7. Hegemonía de la Imago Primordial

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2007/2008
sesión del 01/02/2008
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2014

 

 

 

 

 

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La diosa del amor

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It’s All True.

«”Vi en la revista Life aquella foto fabulosa”, contaría Welles, “en que está arrodillada en una cama. Entonces me dije: ya sé la que voy a hacer cuando vuelva de Sudamérica”.

«Orson no la conocía en persona, pero ya empezaba a comentar con algunos socios como Jackson Leighter que cuando volviese a Hollywood se casaría con ella en segundas nupcias (…) “Dijo que iba a volver a los Estados Unidos para casarse con Rita Hayworth”, contaría Leighter. “Se lo tomó muy en serio, vaya que sí. Y eso que aún no la conocía. Es más, lo primero que pensaba hacer cuando volviese era buscarla”.»

[Barbara Leaming: 1989: Si aquello fue felicidad… La vida de Rita Hayworth]

Sucede que Welles, en las largas entrevistas que concedió a su biógrafa, se tomó buen cuidado en construir de sí mismo una imagen del todo coherente con ese honesto marinero de inaudita ingenuidad que protagoniza The Lady from Shanghai.

«Cuando (Rita) se enteró de que Orson quería a otra actriz, se puso a batallar activamente por el papel, aunque también por muchísimo más, ya que en el fondo deseaba que el cineasta se fuera a vivir con ella y con Becky a la casa que la actriz acababa de comprar en Brentwood. La había terminado de decorar Wilbur Menefee, decorador escénico de la Columbia (…) Cuando Rita dijo a Menefee que su marido ocuparía con ella el dormitorio principal y que había que instalar una cama en condiciones, el decorador construyó una cama “gigante”…

«Welles no sabía nada de aquellas maniobras. Al llegar a Los Ángeles se inscribió en el Bel-Air Hotel. Rita le invitó a cenar, Orson fue a su casa y “mientras me decía que quería actuar en la película me sugirió que me quedase a vivir allí. Así fue como nos reconciliamos.”»

La imagen de ese bondadoso caballero andante que nada sabría de las maniobras de la estrella.

Ya les he señalado cuál es la corrección obligada: Welles no podía no saber nada de esas maniobras.


Una biógrafa enamorada

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Es llamativo que una mujer inteligente y una perspicaz indagadora como Barbara Leming, cuando Welles llena su campo visual, y cuando su voz invade su campo sonoro, se deje seducir por sus relatos con una candidez tan asombrosa.

Basta, como índice para constatarlo, la narración que ofrece de sus dificultades para acceder a su primera entrevista con él.

Parece ignorar absolutamente como Welles pospone ese encuentro que sin duda le interesa para crear el suspense necesario que garantice la plena seducción de la biógrafa.

Y así, leyendo su libro, se adivina a una biógrafa que es también una mujer enamorada.

Pero no lo interpreten mal: estaba casada y lo suyo con Welles no debió pasar de ser un amor platónico, sublimado en forma de trabajo biográfico.

Es posible incluso deducir la vía más lejana de ese enamoramiento, muy anterior, sin duda, al momento en que Welles supo de su existencia.

Basta, para ello, con contemplar la fotografía de la biógrafa que aparece en la solapa de su libro.

Es fácil imaginar a esta joven doctora en filosofía como una adolescente tan inteligente como tímida e introvertida cinéfila ingenuamente enamorada del famoso cineasta.

Y, por lo demás, ella misma nos lo sugiere cuando confiesa la fascinación juvenil que experimentó cuando vio la primera película de Welles.

La imagen victimista del cineasta excluido por el sistema podía acoger el propio aislamiento de una adolescente introvertida e insegura.

Y no es difícil intuir un desencadenante de esa primera identificación en su notable semejanza fisonómica.


Amor cortés y el relato de caballerías

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Les dije en su momento que en The Lady from Shanghai todo empezaba como un sueño que rápidamente se enturbia hasta convertirse en una agria pesadilla.

Michael: I

Michael: asked her if she’d have a cigarette.

Michael: It’s

Michael: my last, I’ve been looking forward to it. Don’t disappoint

Michael: me.

Elsa: But I don’t smoke.

El sueño, en su comienzo, posee el aroma del amor cortés.

Comparece en él una dama adorada,

a la que un caballero rinde homenaje devoto.

Como es sabido, el amor cortés es esencialmente platónico. En él las prendas poseen una función esencial, pues, como metonimias de los amantes, en su circulación simbolizan actos amorosos exclusivamente simbólicos.

Así el cigarrillo de él,

que es acogido amorosamente por el pañuelo de ella.

Aunque, a la vez, parece desaparecer mágicamente en ese bolso y, en esa misma medida, quedar apresado. -Ya tuvimos ocasión de hablar de esos inquietantes poderes mágicos de la dama.

Como les he dicho, Rita Hayworth quería el papel. Es decir: quería el papel de mujer amada.

Michael: That’s how I found her. And from that moment on…

Michael: I did not use my head very much, except to be thinking of her.

Y bien, como ustedes saben, evocar a la dama amada es una de las actividades esenciales del caballero. -Por cierto que la implicación de Welles en este tema, el del caballero idealista locamente enamorado de su dama, encontrará su máxima expresión en su último gran proyecto nunca acabado: El Quijote.

Michael: But in the park, in those days…

Les hablaba de la prenda amorosa. Pues bien, es un intenso aroma onírico el que acompaña a la aparición, como flotando en el parque,

de esta imagen, no menos evidentemente erótica, del bolso semiabierto de la mujer, del que asoma su pañuelo, dotado de transparencias propias de la lencería femenina.

Michael: But in the park, in those days…

Michael: the rough young fellas used to be staging hold-ups and the like.

Elsa: Help! Help!

Por lo demás, el amor cortés y el relato de caballerías es todo uno.

Michael: However, these young fellas were not professionals.

Michael: And that’s maybe the reason why I start out in this story a little bit like a hero, which I most certainly am not

Michael: The cab driver was waking up. He was okay. So I borrowed his carriage to drive the lady home.

Ahora bien, ¿cómo es posible que lo que comienza como un relato clásico bañado en el halo de los relatos de caballerías se convierta en seguida en la sórdida y perversa historia que sigue?


La estructura del relato clásico

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De modo que hay un caballero andante,

una dama en peligro

y unos malvados que la amenazan.

Es decir: un sujeto, un objeto de deseo y un antagonista que se interpone entre ese sujeto y el objeto de su deseo.

Y estos tres elementos definen los términos de la estructura de la carencia, que es la que configura el eje del deseo en el relato.

Pero además, ese sujeto comparece en el inicio del relato, acabamos de señalarlo, como un caballero.

De modo que su relación con su objeto de deseo, la mujer, en tanto dama, está mediada por la tarea que le ha sido otorgada y que hace de él algo más que un mero sujeto deseante: lo convierte en un héroe que supedita su deseo a cierta ley que soporta y da su sentido a esa tarea y que le inscribe en la estructura de la donación, cuyos términos son también tres: el destinador que dona -y así destina- al sujeto su tarea, la tarea misma destinada, y el sujeto que la recibe y que, en tanto la afronta, adquiere la estatura de héroe.

No poseemos rostro para la figura del destinador en The Lady from Shanghai.

Pero no es eso lo que aparta al film del modelo del relato clásico. Pues la función del Destinador puede estar presente en él de muchas otras maneras que las de su inscripción figurativa.

Tengan en cuenta que la suya es una función esencialmente no imaginaria. Basta con que piensen en el Destinador por antonomasia de nuestra mitología, Dios, para constatarlo: como saben, carece, por definición, de imagen, y no por ello está menos presente en la Biblia.

En el análisis de Stagecoach que realice en Clásico, Manierista y Postclásico pueden encontrar una notable panoplia de formas de manifestación textual no imaginaria de este elemento nuclear del relato clásico.

En el límite, la función del Destinador se confunde con la del narrador mismo, como quien acredita la vigencia de la ley que da su sentido a la tarea. De nuevo en esto la Biblia es también un buen ejemplo: no tiene otro autor que Dios, y éste, a su vez, es definido como el Verbo, es decir, la palabra acción, o si prefieren, la palabra narrativa.

Tengan en cuenta también que no deben confundir la tarea con el deseo aun cuando en este caso ambas funciones aparezcan superpuestas. Por supuesto, para obtener el objeto de su deseo, O”Hara debe enfrentarse a esos asaltantes que intentan violar a la mujer. Pero lo que hace de él un héroe, es decir, algo más que un mero sujeto de deseo, estriba en que su decisión de combatir por ella no responde tan sólo a su deseo, sino que viene impuesta por cierta ley que hace de él un caballero: esa ley que le obliga a defender a toda dama en peligro.

No es, por lo demás, difícil ver la diferencia: pues esa ley a la que él se somete le diferencia netamente de sus antagonistas: lo prueba el hecho de que, cuando les vence, no se convierte él mismo en el violador de la mujer.

No, al menos, en el relato simbólico clásico, porque en esta extraña pesadilla que es The Lady from Shanghai… ¿Quién es el destinador aquí?

Para que puedan plantearse el problema con mayor claridad, vean como se formula la cuestión en otros films que con un poco de suerte ustedes conocerán ya. Así Stagecoach, de John Ford:

donde la función del destinador es encarnada, entre otras figuraciones, por el sheriff que lleva detenido a Ringo.

Ford, con ese admirable talento composicional suyo, utiliza esa valla en cuyo extremo se coloca el sheriff

para escribir con ella la frontera que separa al sujeto de su objeto de deseo

y que sólo podrá ser atravesada cuando el sujeto, confirmado ya como héroe, haya realizado su tarea.

Algo que, a la altura del momento del film en el que tiene lugar este encuentro amoroso,

todavía no ha sucedido.

Vean ahora el ejemplo Casablanca, en el que la tarea se perfila con mayor nitidez, dado que exige la renuncia absoluta al objeto del deseo:

El destinador, como ven, encarna la ley que da su dignidad al sujeto.


Quiebra de la estructura y delirio

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Y bien, ¿quién ocupa ese lugar en La dama de Shanghai?

Por lo que se refiere a la tarea que el sujeto hace suya en el comienzo del relato, debemos decir que nada comparece en el film que nos ofrezca una figuración de su destinador.

Y, además, sucede que aquí la función del narrador está explícitamente separada de la del Destinador, no sólo porque es explícitamente asumida por el sujeto narrativo, sino, sobre todo, porque éste, al asumirla, realiza desde el primer momento una operación deconstructora del relato en apariencia clásico que narra.

Michael: if I’d been in my right mind, that is.

Así, comienza declarando no estar en su sano juicio.

Michael: But once I’d seen her… once I’d seen her…

Michael: I was not in my right mind, for quite some time.

Michael: “Good evening,”

Michael: says I, thinking myself a very gay dog, indeed.

Por eso, fascinado por esa mujer, se deja atrapar ingenuamente en sus redes.

Michael: Here was a beautiful girl all by herself, and me with plenty of time. Nothing to do but get myself into trouble.

Michael: Some people can smell danger. Not me.

Y no hay duda de que existe una correlación directa entre la fascinación que el objeto de deseo provoca en el sujeto y esa deconstrucción del relato que hace imposible la función misma del Destinador simbólico.

¿Será que un exceso de fascinación pueda hacer imposible la emergencia del héroe?

Pronto descubriremos, por lo demás, que no hay, propiamente, tarea, sino tan sólo una farsa destinada a hacer caer al sujeto en una trampa. De modo que la estructura de la donación se disuelve como lo hacen los espejismos y sólo queda, por lo demás hipertrofiada, la estructura de la carencia.

Y con ello el objeto lo llena todo.

Se lo acaban de oír decir con absoluta explicitud al sujeto narrativo, constituido simultáneamente en narrador en primera persona:

Pero en cuanto la vi… en cuanto la vi mi sano juicio se esfumó por un tiempo.

O en otros términos: en ausencia del eje de la donación, una vez que el destinador y su tarea no media entre el sujeto y el objeto, todo puede disolverse en el delirio, pues cesa toda estructura, no hay distancia entre el sujeto y el objeto, y éste, el objeto de deseo, completamente imaginarizado, lo invade todo. El sujeto, el narrador, el cineasta, todo queda absorbido por el eje de cámara.

Y así, el relato se desplaza, al modo manierista, hacia el ámbito de la representación constituido en un espacio de fascinación imaginaria.

Es posible que alguien estuviera tentado de formular la cosa de otra manera. Podría, por ejemplo, decirse que ella es la que realmente ocupa la posición del Destinador. Lo que, por lo demás, podría formularse en forma de una reclamación feminista. ¿Es que no tiene derecho ella a ocupar tan digno lugar?

Pues bien, veamos lo que sucede entonces:


El espejismo estructuralista

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Se diría a primera vista que no pasaría nada. Pues la estructura sigue ahí, actuando, sólo que ella ocupa, en esa estructura, dos posiciones diferentes.

Suena muy bien, muy estructuralista, pero es, por ello mismo, un espejismo típicamente estructuralista que se asienta implícitamente en la idea de que las estructuras preexisten a sus agentes.

Pero les preexisten ¿dónde? ¿Cómo?

Funciona ahí, de hecho, una implícita petición de principio netamente metafísica. De hecho, la expresión misma de agente, utilizada para calificar a aquel que ocupa una posición en una estructura, es en sí misma reveladora: el agente no sería más que el peón al servicio de aquello que lo configura y sostiene.

Ejemplo emblemático de esta visión de las cosas es la noción lacaniana del Nombre del padre. Da igual que el padre sea un impresentable o un idiota -esta segunda expresión la utiliza a propósito de él Lacan en Encore-, pues el significante del nombre del padre, en tanto estructura, seguiría ahí funcionando a todos los efectos.

Y cabe añadir que el consenso posmoderno sobre la irrelevancia de la ética se inscribe directamente en este contexto. Concibe a los sujetos como meros efectos de las estructuras. Y concibe las estructuras como entes de existencia garantizada al margen de los sujetos. De modo que, finalmente, nadie es responsable de nada.

Pero insisto: es este un enfoque metafísico, pues lo real es refractario a toda estructura. Y, de hecho, no cesa de minar las estructuras que los hombres levantan con extremo esfuerzo. O dicho en otros términos: frente a la caoticidad propia de lo real, las estructuras sólo existen y sobreviven como resultado del esfuerzo de los sujetos que las sostienen.

Piénsenlo, por ejemplo, en el caso del lenguaje. Por supuesto, la lengua es la estructura sistémica que funda todo acto de lenguaje. Pero, a la vez, la lengua no existe en ningún otro lugar que en esos actos de lenguaje por los que se materializa. El lenguaje -la matriz de todas las estructuras- sólo existe porque -y en la medida en que- lo hablamos.

Y bien, realizada esta necesaria divagación, volvamos a lo concreto del texto que nos ocupa.


El tercero y la prohibición

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Si ella, la que ocupa el lugar del objeto de deseo, ocupa igualmente el lugar del destinador…

Entonces… se deshace la estructura.

Pues, para que la estructura triádica se mantenga hacen falta tres personas diferentes, dado que una estructura es precisamente eso, un sistema articulado de diferencias.

En tanto ella ocupa dos posiciones, disuelve la diferencia que permite la existencia diferencial de esas dos posiciones.

Aunque también podemos decirlo de esta otra manera: podríamos hablar, con Bateson, de esa estructura letal, aniquilante de la subjetividad, que es el doble vínculo. Cuando el objeto ocupa el lugar del destinador, el doble vínculo se dispara irremediablemente: pues es el objeto el que, a la vez, se da y se prohíbe.

Frente a ello, resulta obligado recordar que la posición canónica, edípica, del tercero es la de la ley. Y se haya acompañada, necesariamente, de una prohibición.

Piénsenlo, por ejemplo, a través del caso emblemático de Casablanca.

Incluso cuando la tarea otorgada por el tercero conduce finalmente a la posesión del objeto del deseo, contiene también una prohibición.

Recuerden, ahora, el ejemplo de La diligencia.

De hecho, la tarea otorgada por el destinador -del que el sheriff de La diligencia no es más que una figura subrogada- supone siempre, cuando menos, una prohibición temporal: no podrás poseerla hasta que hayas realizado la tarea -viene a decir.

Lo que Ford escribe en imágenes con su rigor inigualable.

Así, la función condicional de la tarea, en tanto que el éxito de su realización es la condición del acceso al acto sexual, encierra la idea de que el sujeto debe alcanzar el estatuto de héroe para poder abordar la experiencia sexual con dignidad.


Hegemonía de la Imago primordial

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Por eso, en rigor, en mi opinión al menos, el doble vínculo no es una estructura, sino el proceso de aniquilación de toda estructura que por eso amenaza saldarse con la psicotización del individuo a él sometido.

En rigor, en tales condiciones, no hay ni sujeto ni objeto de deseo,

sino tan solo la hegemonía absoluta de la Imago primordial como la fuente de la identificación primaria.

Pues sujeto y objeto de deseo sólo nacen simultáneamente

en tanto un tercero simbólicamente solvente introduce la separación -y la verbaliza como prohibición- en ese ámbito indiferenciado que es el del narcisismo primario.

Elsa: But I don’t smoke.

Les hablaba de los poderes mágicos de Elsa.

Si, desde el primer momento, posee sobre él un poder absoluto, es porque, como hemos visto, el relato era una farsa: no hay estructura triádica, no hay destinador que funde simultáneamente al sujeto y al objeto del deseo.

De modo que ella comparece como la Imago Primordial. Y así ese cigarrillo, que él es en tanto varón, desaparece en ella. Y, en ese justo momento, él mismo, en tanto sujeto diferenciado, desparece igualmente en ella, siendo absorbido por ella tanto como su cigarrillo.

Por lo demás, se lo han oído decir, bien literalmente, al personaje:

Michael: If I’d known where it would end, I’d have never let anything start…

No hay estructura triádica.

No hay relato.

Y por tanto, como insisto una y otra vez, el acto narrativo pierde densidad en la misma medida en que el acto enunciativo cobra todo el protagonismo.

Así, el individuo queda ahí, detenido en el comienzo.

Hipnotizado, abducido, paralizado.

Ahora bien, si está detenido en el comienzo, entonces no hay acto posible.

No hay otro acto posible que el acto enunciación.

Escúchenlo:

Michael: And that’s maybe the reason why I start out in this story a little bit like a hero, which I most certainly am not.

No hay héroe. Sólo representación.

Y dense cuenta de que aquí, en este contexto, representación significa ausencia.

Hipnotizado, paralizado, en la misma medida que ella está al mando.

Y lo está desde siempre.

Y es que la razón profunda, en el sentido matemático del término, de esta constelación visual la tienen aquí:

Y ello nos conduce, de manera directa, para completar esta serie de acuerdo a su ratio, a introducir una última -pero que es también, sin duda, la primera- imagen:


El Yo y la Imago Primordial

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Y en todo caso, que el sujeto localiza ahí, en esa figura fascinante que es la de la imago primordial, su propio Yo, es algo que The Lady from Shanghai manifiesta de manera literal:

Michael: I was not in my right mind, for quite some time.

Si él no estaba en su sano juicio es porque él, su Yo, estaba en ella: es por eso en ella donde se ve, y es sobre la imagen de ella donde se pronuncia.

Michael: I

Michael: asked her if she’d have a cigarette.

Y eso sucede de manera insistente:

Michael: my last, I’ve been looking forward to it. Don’t disappoint

Michael: me.

Una y otra vez:

Michael: Why not? It’s a gorgeous, romantical name entirely.

Michael: I’m Michael.

Michael: I’m just

Michael: a poor sailor man and him with the Princess of Central Park at his side. Princess Rosalie.

Michael: I’ll bet you a dollar I’ve been to the place of your birth.

Michael: I hope you were luckier than tonight.


Michael: I bet I could drive the car from down there inside with you.

Michael: I’ve got to find the gun that killed Grisby.

Michael: It’ll prove I’m innocent.

Michael: I told

Michael: you not to move, I mean it.

Tan radicalmente es así que solo en ella puede Michael localizar la pistola.

Michael: I

Michael: found the gun.

Pues no hay, en The Lady from Shanghai, otra pistola que la de ella -la que hace de ella el lugar de la omnipotencia.

 

 

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6. The Stranger: La escena fantasmática

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2007/2008
sesión del 25/01/2008
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2014

 

 

 

 

 

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The Stranger: Mary y Virginia: semejanzas y diferencias

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El último día alguien me formuló una objeción en el bar. Hubiera preferido que me la formulara aquí, en la sesión, pero entiendo que muchas veces eso no es posible.

Y el bar no es mal lugar, a sesión terminada, para comentar esas cosas que a veces tardan en cuajar o que uno no quiere exponerse a formular en público.

En cualquier caso, quiero animarles a seguir el ejemplo de su compañero y formular todas las dudas y objeciones que se les ocurran.

Me doy cuenta de que a veces piensan que las objeciones pueden molestarme. Por eso quiero decirles que es todo lo contrario: que me interesan y me estimulan. Para ser más exactos: que me ayudan a avanzar.

Como les he dicho, cada año desarrollo aquí, en este seminario, una nueva investigación. Y las objeciones muchas veces hacen visibles aspectos pendientes del objeto de estudio. Y cuando esas objeciones son resistencias, son igualmente útiles, dado que, como les digo una y otra vez, analizar un texto artístico es analizar el inconsciente que en él ha cristalizado.

De modo que les invito a utilizar cualquiera de estas tres instancias de discusión, ya sea la sesión, el bar o las tutorías, para hacerlo.

Y ahora vayamos al contenido de la objeción.

Tuvo una primera formulación que era más o menos ésta:

«¿Cree usted que decir que la protagonista de The Stranger se parecía a Virginia Nicholson no es una interpretación?»

Bueno, yo no dije que se parecieran fisonómicamente, sino que pertenecían al mismo tipo y estilo de mujer: jóvenes de alta sociedad, pero no estiradas, sino alegres, ingenuas, delgadas, frágiles.

Lo que se deduce no sólo de las imágenes, sino también de las descripciones ofrecidas por Leaming y Welles:

«(Welles) Desde el primer instante se sintió atraído por aquella rubia frágil y casi infantil, cuya cintura era tan estrecha que él casi la podía abarcar con una de sus manos.»

[Leaming]

«Cuando (Virginia) llegó a Nueva York era la esencia misma de la juventud inocente”».

[Welles, en Leaming]

Hecha esta acotación, mi respuesta es que no: que decir eso no es una interpretación.

Esta semejanza de tipo, de perfil si se prefiere, es un dato objetivo. Otra cuestión es si este dato es o no es relevante. Pero sobre eso no podemos pronunciarnos todavía. Pues depende, sencillamente…, de hasta donde ese dato nos permita llegar. Por eso la cuestión de la relevancia de un dato sólo puede ser juzgada a largo plazo.

Máxime cuando, les insistí mucho sobre ello el otro día, el principal obstáculo para el análisis es nuestra consciencia, que tiende siempre a considerar irrelevantes las cosas realmente interesantes.

Y el dato es éste: el personaje de Mary posee rasgos que lo asemejan considerablemente a Virginia Nicholson.

Y añadiré uno del que no hablé el otro día: si quieren encontrar un nombre semánticamente próximo a Mary, María, difícilmente encontrarán uno más apropiado que Virginia.

Y es que entre ambos nombres hay una relación metonímica radical: la Virgen María.

Desde luego, existen evidentes diferencias fisonómicas. Especialmente dos: Virginia Nicholson posee una nariz más grande y una barbilla más pronunciada que Loretta Young.

Pero al volver a prestar atención expresa a esos rasgos diferenciales, al deletrearlos, me he llevado una verdadera sorpresa, es decir, he encontrado, sin buscarlo, algo notable: que esos rasgos que separan a Virginia de Loretta Young la aproximan…

¿A quién?


A ese ángel que finalmente se descubre doncella.

La doncella del reloj.

Son, precisamente, los rasgos sobre los que les llamé la atención el otro día porque favorecían la ambigüedad sobre el sexo del ángel.

Como ven, las objeciones me ayudan.

Pues estos elementos que les estoy presentando ahora no son cosas que me guardara el otro día, sino aspectos en los que he reparado al reflexionar sobre la objeción recibida.

Y quiero llamarles la atención también sobre otra cosa.

Aunque hemos introducido un dato biográfico -la figura de esa primera esposa, Virginia Nicholson-, sigue siendo el dato textual y no el dato biográfico el que manda.


La escena fantasmática: un fantasma femenino mortífero

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Pues ningún dato biográfico parece permitir atribuir a Virginia los rasgos mortíferos de la figura del reloj.

Es más, las declaraciones de Welles, en principio, parecen ir en sentido contrario. Virginia es, nos ha dicho, la esencia misma de la juventud inocente. Una muchacha, en suma, angelical.

Sólo que la figura mortífera del film es un ángel.

Un ángel femenino que nos devuelve la cara oculta de la dulce Mary y que comparte rasgos fisonómicos con Virginia.

Es el texto el que manda: y en él encontramos una imagen oscura, siniestra, de esa primera esposa.

¿Tiene eso algún interés? ¿Tiene algún interés el cómo fuera o no fuera la primera mujer de Orson Welles? ¿Es ese un dato estético relevante?

Me refiero ahora a la segunda objeción del compañero de ustedes, que me preguntaba:

«¿El resultado del análisis conduce nada más que a eso, a averiguar cuáles eran los traumas de Orson Welles?»

Descartemos aquí la palabra trauma. Por ahora al menos no he hablado de ninguno.

Pero sí de un fantasma: un fantasma femenino mortífero.

desgarrador

y aniquilante.

¿Tiene eso pertinencia estética?

La tiene, sin duda, pero sólo en tanto ese fantasma nos alcance, en tanto sea capaz de afectar a nuestro inconsciente y, por tanto, de movilizarlo.

Y es que mientras que un trauma es un suceso irrepetible que le golpea a uno, una escena fantasmática es una constelación psíquica, de índole a la vez visual y narrativa, en la que pueden reconocerse muchos.

Hace años que vengo trabajando con una hipótesis que, al menos en mi opinión, no cesa de confirmarse.

Y estriba precisamente en esto: en que en el núcleo de toda gran película hay una poderosa escena fantasmática que, al margen de todo contenido ideológico, y también al margen del grado de verosimilitud de la narración, afecta, impacta poderosamente al inconsciente del espectador.

Toda la narración se organizaría sobre esa escena fantasmática, a la vez anunciándola, preparándola y demorándola -el suspense no sería después de todo otra cosa que el movimiento por el que esa escena se prepararía, anunciaría y demoraría.

De modo que todo en el texto narrativo se focalizaría sobre el vértice de esa escena que constituiría su punto de ignición.

Ahora bien, esa implicación de nuestro inconsciente en The Stranger sólo sucede en escasa medida.

Y ello porque no es un gran film, por mucho que sea un film interesante con algunas secuencias francamente notables.

Pero no es un film que justifique, por sí mismo, un análisis.

¿Que por qué me detengo en The Stranger aun cuando es un film que no cuaja, y aun cuando, por ello mismo, me arriesgue a un descenso en el tono de la implicación de ustedes en el análisis?

Sencillamente porque ha sido realizado por ese gran cineasta cuyo film inmediatamente siguiente va a constituir una de sus grandes obras.

Y porque, contra todos los tópicos sobre la baja implicación del cineasta en ellos, he encontrado ya datos suficientes para probar que Welles mentía, que su implicación en ellos era mucho más alta de lo que quería aparentar.

Y por cierto que esas semejanzas estructurales que les mostré el otro día son la mejor prueba de ello.

De modo que todo ello nos permite -y nos invita a- utilizar The Stranger como un revelador, en el sentido químico del término, de The Lady from Shanghai.

Todo ello concede, además, un interés añadido al análisis comparado de ambos films, pues nos da una ocasión idónea para poner a prueba la otra hipótesis fundamental que les he propuesto este año: que la ficción artística, en toda gran obra de arte, es siempre, necesariamente, verdadera.

Una de las vías para probarlo es establecer esa verdad subjetiva que habita The Lady from Shanghai.

Pero otra, no menos interesante, es establecer la falta de verdad subjetiva que hace fracasar a The Stranger.


The Stranger: Boda y Crimen

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Uno de los aspectos más sugestivos de The Stranger es el montaje paralelo a dos bandas que orquesta su primera parte: en una sucede un crimen

y en la otra un matrimonio.

Minister: Dearly beloved,

Y no es menos notable que en ambas sea invoque a Dios:

Minister: we are gathered together here in the sight of God to join together this man and this woman in holy matrimony.

Meinike: It will take strength. Such strength as can come only from God.

Meinike: Kneel by me, Franz. And together we will pray to him to give you strength.

Ambas, pues, poseen una neta dimensión ceremonial. En ambas están presentes ciertas palabras rituales que deben ser ceremonialmente repetidas.

Meinike: I have sinned against heaven and before thee. I am not worthy to be called thy son.

Say these words after me. I despair of my sins.

Rankin: I despair of my sins.

Meinike: O God of all goodness.

Rankin: O God…

Meinike: How could I ever have offended thee?

Rankin: …of all goodness.

Minister: …and, forsaking all others, keep the only unto her so long as ye both shall live?

Rankin: I will.

Minister: Mary, wilt thou have this man for thy husband, to live together after God’s ordinance in the holy estate of matrimony?

Wilt thou love him, comfort him, honour and keep him in sickness and in health, and, forsaking all others, keep thee only

unto him so long as ye both shall live?

Mary: I will.

Y los términos del acto que así es convocado quedan señalados en el plano que sigue:

La forma fálica de la torre indica metafóricamente la magnitud de lo que está en juego a la vez que, metonímicamente, en el plano narrativo, anuncia el lugar donde el acto definitivo tendrá lugar.

La novia, no hay duda, aguarda el acto que consume la boda.

Mary: Hello, Father. Has anybody seen my brand-new husband?

Judge: Don’t tell me he’s deserted you already.

Mary: Looks as if, the brute.

Y justo en el momento en que esta espera es así subrayada, aparece por primera vez el perro de Mary:

Mary: Red, have you seen Charles? Go find him for me.

Observen el poderoso contraste entre el blanco del vestido de la novia y lo oscuro del plano con el que se encadena

Mary: Hurry up.

Y huelga señalar que Welles, mientras entierra el cadáver del hombre que ha asesinado, viste su traje de novio.

Pero es todavía más poderoso el encadenado siguiente:

La novia aparece ahí mismo, en el lugar del crimen, pero las manos de él no la tocan a ella, sino a la tierra que cubre el cadáver, es decir, el cuerpo del crimen.

De modo que la asociación entre lo uno y lo otro, entre el cuerpo de la novia y cuerpo del crimen, está del todo acentuada.

Pues ese invariante antropológico que es la relación metafórica mujer-tierra es aquí movilizado, y lo es para conformar una metáfora siniestra: pues si de la novia se espera que brote un hijo, de esa tierra lo que brotará muy pronto será un cadáver.

Noah: I’ve looked everywhere for him. I can’t find him.

Welles es un cineasta de poderosas ideas plásticas.

Observen como este sillón protagoniza la composición: es casi el trono que señala la ausencia de Kindler: todos los hombres quedan arrinconados tras él, a la vez que señalan con su mirada a la novia y subrayan la precaria situación en la que aguarda, sumisa, ante ese sillón-trono vacío.

Mary: I’m getting worried.

Rankin: Are you, darling?

Rankin: What about?

Mary: Charles!

Mary: You’ve changed.

Rankin: Don’t you think you’d better?

Rankin: After all, aren’t we supposed to be going on a honeymoon?

Mary: Give me five minutes.

¿Esa noche hacen el amor los recién casados?

Es de suponer que sí, pero el film para nada lo acusa.

Por el contrario, el final de la escena más bien lo excluye o, al menos, se niega a acusarlo.

Para que entiendan mejor lo que les digo, imagínense que la secuencia hubiera terminado aquí:

que el fundido en negro se hubiera producido sobre esta imagen.

En tal caso, la elipsis que seguiría sugeriría la prolongación de ese beso hasta la consumación del abrazo sexual.

Pero la solución de la escena es del todo diferente:

pone en escena la disyunción, en vez de la conjunción entre los dos personajes.


La Sombra y el hombrecillo

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De modo que, por lo que a la puesta en escena se refiere, ese encuentro queda pospuesto hasta aquí:

Mary: Oh.

Charles: What is it, dear?

Como les indicaba el otro día, son las 12 de la noche, es decir, la media noche, vale decir, también, la hora canónica del acto sexual, como lo acredita indiscutiblemente La Cenicienta -de lo contrario ¿por qué Cenicienta habría tenido que abandonar la fiesta a esa hora?

Y ahí, al tálamo matrimonial, accede Kindler-Welles en calidad de demonio y de sombra.

De Sombra, desde luego, amenazante, criminal, demoníaca.

Welles: ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

Welles: La planta del crimen da fruta amarga.

Pero también, por sombra, impotente.

Welles: El crimen no merece la pena. La sombra lo sabe.

Welles: ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

Esto es, entonces, lo que la Sombra sabe: que el crimen no merece la pena.

Mary: I’m sorry. I was dreaming. About that little man.

De modo que aquí tampoco se consuma nada.

En el lugar del acto que no tiene lugar, aparece, en cambio, un sueño.

Mary: The little man was walking all by himself across a deserted city square. Wherever he moved, he threw a shadow. But when he moved away, Charles, his shadow stayed there behind him and spread out just like a carpet.

¿Quién es el hombrecillo del sueño?

De acuerdo con la anécdota narrativa, sin duda el oficial nazi que venía en busca de Kindler y que éste ha asesinado.

Pero si atienden al engarce de la letra del sueño con la letra de la escena, verán que es el propio Kindler-Welles, pues es él quien permanece en ella como una sombra.

Es decir: es él el hombrecillo.

Todavía: es él el que ahí, ante el tálamo matrimonial, comparece no como un hombre sino como un hombrecillo, como la sombra sin cuerpo de un hombre.

Me objetarán quizás que eso casa mal de un don Juan de éxito indiscutible como el Orson Welles de aquella época.

Pero si lo hacen es que no comprenden bien lo que es un don Juan.

Pues un don Juan es un hombre que huye de cada mujer en la siguiente. Es decir: alguien que vive como un fracaso cada encuentro sexual.


Fantasma fálico

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Y bien, el abrazo, como saben, sólo se consuma al final.

Pero fíjense lo que precede, de manera inmediata, a la escena final.

Mary, literalmente convertida en un negro fantasma, como si surgiera de esas lápidas del cementerio que vemos tras ella,

se desliza más que camina hacia la torre.

Y lleva una caja. ¿Qué puede haber en ella?

Insisto, el abrazo sólo se consuma al final.

Son las 12 de la medianoche.

La hora del vértigo extremo.


He aquí la consumación:

tal es el abrazo sexual que culmina la escena fantasmática del film

Se trata de un abrazo final que recuerda a otro de Alfred Hitchcock (Sabotage, 1936):

¿No es tan angelical la protagonista de Sabotage como la de The Stranger?

Y el hecho de que este desenlace se produzca en lo alto de la torre de una iglesia, en su campanario,

y que todo ello se bañe en el vértigo de su altura, no puede por menos que recordarnos lo que sucederá diez años más tarde en Vertigo (1958),

El campanario pues, figura en sí misma fálica, convertida en lugar y emblema del fracaso fálico del varón.

Por lo que se refiere a Vertigo, tienen un detenido análisis de ello en el libro que les he invitado a leer este año. De modo que huelga ahora detenerse en ello.

Sólo quiero señalarles la importancia de ese fantasma femenino mortífero que reina tanto en el cine de Hitchcock como en el de Welles.

Y que, en mi opinión -introduzco así de paso la tercera hipótesis del día- constituye el fantasma central del arte del siglo XX.

Seguramente les parecerá éste un enunciado excesivo pero, ¿acaso no fue Alfred Hitchcock el cineasta más famoso, a escala de masas, del siglo XX? ¿Y no fue a la vez -y esto es ya del todo sorprendente- el cineasta de mayor prestigio entre los intelectuales?

Pero sobre todo: ¿No fue él el cineasta central que marcó la inflexión del cine postclásico que se impuso en la última parte del siglo XX y que sigue del todo vigente como el espectáculo de masas de este siglo XXI?

En otros lugares –Leolo, La Edad de Oro, Fight Club– he señalado su relación directa con la psicosis.

Y no hay duda, pienso, que algo de ese orden está presente, también, en The Lady from Shanghai.

Pues bien, con respecto a ella, The Stranger, película en sí misma sólo mediana, es un potente revelador:

Creo que incluso los más hostiles al psicoanálisis no pondrán en duda el carácter hostilmente fálico de ese fantasma, ¿no les parece?

¿Qué por qué fracasa estéticamente El extraño allí donde triunfa La dama de Shanghai?

El otro día pusimos las bases para responder a esta cuestión.

El motivo del fracaso no está aquí.

Sino aquí:

La fuerza que tiene Bannister en The Lady from Shanghai carece de correlato en el policía que ocupa su lugar en El extraño.

O, para ser más exactos, en los dos personajes que ocupan ese lugar.

Pues está también éste otro:

Los dos son tan buenos como planos, y eso hace que no pueda cuajar aquí esa red densamente perversa que lo impregna todo en The Lady from Shanghai.

Pero no me entiendan mal: obviamente, podría hacerse una película excelente con una estructura como ésta, a tres personajes, en la que el tercero fuera, como aquí, un personaje bueno.

El cine clásico está lleno de obras maestras de ese tipo. Y es que en ellas ese tercero comparece como una pieza clave del relato clásico: la del Destinador.

De modo que no hay duda de que es posible hacer películas magníficas con esa estructura. Pero todo parece indicar que no eran ni Welles, ni Hitchcock las personas apropiadas para ello.

¿Por qué? Sencillamente porque eso no era verdad para ellos.

Esto es algo que se constata de inmediato, con solo contrastar The Stranger con The Lady from Shanghai.

Y, desde luego, no hace falta la biografía para ello. Pero la biografía nos permite confirmarlo. Léanla. Verán hasta qué punto la verdad subjetiva de Welles tuvo que ver, desde su primera infancia, con una estructura a tres netamente perversa.
 

 

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5. The Stranger y La dama de Shanghai

 

 

 

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2007/2008
sesión del 18/01/2008
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2014

 

 

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El extraño: el reloj, el diablo y la doncella

 

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El gran reloj de la torre que corona la pequeña ciudad en la que se desarrolla The Stranger constituye el motivo tanto de sus títulos de crédito como de su escena final.

Es la hora.

¿Pero la hora de qué?

Les decía el otro día: de la evidencia del fracaso de su carrera política. Del derrumbe del sueño wellesiano de llegar a ser presidente de los Estados Unidos.

Están a punto de dar las doce.

¿Del medio día? ¿De la media noche?

Sin duda de la media noche. Pero eso lo comprobaremos luego.

Podríamos decirlo también así: es la hora de asumir la extrañeza radical de su condición.

Su condición de extraño -de desconocido, de forastero. Tengan en cuenta que la palabra escogida es stranger, no foreing.

Y ese extraño, que va a ser interpretado por Orson Welles, como ya les señalé, es identificado, visualizado, en la maquinaria del gran reloj de la torre, como un demonio.

La imagen absolutamente opuesta, entonces, a la del cándido, honesto y amoroso Michael O’Hara.

Un demonio al que hemos visto, en el plano anterior, que es también el primero de la película, acechando a una doncella -la otra figura presente en la decoración del reloj.

Sí, pero…

Pero todo puede invertirse, puede ser la doncella la que, con su espada -ahora se la ve bien, acentuada en negro por su sombra− la que le amenace a él.

Hay una fácil lectura de todo esto. Una lectura alegórica que seguramente no escapó al espectador norteamericano de la época. La bestia demoníaca del nazismo, amenazando a América, alegóricamente visualizada por esa bella doncella. Pero, eso sí, una doncella armada, capaz de defenderse.

Como ven, los papeles se van intercambiando: de perseguidor y perseguida, a perseguido y perseguidora.

Pero en cualquier caso, es ese un demonio que literalmente se convierte en Orson Welles.

¿Y qué me dicen del cambio de la hora? ¿Por qué ahora el reloj marca las 11 y 26?

Uno puede pararse a reflexionar, a ver si se le ocurre una explicación… A ver si le llega una buena interpretación….

Pero les vengo diciendo que eso es perder el tiempo.

 


Freud: La interpretación de los sueños

 

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Y desde luego no es lo que hacía Freud. No era ese su procedimiento metodológico.

¿Que qué hacía Freud? La respuesta, como les anticipé el otro día, la pueden encontrar en La interpretación de los sueños.

Por cierto, se me olvidó decirles antes de las Navidades que en su lectura de La interpretación de los sueños podían saltarse con toda tranquilidad la primera parte del libro, muy larga, en la que Freud expone las teorías sobre los sueños que le han precedido -lo que viene a coincidir, por cierto, con el primer tomito de los tres con los que cuenta la edición de bolsillo de Alianza Editorial.

Dado que es una primera parte un tanto aburrida, considero aconsejable para quien comienza a introducirse en Freud empezar directamente la lectura por la segunda parte en la que expone su teoría.

Aunque, por otra parte, me alegro de no haberlo dicho. Pues así habrán tenido ocasión de darse cuenta de cómo se hace una buena tesis doctoral.

Pues, en cierto modo, La interpretación de los sueños es la tesis doctoral de Freud.

No es que con ella obtuviera el título de doctor, desde luego. Pero es en ella donde realiza el esfuerzo de erudición, de exploración sistemática de un campo de investigación, que es el requisito obligado de una buena tesis.

Eso suele no hacerse más que una vez en la vida. Pero una vez en la vida al menos, quien quiere dedicarse a la investigación teórica, debe hacerlo.

Y bien, ¿Qué es lo que hace Freud en un caso como el que nos ocupa ahora?

Desde luego, no pararse a esperar que le llegue la buena interpretación. Ni siquiera ponerse a buscarla.

Y, como también les dije en su momento, aunque use la palabra interpretación, ni siquiera hace realmente eso, interpretar.

Lo que hace es deletrear los significantes de ese texto que es el del sueño. Al pie de la letra.

Y para ello, necesariamente procede a aislarlos, uno por uno.

Se detiene en cada uno de ellos, invitando a su paciente a que haga emerger lo que hay en cada uno de ellos.

Les digo que se detiene en cada uno de ellos, pero no les digo que los interprete, ni siquiera que invite a su paciente a hacerlo. Es más, de hecho hace todo lo contrario: pide a su paciente que lo cuente todo, hasta el menor y aparentemente más absurdo detalle sin tratar de entenderlo, porque eso muchas veces llevaría a desecharlo.

Lo que les digo, insisto en ello, es que se detiene a deletrearlo. Y a deletrear todo lo que aparece conectado con él.

Hace algo semejante a lo que, unos cuantos años más tarde, formularía Picasso con su conocida máxima: aquella en la que afirmaba no buscar, sino encontrar.

El equívoco, la confusión sobre esta cuestión -que es, por cierto, la que da alas a los críticos del psicoanálisis− estriba en identificar el contenido manifiesto con el sueño mismo, y pensar que el contenido latente es el resultado de la interpretación.

Pero no es así para nada: para Freud el contenido latente es el sueño mismo, al pie de la letra.

Por eso hay que tomarse absolutamente en serio su afirmación de que el objetivo de la interpretación de los sueños es restituir el contenido latente del sueño.

La clave está en la palabra restituir.

Como ven, nada de múltiples interpretaciones: se trata, por el contrario, de restituir lo que ahí, en el sueño, está ya, al pie de la letra.

Insisto en ello: el inconsciente no está en ningún otro sitio que ahí: en la letra misma del texto.

Ya sea en la del texto artístico como en la del discurso del paciente.

El contenido manifiesto, entonces, no es otra cosa que la versión degradada -censurada- que la conciencia retiene de lo que realmente ha sido soñado.

Pues bien, les invito a traducir así la cuestión al campo del arte: el contenido manifiesto es lo que el espectador recuerda de la película que ha visto.

Por contra, el contenido latente no es la interpretación de la obra, sino la obra misma, al pie de la letra.

 


El extraño: el crimen

 

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El otro día, sin suscitar explícitamente esta temática, les suministré un ejemplo de ello.

La consciencia de ustedes no recordaba esto, y sin embargo esto estaba, literalmente, en el texto:

Pues bien, voy a darles hoy otro ejemplo no menos preciso.

Vamos a encontrar lo que hay.

Si el reloj marca primero las 11 horas y 58 minutos y luego, cuando aparece el nombre de Orson Welles, firmando como director, en el instante mismo en el que el relato va a comenzar, marca las 11 horas y 26 minutos, es evidente que la letra del texto nos invita a hacer una resta:

11:58 – 11:26 = 00:32

Bien, ¿qué sucede en la película dentro de 32 minutos?

32 minutos más tarde, cuando el personaje que Orson Welles encarna parece estar fuera de toda sospecha, como llega a afirmar el investigador del caso,

Wilson: I’ll be in Washington tomorrow afternoon. You were right about Rankin.

Wilson: He’s above suspicion.

retorna, sin embargo, al lugar del crimen.

Como ven, les dije que se trataba de la media noche.

Y, observen que cosa tan notable, no va solo, sino acompañado de un perro.

Y por cierto, de un perro de un color que ya conocemos -el mismo del de Elsa en The Lady from Shanghai.

De manera que resulta obligado tomarse muy en serio a estos perros presentes en las películas de Welles.

No faltan los motivos, pues este perro ha identificado el lugar del crimen.

Aquí le tienen, a Orson Welles, interpretando al mayor nazi Franz Kindler, que a su vez interpreta al profesor antinazi Charles Rankin… retornando al lugar del crimen.

Comprobando, sin duda, que no ha dejado huellas…

Pero claro está, siempre se dejan huellas.





Y así, inevitablemente, el criminal termina por delatarse.


Faltan ya solo 40 segundos para el centro absoluto del film:

Wilson: I want Washington, DC.


Wilson: Who but a Nazi would deny that Karl Marx was a German, because he was a Jew? I think I’ll stick around for a while.

Y bien, ya sólo quedan cuatro segundos y serán las doce de la noche.

Eso es pues lo que ha sucedido

en los dos minutos anteriores:

que él, ese demonio que habita en Orson Welles,

ha sido descubierto.

Y bien: hemos llegado.

Es la media noche.

 


Virgina Nicolson, Loretta Young y La Sombra

 

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Los que hayan leído la biografía de Welles podrán darse cuenta de hasta qué punto Orson Welles está implicado en estas imágenes.

Pues aquí, y en casi todo lo que sigue en la espléndida secuencia que ahora comienza, Welles comparece como una sombra.

Es decir, como la Sombra.

Este breve fragmento del Hollywood Remembers dedicado a Orson Welles les pondrá en antecedentes:

Narrador: Luego, Welles se trasladó a la radio y empezó a transformarla en un nuevo medio dramático. Su voz sonora era perfecta para la radio y perfecta para el personaje de novela de suspense “La sombra”.

Welles: ¡Ja!, ¡Ja!, ¡Ja!


Welles: La planta del crimen da fruta amarga. El crimen no merece la pena. La sombra lo sabe.

Welles: ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!


Mary: ¡Ah!

Charles: Soy yo cariño.

Soy yo, cariño, la Sombra.

Y por cierto que cuando Welles se hizo famoso con este programa radiofónico estaba casado con su primera esposa, quien fue también la mujer de la que tuvo su primera hija.

Virgina Nicolson, una elegante joven de la alta sociedad norteamericana que no puede por menos que recordarnos a ésta elegante hija del Juez del Supremo.

Barbara Leaming, obviamente, no pudo reparar en esto, a pesar de que la Loretta Young de El extraño respondía al mismo tipo de mujer, sólo que en versión morena:

Y sin embargo, como biógrafa seria y minuciosa, al modo anglosajón, nos suministra los datos suficientes para deducirlo. Así, nos dice que

«Desde el primer instante se sintió atraído por aquella rubia frágil y casi infantil, cuya cintura era tan estrecha que él casi la podía abarcar con una de sus manos.»

Sin duda, esa combinación de elegancia e ingenuidad infantil constituye el aspecto básico de la protagonista del film.

De lo que sí nos informa Leaming es de la intención que tenía Welles -finalmente impedida por la productora− de rodar los exteriores de la película en Todd, el pueblo donde se encontraba la escuela en la que estudió en su juventud y, que claramente inspira la escuela en la que el protagonista del film ejerce como profesor.

A los 19 años Welles volvió allí un verano a organizar un festival de teatro y fue entonces cuando conoció a Virgina Nicolson.

Más tarde ella iría a reunirse con él a Nueva York y Welles describió así su llegada:

«”Cuando (Virginia) llegó a Nueva York era la esencia misma de la juventud inocente”».

.

Su matrimonio no duró mucho.

Pero antes de su disolución, que se consumaría con la llegada de Welles a Hollywood, Virginia debió de padecer la intensa vida amorosa donjuanesca de su marido.

No es difícil deducir que el sentimiento de culpabilidad por ello generado sea uno de los motivos de fondo con los que trabaja el cineasta en El extraño.

¿Sería entonces el crimen real del film la destrucción de esa adorable inocencia?

En la escena que nos ocupa, Mary cuenta su sueño a La Sombra:

Mary: Oh.

Charles: What is it, dear?

Mary: I’m sorry. I was dreaming. About that little man.

Charles: What little man?

Mary: You know, dear. I told you about him. He came here the day we were married.

Mary: Light me a cigarette, will you? I’ve never had a dream like that before.

Mary: It frightened me

Mary: Thanks.

Mary: The little man was walking all by himself across a deserted city square. Wherever he moved, he threw a shadow. But when he moved away, Charles, his shadow stayed there behind him and spread out just like a carpet.

Como ven la referencia a La Sombra es insistente.

Y no es difícil que fuera identificada incluso por el propio espectador de entonces pues, como saben, la Sombra de Welles fue un gran éxito radiofónico en la que ha sido llamada la época dorada de la radio.

Mary: I wish you could think who he was.

Charles: You’re overtired.

Mary: Perhaps.

Mary: Here, dear. Put this out, will you?

(whíníng and barkíng)

Mary: What was that?

(whímperíng)

Mary: That sounded like Red, Charles. What in the world’s the matter with him?

Charles: I put him in the cellar.

Mary: No wonder he’s howling. He’s never been locked up in his life.

Charles: If Red is to live with us, he must be trained.

Charles: At night he will sleep in the cellar.

Charles: In the daytime he’ll be kept on a leash.

Como ven, la parábola sobre el nazismo se hace evidente.

Y por cierto que el tema de la correa no deja de encontrar sus resonancias eróticas al suscitarse sobre este gran primer plano de Mary.

Mary: I don’t believe in dogs being treated like prisoners. Red’s my dog.

Charles: Please, Mary. I know what’s best.


(whímperíng)

 


The Stranger y The Lady from Shanghai: una estructura común

 

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Quiero llamarles la atención sobre cómo se disponen aquí los mismos tres elementos que encontramos en la cubierta del yate de The Lady from Shanghai.

Y debo decirles que cuando he percibido este hilo he debido constatar, para mi sorpresa, que la relación entre ambos films es mucho más estrecha de lo que parece a primera vista.

Una mujer,

un hombre

y un perro

El hombre, Michael O’Hara o Franz Kindler, es siempre Orson Welles.

La segunda mujer es su segunda esposa -Rita Hayworth- y la primera una figuración de la primera -Virginia Nicholson.

Y en los dos casos tenemos una situación de partida de conjunción entre la mujer y el perro.

Luego tiene lugar un acto que provoca la disyunción

Y una situación de llegada en la que, excluido el perro, tiene lugar una conjunción, siempre conflictiva, entre el hombre y la mujer.

Una misma estructura, por tanto, en ambos casos, pero de articulación inversa.

Pues si en The Stranger es el hombre el que provoca la disyunción, en The Lady from Shanghai es la mujer.

Y en esa misma medida, la conjunción resultante entre el hombre y la mujer posee dominancias inversas.

En The Stranger domina netamente el hombre, tanto como en The Lady Shanghai domina la mujer.

Y en ambos casos, esas dominancias poseen una fuerte carga erótica de índole perversa.

Aunque en un principio no me creerán, en The Stranger hay también, incluso, un barco.

Esta vez es solo una pequeña barquita, desde luego, como pequeña fue la presencia de Virginia Nicholson en la vida de Welles.

¿Y acaso no tiene esa barquita un nombre −Mary, María− que alude a la adorable ingenuidad de Virginia Nicholson?

También en esto de los barcos la sintonía es estrecha, pues el otro barco, el de The Lady from Shanghai, más grande como lo fue la presencia de Rita Hayworth en la vida del cineasta, lleva el nombre al que tiene derecho por, valga la redundancia, derecho propio: Circe.

Y por cierto que en esos barcos, pequeños o grandes, en ambos casos, se encuentra también el otro personaje, el tercero de la trama.

Tramándola.

Alguien que, por una u otra vía, interviene decisivamente en la relación entre el hombre y la mujer.

Y claro está, siguiendo la pauta que les he indicado, de manera inversa en uno u otro film: en The Lady from Shanghai juntándoles, en The Stranger tratando de separarles.

 


Figuraciones manieristas

 

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Y por cierto que en las secuencias finales de ambas películas, sea en la torre del reloj de The Stranger o en El laberinto de espejos de The Lady from Shanghai, participan los tres personajes.



No vamos a entrar todavía en el análisis de estas dos excelentes secuencias.

Pero sí voy a anticiparles algo que ayudará en mucho a ese análisis. Se trata de especificar la estructura común de la que ambas participan.

Ambas se desarrollan en el interior de un mecanismo complejo y sofisticado:

El reloj de la torre de la iglesia de Harper:

o el laberinto de espejos del parque de atracciones:

La pasión por los mecanismos

y los laberintos

fue, como se sabe, uno de los motivos caracterizadores del manierismo pictórico, como también lo sería del manierismo cinematográfico del que Welles, junto a Hitchcock, Sirk y Minnelli fueron algunas de las figuras más notables.

En ambas nos encontramos con un duelo mortal del que participan tres personajes:

Dos hombres y una mujer.

Y observen que el conflicto central no es, como suele suceder en el relato de acción clásico hollywoodiano, el que enfrenta a los dos hombres por la mujer.

Aquí, por el contrario, el conflicto central lo es

entre el hombre y la mujer.

Y el tercero, con respecto a ellos,

aparece en ambos casos como un personaje no marcado en el campo del deseo -no, al menos, como objeto deseable, por más que pueda ser, como sucede con Bannister, un sujeto deseante.

Nos encontramos entonces ante una misma estructura, pero invertida en su articulación y en sus valores.

Así, el tercer personaje,

en un caso se enfrenta a la mujer, mientras que en el otro comparece como su aliado.

Lo que, además, está en relación con la inversión de las posiciones del hombre y de la mujer en el eje del bien y del mal:

No deja de ser curioso que esa inversión se traduzca, plásticamente, en la adopción de un eje opuesto en una y otra película.

Por supuesto, en ambos casos, perecen los personajes negativos.

 


Desdoblamientos

 

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Pero hay todavía una última semejanza, netamente manierista, que estriba en el desdoblamiento de las figuras de los dos personajes principales:

Inversiones, desdoblamientos, que nos devuelven ese tema que apareció el otro día, cuando, al final de la sesión, hablamos de que Rita Hayworth, en La dama de Shanghai, parecía interpretar a dos mujeres opuestas.

Bueno, en cierto modo, ya las hay aquí.

Pues Mary se desdobla en esa doncella del reloj que aniquila finalmente a Kindler.

He dicho desde el primer momento doncella, por más que el film haya mantenido hasta el último momento la ambigüedad sobre el sexo de esa figura armada con esa tremenda espada.

Y lo ha hecho explícitamente.

Potter: Figure it to tell time rightly?

Wilson: Mm-hm.

Potter: And will the angel circle around the belfry?

Potter: Is that a man or a woman angel, Mr. Wilson?

Wilson: I don’t know.

Potter: Well, reckon it don’t make much of a difference amongst angels.

Y bien, dado que este personaje que se cree muy listo nunca se entera de nada, resulta evidente que eso, el sexo del ángel, debe ser decisivo.

Máxime cuando se trata de un ángel mortífero.

Ambigüedad aparte, ese ángel mortífero

es femenino.

Como se puede constatar aquí.

Y aquí.

Y definitivamente aquí:

 

 

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4. La ficción, la verdad y el inconsciente

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2007/2008
sesión del 11/01/2008
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2014

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La ficción y las declaraciones del artista

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«Estaba trabajando en La vuelta al mundo en 80 días. Estábamos en Boston el día del estreno y no podíamos sacar el vestuario de la estación porque debíamos 50.000 dólares y nuestro productor, el sr. Todd, se había arruinado. Sin ese dinero no podíamos estrenar. Llamé a Harry Cohn y le dije: “Tengo una gran historia. Si me envías 50.000 dólares por telegrama antes de una hora, firmaré un contrato para hacerla.” “¿Qué historia?”, preguntó Cohn, Yo llamaba desde una cabina. Al lado había un quiosco con libros y le di el título de uno. “Lady from Shanghai”, dije. “Compra la novela y yo haré la película”. Una hora más tarde teníamos el dinero.»

¿Mentía entonces Welles cuando atribuía al azar su encuentro con la novela?

En mi opinión, ciertamente sí.

Por el hecho mismo de que trabaja con sus experiencias más íntimas -¿de dónde si no podría proceder la verdad que anima a las grandes obras de arte?- todo artista tiene el derecho, incluso la necesidad, de mentir cuando habla de ellas.

Por eso deberíamos invertir los términos con los que nos referimos habitualmente a eso a lo que damos en llamar la ficción artística.

La convención nos lleva a oponer la ficción que las obras nos ofrecen a la verdad de las declaraciones de sus autores sobre ellas, cuando sin embargo, a poco que se medite en ello, resulta evidente que es en las obras donde se encuentra esa verdad -de lo contrario, ¿cómo podrían conmovernos tan profundamente?- y que, frente a ellas, las declaraciones del autor suelen ser más bien lógicas y del todo comprensibles operaciones de encubrimiento.

Nada tan equívoco, por eso, como la expresión ficción cuando nos referimos a las artes narrativas.

Pero, a la vez, resulta obligado reconocer que éste es un equívoco necesario no sólo para el artista sino también para el lector o el espectador de su obra.

Pues el hecho de que nuestra conciencia de espectadores acoja como ficción lo que la narración nos ofrece es lo que mejor permite a nuestro inconsciente burlar el control de la consciencia y, así, poner en funcionamiento los mecanismos de identificación a través de los que accedemos a la experiencia verdadera que en los textos artísticos nos aguarda.

La ficción artística se descubre entonces doblemente verdadera: pues posee la verdad de la experiencia del autor -de la que la obra no es otra cosa que su cristalización-, tanto como posee la verdad de nuestra experiencia de espectadores en cuanto, al rehacerla en la lectura, la reconocemos como propia.

Y observen que en esto estriba la certeza que debe constituir el punto de partida del análisis: la intensidad de la experiencia emocional que el film produce en nosotros es la prueba de que cierta verdad que se encuentra ahí, en la obra, nos interpela y nos aguarda.

Una verdad que es, necesariamente -y simultáneamente- tanto nuestra -pues en nosotros se manifiesta− como del autor -ya que lo que film nos ofrece es su experiencia cristalizada en celuloide.


Inconsciente

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A través de la película -o de la novela−, en tanto que nos olvidamos de nosotros mismos y nos identificamos con los personajes que la habitan, damos el rodeo necesario para burlar las defensas del yo y, así, acceder a las emociones inconscientes que nos habitan.

Lo diré todavía de una manera más breve: el auténtico espectador de una película, el auténtico lector de una obra de arte, no es, no puede ser otro que el sujeto del inconsciente.

De hecho, si lo piensan bien, deberán reconocer que nada como el cine demuestra y permite localizar de manera tan directa e inmediata la existencia del inconsciente.

Pues el inconsciente, en la experiencia cinematográfica, se localiza. Se localiza como ese lugar en nosotros mismos, desplazado de la consciencia, donde es vivido como verdadero lo que el film nos ofrece -muy exactamente: allí donde el film nos escuece.

Un lugar, por eso, que se encuentra detrás de nuestra pantalla perceptiva, bien alejado de ese otro lugar donde nuestro yo consciente se piensa y se localiza.

Pues bien, la disposición misma de la sala cinematográfica nos devuelve una expresiva metáfora de esa posición a la vez central y desplazada del inconsciente -como central y a la vez escondido y desplazado se encuentra el proyector cinematográfico.

Pero claro está, por eso mismo, porque nuestro inconsciente es el espectador cinematográfico, nuestro yo enciende todas las alarmas cuando el análisis del texto cinematográfico amenaza con suscitar esos procesos inconscientes que constituyen el núcleo mismo de nuestra experiencia cinematográfica.

De lo que se deduce que analizar de verdad un texto artístico es, simultánea y necesariamente, investigar los procesos inconscientes que suscita. Y hacer frente a las resistencias que inevitablemente se levantan contra esa labor.

Ésta es, por cierto, la dificultad específica de la metodología que les propongo.

Pues para que el análisis avance es necesario combatir la tendencia de nuestro yo a excluir de nuestra consciencia los contenidos inconscientes que constituyen el centro de lo que, en nuestra experiencia cinematográfica, está realmente en juego.


El contexto

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The Lady from Shanghai, la narración que de ese origen ofrece Welles reúne todos los rasgos de un recuerdo encubridor en el que se atribuye al azar -y, así, se quita importancia a- algo que, desde el primer momento, debió estar cargado de sentido -y de uno intensamente sentido- para el cineasta.

Para aproximarnos a ello resulta obligado recordar el contexto profesional y personal de Welles en el periodo que precedió al rodaje del film.

Cuando fue llamado a Hollywood era el actor y director teatral más famoso de Estados Unidos y, sobre todo, gozaba de una extraordinaria popularidad gracias a sus célebres programas radiofónicos.

Todo ello hizo que se le concediera el contrato mejor pagado y que garantizaba la mayor libertad de trabajo que se hubiera firmado nunca en Hollywood.

Pero la excelente acogida que la crítica dispensara a Citizen Kane (1941), tuvo por contrapartida su fracaso entre el público, en buena medida por la campaña realizada contra el film por Rudolph Hearst, el magnate de la prensa en cuya vida estaba inspirado el film.

Más dramático resultó para el cineasta el fracaso comercial de su siguiente película,

The Magnificent Ambersons (1942), a la que se sumó su mutilación en manos de los productores, que consideraban excesivos los experimentos formales y narrativos del cineasta.

En ese mismo año, 1942, se vio definitivamente interrumpido el rodaje de It’s All True,

un film documental de vocación política patrocinado por la Oficina del Coordinador de Asuntos Interamericanos, que, emulando ¡Que viva México! de Eisenstein, había comenzado a rodar en México y Brasil.

¿No bastaría ya con esto para atisbar en Welles una tendencia irrefrenable hacia al fracaso tan intensa al menos como la del propio Eisenstein?

Toda una cadena de fracasos que comprometían seriamente las posibilidades profesionales de Welles en Hollywood, pero que se vieron compensados por dos hechos importantes de índole contraria.

Mientras esperaba inútilmente en México que llegara el dinero con el que proseguir su último proyecto, Welles se topó, en un número atrasado de la revista Life, con esta foto:

El propio cineasta describió así el impacto que causó en él:

«”Vi en la revista Life aquella foto fabulosa”, contaría Welles, “en que está arrodillada en una cama. Entonces me dije: ya sé la que voy a hacer cuando vuelva de Sudamérica”.

«Orson no la conocía en persona, pero ya empezaba a comentar con algunos socios como Jackson Leighter que cuando volviese a Hollywood se casaría con ella en segundas nupcias (…) “Dijo que iba a volver a los Estados Unidos para casarse con Rita Hayworth”, contaría Leighter. “Se lo tomó muy en serio, vaya que sí. Y eso que aún no la conocía. Es más, lo primero que pensaba hacer cuando volviese era buscarla.”»

[Barbara Leaming: 1989: Si aquello fue felicidad… La vida de Rita Hayworth]

Así comenzó su relación amorosa con Rita Hayworth,


estrella indiscutible del Hollywood de la época a la que se conocía popularmente como la diosa del amor, que conduciría al matrimonio de ambos el año siguiente, 1943.

¿En qué medida su decisión de casarse con la mujer que aparecía en esa foto, la más resplandeciente estrella de la época, cuyo brillo alcanzaba al recóndito lugar de Brasil en el que el había sufrido el último golpe, no constituía un deseo de revancha contra Hollywood, a la vez que la manifestación de su más íntimo deseo de conseguir, a pesar de todo, triunfar allí?

En esa misma época comenzó Welles


su carrera política, bajo los auspicios nada menos que del presidente Roosevelt quien entonces había iniciado los preparativos de la campaña de su reelección.

Y es que, se darán cuenta ustedes, Citizen Kane había sido, en buena medida, el esbozo anticipatorio tanto de su gigantesco proyecto vital como de la compulsión al fracaso que lo habitaba.

Lo que nos obliga a constatar que aunque su protagonista estaba inspirado, como ya les he dicho, en la figura del magnate de la prensa Rudopf Herst, no por ello dejaba de tratarse, al mismo tiempo, de una película del todo construida en primera persona.

El caso es que las esperanzas puestas en esa nueva carrera política pronto comenzaron a disiparse.

Por cierto, ¿quién ha dicho que el contrapicado magnifica necesariamente al personaje al que muestra? ¿No sería más apropiado decir de un plano como éste que muestra a un gigante acorralado que tiene la moral por los suelos?


Y de hecho Citizen Kane anticipaba también el desmoronamiento del ensueño de poder político del cineasta que se había casado con Rita Hayworth, la estrella de Hollywood que, precisamente en ese periodo, atravesaba un proceso judicial provocado por su anterior esposo y del que la prensa se hacía eco de manera harto desagradable.

Para colmo, durante todo ese periodo, el cineasta se vio obligado a constatar que en muchos de los actos políticos a los que se le invita a participar, se concedía más importancia a la presencia de su esposa que a la de él mismo.


El extraño: fintas manieristas

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En cualquier caso, que había llegado la hora de dar por concluida su carrera política

era ya algo evidente, a mediados de 1945, un año antes del rodaje de The Lady from Shanghai, cuando Welles consiguió rodar un nuevo film, The Stranger, con el que trató de superar la imagen de director incapaz de sacar adelante proyectos cinematográficos viables.

Esta vez el film obtuvo un rendimiento aceptable, que restauraba en parte la imagen profesional de Welles como cineasta.

Pero a la vez, su carácter de film de género sin muchas ambiciones suponía un fuerte descrédito en los ambientes cultos para el cineasta que, sólo un poco antes, había sido presentado como el gran artista de la Norteamérica de su tiempo.

También aquí Welles, además de dirigir, interpretaba el papel protagonista, esta vez el de un siniestro oficial nazi instalado de incógnito en la Nueva Inglaterra de la posguerra que contraía matrimonio nada menos que con la hija de uno de los jueces del Tribunal Supremo.

Rankin: Historian? A psychiatrist could explain it better. The German sees himself as the innocent victim of envy and hatred

Rankin: conspired against, set upon by inferior peoples, inferior nations. He cannot admit to error,

Rankin: much less to wrongdoing. We ignored Ethiopia and Spain, but we learned the price of looking the other way. Men of truth have come to know for whom the bell tolled, but not the German.

Rankin: He still follows his warrior guards, marching to Wagnerian strains, his eyes still fixed upon the fiery sword of Siegfried.

Rankin: In those meeting places you don’t believe in, his dream world comes alive.

Rankin: He takes his place in armour beneath the banners of the Teutonic knights.

Rankin: Mankind is waiting for the Messiah, but for the German the Messiah is not the prince of peace. He’s another Barbarossa. Another Hitler.

Simulando odiar al nazismo, el nazi camuflado expresa vehementemente su pasión nacionalsocialista.

Rankin: Mankind is waiting for the Messiah, but for the German the Messiah is not the prince of peace. He’s another Barbarossa. Another Hitler.

La humanidad espera al Mesías, pero para el alemán el Mesías no es el príncipe de la paz, es otro Barbarroja. Otro Hitler.

El nazi que finge ser un antinazi…

Y el actor que finge ser un nazi que finge ser un antinazi…

¿Dónde empiezan y dónde acaban los pliegues múltiples de la representación en el universo wellesiano?

La multiplicación de esos pliegues, y la consiguiente pérdida de densidad de la verdad, constituye uno de los rasgos mayores del arte manierista.

Y por otra parte, ¿no podría latir, en este alegato contra la democracia, el despecho del artista que quiso llegar a ser presidente de los Estados Unidos?

En cualquier caso, por más que la película se proclamara antifascista, el elector medio norteamericano jamás habría votado a un rostro asociado a tal personaje.


Contexto

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En paralelo al hundimiento de su carrera política se desarrolló la crisis de
su todavía reciente matrimonio, que hubo de acelerarse con el embarazo de Rita Hayworth y el consiguiente nacimiento de su hija Rebecca en diciembre de 1944.

Es durante ese embarazo, a decir de Barbara Leaming, biógrafa de ambos, cuando el cineasta mantuvo su primera relación extramatrimonial, que daría inicio a una vida sexual ciertamente promiscua -desde prostitutas a grandes actrices del Hollywood de la época, como Judy Garland-, lo que terminaría por empujar a Rita Hayworth a separarse de él a finales de 1945.

Tal es pues el contexto inmediato en el que tiene lugar la puesta en pie de la costosa producción teatral La vuelta al mundo en 80 días a la que Welles atribuyó el origen azaroso de The Lady from Shanghai.

Sin duda, necesitaba dinero, y es un hecho que Harry Cohn, el ejecutivo de la Columbia, aceptó financiar la película.


Las piezas del recuerdo encubridor

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Contamos ya con los datos que configuran el contexto en el que comprender mejor el recuerdo encubridor que nos ocupa.

Recuerden:

«Estaba trabajando en La vuelta al mundo en 80 días. Estábamos en Boston el día del estreno y no podíamos sacar el vestuario de la estación porque debíamos 50.000 dólares y nuestro productor, el sr. Todd, se había arruinado. Sin ese dinero no podíamos estrenar. Llamé a Harry Cohn y le dije: “Tengo una gran historia. Si me envías 50.000 dólares por telegrama antes de una hora, firmaré un contrato para hacerla.” “¿Qué historia?”, preguntó Cohn, Yo llamaba desde una cabina. Al lado había un quiosco con libros y le di el título de uno. Lady from Shanghai, dije. “Compra la novela y yo haré la película”. Una hora más tarde teníamos el dinero.»

No es difícil, en tales circunstancias, localizar al menos un primer motivo de la operación de encubrimiento.

¿Cómo no intentar presentar la historia que el film narra como algo sin relación alguna con su propia vida emocional si el tema central versa sobre una desgraciada relación amorosa interpretada por el mismo cineasta con su propia esposa de la que, además, acababa de separarse?

Y deben tener en cuenta, como ya les he señalado, que éste no puede ser considerado como un dato extratextual pues, dada la relevancia social de los dos protagonistas, y dado el contexto del star-sysem en el que el film fue realizado y distribuido, era un dato que estaba en la cabeza de todos los espectadores de la época.

Ahora bien, si la pareja había roto, ¿por qué Rita Hayworth llegó a interpretar a la protagonista de The Lady from Shanghai?

Barbara Leaming lo cuenta así:

«Aunque Orson quería que fuese una hermosa actriz francesa llamada Barbara Laage quien protagonizara el thriller de bajo presupuesto que iba a dirigir para la Columbia, Harry Cohn consideró que sustituirla por la repudiada esposa del cineasta sería un reclamo publicitario muy rentable.»

¿Les parece verosímil esta explicación?

Todo un personaje, Larry Cohn:

Todo un tiburón con las mujeres, como la foto sin duda acredita.

Llegó a estar locamente enamorado de Rita Hayworth, pero ella no sólo le rechazó, sino que le detestaba profundamente.

A su vez, Rita Hayworth también quería aquel papel.

«Los motivos de Rita para desear el papel eran muy distintos.

«Cuando se enteró de que Orson quería a otra actriz, se puso a batallar activamente por el papel, aunque también por muchísimo más, ya que en el fondo deseaba que el cineasta se fuera a vivir con ella y con Becky a la casa que la actriz acababa de comprar en Brentwood. La había terminado de decorar Wilbur Menefee, decorador escénico de la Columbia (…) Cuando Rita dijo a Menefee que su marido ocuparía con ella el dormitorio principal y que había que instalar una cama en condiciones, el decorador construyó una cama “gigante” (…)

«Welles no sabía nada de aquellas maniobras. Al llegar a Los Ángeles se inscribió en el Bel-Air Hotel. Rita le invitó a cenar, Orson fue a su casa y “mientras me decía que quería actuar en la película me sugirió que me quedase a vivir allí. Así fue como nos reconciliamos”.»

¿Realmente Orson quería a otra actriz? ¿Y era posible que no supiera nada de aquellas maniobras?

No hay duda de cuál es la fuente principal de Barbara Leming: las prolongadas entrevistas que le concedió el propio Orson Welles, por el que sentía la más palpable admiración.

Y es que Welles siempre tuvo buen cuidado en controlar sus biografías. Así, fue él mismo quien, con toda desenvoltura, le dijo a Bogdanovich que debía escribir un libro sobre él y uno que, por supuesto, se conformaría como una larga entrevista.

De modo que pueden incorporar la narración de Leaming al desarrollo del recuerdo encubridor que nos ocupa.

Seguramente Welles se había interesado en la entonces desconocida en Hollywood Barbara Laage, pero es un hecho evidente que no tenía posibilidad alguna, en los tiempos del star-system, de levantar el proyecto con ella.

De hecho, es realmente fantástica la historia que cuenta Welles, según la cual con solo levantar el teléfono habría conseguido del tiburón de la industria del Hollywood del momento, Larry Cohn, el dinero para hacer La dama de Shanghai.

«Llamé a Harry Cohn y le dije: “Tengo una gran historia. Si me envías 50.000 dólares por telegrama antes de una hora, firmaré un contrato para hacerla.” “¿Qué historia?”, preguntó Cohn. Yo llamaba desde una cabina. Al lado había un quiosco con libros y le di el título de uno. “Lady from Shanghai”, dije. “Compra la novela y yo haré la película”. Una hora más tarde teníamos el dinero.»

Como es absolutamente inverosímil, en un diálogo con tal personaje, el enunciado imperativo por parte del cineasta –Compra la novela y yo haré la película– y aún más el brevísimo plazo que la acompaña –Una hora más tarde teníamos el dinero-, dada la meticulosidad de los contratos que era costumbre realizar en la empresa, máxime en el caso de cineastas potencialmente conflictivos.

Y ciertamente nadie poseía mayor fama de tal que el propio Welles.

De hecho, su currículum de fracasos comerciales sólo había tenido una excepción de medio pelo: The Stranger.

Y por cierto que este film suministra un buen ejemplo del procedimiento de contratación hollywoodiano: para formalizar el contrato, la International Pictures le había exigido que la fortuna personal de su esposa hiciera de garantía en caso de incumplimiento por parte del cineasta -contrato éste, dicho sea de paso, que fue firmado en el periodo en el que Welles acostumbraba ya a mantener relaciones con prostitutas en el apartamento del productor del film.

Y por otra parte, si como ya les he señalado, Larry Cohn había rechazado la propuesta de Welles de producir una Carmen, ¿cómo iba a aceptar a ciegas financiar una historia que desconocía y además con una actriz igualmente desconocida?

De modo que es imposible que Welles no supiera que su única baza para lograr rodar The Lady from Shanghai era Rita Hayworth.

Y no sólo porque ella era la gran estrella de la Columbia que dirigía Larry Cohn, sino también porque hacía ya mucho tiempo que éste, Larry Cohn, estaba perdidamente enamorado de la actriz. De modo que es del todo inverosímil que Welles no supiera nada de aquellas maniobras de la actriz para reconciliarse con él.

Más bien parece evidente que él hubo de preverlas, sopesarlas y facilitarlas, sabiendo que la voluntad de Rita Hayworth de participar en el film era el factor decisivo de su viabilidad.

Y, de hecho, desde este punto de vista, resulta perfectamente posible pensar The Lady from Shanghai como una suerte de performance, de puesta en escena en directo, ante la cámara, de este espeso entramado de relaciones económicas, personales y amorosas que rodearon su producción y su rodaje. De ello nos ocuparemos este año, lo que nos permitirá constatar hasta qué punto el film, lejos de ser esa ficción fracasada e inverosímil que aparenta a primera vista -y en la que insistió tantas veces el propio Welles-, nos devuelve la verdad más vívida y desolada de la aventura amorosa y artística de sus creadores. Y lo hace, al mejor modo manierista, de una forma que conducirá a que los pliegues de la representación terminen por confundirse totalmente con los de la vida real.

Ahora bien, deberán reconocerme que ese personaje que Welles construye a través de sus entrevistas con Barbara Leaming, ese cineasta que no sabía nada de aquellas maniobras, se parece mucho, en su inaudita ingenuidad, al protagonista masculino de The Lady from Shanghai, es decir, a ese Michael O’Hara que el propio Welles interpreta en su film.

Michael: “Good evening,”

Michael: says I, thinking myself a very gay dog, indeed.

Michael: Here was a beautiful girl all by herself, and me with plenty of time. Nothing to do but get myself into trouble.

Michael: Some people can smell danger. Not me.


Una performance manierista

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Y si esto es así, ¿cómo puede extrañarnos que el film, en su comienzo, nos diga que no es él, Orson Welles, quien dirige,

sino el mar


de la Dama de Shangai?

Una performance manierista, les digo. Pues si el film mismo se confunde durante buena parte de su recorrido con un viaje en barco

Michael: I’d like to, but I can’t deny that Mr. Bannister…

Michael: did try to give his wife the things she wanted.

es obligado reconocer que ese viaje tuvo realmente lugar.

Welles hizo alquilar para el rodaje el yate de Errol Flyn y en él hizo, con Rita Hayworth, el viaje por el golfo de México.

¿Y acaso no hemos visto como es el mismo personaje el que, convertido en una suerte de perrito faldero, se confiesa totalmente sometido, dirigido, por el deseo de la mujer?

Michael: And what was I, Mike O’Hara, doing on a luxury yacht pleasure cruising in the sunny Caribbean Sea?

Michael: But it’s clear now, I was chasing a married woman.

Michael: But that’s not the way I wanted to look at it. No.

Michael: To be a real prize fathead like Mike O’Hara…

No hay duda, entonces, de quién está al mando en ese barco: la gorra de capitán que coronaba la cabeza de Elsa en la escena en la que Michael llevó al barco a Bannister, su marido, completamente borracho, lo acreditaba ya con total precisión. Y eso sucedió un instante después de presentar a su perrito faldero contemplando esa misma llegada.

Bannister: Say, it’s nice of you, Michael, to be so nice to me while I’m so drunk.

Bannister: Lover!

Elsa: I wasn’t sure you’d come.

Michael: I’m not staying.

Elsa: You’ve got to stay.

Y por eso mismo, tampoco hay duda alguna de quién lleva el timón en todo momento:

Elsa: Will you help me?

Michael: Love.

Michael: Do you believe in love at all, Mrs. Bannister?

Elsa: Give me the wheel.

De hecho, la ecuación de equivalencia entre el perro faldero y el marinero es meticulosamente establecida por la puesta en escena en esta misma secuencia. Para confirmarlo basta con atender al fragmento inmediatamente anterior a éste en el que Elsa ordena a Michael que le entregue el timón. En ese momento, Michael pilotaba todavía, mientras ella le contemplaba sosteniendo al perro en sus brazos.

Anotemos la constelación visual conformada por la mujer sentada en la popa del barco con el pequeño perro oscuro en su regazo. El plano que sigue hace visible la plena semejanza de color entre la piel del perro y la ropa que viste el marinero.

Y el arco del fondo, en uno de cuyos laterales se encuentra la mujer, parece destinado a subrayar la transformación que, a lo largo de la escena, ha de producirse de esa primera constelación inicial conformada por la mujer y su perro.

Radio: So remember, ladies, use Glosso Lusto.

Radio: It pleases your hair, pleases the man you love.

Elsa: Will you help me?

Michael: Love.

Michael: Do you believe in love at all, Mrs. Bannister?

Las relaciones entre el amor y el poder constituyen el tema central de este diálogo.

Elsa: Give me the wheel.

Basta con reunir las imágenes de los dos polos extremos de esa transformación para constatar la ecuación que les anunciaba:

Ha tenido lugar la sustitución del uno por el otro, del perro por el marinero, como complementos de la mujer -entiéndase la palabra en el sentido ya de sobra codificado por El Corte Inglés.

Como les decía, al modo plenamente manierista, los pliegues de la representación se multiplican, a la vez que el film pone en escena el proceso de su génesis en forma de viaje que la estrella comanda y protagoniza.

De modo que, insiste el film, ella está al mando.

Frente a ella, él, Welles, se pone en escena

como ese marinerito o marinerote infinitamente bueno e ingenuo -incluso políticamente correcto- que, seducido por la estrella, se deja arrastrar por la maquinaria hollywoodiana.

Incluso finalmente, más allá de la belleza de la estrella, emerge también el productor que, desde la sombra, maneja perversamente los hilos:

Bannister: Lover?

Y si irrumpe procedente de contracampo -del lado pues, donde se encuentra la cámara y, con ella, todos los otros artefactos del rodaje-, su entrada en cuadro oscurece progresivamente la escena.

Elsa: Yes?

Y la reticencia perversa de sus palabras podría cuadrar a la perfección a la figura de quien realmente pagaba ese viaje:

Pues no hay duda de que era el magnate de Hollywood enamorado de una estrella que le despreciaba el que pagó aquella película y, por tanto, también aquel viaje:

Bannister: Aren’t you glad I talked Michael into coming along, Lover?

Elsa: He must have changed his mind about me.

Michael: Faith, Mr. Bannister, I’ve already told your wife.

Y su presencia devuelve el lado más oscuro de la estrella.

Michael: I never make up my mind about anything at all…

Michael: until it’s over and done with.


El discurso acusatorio de Welles

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Y en ese viaje cinematográfico que fue también un viaje real, en ese yate de lujo, tuvieron lugar, a cargo del presupuesto que finalmente Larry Cohn pagaba, algunas de esas fiestas que dieron a Hollywood todo su glamour


Grisby: I’ll say this much for you, Arthur, when you give a picnic, it’s a picnic.

Y toda su sordidez.

Grisby: Time for another, Arthur?

Bannister: Time for another.

Grisby: Michael still insists on quitting.

Elsa: Why shouldn’t he?

Todo pareciera indicar que el tejido perverso de las relaciones de Arthur Bannister, Grisby y Elsa atraparan en su tela de araña al puro y romántico, marinero y poeta, O’Hara -como si él no supiera nada de aquellas maniobras.

Grisby: No, I think Arthur ought to try and make him stay.

Elsa: If he wants to go, let him.

Bannister: But George likes to have him around.

Y la belleza de Elsa obtiene un suplemento de resplandor oscuro sobre el fondo de esa red sórdida y perversa de la que ella misma forma parte.

Como si lo mejor de ella fuera su interés en ese marinero puro víctima de la celada en la que ella misma participa.

Bannister: Michael’s so big and strong.

Bannister: He makes a good bodyguard for you.

Pero sería simplificador reducir a Bannister al registro de amo perverso decidido a explorar todas las aristas del juego sadomasoquista.

Bannister: Isn’t that what you said, George?

Elsa: I don’t need one.

Grisby: That’s right.

Bannister: Not even a big strong bodyguard?

Elsa: Don’t make another drink.

Bannister: With an Irish brogue?

Elsa: He’s had enough.

Pues, antes que nada, Bannister es un hombre enamorado.

Bannister: George thinks Michael’s fallen for you.

Bannister: And that makes me unhappy, George hopes. But George is wrong again.

Grisby: Now, Arthur, I didn’t say anything about Michael and Elsa.

Bannister: Make me another drink, George.

Grisby: Another Grisby special coming up.


Bannister: You know, you’re a stupid fool, George.

Bannister: You ought to realise, I don’t mind it a bit if Michael’s in love with my wife.

Bannister: He’s young. She’s young.

Bannister: She’s beautiful.

Tullido y enamorado de una mujer que le desprecia.

Y que resplandece sobre el fondo de su autohumillación.

Bannister: Sit down, darling.

Bannister: Where’s your sense of humour?

Elsa: I don’t have to listen to you talk like that.

Bannister: Yes, you do, Lover.

Grisby: Now, Arthur, you leave Elsa alone.


Bannister: Come to think of it…

Bannister: why doesn’t Michael want to work for us?

Elsa: Why should he?

Elsa: Why should anyone want to live around us?

La planificación atestigua, en todo caso, que ella forma parte de esa red frente a la cual se yergue, digno y solitario, recortado sobre el horizonte del atardecer, el poeta.

Bannister: Well, Michael.

Michael: Well, Mr. Bannister.

Es en este contexto donde emerge el célebre discurso acusatorio de Welles:

Michael: Is this what you do for amusement in the evenings. Sure, if you’re so anxious for me to join the game, I’d be glad to.

Michael: I can think of a few names I’d like to be calling you, myself.

Bannister: But, Michael, that isn’t fair. You’re bound to lose the contest.

Michael: You know, once, off the hump of Brazil…

Michael: I saw the ocean so darkened with blood, it was black and the sun fainting away over the lip of the sky.

Michael: We put in at Fortaleza…

Michael: and a few of us had lines out for a bit of idle fishing. It was me who had the first strike.

Michael: A shark it was, and then there was another, and another shark again…

Michael: till all about the sea was made of sharks…

Michael: and more sharks still, and no water at all.

Michael: My shark had torn himself from the hook and the scent, or maybe the stain it was, and him bleeding his life away. Then the beasts took to eating each other. Then the beasts took to eating each other.

Michael: In their frenzy, they ate at themselves.

Michael: You could feel the lust of murder, like a wind stinging your eyes and you could smell the death reeking up out of the sea.

Michael: I never saw anything worse, until this little picnic tonight.

Michael: And do you know, there wasn’t one of them sharks in the whole crazy pack that survived.

Michael: I’ll be leaving you now.

Espléndida, netamente teatral, la salida de escena de Welles.

Quizás, incluso, excesiva.

Diría yo, también, que sobreactuada.

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3. Estrella y hechicera

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2007/2008
sesión del 14/12/2007 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2014

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Central Park: del sueño a la pesadilla

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Comencemos ya a deletrear lo que sucede desde ese momento en que, en el lugar en el que era de esperar la expresión Directed by Orson Welles, ésta queda sustituida por esa otra tan poco convencional –Screen Play and Production Orson Welles.

Podría entonces comenzar el flash-back.

En la oscuridad del puerto, vemos deslizarse un pequeño barco.

La masa negra del puente de Brooklyn se impone sobre él como una gigantesca forma oscura que pareciera atraparlo.

Michael: When I start out to make a fool of myself there’s very little can stop me.

Y en seguida, en Central Park, un coche de caballos, también oscuro.

Michael: If I’d known where it would end, I’d have never let anything start…

Lentamente, la oscura silueta del coche va emergiendo, y creciendo visualmente.

El componente romántico de la imagen, un oscuro coche de caballos de otra época, resulta evidente.

Y es que The Lady from Shanghai comienza como un sueño que, rápidamente, se enturbia hasta convertirse en una pesadilla que desbordará todo criterio de verosimilitud.

Les diré, por lo demás, que, al menos en mi opinión, la verosimilitud no es, en sí misma, un valor estético. Lo que les he señalado hace un momento sobre esa profunda relación del arte con el inconsciente, explica que las obras de arte estén siempre más cerca de los sueños que de eso que llamamos la realidad cotidiana.

Y los sueños, ustedes lo saben, no se caracterizan por su verosimilitud, sino por su extraña, e intensa, verdad.

¿En qué época nos encontramos?

Sabemos que la película se ambienta en la época misma en la que fue realizada −1948. Pero, a esta altura del film, podríamos estar al menos una generación más atrás.

Pues el puente de Brooklyn fue concluido en 1883 (1870-1883) y la producción en serie de automóviles sólo comenzó con Henry Ford en 1910.

Por más que esta anotación pueda resultar chocante, no es inconveniente, dado que el clima romántico que comienza a crearse con estás imágenes será luego quebrado con la aparición del primer automóvil, en una escena que se organizará sobre el contraste epocal entre estas dos formas de transporte.

Michael: and brightened up, what with the things I told her to get her mind off the scare she’d had and to set her thinking as well, of the brave fella that had rescued her.


The Magnificent Ambersons: coche de caballos vs automóvil

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Y este contraste alcanza toda su resonancia en el universo wellesiano, como han tenido ocasión de comprobar cuando han visionado The Magnificent Ambersons –la novela en la que se basa el film fue escrita por un amigo del padre de Welles, Booth Tarkington, y en ella se describía el universo en el que vivió la generación de los padres del cineasta.

Fanny: You think you’ll get it to start?

Allí se hace la crónica de la aparición de uno de los primeros automóviles,

mientras que Georgie, el joven protagonista con pretensiones aristocráticas, lo desprecia aferrándose al coche de caballos del pasado.

Y ciertamente ese antiguo coche se desplaza con brío sobre la nieve mientras que Eugene Morgan no logra hacer arrancar su automóvil.

Jack: What’s wrong with it, Gene?

Eugene: I wish I knew!

Y, así, el montaje paralelo despliega en sus dos bandas el enfrentamiento entre lo viejo y lo nuevo -también: entre lo elegante y lo vulgar, pues así es como la cámara lo acusa.

Incluso las damas se ven obligadas a empujar el artefacto. Entre ellas se encuentra la madre de George, mientras éste hace correr a su caballo llevando junto a sí a la hija de Eugene.

George: Get a horse! Get a horse!

George: Get a horse!

Lucy: Get a horse!

Pero, a mitad de la escena, todo bascula.

George: Look out, Lucy!

El coche de caballos sale del camino y los muchachos caen sobre la nieve.

Fanny: What happened to them?

Isabel: Oh, George!

Eugene: Don’t get excited, Isabel.

Momento que George aprovecha para besar a su acompañante mientras el padre de la muchacha se acerca preocupado.

Eugene: Are you all right?

Eugene contempla con complacencia el abrazo, pues él mismo, desde siempre, ha estado inútilmente enamorado de la madre del muchacho.

Isabel: Georgie!

Eugene: They’re all right, Isabel. The snow bank’s a feather bed.

Isabel: Georgie!

Jack: Lucy dear!

Lucy: Oh, I’m fine, Papa.

Jack: Nothing’s the matter with them now.

Isabel: Georgie!

Jack: They’re all right, Isabel.

Fanny: Are you sure you’re not hurt, Lucy dear?

Isabel: Georgie!

George: Don’t make a fuss, mother.

Isabel: Georgie, that terrible fall.

George: Please Mother, please! I’m all right.

Isabel: Are you sure, Georgie? Sometimes one doesn’t realize…the shock.

Jack: Oh, Isabel.

Isabel: I’ve just got to be sure, dear.

George: Everything’s all right, Mother. Nothing’s the matter.

Isabel: Let me brush you off, dear.

Eugene: You looked pretty surprised, Lucy. All that snow becomes you!

Jack: That’s right, it does!

Eugene: That darned horse!

La contrapartida del beso que George ha logrado dar es la huida de su caballo.

Jack: He’ll be home long before we will.

La cámara anota esa huida con la nostalgia de quien ve alejarse un pasado que habrá de ser ya para siempre irrecuperable.

Jack: All we’ve got to depend on is Gene Morgan’s broken down…

Eugene: She’ll go.

Jack: Come on, asshole!

Eugene: All aboard!

Jack: Have to sit on my lap, Lucy!

Isabel: Stamp the snow. You mustn’t ride with wet feet.

George: They’re not wet.

George: For goodness sake, get in; you’re standing in the snow yourself.

Fanny: Get in!

Eugene: You’re the same Isabel I used to know. You’re a divine and ridiculous woman.

Y la modernidad del automóvil se manifiesta entonces como una humillación para Georgie:

Eugene: George, you’ll push if we get started, won’t you?

Eugene: Push!

Isabel: Divine and ridiculous just counterbalance each other, don’t they?

Isabel: Plus one and minus one equal nothing.

Isabel: So you mean I’m nothing in particular?

Eugene: No, that doesn’t seem to be precisely what I meant.

Eugene: Jack, please get…

Jack: We’re under way…

Eugene: …For fear of accident.

Jack: Push, Georgie; push!

George: I’m pushing.

Jack: Push harder!

George: I’m pushing.

Una neta humillación, pues el pretencioso muchacho debe respirar el sucio humo que desprende el automóvil mientras lo empuja tratando de hacerlo arrancar.

Así pues, el automóvil es el anuncio del derrumbe del viejo mundo señorial de los Ambersons.

Y por eso, el beso conquistado en el momento de basculación, lejos de ser el comienzo de una prometedora historia de amor, quedará convertido en el destello fulgurante de algo que hubiera podido ser pero que nunca será -una reedición, pues, del fracaso de Eugene con Isabel en la generación anterior, y un anticipo del del marino O’Hara con la Dama de Shangai.


El objeto de adoración del amor cortés

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De modo que es el clima del origen, el de los tiempos en que vivieron los padres de cineasta, el que da su aroma a una escena que parece cobrar la forma de algo semejante a un delirio. -Y uno más intenso que ese pequeño delirio que es todo enamoramiento.

Michael: If I’d known where it would end, I’d have never let anything start…

Michael: if I’d been in my right mind, that is.

Michael: But once I’d seen her… once I’d seen her…

Así, de un oscuro, romántico y anacrónico coche de caballos que atraviesa lentamente Central Park, emerge progresivamente la figura blanca, cada vez mejor iluminada por la luz de la luna, de una bellísima mujer.

Michael: I was not in my right mind, for quite some time.

Sólo más tarde nos es dado el contraplano del hombre que, arrobado, la mira:

Michael: Good evening,

Michael O’Hara, porque pasea a pie, debe levantar la cabeza para contemplar a la mujer que resplandece en un nivel superior, en el interior del alto y elegante coche de caballos.

Y es así como el personaje, que es a la vez el narrador y el cineasta, se nos presenta como alguien prendado por una mujer bellísima en una escenografía a la vez onírica y romántica que está decididamente bañada en el aroma del amor cortés.

Y sin embargo a la vez, en un contraste cuyo diapasón no es extraño al cine negro, se nos advierte, desde el primer momento, que ella podría ser una mujer fraudulenta.

Michael: says I, thinking myself a very gay dog, indeed.

Michael: Here was a beautiful girl all by herself, and me with plenty of time. Nothing to do but get myself into trouble.

Lo que no evita, desde luego, que, en lo que sigue, como es lo propio del amor cortés, esa mujer de cabellos plateados como la misma luna quede constituida en el objeto de adoración al que el caballero rinde homenaje devoto.


Michael: Some people can smell danger. Not me.

Y la dama, en un estilizado contrapicado, devuelve una mirada condescendiente a su admirador, a la vez que sus labios esbozan un casi imperceptible movimiento insinuante.

Michael: I

Michael: asked her if she’d have a cigarette.

Michael: It’s

Michael: my last, I’ve been looking forward to it. Don’t disappoint

Michael: me.

Es el amor cortés esencialmente platónico. En él las prendas poseen una función esencial, pues, como metonimias de los amantes, en su circulación simbolizan actos amorosos exclusivamente simbólicos.

Tal es el estatuto al que es promovido, en el comienzo del film, este último cigarrillo que el hombre -cuyo rostro nos es mostrado en un gran primer plano ligeramente picado, rodeado por la oscuridad de la noche y bañado por la luz que solo de ella parece proceder- ofrece a la mujer.

Sigue un primer plano frontal de ella,

Michael: me.

bañada en la luz lunar que, como les digo, sólo de ella misma puede proceder, como lo acredita la total ausencia de continuidad en la iluminación de estos tres últimos planos:

Pues, si atendemos al plano conjunto de ambos, resulta evidente que la luz, procedente del lado izquierdo, debería iluminar el rostro del hombre, en su gran primer plano, de manera semejantemente homogénea a como ilumina el rostro de ella y, en todo caso, con mayor intensidad su lado derecho. Lo que sucede, sin embargo, es todo lo contrario.

Buen momento para advertir que el cine de verdad no tiene casi nada que ver con los tópicos sobre el buen raccord en los que insisten los llamados manuales de lenguaje cinematográfico. Pues, como ya hemos anticipado, de lo que se trata aquí es de producir el efecto de que la luz que él recibe procede sólo de ella. Y así, imperceptiblemente, de introducir la metáfora que hace de esa mujer un ser tan fascinante como inquietantemente lunar.

Pues, por lo demás, la escena está construida a partir de la adopción del punto de vista de él: tanto en lo que se refiere a la escala como a la angulación, el plano de ella corresponde en lo esencial a la mirada del marinero, mientras que el plano de éste se aparta acentuadamente de lo que habría de verse desde la mirada de ella.


La hechicera y su juego de manos

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Es por eso desde su punto de vista desde el que asistimos a un insólito juego de manos por el que el cigarrillo que el hombre ha ofrecido como si fuera la más valiosa prenda de amor desaparece delante de sus propios ojos:

Michael: my last, I’ve been looking forward to it. Don’t disappoint

Michael: me.

Elsa: But I don’t smoke.

Ella, con una bella sonrisa, rechaza en un primer momento el cigarrillo que el hombre le ofrece, pero a la vez realiza un silencioso gesto insinuante.

De modo que él insiste con su más vehemente mirada. -Y también: con sus mejores dotes de seductor.

Tras una breve resistencia, ella acoge amorosamente el cigarrillo en su pañuelo,

y lo introduce en su bolso, apresándolo y, a la vez, haciéndolo desaparecer.

¿Qué ha pasado?

Retrocedamos:

En el comienzo del contraplano, ella mira todavía a los ojos del hombre.

Luego su mirada desciende hasta la cajetilla que éste le tiende

y, con lentitud, lleva su mano hasta ella.

En el instante en que coge el cigarrillo vuelve a mirar al hombre que -desde contracampo- se lo ofrece.

Mas este plano, aparentemente muy semejante al anterior de ella, contiene, con respecto a aquel, dos modificaciones notables que sólo resultan claramente perceptibles cuando ambos son observados en simultaneidad:

Por una parte, la cámara se encuentra ahora ligeramente más baja, devolviéndonos la imagen de la mujer en contrapicado.

Por otra, la mirada que ella dirige a los ojos del hombre ya no se desliza, como sucedía en el primero, por la derecha del eje de cámara, sino que se confunde totalmente con éste.

O dicho con otras palabras: en el momento en que acepta la oferta y coge el cigarrillo que el marinero le ofrece, mira directamente al objetivo de la cámara. Es decir: le mira y nos mira. Y es entonces cuando cuajan sus mejores dotes de hechicera.

Hasta ahora Orson Welles se había hecho presente en la escena como narrador, a través de esa voz que introduce la historia, y como actor, materializando su imagen en la pantalla.

Pero ahora se hace presente, también, como cineasta, localizado en esa cámara que recibe la mirada directa de la actriz.

De modo que las tres funciones por las que Welles se hace presente en la escena -como actor, como narrador y como cineasta- son explícitamente suscitadas, a la vez que se atraviesan en la mirada de la mujer y en el acto que la prolonga.

¿Cómo no relacionar todo ello con su naufragio y con el consiguiente desvanecimiento de su nombre de cineasta?

No sin extrañeza, el hombre baja la mirada siguiendo el movimiento de la mano de la mujer que ha aceptado el cigarrillo.

El plano que sigue, subjetivo del hombre, rompe entonces la serie, pues ya no nos muestra el rostro de la mujer, sino sus manos que, recortándose sobre el bolso negro que se halla en su regazo, envuelven cuidadosamente el cigarrillo en un pañuelo blanco para, un instante después, hacerlo desaparecer en el interior de su bolso.

De ese bolso que, parece obligado añadirlo, se encuentra justo sobre su cadera.

La sorpresa que acusa el rostro de él es la de quien se ve desconcertado por un truco de magia.

Ahora bien, frente a esa maga, frente a esa mujer fascinante que es también una estrella, ¿dónde acaba el personaje y donde comienza el cineasta? Ésta es una pregunta seguramente imprescindible en todo film, pero especialmente obligada en uno como éste, en el que el actor que interpreta al protagonista se confunde con el mismo cineasta.

Y conviene insistir en el hecho de que el acto mágico que acaba de suceder se ha desplegado todo él entre la mirada y la cadera de la mujer.

Allí, para pasmo del varón, se ha producido la desaparición de eso que él mismo ha designado como su último cigarrillo.

Anotemos también como el nuevo plano del rostro de ella, correspondiendo a idéntico encuadre, ha introducido de nuevo una diferencia notable: ahora ella ya no mira a cámara, sino que su mirada se desvía de nuevo lo justo del objetivo por la derecha, para evitar que golpee directamente al espectador.

De modo que el efecto de ese poder mágico ha estado en relación directa con el poder de la mirada de la estrella.


Toda la secuencia es insulsa

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Fascinante escena, ¿verdad?

Y sin embargo…

¿Cabría objetar a eso el evidente desagrado con el que Welles habló siempre de ella?:

«En la vida, tiendo a olvidar lo peor de los malos momentos. Pero en tus propias películas, los malos momentos son inolvidables. Por ejemplo, la primera escena del parque: cuando pienso en ella, me estremezco. Toda la secuencia es insulsa.»

Porque nos resulta imposible aceptar las palabras condenatorias del cineasta hacia esta escena que nos parece una excelente obertura, trataremos de demostrar, en lo que sigue, que un desgarro esencial le impide a Welles aceptar -y reconciliarse- con lo que en ella sucede.

Se darán cuenta, por el camino, de que tenía buenos motivos para insistir tanto el otro día en la distancia que había que tomar con respecto a las declaraciones de los artistas y en la necesidad de dar todo su protagonismo al texto mismo.

Ahora bien, no digo con esto que no haya que tener en cuenta esas declaraciones. Todo lo contrario: pues si tomamos la distancia necesaria, y si damos su justo protagonismo a la letra del texto, entonces esas declaraciones pueden resultar en extremo reveladoras.

Pues, como van a tener ustedes ocasión de constatar, la propiedad más notable de las palabras de los hombres -Freud insistió en ello más de una vez- estriba en que, aun cuando mienten, acaban siempre, leídas atentamente, por confesar la verdad que pretenden ocultar.

Desde luego, la escena que acabamos de contemplar es una obertura excelente. Y las palabras de Welles sobre ella son, pienso, absolutamente reveladoras. Pero, eso sí, si no nos dejamos seducir por su sentido tutor, es decir, si las leemos al pie de la letra.

Lo que obliga a prestar atención a las patentes contradicciones que las atraviesan:

«En la vida, tiendo a olvidar lo peor de los malos momentos. Pero en tus propias películas, los malos momentos son inolvidables. Por ejemplo, la primera escena del parque: cuando pienso en ella, me estremezco. Toda la secuencia es insulsa.»

¿Cómo no anotar, en primer lugar, el extremado énfasis de ese rechazo –lo peor de los malos momentos-, y, sobre todo, las intensas marcas emocionales que lo acompañan? Welles nos habla de un estremecimiento que todavía sigue vivo -pues es descrito en presente-, y que es asociado al carácter inolvidable del momento. Tan inolvidable que, no hay duda de ello, el estremecimiento sigue produciéndose en el presente de décadas más tarde, cuando hace estas declaraciones. Como, añadámoslo, se produce -ese estremecimiento– en el presente del espectador que visiona la película.

Todo ello contradice el juicio final de la secuencia como insulsa. Pues me reconocerán ustedes que lo insulso no deja una memoria imborrable, carece de la fuerza necesaria para producir y mantener vivo un estremecimiento.

De modo que si el estremecimiento persiste incluso tantos años después, eso evidencia que nada de insulso hay en ello.

Ahora bien, ¿cuál es el ámbito de ese momento peor de entre los más malos? ¿Se limita al aparentemente designado, es decir, al del trabajo del director cinematográfico?

Pero, ¿cómo podría hacerlo si ese ámbito es, precisamente, el negado en los títulos de crédito del film?

Todo parece indicar que alcanza al más amplio del conjunto de la experiencia humana del cineasta.


La elección de la novela If I Die Before I Wake

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Welles difundió siempre la idea de que sólo el azar había determinado la elección de la novela Si muero antes de despertar, de Sherwood King, como el material de partida del film. Así, por ejemplo, en la versión que ofreció a Peter Bogdanovich:

«Estaba trabajando en La vuelta al mundo en 80 días. Estábamos en Boston el día del estreno y no podíamos sacar el vestuario de la estación porque debíamos 50.000 dólares y nuestro productor, el sr. Todd, se había arruinado. Sin ese dinero no podíamos estrenar. Llamé a Harry Cohn y le dije: “Tengo una gran historia. Si me envías 50.000 dólares por telegrama antes de una hora, firmaré un contrato para hacerla.” “¿Qué historia?”, preguntó Cohn, Yo llamaba desde una cabina. Al lado había un quiosco con libros y le di el título de uno. “Lady from Shangai”, dije. “Compra la novela y yo haré la película”. Una hora más tarde teníamos el dinero.»

Sin embargo, sabemos por William Castle, quien figura en los créditos del film como uno de sus productores asociados, que Welles se mostró muy interesado por la novela desde el primer momento:

«Castle ha contado que había escrito un tratamiento de diez páginas a partir de la novela de King y que se lo había enviado a Cohn, en cuya ausencia el responsable del departamento de guiones de la Columbia lo rechazó. Castle envió el texto, entonces, a Welles, que le respondió que la historia le interesaba mucho y le invitaba a escribirla conjuntamente. Pero poco después Castle tuvo conocimiento de que Cohn había contratado a Welles para escribir, dirigir e interpretar la película.»

Hay motivos sobrados para inclinarse a favor de la versión suministrada por Castle.

Y no es el menor de ellos el que Welles, cuando años más tarde se refiere a ella, olvida su título original –If I Die Before I Wake– para adjudicarle el que él mismo decidió dar a su película:

«Al lado había un quiosco con libros y le di el título de uno. Lady from Shanghai, dije. “Compra la novela y yo haré la película”. Una hora más tarde teníamos el dinero.»

Pero lo que resulta realmente decisivo es constatar cómo la temática de la novela de Sherwood King se alinea con otros proyectos del cineasta en ese mismo periodo.

Pues inmediatamente antes de realizar The Lady from Shanghai, Welles había intentado sin éxito convencer a Larry Cohn de que le permitiera realizar una Carmen de Merimée que habría de interpretar Paulette Godard.

Luego, nada más terminar Lady from Shanghai, realizó, durante el mismo 1947, una versión cinematográfica de Macbeth.

Y entre sus planes más inmediatos que ya no podría consumar, se encontraba viajar a Europa para dirigir, bajo la producción de Alexander Korda, una adaptación de la Salomé de Oscar Wilde.

Y si piensan que Macbeth desentona en esta serie es que no la han visto ni leído, pues quien lo ha hecho no puede olvidar que el carácter más poderoso de esa asombrosa tragedia no es otro que el de Lady Macbeth.

No hay duda de que la fascinante y letal mujer fatal de The Lady from Shanghai, puede por derecho propio ocupar un lugar en la serie constituida por Carmen, Lady Macbeth y Salomé;

Lo que confirma plenamente la afirmación de Castle sobre el gran interés de Welles en la novela cuyo título luego preferiría olvidar con tanta facilidad, a la vez que insistiría en hablar de ella con el mayor desprecio.

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2. Naufragio

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2007/2008
sesión del 14/12/2007 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2014

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No interpretar, sino deletrear

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Retomemos la cuestión donde la dejamos el otro día.

¿Puede haber muchas interpretaciones de un texto?

Desde luego. Pero lo que yo les propongo es no perder el tiempo haciendo interpretaciones. Lo que les propongo es deletrear el texto.

Para ello es necesario en primer lugar evitar cierta confusión insistente.

El que la letra de un texto diga lo que dice no supone que no podamos equivocarnos al leerlo.

Obviamente, todo el mundo puede equivocarse. Es más: todo empuja a ello, tanto más cuando más nuestro inconsciente se ve involucrado.

Precisamente a eso dedicamos la segunda parte de la sesión del otro día: a localizar el foco de los equívocos, que no es otro que nuestro propio yo, en tanto se defiende de la letra del texto.

Obviamente, nadie es inmune a ese peligro.

Pero, precisamente por eso, no hay mejor manera de evitarlo que deletrear.

Ahora bien -y este es un matiz fundamental- deletrear no lo que las imágenes dicen, sino, sencillamente, lo que las imágenes son.

Y es que el debate se vicia totalmente cuando, dejándose embaucar una vez más por los tópicos del modelo comunicativo, se concibe la obra como un medio para decir algo, como un mensaje, en suma, que el director dirigiría al espectador.

Desde ese momento, todo en la obra, las imágenes como las palabras, dejan de valer por sí mismas, por lo que son, para pasar a ser concebidas como medios que servirían para hablar de otra cosa.

Y claro está, a partir de ese momento, se dispara el juego de la interpretación: más allá de lo que son, las imágenes y las palabras son juzgadas como elementos que hablan de otra cosa.

Es en este contexto donde, de manera aparentemente inevitable, todo se encuadra en términos de responder a la pregunta: ¿qué ha querido decir el director?


Lo que quiso decir / lo que hizo

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Como si eso, lo que el director haya pensado o querido decir, tuviera alguna importancia, cuando lo que realmente tiene importancia es que lo ha hecho.

Y fíjense que no he dicho que lo que importa es lo que el director ha dicho.

Lo que he dicho es algo muy diferente: que lo que importa es lo que el director ha hecho.

¿Y qué es lo que ha hecho? ¿Acaso lo que ha hecho no ha sido decir?

Sí, sin duda: con imágenes, con palabras, ha dicho. Pero lo que importa no es lo que ha dicho, sino el acto de decirlo.

Es decir: lo que importa -pues es allí donde reside la verdad estética− está en la enunciación, no en lo enunciado.

De modo que es lo hecho y no lo dicho lo que importa: él lo ha hecho; ha empezado su película así.

Ha escogido esa masa oscura, pesada, amenazante de agua, a la que no ha concedido nada de luz y nada de horizonte.

Y esa es sólo una de las mil maneras posibles de mostrar el mar.

Sin salir del film, es posible presentar un montón de ellas diferentes.

Y frente a esas mil maneras, reconocerán que hay pocas tan espesas e inquietantes, tan cargadas de malestar y de melancolía como ésta:



Lo real del rodaje: hacia una crítica de la noción de ficción

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Lo que confirma lo que les decía el otro día, que la película se conforma temporalmente como un largo flash-back que parte desde la playa del naufragio final.

Michael: Maybe I’ll live so long that I’ll forget her. Maybe I’ll die trying.


Ahora bien, ¿no son así en cierto modo todas las películas?

Pues, de hecho, los títulos de crédito suelen ser lo último que se rueda.

Y todo relato se cuenta, necesariamente, en pasado: eso ocurrió, se nos dice preceptivamente con la intensidad que caracteriza al pretérito perfecto simple.

Se tiende a pesar que esa es una figura retórica propia de la ficción. Pero el caso es que ese es uno de los conceptos que les voy a invitar a someter a crítica sistemática este año: el concepto de ficción.

Ya habrá ocasión para ello.

Por ahora contentémonos con esto; ensayen este punto de vista: que todo lo que en The Lady from Shanghai ven, cada gesto y cada palabra, ha sucedido realmente en el pasado exactamente tal y como lo ven en el film.

Y eso es así porque cada una de esas cosas ha sucedido durante el rodaje.

Y bien: ese proceso, el del rodaje, no fue una ficción, sino un proceso eminentemente real.

Por ello, una película es, antes que cualquier otra cosa, la huella real -documental, si ustedes quieren, pero esta palabra banaliza la cuestión-, el registro real de la experiencia que tuvo lugar durante su rodaje.

Y no sólo de ésta, sino también, en un bucle que no tiene fin, de cierta experiencia previa, más antigua, que se vio suscitada, rememorada y actuada durante el rodaje.


Directed by: el naufragio y la omisión

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Y bien retomemos el hilo; había el imperceptible encadenado y un efecto desconcertante:

La playa, el naufragio.

Y les decía: la ola de la playa del náufrago rompe sobre el nombre de Orson Welles que aparece como guionista y productor del film, mas no como su director.

Una realmente sorprendente omisión:

Les decía también: el cineasta aparece primero como actor -tras el nombre de la actriz que encabeza el reparto, y un instante antes del título del film, que remite expresamente al personaje que la actriz interpreta en él-,

y aparece de nuevo en el último de los créditos, como guionista y productor pero no lo hará nunca, sin embargo, como director.

Si en su primera aparición el nombre de Orson Welles se encuentra emparedado entre esas dos caras de la estrella femenina, la brillante –Rita Hayworth– y la oscura –La dama de Shangai-, en la segunda esa ola, que después de todo procede de ese mar que es sin duda el de la Dama de Shangai, parece aplastar su nombre hasta hacerlo desaparecer.

Y concluía por eso señalándoles que, en cierto modo, podríamos pensar que la película entera se estructurara en forma de flash-back,

como el recuerdo de su protagonista que ahí, ante la playa, rememora minuciosamente su personal naufragio a modo de esos exorcismos en los que se recuerda intensa y prolijamente algo perdido con la esperanza de lograr no volver a recordarlo nunca más.

Por tanto: es la más densa y oscura melancolía la que late en el brillo de ese fondo oscuro que es el del mar del comienzo de The Lady from Shanghai.

Y porque es el propio cineasta quien interpreta al personaje confrontado a su naufragio, es difícil sustraerse a la idea de que en el núcleo del film se encuentra el naufragio personal del propio Orson Welles.

A fin de cuentas, ¿esa ola no ahoga su nombre hasta hacerlo desaparecer

como ese mismo nombre se vio ahogado en Hollywood en el encadenamiento de fracasos que alcanzó su cénit con el de este mismo film?


Los falsos motivos de la omisión

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Santos Zunzunegui, en su libro sobre el cineasta, ha llamado la atención sobre esa notable omisión, interpretándola como un gesto de Welles destinado a

«alertar a un espectador avisado de que la película que estaba a punto de comenzar no era, más que parcialmente, la concebida por su autor.»

[Zunzunegui, Santos: Orson Welles, Cátedra, Madrid, 2005]

Le haría muchas objeciones a este enunciado que resume algunos de los tópicos que obstaculizan el buen análisis textual, en la misma medida en que desconocen la índole específica de la experiencia estética.

Diría, en primer lugar, que los artistas no se dedican a enviar mensajes a los espectadores avisados.

Es este uno de los tópicos en los que se incurre cuando se aplica apresuradamente el modelo comunicativo al fenómeno artístico, y que conduce a cierta insistente idea que imagina al director guiñándole el ojo al crítico avisado que le entiende. Y no es difícil percibir la fantasía imaginaria que late en esa imagen del crítico avisado que entiende al artista, que se entiende con él.

Pero la objeción en la que quiero detenerme ahora es más específica.

Y es que creo del todo insostenible que el motivo de la ausencia del nombre del cineasta como director se debiera al hecho de que no pudiera reconocerse como autor del film tal y como había quedado en su versión final.

Pues aunque sin duda hubo de ser muy lo doloroso para Welles tener que aceptar las transformaciones que Harry Cohn, el directivo de Columbia, impuso en el montaje final de The Lady from Shanghai reduciéndola en casi una hora con respecto al montaje realizado por el cineasta, tales mutilaciones no lograron evitar que todas y cada una de las imágenes del film constituyan manifestaciones inconfundibles del estilo -y de la mejor potencia- visual de Welles.

Cosa que no puede decirse, en cambio, de The Stranger (1946),

la película inmediatamente anterior del cineasta y en la que, sin embargo, éste no dudó en depositar su firma como director,

a pesar de tratarse de un producto de encargo -fue contratado en el último momento para sustituir a John Huston- en cuyo guion no intervino, cuyo primer montaje debió también ser acortado por exigencias de la productora y que por todo ello repudió siempre como la menos personal de sus películas.

La repudió, pero no dejó de firmarla como director.

De modo que el hecho de que Welles no tuviera problema alguno en firmar como director de The Stranger obliga a buscar en otra dirección el sentido de su renuncia a hacer lo mismo en The Lady from Shanghai, un film sin duda mucho más personal y valioso.

Puedo en cambio estar más de acuerdo con Zunzunegui cuando sostiene que el film contiene

«una reflexión en segundo grado sobre su paso por ese mundo de ilusión y fantasía deformante que era (y es) Hollywood.»

Digo más de acuerdo y no, sin más, de acuerdo, porque hay algo en el tono de este enunciado con lo que, a pesar de todo, no puedo estar de acuerdo.

Me refiero a ese presupuesto peyorativo hacia Hollywood tan del uso entre la crítica de cine -la europea tanto como la americana, dicho sea de paso.

Me imagino que en el siglo quince habría también bastantes intelectuales españoles, franceses o alemanes que criticarían con la misma desenvoltura y el mismo tono de superioridad las ilusiones y fantasías deformantes de la Florencia renacentista.

Como tampoco puedo estar de acuerdo en eso del segundo grado en el que reaparece la fantasía anterior del cineasta encriptando mensajes para que sean descubiertos por los críticos avisados.

Pero bueno, dicho esto, no hay duda de que Hollywood es aludido en el film.

Yo diría que casi todo el tiempo, aunque esto llevará tiempo mostrarlo.

Pero lo que sí resulta evidente de inmediato es que lo está de manera casi explícita en su final.

Pues, de hecho, las palabras que decoran los edificios del parque de atracciones corresponden bien a la industria de la diversión hollywoodiana: Diversión:

Entretenimientos, Diversión para todos:

En la tierra del juego.

Máxime si se atiende al doble sentido de la palabra inglesa play, que nombra a la vez el juego y la interpretación teatral o cinematográfica.

Como ven, se adelanta mucho cuando se deletrea.

Crazy House, la casa loca, es sin duda un nombre apropiado para Hollywood tal y como Welles lo percibe.

Ahora bien, sucede que todo esto es demasiado evidente. Tan evidente como, por ello mismo, insuficiente.

Pues constituye el sentido tutor donde quien más y quien menos tiende a acomodarse dejándose llevar por la imagen que el propio Welles construyera de sí mismo como el artista −comprometido, progresista− que desafiara al sistema hollywoodiano.

Y, así, tiende a quedar velado lo que está escrito en la letra misma del film: que no solo no aparece la palabra director,

sino que el nombre mismo del cineasta resulta barrido por la ola y por eso finalmente borrado.


La Dama de Shangai ahoga su nombre

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Ahora bien: barrido por la ola, no por el parque de atracciones.

De modo que, si eso es así, resulta obligado reconocer que no es Hollywood, representado por ese parque de atracciones que tan patentemente lo designa, lo que le barre, le borra y, así, le hace naufragar, sino lo otro absoluto de ese parque de atracciones, eso que se encuentra frente a él y que carece de artificios tanto como de palabras.

Me refiero, claro está, al mar.

De modo que echar la culpa del naufragio de Welles a Hollywood es dejarse llevar por el sentido tutor del film tal y como tantas veces trató de cerrarlo el propio cineasta en sus insistentes declaraciones.

Para evitarlo, no hay mejor camino que seguir de cerca el devenir del film

desde ese momento en que, en el lugar en el que era de esperar la expresión Directed by Orson Welles, ésta queda sustituida por esa otra tan poco convencional: Screen Play and Production Orson Welles.


Michael: When I start out

Michael: to make a fool of myself there’s very little can stop me.

Michael: If I’d known where it would end, I’d have never let anything start…

Michael: if I’d been in my right mind, that is.

Michael: But once I’d seen her… once I’d seen her…


Michael: I was not in my right mind, for quite some time.

Parece evidente que, si resulta aceptable suscitar las conflictivas relaciones de Welles con la industria hollywoodiana como uno de los motivos que dan su sentido al film en tanto crónica de un apasionado fracaso, resulta obligado hacerse cargo del papel que, en todo ello, desempeña la estrella, como encrucijada central en todo ese proceso.

Máxime cuando esa estrella era, a la vez, la esposa de ese narrador, actor y cineasta.

Y no piensen que sea este un dato extratextual, pues era uno que, en los tiempos del estreno del film conocía cualquier espectador que fuera a ver The Lady from Shanghai.

Y tanto más cuando así comienza el film, conduciendo a su espectador a hacer la experiencia de la aparición del fulgor progresivamente resplandeciente de la estrella.

De modo que no es necesario buscar más lejos: todos los elementos se disponen, en el comienzo del film, para responder a esa ausencia del esperado Directed by.

Si Welles no comparece como director es, sencillamente, porque no es él quien dirige.

Si comparece, en cambio, como actor, narrador y productor es porque en el producto que nos ofrece narra la historia de la que él mismo es actor, y en ella se muestra fascinadamente dirigido por el brillo de la estrella que, de pronto, irrumpe inundando su campo visual.

Michael: “Good evening,”

Michael: says I, thinking myself a very gay dog, indeed.

>

Michael: Here was a beautiful girl all by herself, and me with plenty of time. Nothing to do but get myself into trouble.

Michael: Some people can smell danger. Not me.

Por lo demás, ¿cómo no recordar, tras estas fascinantes imágenes, el hecho de que, si en su primera aparición el nombre de Orson Welles se encuentra emparedado entre esas dos caras de la estrella femenina, la brillante y la oscura,

en la segunda esa ola,

que después de todo procede de ese mar que es sin duda el de la Dama de Shangai, parece aplastarle hasta ahogar definitivamente su nombre?

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1. El mar y la resistencia

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2007/2008
sesión del 30/11/2007
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2014

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Ensimismado, hipnotizado, abismado

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¿Les ha gustado The Lady from Shangai?

Puede que sí, puede que no. Pues éste es un film, como ustedes han tenido ocasión constatar, extraño, profundamente inverosímil y, a la vez, inquietantemente atractivo.

En cualquier caso, intuyo que les ha interesado lo suficiente. Y eso es lo importante, pues el que les haya gustado o no es, en el fondo, lo de menos, pues sucede que, muchas veces, el que nos guste algo no es más que un signo de autocomplacencia que se agota en sí mismo y carece de relevancia estética.

Lo importante es, como les digo, que les haya interesado. Con eso basta para ponernos a trabajar, dado que ese interés, esa afección que es capaz de suscitar en nosotros, será la guía de nuestro análisis.

Así comienza La dama de Shanghai.

El mar primero, luego un barco que entra en el puerto de Nueva York.

Ahora bien, ¿podemos conformarnos con decir eso? ¿Es eso todo lo que hemos visto?

Por supuesto que no. Hemos visto, desde luego, mucho más.

Hay, sin duda, más que decir, por más que nuestra consciencia no repare en ello si no la obligamos.

Hay que decir, por ejemplo, que la hora podría ser la del atardecer, es decir, la hora en la que se anuncia ya el final del día y, con él, llega la densa oscuridad de la noche marina.

Y es éste desde luego un mar oscuro, incluso sombrío, que se mueve con pesada lentitud.

Uno que todo lo invade, como invade la totalidad de la pantalla, sugiriendo su prolongación indefinida y, así, no dejando resquicio para nada que no sea él mismo en su movimiento incesante.

Pero si hablamos del mar, debemos hablar igualmente del otro elemento que comparece junto a él.

Y no me refiero todavía a lo que hay escrito en la pantalla. Me refiero a quien lo mira. Pues un plano es tanto un segmento mostrado del mundo como una mirada que lo contempla.

Pasemos pues del enunciado a la enunciación para prestar atención a quien contempla ese mar.

¿Cómo no intuir que quien lo mira está sólo ante él y a la vez totalmente rodeado por él?

Sí, pues esos movimientos constantes y masivos que contemplamos son los que caracterizan al mar interior, alejado de la costa.

De modo que quien lo mira sólo presta atención al mar, ignora absolutamente el cielo que debería estar sobre él pero al que la imagen -y por tanto la mirada− no concede el menor resquicio en el plano.

Diríase, en suma, que el que lo mira está ensimismado, en cierto modo hipnotizado por ese mar, quizás incluso abismado en él.


El mar y la Dama de Shangai

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Parece pues obligado constatar que la intensa masa de connotaciones que acabo de suscitar, rodea, y en cierto modo caracteriza, por la vía de la metáfora, a cierta enigmática mujer que es, desde el comienzo mismo del film, incluso desde su mismo título, nombrada como la Dama de Shanghai.

A fin de cuentas, si el título es el dato más notable que contienen esas palabras escritas que conforman los créditos de un film, no parece atrevido pensar que las imágenes que acompañan a ese título tienen por función connotar algo a propósito de él.

Por lo demás, es sabido que un lazo inmemorial asocia a la mujer con el mar.

Y ese lazo se hace tanto más patente cuanto que aquí se habla de una mujer -una dama− no de cualquier sitio sino de Shanghai, quizás la más emblemática de las ciudades costeras, portuarias, de China.

Es más, la que más abiertamente se adentra en el más grande de los océanos.

Este mapa no pertenece, desde luego, a la película. Pero parece obligado suscitarlo en una película en la que es inevitable preguntarse por su título, y más cuando se da el hecho, en sí mimo enigmático, de que en ella, la ciudad de Shanghai no aparecerá nunca.

¿Por qué entonces esta invocación a una ciudad transoceánica que no será mostrada jamás?

Será ésta, desde luego, una pregunta que nos acompañará durante todo este seminario.

Pero no se apresuren a darle una respuesta. Por el contrario, reténganla y paladéenla.

Es parte esencial del método de análisis que voy a proponerles.

Se trata, en cualquier caso, como saben, de una ciudad de juego y contrabando, mafias y piratas,

que introduce desde el primer momento en la palabra dama un tono turbio y peyorativo: una sugerencia de prostitución a la vez sofisticada y portuaria que en cierto modo será refrendado en un diálogo muy próximo del film.

Se perfila así el estereotipo de la enigmática, a la vez bella y pérfida mujer oriental, bien instalado en la literatura occidental durante el XIX y que encontraría su prolongación cinematográfica en la primera mitad del siglo XX en la figura de la llamada mujer fatal.

Por cierto, ¿se han preguntado ustedes por qué ese tema, el de la mujer fatal, emerge en las últimas décadas del siglo XIX y prolonga y acentúa se presencia a lo largo de todo el siglo XX?

No hay duda, en cualquier caso, de que lo oscuro y lo fascinante, lo invasor y lo hipnótico de ese mar que la imagen nos muestra queda, desde el primer momento, constituido en el fondo oscuro

que rodeará a la resplandeciente figura femenina que reinará en las imágenes del film como su estrella.


Naufragio y omisión

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¿Y qué me dicen del naufragio que está escrito aquí?

¿No lo ven? Entonces es que no miran con suficiente atención.

¿Acaso no han visto esa ola que rompe inesperadamente en el último de los créditos?

Y observen el estado del agua tras ella.

¿No se dan cuenta de que una transformación radical, por más que no la hayan percibido conscientemente, se ha producido en él?

Si la ola se ha producido, si el mar tiene ahora este aspecto, es porque no nos encontramos ya en su interior, lejos de la costa, sino cerca de una playa que no nos es dado ver. -En ese lugar, entonces, donde suelen acabar los viajes marinos que terminaran en naufragio.

Y de hecho un imperceptible encadenado -invisibilizado por la cadena de encadenados de los títulos de crédito- lo ha hecho posible.

Y, entre lo uno y lo otro, una patente a la vez que sorprendente omisión: pues si el cineasta aparece primero como actor

-tras el nombre de la actriz que encabeza el reparto- un instante antes del título del film,

que remite expresamente al personaje que la actriz interpreta en él-,

aparecerá de nuevo en el último de los créditos, como guionista y productor

pero no lo hará nunca, sin embargo, como director del film.

¿Cómo es posible esta tan notable omisión en el cineasta que hizo gala de la más intensa consciencia y voluntad de autoría de entre todos los estadounidenses de su tiempo?

¿No estará en relación con ese naufragio del que les estaba hablando?

¿O es que siguen sin verlo?

De hecho la idea del naufragio encuadra el film, pues esa playa que aquí se sugiere sin ser propiamente mostrada, no puede ser otra que la que por fin se hace visible en el último plano del film.

Busquémosla.

Michael: I went to call the cops but I knew she’d be dead before they got there. And I’d be free.

Michael: Bannister’s note to the DA would fix it. I’d be innocent officially. But that’s a big word, “innocent.” “Stupid” is more like it.

Michael: Everybody is somebody’s fool.

Michael: The only way to stay out of trouble is to grow old… so I guess I’ll concentrate on that.

Michael: Maybe I’ll live so long that I’ll forget her.

Michael: Maybe I’ll die trying.



Esa eterna resistencia que dice: sobreinterpretación

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¿Les parece que exagero, que voy demasiado lejos? O, para utilizar la expresión habitual, ¿piensan que sobreinterpreto?

Desde mi punto de vista, ni exagero, ni voy demasiado lejos. Pero, sobre todo, lo que debería resultar evidente es que no sobreinterpreto.

¿Cómo iba a hacerlo si no he interpretado nada, si me he limitado a deletrear las imágenes?

Piénsenlo bien, díganme una sola cosa de las que les he dicho que pueda ser entendida como una interpretación.

Incluso las connotaciones que puedan parecerles más extrañas, saben que el resto del film las confirma.

Y sin embargo, cada vez que el análisis textual comienza debe chocar con esa eterna resistencia que dice: sobreinterpretación, obsesión por buscarle a todo sentido.

Sucede entonces que la misma gente que durante el bachillerato se acostumbró a analizar textos literarios, cuando se trata de cine parece olvidar de un solo golpe esos presupuestos lingüísticos y semióticos que sin embargo ya había aceptado.

Así por ejemplo éste: que la significación de un discurso depende de la interacción de cada uno de los elementos que lo componen. Que el más leve cambio de uno de esos elementos afecta necesariamente a la significación del conjunto.

Así, por ejemplo, no es lo mismo decir

«Estaba allí, mirando el mar.»

que decir

«Estaba allí, mirando el bar

Por mínima que haya sido la modificación, son siempre intensos sus efectos.

«Estaba allí, mirando el mar.»

«Estaba aquí, mirando el mar.»

Es del todo diferente que se esté mirando el mar desde allí o desde aquí.

Y es del todo diferente la indeterminación del sujeto de estos enunciados, que su expresa determinación:

«Estaba allí, mirando el mar.»

«Él Estaba allí, mirando el mar.»

«Ella Estaba allí, mirando el mar.»

Ni siquiera da lo mismo cuando sustituimos un sinónimo por otro:

«Es una mujer hermosa.»

«Es una mujer bella.»

«Es una mujer bonita.»

«Es una mujer agradable.»

No hace falta ser lingüista para saber que no es lo mismo decir de una mujer que es guapa o hermosa, bella o bonita.

De hecho, la Real Academia de la Lengua se equivoca cuando en su definición de sinónimo contempla la posibilidad de que dos vocablos tengan la misma significación.

«Sinónimo, ma.

«1. adj. Dicho de un vocablo o de una expresión: Que tiene una misma o muy parecida significación que otro.»

Si existen dos vocablos diferentes, no pueden significar lo mismo: aunque remitan a una misma cualidad, la cargarán necesariamente con connotaciones diferentes.

Esto que les digo supongo que les parecerá evidente, pensarán incluso que perdemos el tiempo recordándolo… Sin embargo no es así, pues en cuanto nos ocupamos de una película obviedades como éstas se olvida de inmediato.

Y así, en cuando se comienza a analizar con detenimiento un determinado elemento de un film -así por ejemplo ese mar del comienzo de The Lady from Shangai− siempre hay alguien que dice: exageración, sobreinterpretación.

Se añade a continuación que eso podría haber estado ahí por casualidad.

Y de inmediato se pregunta: ¿pero el director ha pensado en eso?, ¿Ha querido decir eso?

Preguntas estas que son más bien respuestas implícitas, que contienen algo así como: el director no puede haber pensado eso, no puede haber querido decir eso.


El artista y sus declaraciones

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Cuánta gente se aferra a las declaraciones del cineasta no ya para impugnar los resultados del análisis, sino, antes de ello, para bloquear su desarrollo.

Y así te dicen: ¿para qué le da tantas vueltas si el director ya ha dicho que eso quería decir… X?

Pero cuando se plantea la cosa así, ¿no les llama la atención que la argumentación termine por dar más importancia a las declaraciones del artista en tanto entrevistado que a su obra misma, cuando es evidentemente ésta la que hace de él un artista y no su condición de entrevistado?

Permítanme un ejemplo: ¿Qué es lo importante de la obra de Colón? ¿Qué quería llegar a las Indias Orientales que ya estaban descubiertas o que llegó -y por eso descubrió− América?

Repetiré esta obviedad: si prestamos atención a las entrevistas de un artista no es por su calidad de entrevistado, sino por su calidad de autor de las obras que ha realizado.

Y sin embargo de inmediato, incurrimos en la paradoja de tomarnos más en serio esas declaraciones que sus películas mismas.

Sobre lo que quiero llamarles la atención es sobre este asombroso desplazamiento: en vez de atender a lo evidentemente importante, que no es otra cosa que lo que está ahí, en el texto, con la absoluta contundencia de su presencia, se tiende a desplazar la cuestión a algo tan secundario e incierto como lo que el director hubiera podido llegar a pensar o querer decir.

Secundario porque pudo haber pensado muchas cosas, pudo incluso haberse arrepentido muchas veces, pero en cualquier caso es sólo una la que hizo, la que dejó ahí hecha, en ese momento y en ese lugar de su texto.

E incierto porque, mientras que es indiscutible que eso está ahí, jamás podremos establecer lo que el cineasta quiso decir.

Y digo jamás porque, aunque puedan aducirse ciertas declaraciones suyas sobre el asunto, ¿quién podría garantizar que no mentía cuando las hizo?


El inconsciente y el cine

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Si insisto tanto en ello es para confrontarles con la cuestión que encierra.

Pues si tanta gente se comporta de manera tan absurda es que debe haber un buen motivo para ello.

Y bien, ¿cuál es la causa de que tanta gente se comporte de manera tan absurda?

No otra que esa angustia que está en el núcleo de toda auténtica experiencia estética y que constituye la manifestación inequívoca de que cierta verdad subjetiva está ahí, en el texto artístico, en juego.

O en otros términos: los mecanismos de defensa del yo se disparan cuando se analiza un texto cinematográfico por la sencilla razón de que, en él, el inconsciente de cada cual se ha visto de una o de otra manera tocado.

¿Podría ser de otra manera? ¿Podría consistir en otra cosa la experiencia estética? ¿A qué si no iríamos al cine?

Pero demorémonos en esta pregunta: ¿a qué van al cine?

Y dense tiempo para pensarla antes de intentar responderla. Porque probablemente no se hayan parado nunca a hacerlo.

De hecho, están acostumbrados a ir al cine desde niños, de modo que la experiencia cinematográfica está fundida con su biografía y su cotidianidad. Y las cosas que forman parte de la cotidianeidad tienden a convertirse en invisibles.

Por eso les insisto en que se detengan a hacerse esta pregunta.

¿A qué van al cine?

Y les pido también que no se la hagan en términos abstractos, meramente conceptuales, sino en términos experienciales -que es, por lo demás, la única manera sensata y práctica de hacerse las preguntas.

Una manera muy concreta de abordar la cuestión consiste en preguntarse de dónde sale la energía que nos empuja a ir al cine.

Y por cierto que si se plantean la cosa en estos términos, constatarán como se desmoronan muchos de los tópicos con los que se suele enmarcar el fenómeno cinematográfico.

Pues, ¿van ustedes al cine, como se dice habitualmente, a comunicarse? ¿Con quién?

¿Van a obtener información? ¿A recibir un mensaje político o ideológico?

Todas estas cosas suenan muy bien, pero si se paran a pensar su relación con el cine en el plano experiencial, se diluyen como azucarillos en el agua.

Es decir: se descubren como lo que son: puras racionalizaciones.

Racionalizaciones frente a las cuales es una mejor respuesta, aunque desde luego insuficiente, la que afirma que uno va al cine a entretenerse.

Es insuficiente, como les digo, pero es menos petulante y más precisa. De hecho, para completarla, basta con añadir: uno va al cine a entretenerse con uno mismo. Quiero decir: uno va al cine a emocionarse, es decir, a hacer la experiencia de sus propias emociones.

Pues ahí, en la pantalla, no hay emociones, sólo manchas visuales bañadas en sonidos mecánicamente reproducidos.

De modo que si ciertas emociones se hacen presentes durante el visionado no pueden ser otras que las del espectador mismo.

Y hay que añadir también: son éstas emociones a las que, evidentemente, no somos capaces de acceder de manera directa, por nosotros mismos.

Pues, si pudiéramos, no iríamos al cine.


El cine demuestra la existencia del inconsciente

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De hecho, si piensan detenidamente en ello, se darán cuenta de que resulta obligado reconocer que nada como el cine demuestra de manera tan directa e inmediata la existencia del inconsciente.

Sí, pues nuestra consciencia sabe que ahí, en la pantalla, no hay más que manchas de luz.

Y sabe, además, que esas manchas de luz proceden de una representación construida en la mayor parte de los casos por actores profesionales.

Sin embargo, aun cuando reconoce que todo eso no es más que ficción, mientras tiene lugar el visionado, realiza una experiencia emocional que en sí misma, en cuanto tal experiencia emocional, no es ficticia sino verdadera.

Lo que sólo puede ser explicado de una manera: que algo en nosotros que no es nuestra consciencia percibe como verdadero eso mismo que nuestra consciencia descarta como ficción.

¿Cómo no llamar a eso inconsciente?

De modo que a eso, exactamente, vamos al cine: a hacer la experiencia de nuestro inconsciente.


Resistencias

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La mejor prueba de ello es que esos mecanismos defensivos que estamos examinando se disparan con tanta mayor intensidad cuanto más intenso ha sido el impacto emocional provocado por la película en su espectador.

De hecho, cuando se analiza algo que no le ha afectado nada, éste, sencillamente, se aburre, pero no muestra ninguna hostilidad, no manifiesta la menor resistencia al análisis.

Y por lo mismo, cuanto mayor ha sido ese impacto, más intenso y violento es el rechazo, ya no a una u otra afirmación del analista, sino a la puesta en marcha del análisis mismo.

A este propósito: ¿no les parece que es un síntoma realmente llamativo que la mayor parte de las conferencias y las clases sobre cine se desarrollen en ausencia de imágenes?

Como mucho, las imágenes se ponen antes o después, pero casi nunca en simultaneidad a las palabras del conferenciante.

¿No manifiesta eso más bien un temor a que las imágenes desmientan las palabras?

¿No se manifiesta en ello una huida de aquello precisamente que se trata de analizar?

Como si se tratara, a través de palabras conscientes que dan la espalda a la verdad de las imágenes, de tapar la experiencia que ellas han producido en nosotros.

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