3. La hora de la Revolución

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
El dormitorio de la zarina (Octubre)
Sesión del 12/01/2007
Universidad Complutense de Madrid

 

     

     


    Palabras mencheviques, risas bolcheviques

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    And… at the Congress… The Mensheviks “discoursed”.

    En el Congreso de los Soviets, los mencheviques hablan, discursean.

    We must try to settle this sad misunderstanding peacefully, without fighting, without bloodshed.

    Pero sus blandas palabras no nublan la lucidez de los auténticos revolucionarios. Tan sólo les hacen sonreír,

    hasta partirse de risa, a mandíbula batiente.

    A la vez que hacen que el sano pueblo campesino se adormezca de aburrimiento.

    El cineasta, no menos que el bolchevique -pues se quiere uno más de entre los bolcheviques: su portavoz cinematográfico- se burla igualmente de los mencheviques.

    Y lo hace a través de la parodia, mostrando su parecido con las formas del antiguo régimen.

    Los mencheviques son, nos dice, blandos como ángeles barrocos.

    Sus palabras son débiles como la música del arpa,

    sólo capaz de adormecer al pueblo, cuando no de incomodarlo con sonidos demasiado refinados que no puede comprender.


    Las vanguardias artísticas

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    La vanguardia artística quiere fundirse con la revolucionaria y por eso impugna el arte del pasado, como ésta impugna sus instituciones políticas.

    Y por cierto que éste es un hecho notable, al que, pienso, no se le ha prestado la debida atención.

    Me refiero a esa tendencia compulsiva, que caracterizara prácticamente a todas las vanguardias históricas, a despreciar, rechazar y atacar no sólo al arte del pasado, sino al arte mismo.

    Vean su equivalente, por ejemplo, en el cabeza de fila del surrealismo cinematográfico:

    Sólo dos años después de Octubre, La edad de oro, de Luis Buñuel ponía así en escena el rechazo vanguardista del arte.

    Late, en ello, la idea, insistentemente repetida a lo largo del siglo XX en las más diversas formulaciones, de que el arte sería algo esencialmente imaginario, algo que habría que colocar, por eso mismo, del lado de la mentira o, cuando menos, del espejismo.

    ¿Una suerte de opio, entonces, como la religión?

    ¿O como el discurso de los mencheviques?

    Tal es, al menos, lo que en Octubre puede leerse: el arte, la religión y los mencheviques son puestos del lado de la mentira.

    ¿Qué se pone entonces del lado de la verdad?

    O, para formular la cuestión con más precisión: ¿dónde se localiza la verdad?

    En seguida veremos como el film responde a esta cuestión.

    Pero antes debemos reparar en la insistencia de la presencia de los ángeles en Octubre.

    Y especialmente en la de éste que se encuentra en lo alto de la columna que preside la gran plaza del Palacio de Invierno.

    ¿Por qué esa insistencia?

    La respuesta es evidente: los ángeles son -y en cierto modo no son más- que mensajeros, portadores de palabras.

    Portadores de las palabras de Dios, como se manifiesta tan expresamente en esta imagen: lo que el ángel porta es la cruz, el símbolo central del cristianismo, de su mensaje de muerte y redención.

    Pero a la vez, nos dice Eisenstein, son sostenedores del poder zarista.

    Y ya saben que, de acuerdo con la tremenda simplificación bolchevique, en Octubre Kerenski y sus mencheviques -es decir: los socialdemócratas de la Rusia de entonces- no son más que defensores objetivos del antiguo régimen.


    El tiempo de las palabras ha terminado

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    Estamos todavía en el tiempo de calma que precede a la tormenta revolucionaria.

    Un silencio absoluto reina en el Palacio de Invierno,

    en el que reside el paralizado, enmudecido, Gobierno Provisional.

    En el Congreso de los Soviets bulle la pasión revolucionaria,

    mientras que los mencheviques hablan y hablan.

    Frente a ellos, los bolcheviques quieren forzar los acontecimientos históricos.

    No habrá paz.

    El bolchevique ríe de nuevo. Pues él sabe lo poco que valen las palabras. Tan poco como los ángeles barrocos o las arpas de la música clásica.

    Él sabe que lo que vale es otra cosa.

    ¿Qué?

    ¿Dónde localiza Octubre la verdad que no se da en el territorio del arte, los símbolos y las palabras?

    ¡Proletario, aprende a usar tu rifle!

    Escalofriante, ¿no les parece?


    ¡Proletario, aprende a usar tu rifle!

    Contra los ángeles barrocos, las harpas y las palabras, la vanguardia reclama los eficaces mecanismos de la modernidad.

    Y así, en el límite de la abstracción, Octubre nos ofrece, con su música visual fría y precisa, la apología del fusil de repetición.

    Y es que

    El tiempo de las palabras ha terminado.

    Nos lo dicen las vanguardias al unísono, la vanguardia política y la vanguardia artística: Ha llegado el tiempo de los cañones de la revolución.

    Del ocaso absoluto del mundo antiguo.


    La hora de la revolución

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    Es la hora de la victoria de la Revolución.

    Aproximadamente las 2 de la madrugada del 26 de Octubre de 1917.

    La hora de la revolución: con ella ha de acabar la oscuridad.

    Y llegar la luz.

    Pero, cabe añadir, se trata tan solo de luz eléctrica.

    Pues, como les decía, Octubre acaba de noche. Nunca veremos amanecer.

    Y recuerden como llega ese final.

    Aplauden, entusiasmados, los obreros.

    Aplauden los soldados.

    Lenin ocupa el estrado.

    Su mera presencia -el culto a la personalidad ha comenzado a emerger- despierta por fin a los campesinos, que se suman a los aplausos, también ellos entusiasmados.


    “Comrades! The Worker’s and Peasant ‘s Revolution, which the Bolsheviks have always deemed necessary, has been won!”

    Lenin proclama la victoria de la revolución.


    Wednesday, October 25 (November 7)

    Thursday, October 26 (November 8)

    Decree of peace.

    Hace aprobar los primeros decretos del nuevo poder soviético.

    Decree of land.

    “We must now set about building a proletarian socialist state in Russia.” V.Ulyanov (Lenin)

    Y declara llegado el momento de comenzar la construcción del Estado Proletario Socialista en Rusia.


    Posmodernidad

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    ¤

    Las masas le aplauden enfervorizadas. Y justo entonces, en el momento de la apoteosis revolucionaria, la cámara se aleja.

    Sale al exterior, quedándose ahí, ante la fachada del Instituto Smolny, esa sede del Congreso de los Soviets en cuyo interior los revolucionarios han comenzado la construcción del nuevo Estado y, sobre todo, aunque esto no se dice explícitamente en el film, esa otra construcción, mucho más inquietante, que es la del hombre nuevo.

    Como les decía, la revolución ha traído un nuevo Estado, pero no el amanecer.

    Pues el film acaba de noche.

    Un plano, les decía también, en extremo extraño para concluir un film que se pretende apología de la revolución, pues no hay en él ningún signo, ningún emblema de la revolución. Ni siquiera un simple revolucionario.

    Sólo una más de la multitud de fachadas neoclásicas que llenan el San Petersburgo imperial.

    Por lo demás, si de lo que se tratara fuera de mostrar el edificio donde estaba instalado el Estado Mayor de la revolución, la cámara estaría más lejos.

    Mas no. Está cerca del edificio, pero a la vez separada de los que se encuentran en su interior.

    Es pues la mirada de alguien que se siente separado y sólo, en una noche fría, sin amanecer y, por tanto, sin horizonte.

    ¿Pueden imaginar una imagen más apropiada, entonces, para perfilar esa desaparición del horizonte histórico que caracteriza a este periodo desconcertado que vivimos y que se ha dado en llamar posmodernidad?

    Se ha insistido en fijar el comienzo de la posmodernidad en los años ochenta, mas, por mi parte, no puedo por menos que expresar mi rotundo desacuerdo.

    Mi impresión es que la Posmodernidad comienza en el momento mismo en que la Modernidad comienza a realizarse con su asalto al poder político en los tiempos de la revolución francesa.

    Existe ya desde entonces la Posmodernidad, como la otra cara, oscura, de la Modernidad triunfante.

    Sus primeras figuras, por cierto que emblemáticas, fueron por eso Goya y Sade.

    Pero no es ahora el momento de tratar de convencerles de ello.

    Me conformo con hacerles ver hasta que punto Octubre, la crónica oficial de la revolución soviética realizada en 1927, es ya un film plenamente posmoderno, a pesar incluso de la voluntad de su cineasta, quien siempre quiso ser un buen revolucionario, aunque nunca pudo lograrlo del todo.

    Si lo consigo, seguramente acabarán por familiarizarse con mi idea de una posmodernidad que comienza en la revolución francesa.

    Pues, no se si lo han pensado alguna vez, la revolución rusa se parece mucho a la francesa, tanto en su cadencia, como en su combinación de bellos ideales y salvaje carnicería.

    En el final del film, entonces, ningún horizonte y ningún amanecer.

    En su lugar tan sólo este extraño plano que, como les mostraba en la sesión anterior,

    corresponde desde luego al Instituto Smolny,

    pero que, tal y como es mostrado,

    podría corresponder igualmente

    a la fachada lateral del edificio del Almirantazgo que se encuentra frente al jardín que el último zar hizo construir para su esposa en la fachada oeste del Palacio de Invierno.

    Ambivalencia radical la de la enunciación en el final de Octubre que, les decía, traduce muy bien la ambivalencia misma de la posmodernidad en su conjunto.

    No sólo la perdida de horizonte, sino también su fascinación por las formas artísticas del pasado, pero sólo una vez descontextualizadas, vaciadas de su sentido y, muchas veces, incluso parodiadas.


    El plano final

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    Ahora bien, ¿qué motiva ese movimiento de alejamiento?

    ¿Por qué, en un momento dado, el cineasta no ha podido permanecer ahí dentro y ha tenido que salir a este lugar imposible, entre el presente que de pronto parece ya no poder soportar y el pasado que también de pronto, inesperadamente incluso para él mismo, comienza a añorar pero al que ya le es imposible volver?

    ¿Qué ha sucedido?

    Algo ha cortocircuitado su entusiasmo revolucionario.

    Y eso sucede en el mismo momento en que la revolución derrumba el antiguo régimen y un instante antes de que comience la construcción del nuevo.

    Como si su deseo no pudiera ir más allá del movimiento destructivo de la revolución, es decir, como si le fuera imposible hacer suyo ese otro movimiento constructivo que ahora va a comenzar; como si no pudiera reconocerse en el hombre nuevo que, se supone al menos, va a nacer con él.

    Yo diría que si, de pronto, descubre que no soporta permanecer ahí, es porque descubre, inesperadamente, que no puede hacer suyo este entusiasmo.

    Que no puede participar de esta risa.

    Y que por eso se ve impulsado a tomar distancia, a alejarse de ella.

    Diría que, de pronto, le produce un escalofrío mucho mayor que el que inevitablemente va a sentir cuando, terminado el movimiento de alejamiento

    se encuentre solo ahí fuera, suspendido entre el futuro y el pasado.

    Desconcertado y solo.

    ¿Que ha visto, de pronto, en esa risa?

    Yo diría que algo que está directamente ligado al motivo que le empuja a acabar su film volviendo a esa noche negra de la pesadilla en la que -como en tantos otros textos de vanguardia- el final del film se enrosca con su comienzo.

    ¿De qué estoy hablando?

    ¿Pero es que no les recuerda a nadie este hombre de risa franca,

    hijo del pueblo y militante revolucionario?

    Fíjense en su sonrisa.

    Y sobre todo en esa mirada aparentemente risueña, pero sobre todo penetrante, fría y desconfiada.

    Podrían ser los rasgos de un paranoico.

    Sí, no hay duda: no siendo él, es esencialmente él.

    Ya está ahí.

    Ahora bien, la cuestión es: ¿en qué momento esa risa ha comenzado a parecerle insoportable a la enunciación del film?

    Podría decir al cineasta, pero prefiero decir a la enunciación del film, para mejor evitar que se entienda que estoy hablando de algo parecido a una decisión consciente por parte de Eisenstein.

    Pues es un hecho que durante cierto tiempo no sólo la soportó, sino que se entusiasmó con ella y con todo lo que tenía que ver con ella.

    Lo prueba el comienzo del film que han visto hoy, como lo prueba la apología del fusil de repetición.

    De hecho, todo parece indicar que Eisenstein la percibió, a esa mirada y a esa risa, como el modelo mismo de la franqueza revolucionaria.

    Entonces, ¿en qué momento eso cambió?

    Podríamos decir que eso debió suceder en la mesa de montaje.

    Y por cierto que conviene que tengan en cuenta esto: que en la mesa de montaje el cineasta está siendo el primer espectador del film en el momento mismo en que está terminando de ser su autor.

    Él, ahí, sentado ante la moviola, se encuentra en el lugar en el que ello, es decir, la cámara, es decir por tanto, la enunciación, estuvo.

    De manera que lo que ha provocado ese final se encuentra en el film mismo.

    En la experiencia misma del rodaje que, luego, debió rehacer en la moviola, y que, todavía más tarde, rehacemos, a nuestra vez, nosotros mismos como espectadores del film.

    Busquemos, pues, ese momento.


    El reloj y el búho

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    Pues, ¿no es sobre cierto momento sobre lo que gira todo en el film?

    Lo que nos devuelve a nuestro punto de partida de hoy.

    Un reloj que acusa un momento decisivo. ¿El de la revolución? Sin duda.

    Pero quizás también, simultáneamente, aquel en el que el deseo de la revolución muere. Y que puede ser también el momento en que la revolución se realiza.

    En todo caso, como les decía, la luz que la revolución enciende no es, para nada, la luz del amanecer, sino sólo una artificial y deficitaria luz eléctrica.

    ¿Y si la posmodernidad fuera el efecto mismo de la realización de la revolución?

    Por cierto que es ésta una imagen fuertemente expresiva de la nueva percepción relativista del tiempo y de las cosas que caracteriza a la posmodernidad.

    Todas, las horas, de todas partes, caben en este reloj de Octubre.

    ¿No localiza eso una falla radical en el origen?

    Y por otra parte, ¿acaso no es el reinado de la noche lo que atestigua este reloj mundial que tiene cara de búho?

    ¿O es que no se la ven? ¿Piensan que exagero?

    Quizás exagere, pero no soy yo quien lo hace, sino el cineasta, Sergei Mijailovich Eisenstein, pues es él quien ha visto, en este reloj, la cara del búho.

    Lo prueba el que, en otro momento del film, para expresar visualmente la proximidad del final de la tregua concedida por los asaltantes a los defensores del Palacio de Invierno, introduce está imagen:

    Y bien, el búho es una figura de la noche de larga y densa raigambre simbólica.

    Es, nos dicen por ejemplo Chevalier y Gheerbrant, símbolo de tristeza y oscuridad, de retirada solitaria y melancólica.

    Pero caray, esos son todos los rasgos con los que describíamos el otro día las connotaciones que emanaban de la imagen final del film.

    Pero es especialmente notable lo que el búho simboliza en la mitología de la China antigua,

    «En la China antigua el búho desempeña un papel importante: es un animal terrible supuestamente devorador de su madre. Simboliza el yang e incluso el exceso de yang. Se manifiesta en el solsticio de verano y se identifica al tambor y al rayo. […] Exceso de yang: el búho provoca la sequía; los niños nacidos el día del búho (solsticio) son de carácter violento (tal vez parricidas) […]. Sea lo que fuere, el búho siempre se considera animal feroz y nefasto.”

    «Chevalier y Gheerbrant: 1969: Diccionario de los símbolos, Herder.)

    Esto es algo que seguramente Eisenstein conocería, dada no sólo su proverbial erudición, sino también su especial interés por las culturas orientales.

    Un animal terrible, feroz y nefasto.

    Devorador de su madre.

    Parricida.

    Y hay que añadir: despierto durante la noche, insomne.

    ¿No nos devuelve eso todos los términos de la pesadilla que late en Octubre, esa pesadilla que es la otra cara de la Revolución, como la Posmodernidad es la otra cara de la Modernidad?

    Pero quizás conviniera cambiar el orden de los elementos suministrados por el diccionario de Chevalier y Gheerbrant y, así, referirlos por el orden en el que se presentan en Octubre: feroz y nefasto parricida, devorador de su madre e insomne.

    Parricida:

    Las masas, de pronto, han desaparecido.

    Es el film mismo el que, en un denso clima de pesadilla, pone en escena la mutilación y el descuartizamiento de aquel al que el pueblo ruso llamara el padrecito zar.

    ¿Acaso no fue uno de los tópicos de las vanguardias históricas la necesidad, falsamente atribuida a Freud, de matar al padre?

    El padre es descuartizado, castrado, convertido en un gigantesco muñón.


    Seis tesis sobre el texto artístico

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    Permítanme que, para acabar hoy, les resuma esquemáticamente los presupuestos teóricos fundamentales de lo que estamos haciendo y de lo que se hará tanto más visible según este seminario prosiga:

    Tesis 1:

    La experiencia estética no es un proceso comunicativo.

    Tesis 2:

    El texto artístico no es un mensaje, sino un espacio de experiencia.

    Tesis 3:

    El autor de un texto artístico quiere decir, pero no sabe qué.

    La creación del texto artístico es la experiencia de hacer emerger ese qué: el deseo inconsciente que habita a su autor.

    Tesis 4:

    En todo auténtico texto artístico existe una verdad: la verdad del deseo inconsciente de su autor.

    Tesis 5:

    El espectador no descodifica el mensaje que el texto ofrece, sino que rehace, y así hace suya, la experiencia del cineasta.

    Tesis 6:

    El espectador del film no es otro que el sujeto del inconsciente. n

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