”

      «Chevalier y Gheerbrant: 1969: Diccionario de los símbolos, Herder.)

      Esto es algo que seguramente Eisenstein conocería, dada no sólo su proverbial erudición, sino también su especial interés por las culturas orientales.

      Un animal terrible, feroz y nefasto.

      Devorador de su madre.

      Parricida.

      Y hay que añadir: despierto durante la noche, insomne.

      ¿No nos devuelve eso todos los términos de la pesadilla que late en Octubre, esa pesadilla que es la otra cara de la Revolución, como la Posmodernidad es la otra cara de la Modernidad?

      Pero quizás conviniera cambiar el orden de los elementos suministrados por el diccionario de Chevalier y Gheerbrant y, así, referirlos por el orden en el que se presentan en Octubre: feroz y nefasto parricida, devorador de su madre e insomne.

      Parricida:

      Las masas, de pronto, han desaparecido.

      Es el film mismo el que, en un denso clima de pesadilla, pone en escena la mutilación y el descuartizamiento de aquel al que el pueblo ruso llamara el padrecito zar.

      ¿Acaso no fue uno de los tópicos de las vanguardias históricas la necesidad, falsamente atribuida a Freud, de matar al padre?

      El padre es descuartizado, castrado, convertido en un gigantesco muñón.


      Seis tesis sobre el texto artístico

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      Permítanme que, para acabar hoy, les resuma esquemáticamente los presupuestos teóricos fundamentales de lo que estamos haciendo y de lo que se hará tanto más visible según este seminario prosiga:

      Tesis 1:

      La experiencia estética no es un proceso comunicativo.

      Tesis 2:

      El texto artístico no es un mensaje, sino un espacio de experiencia.

      Tesis 3:

      El autor de un texto artístico quiere decir, pero no sabe qué.

      La creación del texto artístico es la experiencia de hacer emerger ese qué: el deseo inconsciente que habita a su autor.

      Tesis 4:

      En todo auténtico texto artístico existe una verdad: la verdad del deseo inconsciente de su autor.

      Tesis 5:

      El espectador no descodifica el mensaje que el texto ofrece, sino que rehace, y así hace suya, la experiencia del cineasta.

      Tesis 6:

      El espectador del film no es otro que el sujeto del inconsciente. n

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