6. El anhelo del padre


Frankenstein, José de Ribera

 

 

 

Jesús González Requena
El Monstruo y la Diosa (James Whale, Mary Shelley)
Seminario impartido en el
Seminario de Investigación II de la Maestría en Comunicación y Medios
Universidad Nacional de Colombia
Bogotá, 18/02/2010
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2014

 

 

 


La muerte el monstruo

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La presencia del fuego en la escena de la muerte de El hombre invisible no puede por menos que recordarnos la muerte del monstruo en Frankenstein:

Y, de nuevo aquí, un cerco total, sin escapatoria.

El aroma del linchamiento es, de nuevo, evidente.

Momento idóneo éste para, después de habernos extendido en las profundas semejanzas entre el mundo de James Whale y el de Caligari, anotar ahora las diferencias que los separan.

El molino de Frankenstein no está muy lejos del granero de El hombre invisible.

Y como allí, aunque nos horrorizan los crímenes del monstruo, no podemos por menos que identificarnos con él y compadecerle en el momento de su acorralamiento y de su muerte.

El plano final toma la distancia necesaria para dar, a la muerte del monstruo, toda su resonancia cristológica: las aspas del molino sugieren una cruz en llamas en lo alto de una colina, a la vez que el cielo podría estar a punto de desgarrarse ante el crimen cometido.


La saga de los Whale no conocerá descendiente

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Es cierto que el film añade una coda desdramatizada, resuelta de acuerdo con los modos de la comedia.

Una doncella: ¿Lo tienes? Vamos, rápido.

Doncellas: ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

Una doncella: Silencio.

Y una comedia de lo más desenvuelta, pues incluye incluso a este conjunto de coristas disfrazadas de doncellas:

Una doncella: Acércate y llama.

(Llaman a la puerta)


Barón de Frankenstein: Vaya, vaya. ¿Qué es todo esto? ¿Qué queréis? ¿Qué es esto?

Una doncella: Discúlpeme, barón, pensamos que al sr. Henry le vendría bien un vaso de vino de su bisabuela.

Barón de Frankenstein: ¡Je! ¡Je! ¡Je!

¿Necesita Henry un trago del vino de la bisabuela?

Probablemente.

Barón de Frankenstein: Una gran mujer, mi abuela. ¡Je! ¡Je! ¡Je!

Barón de Frankenstein: Fue muy previsora al no dejar que mi abuelo se lo bebiera.

Barón de Frankenstein: El sr. Henry no lo necesita. Como dije antes, repito ahora: un brindis por un vástago de la casa Frankenstein.

Una doncella: Sí, señor. Eso esperamos, señor.

Todos lo esperan, pero la cosa es bastante improbable.

De hecho, la escena tiene un poderoso aroma a sarcasmo pues, a fin de cuentas, ¿no acaba de morir abrasado el último vástago de la casa Frankenstein?

El monstruo es ese vástago, pues él es el hijo, en tanto que ha sido creado por Henry Frankenstein.

Es cierto, no lo ha creado en una mujer, sino en un laboratorio. Pero eso sólo suscita el tema de su flagrante impotencia frente a la mujer.

¿Deberé añadir que la saga de los Whale, al menos por lo que se refiere al cineasta, James Whale, no conocerá descendiente?

Pues James Whale, obviamente, nunca se casó.

Por el contrario, se afirmó en su condición de homosexual en el comprensivo mundo de Hollywood.


El anhelo del padre

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Comencé este breve seminario hablándoles de las palpables semejanzas entre Cesare y Frankenstein.

Pero están también las diferencias.

Y una de ellas es fundamental:

El monstruo de Frankenstein es asombrosamente humano.

Tan humano que genera en todos nosotros la más intensa identificación y compasión.

Ahora bien, ¿han reparado ustedes en cuál es el rasgo mayor de su humanidad?

Véanlo: el anhelo de lo divino.

La pregunta por el sentido.

La angustia.

y la anhelante demanda.

Y por cierto que es realmente notable la articulación de esa interrogación.

Se dirige primero al cielo y, cuando éste no contesta,

cuando su luz se apaga, pasa a dirigirse, en la tierra… ¿a quién?

¿A quién sino al padre?

¿Les extraña lo que les digo? Piénsenlo bien entonces. Pues, como ya les he indicado, si el doctor Frankenstein ha creado al monstruo, entonces él es su padre.

Y si todavía lo dudan, pueden encontrar una confirmación suplementaria en la novela de Mary Shelley.

Sitúense en el paisaje nevado de los Alpes suizos, y percíbanlos con la mirada romántica que ve en ellos una de las manifestaciones emblemáticas de lo sublime:

«Pensé en ti. Sabía por tu diario que eras mi padre, mi creador, y ¿a quién podía dirigirme mejor que a aquel que me había dado la vida?»

[Mary Shelley: Frankenstein]

Como ven, los dos tiempos en los que se articula la interrogación

conectan a Dios

con el padre.

Se trata de un núcleo esencial de la mitología de Occidente.

Una de las más intensas pinturas de José de Ribera –San José y el Niño Jesús, 1630-1635- les ayudará a visualizarlo:

Como ven, hay, en ambos casos, un eje de verticalidad dominante que localiza los dos planos en los que nuestra civilización ha construido la simbólica patriarcal.

Arriba Dios, el Padre con mayúscula, porque es el padre de todos los padres y, por eso, su fundamento.

Y hay que añadir: su fundamento absolutamente simbólico y, por eso, invisible.

Abajo, visible, humano, el padre con minúscula: San José.

Claro está, en Shelley como en Whale, Frankenstein ocupa el lugar de San José negándolo en el mismo movimiento en que niega a Dios, pues, en un gesto maníaco de omnipotencia, ha querido ocupar su lugar.

En cualquier caso, el hilo más íntimo que liga a Whale con Ribera estriba en la semejanza del anhelo que se escribe en las miradas del monstruo y del niño.

Sobre el fondo de esa común vibración, resulta especialmente patente la diferencia: pues en Ribera -uno de los más grandes de esa tradición materialista tan esencial a la pintura española- sólo hay evidencia de Dios para el hijo en tanto que el padre, San José, con su presencia y su palabra, se la ofrece.

De modo que su presencia -es decir: el testimonio de su promesa- introduce en el mundo del niño ese ámbito otro que es el de la divinidad.

Nada de eso, obviamente, hay en Frankenstein.

¿Y no es esa, después de todo, la causa de la otra diferencia?

¿Cuál?

La más evidente: la monstruosidad del monstruo frente a la no monstruosidad del niño.

Es incómoda esta verbalización del asunto que les estoy proponiendo: la monstruosidad del monstruo frente a la no monstruosidad del niño.

Sólo puede ser resuelta enunciando en positivo esa no monstruosidad del monstruo.

No es fácil, sin embargo.

Pues la solución que pareciera más sencilla -así: la monstruosidad del monstruo frente a la humanidad del hijo- es evidentemente insuficiente, dado que suprime ese rasgo esencial del que les he hablado en el comienzo: la indiscutible humanidad del monstruo.

Creo que la solución más sensata es esta otra: la monstruosidad del monstruo frente a la sacralidad del hijo.

Pues quizá sólo el ser que pueda percibirse a sí mismo, quiero decir, a su cuerpo real, material, como habitado por lo sagrado, pueda vivir su propio cuerpo como algo no monstruoso.

¿Que por qué hace falta, para eso, un padre?

Sencillamente: porque es necesaria la presencia de un tercero que contenga y limite el poder de la madre.

Alguien capaz de introducir, en la relación primaria, cuerpo a cuerpo, que liga al hijo con la madre, la mediación de la palabra.

Y para que esa palabra se articule en su dimensión más noble: la de la promesa, tal y como sólo el relato la hace posible.

De hecho, es el propio monstruo de Mary Shelley quien lo demanda así, aunque, eso sí, por la vía del espejo que lo invierte:

«-Vos, creador mío, me detestáis y me despreciáis, a mí, vuestra criatura, a quien estáis unido por lazos que sólo la aniquilación de uno de nosotros romperán. Os proponéis matarme. ¿Cómo os atrevéis a jugar así con la vida?

«Cumplid vuestras obligaciones para conmigo, y yo cumpliré las mías para con vos y el resto de la humanidad.

«Deja que se conmueva tu compasión y no me desprecies. Escucha mi relato: y cuando lo hayas oído, maldíceme o apiádate de mí, según lo que creas que merezco. Pero escúchame.»

[Mary Shelley: Frankenstein]

FIN DEL SEMINARIO



 

5. Los elementos de un cuadro paranoico


El hombre invisible, La novia de Frankenstein, Hitler

 

 

Jesús González Requena

El Monstruo y la Diosa (James Whale, Mary Shelley)

Seminario impartido en el

Seminario de Investigación II de la Maestría en Comunicación y Medios

Instituto de Estudios en Comunicación y Cultura IECO/FACARTES

Universidad Nacional de Colombia

Bogotá, 18/02/2010

de esta edición: gonzalezrequena.com, 2014

 

 

 

 


La presencia de Flora

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Realmente Kemp está enamorado de Flora:

Ahí tienen su retrato, presidiendo su cuarto de estar de hombre soltero.

Pero lo que me interesa es hacerles ver hasta que punto Flora está en el centro del conflicto. Vean, por ejemplo, como Whale acusa la presencia de la entrada silenciosa del invisible Griffin:

Griffin: Siéntate, maldito imbécil. Voy a avivar el fuego.

Griffin: ¿Me has oído? ¡Siéntate! A menos que quieras que te parta la cabeza.

Como ven, ella está en el centro del conflicto.

Griffin: ¡Siéntate!

Podríamos decir incluso que ella sostiene ciertos raccords de la escena. Así, por ejemplo, el que sigue.

Griffin: Quiero que me escuches con atención.

Y, desde luego, ella la preside: ¿acaso no es la única imagen que puede verse cuando tratamos de ver a Griffin?

Es ésta una escena, por cierto, llamativa en su disposición erótica, pues no hay duda de que el hombre invisible, sentado tan cerca de Kemp, está totalmente desnudo.

Griffin: ¿Tienes una venda larga?

(Kemp asiente con la cabeza)

Griffin: Bien. ¿Y unas gafas oscuras?

(Kemp asiente con la cabeza)

Griffin: Bien. Ve a buscarlas. Rápido. Préstame un batín, un pijama y unos guantes. Te sentirás mejor si me ves. ¿Verdad?

Pienso que se dan cuenta del fondo perverso en el que se juega la escena: te sentirás mejor si me ves vestido en vez de tenerme desnudo delante de ti.

Y todo ello acompañado por el tono autoritario e imperativo de la voz de Griffin, que termina de dotar a la situación de unas intensas connotaciones sadomasoquistas.

Imposible, por lo demás, no reconocer la extremada coquetería del Hombre Invisible.

Griffin: Muy bien, Kemp.

Pero añadámoslo: esta coquetería se manifiesta en relación a Kemp, nunca en presencia de Flora.

Griffin: Ya podemos hablar de hombre a hombre.

Signifique lo que signifique hablar de hombre a hombre, lo que es un hecho es que es Flora la que centra y preside esta conversiación.

Griffin: Algún día te contaré todo. Ahora no hay tiempo.

Griffin: Comencé en secreto hace cinco años.

Observen la mano derecha de Griffin. Pareciera estar ardiendo.


Inexistencia y paranoia

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Griffin: Trabajaba cada noche hasta el amanecer. Emprendí mil experimentos, mil veces fracasé. Hasta que al fin llegó el gran día.

La megalomanía de Griffin es uno de los ingredientes de su patente paranoia.

Es éste el momento de recordar que nos encontramos en 1933, el año en el que Hitler tomó el poder en Alemania.

Kemp: Griffin, esto es espantoso.

Griffin: El gran día.

Pero vean con qué rapidez y precisión nos ofrece el film la otra cara de esa megalomanía:

Griffin: El compuesto químico definitivo. No podía quedarme aquí, Kemp. No podía permitir que vierais cómo me desvanecía.

Esa es, exactamente, la cuestión: debajo de la megalomanía hay ese sentimiento extremo de no ser, de inexistencia radical, que la megalomanía viene a enmascarar y a compensar y que tan patentemente se manifestó tanto en la figura de Caligari como en la de Adolf Hitler.

Griffin: Así que me fui a un pueblo en busca de quietud y discreción para acabar el experimento y ultimar el antídoto que me retornaría al estado visible.

Griffin: Quería regresar tal como me visteis por última vez.

Tal es el fondo de desesperación, de desvanecimiento, que late en la locura de Griffin.

¿Y se dan cuenta que en este momento el retrato de Flora ha alcanzado la centralidad absoluta,

de modo que está en el vértice superior del triángulo en cuya base se encuentran las cabezas de los dos hombres por ella afectados?

Griffin: De repente, me di cuenta. Los fármacos me habían desarrollado el intelecto. De repente comprendí el poder que tenía, el poder para gobernar, para hacer que el mundo se rindiera a mis pies. ¡Ja! ¡Ja!, ¡Ja!

Poder para que todo el mundo se rinda a sus pies, empezando, desde luego, por Kemp.

Hitler: Es nuestra voluntad y deseo que este estado y este Reich

Hitler: se fortalezcan en los milenios que están por venir. Podemos sentirnos

Hitler: felices porque sabemos que ese futuro nos pertenece por completo.

(Ovación.)

Griffin: Muy pronto arreglaremos el mundo, tu y yo.

Kemp: ¿Yo? ¿Te refieres a que…?

Kemp: Necesito un socio, Kemp.

Observen la mano derecha de Griffin, esa misma que veíamos se quemaba hace un momento y que también ahora sigue quemándose.

Observen el dedo índice estirado, señalando ostensiblemente hacia su área genital. Como ven, es una sociedad en extremo erotizada la que Griffin reclama imperativamente.

Griffin: Un socio visible que me ayude con los pequeños detalles.

Griffin: Tú eres mi socio, Kemp.

Griffin: Fundaremos el reino del terror.

Lo recordaré todavía otra vez: la película se rueda en el momento en que Hitler toma el poder en Alemania.

Griffin: Mataremos a algunos ciudadanos. A gente influyente y del pueblo por igual para demostrar que no hacemos distinciones. Tal vez hagamos descarrilar un tren o dos.

Griffin: Me basta con rodear la garganta del guardavía con estos dedos.

Griffin: Es todo.

Es la misma fórmula de la paranoia hitleriana: delirio de omnipotencia, impotencia y homosexualidad latente:

Kemp: Griffin, por el amor de Dios.

Griffin: ¿Quieres que me quite la ropa?

Kemp: No, no.


Flora, Griffin, Hitler

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¡Qué diferente será poco después la conducta de Griffin cuando está con Flora!

Por primera vez le vemos en picado, disminuido y asustado.

Griffin: ¡Flora, amor mío!

Flora: ¡Gracias a Dios que has vuelto, Jack!

Griffin: Habría vuelto contigo al instante, pero esto me lo impedía.

Griffin: Cuánto me alegro de verte.

Y como ven, hay un concepto formal constante para presentar a Flora con los hombres a los que anonada: un gran ramo de flores en un florero, sobre el fondo de una gran cristalera que hace visible un paisaje nocturno, neblinoso, de árboles sin hojas.

Griffin: Estás preciosa.

No puede extrañarnos oír ahora, dirigidas a Flora, las mismas palabras de Frankenstein dirigiera a su Elizabeth.

Griffin: Siempre me ha gustado ese extraño sombrero. Has llorado.

Y el constante interés por la belleza y la ropa de las mujeres.

Flora: Quiero ayudarte. ¿Por qué lo has hecho?

Griffin: Por ti Flora.

Flora: ¿Por mí?

Griffin: Así es, preciosa. Quería hacer algo inaudito,

Como ven, las flores rodean también totalmente a Griffin cuando está con Flora.

Griffin: lograr aquello con lo que los científicos sueñan,

Podemos decir incluso que las flores adornan a Griffin -pues, caray, casi parece que la llevara en la oreja.

Y hablando de flores:

Griffin: adquirir riqueza, fama y honor, superar a los mejores científicos de la historia. Estaba sumido en tal miseria que no podía ofrecerte nada, Flora.

Lo ven, ¿verdad? Escuchan esta explícita declaración de impotencia ante Flora: nada podía ofrecerle. Y porque nada podía ofrecerle en el plano primario de la relación del hombre con la mujer, quiso poder ofrecerle todo, el mundo entero, en otro plano.

De la misma manera que Hitler quería ofrecerle todo a la Madre Patria Alemania.

Griffin: No era más que un pobre químico.

Griffin: Muy pronto volveré contigo, Flora. El secreto de la invisibilidad está en mis libros. Trabajaré hasta dar con el antídoto.

Griffin: Existe un antídoto, Flora. Cuando lo halle, volveré contigo. Le ofreceré mi secreto al mundo, junto con todo su temible poder.

Como ven, la película es, a este propósito, insistente: sólo pertrechado con el antídoto podrá volver con ella, pues sólo entonces podrá resistir eso que él vive como su poder aniquilador.

Griffin: Las naciones del mundo me pagarán millones. La que se quede con mi secreto arrasará el mundo con ejércitos invisibles.

Flora: Jack, deja que mi padre te ayude. Ya sabes lo inteligente que es. Trabajará a tu lado hasta descubrir ese otro secreto que te permitirá volver.

Flora: Entonces pasaremos días tranquilos, bajo los árboles, después del trabajo.

Ella invoca el lugar del padre, pero ese lugar, en la paranoia, no encuentra inscripción posible.

Griffin: ¿Inteligente tu padre? ¡Ja!, ¡Ja! ¿Crees que puede ayudarme? Tiene el cerebro de una lombriz. Es un gusano comparado conmigo. ¿Acaso no lo entiendes? Tengo poder.

Griffin: Poder para gobernar y hacer que el mundo se rinda a mis pies.

Flora: Jack, escúchame. Mi padre encontró una nota en tu habitación. Sabe algo sobre la monocaína que tú desconoces.

Flora: Te altera y te cambia el comportamiento. Mi padre cree que su efecto remitirá si sabes lo que es.

Flora: Quédate con nosotros y le haremos frente juntos.

Griffin: Te hablo de poder.

Griffin: Poder para acceder a los depósitos de oro,

Griffin: A los secretos de los reyes, al sancta santórum. Poder para hacer que las multitudes corran despavoridas

Griffin: al roce de mi meñique invisible.

Griffin: Hasta la luna me teme y está muerta de miedo. El mundo entero está muerto de miedo.

(Ladridos de un perro)

Hitler: Mientras que las viejas generaciones puedan tal vez vacilar, las nuevas generaciones se han entregado a nosotros y son nuestras en cuerpo y alma.

Como ven, es absolutamente precisa la comprensión que James Whale tenía de Hitler.

Hitler: En estos momentos, un gran número de miembros del partido

Hitler: abandonan ya la ciudad.

El triunfo de la voluntad, de Leny Rienfenstahl, fue estrenada en 1934.

Es decir: el mismo año que La novia de Frankenstein.

Hitler: Mientras que ellos se encuentran todavía rememorando lo aquí vivido, otros preparan ya el próximo congreso. Una vez más el pueblo vendrá. Una vez más los alemanes vendrán aquí

Hitler: y se dejarán inspirar por nuestras ideas, por nuestro movimiento, porque la

He sugerido en otro lugar que Hitler fue la Drag Queen más influyente del siglo XX, tratando de hacer ver con ello que el histrionismo afeminado de su oratoria era la manifestación de una identificación primordial con la madre, que se manifestaba en su identificación con la madre tierra Alemania.

Hitler: idea de un movimiento es aquello que es la expresión viva de nuestro pueblo, el símbolo de nuestra nación y además, por otro lado un símbolo de eternidad. Larga vida al movimiento nacionalsocialista, larga vida a Alemania.

La multitud: ¡Viva! ¡Viva! ¡Viva!

La multitud: ¡Viva! ¡Viva! ¡Viva! ¡Viva! ¡Viva! ¡Viva!

Hess: ¡El partido es Hitler! ¡Hitler es Alemania y Alemania es Hitler. Hitler. ¡Sieg heil! ¡Sieg heil! ¡Sieg heil!


Una Drag Queen feroz

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Volvamos a The Bride of Frankenstein:

Petrorius: ¡La novia de Frankenstein!

Pues bien: en La novia de Frankenstein, James Whale hace emerger la ferocidad latente en esa Drag Queen.

Novia de Frankenstein: ¡Ahhhhh!

Novia de Frankenstein: ¡Ahhhhhhhh!

Monstruo: Nosotros pertenecer al mundo de muertos.


Novia de Frankenstein: ¡Gggggg!

Novia de Frankenstein: ¡Gggggg!

En cierto modo, con esta aniquilación extrema de la compasión, la guerra mundial estaba empezando ya.


El otro retrato: la madre al fondo

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Les he hablado mucho de la centralidad absoluta de Flora en The Invisible Man

pero ahora debo hablarles de donde está su origen y su fundamento, pues también de ello nos informa el film.

De hecho empezó a hacerlo desde el principio, cuando nos habló de ese niño helado y enterrado en la nieve.

Pero hay más:

El del retrato de Flora no es el único plano detalle de retrato de mujer presente en El hombre invisible. Pues hay otro todavía más influyente que corresponde a una mujer de una generación anterior.

Seguro que no se habían dado cuenta, pero sin duda ese no fue el caso de James Whale cuando tomó la decisión de insertarlo.

Y no una, sino dos veces: retrocedamos a esa escena para confirmarlo:

Griffin: Mezclas unos productos químicos y la carne, la sangre y los huesos desaparecen.

Griffin: Te inyectas una pequeña dosis de esto todos los días durante un mes. Un hombre invisible puede gobernar el mundo.

Diríase que fuera ella la que hablara y ofreciera la pócima de la locura.

Griffin: Nadie sabrá si va o viene. Conocerá todos los secretos. Robará y matará.

Y por eso es objeto de una violencia extrema.


(El frasco es arrojado contra el retrato)

De hecho ese retrato había aparecido ya antes, en uno de los primeros estallidos de locura de Griffin.

Y es que es precisamente la frialdad gélida como la nieve lo que se encuentra al fondo del pánico que los personajes de Whale sienten ante las mujeres que les fascinan.

 

4. Desapariciones


El hombre invisible

 

 

 

Jesús González Requena

El Monstruo y la Diosa (James Whale, Mary Shelley)

Seminario impartido en el

Seminario de Investigación II de la Maestría en Comunicación y Medios

Instituto de Estudios en Comunicación y Cultura IECO/FACARTES

Universidad Nacional de Colombia, Bogotá

18/02/2010

de esta edición: gonzalezrequena.com, 2014

 

 

 

 


Entre el fuego y la nieve

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El trayecto del hombre invisible empieza en la nieve (1)
.

Y concluye -en el final del film- en la nieve:

(suena un disparo)

Cuando el disparo del policía hiere su cuerpo invisible, nos es dado observar la huella que sobre la nieve produce su caída.

De modo que la frialdad extrema de la nieve es el fondo sobre el que aparece y desaparece El hombre invisible.

Y por cierto, ¿han notado que su muerte tiene la forma bien patente de un suicidio?

Sí pues, desde que ha salido del establo incendiado ha caminado directamente hacia el jefe de policía que le aguarda armado, encañonándole.

De modo que cuando suenan los disparos que le matan, sabemos que proceden de contracampo, pues nos encontramos en un plano subjetivo, anclados en la posición del jefe de policía que dispara y que luego acompaña con su mirada al cuerpo invisible que cae, dejando su huella sobre la nieve.

Los planos que siguen confirman lo que les digo:

Así que, en cierto modo, hemos disparado también nosotros, provocando la muerte de ese ser invisible cuya figura se recorta sobre la nieve.

¿Su figura se recorta sobre la nieve?

Parece obvio decirlo así, pero, sin embargo, en esta ocasión esta no es una descripción precisa de lo que el film nos ofrece.

Pues, de hecho, esa figura no se recorta sobre el fondo de la nieve, ya que, tal es el drama del film, no hay figura alguna que pueda recortarse sobre el fondo.

Y por eso, sólo llega a haber figura cuando ésta es recortada en el fondo de la nieve.

Como si algo esencial tuviera que ver con ese fondo helado que es el de la nieve.

Desde luego, como les decía, todo comenzó con ella:

Pero hay algo más que da a esa nieve que encuadra el relato en su comienzo y en su final, una presencia suplementaria, como sabremos con sólo entrar en The Lion’s Head:

Bebedor 1: ¿Has oído lo del hijo de la sra. Mason? Se fue a la escuela y lo encontraron enterrado en la nieve tras una tormenta. (Sent him to school and found him buried ten foot deep in a snowdrift.)

Bebedor 2: ¿Cómo lo sacaron?

Bebedor 1: Vinieron los bomberos. Metieron la manguera y lo bombearon hasta que salió. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! (Put the hose pipe in, pumped it bacwardas and sucked him out.)

Bebedor 2: ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

Son demasiados los motivos que nos obligan a comprender que lo del hijo de la señora Mason es algo más que un chiste de cantina dedicado a dibujar el ambiente del segundo escenario del film.

Pues están en juego, en el chiste como en la película, dos elementos opuestos: el fuego y la nieve.

Y por cierrto que, como acabamos de ver, su insólito contraste es uno de los elementos que dan a la escena de la muerte del Hombre invisible su poderoso atractivo visual

¡Ha salido!

Y bien, los bomberos son hombres del fuego, no de la nieve.

De modo que encontramos ahí un niño enterrado en la nieve.

Y por cierto que la versión original del diálogo es más precisa.

Lo que el chistoso borracho dice exactamente es que lo encontraron enterrado a diez pies de profundidad, es decir, a dos metros bajo tierra, lo que, como ustedes saben gracias a una notable serie de televisivón, es la profundidad a la que se entierra a los muertos.

De modo que un niño congelado, muerto, enterrado, es el motivo de fondo de esa presencia de la nieve que delata y aniquila al hombre invisible.

¿Y dónde está el chiste? Pues sin duda ríen los parroquianos: ¿en el hecho de meterle la manguera?

Como ven, el chiste escora hacia una procaz imagen sexual, y ello sin que nos detengamos a meditar sobre el lugar por donde la manguera le pudiera haber sido introducida.


La Flor de la Monocaína

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Ahora bien, ¿qué le ha pasado a ese hombre invisible que, antes de serlo, era conocido como Griffin?

El film se demora lo suficiente en suministrar informaciones sobre ello.

Padre de Flora: He encontrado algo, Kemp.

Kemp: ¿Qué es?

Kemp: ¿Malas noticias?

Padre de Flora: Sólo es una nota borrosa. Una lista de sustancias químicas. La última es la monocaína.

Kemp: ¿Monocaína? ¿Qué es la monocaína?

Padre de Flora: La monocaína es un fármaco terrible.

Kemp: No me suena.

Padre de Flora: Ya no se usa. No sabía que se compusiera. Es un fármaco que se obtiene de una flor que crece en la India. Elimina el color de aquello que toca. Hace años la probaron como blanqueador de ropa. Dejaron de usarla porque destruía el tejido.

Kemp: No parece peligroso.

Padre de Flora: Hay algo más. Experimentaron con un pobre animal, un perro, creo. Se la inyectaron en la piel y el perro se volvió blanco como una estatua de mármol.

Kemp: ¿Es cierto eso?

Padre de Flora: Y, además de blanco, lo volvió loco.

Poderoso fármaco, sin duda.

Pero ¿no encuentran algo notable en su origen?

Más exactamente, ¿no se dan cuenta de que ese origen resuena intensamente en film, en la medida en que suscita determinadas conexiones no por latentes menos concretas y precisas?

El fármaco que elimina el color de aquello que toca, que destruye los tejidos y produce la locura procede de una flor.

¿Pensarán que sobreinterpreto si les digo que por ello aparece como algo del orden de lo femenino?

Pienso que basta con echar un vistazo a la botánica o atender a la función de las flores en los rituales de cortejo para constatar que es algo preciso y fundado lo que les digo.

Pero es que además el film nos suministra, a este propósito, una referencia mucho más precisa. Pues, ¿saben cómo se llama la novia de Griffin?


Flora

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Esta es su primera aparición en el film.

Y no cabe duda de que su nombre está anotado por anticipado en la escenografía, pues con ella, es otra cosa la que aparece por primera vez en él.

Me refiero, claro está, a ese gran ramo de flores que se encuentra a la derecha de ella, y cuya presencia es reforzada compositivamente tanto por la línea descendente de la barandilla de la escalera que conduce hasta él como por la iluminación que hace resplandecer sus blancas flores.

Flora: Papá.

Padre de Flora: No me molestes, Flora, cuando trabajo.

Evidentemente, ella se llama Flora.

Flora: No lo aguanto más, tenemos que hacer algo.

Padre de Flora: ¿Algo sobre qué?

Y como ven, lleva la flora incorporada en su mismo pecho.

Les estoy hablando, por lo demás, de la decisión mayor que determina la escenografía entera de esta secuencia, pues fíjense como la escena se abría, un instante antes de que Flora entrara en escena:

Si el gran ventanal nos muestra la naturaleza exterior que rodea la casa, constamos que no hay en ésta ni hojas ni flores.

De modo que las flores sólo llegan con Flora.



Huyendo de Flora

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Y bien, ¿qué le pasa a Flora?, ¿por qué no aguanta más?

Flora: No lo aguanto más, tenemos que hacer algo.

Padre de Flora: ¿Algo sobre qué?

Flora: Sobre Jack.

Padre de Flora: Vamos, ya volverá, no te preocupes.

Flora: Papá, por favor, ¿puedes escuchar un momento? No sabemos nada de él desde hace un mes.

Como ven, Flora está frenética porque Jack Griffin, su novio -como hiciera ese otro novio que era el doctor Frankenstein- se ha escapado.

Pero además nosotros sabemos que su escaparse tiene que ver con el contacto con ese producto, la monocaína, que procede de una flor de la India.

¿No es entonces Flora quien le ha hecho huir? ¿No es de Flora, en suma, de quien huye?

Quizás me objeten que no es exactamente eso, pues a fin de cuentas Griffin no huye de la monocaína, sino que que por el contrario quiere explorarla y utilizarla.

Estoy del todo de acuerdo por lo que se refiere al pasado, pero en ningún caso por lo que se refiere al momento presente en el que nos encontramos.

Luego veremos cómo ese es, ahora, el caso de otro, ese colaborador que es Kemp.

Pero Griffin ya no está en eso:

Griffin: Un día de trabajo tirado por la borda por culpa de esa ignorante.

Griffin: Debe de haber un antídoto. Bien lo sabe Dios.

(Llaman a la puerta)

Griffin: Si me dejaran trabajar en paz.

Como ven, a la altura del momento en el que el relato comienza, Griffin está desesperado porque no consigue descubrir un antídoto capaz de protegerle de los efectos de la monocaína, es decir, de Flora.

Esa es, exactamente, la investigación en la que se haya embarcado.

Padre de Flora: En su nota dejó claro que quizá no supiéramos de él durante un tiempo.

Padre de Flora: Conviene marcharse para acabar un experimento complejo.

Flora: ¿Qué clase de experimento, padre?

Padre de Flora: Algo personal.

Flora: Anoche tuve el terrible presentimiento de que Jack está en graves apuros.

¿Y qué me dicen de este notable efecto de montaje?

Los graves apuros enunciados por la bella rubia se materializan visualmente en este plano florido, del todo centrado sobre ese gran ramo de flores que se impone a la mirada del espectador ocultando al personaje al que, en principio, este plano debería introducir.


Desapariciones

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Ahora bien, me reconocerán que ésta es una precisa forma de anticipar que este nuevo personaje está totalmente enamorado de Flora -y que por eso, en cierto modo, ha empezado ya, también él, a desaparecer.

Padre de Flora: Hola, Kemp, Flora está preocupada por Griffin.

Kemp: No me sorprende. Por lo menos podría haberle escrito.

Padre de Flora: Bueno, ya sabes como es.

Kemp: Era lo mínimo que podía hacer siendo su empleado.

Padre de Flora: Recuerde que yo le di permiso para que desarrollara sus propios experimentos.

Kemp: ¿Y también se lo dio para que desapareciera?

Ingenioso, ¿no les parece?, el comentario de Kemp: juega a fondo con la idea de la desaparición de Griffin.

Como ven, el enamorado Kemp hace lo que puede para sacar partido de la situación.

Flora: Y eso qué importa. Sé que está en peligro.

Y, como imantado, la sigue hacia el universo florido que amenaza con hacerle desaparecer.

Como es costumbre, la cámara de Whale atraviesa las paredes con toda soltura cada vez que hay un hombre que sigue, como perrito faldero, a una mujer.

Flores a la derecha, flores a la izquierda.

Pero esto todavía es poca cosa.

(Sollozos)

Vean cómo la situación se centra progresivamente sobre un nuevo ramo de flores.

Kemp: Te tranquilizarías si diéramos una vuelta en mi coche.

Flora: ¿Habrá algún documento en su alcoba? Debe de haber organizado su viaje. Tal vez haya alguna carta.

Kem: Sólo dejó papeles quemados en la chimenea.

Flora: Llevaba unos días muy raro. Estaba muy inquieto y nervioso. Pero no me explicó nada.

Ella, ahora, es todo flores.

Es, realmente, Flora.

Ahora bien, ¿qué me dicen del fondo de Flora?

Pues si en primer término su bello rostro resplandece rodeado de flores, si su cuerpo aparece vestido de flores, siendo él mismo la flor mayor, sin embargo se atisba también, ahora, un fondo de Flora.

Me refiero a esas ramas negras, torcidas, secas. Totalmente desfloradas, que pueden verse tras la ventana.

Flora: Nunca le había visto así. Le encantaba hablar de sus experimentos.

Kemp: Se ha inmiscuido en asuntos que el hombre debe respetar.

Flora: ¿Qué quieres decir?

Como ven, Kemp está atrapado por las flores de Flora.

Kemp: Tu padre es el científico que más ha descubierto sobre conservantes. Jack y yo éramos sus ayudantes. Un trabajo sencillo. No es romántico, pero evita muertes y dolores de estómago.

Flora: ¿Qué asuntos deben respetarse?

Kemp: Trabajaba en secreto. Guardaba material en un armario de su laboratorio. Sólo lo habría tras atrancar la puerta y correr las cortinas. Los científicos honrados no atrancan las puertas ni corren las cortinas.

Kemp: Tú no le importas, Flora. Sólo le interesan las probetas y los compuestos químicos. ¿Cómo puede marcharse sin decir adónde va? Flora, querida, déjame expresarte mis sentimientos.

Realmente, Kemp está emborrachado por el aroma de Flora.

¿No debió ser eso mismo lo que sintiera Griffin antes de empezar a volverse invisible y comenzar a desaparecer?

Kemp: No puedo trabajar ni dormir.

Flora: Déjame en paz. ¿Cómo te atreves?

Y de hecho el propio Kemp empieza ya él mismo a desaparecer.

embriagado como está, emborrachado por el penetrante aroma de esas flores.

que penetra por su nariz por obra de otro de los poderosos travellings de Whale.


Notas

1. En este capítulo y el siguiente se retoman ideas ya anticipadas en el trabajo para la obtención del Diploma de Estudios Avanzados realizado por David Aparicio Fernández bajo mi dirección: Lo siniestro y la psicosis en “El hombre invisible” (“The Invisible Man”, 1933) de James Whale, Programa de Doctorado en Teoría, Análisis y Documentación Cinematográfica, UCM, 2007.

3. Huyendo de la novia


Frankenstein, La novia de Frankenstein

 

 

Jesús González Requena

El Monstruo y la Diosa (James Whale, Mary Shelley)

Seminario impartido en el

Seminario de Investigación II de la Maestría en Comunicación y Medios

Instituto de Estudios en Comunicación y Cultura IECO/FACARTES

Universidad Nacional de Colombia, Bogotá

18/02/2010

de esta edición: gonzalezrequena.com, 2014

 

 

 

 


La escena siniestra

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Volvamos a La novia de Frankenstein.

La disposición en espejo del film no cesa de cuajar:

Reparen, por ejemplo, en este vaivén:

Si Shelley, su marido, coge su mano,

Shelley: Ya está. Es una lástima, Mary, que acabaras la historia tan rápido.

Ella, sin embargo, parece ignorarle y se vuelve a Byron:

Mary Shelley: Ese no era el final.

Mary Shelley: ¿Queréis oír lo que pasó después?

Mary Shelley: Me apetece contarlo.

Mary Shelley: Es una noche perfecta para historias de terror. El aire está lleno de monstruos.

El aire está lleno de monstruos.

No hay duda de ello.

Lord Byron: Soy todo oídos.

Si les he insistido en el énfasis en la enunciación que tiene lugar en este prólogo del film, es para que se den cuenta de que, a través de él, y en relación con la figura de Mary Shelley, James Whale se piensa y se inscribe a sí mismo en su film.

¿Dónde?

Yo diría, que en lo que constituye la diferencia entre estas dos imágenes precedentes, por lo demás tan semejantes: en el lugar del monstruo, en suma.

Y el juego en espejo es también un juego de inversión: recuerden las dos diferencias decisivas que les he señalado entre novela y film.

En la novela, la mujer del monstruo no termina de ser creada.

Y es ciertamente siniestra la escena en la que eso se concreta:

«Al mirarlo (al monstruo), vi que su rostro expresaba una increíble malicia y traición. Recordé con una sensación de locura la promesa de crear otro ser como él, y entonces, temblando de ira, destrocé la cosa en la que estaba trabajando. Aquel engendro me vio destruir la criatura en cuya futura existencia había fundado sus esperanzas de felicidad, y, con un aullido de diabólica desesperación y venganza, se alejó.

«(…) antes de partir, me esperaba una tarea que me producía escalofríos sólo de pensar en ello: tenía que empaquetar mis instrumentos de química, para lo cual era preciso que entrara en la habitación donde había llevado a cabo mi odioso trabajo, y tenía que tocar aquellos instrumentos, cuya simple vista me producía náuseas. Cuando amaneció, al día siguiente, me armé de valor y abrí la puerta del laboratorio. Los restos de la criatura a medio hacer que había destruido estaban esparcidos por el suelo y casi tuve la sensación de haber mutilado la carne viva de un ser humano. Me detuve para sobreponerme, y entré en el cuarto. Con manos temblorosas saqué los instrumentos de allí; pero pensé que no debía dejar los restos de mi obra, que llenarían de horror y sospechas a los campesinos. Por tanto, los metí en una cesta, junto con un gran número de piedras, y, apartándola, decidí arrojarla al mar aquella misma noche (…)»

Supongo que percibirán ahí la pesadilla del cuerpo femenino como un resto desintegrado y hórrido, al que corresponderá más tarde -y es la otra gran diferencia- la noche de bodas convertida en la de la muerte de Elisabeth, asesinada por el monstruo.

Sin duda, esa vivencia de lo femenino como un cuerpo fragmentado y siniestro es la pesadilla de Shelley.

Ahora bien, ¿Cuál es la de Whale?

Pues bien: la de Whale es precisamente la inversa: la de la invulnerabilidad de lo femenino.

Pero no pierdan de vista el fondo común:

la experiencia de la monstruosidad, ligada a la imposibilidad absoluta de la consumación de la noche de bodas.

De modo que, desintegrado o invulnerable, lo femenino aparece en ambos casos como fondo de horror.


La reina de las flores

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Vayamos pues a esa noche de bodas que está en el centro del primer Frankenstein de Whale.

Voy a intentar mostrarles hasta qué punto está focalizada por el pánico que Whale siente hacia la novia que le acecha.

Impresionante entrada en cuadro, ¿no es cierto?

Elisabeth, la novia, ansiosa, antes de la boda, va en busca del novio.

Elizabeth: Henry.

Es una llamada.

Frankenstein: Elisabeth.

Frankenstein: Estás deslumbrante.

No hay duda: ella está deslumbrante.

Pero él añade:

Frankenstein: Pero no debes estar aquí.

Ensayen la posibilidad de que él se esté sintiendo acosado, asustado ante la posibilidad de que ella se le eche encima.

No deja de ser curioso el cuadro del fondo a la derecha, del que merece la pena mostrar una ampliación:

En él, las posiciones del hombre y de la mujer invierten las de Frankenstein y Elisabeth.

En el cuadro, que tiene todo el aspecto de una pintura cortés del tardío gótico internacional, es el hombre el que llega a caballo por la izquierda, mientras que es la mujer la que espera de pie a la derecha.

En la película, en cambio, es Elisabeth la que llega por la izquierda y, aunque no lleva caballo, su vestido y su apabullante velo le dan una magnitud compositiva equivalente a la del caballo, igualmente blanco, del cuadro.

Elisabeth: Tengo que verte un minuto.

El caso es que Elisabeth da una orden y se hace seguir.

Y el olor de las flores invade, intoxica el espacio que rodea a Frankenstein.

Ella, la reina de las flores, le reclama, y le hace seguirla en un aparatoso y espléndido travelling que no conoce limitación alguna en el espacio, pues atraviesa un muro tras otro.

Frankenstein: ¿Por qué? ¿Qué ocurre?

Ella no responde, sino que reina: se hace seguir.

Su largo velo constituye su estela.

Elisabeth: ¿Os importa dejarnos un momento?

Una de las damas: No faltaba más.

Toda una apoteosis de lo femenino. Nos encontramos en el dormitorio de la novia.

Observarán que la escala del plano viene determinada por las dimensiones de su vestido.

Y que, en cierto modo, Frankenstein parece atado a la cola de su largo y majestuoso velo de novia.


Algo está del revés

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Las damas de compañía, con su extrañeza, sirven para hacer notar lo insólito de que la novia, vestida como tal, conduzca al novio a su dormitorio antes de la boda.

Parecen decirnos, con sus miradas extrañadas, que algo está del revés.

Todas las damas de la novia, una por una, dicen con su rostro que esto es excesivo, que no debería ser así, que el novio no debería ver a la novia ni entrar en su dormitorio antes de la boda.

De manera que ésta, después de la que acusaba la pintura presente en la sala donde la novia fue a buscar a Frankenstein, es la segunda inversión de la situación canónica.

Frankenstein: ¿Qué pasa?

Realmente, Frankenstein parece asustado.

El travelling prosigue.

Elisabeth: Henry, menos mal que estás a salvo.

Frankenstein: ¿A salvo? Claro que estoy a salvo.

La cuestión se plantea en sus justos términos.

Frankenstein: Pareces preocupada. ¿Ocurre algo?

O para utilizar la traducción literal: ¿Hay algo equivocado?

El caso es que no parece pasar nada. Y eso, como verán en seguida, es precisamente lo que ocurre: que no pasa nada.

Elisabeth: No… no. Olvida esta insensatez mía.

Esa es exactamente la queja de ella: que no pasa nada. Que no pasa nada ahí: en el dormitorio de la novia.

Y eso es también lo que señala la nueva pintura que el film presenta al fondo:

una mujer en jarras, esperando.

Elisabeth: Era sólo una intuición. No ocurre nada.

Elisabeth: Henry, estoy asustada. Terriblemente asustada. ¿Dónde está el doctor Waltman, por qué no ha llegado?

Ella sabe que va a pasar algo, y por eso está asustada.

Frankenstein: Siempre llega tarde. Estará al caer.

Elisabeth: Algo va a ocurrir. Lo presiento. No puedo quitármelo de la cabeza.

Frankenstein: Son los nervios. Nada más. Todo el alboroto y los preparativos.

Pero no es de eso que Frankenstein sugiere de lo que se trata, no es que ella esté asustada porque sea eso, la noche de bodas, lo que va a pasar.

Todo lo contrario: lo que a ella le asusta es la posibilidad de que eso no llegue a pasar.

Elisabeth: No, no, no es eso. Lo he sentido todo el día. Algo se interpondrá entre nosotros. Lo sé. Lo sé.

Lo tiene claro: algo se interpone entre ellos.

¿Qué?

Esto es lo que la historia dice: que se interpone el monstruo que él ha creado.

Ahora bien, ¿y si él lo hubiera creado, precisamente, para que se interponga entre él y ella?

Esta sugerencia les parecerá un disparate, probablemente. Pero no lo es pues, piénsenlo bien: después de todo, lo que él quiere es crear vida artificialmente, es decir sin tener que recurrir al acto sexual.

Por lo demás, James Whale era homosexual,

y sin duda uno de los más notorios de Hollywood de su tiempo por las célebres orgías que realizaba en su lujosa residencia -quizás hayan visto ustedes una película biográfica que habla de ello: Dioses y monstruos.

Un hombre guapo, ¿verdad? Tenía 32 años cuando realizó Frankenstein.

Supongo que reparan en su notable parecido con Colin Clive, el actor que interpreta a Frankenstein:

Se parecen hasta en las orejas…

Frankenstein: Siéntate y descansa. Pareces agotada.

Elizabeth: Si yo pudiera protegernos…

Frankenstein: ¿De qué, cariño?

Elizabeth: No lo sé. Ojalá pudiera quitármelo de la cabeza.

Elizabeth: Me moriría si te perdiera, Henry.

Frankenstein: ¿Perderme?

Frankenstein: Siempre estaré contigo.

Frankenstein miente.

Y ella lo sospecha:

Elizabeth: ¿De verdad Henry? ¿Estás seguro? ¡Te quiero tanto!

No miente él, en cambio, cuando le dice:

Frankenstein: Claro que sí estás preciosa.

Pero podríamos añadir, la encuentra bellísima así, vestida de novia, es decir, vestida, vestida de mujer.

A los homosexuales suelen encantarles las mujeres vestidas de mujer.

Pero eso deja de suceder cuando se quitan sus vestidos.


Algo pasa, pero es otra cosa

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Victor: ¡Henry! ¡Henry!


Elizabeth: ¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

Algo pasa finalmente.

¿Qué?

Victor: ¡Henry! ¡El doctor Waltman!

Que Henry sale corriendo.

Frankenstein: ¿Qué le pasa al doctor Waltman?

Elizabeth: ¡Henry, no me dejes!

Elizabeth: ¡No me dejes!

Vaya si la deja.

La deja justo antes de la boda y, sobre todo, por tanto, antes de esa noche de bodas en la que ella habrá de comparecer sin vestido.

He aquí, entonces, lo más insólito, también lo más inverosímil, pero precisamente por eso lo más verdadero:

Frankenstein: No cariño, quédate ahí.

Elizabeth: Pero… ¡Henry! ¡Henry!

la encierra.

¿Para qué, sino para que no pueda escapar del monstruo cuando éste vaya a buscarla?

¿Acaso este gesto de él no confirma lo que ella acaba de decirnos?

Que ella lo sabía: sabía que algo iba a interponerse entre ellos. Veámoslo de nuevo:

Elizabeth: ¡No me dejes!

Frankenstein: No cariño, quédate ahí.

Elizabeth: Pero… ¡Henry! ¡Henry!

Sin duda: una puerta cerrada.

Una puerta cerrada por el propio Henry.

Y qué bien está ella.

Y qué admirablemente la filma el cineasta: esa gradación de la luz,

ese gesto de desconcierto que es también un gesto de reconocimiento –era eso, lo sabía, tenía que suceder.

Y la manera en que el rostro de ella desaparece bajo el cuerpo de él mientras la cámara desciende hacia la cerradura.

Todos los elementos del acto sexual se hacen presentes, sólo que su orden está invertido: el hombre cubre a la mujer,

la llave del hombre se introduce en la cerradura de ella…

Sí, pero él queda del otro lado de la puerta cerrada que, así, les separa.


Encerrada para el monstruo

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Como ven, todo está del revés, pues Henri es -recuerden la expresión que entonces se empleaba para designar su condición sexual- un invertido.

Por lo demás, ¿cómo dudar que Frankenstein la ha encerrado para que el monstruo se haga cargo de ella?

De hecho, emocionalmente, nadie lo duda: todos los espectadores, incluso los más ingenuos, están seguros de que el monstruo va a ir a por ella.

Y bien, ahí le tienen, al fondo, decidido a cumplir su tarea. Tan de negro viste él como blanco es el vestido de ella.

Pero me reconocerán ustedes que es extrema su lentitud y su torpeza.

Elizabeth: ¡Ahhhhh!

Monstruo: ¡Agggg!

Ni siquiera su grito puede ser tomado demasiado en serio.

Carece de la intensidad y de la potencia del de ella.

Elizabeth: ¡Ahhhhh!

¿Qué ha pasado?

No ha pasado nada.

Y ello porque el monstruo tampoco ha sido capaz de hacerlo.

Ya saben ustedes hasta dónde puede llegar el monstruo por lo que a lo femenino se refiere:

Y, para ser más exactos: por lo que se refiere a la flor de la mujer.

Como ven, incluso los 16 años de las amadas de Percy Shelley son demasiados para él.

Por cierto, ¿han visto que niña tan decidida?

Maria: ¿Quién eres?

Maria: Me llamo Maria.

Maria: ¿Quieres jugar conmigo?

Como ven, la niña es una pequeña seductora.

Maria: ¿Quieres una de mis flores?

Y hasta qué punto.

Quizás recuerden que La Ana de El espíritu de la colmena tenía su particular dificultad en responder a la pregunta de por qué el monstruo mataba a la niña. Pero James Whale, sin embargo, lo tenía muy claro: Frankenstein sólo tiene una manera de responder a la interpelación sexual que ella le dirige.

2. Mary Shelley, la mujer que alumbró al monstruo


Frankenstein, La novia de Frankenstein

 

 

Jesús González Requena

El Monstruo y la Diosa (James Whale, Mary Shelley)

Seminario impartido en el

Seminario de Investigación II de la Maestría en Comunicación y Medios

Instituto de Estudios en Comunicación y Cultura IECO/FACARTES

Universidad Nacional de Colombia, Bogotá

18/02/2010

de esta edición: gonzalezrequena.com, 2014

 

 

 


Una criatura sorprendente

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Les decía que la interrogación final nos devolvía al principio

donde ya fue formulada y en los mismos términos:

Repitamos, pues, la pregunta: ¿quién es The Monster’s Mate, esa pareja sexual del monstruo -y por ello mismo, necesariamente, también ella monstruosa?

Así comienza La novia de Frankenstein, en lo que de inmediato va a conformarse como una recreación del ambiente en el que fue escrita la novela.

Ese ambiente, precisamente, que Mary Shelley describía así en el prólogo de su libro:

«Pasé el verano de 1816 en los alrededores de Ginebra. La temporada era fría y lluviosa, y por las noches nos agrupábamos en torno a la chimenea. Ocasionalmente nos divertíamos con historias alemanas de fantasmas, que casualmente caían en nuestras manos. Aquellas narraciones despertaron en nosotros un deseo juguetón de emularlos. Otros dos amigos (cualquier relato de la pluma de uno de ellos resultaría bastante más grato para el lector que nada de lo que yo jamás pueda aspirar a crear) y nos comprometimos a escribir un cuento cada uno, basado en algún acontecimiento sobrenatural.

«Sin embargo, el tiempo de repente mejoró, y mis dos amigos partieron de viaje hacia los Alpes donde olvidaron, en aquellos magníficos parajes, cualquier recuerdo de sus espectrales visiones. El relato que sigue es el único que se terminó.»

[Mary Shelley: Frankenstein, Prólogo.]

Lord Byron: ¡Deliciosamente dramático!

Lord Byron: La manifestación más salvaje de la naturaleza ahí fuera

Lord Byron: y nosotros tres, dichosos, aquí dentro.

Entonces uno repara en que aquí también había tres:

Lord Byron: Quiero pensar que Jehová, furioso, estaba apuntando sus flechas luminosas a mi cabeza.

Lord Byron: A la erguida cabeza de George Gordon, lord Byron, el gran pecador de Inglaterra.

Lord Byron: Pero no puedo ser tan presuntuoso. Seguramente los truenos son para Shelley.

Lord Byron: Un aplauso del cielo al mejor poeta de Inglaterra.

Shelley: ¿Y por qué no para mi Mary?

Lord Byron: Ella es un ángel.

Mary Shelley: ¿En verdad lo crees?

¿Es ella un ángel?

La prueba de que el cineasta lo duda se encuentra, de inmediato, en el hecho de que haya escogido para ponerla en escena a la misma actriz que interpreta a la terrible novia de Frankenstein.

Lord Byron: ¿Lo oyes? Acércate, Mary. Ven a ver la tormenta.

Mary Shelley: Sabes que los truenos me asustan.

Mary Shelley: Shelley, querido, ¿podrías encender las velas?

Shelley: Sí, cariño.

Lo que desde luego sí es es una criatura sorprendente:

Lord Byron: Una criatura sorprendente.

Mary Shelley: ¿Yo, lord Byron?

Lord Byron: Temerosa del trueno y de la oscuridad. Y aún así, has escrito una historia que me ha puesto los pelos de punta.

Mary Shelley: ¡Ja!, ¡ja!

Lord Byron: Mírala,

Lord Byron: ¿no te parece increíble que una cabeza tan bella ideara Frankenstein?

Es esta una pregunta del todo procedente. ¿Qué tipo de mujer era la que alumbró al monstruo de Frankenstein?

Lord Byron: Un monstruo creado a partir de cadáveres robados de tumbas.

Y no tanto porque escribiera un relato de terror, sino, sobre todo, porque los dos protagonistas del mismo son dos hombres.

Y porque se trata de un relato escrito en primera persona -por uno de ellos-, y atravesado por una intensa identificación con esos dos hombres.

Lord Byron: ¿No es asombroso?

Mary Shelley: No sé de qué te sorprendes.

Mary Shelley: ¿Qué esperabas?

Mary Shelley: El público necesita algo más fuerte que historias de amor.


Mary y Percy Shelley

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Mary Shelley: ¿Por qué no escribir sobre monstruos?

¿Perciben el fondo hiriente que late en este elegante diálogo de salón?

Deberían hacerlo, si es que se han tomado en serio las palabras del prólogo de la novela que les he presentado:

«Pasé el verano de 1816 en los alrededores de Ginebra. La temporada era fría y lluviosa, y por las noches nos agrupábamos en torno a la chimenea. Ocasionalmente nos divertíamos con historias alemanas de fantasmas, que casualmente caían en nuestras manos. Aquellas narraciones despertaron en nosotros un deseo juguetón de emularlos. Otros dos amigos (cualquier relato de la pluma de uno de ellos resultaría bastante más grato para el lector que nada de lo que yo jamás pueda aspirar a crear) y o nos comprometimos a escribir un cuento cada uno, basado en algún acontecimiento sobrenatural.

«Sin embargo, el tiempo de repente mejoró, y mis dos amigos partieron de viaje hacia los Alpes donde olvidaron, en aquellos magníficos parajes, cualquier recuerdo de sus espectrales visiones. El relato que sigue es el único que se terminó.»

[Mary Shelley: Frankenstein, Prólogo]

¿Es que no ven ahí latir el sentimiento inconfesado de traición que Mary debió experimentar cuando sus dos amigos, Shelley y Byron, siempre tan apasionadamente instalados en su mutua relación -como los dos amigos de El gabinete del doctor Caligari, Francis y Alan, por otra parte- partían de excursión y desatendían su amor?

Lord Byron: No me extraña que Murray no lo publicara. El público se escandalizaría.

Mary Shelley: Creo que lo publicarán.

Mary Shelley: Entonces, tendrás que explicar muchas cosas.

No saben ustedes cuántas.

Pues Percy Shelley, cuando leyera el relato, no podría dejar de reconocer todos los detalles que parecían señalarle a él en el lugar del propio Frankenstein.

Pues Elisabeth, la novia de Frankenstein,

tiene en la novela una historia previa que la película omite: era una primita del protagonista que, al quedar huérfana muy niña, fue adoptada por los padres de éste, de modo que vivieron su infancia como dos amorosos hermanitos.

Y por su parte, Percy Shelley tuvo una hermana con ese mismo nombre, Elisabeth, a la que estuvo tan unido que llegó a hacer con ella lo que nunca haría con su esposa: publicar primero una obra poética “Poemas originales de Victor y Cazire“, y más tarde una colección de versos satíricos titulada “Fragmentos póstumos de Margaret Nicholson“.

¿Se imaginan ustedes la intensidad de esa relación, fraternal o incestuosa, elijan la palabra que prefieran, que no le hizo dudar al joven poeta a escribir en femenino bajo el seudónimo de la tal Margaret?


De la novela al film

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Y por cierto que -supongo que ustedes lo saben- una de las dos diferencias básicas entre la novela de Shelley y las películas de Whale estriba en que, en la novela, Elisabeth muere asesinada en su noche de bodas.

Y antes, por supuesto, de que tenga lugar su consumación.

En la novela, Frankenstein, cuando acepta la tarea de crear a la mujer del monstruo, parte de viaje a Escocia donde inicia la tarea que luego interrumpe, renunciado a ella, y más tarde, navegando a la deriva, llega hasta Irlanda.

Pues bien, ese fue el mismo itinerario que siguió Shelley antes de casarse con Mary, cuando, con 19 años, se fugó primero a Escocia con una joven de 16 años, Harriet, y luego, cuando se cansó de ella, se fue a Irlanda donde se introdujo en los círculos de poetas revolucionarios.

De modo que esa primera mujer de Shelley, Harriet ocupa el lugar de la mujer del monstruo a la que Frankesntein no llega a dar vida.

Y por cierto que 16 debía ser la cifra del erotismo heterosexual de Percy Shelley, pues igualmente se enamoró y huyo, esta vez a Suiza, con Mary cuando ésta tenía todavía sólo 16 años.

¿Se desinteresaría también de ella cuando creciera y dejara de ser una niña?

En cualquier caso, ninguna relación de Percy Shelley llega a alcanzar la intensidad de la que mantuvo con Lord Byron.

¿No ven en ello una buena justificación del exordio moral de Mary?:

Mary Shelley: Los editores no entienden que quise escribir una lección moral sobre el castigo que recibiría el mortal que se atreviese a imitar a Dios.

Uno muy directamente dirigido a Percy Shelley quien, además de poeta, fue el autor de un ensayo titulado La necesidad del ateísmo.

Lord Byron: Sea cual sea tu intención, disfruto saboreando cada horror por separado. Los paladeo una y otra vez.

Como ven, Whale no se recata en hacer visible el homoerotismo de los poetas.

Mary Shelley: No, Lord Byron. No me lo recuerdes esta noche.

Lord Byron: Estos frágiles y pálidos dedos escribieron semejante pesadilla.

Observen que el film insiste de mil maneras en poner sobre el tapete la cuestión del sujeto de la enunciación que protagoniza el acto de escritura.

Mary Shelley: ¡Ay!

Mary Shelley: Has hecho que me pinche, Byron. Está sangrando.

Y la relación directa de ese acto de enunciación con la sangre.

Permítanme todavía dos datos más en los que la novela de Mary se cruza con su biografía: si en la película el monstruo asesina a una niña

-para la que, dicho sea de paso, Whale escoge el nombre de la propia Mary- en la novela asesina a un niño de la misma edad, llamado William, y hermano pequeño del propio Frankenstein, con lo que el monstruo inicia su venganza.

Y bien: William era el nombre tanto del padre de Mary -William Godwin- como del segundo hijo de éste, producto del matrimonio que contrajo en segundas nupcias, 6 años después la muerte de la madre de Mary, con una suiza ginebrina.

¿Venganza simbólica, entonces, hacia el padre, a través del hijo?


Mary Wollstonecraft

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Pero queda todavía por explicar lo esencial: más allá del destilado de la queja hacia el marido y su amigo, más allá de la ira hacia el padre, ¿de dónde procede la experiencia íntima de lo monstruoso que habita a la propia Mary Shelley?

Pues sin eso -les digo lo mismo que les decía de Whale- la novela no hubiera podido alcanzar su dimensión de verdad.

Podemos llegar a ello con sólo tirar del hilo de la venganza hacia el padre.

La madre de Mary Shelley, la escritora y activista feminista Mary Wollstonecraft, murió a efectos del parto en el que nació su hija.

Pero la magnitud de este hecho en la vida de la futura escritora sólo se comprende del todo cuando se atiende a los sucesos que precedieron de inmediato a ese parto.

Mary Wollstonecraft estaba por entonces locamente enamorada de un hombre llamado Imlay, quien finalmente terminó por abandonarla.

Tras perseguirle inútilmente, en mayo de 1795 la mujer intentó suicidarse.

Mary Shelley nació muy poco después, en agosto de 1797, una vez que su madre, ya embarazada, se había casado con su padre, William Godwin.

De modo que esa madre quedó embarazada sólo un año después de su intento de suicidio.

Y de un intento de suicidio del que, al parecer, no llegó nunca a retractarse pues, cuando se recuperó fisicamente, escribió lo que sigue:

«Sólo tengo que lamentar que, cuando la amargura de la muerte había pasado, fui inhumanamente traída de vuelta a la vida y la miseria. Pero tengo la firme determinación de que esa decepción no me desconcierte; no dejaré que lo que fue uno de los actos más calmados de mi razón quede como un intento desesperado. En lo que a ello respecta, sólo tengo que rendir cuentas a mí misma. Si me preocupara por lo que llaman reputación, serían otras circunstancias las que me deshonrarían.»

Como ven, le sobraban a Mary Shelley motivos para reconocer, en el fondo de su ser, la idea de la monstruosidad, sabiéndose hija de un madre que reivindicaba su suicidio -un suicidio demasiado próximo a su propio nacimiento- como el acto más calmado de su razón.

1. El Monstruo y la Diosa

Frankenstein, Caligari, La novia de Frankenstein

 

 

 

Jesús González Requena
El Monstruo y la Diosa (James Whale, Mary Shelley)
Seminario impartido en el
Seminario de Investigación II de la Maestría en Comunicación y Medios
Instituto de Estudios en Comunicación y Cultura IECO/FACARTES
Universidad Nacional de Colombia, Bogotá
18/02/2010
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2014

 

 

 

 


La interrogación por lo monstruoso

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El lugar donde el artista coloca su firma es siempre un lugar significativo, pues es mucho lo que cada uno se juega en su propio nombre.

En el caso de James Whale, el lugar escogido es ese rostro confuso, de límites desdibujados, en torno al cual giran multitud de ojos.

Pero decir sólo esto resulta insuficiente.

Hay que añadir que existe una incógnita, una palpable interrogación en ello.

Fíjense bien: pone Directed by James Whale, desde luego, pero vean la interrogación que aparece de pronto a continuación del by.

Y esa interrogación crece progresivamente

hasta eclipsar el nombre del cineasta y sustituirlo por la expresión The Monster.

¿Es James Whale, entonces, el monstruo insomne cuyas desmesuradas ojeras acreditan su neta filiación expresionista?

De lo que no hay duda, en cualquier caso, es de que la idea del ser monstruoso formaba parte de manera muy íntima de su experiencia vital pues, de lo contrario,

¿cómo podría haber creado un monstruo tan conmovedoramente inolvidable?

Ahora bien, es obligado añadirlo, esa idea, la del componente monstruoso de lo humano que cobrara una forma tan definida a principios del siglo XIX, con el Romanticismo, en las primeras décadas del siglo XX se había extendido y había calado en profundidad en Europa.

Y James Whale era, como ustedes seguramente sabrán, inglés, y como todos los hombres del teatro y del cine inglés de su tiempo estaba profundamente influido por esa segunda parte, aún más oscura, del romanticismo, que fuera la del expresionismo alemán.


Caligari y Frankenstein

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Presentador: ¿Cómo están ustedes? El sr. Carl Laemmle opina que no sería correcto presentar esta película sin antes hacerles una advertencia.

Presentador: Estamos a punto de contar la historia de Frankenstein. Un hombre de ciencia que quiso crear a un hombre a su imagen y semejanza, sin contar con Dios.

Presentador: Es una de las historias más inquietantes jamás contadas, pues plantea los dos grandes misterios de la creación: la vida y la muerte.

Presentador: Creo que les estremecerá. Puede que les asuste.

Presentador: Incluso podría horrorizarles.

Presentador: Por eso, si alguno de ustedes no desea pasar por un trago así, ahora tiene la ocasión de…

Presentador: Bien, les hemos avisado.

Es notable la resonancia, en estas imágenes iniciales de Frankenstein, de una presentación no menos espectacular que tuvo lugar en los orígenes del cine expresionista.

Pues así presentaba el doctor Caligari su propio espectáculo:

Caligari: ¡Pasen y vean! La maravilla… tiene 23 años, y duerme desde hace 23 años… sin interrupción. Noche y día… Cesare resucitará ante sus ojos de la catalepsia… ¡Pasen y vean!

Como pueden constatar, se habla, aquí como allí, del poder supremo sobre la vida y la muerte, a la vez que, claro está, se nos convoca a participar de un espectáculo que se alimenta de tales magnitudes experienciales.

Y, por eso, también la desbordante gestualidad de Caligari

encuentra su eco en el presentador de Frankenstein:

Imposible dudarlo: James Whale vio aquel gran éxito mundial de 1920 a través del cual el expresionismo, con su mórbida imaginería, se instaló en las pantallas cinematográficas mundiales.

Y así, el monstruo al que dio a luz diez años más tarde, en 1931, no podía ocultar su filiación en el Cesare de Caligari:

La puerta que se abre,

dejando ver la figura alta y toda ella vestida de riguroso negro,

que da paso a un gran primer plano del rostro mórbido

al que sigue un gesto de las manos abiertas e implorantes.

Y lo mismo podemos decir de sus amos o creadores:

Frankenstein: Miren. Se mueve. Está vivo. ¡Vivo! Está vivo.

Frankenstein: Se mueve. Vivo. Está vivo. ¡Vivo!

Frankenstein: ¡Está vivo!

Victor: ¡Henry, en nombre de Dios!

Frankenstein: ¿En el nombre de Dios? Ahora sí lo que …

Muy semejante histrionismo,

la misma combinación de ciencia y esoterismo

Y sobre todo: una común locura megalomaníaca.

Una locura que se manifiesta, al modo expresionista, con las más acentuadas contorsiones corporales:

Caligari: Tengo que saberlo todo… tengo que penetrar en el secreto. Tengo que ser Caligari…

Frankenstein: Muerto, ¿eh?

(El dr. Waldman asiente con la cabeza)

Frankenstein: Bonita escena, ¿no es cierto? Un loco

Frankenstein: y tres espectadores muy cuerdos.

(Rayo y relámpago)

Frankenstein: ¡Sí!

De hecho, la más brillante idea escenográfica de la creación

-el ascenso del cuerpo todavía sin vida hacia el el techo abierto- permite a Whale filmar una y otra vez a Frankenstein en posiciones contorsionadas de su cuerpo

que encuentran su expansión, aún más caligariana,

en la figura de su jorobado ayudante.


La entronización de una diosa

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Lo que alcanzará su máxima expresión 3 años más tarde, en La novia de Frankenstein.

Este hombre, Frankenstein, que aguarda a que algo descienda del cielo se nos antoja, en la imagen, un ser deforme, contrahecho.

Tan torturadamente monstruoso como fascinada es la mirada con la que aguarda eso, sea lo que sea, que desciende.

Y bien, no hay duda de que se trata de una mujer.

De modo que en ella reside el núcleo del enigma.

(un vago gemido)

¿Por qué ha introducido Whale a este segundo personaje inexistente en la novela, el doctor Petrorius?

Frankenstein: ¡Vive! ¡vive!

¿Será para hacer posible esta simetría compositiva que realza y centra el nacimiento de esta mujer?

Es el mismo motivo por el que hay dos lámparas, colocadas cada una de ellas sobre cada uno de esos hombres y cuya función es meramente compositiva: pues les ilumina muy poco a ellos, siendo ella la que, contra lo previsible, tiene el centro de la luz.

Doble plano semisubjetivo, entonces.

Doble fascinación.

En la que sin duda late la memoria visual de otra entronización semejante: la que en 1927 había tenido lugar en Metropolis:

Como ven, ellos comparecen ahí como dos doncellas fascinadas ante su señora, como dos damas que sujetan y despliegan la cola del vestido de la novia,

Petrorius: La novia de Frankenstein.

No pueden negármelo: esta es una apoteosis gay.

La música, con sus campanas, posee los tonos de la entronización de una diosa.

Ella se vuelve atraída por Frankenstein.

Parece marearse en su presencia.


La risa de la Diosa y el miedo del monstruo

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¿Y el monstruo?

Se darán cuenta de que el monstruo tiene miedo.

¿Y ella?

Monstruo: ¿Amiga?

Novia de Frankenstein: ¡Ja! ¡Ja!

Ella se burla.

Pero la intensidad del anhelo del monstruo tapa esa burla.

Monstruo: ¿Amiga?

Tiene lugar entonces el primer grito.

Novia de Frankenstein: ¡Ahhhhh!

Al que sigue un paso de danza.

Petronius: ¡Atrás! ¡Atrás!

Y el monstruo, enamorado, tiembla.

Llega, entonces, el segundo grito:

Novia de Frankenstein: ¡Ahhhhhhhh!

Monstruo: Me odia. Igual que los demás.

Frankenstein: ¡Cuidado! ¡La palanca! ¡Aléjate de ella!

Petrorius: Harás que saltemos por los aires.

Elisabeth: ¡Henry!

Elisabeth: ¡Abre la puerta! ¡Henry!

Frankenstein: ¡Fuera! ¡Vete!

Elisabeth: ¡No me iré sin ti!

Frankenstein: ¡No puedo dejarles aquí! ¡No puedo!

Monstruo: ¡Márchate! ¡Vive! ¡Vete!

Frankenstein: Tu quedar.

Frankenstein: Nosotros pertenecer al mundo de muertos.

Nosotros pertenecer al mundo de muertos.

Estremecedor enunciado éste, que nos devuelve con total intensidad la pasión mortífera que recorrió Occidente a lo largo de los años treinta.

Novia de Frankenstein: ¡Gggggg!

Y este es el tercer grito, el definitivo.

¿Se dan cuenta ustedes de que tiene una cualidad diferente?

Es un grito largo, prolongado, desgarrador.

Novia de Frankenstein: ¡Gggggg!

Y feroz.

Tan destructivo, como aniquilante.

La torre, entonces, estalla desde su propio interior.

Y, necesariamente, se desmorona.

Sé que les va a chocar, pero les pido que acepten, siquiera provisionalmente, reconocer en este desmoronamiento de la torre el desmoronamiento mismo del falo, de la referencia simbólica fálica, como un dato mayor de la tragedia en la que se abismó Europa en los años veinte y treinta.

Me conformo, tan sólo, con que ensayen esta hipótesis. En lo que sigue les ofreceré todo tipo de argumentaciones suplementarias en su respaldo.

Nada queda de esa torre, salvo un montón de cenizas.

Y un final imposible.

Frankenstein: Cariño. Cariño.

Y que, por tal, es objeto de un comentario burlón.

La película se acaba, pero, entonces, de nuevo,

aparece, la interrogación:

¿Quién es The Monster’s Mate, la pareja sexual del montruo?

Y esa interrogación nos devuelve al principio

donde ya fue formulada y en los mismos términos que en Frankenstein:

¿Quién es The Monster’s Mate, esa pareja sexual del monstruo -y por ello mismo, necesariamente, también ella monstruosa?

15. El retorno de la gorgona

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
El dormitorio de la zarina (Octubre, Eisenstein)
Sesión del 25/05/2007
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2014

 

 

 


Cuestiones de álgebra visual

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Esta es la fórmula que se desmorona.

Literalmente: cae, no está.

No hay tal cifra.

Y dada la identidad femenina que convinimos para la esfinge, resulta imposible rehacer un triángulo con ella.

De modo que resulta más conveniente formalizar la relación así:


es decir, en términos duales, donde la esfinge y la mujer constituyen variantes de una misma constelación.

Por otra parte, la detenida revisión de lo que seguía a este momento:

nos obligó a reconocer otra decisiva figuración femenina:


Un nuevo rostro, pues, para la posición dominante en la relación dual


que se nos descubre cada vez más acentuadamente jerarquizada.


Mitologías

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Quizás les parezca que recurro demasiado a la mitología.

Pero quien tenga esa impresión se equivoca. Es el film el que convoca, masiva y explícitamente, la mitología.

El último día les planteé la cuestión de la identidad de la figura escultórica que presidía la escena de la gran manifestación y que aparece en ella dos veces.

Luego le seguían una larga serie de figuras mitológicas de todo tipo

procedentes tanto del museo del Palacio de Invierno, como de la ciudad de San Petersburgo.

En la que encontramos a inquietantes figuras femeninas aladas, como a leones no menos alados -las piezas, pues, de la otra esfinge, la griega, parece que acechan en la noche blanca de la ciudad.

Y, sobre todo, titánicas figuras femeninas, ante las que los marinerotes del Aurora asemejan minúsculos marineritos infantiles de los que diríase que podrían ser sus hijos, dada la palpable semejanza de sus rostros.

No piensen que repito las imágenes: es Eisenstein el que hace que algunas de ellas retornen a lo largo del film. Por mi parte, me estoy conformando con presentarlas en su orden de aparición en el film.

Y el caso es que este último conjunto aparece tres veces.

Podría ser que la figura cuya presencia se repite más veces sea la que se encuentra en posición inferior, en segundo plano, pues su casco nos recuerda a este otro:

Con lo que entonces deberíamos hablar, para ella, de cinco apariciones.

De manera que el interés de la pregunta por su identidad -mitológica, desde luego- aumenta.

De hecho, podrían ser incluso seis sus apariciones:

Y ésta sería una especialmente decisiva, pues tiene lugar en la célebre secuencia de la apertura de los puentes de la ciudad en la que aparecerá esa esfinge cuya pétrea presencia tanto nos interesa.

Dejémosla pendiente.

Tras ella, los titanes se hacen presentes en el fragor mismo de la batalla.


Poderosos falos metálicos

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Disparando con sus poderosos falos metálicos.


La Esfinge y Medusa

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Y bien, retomemos el hilo en el punto en el que lo habíamos dejado el último día.

Vimos como el águila imperial

descubría, en Octubre, un aspecto inesperado que la asemejaba, en su condición a la vez alada y caníbal, a la esfinge griega.


Y la vimos anunciar y acompañar a la llegada de la gorgona Medusa,

constituida en el centro absoluto del espacio del Palacio de Invierno y, por extensión, de San Petersburgo y del film en su conjunto.

Y nos detuvimos lo necesario para incorporar sus resonancias mitológicas,

Que van de lo siniestramente caníbal,

a la más mórbida belleza.

A la vez que prestamos atención a su potencial explosivo


y constatamos su tendencia inexorable a echarse a rodar,

encarnándose en el más letal, pero siempre circular, material bélico.

Y así, bajo la mirada de esta extraña figura que oculta su rostro


la violencia se desencadena.


El territorio de la Esfinge

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Y, en un momento dado, el espacio se segmenta y particulariza.

¿Por qué este cartel –Al rescate de la bandera- para lo que sigue?

¿Por qué ese enunciado si, hasta ahora al menos, la bandera no ha caído, ni ha sido capturada?

El caso es que, tras el cartel, al fondo, se hace visible la esfinge.

O, si lo prefieren, la entrada del joven bolchevique en el territorio de la esfinge.

Un territorio plásticamente del todo diferente de aquel del que procede, y definido no sólo por la presencia de la esfinge que marca, al fondo a la izquierda, el comienzo de ese territorio nuevo en el que el abanderado penetra, sino igualmente por esa espléndida columna de la derecha, que al menos en parte participa de una común configuración formal.

Quiero decir: que comparte sus curvas.

Lo veremos mejor una vez que el muchacho haya atravesado esta frontera.

Es la misma la curva superior.

Y, si nos fijamos más, descubrimos que la forma en su conjunto participa de un contorno curvilíneo muy semejante.

No hay duda de que el cineasta ha reparado en esa semejanza de formas que para cualquier otro hubieran pasado desapercibidas.

El caso es que este mundo de curvas se hace especialmente visible por su agudo contraste con el dominio absoluto de las rectas en los planos inmediatamente anteriores.

Recordémoslos:

Todo líneas rectas, diríase que afiladas y cortantes.

Es sólo tras este cartel cuando irrumpen las curvas,

a la vez que son expulsadas todas las rectas.

El abanderado mira hacia lo que deja atrás.

Pues una vez que ha accedido al territorio de la esfinge, las masas quedan atrás y, con ellas, los acontecimientos históricos de ese presente inmediato revolucionario que constituye el motivo tutor de la película.

Y si la esfinge les da la espalda, ¿será porque el territorio en el que se introduce el abanderado se situará fuera de esa historia inmediata?

¿Y si se tratará del acceso a cierto ámbito extratemporal e inmemorial?

Pues, de lo contrario, ¿Qué pintaría aquí la esfinge?

No especulo.

Es tópico decir de las esfinges egipcias que permanecen ahí, impertérritas, al margen del tiempo, sumidas en la perfección de su estatismo.

Ese fue por lo demás, sin duda, el ideal del arte egipcio: la serenidad absoluta, sólo accesible para aquel capaz de situarse fuera de todo desasosiego temporal.

Ese ideal encuentra su manifestación más expresiva en las esfinges. Y es sabido que la más célebre y grande de ellas, la de Guiza, es también el monumento egipcio más antiguo.

De ahí, por ejemplo, que a Napoleón le gustara verse pintado así:

el hombre genial, extendiendo su mirada más allá de toda límite histórico.

Y puede que ese fuera uno de los motivos que llevara a Eisenstein a incluir la esfinge en su film: él mismo, genial como Napoleón -y no sólo de baja estatura como aquel.

De semejante índole narcisista era, recuérdenlo, el motivo de su fotografía en el trono,

bajo la que latía, recuérdenlo, su identificación con el propio zarevich.

Pero volvamos al tema de la profusión inesperada de curvas. Pues hay otra que no debería pasarnos desapercibida:

Y bien, el joven de elegante, resplandeciente nuca, cruza la frontera.

Y, más allá de ella, la nueva pauta formal, netamente curvilínea, se asienta en el plano que sigue.

Todos son curvas en esta nueva imagen, extraordinariamente sugestiva, que ahora invade la pantalla y cuyo poder sugerente, tanto como su visibilidad, se ve aumentada por el hecho de que no podemos saber todavía de que se trata.

Y es por cierto notable que durante la mayor parte de la duración del plano el cineasta nos obligue a centrar nuestra mirada en esa bella y extraña forma, en la misma medida en que a ella supedita el encuadre.

Quiero decir: en la misma medida en que se resiste a encuadrar bien al abanderado.

En cualquier caso, las suyas son sin duda curvas que prolongan las del plano anterior.

Y me refiero no sólo a las curvas que perfilan las dos figuras, sino también a las, muy profusas, que dibujan sus decoraciones interiores.

Son, parece obligado señalarlo, formas, sin duda muy estilizadas, pero inspiradas siempre en la naturaleza.

Pero hay algo más que decir de este plano y de su palpable mal encuadre.

¿Qué?

En primer lugar, desde luego, que tenía buenos motivos para llamarles la atención sobre la nuca del abanderado.

Pues es del todo palpable el interés del cineasta en ella.

Ciertamente, nada hay de casual en este elaborado encuadre. ¿Cómo podría haberlo si está tan meticulosamente dispuesto para hacer visible en primer plano esa sombrilla que, por no poder ser reconocida como tal, se impone como una forma a la vez extraña y deslumbrante?

Y hay que añadir de inmediato: tan deslumbrante como esa nuca,

todavía sin rostro, cuya curva, también ella, rima con la curva de la sombrilla.

Pero en esa rima late una amenaza.

En cierto modo estamos ante el fragmento de una película de terror.

Esa nuca es demasiado bella, está demasiado desnuda, demasiado vulnerable -y por cierto que seguramente no hay parte del cuerpo más vulnerable que la nuca- ante esa extraña, fascinante y gigantesca forma que la acecha.


El ataque de las Medusas

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Y es que la demora en la identificación de esta forma como sombrilla tiene un sentido preciso: hacer ver que, siendo una sombrilla, es más, y bien otra cosa que una sombrilla.

No podemos saber de qué se trata…Pero sí podemos decir a qué se parece.

Por mi parte al menos, en el mundo de la naturaleza, la encuentro parecida a algo como esto.

Una medusa.

Pero no hablo ahora -no todavía- de la gorgona Medusa, sino del animal en el que ésta se inspira:

la medusa marina.

Sólo al final del plano el muchacho se vuelve hacia allí.

Y en el momento en el que fija su mirada en lo que se encuentra tras la sombrilla su rostro se oscurece hasta alcanzar la intensidad del claroscuro.

¿Qué es lo que ve?

Como saben, las medusas son animales marinos.

Y es el agua lo que rodea al conjunto que esa sombrilla contiene -pues sólo ahora identificamos como sombrilla lo que hasta ahora sólo era una forma, lo repetiré una vez más, extraña, fascinante y amenazante.

Casi no merece la pena detenernos en llamar la atención sobre la inverosimilitud de que esta pareja se encuentre ahí, retozando detrás de la sombrilla… a pesar de las brutales descargas de las ametralladoras sobre los manifestantes que acabamos de contemplar.

Y sin embargo esa mujer sigue ahí como si nada, jugando con el oficial, toqueteando sus labios con gesto seductor.

Tensa es ahora la posición del cuello del joven, permitiendo que su atractivo y vulnerable cuello siga presente en imagen.

¿Han notado el brevísimo primer plano de la sombrilla que se intercala entre el plano del abanderado y el de la pareja?

Poderosa la sombrilla medusa.

Y por cierto, anoten que el oficial reaccionario, carece de curva alguna en la nuca.

Nada parecido a esta nuca infinitamente sensual y vulnerable que tan intensamente interesa a la mirada del cineasta.

Y al fondo, mientras el oficial se dispone al ataque, una segunda sombrilla, blanca como el vestido de la mujer.

Una nueva sombrilla que pareciera hincharse en el momento que precede de inmediato al ataque.

Del lado del oficial, ninguna curva, sino la más acerada piedra rectangular.

Del lado de la mujer, del todo vestida de blanco, un gesto de extrema sensualidad.

Es así, sin duda, pero no es sólo eso.

Lo insólito del punto de comienzo de este plano responde, necesariamente, al modo de su ligazón -al raccord plástico, digámoslo así-, con el plano anterior.

Hay, en el punto de partida, una rima precisa: las aristas de esa pieza de granito, riman y se prolongan en el brazo de la mujer.

Y no sólo en este sino, igualmente, en el palo de la sombrilla.

Y es que las curvas de la mujer contienen inesperadas líneas rectas y erguidas.

Atención:

Una nueva sombrilla.

Y, en seguida, una cuarta.

No hay duda: se ha desencadenado el ataque de las medusas.

¿Rescatando la bandera?

Pues bien: si alguien rescata la bandera son ellas.

Algo, en todo caso, resulta, en Octubre, inapelable: los gestos extremos de odio se manifiestan en los rostros de las mujeres.

Sombrillas abiertas y cerradas.

Y cuando las sombrillas se cierran, se convierten en cuchillos.

Pero en cuchillos blancos.


La gorgona retorna

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Y ahora sí, la gorgona Medusa retorna.

Se lo advertí a ustedes en uno de nuestros debates: en el cine de Eisenstein, cada vez que se abre una sombrilla hay que echarse a temblar. Recuerden, por ejemplo, lo que sucedía en El acorazado Potemkin:

Sobre todo si la sombrilla empieza a girar.

Hay que echarse a temblar porque se abre un horizonte de castración inapelable.

Y luego, ya lo saben ustedes, se desata esa violencia extrema que hizo célebre a la escalinata de Odessa. Pero volvamos a las madusas de Octubre:

Anotemos su furia.

Y su indiscutible goce salvaje.

No exento de una bien acentuada violencia caníbal.

Y la rueda de la gorgona, de nuevo, se echa a rodar,

desatando un goce a la vez extremo y letal.

Remolino de furor

protagonizado por mujeres, también ellas, de dulce nuca.


Blancas medusas desatadas.

Pies femeninos, calzados de delicados zapatitos de tacón.

Y blancas enaguas.

No hay duda de que el blanco es aquí el color de la violencia, como no hay duda de que su anclaje definitivo es el de la ropa interior femenina -como será también, finalmente, en el dormitorio de la zarina, el color de sus sábanas.

Y su gesto castrador es nítido, preciso, insistente.

Notable encadenamiento metafórico: el repiqueteo de la ametralladora es como el de los golpes de las sombrillas de las mujeres, o como el de sus pisotones sobre el asta de la bandera.

Ahora bien, si se produce un encadenamiento metafórico entre la violencia de las mujeres y la de las ametralladoras, este alcanza entonces también a sus víctimas.

Y sin embargo, algo se cruza en esta doble resonancia metafórica: mujeres como ametralladoras -lado activo de la agresión- frente al joven y al caballo -lado pasivo de la misma.

Pues el caballo es blanco como las sombrillas, las enaguas y los pompones de las mujeres.

El cualquier caso, la castración se consuma.

El asta de la bandera se parte.

Y ella, la primera mujer, aquella cuya mirada paralizó al joven, se levanta.

Su vestido es blanco, como sus guantes.

Es su guante blanco, es ella, pues, la que desnuda el cuerpo del joven.


Para que en él se claven las astas de las sombrillas.

Pues así debe ser constatado: si el asta de la bandera que trataba de salvar el abanderado ha sido quebrada, los agudos palos de las sombrillas de las medusas permanecen indemnes y activos cual lanzas.

Apoteosis fálica de lo femenino: los zapatos y las sombrillas de las mujeres hienden y desgarran el cuerpo del bello abanderado,

sometiéndole a su castigo en la más pasiva y erotizada de las posiciones.

Esplendor aniquilante de la mujer que

en el momento de su éxtasis, se descubre dentada, como la boca de un tiburón.

En el centro de una forma circular que relanza el tema plástico de la rueda de Medusa.


La apertura de los puentes

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Y el caballo blanco: yaciente, muerto, ensangrentado.

Y a la vez, simultáneamente, una doncella tan muerta y tan blanca como él.

Pero esta muchacha, ¿de dónde sale?

¿Por qué no nos ha sido mostrada su muerte como nos ha sido mostrada la del caballo y la del abanderado?

Se multiplican los planos sobre ella.

Diversas angulaciones que acusan su muerte.

¿Cómo responder a nuestra pregunta?

Su muerte no ha sido mostrada, pero si la de ese caballo que es tan blanco como su blusa.

Sostengamos la pregunta.

Para aislar los distritos obreros del centro.

Pero si siguen la traducción al español que el DVD que les muestro ofrece, perderán lo afilado del corte de la versión inglesa, que sin duda corresponde expresivamente a lo que la imagen muestra.

Y que comienza con un poderoso movimiento mecánico

que hace moverse el cadáver de la muchacha

provocando un estremecedor contraste entre lo mecánico y lo vivo, pues el cuerpo muerto, carente de movimiento interior, parece vivo al verse animado por el movimiento mecánico del puente -John Ford, quien sin duda hubo de ver detenidamente Octubre, hizo suya esta idea en La diligencia.

Y de su mano -como la mano del niño pisoteado por los manifestantes que huían en la escalinata de Odessa.

Y así, el cuerpo de la muchacha se hunde

como tragado por las tremendas fauces del puente.

Y a la vez cae el caballo blanco.

Aunque, paradójicamente, aun cuando cuelga flácido, se eleva con el puente.

Y el cineasta insiste, una y otra vez, en la relación de la mujer y el caballo blanco.

Y en el carro vacío al que está todavía uncido un blanco caballo muerto que parece volar.

Ascender y ascender, en una descomunal erección.

Pero es la erección del puente, no del caballo, ya que éste, flácido, cuelga.

Son ciertamente descomunales las fauces del puente.

Y cuando el plano se vacía…

Llega la esfinge.

Espectadora de la apoteosis de la erección del puente.

Y espectadora, también, de la brutal caía del cuerpo de la doncella

hasta estrellarse contra el suelo.

Pero no sólo la esfinge lo contempla.

Hay alguien más ahí, mirando.

¿Quién puede ser?

El joven abanderado yace muerto.

Pero quedan los vestigios del crimen.

En primer término, abajo, resplandecientes, unos guantes blancos. Y a la derecha, una sombrilla también blanca.

¿Una? No, muchas sombrillas.


El caballo cuelga todavía.

El asiento del carro sigue vacío.

Mientras las aviesas contrarrevolucionarias gozan arrojando los panfletos bolcheviques al río.

Cae, finalmente, el caballo.

En cierto modo vuela.

Hasta ser tragado por el agua.


Y bien, el abanderado ha muerto.

Sin duda, su sacrificio se funde con el periódico revolucionario Pravda que, arrastrado por el río, habrá de fecundar la revolución con su sacrificio -así reza el sentido tutor.

Pero Pravda significa, literalmente, verdad.

Y bien, ¿cuál es la verdad de este abanderado?


Perseo petrificado

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¿No es, en cierto modo, el negativo de Perseo, el héroe hijo de Zeus que, ayudado por Atenea, logró vencer a la Medusa?

Cuando Perseo, ayudado por la diosa Atenea, cortó la cabeza de la gorgona Medusa,

del cuello cortado de ésta nacieron el guerrero Crisaor y el blanco y alado caballo Pegaso.

Y volando sobre él, Perseo llegó donde se encontraba la bella doncella Andrómeda, en una isla, al borde del mar,

prisionera de un dragón marino dispuesto a devorarla.

Así pintó el tema Rubens.

Y su atractivo aumenta para nosotros porque el cuadro pertenece desde antiguo a la colección del Palacio de Invierno.

Perseo, utilizando la mirada letal de Medusa cuya cabeza llevaba en su zurrón, venció al dragón -como vencería más tarde a los pretendientes de Andrómeda- y así, finalmente, casó con Andrómeda y fueron felices…

Ahora bien, ¿qué le hubiera sucedido a Perseo si hubiera sido derrotado por Medusa?

Sin duda que su cadáver, petrificado, yacería junto al mar.

Y el blanco y alado caballo Pegaso no habría podido salir del cuello de Medusa, y mucho menos volar por el cielo llevando en sus lomos a Perseo.

De manera que, en cierto modo, Octubre nos devuelve la negación absoluta de ese vuelo:

la caída de Pegaso en el mar de Medusa.

E igualmente, la bella doncella Andrómeda no habría sido liberada, sino que habría perecido

devorada por las fauces del dragón.

Y en cierto modo es un gigantesco dragón el que abre sus fauces en San Petersburgo.

Ante la mirada de un posible Perseo paralizado.

Al menos su casco es idéntico al de Perseo tal y como es figurado en la fuente del Parterre de Andrómeda de los jardines del Palacio de la Granja.



Pero de ser tal sería, sin duda, un Perseo petrificado.

Pues ha mirado el rostro de la esfinge.


El invencible circulo de Medusa

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¿Poderosos falos metálicos?

No, alto ahí, hay un error en esto, si lo fueran, arrancarían algo más que una ligera vibración del palacio.

Y es sólo eso, una minúscula vibración, lo que acusan los delicados cristales de la gran lámpara de araña del palacio.

Nos damos cuenta, entonces, de que era un espejismo.

De que ese falo es de acero y no de mármol, una prótesis, por tanto, que puede faltar.

Que de hecho falta.

El círculo de Medusa es, en el universo de Octubre, invencible, invulnerable.

De modo que nada turbará su deslumbrante poder:

Es ella la que manda, imponiendo a todo la circularidad concéntrica de su girar invencible.

Es ella la que dicta el discurso de la revolución.


Una medusa gigante que gravita sobre el mundo.

Medusas, esfinges, arpías…

Monstruos femeninos varios que encarnan a la Diosa de lo real que impone su dominio una vez muerto el Dios patriarcal que fuera sustento simbólico del padre.


 

FIN DEL SEMINARIO 2006/2007

14. La rueda de Medusa

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
El dormitorio de la zarina (Octubre, Eisenstein)
Sesión del 18/05/2007
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2014

 

 

 


Cuestiones de álgebra visual

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¿No les parece que hay algo mortecino y desesperado, en extremo angustiante, en este niño?

¿Y no les parece que hay algo de irreal y loco en el entusiasmo de esta mujer?

Y bien, habíamos situado esa relación dual, de a dos, en el contexto de una estructura triádica

que desde el comienzo mismo del film se había manifestado desmoronada.

Y claro, llegados a ese punto, resultaba demasiado fuerte la tentación de colocar ahí, en ese pedestal vacío, a la otra gran figura dotada de pedestal que el film ofrece.

Y por cierto, ¿se dan cuenta?, es realmente enorme.

La estatua del zar resulta muy poca cosa con respecto a ella.

Máxime porque ella es sólida como el granito.

Y jamás se tambalea.

La del zar, en cambio…

es frágil y está hueca.

Pero sin duda me apresuré en colocarla ahí.

No quiero decir que hiciera mal. Pero sería un error no atender a las transformaciones de la fórmula que se producen en el film antes de la llegada de esta figura.

De modo que no nos apresuremos.

¿Qué viene a continuación?


Una fuerza caníbal

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Viene, la alegría de los burgueses

y también la alegría que estalla en el frente, entre los obreros y campesinos que visten uniforme -la expresión es bolchevique-, quienes intensifican su demanda de paz.

En el frente, los soldados, confraternizan.

Derribado, asesinado el padre, es la fiesta de la confraternización de los hermanos.

Por encima, más allá de toda frontera,

comparten sus bebidas

y sus alimentos.

Intercambian sus cascos y sus uniformes.

Es la suya una alegría desbordante: la gran fiesta del hermanamiento.

Pero también, porque está ahí la vanguardia –la consciencia del proletariado-, tiene lugar la conversión de todo ello en un gesto político.

Todos hermanos.

Sí, pero…

Hablando de comida…

Una fuerza caníbal aparece de pronto, en forma de águila imperial.

Pero decirlo así, lexicalizar así esta imagen, al imponer las resonancias zaristas, tiende a velar lo que su literalidad formal impone.

Deletreémosla. Anotemos como se impone amenazante a nuestra mirada por sus enormes alas desplegadas, dispuestas al ataque, tanto como por su tremendo y amenazante pico, nítidamente recortado sobre el fondo luminoso.

No tiene, desde luego, cuerpo de león, pero tiene alas y boca voraz como la esfinge griega.

Esta fuerza caníbal que amenaza entonces, ¿de dónde procede?

No hay duda alguna posible.

Su origen es indicado con absoluta, incuestionable precisión en el plano que sigue:


La rueda de Medusa

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Hay un centro espacial absoluto en el universo visual de Octubre.

Se encuentra, sin duda, en el Palacio de Invierno. Y dentro del palacio en ese centro espacial que es así visualizado en el film.

En su interior, en el centro absoluto de ese octógono a su vez inscrito en un círculo, se encuentra la cabeza de una gorgona, rodeada de lo que parecen imágenes de la batalla de los lapitas contra los centauros.

Veamos mejor ese suelo tal y como se conserva hoy en el Palacio de Invierno.

No hay duda que se trata de una gorgona: su cabeza rodeada de un enjambre aterrador de serpientes, a la vez que dotada de dos alas -y las alas, huelga recordarlo, son algo que las medusas comparten con las esfinges.

Aquí tienen el momento en el que Perseo corta la cabeza a la Gorgona Medusa, actuando bajo la protección de Atenea.

Por cierto, qué diosa tan interesante Atenea, la diosa de Atenas, como su propio nombre indica. Su rasgo más notable, además de su virginidad y su carácter guerrero y sabio, es el haber nacido de la frente de Zeus. Les invito a preguntarse por qué tan original origen. Pues tiene mucho que ver con la temática que nos ocupa aquí.

Y, ciertamente, Atenea está tan relacionada con el mito de Medusa que la cabeza cortada de ésta quedará incorporada a su propio escudo.

Es curioso que, cuando Freud lo anota en su breve artículo de 1922 sobre la La cabeza de medusa, no dice nada sobre el hecho de que, a la vez que llevaba esa terrible cabeza en la que él veía la representación siniestra del genital femenino, sostenía, en la otra mano, su lanza guerrera.

Esta foto, como las que la siguen, acompaña a un artículo sobre las gorgonas de una colega de la Complutense.

Aquí tienen la referencia: Aguirre Castro, Mercedes : 1998: “Las Gorgonas en el Mediterráneo Occidental” en Revista de Arqueología 207, Julio 1998, pp. 22-31, 1998. http://www.ucm.es/info/seic/

Eran tres las gorgonas – Esteno, Euríale y Medusa. Tres monstruos míticos asociados al mar.

Sus rasgos más característicos son: su terrible mirada, que petrifica al que la mira -por eso Perseo se acercó a ella mirándola reflejada en su pulido escudo-, la multitud de serpientes que llenan su cabeza y su cintura, y su gran boca, con su lengua colgando y sus afilados colmillos.

Un bicho realmente desagradable.

Sin duda. Pero uno que fue objeto de una progresiva estilización y embellecimiento en la época clásica.

Es ante ella, ante la gorgona, ante quienes todos se inclinan.

El cartel echa la culpa al Gobierno provisional, pero no así la imagen.

La imagen localiza otra fuerte para la amenaza.

Y por eso se desocupa de ese pobre hombre, Kerenski, el presidente del Gobierno Provisional, que estaría ahí, en fuera de campo, más allá del límite superior del encuadre.

Sólo el texto escrito le presta atención. El visual, en cambio, le ignora hasta tal punto que se salta el raccord espacial para volver a la auténtica protagonista, la gorgona, localizándola, de nuevo, en el centro de todo.


-Como ven, no era ahí donde el hombre se había detenido.

No hay raccord, pero si centralidad constante de Medusa, a pesar de todo raccord.

Desde luego hay alguien ahí, fuera de campo, cogiendo el papel.

Pero debe tener muy poco peso, pues la cámara lo ignora.

No hay duda. Ella es la Guerra.

Lo explosivo es ella.

Queda preguntarse: si es tal su importancia ¿por qué vemos su cabeza siempre inclinada?

Pienso que la razón es evidente: porque siendo redondos como los de una rueda dentada los círculos que la rodean, ha comenzado ya a girar y a girar.


Máquinas de destrucción

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De hecho, en el frente la violencia ha retornado.

Y los cuerpos, también los más bellos, la padecen resignados.

Incluso los de aquellos que parecen fuertes como toros.

Pues sobre ellos se abate una máquina de destrucción literalmente inhumana.

Manda sin duda el movimiento descendente -que se proyecta semánticamente como aplastamiento de los soldados- pero no podemos por ello dejar de anotar la configuración circular que predomina en estas formas guerreras.

Formas circulares y dentadas.

Es decir: medusinas.

Tan inhumanas como extraordinariamente pesadas. Literalmente aplastantes.

Hombres, pues, pisados, aplastados por las máquinas.

Y en un momento dado, el movimiento, hasta ahora descendente, se transforma en circular, tal y como lo anunciaban esas pesadas y brillantes formas circulares que descendían.

O como lo anunciaba, igualmente, la inclinación de la cabeza de Medusa.

Son hombres, obreros, los que crean con sus manos las máquinas brutales que aplastan a otros hombres, vestidos de uniforme, que también son obreros.

Los hombres hacen girar la polea que hace descender las máquinas infernales que aplastan a otros hombres.

Hombres, pues, uncidos a ese movimiento circular y aplastante que procede de…

Y, de hecho, sólo eso podría introducir algún sentido en el extraño encadenamiento que sigue y que cobra la forma de, cuando menos, una insólita comparación.

la máquina de guerra se posa sobre el suelo

como sobre el suelo se posan pies de las mujeres

Y sobre la comparación, la diferencia: las mujeres tienen frío mientras aguardan, al amanecer, en la cola del pan.

Mientras sus hombres, uncidos como animales a la máquina que los hace girar, fabrican las máquinas de guerra que aplastan y destruyen a otros hombres…

Unas y otros encadenados: los hombres a la manivela que hacen girar, como las mujeres a la cola en la que deben esperar.

Es la eterna historia de siempre.


Hambre y guerra.

¿Cómo romper entonces las cadenas de ese siempre?


La bandera y la fe

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Pero la redención es posible.

Tiene su mensajero.

Estatismo de los hombres, dinamismo de la luz.

Vibración de la emoción, la de la luz, en esos hombres expectantemente estáticos.

Es una iluminación lo que aguarda.

Y el elegido está ya entre nosotros, aun cuando aún no haya sido identificado.

Pero le busca la luz.

Ni una sola mujer entre los que aguardan al redentor.

¿No es entonces de un campo absolutamente masculino de donde se espera la redención frente a la endiablada circularidad de Medusa?

¿No ocupa aquí el esperado una posición equivalente al Tyler Durden de El Club de la Lucha?

No hay duda: es un milagro lo que va a llegar.

Es decir: se trata de las Tesis de abril, el nuevo mensaje leninista que rompiendo la línea tradicional del partido reclamaba la realización inmediata de la revolución comunista.

La bandera.

Y la fe. Y la vibración lumínica de esa fe.


Culto a la personalidad

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El instante se anota.

La luz se concentra en un punto.

El milagro se produce. La aparición tiene lugar. La figura redentora emerge deslumbrando a los que la aguardan.

No bromeo: sólo deletreo lo que las imágenes escriben. Pues es de eso de lo que se trata.

Él: sin nombre ni apellido.

¿Dios?

O, al menos el salvador.

Su presentación metonímica es la tantas veces repetida para la introducción de la figura de Jesucristo en el cine.

Primero sus pies, luego su figura de espaldas, sólo finalmente su rostro.

Así pues: alguien que sube.

El que hace suya la bandera.

El que la levanta.

Aquel en torno al cual todos se arremolinan.


Un fondo medusino

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Ahora bien, ¿por qué la insistencia en esta rueda?

¿Visualización metafórica de ese arremolinamiento que está teniendo lugar en torno al redentor?

Merece la pena, por ello, retornar aquí: si hace un momento hemos hablado de su involucración en la presentación metonímica -el pie del que asciende- del redentor, no nos detuvimos en apreciar su neta, obligada circularidad, que introduce los ecos, en esta secuencia, de las formas circulares que se han hecho presentes en las escenas anteriores.

Y así, paso a paso, la vibración aumenta, la cantidad de movimiento visual se incrementa, plano a plano

El redentor recibe, finalmente, su nombre.

Uno que todos corean.

Él es la bandera.

Y porque se trata de la bandera del partido, él es el partido.

Y también: su nombre es la bandera.

Como ven, resulta imposible compartir la obcecación de los historiadores del cine en su empeño en eximir a Eisenstein del culto a la personalidad.

Pero volvamos a lo nuestro: les decía que el movimiento no cesaba de crecer.

Su apoteosis coincide con la emergencia del nombre de Lenin, y con la apoteosis del movimiento de la bandera.

La hagiográfica demora en la presentación de su rostro es llevada hasta el extremo: por eso su figura entera solo aparece primero en un gran plano general.

Ahí le tienen, bañado por la luz.

El reloj: ha llegado la hora.

Todo es dinamismo en este plano de diagonales múltiples que se atraviesan entre sí.


El portavoz de los que han asesinado al padre

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Lenin emerge, pues, como portavoz de los que han asesinado al padre.

Es el líder carismático -en el sentido literal y radical del término, que nombra el don divino.

Pero uno de ese nuevo tipo que impone su presencia en el siglo XX.

Pues, muerto Dios, el vacío dejado por su ausencia constituye un locus tremendamente energético.

Se ha acusado muchas veces y no sin razón a la religión de fabricar la peligrosa especie de los que hablaban en nombre de Dios. Ahora bien, ¿no es más peligrosa la nueva especie de los que ocupan el lugar vacante de Dios? Pues los primeros, en todo caso, estaban limitados por la existencia de ese otro en nombre del cual hablaban y al cual debían amoldar su discurso. Los segundos, en cambio, no conocen ya ese límite.

Él es la bandera, la enseña, la divisa.

Y habla subido a un tanque militar.

Su mensaje es nocturno.

Ningún apoyo al gobierno provisional. Suena convincente esta consigna que, por lo demás, fue la que históricamente lanzara Lenin en sus Tesis de abril con las que impuso su golpe de timón en el partido bolchevique.

Ahora bien, ¿cuáles pueden ser sus efectos sobre el ser provisional asociado a este nombre?

Desde 1925 San Petersburgo -entonces Petrogrado- pasó a llamarse Leningrado.

Y bien, el mensaje que llega en la noche se expande en el día.

Ahora bien, ¿quién es esa figura que, impasible, contempla a las masas revolucionarias que ocupan la calle?

¿Y qué tiene que ver con la esfinge que, dentro de bien poco, contemplará impasible la masacre?

13. La Esfinge y el Gobierno Provisional

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
El dormitorio de la zarina (Octubre, Eisenstein)
Sesión del 11/05/2007
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2013

 

 

 


Esfinges

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Decía Ulises en el debate del último día que la esfinge de Octubre no es una esfinge griega, sino egipcia.

Y dado que las esfinges egipcias tienen cabeza masculina y no femenina, a diferencia de las esfinges griegas, eso cortocircuitaría la referencia a Edipo que les sugerí en el debate como vía para orientar el abordaje de la esfinge de Octubre.

Tiene razón, sin duda, en lo primero. Pero no necesariamente en lo segundo.

Examinemos la cuestión más detenidamente.

Sin duda, la esfinge que Eisenstein nos presenta en Octubre es egipcia. Forma parte de una serie de esfinges egipcias que el zar Nicolás I compró a principios del siglo XIX para colocarlas en un malecón del río Neva.

Lo que desde luego nos aleja de Edipo…

Pero no del todo. Pues sucede que ese conjunto de esfinges procedían del templo de difuntos del faraón Amenhotep III, sito en la antigua Tebas.

Se trata de la Tebas egipcia, desde luego, no esa otra Tebas griega que fuera la ciudad de Edipo.

Pero el nombre… el nombre es un significante que invita a un deslizamiento.

Máxime en un erudito en historia del arte como Eisenstein, quien además era lector de Freud.

Y, por lo demás, hay esfinges egipcias y esfinges egipcias.

Desde luego, la que nos muestra Octubre es bastante diferente de la gigantesca esfinge de Guiza de la que nos habló Ulises.

Echémosle un vistazo.

¿Tremenda, verdad?

Pero hay que añadir, de un aspecto mucho más duro y masculino que la de Octubre.


Y, por lo demás, sin nemes ni pedestal, ni siquiera la barba postiza que identifica a los faraones.



Y dotada de un cuerpo tremendo.

Descomunal.

Muy diferente por todo ello de la elegante -y yo diría que de rasgos delicadamente femeninos- de Octubre.

Y por cierto que -junto a la barba rota- ese pedestal nos permite confirmar que la imagen que localizó Ulises en la web corresponde a la misma escultura que filmó Eisenstein para Octubre.

Insisto en sus rasgos femeninos, no habituales en las esfinges egipcias.

Y no me refiero sólo a la de Guiza. Tampoco los tienen las de esta avenida de esfinges de Luxor:

Ni tampoco ésta otra que es la del Museo del Louvre:

Todas ellas son, como la de Guiza, marcadamente masculinas.

¿Que a dónde quiero llegar con ello?

Pues a precisar la cuestión.

Ésta, que sin duda es la esfinge preferida de Eisenstein de entre las 14 que tiene San Petersburgo -pues es la única que incluyó en su film-, es seguramente la de rasgos más femeninos de la serie -esto, desde luego, es una intuición: ni he visitado la ciudad ni he podido encontrar fotos de la serie completa.

Recentremos la cuestión.

Las esfinges griegas y las egipcias comparten la combinación de busto humano y cuerpo de león.

De modo que las diferencias son: busto masculino y sin alas en las egipcias

frente a busto femenino y con alas en las griegas.

Esta es la que nos presentó Ulises el otro día como ilustración de la esfinge griega, pues reúne sin duda sus rasgos iconológicos.

Pero más en sentido literario que propiamente icónico.

Pues es, de hecho, una recreación moderna -supongo que del XVIII o del XIX. Y ha sido dotada de cuerpo de león, desde luego, pero hay que añadir, de león al modo egipcio, en ningún caso al modo de la esfinge griega.

Pues es del todo diferente el cuerpo de león de la esfinge griega, como podemos ver en la imagen que sigue:

Y bien, en cierto modo, la de Eisenstein, con siglos de anticipación, pareciera participar de esa mixtura:

«En San Petersburgo hay un total de 14 esfinges de granito y hierro fundido. Dicen que en los fríos mediodías de enero o en las noches blancas de junio la capital del norte permanece así de inmóvil y enigmática, por lo que a veces suelen llamarle “La esfinge del Norte”.»

«Es música del deshielo

en ríos primaverales,

llamado de los veleros

que surcan lejanos mares.

Es la Esfinge contemplando

el oleaje apacible,

Jinete de Bronce volando

en su corcel inmovible.

La añoranza que sentíamos

ante el Neva y su misterio,

cuando el negro día batíamos

con noches blancas de fuego.»

[Alexandr Blok, A la Casa Pushkin, 1880-1921]


Una imagen se ha deslizado…

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Las masas se han rebelado contra el padre zar.

Lo han castrado, despedazado,

derribado.

¿Y entonces?

Entonces estalla la alegría entre los burgueses.

Alegría, entusiasmo, al que se suma la iglesia, en su voluntad por entronizar al gobierno provisional.

Por más que parece existir una obvia contradicción en los términos: ¿larga vida a un gobierno denominado provisional?

En todo caso, estimo obligado llamar la atención sobre una imagen que se ha deslizado en esta imaginería del entusiasmo burgués ante la caída del zarismo y la entronización del Gobierno Provisional.

¿Qué es esto?

¿Qué pinta aquí?

En cualquier caso, es la segunda escultura que aparece en la película, siendo ésta otra la primera:

Es hora de abordar una línea de lectura del film de la que hasta ahora no nos hemos ocupado: la de sus estatuas. Pues Octubre está lleno de estatuas.

Y bien, ésta, ¿qué hace aquí?

Pero claro, para responder a ello es necesario primero responder a la pregunta por el aquí.

Quiero decir: ¿dónde está?

Es decir, todavía: de qué va este segmento -resulta obligado utilizar este término, pues en Octubre es muchas veces casi imposible utilizar el concepto convencional de secuencia, dado que las relaciones espaciales y temporales entre los planos son muchas veces vagas e indeterminadas.

Y estamos por cierto ante un ejemplo intenso de esa indeterminación.

Con respecto a este obispo, ¿dónde se encuentran estos burgueses que gritan entusiasmados?

Todo parece indicar que no en un mismo espacio concreto.

Desde luego no en la iglesia donde el obispo reza y donde oscila el incensario.

Pero si el concepto de secuencia, por ello mismo, se muestra inutilizable, sí podemos usar, en cambio, el de escena.

Una escena que, como las fantasmáticas, no presupone un espacio concreto dotado de una temporalidad realista.

Pero que, sin embargo, posee una neta unidad determinada por cierto acto que en ella se suscita y en torno al cual todo se dispone -independientemente de las propiedades espacio-temporales en las que eso tiene lugar.

¿Qué acto, en este caso?

La proclamación, y la bendición del Gobierno Provisional.


Atendiendo a lo que disuena

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Ahora bien, volvamos a nuestra cuestión.

Si de eso se trata, ¿qué pinta aquí esta imagen?:

¿Cómo podría encajar en tal escena? Aparentemente no hay manera. Pero entonces, ¿qué hacer, entonces, con ella?

Ya saben que una norma fundamental del método es atender a lo que disuena, a lo que parece no encajar, a aquello que hiende el orden lógico, convencional, verosímil, de la cadena significante.

A ello pues.

Al examinar la cadena en la que se inserta, descubrimos otro plano que, aunque más suavemente, disuena igualmente con la serie.

Se trata de éste:

Y disuena por motivos precisos.

¿Cuáles?

Como ven, se trata de la única mujer en una serie repleta de primeros planos de figuras acentuadamente masculinas.

Pero hay dos o tres cosas más que la diferencian igualmente del resto de las imágenes de la serie.

En primer lugar, la luz que recibe: es más intensa que la de cualquiera de los hombres, diríase que natural y, además, es la única en la que la figura se encuentra iluminada desde abajo.

Y, por otra parte, la dirección de la mirada: esa única mujer es la única figura de la serie que mira hacia abajo.

¿Hacia dónde?

Todo sugiere un efecto de raccord de mirada entre ella y la figura que la sigue:

¿Una madre que mira entusiasmada a su hijo?

Esa intensa luz que recibe desde abajo y que subraya su entusiasmo, ¿no podría proceder de él?

¿Acaso no parece una estatua dorada?

La estatua, en cualquier caso, de un niño que mira hacia arriba.

Ahora bien, ¿la serie en su conjunto, no podría girar también sobre ello?

¿No podría tratarse de la ceremonia de un bautizo?

Comienza con abrazos y parabienes.

Sigue con lo que podría ser el canto ortodoxo con el que comienza una ceremonia.

En ella, algo se anuncia.

Y algo se bendice.

Eso mismo que las bocas masculinas proclaman con entusiasmo.

Y, a la vez, ceremonialmente:

Se anuncia y se bendice un nacimiento, al que se desea una larga vida.

¿El de un niño? ¿El del Gobierno Provisional?

Y ¿bien, por qué no? Podría tratarse del bautizo del Gobierno Provisional. Eso haría de este niño una metáfora del mismo, desde luego.


Algebra visual: el niño, el zar y la esfinge

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Una que coloca allí, entonces, para ello, a un niño y a su madre.

Pero entonces el padre…

¿Quién es el padre?

¿Alguno de estos?

No, pues ellos son de carne y hueso, como la mujer misma.

Si el hijo tiene algo de estatua, entonces, el padre no puede ser otro que una estatua.

Pero claro, el problema es que ese padre ya no está.

De modo que:

Y en la economía visual del film, sólo otra escultura poseerá la potencia visual suficiente como para ocupar su lugar:

¿Se dan cuenta ahora de la importancia de la discusión sobre el género de la esfinge?


 

12. Dios o el padre de la horda

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
El dormitorio de la zarina (Octubre, Eisenstein)
Sesión del 20/04/2007
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2013

 

 

 


Moisés y la religión monoteísta

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La pregunta que deberemos sostener abierta durante cierto tiempo es: ¿qué hace esa esfinge ahí?

Mientras tanto, convendrá atender al fondo antropológico en el que esa cuestión pendiente alcanza su mayor resonancia. El de la reconsideración, en el momento final de la obra de Sigmund Freud, de la novedad que supuso, en la historia de la humanidad, la emergencia del Dios monoteísta. Lo que vino a suceder en el contexto de la toma de conciencia del callejón sin salida al que conducía el mito que hasta entonces, en la obra freudiana, ocupaba el mito del padre de la horda.

Trataremos, en lo que sigue, de pensar los términos principales de esa novedad.

« El macho poderoso habría sido amo y padre de la horda entera, ilimitado en su poderío, que ejercía brutalmente. Todas las hembras le pertenecían: tanto las mujeres e hijas de su propia horda como quizá también las robadas a otras. El destino de los hijos varones era muy duro: si despertaban los celos del padre, eran muertos, castrados o proscritos. Estaban condenados a vivir reunidos en pequeñas comunidades y a procurarse mujeres raptándolas, situación en la cual uno u otro quizá lograra conquistar una posición análoga a la del padre en la horda primitiva.»
Sigmund Freud: Moisés y la religión monoteísta, traducción de López Ballesteros

«El siguiente paso decisivo […] habría consistido en que los hermanos, desterrados y reunidos en una comunidad, se concertaron para dominar al padre, devorando su cadáver crudo, de acuerdo con la costumbre de esos tiempos.
«[…] no sólo odiaban y temían al padre, sino que también lo veneraban como modelo, y […] en realidad cada uno de los hijos quería colocarse en su lugar. De tal manera, el acto canibalista se nos torna comprensible como un intento de asegurarse la identificación con el padre, incorporándose una porción del mismo.»
Sigmund Freud: Moisés y la religión monoteísta


«Llegaron por fin a conciliarse, a establecer una especie de contrato social, comprendiendo los riesgos y la futilidad de esa lucha, recordando la hazaña libertadora que habían cumplido en común, dejándose llevar por los lazos afectivos anudados durante la época de su proscripción. Surgió así la primera forma de una organización social basada en la renuncia a los instintos, en el reconocimiento de obligaciones mutuas, en la implantación de determinadas instituciones, proclamadas como inviolables (sagradas); en suma, los orígenes de la moral y del derecho.»
Sigmund Freud: Moisés y la religión monoteísta

«Cada uno renunciaba al ideal de conquistar para sí la posición paterna, de poseer a la madre y a las hermanas. Con ello se estableció el tabú del incesto y el precepto de la exogamia. […]»
Sigmund Freud: Moisés y la religión monoteísta

«La relación con el animal totémico retenía íntegramente la primitiva antítesis (ambivalencia) de los vínculos afectivos con el padre. Por un lado, el totem representaba al antepasado carnal y espíritu tutelar del clan, debiéndosele veneración y respeto, por el otro, se estableció un día festivo en el que […] era muerto y devorado en común por todos los hermanos […] En realidad, esta magna fiesta era una celebración triunfal de la victoria de los hijos aliados contra el padre.»
Sigmund Freud: Moisés y la religión monoteísta

Así lo cuenta Freud en el final de la Primera parte del Tercer ensayo, de su Moisés y la religión monoteísta -1934-38 [1939].


Tótem y Tabú

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De manera, por lo demás, casi idéntica a como lo había contado ya en Tótem y Tabú -1912-1913.

Casi igual, excepto por una notable diferencia relativa a cierto aspecto presente en Totem y Tabú y sin embargo ahora ausente. Les ofrezco en lo que sigue la versión de Totem y Tabú, invitándoles a detectar esa diferencia:

«Un padre violento, celoso, que se reserva todas las hembras para sí y expulsa a los hijos varones cuando crecen […]
«Un día los hermanos expulsados se aliaron, mataron y devoraron al padre, y así pusieron fin a la horda paterna. Unidos osaron hacer y llevaron a cabo lo que individualmente les habría sido imposible. […] Que devoraran al muerto era cosa natural para unos salvajes caníbales. El violento padre primordial era por cierto el arquetipo envidiado y temido de cada uno de los miembros de la banda de hermanos. Y ahora, en el acto de la devoración, consumaban la identificación con él, cada uno se apropiaba de una parte de su fuerza.»
Sigmund Freud: Tótem y Tabú, traducción de López Ballesteros


«El banquete totémico, acaso la primera fiesta de la humanidad, sería la repetición y celebración recordatoria de aquella hazaña memorable y criminal con la cual tuvieron comienzo tantas cosas: las organizaciones sociales, las limitaciones éticas y la religión.»Sigmund Freud: Tótem y Tabú


«la banda de los hermanos amotinados estaba gobernada, respecto del padre, por los mismos contradictorios sentimientos que podemos pesquisar como contenido de la ambivalencia del complejo paterno en cada uno de nuestros niños y de nuestros neuróticos. Odiaban a ese padre que tan gran obstáculo significaba para su necesidad de poder y sus exigencias sexuales, pero también lo amaban y admiraban. Tras eliminarlo, tras satisfacer su odio e imponer su deseo de identificarse con él, forzosamente se abrieron paso las mociones tiernas avasalladas entretanto. Aconteció en la forma del arrepentimiento; así nació una conciencia de culpa que en este caso coincidía con el arrepentimiento sentido en común.»
Sigmund Freud: Tótem y Tabú


«El muerto se volvió aún más fuerte de lo que fuera en vida; todo esto, tal como seguimos viéndolo hoy en los destinos humanos. Lo que antes él había impedido con su existencia, ellos mismos se lo prohibieron ahora en la situación psíquica de la obediencia de efecto retardado que tan familiar nos resulta por los psicoanálisis. Revocaron su hazaña declarando no permitida la muerte del sustituto paterno, el tótem, y renunciaron a sus frutos denegándose las mujeres liberadas. Así, desde la conciencia de culpa del hijo varón, ellos crearon los dos tabúes fundamentales del totemismo, que por eso mismo necesariamente coincidieron con los dos deseos reprimidos del complejo de Edipo.»
Sigmund Freud: Tótem y Tabú


La cuestión del origen del sentimiento de culpa

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Y bien, como les digo, a propósito de esta escena del asesinato del Padre que Freud localiza en el origen de la cultura un elemento presente en Totem y Tabú que brilla por su ausencia en Moisés y la religión monoteísta. -Por cierto, qué bonita expresión ésta: lo que brilla por su ausencia. Ese brillo es otra de las guías esenciales de la metodología que les propongo.

¿Qué es, entonces, lo que aquí brilla por su ausencia?

No hay duda: la culpa de los hijos tras el asesinato del padre.

Ninguna referencia hace de ella Freud cuando, en Moisés y la religión monoteísta, retoma el mito del asesinato del padre de la horda primitiva.

En ambos casos se habla del asesinato colectivo, del canibalismo que le sigue y de la ambivalencia hacia el padre, a la vez amor y odio, como dos caras de la identificación con él.

Pero sólo en Tótem y tabú se habla de sentimiento de culpa y arrepentimiento.

«Tras eliminarlo, tras satisfacer su odio e imponer su deseo de identificarse con él, forzosamente se abrieron paso las mociones tiernas avasalladas entretanto. Aconteció en la forma del arrepentimiento; así nació una conciencia de culpa que en este caso coincidía con el arrepentimiento sentido en común.»

«Revocaron su hazaña declarando no permitida la muerte del sustituto paterno, el tótem, y renunciaron a sus frutos denegándoselas mujeres liberadas. Así, desde la conciencia de culpa del hijo varón, ellos crearon los dos tabúes fundamentales del totemismo, que por eso mismo necesariamente coincidieron con los dos deseos reprimidos del complejo de Edipo.»

No quiero decir con ello que esos conceptos no aparezcan en el Moisés y la religión monoteísta -cómo no iban a aparecer en un texto que tiene por tema el origen y la historia de las religiones hebrea y cristiana.

Lo que digo es que esos temas sólo son introducidos en ese libro por primera vez a propósito del pueblo judío, en relación al asesinato de Moisés.

Y es en ese contexto donde son objeto -señala Freud- de una elaboración decisiva en el cristianismo, con San Pablo:

«Pablo, un judío romano oriundo de Tarso, captó aquel sentimiento de culpabilidad y lo redujo acertadamente a su fuente protohistórica, que llamó “pecado original“, crimen contra Dios que sólo la muerte podía expiar. Con el pecado original la muerte había entrado en el mundo. En realidad, ese crimen punible de muerte había sido el asesinato del protopadre, divinizado más tarde; pero la doctrina no recordó el parricidio, sino que en su lugar fantaseó su expiación, y por ello esta fantasía pudo ser saludada como un mensaje de salvación (Evangelio).»

¿Por qué no habla de ello Freud cuando describe el proceso del asesinato del padre de la horda si luego lo introduce, cuando habla del cristianismo, en todos sus términos?

El motivo es evidente: y es el motivo implícito mismo del Moisés y la religión monoteísta en su conjunto.

Se trata de responder a cierta contradicción latente en Tótem y Tabú que nunca había sido resuelta: pues si resulta del todo comprensible la idea del asesinato del macho dominante de la horda primitiva, no parece justificado deducir de ese acto la aparición del sentimiento de culpa en los asesinos.

¿Por qué habrían de sentirse culpables asesinando al gran gorila?

Hay ahí un salto no justificado.

Pues la existencia del sentimiento de culpa presupone todo un sistema ya cultural, no sólo pulsional, que la justifique.

Algo del todo ausente en los tiempos de la horda primitiva y, sin embargo, ya netamente cristalizado en los tiempos de Pablo de Tarso.

Y eso es lo que viene a decir Freud -sin llegar a decirlo, desde luego- cuando es en este contexto donde lo nombra.

¿Cuál es la condición de la aparición del sentimiento de culpa?

No el asesinato del gran gorila -que si era una padre en el sentido biológico del término, no lo era, en cambio, en el cultural-, sino, como puede leerse literalmente en la cita que acabo de presentarles relativa a San Pablo: la divinización del padre.

Eso es lo que proyecta al pasado originario la noción de pecado
original y, con ella, ese nuevo sentimiento, propiamente civilizatorio, que es el sentimiento de culpa.


Inversión radical en el pensamiento freudiano

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Esto es, en mi opinión, lo que está en trance de suceder en El Moisés; nada menos que una inversión radical en el pensamiento freudiano: en vez de deducir a Dios del asesinato del padre de la horda y de la culpa generada por ese asesinato, la deducción de la idea de culpa, y de la idea misma de asesinato, es decir, de crimen, de la aparición de la noción de Dios.

Suena, desde luego, chocante. Y sin embargo, son muchos los indicios que apuntan en esa dirección.

Empezando por el comienzo mismo del libro. En él Freud hace un repaso del mito del nacimiento del héroe tal y como Rank lo formula y retoma la idea de su ligazón con la novela familiar del neurótico… para llegar a la sorprendente conclusión que el mito de Moisés no responde a ese modelo y que ello obliga a reconocer en él la existencia de una verdad histórica.

Lo que le conduce a continuación a ocuparse de la fundación, por Amenhotep IV, del monoteísmo y, en seguida, a tratar de reconstruir el proceso histórico por el cual Moisés, su supuesto sacerdote, heredaría su proyecto.

Pues bien, a propósito de esa gesta, de esa invención, la de Amenhotep IV, Freud no menta ni una sola vez al padre de la horda.

Ahora bien, ¿por qué no había reparado en ello Freud con anterioridad?

¿Por qué se había dejado llevar por la proyección de rasgos humanos, es decir, culturales, en el tiempo originario, precultural, de la horda primitiva?

De hecho, no sin incomodidad, Freud titubea varias veces a la hora de nombrar a ese grupo en el que sucede ese primer crimen: a veces habla de horda primitiva, otras de familia originaria. A veces habla de macho dominante, otras de protopadre

Y dense cuenta de la importancia de lo que está en juego: la diferencia entre el padre biológico y el padre simbólico.

Lacan diría entre el padre real y el padre simbólico, pero no creo oportuno formularlo así, pues el padre simbólico es tan real como el padre biológico. Quiero decir: sólo hay padre simbólico si un hombre real asume -paga el precio de asumir- su función.

De modo que Freud titubea a la hora de trazar la línea del nacimiento de la cultura, es decir, la que separa a lo cultural de lo animal-natural.


La desaparición del sentimiento de culpa

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Pero aclararemos la cuestión mejor si la planteamos al revés: ¿qué es lo que hace que Freud, de pronto, perciba lo inaceptable de proyectar un sentimiento civilizado como la culpa sobre el mundo natural, animal, precivilizatorio, de la horda primitiva?

Para mí la respuesta es evidente: eso que está sucediendo mientras desarrolla su última gran investigación.

En 1912 y 1913, cuando escribía Tótem y Tabú, Freud vivía todavía en el siglo XIX. Porque, como casi todo el mundo viene a reconocer hoy, el siglo XIX acaba un instante después, en 1914, con el comienzo de la Gran Guerra.

Y luego, tras ella, vienen esas dos revoluciones que invaden Occidente hasta el límite de poner en riesgo la existencia misma de nuestra civilización: la nacionalsocialista y la comunista.

¿Qué es lo que ve en ellas Freud que le hace revisar tan profundamente la cuestión?

Sencillamente: la desaparición de la culpa.

La soberbia con la que esa ausencia se enseñorea en esos dos movimientos letales -algo de ese enseñoramiento será descrito más tarde por Albert Camus en El hombre rebelde.

De modo que Freud choca con este dato: que la culpa no explica nada, que ella misma debe ser explicada.

Eso es lo que, en mi opinión le obliga a reabrir esa cuestión que hasta entonces había considerado definitivamente cerrada: la cuestión de Dios.


Deconstrucción de la figura del Dios

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Una cuestión, sea dicho de paso, que en Octubre se da por definitivamente cerrada tras una cadena de imágenes destinada a deconstruir la figura del Dios cristiano insertándolo en lo que se considera la cadena de las formas atávicas de la religión.

Tan cerrada como la de ese sentimiento ya definitivamente desterrado que es el sentimiento de culpa -el fundamento de esa compasión cristiana que Nietzsche quiso demoler cuando decretó la muerte de Dios.

Y, ciertamente, las pasiones revolucionarias que condujeron a los holocaustos del siglo XX desencadenaron un goce de destrucción que ya no reconocía ninguno de aquellos antiguos frenos.

Y sin embargo…

Sin embargo no puede afirmarse igualmente que todo atisbo de sentimiento religioso hubiera desaparecido definitivamente, pues seguía ahí, incólume -e invulnerable a toda culpa y a toda compasión- la esfinge.