3. Estrella y hechicera

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2007/2008
sesión del 14/12/2007 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2014

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Central Park: del sueño a la pesadilla

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Comencemos ya a deletrear lo que sucede desde ese momento en que, en el lugar en el que era de esperar la expresión Directed by Orson Welles, ésta queda sustituida por esa otra tan poco convencional –Screen Play and Production Orson Welles.

Podría entonces comenzar el flash-back.

En la oscuridad del puerto, vemos deslizarse un pequeño barco.

La masa negra del puente de Brooklyn se impone sobre él como una gigantesca forma oscura que pareciera atraparlo.

Michael: When I start out to make a fool of myself there’s very little can stop me.

Y en seguida, en Central Park, un coche de caballos, también oscuro.

Michael: If I’d known where it would end, I’d have never let anything start…

Lentamente, la oscura silueta del coche va emergiendo, y creciendo visualmente.

El componente romántico de la imagen, un oscuro coche de caballos de otra época, resulta evidente.

Y es que The Lady from Shanghai comienza como un sueño que, rápidamente, se enturbia hasta convertirse en una pesadilla que desbordará todo criterio de verosimilitud.

Les diré, por lo demás, que, al menos en mi opinión, la verosimilitud no es, en sí misma, un valor estético. Lo que les he señalado hace un momento sobre esa profunda relación del arte con el inconsciente, explica que las obras de arte estén siempre más cerca de los sueños que de eso que llamamos la realidad cotidiana.

Y los sueños, ustedes lo saben, no se caracterizan por su verosimilitud, sino por su extraña, e intensa, verdad.

¿En qué época nos encontramos?

Sabemos que la película se ambienta en la época misma en la que fue realizada −1948. Pero, a esta altura del film, podríamos estar al menos una generación más atrás.

Pues el puente de Brooklyn fue concluido en 1883 (1870-1883) y la producción en serie de automóviles sólo comenzó con Henry Ford en 1910.

Por más que esta anotación pueda resultar chocante, no es inconveniente, dado que el clima romántico que comienza a crearse con estás imágenes será luego quebrado con la aparición del primer automóvil, en una escena que se organizará sobre el contraste epocal entre estas dos formas de transporte.

Michael: and brightened up, what with the things I told her to get her mind off the scare she’d had and to set her thinking as well, of the brave fella that had rescued her.


The Magnificent Ambersons: coche de caballos vs automóvil

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Y este contraste alcanza toda su resonancia en el universo wellesiano, como han tenido ocasión de comprobar cuando han visionado The Magnificent Ambersons –la novela en la que se basa el film fue escrita por un amigo del padre de Welles, Booth Tarkington, y en ella se describía el universo en el que vivió la generación de los padres del cineasta.

Fanny: You think you’ll get it to start?

Allí se hace la crónica de la aparición de uno de los primeros automóviles,

mientras que Georgie, el joven protagonista con pretensiones aristocráticas, lo desprecia aferrándose al coche de caballos del pasado.

Y ciertamente ese antiguo coche se desplaza con brío sobre la nieve mientras que Eugene Morgan no logra hacer arrancar su automóvil.

Jack: What’s wrong with it, Gene?

Eugene: I wish I knew!

Y, así, el montaje paralelo despliega en sus dos bandas el enfrentamiento entre lo viejo y lo nuevo -también: entre lo elegante y lo vulgar, pues así es como la cámara lo acusa.

Incluso las damas se ven obligadas a empujar el artefacto. Entre ellas se encuentra la madre de George, mientras éste hace correr a su caballo llevando junto a sí a la hija de Eugene.

George: Get a horse! Get a horse!

George: Get a horse!

Lucy: Get a horse!

Pero, a mitad de la escena, todo bascula.

George: Look out, Lucy!

El coche de caballos sale del camino y los muchachos caen sobre la nieve.

Fanny: What happened to them?

Isabel: Oh, George!

Eugene: Don’t get excited, Isabel.

Momento que George aprovecha para besar a su acompañante mientras el padre de la muchacha se acerca preocupado.

Eugene: Are you all right?

Eugene contempla con complacencia el abrazo, pues él mismo, desde siempre, ha estado inútilmente enamorado de la madre del muchacho.

Isabel: Georgie!

Eugene: They’re all right, Isabel. The snow bank’s a feather bed.

Isabel: Georgie!

Jack: Lucy dear!

Lucy: Oh, I’m fine, Papa.

Jack: Nothing’s the matter with them now.

Isabel: Georgie!

Jack: They’re all right, Isabel.

Fanny: Are you sure you’re not hurt, Lucy dear?

Isabel: Georgie!

George: Don’t make a fuss, mother.

Isabel: Georgie, that terrible fall.

George: Please Mother, please! I’m all right.

Isabel: Are you sure, Georgie? Sometimes one doesn’t realize…the shock.

Jack: Oh, Isabel.

Isabel: I’ve just got to be sure, dear.

George: Everything’s all right, Mother. Nothing’s the matter.

Isabel: Let me brush you off, dear.

Eugene: You looked pretty surprised, Lucy. All that snow becomes you!

Jack: That’s right, it does!

Eugene: That darned horse!

La contrapartida del beso que George ha logrado dar es la huida de su caballo.

Jack: He’ll be home long before we will.

La cámara anota esa huida con la nostalgia de quien ve alejarse un pasado que habrá de ser ya para siempre irrecuperable.

Jack: All we’ve got to depend on is Gene Morgan’s broken down…

Eugene: She’ll go.

Jack: Come on, asshole!

Eugene: All aboard!

Jack: Have to sit on my lap, Lucy!

Isabel: Stamp the snow. You mustn’t ride with wet feet.

George: They’re not wet.

George: For goodness sake, get in; you’re standing in the snow yourself.

Fanny: Get in!

Eugene: You’re the same Isabel I used to know. You’re a divine and ridiculous woman.

Y la modernidad del automóvil se manifiesta entonces como una humillación para Georgie:

Eugene: George, you’ll push if we get started, won’t you?

Eugene: Push!

Isabel: Divine and ridiculous just counterbalance each other, don’t they?

Isabel: Plus one and minus one equal nothing.

Isabel: So you mean I’m nothing in particular?

Eugene: No, that doesn’t seem to be precisely what I meant.

Eugene: Jack, please get…

Jack: We’re under way…

Eugene: …For fear of accident.

Jack: Push, Georgie; push!

George: I’m pushing.

Jack: Push harder!

George: I’m pushing.

Una neta humillación, pues el pretencioso muchacho debe respirar el sucio humo que desprende el automóvil mientras lo empuja tratando de hacerlo arrancar.

Así pues, el automóvil es el anuncio del derrumbe del viejo mundo señorial de los Ambersons.

Y por eso, el beso conquistado en el momento de basculación, lejos de ser el comienzo de una prometedora historia de amor, quedará convertido en el destello fulgurante de algo que hubiera podido ser pero que nunca será -una reedición, pues, del fracaso de Eugene con Isabel en la generación anterior, y un anticipo del del marino O’Hara con la Dama de Shangai.


El objeto de adoración del amor cortés

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De modo que es el clima del origen, el de los tiempos en que vivieron los padres de cineasta, el que da su aroma a una escena que parece cobrar la forma de algo semejante a un delirio. -Y uno más intenso que ese pequeño delirio que es todo enamoramiento.

Michael: If I’d known where it would end, I’d have never let anything start…

Michael: if I’d been in my right mind, that is.

Michael: But once I’d seen her… once I’d seen her…

Así, de un oscuro, romántico y anacrónico coche de caballos que atraviesa lentamente Central Park, emerge progresivamente la figura blanca, cada vez mejor iluminada por la luz de la luna, de una bellísima mujer.

Michael: I was not in my right mind, for quite some time.

Sólo más tarde nos es dado el contraplano del hombre que, arrobado, la mira:

Michael: Good evening,

Michael O’Hara, porque pasea a pie, debe levantar la cabeza para contemplar a la mujer que resplandece en un nivel superior, en el interior del alto y elegante coche de caballos.

Y es así como el personaje, que es a la vez el narrador y el cineasta, se nos presenta como alguien prendado por una mujer bellísima en una escenografía a la vez onírica y romántica que está decididamente bañada en el aroma del amor cortés.

Y sin embargo a la vez, en un contraste cuyo diapasón no es extraño al cine negro, se nos advierte, desde el primer momento, que ella podría ser una mujer fraudulenta.

Michael: says I, thinking myself a very gay dog, indeed.

Michael: Here was a beautiful girl all by herself, and me with plenty of time. Nothing to do but get myself into trouble.

Lo que no evita, desde luego, que, en lo que sigue, como es lo propio del amor cortés, esa mujer de cabellos plateados como la misma luna quede constituida en el objeto de adoración al que el caballero rinde homenaje devoto.


Michael: Some people can smell danger. Not me.

Y la dama, en un estilizado contrapicado, devuelve una mirada condescendiente a su admirador, a la vez que sus labios esbozan un casi imperceptible movimiento insinuante.

Michael: I

Michael: asked her if she’d have a cigarette.

Michael: It’s

Michael: my last, I’ve been looking forward to it. Don’t disappoint

Michael: me.

Es el amor cortés esencialmente platónico. En él las prendas poseen una función esencial, pues, como metonimias de los amantes, en su circulación simbolizan actos amorosos exclusivamente simbólicos.

Tal es el estatuto al que es promovido, en el comienzo del film, este último cigarrillo que el hombre -cuyo rostro nos es mostrado en un gran primer plano ligeramente picado, rodeado por la oscuridad de la noche y bañado por la luz que solo de ella parece proceder- ofrece a la mujer.

Sigue un primer plano frontal de ella,

Michael: me.

bañada en la luz lunar que, como les digo, sólo de ella misma puede proceder, como lo acredita la total ausencia de continuidad en la iluminación de estos tres últimos planos:

Pues, si atendemos al plano conjunto de ambos, resulta evidente que la luz, procedente del lado izquierdo, debería iluminar el rostro del hombre, en su gran primer plano, de manera semejantemente homogénea a como ilumina el rostro de ella y, en todo caso, con mayor intensidad su lado derecho. Lo que sucede, sin embargo, es todo lo contrario.

Buen momento para advertir que el cine de verdad no tiene casi nada que ver con los tópicos sobre el buen raccord en los que insisten los llamados manuales de lenguaje cinematográfico. Pues, como ya hemos anticipado, de lo que se trata aquí es de producir el efecto de que la luz que él recibe procede sólo de ella. Y así, imperceptiblemente, de introducir la metáfora que hace de esa mujer un ser tan fascinante como inquietantemente lunar.

Pues, por lo demás, la escena está construida a partir de la adopción del punto de vista de él: tanto en lo que se refiere a la escala como a la angulación, el plano de ella corresponde en lo esencial a la mirada del marinero, mientras que el plano de éste se aparta acentuadamente de lo que habría de verse desde la mirada de ella.


La hechicera y su juego de manos

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Es por eso desde su punto de vista desde el que asistimos a un insólito juego de manos por el que el cigarrillo que el hombre ha ofrecido como si fuera la más valiosa prenda de amor desaparece delante de sus propios ojos:

Michael: my last, I’ve been looking forward to it. Don’t disappoint

Michael: me.

Elsa: But I don’t smoke.

Ella, con una bella sonrisa, rechaza en un primer momento el cigarrillo que el hombre le ofrece, pero a la vez realiza un silencioso gesto insinuante.

De modo que él insiste con su más vehemente mirada. -Y también: con sus mejores dotes de seductor.

Tras una breve resistencia, ella acoge amorosamente el cigarrillo en su pañuelo,

y lo introduce en su bolso, apresándolo y, a la vez, haciéndolo desaparecer.

¿Qué ha pasado?

Retrocedamos:

En el comienzo del contraplano, ella mira todavía a los ojos del hombre.

Luego su mirada desciende hasta la cajetilla que éste le tiende

y, con lentitud, lleva su mano hasta ella.

En el instante en que coge el cigarrillo vuelve a mirar al hombre que -desde contracampo- se lo ofrece.

Mas este plano, aparentemente muy semejante al anterior de ella, contiene, con respecto a aquel, dos modificaciones notables que sólo resultan claramente perceptibles cuando ambos son observados en simultaneidad:

Por una parte, la cámara se encuentra ahora ligeramente más baja, devolviéndonos la imagen de la mujer en contrapicado.

Por otra, la mirada que ella dirige a los ojos del hombre ya no se desliza, como sucedía en el primero, por la derecha del eje de cámara, sino que se confunde totalmente con éste.

O dicho con otras palabras: en el momento en que acepta la oferta y coge el cigarrillo que el marinero le ofrece, mira directamente al objetivo de la cámara. Es decir: le mira y nos mira. Y es entonces cuando cuajan sus mejores dotes de hechicera.

Hasta ahora Orson Welles se había hecho presente en la escena como narrador, a través de esa voz que introduce la historia, y como actor, materializando su imagen en la pantalla.

Pero ahora se hace presente, también, como cineasta, localizado en esa cámara que recibe la mirada directa de la actriz.

De modo que las tres funciones por las que Welles se hace presente en la escena -como actor, como narrador y como cineasta- son explícitamente suscitadas, a la vez que se atraviesan en la mirada de la mujer y en el acto que la prolonga.

¿Cómo no relacionar todo ello con su naufragio y con el consiguiente desvanecimiento de su nombre de cineasta?

No sin extrañeza, el hombre baja la mirada siguiendo el movimiento de la mano de la mujer que ha aceptado el cigarrillo.

El plano que sigue, subjetivo del hombre, rompe entonces la serie, pues ya no nos muestra el rostro de la mujer, sino sus manos que, recortándose sobre el bolso negro que se halla en su regazo, envuelven cuidadosamente el cigarrillo en un pañuelo blanco para, un instante después, hacerlo desaparecer en el interior de su bolso.

De ese bolso que, parece obligado añadirlo, se encuentra justo sobre su cadera.

La sorpresa que acusa el rostro de él es la de quien se ve desconcertado por un truco de magia.

Ahora bien, frente a esa maga, frente a esa mujer fascinante que es también una estrella, ¿dónde acaba el personaje y donde comienza el cineasta? Ésta es una pregunta seguramente imprescindible en todo film, pero especialmente obligada en uno como éste, en el que el actor que interpreta al protagonista se confunde con el mismo cineasta.

Y conviene insistir en el hecho de que el acto mágico que acaba de suceder se ha desplegado todo él entre la mirada y la cadera de la mujer.

Allí, para pasmo del varón, se ha producido la desaparición de eso que él mismo ha designado como su último cigarrillo.

Anotemos también como el nuevo plano del rostro de ella, correspondiendo a idéntico encuadre, ha introducido de nuevo una diferencia notable: ahora ella ya no mira a cámara, sino que su mirada se desvía de nuevo lo justo del objetivo por la derecha, para evitar que golpee directamente al espectador.

De modo que el efecto de ese poder mágico ha estado en relación directa con el poder de la mirada de la estrella.


Toda la secuencia es insulsa

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Fascinante escena, ¿verdad?

Y sin embargo…

¿Cabría objetar a eso el evidente desagrado con el que Welles habló siempre de ella?:

«En la vida, tiendo a olvidar lo peor de los malos momentos. Pero en tus propias películas, los malos momentos son inolvidables. Por ejemplo, la primera escena del parque: cuando pienso en ella, me estremezco. Toda la secuencia es insulsa.»

Porque nos resulta imposible aceptar las palabras condenatorias del cineasta hacia esta escena que nos parece una excelente obertura, trataremos de demostrar, en lo que sigue, que un desgarro esencial le impide a Welles aceptar -y reconciliarse- con lo que en ella sucede.

Se darán cuenta, por el camino, de que tenía buenos motivos para insistir tanto el otro día en la distancia que había que tomar con respecto a las declaraciones de los artistas y en la necesidad de dar todo su protagonismo al texto mismo.

Ahora bien, no digo con esto que no haya que tener en cuenta esas declaraciones. Todo lo contrario: pues si tomamos la distancia necesaria, y si damos su justo protagonismo a la letra del texto, entonces esas declaraciones pueden resultar en extremo reveladoras.

Pues, como van a tener ustedes ocasión de constatar, la propiedad más notable de las palabras de los hombres -Freud insistió en ello más de una vez- estriba en que, aun cuando mienten, acaban siempre, leídas atentamente, por confesar la verdad que pretenden ocultar.

Desde luego, la escena que acabamos de contemplar es una obertura excelente. Y las palabras de Welles sobre ella son, pienso, absolutamente reveladoras. Pero, eso sí, si no nos dejamos seducir por su sentido tutor, es decir, si las leemos al pie de la letra.

Lo que obliga a prestar atención a las patentes contradicciones que las atraviesan:

«En la vida, tiendo a olvidar lo peor de los malos momentos. Pero en tus propias películas, los malos momentos son inolvidables. Por ejemplo, la primera escena del parque: cuando pienso en ella, me estremezco. Toda la secuencia es insulsa.»

¿Cómo no anotar, en primer lugar, el extremado énfasis de ese rechazo –lo peor de los malos momentos-, y, sobre todo, las intensas marcas emocionales que lo acompañan? Welles nos habla de un estremecimiento que todavía sigue vivo -pues es descrito en presente-, y que es asociado al carácter inolvidable del momento. Tan inolvidable que, no hay duda de ello, el estremecimiento sigue produciéndose en el presente de décadas más tarde, cuando hace estas declaraciones. Como, añadámoslo, se produce -ese estremecimiento– en el presente del espectador que visiona la película.

Todo ello contradice el juicio final de la secuencia como insulsa. Pues me reconocerán ustedes que lo insulso no deja una memoria imborrable, carece de la fuerza necesaria para producir y mantener vivo un estremecimiento.

De modo que si el estremecimiento persiste incluso tantos años después, eso evidencia que nada de insulso hay en ello.

Ahora bien, ¿cuál es el ámbito de ese momento peor de entre los más malos? ¿Se limita al aparentemente designado, es decir, al del trabajo del director cinematográfico?

Pero, ¿cómo podría hacerlo si ese ámbito es, precisamente, el negado en los títulos de crédito del film?

Todo parece indicar que alcanza al más amplio del conjunto de la experiencia humana del cineasta.


La elección de la novela If I Die Before I Wake

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Welles difundió siempre la idea de que sólo el azar había determinado la elección de la novela Si muero antes de despertar, de Sherwood King, como el material de partida del film. Así, por ejemplo, en la versión que ofreció a Peter Bogdanovich:

«Estaba trabajando en La vuelta al mundo en 80 días. Estábamos en Boston el día del estreno y no podíamos sacar el vestuario de la estación porque debíamos 50.000 dólares y nuestro productor, el sr. Todd, se había arruinado. Sin ese dinero no podíamos estrenar. Llamé a Harry Cohn y le dije: “Tengo una gran historia. Si me envías 50.000 dólares por telegrama antes de una hora, firmaré un contrato para hacerla.” “¿Qué historia?”, preguntó Cohn, Yo llamaba desde una cabina. Al lado había un quiosco con libros y le di el título de uno. “Lady from Shangai”, dije. “Compra la novela y yo haré la película”. Una hora más tarde teníamos el dinero.»

Sin embargo, sabemos por William Castle, quien figura en los créditos del film como uno de sus productores asociados, que Welles se mostró muy interesado por la novela desde el primer momento:

«Castle ha contado que había escrito un tratamiento de diez páginas a partir de la novela de King y que se lo había enviado a Cohn, en cuya ausencia el responsable del departamento de guiones de la Columbia lo rechazó. Castle envió el texto, entonces, a Welles, que le respondió que la historia le interesaba mucho y le invitaba a escribirla conjuntamente. Pero poco después Castle tuvo conocimiento de que Cohn había contratado a Welles para escribir, dirigir e interpretar la película.»

Hay motivos sobrados para inclinarse a favor de la versión suministrada por Castle.

Y no es el menor de ellos el que Welles, cuando años más tarde se refiere a ella, olvida su título original –If I Die Before I Wake– para adjudicarle el que él mismo decidió dar a su película:

«Al lado había un quiosco con libros y le di el título de uno. Lady from Shanghai, dije. “Compra la novela y yo haré la película”. Una hora más tarde teníamos el dinero.»

Pero lo que resulta realmente decisivo es constatar cómo la temática de la novela de Sherwood King se alinea con otros proyectos del cineasta en ese mismo periodo.

Pues inmediatamente antes de realizar The Lady from Shanghai, Welles había intentado sin éxito convencer a Larry Cohn de que le permitiera realizar una Carmen de Merimée que habría de interpretar Paulette Godard.

Luego, nada más terminar Lady from Shanghai, realizó, durante el mismo 1947, una versión cinematográfica de Macbeth.

Y entre sus planes más inmediatos que ya no podría consumar, se encontraba viajar a Europa para dirigir, bajo la producción de Alexander Korda, una adaptación de la Salomé de Oscar Wilde.

Y si piensan que Macbeth desentona en esta serie es que no la han visto ni leído, pues quien lo ha hecho no puede olvidar que el carácter más poderoso de esa asombrosa tragedia no es otro que el de Lady Macbeth.

No hay duda de que la fascinante y letal mujer fatal de The Lady from Shanghai, puede por derecho propio ocupar un lugar en la serie constituida por Carmen, Lady Macbeth y Salomé;

Lo que confirma plenamente la afirmación de Castle sobre el gran interés de Welles en la novela cuyo título luego preferiría olvidar con tanta facilidad, a la vez que insistiría en hablar de ella con el mayor desprecio.

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