Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
El dormitorio de la zarina (Octubre, Eisenstein)
Sesión del 02/02/2007
Universidad Complutense de Madrid
- Algo falla en los tiempos de la secuencia
- La jarra de los raccords truncados
- La locura del marinero
- Un gemido impregna el palacio
Algo falla en los tiempos de la secuencia
¿Es una escena caótica?
Aparentemente: ya hemos visto -y vamos a seguir viendo- que nos ofrece toda una antología de lo que los manuales del llamado lenguaje cinematográfico llamarían malos raccords.
Pero hemos constatado también como esos hiatos -pues tales son-, responden a una pauta: suponen distorsiones sistemáticas del espacio.
De un espacio que, siendo pequeño, es percibido como mucho mayor.
Y no menos sorprendente es la calculada simetría que comenzamos a aislar la semana pasada.
Con respecto a esa cama, les decía, hay dos espacios tras su cabecera.
A uno se accede por la derecha de la cama, y al otro por la izquierda.
Y bien, si hemos localizado dos habitaciones situadas tras la cabecera de la cama dormitorio de la zarina, es decir, justo detrás de las posiciones donde debieran encontrarse las cabezas de la zarina y del zar cuando durmieran juntos, ¿no les parece que debiéramos preguntarnos a qué lado de la cama dormía una y a qué lado el otro?
¿O debiéramos preguntarnos a qué lado de la cama dormían los padres del cineasta?
Pero sea cual sea la pregunta, la respuesta es evidente, pues sabemos que el lado izquierdo es el de las mujeres, y el derecho el de los hombres
Y debemos añadir, el primero es caracterizado como espiritual, mientras que el segundo, lo es como primario, corporal, prosaico y un tanto bestial.
Retornan entonces las soldados cautelosas pero decididas a disparar sobre sus enemigos. Es, no hay duda, justa su indignación -indignación, a la vez, de mujeres y de guardianas de la zarina.
Y una vez más puede constatarse como el cineasta apuesta por introducir un constante desconcierto en el desarrollo de la escena.
Pues en un primer momento entendemos que esta mujer ha sido alcanzada por las balas disparadas en el plano anterior.
Se trataría entonces del previsible raccord narrativo, de causa a efecto, tan característico de los films de acción. Mas no lo es. Se trata por el contrario, una vez más, de un falso raccord. La mujer no está herida, sino sólo asustada.
Pero hay, a pesar de todo, raccord: pues si no vemos a aquel contra el que esos disparos han sido realizados, vemos a alguien, una mujer, a la que, en cualquier caso, esos disparos han afectado.
¿Se trata entonces de la intercalación de un plano que mantiene abierto el suspense y así lo prolonga?
Podría serlo: lo hemos visto en muchas películas: tiroteos en los que, aunque predomina el montaje causal -alguien que dispara / efecto del disparo-, muchas veces se intercalan imágenes de otros personajes que contemplan agazapados y asustados el tiroteo.
Podría ser el caso, pero sabemos que no lo es, pues hemos visto la secuencia al completo. Y en todo lo que sigue de la película hasta su final, nunca se resolverá la balacera entre estas mujeres que guardan el dormitorio de la zarina y los marineros que lo asaltan. Por el contrario, a partir de cierto momento, sin la menor explicación, este hilo narrativo se extinguirá sin solución alguna.
Ahora bien, dense cuenta de a qué nos conduce todo esto: a la constatación del hecho de que los disparos que se realizan en el dormitorio de la zarina no producen nunca efecto en ningún otro personaje que en esta mujer.
Y no en forma de herida, sino en forma de… de un gesto de goce, de arrobamiento en lo que semeja un intenso éxtasis
que conduce al abrazo.
Y en el que reaparece, por tercera vez, el tema plástico del deslumbramiento.
Conviene recordarlo: esta mujer se encuentra centrada, tras la cabecera de la cama y en línea misma con ella.
Se trata por lo demás de un abrazo que el cineasta filma con extrema delicadeza,
tanto por lo que se refiere a las expresiones de las mujeres, como por lo que tiene que ver con la elaboración compositiva del plano: unas indeterminadas piezas blancas rodean y enmarcan meticulosamente el abrazo en el que ambas mujeres se funden.
Mientras, contra toda lógica, los marineros, al parecer inmunes a las balas,
tan sólo, y con notable retraso, oyen los disparos
Y se aprestan al combate.
Pero, decididamente, algo falla en los tiempos de la secuencia. Pues, ¿cómo es posible que estas mujeres tengan tiempo para marcharse antes de que los soldados lleguen hasta ahí?
¿Y por qué tarda tanto el marinero en llegar hasta aquí si estaba, por decirlo así, ahí mismo?
No es, desde luego, un error de montaje.
La jarra de los raccords truncados
Por el contrario: el cineasta ha tomado buen cuidado en producir este efecto de inmediatez inverosímil.
Y lo ha hecho a través de un uso notablemente calculado de la jarra que pueden ver en ambos planos. De hecho, constituye una referencia espacial precisa y absolutamente contundente.
De manera que, a pesar de la intensa diferencia de posición de cámara entre ambos planos, la jarra ocupa en el encuadre una posición muy semejante en términos absolutos, constituyendo una referencia espacial precisa del lugar por el que pasan ambos personajes en el momento de su salida -la soldado- o de su entrada -el marinero- en cuadro.
Es posible aducir todavía una prueba suplementaria del carácter premeditado, netamente calculado, de esta extraña articulación entre los dos planos consecutivos.
Pues en el segundo plano el cineasta ha cambiado la ubicación de la jarra para hacerla netamente visible en cuadro.
Es decir, la ha desplazado ligeramente hacia la izquierda, de manera que en el segundo plano ya no se encuentra en el centro de la coqueta como en el primero, sino en su lateral izquierdo.
Por cierto que Eisenstein parece tener un especial interés por esta jarra, pues no dudó en hacerla presente también en la escena anterior del cuarto de baño:
Curiosa circulación la de esta jarra, que participa, también ella, de la contaminación entre dos de los tres espacios de la secuencia: el dormitorio y el cuarto de baño.
Pero atendamos ahora al nuevo salto de raccord va a producirse.
Observen que el marinero mira en la dirección en la que ha huido la soldado, es decir, en dirección opuesta a la cama, que se encuentra en este momento tras él.
Y, sin embargo, en el plano siguiente su posición es del todo diferente, como lo es también la de la cámara.
Y lo más curioso: aun cuando han cambiado ambas posiciones, se mantiene la misma angulación sobre el marino, produciéndose así un nuevo efecto desconcertante.
Si su posición estática en ambos planos -agachado, con rostro perplejo, de frente a cámara- hace pensar en dos planos dotados de estricta continuidad temporal, el cambio de decorado del fondo y el consiguiente cambio de posición de cámara obligan por el contrario a deducir la presencia, entre ambos planos consecutivos, de una pequeña elipsis.
Pero una elipsis mínima, pues el marino está en el mismo lugar, sólo que en dirección opuesta en cada uno de los planos: la jarra -en primer término en el plano de la izquierda y al fondo en el de la derecha- lo confirma.
Es como si un efecto mágico hubiera abducido al marino quien, de golpe, olvidara a las soldados a las que persigue para concentrarse absolutamente en lo que ahora tiene delante.
O también: como si eso que ahora tiene delante hubiera provocado esa abducción.
La locura del marinero
¿Qué?
Obviamente: la cama de la zarina.
¿Qué espera encontrar ahí, entre las sábanas de la zarina?
Algo decisivo, sin duda.
El caso es que esa cama parece ahora convertida en el centro de todas las turbulencias, hasta el extremo de que el acto del marinero de levantar la colcha de la cama nos es mostrado dos veces, en dos planos sucesivos.
Si la primera es la prosecución, intensificada, de lo que ya vimos en un plano anterior del marino sacando las sábanas blancas del cesto de la ropa sucia
-¿será el blanco el color del crimen en Octubre?-, la segunda, en cambio, introduce un ángulo, una posición de cámara, que escapa del todo a la órbita del punto de vista del marinero.
La cama es ahora mostrada de manera muy próxima.
La cámara -la enunciación, el cineasta, que no el marinero- la observa desde muy cerca, fascinada por el brillo dorado de sus barrotes y, especialmente por esa esfera brillante que corona el lateral derecho del pie de la cama, que ha quedado emplazado en el centro absoluto del plano.
Dos elementos más se hacen, por un instante, acentuadamente visibles.
En primer término, la cuerda que sujeta la cortina.
Oscura, áspera, acentuadamente visible -por lo demás demasiado áspera, demasiado bronca como para denominarla cordón, pues los cordones suelen permitir curvas más suaves.
Y, al fondo, una vez más, el teléfono negro.
Pues bien, una suerte de ola gigante tiene lugar ahí.
Un maremoto que hace desaparecer los adornos dorados tanto como el teléfono, dejando sólo la cuerda, siempre visible, en primer término.
Pero volvamos a nuestro marinero, de cuyo punto de vista nos hemos visto apartados por un momento.
¿Qué pretende encontrar debajo de la cama? ¿A quién dirige esos incesantes culatazos?
Es probable que nuestro marinero se haya vuelto loco.
Pero un dato inesperado se manifiesta ahora: un inesperado movimiento del fondo de la imagen hace patente que tras la cabecera de la cama no hay una pared sino solo una tela, una suerte de gran cortina de la que cuelgan los iconos.
¿Por qué se mueve?
De hecho su movimiento no está justificado por los culatazos del enloquecido marinero, dado que estos no pueden alcanzarla.
Resulta obligado anotarlo: detrás de esa tela, justo detrás de la cabecera de la cama de la zarina, se encuentran las dos mujeres abrazadas.
Pero retornemos a la locura del marinero.
Pues el dato más palpable de su particular locura es el que ahora tiene lugar.
¿Se dan cuenta? Se sube de pie a la cama de la zarina como lo haría un niño
Y una vez ahí, golpea incesantemente la cama con la culata de su fusil.
El absurdo alcanza su máxima expresión.
Pues, obviamente, si lo que se pretende es averiguar si hay algo escondido en un colchón, resulta mucho más fácil golpearlo de pie junto a él, bien asentado en el suelo.
Nada tan absurdo como subirse a él para hacerlo: hay que inclinarse en exceso y uno arriesga caerse…
Un gemido impregna el palacio
¿De qué se trata entonces?
Podríamos recurrir de nuevo a la metáfora y formularlo así: el marinero salta sobre la cama como los soldados revolucionarios saltan sobre el palacio de invierno.
Pues, por montaje paralelo, en un instante, el blanco de las sábanas se prolonga -se funde, rima- con el blanco de las explosiones.
Pero es tan abultada la desproporción entre uno y otro plano…
En cualquier caso la revolución alcanza su clímax al pie de la cama:
Y ese clímax coincide con el momento en el que la bayoneta del marinero hiende y desgarra el colchón de la zarina.
Entonces, un inesperado gemido impregna al palacio.
En cierto modo, esta mujer soldado pone rostro, da semblante, a la vez visual y sonoro, a ese desgarro.
Y lo hace con toda exactitud: pues, recordémoslo, se encuentra justo detrás de la cabecera de la cama y separada de ésta por sólo una cortina que, también ella, tiembla.
Pero lo más sorprendente es que después de esa imagen tan refinada que da semblante a la evidente resonancia sexual de la secuencia, siguen otras no menos explícitamente sexuales, pero sí, en cambio, ausentes esta vez de todo refinamiento, a la vez grotescas y brutales:
Véanlo: el marinero, con su fusil erguido, penetrando al colchón.
Y luego el colchón, como un cuerpo inmenso, monstruoso, penetrado… y vivo
La escena primaria alcanza, pues, su más plena expresión.
-Y por cierto que a tergo, como sucediera en el caso de El hombre de los lobos.
Llega entonces, en el marinero, un gesto de infinita perplejidad.
¿Y no es ésta la perplejidad misma del cineasta en el momento en que la revolución, es decir, el deseo que alimentaba el sentido tutor de su discurso, se realiza y, a la vez, muestra sus perfiles más inesperados?
Entiendan a lo que me refiero: el deseo que alimentaba el sentido tutor era, desde luego, el deseo de la revolución, el deseo de la aniquilación del orden zarista.
Pero cuando eso, la revolución, se realiza, emerge su lado oscuro, su resonancia inconsciente -y, en su núcleo, cristaliza, contra todo lo previsible, el fantasma de la escena primordial. n