4. La ficción, la verdad y el inconsciente

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2007/2008
sesión del 11/01/2008
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2014

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La ficción y las declaraciones del artista

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«Estaba trabajando en La vuelta al mundo en 80 días. Estábamos en Boston el día del estreno y no podíamos sacar el vestuario de la estación porque debíamos 50.000 dólares y nuestro productor, el sr. Todd, se había arruinado. Sin ese dinero no podíamos estrenar. Llamé a Harry Cohn y le dije: “Tengo una gran historia. Si me envías 50.000 dólares por telegrama antes de una hora, firmaré un contrato para hacerla.” “¿Qué historia?”, preguntó Cohn, Yo llamaba desde una cabina. Al lado había un quiosco con libros y le di el título de uno. “Lady from Shanghai”, dije. “Compra la novela y yo haré la película”. Una hora más tarde teníamos el dinero.»

¿Mentía entonces Welles cuando atribuía al azar su encuentro con la novela?

En mi opinión, ciertamente sí.

Por el hecho mismo de que trabaja con sus experiencias más íntimas -¿de dónde si no podría proceder la verdad que anima a las grandes obras de arte?- todo artista tiene el derecho, incluso la necesidad, de mentir cuando habla de ellas.

Por eso deberíamos invertir los términos con los que nos referimos habitualmente a eso a lo que damos en llamar la ficción artística.

La convención nos lleva a oponer la ficción que las obras nos ofrecen a la verdad de las declaraciones de sus autores sobre ellas, cuando sin embargo, a poco que se medite en ello, resulta evidente que es en las obras donde se encuentra esa verdad -de lo contrario, ¿cómo podrían conmovernos tan profundamente?- y que, frente a ellas, las declaraciones del autor suelen ser más bien lógicas y del todo comprensibles operaciones de encubrimiento.

Nada tan equívoco, por eso, como la expresión ficción cuando nos referimos a las artes narrativas.

Pero, a la vez, resulta obligado reconocer que éste es un equívoco necesario no sólo para el artista sino también para el lector o el espectador de su obra.

Pues el hecho de que nuestra conciencia de espectadores acoja como ficción lo que la narración nos ofrece es lo que mejor permite a nuestro inconsciente burlar el control de la consciencia y, así, poner en funcionamiento los mecanismos de identificación a través de los que accedemos a la experiencia verdadera que en los textos artísticos nos aguarda.

La ficción artística se descubre entonces doblemente verdadera: pues posee la verdad de la experiencia del autor -de la que la obra no es otra cosa que su cristalización-, tanto como posee la verdad de nuestra experiencia de espectadores en cuanto, al rehacerla en la lectura, la reconocemos como propia.

Y observen que en esto estriba la certeza que debe constituir el punto de partida del análisis: la intensidad de la experiencia emocional que el film produce en nosotros es la prueba de que cierta verdad que se encuentra ahí, en la obra, nos interpela y nos aguarda.

Una verdad que es, necesariamente -y simultáneamente- tanto nuestra -pues en nosotros se manifiesta− como del autor -ya que lo que film nos ofrece es su experiencia cristalizada en celuloide.


Inconsciente

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A través de la película -o de la novela−, en tanto que nos olvidamos de nosotros mismos y nos identificamos con los personajes que la habitan, damos el rodeo necesario para burlar las defensas del yo y, así, acceder a las emociones inconscientes que nos habitan.

Lo diré todavía de una manera más breve: el auténtico espectador de una película, el auténtico lector de una obra de arte, no es, no puede ser otro que el sujeto del inconsciente.

De hecho, si lo piensan bien, deberán reconocer que nada como el cine demuestra y permite localizar de manera tan directa e inmediata la existencia del inconsciente.

Pues el inconsciente, en la experiencia cinematográfica, se localiza. Se localiza como ese lugar en nosotros mismos, desplazado de la consciencia, donde es vivido como verdadero lo que el film nos ofrece -muy exactamente: allí donde el film nos escuece.

Un lugar, por eso, que se encuentra detrás de nuestra pantalla perceptiva, bien alejado de ese otro lugar donde nuestro yo consciente se piensa y se localiza.

Pues bien, la disposición misma de la sala cinematográfica nos devuelve una expresiva metáfora de esa posición a la vez central y desplazada del inconsciente -como central y a la vez escondido y desplazado se encuentra el proyector cinematográfico.

Pero claro está, por eso mismo, porque nuestro inconsciente es el espectador cinematográfico, nuestro yo enciende todas las alarmas cuando el análisis del texto cinematográfico amenaza con suscitar esos procesos inconscientes que constituyen el núcleo mismo de nuestra experiencia cinematográfica.

De lo que se deduce que analizar de verdad un texto artístico es, simultánea y necesariamente, investigar los procesos inconscientes que suscita. Y hacer frente a las resistencias que inevitablemente se levantan contra esa labor.

Ésta es, por cierto, la dificultad específica de la metodología que les propongo.

Pues para que el análisis avance es necesario combatir la tendencia de nuestro yo a excluir de nuestra consciencia los contenidos inconscientes que constituyen el centro de lo que, en nuestra experiencia cinematográfica, está realmente en juego.


El contexto

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The Lady from Shanghai, la narración que de ese origen ofrece Welles reúne todos los rasgos de un recuerdo encubridor en el que se atribuye al azar -y, así, se quita importancia a- algo que, desde el primer momento, debió estar cargado de sentido -y de uno intensamente sentido- para el cineasta.

Para aproximarnos a ello resulta obligado recordar el contexto profesional y personal de Welles en el periodo que precedió al rodaje del film.

Cuando fue llamado a Hollywood era el actor y director teatral más famoso de Estados Unidos y, sobre todo, gozaba de una extraordinaria popularidad gracias a sus célebres programas radiofónicos.

Todo ello hizo que se le concediera el contrato mejor pagado y que garantizaba la mayor libertad de trabajo que se hubiera firmado nunca en Hollywood.

Pero la excelente acogida que la crítica dispensara a Citizen Kane (1941), tuvo por contrapartida su fracaso entre el público, en buena medida por la campaña realizada contra el film por Rudolph Hearst, el magnate de la prensa en cuya vida estaba inspirado el film.

Más dramático resultó para el cineasta el fracaso comercial de su siguiente película,

The Magnificent Ambersons (1942), a la que se sumó su mutilación en manos de los productores, que consideraban excesivos los experimentos formales y narrativos del cineasta.

En ese mismo año, 1942, se vio definitivamente interrumpido el rodaje de It’s All True,

un film documental de vocación política patrocinado por la Oficina del Coordinador de Asuntos Interamericanos, que, emulando ¡Que viva México! de Eisenstein, había comenzado a rodar en México y Brasil.

¿No bastaría ya con esto para atisbar en Welles una tendencia irrefrenable hacia al fracaso tan intensa al menos como la del propio Eisenstein?

Toda una cadena de fracasos que comprometían seriamente las posibilidades profesionales de Welles en Hollywood, pero que se vieron compensados por dos hechos importantes de índole contraria.

Mientras esperaba inútilmente en México que llegara el dinero con el que proseguir su último proyecto, Welles se topó, en un número atrasado de la revista Life, con esta foto:

El propio cineasta describió así el impacto que causó en él:

«”Vi en la revista Life aquella foto fabulosa”, contaría Welles, “en que está arrodillada en una cama. Entonces me dije: ya sé la que voy a hacer cuando vuelva de Sudamérica”.

«Orson no la conocía en persona, pero ya empezaba a comentar con algunos socios como Jackson Leighter que cuando volviese a Hollywood se casaría con ella en segundas nupcias (…) “Dijo que iba a volver a los Estados Unidos para casarse con Rita Hayworth”, contaría Leighter. “Se lo tomó muy en serio, vaya que sí. Y eso que aún no la conocía. Es más, lo primero que pensaba hacer cuando volviese era buscarla.”»

[Barbara Leaming: 1989: Si aquello fue felicidad… La vida de Rita Hayworth]

Así comenzó su relación amorosa con Rita Hayworth,


estrella indiscutible del Hollywood de la época a la que se conocía popularmente como la diosa del amor, que conduciría al matrimonio de ambos el año siguiente, 1943.

¿En qué medida su decisión de casarse con la mujer que aparecía en esa foto, la más resplandeciente estrella de la época, cuyo brillo alcanzaba al recóndito lugar de Brasil en el que el había sufrido el último golpe, no constituía un deseo de revancha contra Hollywood, a la vez que la manifestación de su más íntimo deseo de conseguir, a pesar de todo, triunfar allí?

En esa misma época comenzó Welles


su carrera política, bajo los auspicios nada menos que del presidente Roosevelt quien entonces había iniciado los preparativos de la campaña de su reelección.

Y es que, se darán cuenta ustedes, Citizen Kane había sido, en buena medida, el esbozo anticipatorio tanto de su gigantesco proyecto vital como de la compulsión al fracaso que lo habitaba.

Lo que nos obliga a constatar que aunque su protagonista estaba inspirado, como ya les he dicho, en la figura del magnate de la prensa Rudopf Herst, no por ello dejaba de tratarse, al mismo tiempo, de una película del todo construida en primera persona.

El caso es que las esperanzas puestas en esa nueva carrera política pronto comenzaron a disiparse.

Por cierto, ¿quién ha dicho que el contrapicado magnifica necesariamente al personaje al que muestra? ¿No sería más apropiado decir de un plano como éste que muestra a un gigante acorralado que tiene la moral por los suelos?


Y de hecho Citizen Kane anticipaba también el desmoronamiento del ensueño de poder político del cineasta que se había casado con Rita Hayworth, la estrella de Hollywood que, precisamente en ese periodo, atravesaba un proceso judicial provocado por su anterior esposo y del que la prensa se hacía eco de manera harto desagradable.

Para colmo, durante todo ese periodo, el cineasta se vio obligado a constatar que en muchos de los actos políticos a los que se le invita a participar, se concedía más importancia a la presencia de su esposa que a la de él mismo.


El extraño: fintas manieristas

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En cualquier caso, que había llegado la hora de dar por concluida su carrera política

era ya algo evidente, a mediados de 1945, un año antes del rodaje de The Lady from Shanghai, cuando Welles consiguió rodar un nuevo film, The Stranger, con el que trató de superar la imagen de director incapaz de sacar adelante proyectos cinematográficos viables.

Esta vez el film obtuvo un rendimiento aceptable, que restauraba en parte la imagen profesional de Welles como cineasta.

Pero a la vez, su carácter de film de género sin muchas ambiciones suponía un fuerte descrédito en los ambientes cultos para el cineasta que, sólo un poco antes, había sido presentado como el gran artista de la Norteamérica de su tiempo.

También aquí Welles, además de dirigir, interpretaba el papel protagonista, esta vez el de un siniestro oficial nazi instalado de incógnito en la Nueva Inglaterra de la posguerra que contraía matrimonio nada menos que con la hija de uno de los jueces del Tribunal Supremo.

Rankin: Historian? A psychiatrist could explain it better. The German sees himself as the innocent victim of envy and hatred

Rankin: conspired against, set upon by inferior peoples, inferior nations. He cannot admit to error,

Rankin: much less to wrongdoing. We ignored Ethiopia and Spain, but we learned the price of looking the other way. Men of truth have come to know for whom the bell tolled, but not the German.

Rankin: He still follows his warrior guards, marching to Wagnerian strains, his eyes still fixed upon the fiery sword of Siegfried.

Rankin: In those meeting places you don’t believe in, his dream world comes alive.

Rankin: He takes his place in armour beneath the banners of the Teutonic knights.

Rankin: Mankind is waiting for the Messiah, but for the German the Messiah is not the prince of peace. He’s another Barbarossa. Another Hitler.

Simulando odiar al nazismo, el nazi camuflado expresa vehementemente su pasión nacionalsocialista.

Rankin: Mankind is waiting for the Messiah, but for the German the Messiah is not the prince of peace. He’s another Barbarossa. Another Hitler.

La humanidad espera al Mesías, pero para el alemán el Mesías no es el príncipe de la paz, es otro Barbarroja. Otro Hitler.

El nazi que finge ser un antinazi…

Y el actor que finge ser un nazi que finge ser un antinazi…

¿Dónde empiezan y dónde acaban los pliegues múltiples de la representación en el universo wellesiano?

La multiplicación de esos pliegues, y la consiguiente pérdida de densidad de la verdad, constituye uno de los rasgos mayores del arte manierista.

Y por otra parte, ¿no podría latir, en este alegato contra la democracia, el despecho del artista que quiso llegar a ser presidente de los Estados Unidos?

En cualquier caso, por más que la película se proclamara antifascista, el elector medio norteamericano jamás habría votado a un rostro asociado a tal personaje.


Contexto

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En paralelo al hundimiento de su carrera política se desarrolló la crisis de
su todavía reciente matrimonio, que hubo de acelerarse con el embarazo de Rita Hayworth y el consiguiente nacimiento de su hija Rebecca en diciembre de 1944.

Es durante ese embarazo, a decir de Barbara Leaming, biógrafa de ambos, cuando el cineasta mantuvo su primera relación extramatrimonial, que daría inicio a una vida sexual ciertamente promiscua -desde prostitutas a grandes actrices del Hollywood de la época, como Judy Garland-, lo que terminaría por empujar a Rita Hayworth a separarse de él a finales de 1945.

Tal es pues el contexto inmediato en el que tiene lugar la puesta en pie de la costosa producción teatral La vuelta al mundo en 80 días a la que Welles atribuyó el origen azaroso de The Lady from Shanghai.

Sin duda, necesitaba dinero, y es un hecho que Harry Cohn, el ejecutivo de la Columbia, aceptó financiar la película.


Las piezas del recuerdo encubridor

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Contamos ya con los datos que configuran el contexto en el que comprender mejor el recuerdo encubridor que nos ocupa.

Recuerden:

«Estaba trabajando en La vuelta al mundo en 80 días. Estábamos en Boston el día del estreno y no podíamos sacar el vestuario de la estación porque debíamos 50.000 dólares y nuestro productor, el sr. Todd, se había arruinado. Sin ese dinero no podíamos estrenar. Llamé a Harry Cohn y le dije: “Tengo una gran historia. Si me envías 50.000 dólares por telegrama antes de una hora, firmaré un contrato para hacerla.” “¿Qué historia?”, preguntó Cohn, Yo llamaba desde una cabina. Al lado había un quiosco con libros y le di el título de uno. Lady from Shanghai, dije. “Compra la novela y yo haré la película”. Una hora más tarde teníamos el dinero.»

No es difícil, en tales circunstancias, localizar al menos un primer motivo de la operación de encubrimiento.

¿Cómo no intentar presentar la historia que el film narra como algo sin relación alguna con su propia vida emocional si el tema central versa sobre una desgraciada relación amorosa interpretada por el mismo cineasta con su propia esposa de la que, además, acababa de separarse?

Y deben tener en cuenta, como ya les he señalado, que éste no puede ser considerado como un dato extratextual pues, dada la relevancia social de los dos protagonistas, y dado el contexto del star-sysem en el que el film fue realizado y distribuido, era un dato que estaba en la cabeza de todos los espectadores de la época.

Ahora bien, si la pareja había roto, ¿por qué Rita Hayworth llegó a interpretar a la protagonista de The Lady from Shanghai?

Barbara Leaming lo cuenta así:

«Aunque Orson quería que fuese una hermosa actriz francesa llamada Barbara Laage quien protagonizara el thriller de bajo presupuesto que iba a dirigir para la Columbia, Harry Cohn consideró que sustituirla por la repudiada esposa del cineasta sería un reclamo publicitario muy rentable.»

¿Les parece verosímil esta explicación?

Todo un personaje, Larry Cohn:

Todo un tiburón con las mujeres, como la foto sin duda acredita.

Llegó a estar locamente enamorado de Rita Hayworth, pero ella no sólo le rechazó, sino que le detestaba profundamente.

A su vez, Rita Hayworth también quería aquel papel.

«Los motivos de Rita para desear el papel eran muy distintos.

«Cuando se enteró de que Orson quería a otra actriz, se puso a batallar activamente por el papel, aunque también por muchísimo más, ya que en el fondo deseaba que el cineasta se fuera a vivir con ella y con Becky a la casa que la actriz acababa de comprar en Brentwood. La había terminado de decorar Wilbur Menefee, decorador escénico de la Columbia (…) Cuando Rita dijo a Menefee que su marido ocuparía con ella el dormitorio principal y que había que instalar una cama en condiciones, el decorador construyó una cama “gigante” (…)

«Welles no sabía nada de aquellas maniobras. Al llegar a Los Ángeles se inscribió en el Bel-Air Hotel. Rita le invitó a cenar, Orson fue a su casa y “mientras me decía que quería actuar en la película me sugirió que me quedase a vivir allí. Así fue como nos reconciliamos”.»

¿Realmente Orson quería a otra actriz? ¿Y era posible que no supiera nada de aquellas maniobras?

No hay duda de cuál es la fuente principal de Barbara Leming: las prolongadas entrevistas que le concedió el propio Orson Welles, por el que sentía la más palpable admiración.

Y es que Welles siempre tuvo buen cuidado en controlar sus biografías. Así, fue él mismo quien, con toda desenvoltura, le dijo a Bogdanovich que debía escribir un libro sobre él y uno que, por supuesto, se conformaría como una larga entrevista.

De modo que pueden incorporar la narración de Leaming al desarrollo del recuerdo encubridor que nos ocupa.

Seguramente Welles se había interesado en la entonces desconocida en Hollywood Barbara Laage, pero es un hecho evidente que no tenía posibilidad alguna, en los tiempos del star-system, de levantar el proyecto con ella.

De hecho, es realmente fantástica la historia que cuenta Welles, según la cual con solo levantar el teléfono habría conseguido del tiburón de la industria del Hollywood del momento, Larry Cohn, el dinero para hacer La dama de Shanghai.

«Llamé a Harry Cohn y le dije: “Tengo una gran historia. Si me envías 50.000 dólares por telegrama antes de una hora, firmaré un contrato para hacerla.” “¿Qué historia?”, preguntó Cohn. Yo llamaba desde una cabina. Al lado había un quiosco con libros y le di el título de uno. “Lady from Shanghai”, dije. “Compra la novela y yo haré la película”. Una hora más tarde teníamos el dinero.»

Como es absolutamente inverosímil, en un diálogo con tal personaje, el enunciado imperativo por parte del cineasta –Compra la novela y yo haré la película– y aún más el brevísimo plazo que la acompaña –Una hora más tarde teníamos el dinero-, dada la meticulosidad de los contratos que era costumbre realizar en la empresa, máxime en el caso de cineastas potencialmente conflictivos.

Y ciertamente nadie poseía mayor fama de tal que el propio Welles.

De hecho, su currículum de fracasos comerciales sólo había tenido una excepción de medio pelo: The Stranger.

Y por cierto que este film suministra un buen ejemplo del procedimiento de contratación hollywoodiano: para formalizar el contrato, la International Pictures le había exigido que la fortuna personal de su esposa hiciera de garantía en caso de incumplimiento por parte del cineasta -contrato éste, dicho sea de paso, que fue firmado en el periodo en el que Welles acostumbraba ya a mantener relaciones con prostitutas en el apartamento del productor del film.

Y por otra parte, si como ya les he señalado, Larry Cohn había rechazado la propuesta de Welles de producir una Carmen, ¿cómo iba a aceptar a ciegas financiar una historia que desconocía y además con una actriz igualmente desconocida?

De modo que es imposible que Welles no supiera que su única baza para lograr rodar The Lady from Shanghai era Rita Hayworth.

Y no sólo porque ella era la gran estrella de la Columbia que dirigía Larry Cohn, sino también porque hacía ya mucho tiempo que éste, Larry Cohn, estaba perdidamente enamorado de la actriz. De modo que es del todo inverosímil que Welles no supiera nada de aquellas maniobras de la actriz para reconciliarse con él.

Más bien parece evidente que él hubo de preverlas, sopesarlas y facilitarlas, sabiendo que la voluntad de Rita Hayworth de participar en el film era el factor decisivo de su viabilidad.

Y, de hecho, desde este punto de vista, resulta perfectamente posible pensar The Lady from Shanghai como una suerte de performance, de puesta en escena en directo, ante la cámara, de este espeso entramado de relaciones económicas, personales y amorosas que rodearon su producción y su rodaje. De ello nos ocuparemos este año, lo que nos permitirá constatar hasta qué punto el film, lejos de ser esa ficción fracasada e inverosímil que aparenta a primera vista -y en la que insistió tantas veces el propio Welles-, nos devuelve la verdad más vívida y desolada de la aventura amorosa y artística de sus creadores. Y lo hace, al mejor modo manierista, de una forma que conducirá a que los pliegues de la representación terminen por confundirse totalmente con los de la vida real.

Ahora bien, deberán reconocerme que ese personaje que Welles construye a través de sus entrevistas con Barbara Leaming, ese cineasta que no sabía nada de aquellas maniobras, se parece mucho, en su inaudita ingenuidad, al protagonista masculino de The Lady from Shanghai, es decir, a ese Michael O’Hara que el propio Welles interpreta en su film.

Michael: “Good evening,”

Michael: says I, thinking myself a very gay dog, indeed.

Michael: Here was a beautiful girl all by herself, and me with plenty of time. Nothing to do but get myself into trouble.

Michael: Some people can smell danger. Not me.


Una performance manierista

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Y si esto es así, ¿cómo puede extrañarnos que el film, en su comienzo, nos diga que no es él, Orson Welles, quien dirige,

sino el mar


de la Dama de Shangai?

Una performance manierista, les digo. Pues si el film mismo se confunde durante buena parte de su recorrido con un viaje en barco

Michael: I’d like to, but I can’t deny that Mr. Bannister…

Michael: did try to give his wife the things she wanted.

es obligado reconocer que ese viaje tuvo realmente lugar.

Welles hizo alquilar para el rodaje el yate de Errol Flyn y en él hizo, con Rita Hayworth, el viaje por el golfo de México.

¿Y acaso no hemos visto como es el mismo personaje el que, convertido en una suerte de perrito faldero, se confiesa totalmente sometido, dirigido, por el deseo de la mujer?

Michael: And what was I, Mike O’Hara, doing on a luxury yacht pleasure cruising in the sunny Caribbean Sea?

Michael: But it’s clear now, I was chasing a married woman.

Michael: But that’s not the way I wanted to look at it. No.

Michael: To be a real prize fathead like Mike O’Hara…

No hay duda, entonces, de quién está al mando en ese barco: la gorra de capitán que coronaba la cabeza de Elsa en la escena en la que Michael llevó al barco a Bannister, su marido, completamente borracho, lo acreditaba ya con total precisión. Y eso sucedió un instante después de presentar a su perrito faldero contemplando esa misma llegada.

Bannister: Say, it’s nice of you, Michael, to be so nice to me while I’m so drunk.

Bannister: Lover!

Elsa: I wasn’t sure you’d come.

Michael: I’m not staying.

Elsa: You’ve got to stay.

Y por eso mismo, tampoco hay duda alguna de quién lleva el timón en todo momento:

Elsa: Will you help me?

Michael: Love.

Michael: Do you believe in love at all, Mrs. Bannister?

Elsa: Give me the wheel.

De hecho, la ecuación de equivalencia entre el perro faldero y el marinero es meticulosamente establecida por la puesta en escena en esta misma secuencia. Para confirmarlo basta con atender al fragmento inmediatamente anterior a éste en el que Elsa ordena a Michael que le entregue el timón. En ese momento, Michael pilotaba todavía, mientras ella le contemplaba sosteniendo al perro en sus brazos.

Anotemos la constelación visual conformada por la mujer sentada en la popa del barco con el pequeño perro oscuro en su regazo. El plano que sigue hace visible la plena semejanza de color entre la piel del perro y la ropa que viste el marinero.

Y el arco del fondo, en uno de cuyos laterales se encuentra la mujer, parece destinado a subrayar la transformación que, a lo largo de la escena, ha de producirse de esa primera constelación inicial conformada por la mujer y su perro.

Radio: So remember, ladies, use Glosso Lusto.

Radio: It pleases your hair, pleases the man you love.

Elsa: Will you help me?

Michael: Love.

Michael: Do you believe in love at all, Mrs. Bannister?

Las relaciones entre el amor y el poder constituyen el tema central de este diálogo.

Elsa: Give me the wheel.

Basta con reunir las imágenes de los dos polos extremos de esa transformación para constatar la ecuación que les anunciaba:

Ha tenido lugar la sustitución del uno por el otro, del perro por el marinero, como complementos de la mujer -entiéndase la palabra en el sentido ya de sobra codificado por El Corte Inglés.

Como les decía, al modo plenamente manierista, los pliegues de la representación se multiplican, a la vez que el film pone en escena el proceso de su génesis en forma de viaje que la estrella comanda y protagoniza.

De modo que, insiste el film, ella está al mando.

Frente a ella, él, Welles, se pone en escena

como ese marinerito o marinerote infinitamente bueno e ingenuo -incluso políticamente correcto- que, seducido por la estrella, se deja arrastrar por la maquinaria hollywoodiana.

Incluso finalmente, más allá de la belleza de la estrella, emerge también el productor que, desde la sombra, maneja perversamente los hilos:

Bannister: Lover?

Y si irrumpe procedente de contracampo -del lado pues, donde se encuentra la cámara y, con ella, todos los otros artefactos del rodaje-, su entrada en cuadro oscurece progresivamente la escena.

Elsa: Yes?

Y la reticencia perversa de sus palabras podría cuadrar a la perfección a la figura de quien realmente pagaba ese viaje:

Pues no hay duda de que era el magnate de Hollywood enamorado de una estrella que le despreciaba el que pagó aquella película y, por tanto, también aquel viaje:

Bannister: Aren’t you glad I talked Michael into coming along, Lover?

Elsa: He must have changed his mind about me.

Michael: Faith, Mr. Bannister, I’ve already told your wife.

Y su presencia devuelve el lado más oscuro de la estrella.

Michael: I never make up my mind about anything at all…

Michael: until it’s over and done with.


El discurso acusatorio de Welles

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Y en ese viaje cinematográfico que fue también un viaje real, en ese yate de lujo, tuvieron lugar, a cargo del presupuesto que finalmente Larry Cohn pagaba, algunas de esas fiestas que dieron a Hollywood todo su glamour


Grisby: I’ll say this much for you, Arthur, when you give a picnic, it’s a picnic.

Y toda su sordidez.

Grisby: Time for another, Arthur?

Bannister: Time for another.

Grisby: Michael still insists on quitting.

Elsa: Why shouldn’t he?

Todo pareciera indicar que el tejido perverso de las relaciones de Arthur Bannister, Grisby y Elsa atraparan en su tela de araña al puro y romántico, marinero y poeta, O’Hara -como si él no supiera nada de aquellas maniobras.

Grisby: No, I think Arthur ought to try and make him stay.

Elsa: If he wants to go, let him.

Bannister: But George likes to have him around.

Y la belleza de Elsa obtiene un suplemento de resplandor oscuro sobre el fondo de esa red sórdida y perversa de la que ella misma forma parte.

Como si lo mejor de ella fuera su interés en ese marinero puro víctima de la celada en la que ella misma participa.

Bannister: Michael’s so big and strong.

Bannister: He makes a good bodyguard for you.

Pero sería simplificador reducir a Bannister al registro de amo perverso decidido a explorar todas las aristas del juego sadomasoquista.

Bannister: Isn’t that what you said, George?

Elsa: I don’t need one.

Grisby: That’s right.

Bannister: Not even a big strong bodyguard?

Elsa: Don’t make another drink.

Bannister: With an Irish brogue?

Elsa: He’s had enough.

Pues, antes que nada, Bannister es un hombre enamorado.

Bannister: George thinks Michael’s fallen for you.

Bannister: And that makes me unhappy, George hopes. But George is wrong again.

Grisby: Now, Arthur, I didn’t say anything about Michael and Elsa.

Bannister: Make me another drink, George.

Grisby: Another Grisby special coming up.


Bannister: You know, you’re a stupid fool, George.

Bannister: You ought to realise, I don’t mind it a bit if Michael’s in love with my wife.

Bannister: He’s young. She’s young.

Bannister: She’s beautiful.

Tullido y enamorado de una mujer que le desprecia.

Y que resplandece sobre el fondo de su autohumillación.

Bannister: Sit down, darling.

Bannister: Where’s your sense of humour?

Elsa: I don’t have to listen to you talk like that.

Bannister: Yes, you do, Lover.

Grisby: Now, Arthur, you leave Elsa alone.


Bannister: Come to think of it…

Bannister: why doesn’t Michael want to work for us?

Elsa: Why should he?

Elsa: Why should anyone want to live around us?

La planificación atestigua, en todo caso, que ella forma parte de esa red frente a la cual se yergue, digno y solitario, recortado sobre el horizonte del atardecer, el poeta.

Bannister: Well, Michael.

Michael: Well, Mr. Bannister.

Es en este contexto donde emerge el célebre discurso acusatorio de Welles:

Michael: Is this what you do for amusement in the evenings. Sure, if you’re so anxious for me to join the game, I’d be glad to.

Michael: I can think of a few names I’d like to be calling you, myself.

Bannister: But, Michael, that isn’t fair. You’re bound to lose the contest.

Michael: You know, once, off the hump of Brazil…

Michael: I saw the ocean so darkened with blood, it was black and the sun fainting away over the lip of the sky.

Michael: We put in at Fortaleza…

Michael: and a few of us had lines out for a bit of idle fishing. It was me who had the first strike.

Michael: A shark it was, and then there was another, and another shark again…

Michael: till all about the sea was made of sharks…

Michael: and more sharks still, and no water at all.

Michael: My shark had torn himself from the hook and the scent, or maybe the stain it was, and him bleeding his life away. Then the beasts took to eating each other. Then the beasts took to eating each other.

Michael: In their frenzy, they ate at themselves.

Michael: You could feel the lust of murder, like a wind stinging your eyes and you could smell the death reeking up out of the sea.

Michael: I never saw anything worse, until this little picnic tonight.

Michael: And do you know, there wasn’t one of them sharks in the whole crazy pack that survived.

Michael: I’ll be leaving you now.

Espléndida, netamente teatral, la salida de escena de Welles.

Quizás, incluso, excesiva.

Diría yo, también, que sobreactuada.

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