9. Aporías de la deconstrucción: Judith Butler y el género

 

 

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 14/11/2014 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

 

 

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Judith Butler: anatema en lugar de argumentación

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Como alguno de ustedes ha abierto la discusión sobre la autodenominada teoría Queer y su más reconocida representante, la señora Judith Butler, y como me ha dado la impresión que el resto seguían el debate con interés -pero díganme si me equivoco- acepto el envite por la vía que corresponde a este seminario, que no es otra que la del análisis textual.

 

¿Qué mejor, entonces, que abrir el libro más famoso de la autora por su comienzo, máxime cuando éste cobra la forma de un largo y meditado Prefacio escrito nueve años más tarde de su publicación original?

 

«mi atención se centraba en criticar un supuesto heterosexual dominante en la teoría literaria feminista. (…) rebatir los planteamientos que presuponían los límites y la corrección del género, y que limitaban su significado a las concepciones generalmente aceptadas de masculinidad y feminidad. Consideraba y sigo considerando que toda teoría feminista que limite el significado del género en las presuposiciones de su propia práctica dicta normas de género excluyentes en el seno del feminismo, que con frecuencia tienen consecuencias homofóbicas. Me parecía -y me sigue pareciendo- que el feminismo debía intentar no idealizar ciertas expresiones de género que al mismo tiempo originan nuevas formas de jerarquía y exclusión (…) El objetivo no era recomendar una nueva forma de vida con género que más tarde sirviese de modelo a los lectores del texto, sino más bien abrir las posibilidades para el género sin precisar qué tipos de posibilidades debían realizarse. Uno podría preguntarse de qué sirve finalmente abrir las posibilidades, pero nadie que sepa lo que significa vivir en el mundo social y lo que es “imposible”, ilegible, irrealizable, irreal e ilegítimo planteará esa pregunta.»

 

[Judith Butler: 1990 EI género en disputa, Prefacio (1999), p. 8]

 

 

Y bien, ¿Qué les parece?

 

Suena bien… lleno en principio de buenas intenciones -especialmente, claro está, para aquellos que consideren el supuesto heterosexual como sospechoso y sobre todo para aquellos que acepten ligarlo de manera automática y mecánica con la homofobia.

 

Pero es ésta una ligazón, permítanme que les llame la atención sobre ello, insostenible per se, dado que es sabido que ese supuesto y esas concepciones generalmente aceptadas, al menos desde Freud -pero esta es una idea que comparten la mayor parte de esas feministas a las que Butler critica- diferencian sexo biológico de sexo psíquico y defienden el respeto a aquellos que, poseyendo un sexo biológico determinado, manifiestan una identidad sexual no coincidente con él.

 

Butler puede considerar que esa es una conceptualización errónea, pero es del todo improcedente que acuse de homofóbicos a tales planteamientos.

 

 

Y les invito sobre todo a que presten atención a la operación discursiva que en ello se pone ya en funcionamiento, porque es una que recorre el libro de Butler de principio a fin: en vez de argumentar teóricamente lo que considera erróneo en ese enfoque, lo anatematiza desde un punto de vista ideológico.

 

De modo que ella se arroga el derecho a hablar en nombre de las víctimas de la homofobia, y desde esa posición política estigmatiza de homófobos a todos los que no comparten sus planteamientos teóricos.

 

Supongo que se darán cuenta de que se manifiesta en ello un buen ejemplo de los peligros que acompañan a esa impostura sobre la que ya les he advertido: la de proclamarse, simultáneamente, héroe y analista.

 

 


La noción de género y su supresión

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Pero no es aquí donde quiero centrarme, sino en el modo en que el párrafo citado aparece ya la idea central del discurso de Judith Butler -y observen que les digo el discurso, no la teoría, porque como ya he comenzado a mostrarles, hay, en ello, muy poca teoría y demasiada ideología:

 

«abrir las posibilidades para el género sin precisar qué tipos de posibilidades debían realizarse.»

 

 

Como les decía, suena bien… pero no resiste el examen vía reducción al absurdo. Porque si no se precisan qué tipos de posibilidades de género se reconocen, no se abren las posibilidades para el género, sino que, sencillamente, se suprime la noción misma de género.

 

Pues la noción de género, en cualquier campo en que se use -ya sea en botánica o en biología, en lingüística o en sociología-, supone un patrón de rasgos identificadores que permiten agrupar a determinados individuos de una especie -ya se trate de plantas, animales, palabras o personas- por oposición a otros patrones dentro de un sistema de géneros que puede ser binario o no, pero que es necesariamente no solo finito, sino limitado.

 

Si decimos que son posibles todos los géneros que queramos puede parecer que estamos dando una libertad absoluta, pero lo único que hacemos es vaciar de todo contenido a la noción misma de género.

 

En suma: supone renunciar a ella como herramienta conceptual.

 

Tomen distancia y pregúntense: ¿qué sería de la botánica si suprimiéramos la noción de género? Pues, sencillamente, que acabaríamos con ella.

 

Quizás alguno de ustedes me diga indignado: ¡pero los seres humanos no somos plantas!

 

Desde luego, los seres humanos no somos plantas: pero eso no evita que, para pensarnos a nosotros misos, necesitemos, igualmente, de categorías.

 

Y suprimir los géneros -o lo que es lo mismo: abrir las puertas a todo tipo de géneros- es lo mismo que quedarse sin categorías para pensar las formas y los procesos humanos.

 

Desde luego: los seres humanos no somos plantas. Pero eso no excluye que, para pensarnos, sean necesarias las categorías, sencillamente porque en ausencia de categorías ya no hay pensamiento. Por más que el narcisismo de cada cual tienda a vivir como una humillación el ser considerado como miembro de una determinada categoría.

 

Más que nadie, los adolescentes. Y, sin embargo, paradójicamente, nadie más que ellos buscan ser reconocidos como miembros de una tribu capaz de conferirles identidad.

 

Si elevan esa reclamación narcisista al estatuto de presupuesto que deba regir las ciencias humanas -llámenlas estudios culturales, si ustedes quieren- lo único que lograrán es hacerlas imposibles. Y, por tanto, acabar con ellas.

 


El símil del código: código / real

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Permítanme un símil que les ayudará a aclarar la cuestión.

 

Mucha gente -y desde luego también Butler- tiende a considerar la noción misma de código como restrictiva, incluso como opresora.

 

Y es que todo código debe ser aprendido y, para que la comunicación con él funcione, debe ser respetado.

 

Lo que no quiere decir que eso excluya absolutamente su modificación: bien por el contrario, puede dar cabida a pequeñas modificaciones que lo enriquezcan y lo sutilicen, pero deben ser necesariamente pequeñas cada vez, para que puedan ser reconocidas en su novedad y encuentren su valor en su interacción con el conjunto estructurado del resto de los elementos del código.

 

Pero lo que es estrictamente inviable es abrir las puertas a que cada cual invente sus palabras, sencillamente porque entonces ya no habría código ni comunicación posible.

 

Un código de elementos infinitos -como un sistema de géneros que cuente con géneros infinitos- es sencillamente un no código, un no sistema de géneros, pues nadie podría aprenderlo ni hablarlo, de modo que nadie podría comunicarse con él.

 


Butler no sabe nada de lo real: antinaturalidad

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Vean, por esta vía, a donde llegamos: a ningún otro sitio que a lo real.

 

Pues solo lo real es tendencialmente infinito: en lo real se da de todo, todo está siempre en permanente modificación, todo es siempre diferente e irrepetible. Y, precisamente por eso, en lo real nada tiene sentido.

 

Pero el problema es que Butler no sabe nada de lo real, como lo confirma el párrafo final de su libro:

 

«Las configuraciones culturales del sexo y el género podrían entonces multiplicarse o, más bien, su multiplicación actual podría estructurarse dentro de los discursos que determinan la vida cultural inteligible, derrocando el propio binarismo del sexo y revelando su antinaturalidad fundamental. ¿Qué otras estrategias locales que comprometan lo “no natural” podrían conducir a la desnaturalización del género como tal?»

 

[Judith Butler: 1990, EI género en disputa, Prefacio (1999), p. 288]

 

 

La afirmación -que se formula como una condena- de que el binarismo del sexo -es decir: la suposición de que existen dos sexos- sería de una antinaturalidad fundamental, supone, como presupuesto que pueda darle sentido, la idea de la existencia de lo natural y es más, de lo fundamentalmente natural.

 

Ahora bien, ¿en qué consistiría eso?

 

 

La cosa más notable es que Butler, cuando quiere criticar algo, recurre siempre a la misma argumentación: que eso que critica ha sido socialmente construido y luego, por la vía de su naturalización, dado como natural e inevitable, lo que encubriría su carácter no natural sino cultural.

 

Por lo demás, lo natural es el concepto que nunca se define en el discurso de Butler. Pueden comprobar que ni siquiera aparece en el índice analítico que cierra el libro.

 

Notable falta de rigor porque si se recurre constantemente al concepto de naturalización y se acusa a la postulación de la existencia de dos sexos de una antinaturalidad fundamental, resultaría obligada una definición precisa del concepto de naturaleza.

 

Y miren, no hay manera más rápida de comprender la estructura de un discurso que localizar sus puntos ciegos fundamentales: esos puntos que nunca son definidos y sin embargo en torno a los cuales todo pivota.

 

Pero lo más llamativo de todo es el uso del adjetivo fundamental.

 

Pues de tal uso se deduce que las identidades de sexo que del binarismo del sexo se deducen -la masculina y la femenina- serían más antinaturales que cualesquiera otras.

 

Lo que obliga a deducir que cualquier otro tipo de sexo o de género sería menos antinatural y, por tanto, más natural: con lo que Butler incurre exactamente en lo mismo que critica.

 

Lo sorprendente es que no se dé cuenta de que está haciendo ella misma eso que critica continuamente en los otros: acusar a lo que no le gusta de ser antinatural, pues tal es el motivo que ella misma reconoce constantemente en los procesos que denuncia de naturalización de las normas: convertir en naturales ciertas normas culturales tendría por objetivo precisamente eso: acusar a lo que queda fuera de ellas de antinatural y, por esa vía, calificarlo de monstruoso.

 

El caso es que ese es, precisamente, el punto al que, sin darse cuenta de ello, termina por llegar ella misma.

 

Y es que, como les vengo diciendo con Freud, los seres humanos son incapaces de ocultar nada.

 

Y así, Butler cierra su libro confesando que a ella lo masculino y lo femenino le parece monstruoso.

 


Naturaleza / cultura

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¿Qué sería lo natural?

 

Es evidente que Butler no lo sabe, pero porque no lo sabe, debería renunciar a acusar a algo de antinatural.

 

¿Qué sería lo natural? ¿Lo propio de la naturaleza?

 

¿Y qué sería la naturaleza?

 

Ya saben cómo la define la antropología: por oposición a lo cultural.

 

Y es que, por más que le moleste a Judith Butler, todo eje semántico se estructura en términos binarios: la oposición, el contraste entre los opuestos, es la infraestructura misma del lenguaje tanto como de la inteligencia humana que éste hace posible.

 

De modo que Naturaleza y Cultura son dos conceptos que se recortan mutuamente, es decir, que se definen por oposición.

 

Pero ya les he señalado en otras ocasiones la objeción que le encuentro al término naturaleza: lleva implícitos presupuestos muy discutibles de una racionalidad y bondad natural, de modo que calificar de natural algo significa postularlo como bueno o mejor por oposición a lo cultural que aparece entonces como peor, malo y artificial.

 

Por eso les invito a trabajar con esta otra oposición: la cultura vs lo real.

 


Los datos de la biología

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Y bien, ¿cómo se sitúan los datos de la biología con respecto a ella?

 

La biología es una ciencia, es decir, un aparato conceptual, discursivo, que explora lo real.

 

Y lo hace fabricando, artificialmente, esas herramientas que son los conceptos.

 

Así, por ejemplo, los conceptos de gen o cromosoma: son, sin duda, conceptos construidos, como todos los demás, mas no por ello dejan de ser útiles para operar sobre lo real.

 

Y así sucede, también, con los de pene y vagina, rasgos mayores de la definición de esos otros conceptos biológicos que son los de hombre y mujer.

 

De ellos, del pene y la vagina, la biología postula que están relacionados tanto con la reproducción de nuestra especie como con la obtención de ciertas experiencias más o menos placenteras.

 

¿Quiere esto decir que todo ser de nuestra especie tiene una cosa u otra?

 

Desde luego que no.

 

Hay seres de nuestra especie que tienen las dos o ninguna de ellas o todo tipo de variantes intermedias entre una y otra.

 

Y eso es, como les decía hace un momento, lo propio de lo real: que en lo real se da de todo, y por tanto también todos los casos intermedios, y ese es el motivo por el que lo real siempre se escapa, de una manera u otra, a las categorías con las que tratamos de aprehenderlo.

 

Lo que afecta, igualmente, a la categoría misma de especie humana.

 

En el eje semántico de lo vivo, la humano se define por oposición a lo animal, pero los límites son siempre difusos pues, como les digo, en lo real se da de todo.

 

Y bien, ese es el territorio de lo percibido como monstruoso: percibimos como monstruoso todo lo que amenaza el orden de nuestras categorías, y por tanto también todos esos individuos reales que se encuentran entre lo humano y lo animal, o entre el sexo biológico masculino y el femenino.

 

Dense cuenta que no estoy haciendo un juicio moral, sino tan solo constatando el hecho de que eso es percibido así, como monstruoso, y si lo percibimos como monstruoso es precisamente porque -permitanme la paradoja- no logramos percibirlo en tanto que escapa a nuestras categorías perceptivas.

 

 

Pero ahora atendamos a la otra cara de la cuestión -esa que Butler olvida con tanta facilidad-: que en lo real se da de todo y que los conceptos de la biología sean conceptos, categorías culturalmente producidas -como la ciencia misma en su conjunto- no quiere decir que no sean útiles y eficaces.

 

Permiten no solo clasificar y así comprender determinadas conductas humanas, sino también realizar intervenciones curativas sobre el cuerpo. Así por ejemplo, en las últimas décadas han permitido disminuir de manera extraordinaria la mortalidad en el parto.

 

Y tan útiles como estas categorías biológicas -y por eso construidas, no naturales- son las categorías psíquicas -igualmente construidas- de posición masculina y posición femenina o, si prefieren, deseo masculino y femenino. O si prefieren todavía, aunque no me parece una buena elección lexical, género masculino y femenino.

 

Precisamente por ello pienso que es un retroceso intelectual negar la autonomía de ambos planos -el biológico y el psíquico- e identificar el sexo -biológico- con el género, es decir, con la declinación del deseo, como hace, con más desenvoltura que argumentación, Judith Butler.

 

«De hecho se demostrará que el sexo, por definición, siempre ha sido género.»

 

[Judith Butler: 1990, EI género en disputa, p. 57]

 

 


Lo real y la angustia

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A lo que hay que añadir, para que se haga perceptible lo que está en juego en el fondo del debate: nada produce tanta angustia en el ser humano como chocar con esa diferencia y esa variabilidad infinita propia de lo real.

 

Por eso lo monstruoso nos aterra.

 

De hecho, como Freud estableció -ya les dije que esa era la idea central de su teoría de la percepción-, la percepción humana quiere, de lo real, percibir lo menos posible.

 

Lo que la percepción humana quiere es reconocer: reencontrar lo ya conocido.

 

Lo que, por otra parte, si volvemos al símil del código, tiene esta traducción en teoría de la comunicación: la significación es repetición, redundancia, negentropia.

 

Si esto les parece muy abstracto, intentaré traducírselo con un ejemplo bien concreto.

 

Después de un día agotador, mientras ustedes caminan bajo el frío de una noche de invierno, quieren que, llegado el momento, su casa se encuentre a la vuelta de la esquina.

 

¿Qué es lo real?

 

La posibilidad de que den la vuelta a la esquina y su casa ya no esté ahí.

 

Eso, ¿sucede poco?

 

Depende.

 

Más en los países que tienen terremotos o maremotos con frecuencia.

 

Más todavía en aquellos que están en guerra.

 

Pero incluso también en algunos donde alguien ha podido descuidar el mantenimiento del sistema de canalización del gas.

 

Y con esto que les digo no me alejo nada de la temática psicoanalítica.

 

Piensen en el caso de ese psicótico que, enfrentado a su casa, es incapaz de reconocerla.

 

Dirán ustedes que porque su delirio se lo impide, y sin duda puede ser así. Pero no si está en la fase del brote, pues en ésta puede que la esté viendo con más intensidad que nunca, puede que se esté abismando en esa rugosidad real de su materia que antes no había querido nunca observar y que, al verla por primera vez, no logre reconocerla.

 

Porque lo real del cuerpo está ahí, la noción de género es útil no solo para la medicina, sino también para el equilibrio psíquico de los individuos humanos. Y no porque sea una noción esencialista, universal o metafísica, sino porque nombra una producción cultural de primer valor para ellos: la vía estructurante de la textualización de su cuerpo.

 

Les hablaba de eso el otro día.

 

Les hablaba de la angustia con la que en ciertos momentos de su vida que quizás incluso ya hayan olvidado observaron sus cuerpos desnudos en el espejo, aterrados ante su irreductible singularidad.

 

Ya saben, algo del tipo de lo que está en el punto de partida en La metamorfosis.

 

Les llamé la atención sobre la satisfacción creciente con la que, con el tiempo, empezaron a reconocer ante el espejo cierto personaje dotado de una identidad de género en el que podían acomodarse con mayor o menor dificultad.

 


El lenguaje es performativo

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Judith Butler cree que ha descubierto algo cuando afirma el carácter performativo del género, pero en el fondo su idea es muy ingenua, pues no se da cuenta que toda palabra, todo acto de lenguaje, incluso el lenguaje mismo es performativo.

 

A lo que habría que añadir que ese es el presupuesto mayor -y netamente materialista, dicho sea de paso- de nuestra mitología, por más que Butler la menosprecie por falogocéntrica -pardiez que palabra tan fea-: el Génesis es precisamente eso; un mito que afirma el poder performativo del lenguaje: ya saben, en el principio fue la palabra, y la palabra dijo y, al decir, quedó separado el cielo de la tierra.

 

O en otros términos: eso que los deconstructivos llaman despectivamente logocentrismo es precisamente la conciencia del poder performativo del lenguaje.

 

Si el lenguaje es performativo es porque se enfrenta a eso otro que Butler ignora -dado que se permite establecer grados de antinaturalidad-: lo real.

 

Si frente al lenguaje se encontrara lo natural, no haría falta performatividad alguna: el lenguaje se adaptaría al orden de lo natural, sería su directa emergencia como, por lo demás, tiende a pensar el empirismo.

 


Deconstrucción y pasión por el poder

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Tal es por cierto, aunque no tenga clara conciencia de ello, lo que Butler pretende: impugna -dice deconstruir– buena parte de las categorías construidas para pensar lo humano y lo hace siempre apelando a los mismos criterios -lo que, a mí al menos, me resulta un tanto cansino-: todas ellas serían categorías construidas, naturalizadas, normativas, opresivas

 

Y por cierto que lo hace con una notable ingenuidad.

 

Vean un ejemplo:

 

«la coherencia y la continuidad de la persona no son rasgos lógicos o analíticos de la calidad de persona sino, más bien, normas de inteligibilidad socialmente instauradas y mantenidas.»

 

[Judith Butler: 1990, EI género en disputa, Prefacio (1999), p. 71]

 

Como ven, opone los rasgos lógicos o analíticos a las normas de inteligibilidad socialmente instauradas y mantenidas.

 

Y así olvida algo tan obvio como que las operaciones lógicas y analíticas son, precisamente, construcciones socialmente instauradas y mantenidas cuyo funcionamiento normativo es el presupuesto mismo de todo discurso racional.

 

¿O es que piensa Butler que la lógica y el análisis no nacieron en un momento histórico-social dado -la Grecia clásica, dicho sea de paso-, sino que serían cosas naturales?

 

¿Preexistencias metafísicas?

 

 

Pero más allá de esto -que no deja de manifestar su escasa cultura filosófica-, lo realmente notable es que su discurso se agota en el movimiento de deconstrucción, pues a lo largo de todo su libro no propone ni una solo categoría alternativa. No propone teoría explicativa alguna, sino que todo su texto está volcado a deconstruir los conceptos y las teorías explicativas existentes.

 

No sólo el género, sino también el sexo, las nociones de hombre, mujer y persona… y un largo etcétera.

 

Claro está que no lo hace en nombre de la ciencia, sino en el de la política.

 

Es decir: el suyo es un discurso que se declara abiertamente político y que es por eso netamente ideológico; es decir: uno que en aras de un ideal político de liberación -que en mi opinión es netamente imaginario, pero eso no hace ahora al caso- rechaza todas las categorías por construidas.

 

Por eso es un discurso -como el leninista, que es una de sus más evidentes matrices de fondo- obsesionado por el poder -si lo dudan, no tienen más que cuantificar las apariciones de la palabra poder en el libro.

 

Y por cierto que también como en el discurso leninista el poder comparece como un término neutro, pues está regido por otro término que es, él sí, el término mayor de su discurso: el término subversión -que jamás es definido y que opera como un término mágico-: es bueno todo lo subersivo y malo todo lo que se opone a la subversión.

 

La pregunta obvia es: ¿habrá que subvertir también la subversión?

 

¿No es el de subversión un concepto histórico, social, etc., etc.?

 

Y sobre todo: ¿habrá que subvertir también los derechos humanos?

 

¿No? Pero si el concepto de ser humano es un concepto construido…

 

 


Ideología contra razonamiento

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Volvamos a nuestro punto de partida der hoy.

 

«mi atención se centraba en criticar un supuesto heterosexual dominante en la teoría literaria feminista. (…) rebatir los planteamientos que presuponían los límites y la corrección del género, y que limitaban su significado a las concepciones generalmente aceptadas de masculinidad y feminidad. Consideraba y sigo considerando que toda teoría feminista que limite el significado del género en las presuposiciones de su propia práctica dicta normas de género excluyentes en el seno del feminismo, que con frecuencia tienen consecuencias homofóbicas. Me parecía -y me sigue pareciendo- que el feminismo debía intentar no idealizar ciertas expresiones de género que al mismo tiempo originan nuevas formas de jerarquía y exclusión (…) El objetivo no era recomendar una nueva forma de vida con género que más tarde sirviese de modelo a los lectores del texto, sino más bien abrir las posibilidades para el género sin precisar qué tipos de posibilidades debían realizarse. Uno podría preguntarse de qué sirve finalmente abrir las posibilidades, pero nadie que sepa lo que significa vivir en el mundo social y lo que es “imposible”, ilegible, irrealizable, irreal e ilegítimo planteará esa pregunta.»

 

[Judith Butler: 1990, EI género en disputa, Prefacio (1999), p. 8]

 

 

Si releen atentamente esta cita se darán cuenta de que la propia Butler ha debido intuir lo objetable de su punto de partida: Uno podría preguntarse de qué sirve finalmente abrir las posibilidades…

 

Pero lo realmente notable es que ella, en vez de responder a esa posible objeción, la suprime por una llamada de índole emocional, mitad política y mitad moral: nadie que sepa lo que significa vivir en el mundo social y lo que es imposible, ilegible, irrealizable, irreal e ilegítimo planteará esa pregunta.

 

Les llamo la atención de nuevo sobre la impostura que acompaña a la pretensión de ser, a la vez, el héroe y el poeta, el teórico y el político comprometido.

 

Como ven, la afirmación de una posición política cierra el paso a la justificación teórica necesaria.

 

En suma: tiene lugar un explícito desplazamiento de la teoría a la ideología.

 

Me dirán ustedes que en todo discurso hay ideología. Desde luego que sí: y eso, en general, no es malo. Pero, en el campo de la teoría, conviene que haya la menos posible.

 

De hecho, llamamos ciencia a los discursos dotados de procedimientos de objetivación discursiva que permitan controlar al máximo la presencia de presupuestos ideológicos.

 

Y, por eso mismo, lo que la ciencia no puede aceptar en su interior son discursos que opten por fundamentarse en presupuestos ideológicos.

 

Si nos ocupamos de los géneros sexuales, una reflexión teórica debe pasar necesariamente por proponer una u otra definición de la noción de género y analizar el funcionamiento de uno o más sistemas de géneros.

 

Tarea que, por supuesto, siempre ha practicado la antropología: piensen, por ejemplo, en los célebres estudios de Margaret Mead en Samoa o en Las estructuras fundamentales del parentesco de Lévi-Strauss.

 

Pero no hay teoría en la disolución de la noción de género que realiza Butler: en ello solo hay rechazo ideológico, en ausencia de proposición de toda teoría alternativa.

 

Les voy a dar otro ejemplo de ese funcionamiento ideológico de su discurso, que se produce de inmediato en el Prefacio que nos ocupa:

 

«El texto también pretendía destruir todos los intentos de elaborar un discurso de verdad para deslegitimar las prácticas de género y sexuales minoritarias.

«Esto no significa que todas las prácticas minoritarias deban ser condenadas o celebradas, sino que debemos poder analizarlas antes de llegar a alguna conclusión. Lo que más me inquietaba eran las formas en que el pánico ante tales prácticas las hacía impensables. ¿Es la disolución de los binarios de género, por ejemplo, tan monstruosa o tan temible que por definición se afirme que es imposible, y heurísticamente quede descartada de cualquier intento por pensar el género?»

 

[Judith Butler: 1990 EI género en disputa, Prefacio (1999), p. 8-9]

 

¿Qué puede querer decir un discurso de verdad?

 

Ya sé que muchos de ustedes tienden a dar por buena la expresión, por eso de que la verdad, en la deconstrucción, está mal vista.

 

Pero antes de acomodarse en esa posición, ensayen también aquí el sano ejercicio de la reducción al absurdo: un discurso de verdad se opondría a un discurso de mentira.

 

Ahora bien, ¿qué sería eso?

 

De modo que aquí la palabra verdad sobra: entenderán el enunciado mejor si la quitan.

 

Pero no la quiten, porque está ahí para que comparezca como sospechosa.

 

Ahora bien, ¿no les parece un poco fuerte el verbo que abre la frase? –pretendía destruir todos los discursos…

 

Butler, en esto muy poco liberal, se manifiesta dispuesta no ya a discutir o rebatir ciertos discursos, sino a destruirlos, y más que eso: a destruir no solo esos discursos, sin incluso los intentos de elaborarlos.

 

¿No les parece que esto debería darnos un poco de miedo?

 

Claro está que excusa su violencia destructiva en la acusación que dirige a esos discursos de deslegitimar las prácticas de género y sexuales minoritarias.

 

El problema es, ¿quién establece los discursos que son deslegitimadores de esas prácticas y, por tanto, destruibles?

 

¿La señora Butler?

 

Y no olviden, porque lo han leído en la cita anterior, que el primer blanco de sus críticas no era algo así como el Opus Dei, sino las feministas a las que la señora Butler consideraba demasiado poco radicales.

 

Dice a continuación que Esto no significa que todas las prácticas minoritarias deban ser condenadas o celebradas, sino que debemos poder analizarlas antes de llegar a alguna conclusión.

 

Quizás esto les parezca un gesto más liberal -en todo caso no hay duda que a la autora se lo parece-, pero ciertamente no lo es: pues si dice que no todas las prácticas minoritarias deban ser condenadas o celebradas, dice también, implícitamente, que algunas sí deberán serlo condenadas o celebradas-, no directamente, desde luego, sino después del análisis que ella misma va a hacer.

 

En suma, que está decidida a hacer eso de lo que acusa a los otros pero de manera más radical: pues ella no se contenta con legitimar o deslegitimar, sino que está decidida a celebrar o condenar.

 

¿Condenar?

 

Me reconocerán ustedes que deslegitimar es algo menos fuerte que condenar.

 

Y basta con que lean un poco más para que vean lo primero que va a ser condenado: esos binarios de género cuya disolución le parece tan deseable.

 

Realmente es curioso -pero quizá fuera mejor decir inquietante- que ahora que estamos consiguiendo que el conjunto de los heterosexuales acepten respetar las conductas homosexuales, ciertos homosexuales radicales reclamen la disolución de los binarios de género con los que organizan su vida esos heterosexuales que les respetan.

 

Dicho esto, ¿qué les parece si volvemos a ese binario de género que es el del Edipo?

 

Aunque creo que me reconocerán ustedes que suena mucho mejor referirse a ello como la simbólica de la diferencia sexual.

 

 

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8. El origen de Martin y la reclamación de Debbie

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 07/11/2014 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

 

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Martin y Edipo

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Aaron: lt was Ethan who found you, squalling under a sage clump after your folks had been massacred.

 

Es muy poco lo que sabemos de Martin, pero sabemos, sobre todo, que es incierto su origen: que él, como Edipo, fue encontrado abandonado, llorando en el campo.

 

Y, en cierto modo, como un Edipo cristianizado, pues fue encontrado bajo una mata ardiente, dado que las llamas de la masacre, necesariamente, la rodeaban.

 

Fueron los indios -se nos confirmará más tarde- los que perpetraron la masacre. Lo real, pues, se encuentra en su origen. Y si los indios son lo real, la masacre confirma que el trauma es su sello.

 

Con respecto a ello, encontramos de nuevo ese doble papel de Ethan que ya anotamos el otro día a propósito de su relación con Debbie, sólo que esta vez en orden invertido.

 

El que ahora llega como mensajero de lo real fue en otro momento rescatador desde lo real.

 

 

Y por cierto que como confirmándolo, les diré lo que ahora no pueden todavía reconocer: que la que se encuentra ahora tras la figura de Ethan es la puerta principal de la casa.

 

Ethan: lt just happened to be me. No need to make more of it.

 

La traducción decía aquí: Una casualidad, créeme, no tiene la menor importancia.

 

Es una traducción correcta, pero que diluye la intensidad y la aspereza del original: eso ocurrió. Sucedió con la contundencia de lo real. Eso me tocó a mí. No hagas de ello otra cosa que lo que fue.

 

Les decía que Ethan es el mensajero de lo real: es pues de lo real de lo que habla a Martin.

 

Imposible no reconocer que este personaje enigmático que es Ethan se nos descubre odioso. Cargado de un odio opaco, macizo, por ahora inmotivado. Y por eso, desde luego, más odioso.

 

Ciertamente, más tarde, ese odio será motivado.

 

 

Sabremos que Ethan odia a los indios,

 

 

y compartiremos su emoción cuando le veamos ante la casa arrasada por ellos.

 

 

Pero si lo piensan bien se darán cuenta de que la motivación es escasa, sencillamente porque los indios no explican nada.

 

 

Son, como les insisto, la inscripción de lo real en el texto.

 

Por eso, lejos de explicar nada, localizan el lugar de lo inexplicable.

 

Y bien, esa condición de inexplicable de lo real es vivida por cada cual como algo injusto. Les repito: lo real es lo que se deduce del hecho de que el mundo no está hecho para nosotros, ni para responder a nuestras expectativas ni para satisfacer nuestros deseos.

 

El padre amoroso quisiera ocultarle al hijo lo que de dolorosamente real hay en el mundo. Pero si insiste en hacerlo le desarma. Queriendo protegerle le desprotege, pues no le ayuda a endurecer su yo para los embates que le aguardan.

 

El padre simbólico le obliga, en cambio, a tomar consciencia de su veinte por cierto de sangre india.

 

Se lo está diciendo ahora mismo a Martin: tú no eres ese yo-todo-placer que creías ser, sino el portador de un cuerpo real, indio, que marca la condición de tu soledad que se manifiesta en el hecho de que yo esté aquí,

 

 

interponiéndome entre tu madre y tú.

 

Como les digo, el padre amoroso no quiere que el hijo sufra, y por eso no duda muchas veces en cederle su lugar en la cama de la madre -no les digo que eso no deba hacerse alguna vez, lo que les digo es que hay un momento en que eso debe dejar de hacerse.

 

El padre simbólico, en cambio, sabe que el sufrimiento es inevitable y que por tanto debe ser anunciado.

 

Y no pierdan de vista el beneficio secundario de la posición del padre amoroso: al proteger al hijo de la angustia se protege a sí mismo de la angustia del hijo.

 

 

Por cierto: el quinqué acentúa esa separación entre los dos grupos, a la vez que metaforiza la posición de ese nuevo sujeto, separado, que está comenzando a ser Martin.

 

Martin: Thank you, Lucy.

 

Martin se resiste.

 

Quién te has creído que eres, le responde el gesto de Ethan.

 


 


Martin en el umbral: la represión y el deseo

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Impresionante elipsis. E impresionante encadenado.

 

La llegada de Ethan ha producido su efecto: Martin se encuentra ahora en el borde exterior de ese umbral expandido que es el porche, justo en la línea que traza el rayo de cálida luz amarilla que sale de la puerta de entrada abierta y que acaba donde él está sentado, pero sin que ese rayo le ilumine a él mismo más que muy parcialmente.

 

Martin mira hacia el interior: diríase que ese rayo de luz cálida guía su mirada. Y quizás la sustenta.

 

Y al igual que está en ese vértice entre el adentro y el afuera, está en el vértice de dos luces opuestas: cálida a la derecha, la de esa luz procedente del interior de la casa de la que acabo de hablarles, y fría, lunar, a la izquierda, del lado del exterior.

 

 

El padre simbólico es el padre de la ley, y la primera ley es la prohibición del incesto.

 

Pero la prohibición del incesto no es la prohibición del deseo, sino el nacimiento del deseo como deseo prohibido.

 

Pues la primera prohibición es freno a la pulsión. De modo que la ley funda y hace posible el deseo, en tanto vía humanizada de la pulsión.

 

 

Es difícil visualizarlo mejor: el sujeto, separado, y a la vez deseante, de un objeto del que carece y que, a la vez, le guía y le ilumna.

 

No piensen, en todo caso, que el padre simbólico no ame al hijo.

 

Al menos no es eso lo que está escrito en el film:

 


 

¿Lo ven?

 

Lo que el cadenado muestra es que Martin está en el corazón mismo de Ethan.

 

La diferencia fundamental entre el padre simbólico y el padre amoroso es que el primero es capaz de soportar la angustia del hijo.

 

 

Podemos también visualizar la situación así:

 

 

Y podemos recomponer así el origen de Martin: hubo un trauma, lo indio irrumpió dejando a Martin abandonado.

 

Fue entonces rescatado por Ethan, quien se lo entregó a Martha, la mujer a la que ama.

 


El fuera de la ley

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Martin: Good night, Aunt Martha.

Martha: Good night, Martin.

Martin: Uncle Aaron. Good night, Martin.

Martin: Good night, Uncle Ethan.

Ethan: Good night.

Martin: Come on, Ben.

Ben: Night, Ma. Night, Pa.

Ben: Uncle Ethan, will you tell us about the war?

Aaron: The war ended three years ago, boy.

Ben: It did? Then why didn’t you come home before now?

Martha: Ben, go on with Martin. March.

 

Se dan ustedes cuenta de que la pregunta de Ben ha tocado un lugar sensible: ¿Por qué no ha vuelto antes el tío Ethan?

 

Nunca se dirá, pero es fácil deducirlo. Ethan no ha entregado su espada, que por eso se encuentra ahora frente a él, sobre la chimenea. No hay duda de que fue uno de esos rebeldes que se negaron a rendirse y que, no aceptando la derrota, constituyeron las partidas de sudistas que prolongaron la guerra por su propia cuenta. No hay duda, igualmente, que de ahí proceden esas monedas nuevas que dentro de un momento entregará a Aarón.

 

De modo que es, o ha sido, un fuera de la ley. Un forajido. Por cierto, quizás hayan visto una espléndida reelaboración de este tema que hizo años más tarde Clint Eastwood y que se llamaba precisamente así: El fuera de la ley. Sin ser un remake, retomaba buena parte de los elementos y los personajes de esta historia, incluida una india muy parecida a Look.

 

Pero volvamos a The Searchers.

 

No hay duda de la decisión con la que esa mujer de carácter que es Martha cierra el asunto.

 

Martha: Ben, go on with Martin. March.

 

Y, en ese mismo movimiento, se alinea con Ethan.

 

 


La reclamación de Debbie

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Y bien, llega el momento de la reclamación de Debbie.

 

Ella también quiere un don que la nombre y le permita, en su caso, declinarse del lado de la feminidad.

 

Younger Debbie: Uncle Ethan, Lucy’s wearing the gold locket you gave her when she was a little girl.

 

Como ven, sabe que ha llegado su momento.

 

Quiere una medalla, un broche que la abroche como mujer.

 

En cierto modo piensa -y no sin razón- que fue la recepción de la medalla que Ethan dio a Lucy lo que hizo de ella una mujer.

 


El cuerpo, lo monstruoso y lo real

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Y les insisto en que hay fundamento para esa intuición de la niña: precisamente porque ese ser mujer al que me refiero que la niña reclama no es un dato real: como real, no hay más que un cuerpo singular, irrepetible y por eso mismo inhomologable.

 

Ese es el motivo de las angustias relativas al cuerpo que invaden en ciertos momentos -los de la pubertad- a los adolescentes.

 

Hay una amplia literatura que los describe en su extremosidad: va desde Frankenstein de Mary Shelley en literatura y James Whale en cine hasta El hombre elefante de David Lynch pasando por la Metamorfosis de Kafka.

 

Por supuesto, hay cuerpos que se alejan demasiado de los tipos biológicos y que, como tales, son percibidos como monstruosos. Aprovecho la ocasión para recordarles que en ello pueden reconocer bien lo propio de lo real: en lo real se da de todo, todas las variantes, todas las monstruosidades posibles. Piensen, por ejemplo, en el síndrome de Proteus de El hombre elefante -pues la película se inspiró en un caso real.

 

Pero sobre lo que trato de llamarles la atención ahora es sobre el otro lado de la cuestión: sobre el hecho de que todo ser humano, al chocar con lo real de su cuerpo, con su singularidad extrema que lo separa siempre inevitablemente de los cánones de su tiempo, tiende a percibirse como monstruoso. Y eso sucede con especial intensidad cuando choca con esas erupciones de la sexualidad que se manifiestan de manera tan sorpresiva en la pubertad.

 

Independientemente de que El hombre elefante sea un caso real, es en sí mismo notable la facilidad con la que ustedes se identifican con él. Y es posible escuchar su historia como la de alguien que nunca ha sido nombrado de otra manera que como monstruo por aquel que es su amo. Su humanización sólo comienza cuando el Dr. Merrick se hace cargo de él y comienza a reconocerle como tal, es decir, como un ser humano: lo que no puede pasar por otra vía que por la de la interpelación; propiamente, le interpela como ser humano.

 

Piensen ahora en La metamorfosis: la historia de ese joven que se despierta una mañana percibiéndose a sí mismo como un insecto gigante ¿no les parece que podría ser entendida como la psicosis que se desencadenaría en un sujeto carente del aparato simbólico que le permitiera reconocerse como ser humano? -pueden encontrar en mi web, en la sección de literatura, un análisis de la novela en este sentido. Lo Grotesco, lo Siniestro, la Psicosis (La metamorfosis, de Franz Kafka).

 

Pasen ahora a Frankenstein y lean el monólogo que, en la novela de Mary Shelley, dirige el monstruo a su creador; su queja es de una lucidez estremecedora y puede reducirse a esto: tú que me has creado te has negado a ser para mí el padre que necesito, el padre capaz de humanizarme. -También pueden encontrar material sobre el asunto en mi web, en un seminario dedicado a Shelley y Whale. El Monstruo y la Diosa (James Whale, Mary Shelley)

 

¿Que por qué ese estremecimiento llega con la pubertad y se extiende durante toda esa larga y conflictiva fase que es la de la adolescencia?

 

Si atendemos a su comienzo y a su fin comenzaremos a comprenderlo.

 

El comienzo, como les digo, coincide con el fin de la fase de latencia tal y como lo proclaman las erupciones del cuerpo sexuado: poluciones en los varones, menstruación en las mujeres.

 

El final viene dado por ese momento en que unos y otras logran construirse un personaje sexuado, de hombre o de mujer, tras una serie de conflictivos ensayos tanto ante el espejo real como ante ese otro espejo, más decisivo, que es la mirada de los otros.

 

Y bien, un buen día las poses, los vestidos y los peinados ensayados cuajan y uno comienza a acomodarse en ellos y a olvidarse de ellos: todo eso se convierte en una segunda piel, pero no deberíamos olvidar nunca que se trata de una segunda piel textual: la de la textualización de nuestra identidad sexuada.

 


Sexuación y angustia

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¿Por qué es tan difícil, tan conflictiva, incluso tan dramática esta textualización sexuada?

 

Precisamente porque debe incorporar algo que no estuvo presente en el yo narcisista del origen, ese yo-todo-placer que se obtuvo de la imago primordial y que era, precisamente, un Yo-todo, al que nada faltaba.

 

El nuevo yo necesario es ya un yo sexuado y ese yo sexuado es un yo no-todo, sino modelado por la diferencia que se obtiene de El o de Ella.

 

Traducido en mis esquemas, es necesario pasar de aquí:

 

 

a aquí:

 

 

Es decir, acusar, incorporar la diferencia sexual de la que, hasta ahora, nada se sabía.

 

Y de la que, dicho sea de paso, es tan fácil olvidarse cuando uno dice yo, porque, como les insisto una y otra vez, yo carece de género.

 

De pronto, la imago primordial se descubre hendida y aparece, fuera de ella, ese objeto prestigioso que es simultáneamente lo que ella desea y de lo que carece.

 

Sin duda, el niño y la niña se interrogan con respecto a ese objeto valioso, se preguntan si lo tienen o no lo tienen.

 

Cuando logran responderse, el niño respira aliviado y orgulloso constatando tenerlo, y la niña se siente decepcionada y humillada por no tenerlo.

 

Pero antes de eso hay, para el niño como para la niña, un común momento de angustia en el que se ven absorbidos, ambos, por esa hendidura que desbarata ese escudo soberbio que ha sido su yo-todo-placer.

 

Esa hendiduda les deja sin escudo y les confronta brutalmente con lo real de su cuerpo.

 

Pueden, sin duda, mirarse en el espejo: pero el espejo no da otra respuesta que la imagen de su cuerpo real, en cuanto tal, incomprensible. De manera que no encuentran en él nada que pueda responder verdaderamente.

 

Necesitan un vestido que les vista, pero ya no como un yo-todo, sino como un yo-hombre -un yo como él- o un yo mujer -un yo como ella.

 

De manera que la identidad sexual solo puede ser recibida como algo externo al cuerpo, como una suerte de injerto simbólico.

 

Como algo, en suma, recibido como una donación.

 

Y una advertencia temporal: para que la adolescencia sea atravesable, es necesario que esa donación simbólica haya sido recibida con anterioridad; concretamente: entre los 3 y los 6 años, es decir, en los tiempos del Edipo.

 

El asunto es que nada de eso se recuerda, precisamente porque la fase de latencia lo ha sumergido en la represión y el olvido. Pero que eso ha sucedido lo demuestra el hecho de que, cuando acaba la fase de latencia y estallan los volcanes de la pubertad, existe en el inconsciente un engrama de la sexuación que -aún con todas las dificultades propias de lo hostil de lo real- permite al individuo reconocerse, vivirse, como hombre o como mujer.

 

Precisamente eso, ya saben, que le falta a Justine.

 

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7. Tú no eres quien crees ser

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 07/11/2014 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

 

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Justine y el esterotipo

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«Estereotipia (stereotypy)

«1. f. (Psiquiatría/Psicol.) Repetición involuntaria de expresiones verbales, gestos y movimientos que ocurren en algunas enfermedades neurológicas y psiquiátricas.

«2. f. (Psiquiatría/Psicol.) Estereotipia psicomotriz: Actividad motriz, organizada, repetitiva, no propositiva, que se lleva a cabo exactamente de la misma forma en cada repetición; frecuente en el autismo.»

 

[www.dicciomed.eusal.es]

 

 

Ven el motivo por el que me resisto a utilizar la expresión estereotipo que alguno de ustedes me propone para caracterizar las posiciones simbólicas que estamos analizando.

 

En psiquiatría, la noción de estereotipia designa conductas repetitivas, mecánicas y, sobre todo, vacías de calidad expresiva.

 

En sociología, nombra percepciones esquemáticas y discriminadoras que se atribuyen a ciertos grupos.

 

Michael: I believe that I’m the luckiest man on Earth.

Michael: I love you.

Michael: That’s kind of it. That’s all I have.

Claire: Hello, everyone, we’re going to move to the living room

Claire: so that we can clear some tables.

Claire: Then the newlyweds will dance.

Claire: And then, at eleven thirty, the bride and groom will cut the cake in here.

 

 

 

 

No podemos decir que haya estereotipias en la conducta de Justine, desde luego, pero sí hay veces que su conducta y su gestualidad nos resulta estereotipada. Me refiero a casos como éste

 

 

o como este.

 

 

Nos da entonces la sensación de que Justine estuviera interpretando, poniendo en escena, un estereotipo: el estereotipo de la novia femenina y enamorada. Es decir, una imagen convencional que carece de auténtico arraigo en ella.

 

Cosa que se confirma tanto en el latente gesto burlón con el que participa en esa representación

 

 

-fíjense en sus ojos-, como en los momentos en los que sale de foco y se hace evidente el cansancio que supone para ella la representación de ese estereotipo:

 

Cuando su lado maníaco predomina

 

 

puede soportar el estereotipo que tan evidentemente se manifiesta aquí

 

 

por la vía de ese distanciamiento que le permite la burla.

 

Burla hacia el estereotipo mismo y hacia su novio que lo acepta como verdadero. Lo que se percibe bien aquí

 

 

tanto como se hace también perceptible el cansancio con el que ese estereotipo pesa en ella y que aflora netamente cuando queda fuera de foco:

 

 

Pero miren, el problema de Justine es precisamente que solo puede vivir esa posición, la de la novia el día de su boda, como un estereotipo:

 

Claire: It’s just that I thought you really wanted this.

Justine: But I do.

Claire: Michael has tried to get through to you all evening

Claire: to no avail.

Justine: That’s not true.

Justine: I smile and smile and smile…

Claire: You’re lying to all of us.

 

Se dan cuenta de hasta qué punto ella quisiera vivir como verdadero eso que solo logra vivir como un estereotipo.

 

Como ven, ese es el motivo que nos impide aceptar el uso del concepto de estereotipo aquí: si llamamos estereotipo a esa posición que ella quisiera ocupar sin poder hacerlo, nada comprenderíamos de su drama.

 

O en otros términos: esa posición, en sí misma, no es un estereotipo, pero ella, cuando intenta alcanzarla, colocarse en ella, solo puede vivirla como un estereotipo.

 

Ahora bien, resulta evidente que si esa posición no fuera otra cosa que un estereotipo, no habría drama.

 

O en otros términos: si hay estereotipo aquí

 

 

no lo hay aquí:

 

 

Por tanto, insisto: no es apropiado llamar estereotipo a la posición en la que se encuentran tanto Martha como Justine.

 

Y ello en la medida en que en ambos textos reconocemos la presencia de esa misma posición, que sin embargo sólo en uno de ellos se manifiesta como estereotipada.

 

 

Por eso les invito a caracterizar esa posición, la posición femenina tal y como la reconocemos en ambos textos, como una posición simbólica.

 

Insisto: el problema de Justine, su desastre subjetivo, se produce, precisamente, en la medida en que, aunque lo intenta, no puede vivir esa posición como verdadera, y solo logra ocuparla de manera estereotipada.

 


Martin, Ethan, Martha

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Desde el interior de la casa, a través del reencuadre-umbral de cierta puerta de la que sin duda sabemos que no es la principal, aunque sigamos sin saber dónde se localiza esa puerta principal, vemos a un joven que cabalga a lo indio, sin montura, que salta ágil del caballo y se detiene en ese mismo umbral.

 

Que algo tiene que ver con Ethan lo anota tanto el modo de su llegada

 

 

-ambos a caballo, procedentes del desierto exterior, asociados a lo indio-, como el encadenado,


 

que hace emanar la figura de Martin de la de Ethan en el plano anterior y con la que, por ello, se superpone durante unos instantes.

 

 

Difieren desde luego en su velocidad, que traduce tanto la diferencia de edad como el contraste entre la agilidad del más joven y la gravedad del más viejo.

 

 

Pero hay otra semejanza que debe ser igualmente suscitada:

 

 

Ambos detenidos no en el mismo pero sí en muy semejante lugar, con semejante contraluz que presenta a las dos figuras idénticamente negras, ambas detenidas en su respectivo umbral y apoyándose en él.

 

Incluso hay un equivalente palenque al fondo de cada uno de ellos.

 

Pero en posiciones inversas -tan inversas que podríamos incluso calificarlas de especulares-, pues si ella mira hacia afuera, él mira hacia dentro; si ella apoya su mano izquierda, él apoya la derecha.

 

Y bien, ¿no les parece que podríamos deducir de todo ello

 

 

tanto el común origen, la confusión inicial -esa confusión fundante del yo por la que el individuo encuentra su yo en la Imago Primordial-, como el comienzo mismo de la separación,

 

 

del corte, de la diferenciación?

 

 

Y hay también, en ese joven que llega cabalgando con total despreocupación, una palpable interrogación que podríamos verbalizar así: si ella mira en otra dirección, si ella desea, entonces

 

 

¿quién soy yo?

 


 

Y la pregunta, de inmediato, queda prendida en ese padre simbólico que se hace presente aquí por primera vez como quien está detrás de ella, a la vez que ella, con él, aparece del otro lado del espacio en el que ahora se encuentra Martin: la cocina, un territorio lleno de alimentos -frascos, ollas, pan…- separado de ese otro, el de la mesa de comer, donde se encuentra el grupo familiar.

 

De modo que a Martin le aguarda un lugar en esa mesa.

 

Younger Debbie: Marty,

 

Como ven, Ford sigue constelando la familia en dos agrupaciones latente pero netamente diferenciadas: a un lado Ethan, Martha y Debbie, al otro -del lado en el que ahora se encuentra Martin- Aaron, Lucy y Ben.

 

Y no es menos útil anotar esto otro: que Martin y Ethan se encuentran ahora en los dos polos opuestos, pues tal es, como les decía hace un momento, el arco que dibuja la interrogación de Martin por su identidad.

 

Younger Debbie: here’s Uncle Ethan.

 

¿Quién es tío Ethan?

 

Se dan cuenta que esta pregunta que ahora se hace Martin es la otra cara de su pregunta esencial -¿quién soy yo?

 

 

De modo que las dos interrogaciones quedan conectadas.

 

Y la interrogación se temporaliza, es decir, se narrativiza: si la Imago Primordial es un presente absoluto, con el padre llega el tiempo en forma de pregunta por el origen.

 

 

La separación espacial visualizada por el marco de la cocina prolonga todavía su presencia y su utilidad.

 

Y, ciertamente, hay un momento en el que el niño debe pasar de vivir en el mundo del alimento inmediato a instalarse en ese otro mundo que es el del alimento mediado, reglado, cultural, que encuentra su ámbito apropiado en el comedor.

 

Martha: Debbie, sit down.


Martin: Evening, Uncle Ethan. Welcome home,

 

¿Cómo mira ahora Martin a Ethan?

 

Yo diría que entre ilusionado, admirado y asustado.

 

Martin: sir.

 

Y no le faltan motivos, pues tío Ethan no parece reconocerle.

 


 

Lo que casi asusta a Martha, quien interviene en seguida:

 

Martha: Martin. Martin Pawley.

 

Es casi una orden lo que hace oír el tono de voz de Martha, mujer que sin duda no carece de energía.

 

 

Pero Ethan no la acepta.

 

Ciertamente no es un padre amoroso.

 


 

Lo que nubla la mirada del muchacho

 

Martin: l’m sorry for being late, Aunt Martha.

 

El desplazamiento de la mirada de Martin, de Martha a Ethan, coloca a la primera en el lugar de mediadora entre ambos varones:

 

Martin: l’m sorry for being late, Aunt Martha.

 


La Virgen en el Juicio Final de Miguel Ángel

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Y por cierto que esa es la posición de la Virgen en el Juicio Final de Miguel Ángel:

 

 

Es posible que alguien piense: ¡Machismo! ¡Es Jesucristo quien está en el centro! ¡Deberían estar en plano de igualdad!

 

Y yo les responderé: no se apresuren, la cosa es más complicada.

 

Empecemos por el final: ¿qué ganaríamos poniéndoles en plano de igualdad?

 

Creo que nada: sólo conseguiríamos dificultar la simbolización de la diferencia.

 

Y ahora vayamos a lo otro: él, sin duda, ocupa el lugar central, erigido en el lugar de la ley.

 

Ella, en cambio, está ligeramente desplazada de ese centro, ocupando el lugar de la mediadora, de la intercesora ante la ley.

 

Pero no olviden lo otro.

 

¿Qué? Que la falda de ella, esa falda azul que cubre sus piernas y sus poderosas caderas es el azul mismo del cielo que está al fondo de todo, sólo que un poco más intenso y brillante,

 

 

haciendo que,

 

 

con solo entrar en la Capilla Sixtina,

 

 

su figura destaque de una manera extraordinaria:

 

Y bien, cuando se repara en esto, ¿no les parece que es ella la que está al fondo de todo, en el origen de todo, de modo que es él, en cambio, quien actúa de mediador entre ese origen absoluto y el mundo de los hombres?

 


Tú no eres quien crees ser

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Pues bien: tal es el papel de la ley.

 

De la ley simbólica, que no deben confundir con la ley jurídica, pero mucho menos con el poder.

 

Pues la ley es, por principio, limitación del poder.

 

Nada lo demostró mejor que el nazismo y el estalinismo: no había entonces ley alguna y por eso había un poder absoluto, propiamente totalitario.

 

Y lo confirma igualmente la corrupción: el corrupto sabe que solo burlando la ley podrá incrementar su poder y el goce canalla que de él reclama.

 

 

Como ven, tiene un largo alcance el azul del vestido de Martha, que encuentra su prolongación en la vajilla desplegada sobre la mesa.

 

Y qué bien rima el gesto duro del Dios juzgador con el de Ethan.

 

 

La manera con la que el plano se vacía traduce bien la desilusión de Martin.

 

Martin: Uncle Aaron.

 

Y no pierdan de vista este otro hecho: por lo que a Martin se refiere, todos son tíos: tío Ethan, tía Martha, tío Aaron.

 

 

 

 

 

Dos bloques, de nuevo.

 

A un lado Aarón, Lucy, Ben y Martin.

 

Al otro Ethan y Martha.

 

Pero ahora el acento no está puesto en la presencia mediadora de Martha sino en la presencia disruptiva de Ethan:

 

 

Por cierto que en la medida en que el conflicto es puesto en Martin, Debbie queda elidida.

 


Ethan: Fella could mistake you

Ethan: for a half-breed.

 

Muchacho, podrían tomarte por un mestizo.

 

Martin: Not quite. l’m eighth Cherokee. And the rest is Welsh and English.

 

Una octava parte de sangre cheroky y lo demás de galés inglés.

 

Martin: At least that’s what they tell me.

 

Por lo menos eso es lo que me han dicho.

 

Ven como se despliega la interrogación por la identidad, que es siempre, inevitablemente, interrogación por el origen.

 

Ven en acción, también, la función del padre simbólico, que podríamos verbalizar así: ¿quién te has creído que eres? Tú no eres quien crees ser; lo indio te habita.

 

Y que es la palabra de la ley la que está siendo pronunciada lo acredita el hecho de que la puerta de la ley encuadra la cabeza de Ethan.

 

Ethan: Grown some.

 

Has crecido: te ha llegado la hora de apearte de tu narcisismo infantil.

 

No eres quien crees ser. No eres ese Yo-todo-placer que has sido durante cierto tiempo.

 


 

El padre amoroso se apresura a suavizar las tensiones.

 

Aaron: lt was Ethan who found you, squalling under a sage clump after your folks had been massacred.

 

Vean por qué no usamos la versión doblada.

 

En este caso traducía así estas palabras de Aaron: Fue Ethan quien te encontró chillando debajo de un árbol después de perder a los tuyos.

 

Pero lo que Aaron dice es esto otro: Fue Ethan quien te encontró chillando bajo una mata de salvia después de que los tuyos fueran masacrados.

 

Se pierde, en la versión doblada, la mención a la masacre localizada en el origen, tanto como su contrapunto: esa mata de salvia a la que siempre se han atribuido propiedades curativas.

 

Hay pues, un enigma por lo que se refiere al origen de Martin.

 

Se nos dice muy poco de ello, pero ese poco coincide con lo que Martin sabe: precisamente lo que los que le rodean le han dicho.

 

¿Y qué otra cosa puede saber alguien sobre su propio origen? Ni más ni menos que eso: lo que los otros le han dicho -el relato que, de ellos, ha recibido.

 


Enunciación, discurso, texto

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Como ven, el enunciador de mi discurso es el enunciatario del discurso de los otros: el yo de yo soy es el del tú eres.

 

Y ese es el motivo de que el ámbito del sujeto de la enunciación no pueda ser reducido al del enunciador, sino que deba incluir la relación entre ambos, el enunciador y el enunciatario.

 

No conviene llamar sujeto al individuo mientras que no nace como enunciador de su propio discurso. Y eso solo sucede después de haber nacido como enunciatario del discurso de los otros.

 

Pero, en mi opinión, sería más correcto hablar aquí de texto que de discurso y decir que el sujeto nace como enunciador de su propio texto. Y ello porque pienso que no conviene identificar ambos conceptos, el de texto y el de discurso.

 

Hace tiempo que vengo proponiendo llamar discurso al plano semiótico del texto, es decir, al plano de los signos gramaticalmente articulados y de la significación que contienen y ponen en movimiento.

 

Pues el texto no se reduce a ese plano: en él, además de esos signos discursivamente articulados hay cierta constelación de imagos que valen por su deseabilidad o indeseabilidad, no por su significación, y hay también materia: la materia real en la que se encarnan esos signos y esas imagos.

 

 

Los personajes del film no son sólo signos, no son sólo significado, independientemente de que en ellos podamos reconocer ciertos significados –hombre, maduro, vaquero… mujer, taza, seriedad… y todo lo que ustedes quieran.

 

Pero, antes que eso, hay ahí una huella fotográfica real de un ser irrepetible en un momento irrepetible del tiempo, y eso es siempre, en el límite, irreductible a esos significados que podemos enumerar.

 

Y hay, a la vez, una figura que nos moviliza en el campo del deseo, en tanto que, como imago, suscita en nosotros relaciones de identificación que, igualmente, son irreductibles a esos significados.

 

Si en el film solo hubiera signos, en él no sucedería nada y nada de nuestro deseo se movilizaría. Con lo que el film quedaría convertido en eso a lo que la semiótica y la teoría de la comunicación tienden a reducirlo: no más que un mensaje, un contenedor-transmisor de cierta significación.

 

Pero todo cambia si lo concebimos como un texto en el sentido que les propongo den a este concepto.

 

Pues en un texto los signos están materializados en lo real y constelados por imagos identificatorias y deseantes.

 

O atiendan a este otro ejemplo: ustedes mismos, cada uno de ustedes.

 

Cada uno de ustedes es un texto: es decir, una determinada materia -corporal, biológica- en la que se hayan encarnados determinados signos -no solo porque ustedes hablan, sino porque hacen gestos, adquieren actitudes, llevan ciertas ropas, se mueven y disponen de acuerdo con determinados códigos.

 

 

Y además, se conforman a partir de determinadas identificaciones.

 

Y por cierto, ¿se dan cuenta de la importancia que en ese texto que son cada uno de ustedes tiene la declinación sexual?

 

No me refiero ahora al sexo biológico, sino al cultural: las diferencias de maquillaje y vestuario, de las maneras de estar de pie o de sentarse, de moverse, de mover la cabeza o las manos, de mirar y de sonreír.

 

Son realmente muchísimas, aunque ustedes se olvidan de ellas cuando se ponen a pensar, sobre todo cuando se encuentran aquí, en la universidad.

 

Sencillamente porque entonces pasan a primer plano los discursos cognitivos, dominados por la lógica semiótica del lenguaje: en ella ustedes, como agentes discursivos, aparecen como yoes que intercambian sus mensajes con tus.

 

Y ya les tengo dicho que yo y tu son dos palabras muy peculiares, pues carecen de género.

 

De modo que les invito a concentrarse en el asunto: obliguen a su conciencia a levantar acta de las mil diferencias por las que nuestros cuerpos se declinan en posición masculina o femenina con independencia del sexo biológico de cada cual.

 

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6. El eje del deseo y el eje de la ley

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 31/10/2014
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

 

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Enunciado y enunciación

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Comenzaremos hoy nuevamente respondiendo a una cuestión que he recibido desde la última sesión. Es ésta:

 

 

«Tengo una inquietud respecto al uso que usted hace de las nociones “enunciado” y “enunciación”. Entiendo que esa oposición se ha empleado principalmente dentro de la lingüística, con el ánimo de trasladar la atención desde el discurso (el texto), objeto central del formalismo y el estructuralismo, a las condiciones de producción del discurso, asunto adicional que le interesa a la pragmática. La oposición enunciado/enunciación en ese contexto es clara; sin embargo, cuando se traslada a los discursos literarios y cinematográficos, la oposición se hace opaca.

 

«Algunos analistas que emplean estas categorías toman al personaje como un hablante y analizan lo que dice (enunciado) y las circunstancias en que lo dice (enunciación). Otros hablan del enunciado como lo que cuenta el narrador y de la enunciación como la instancia en la que narra. Otros, finalmente, sitúan la enunciación en la esfera del quehacer del escritor. Esta última opción entraña un problema: parece obviar toda la teoría (desde Lukács hasta los teóricos de la autoficción) según la cual entre el punto de vista del autor y el punto de vista del narrador debe tener lugar algún grado de distanciamiento. Es decir, no se puede inferir que el punto de vista del narrador es el mismo punto de vista del autor (al narrador, como a los personajes, lo ‘inventa’ el autor)..

 

«Por todo lo anterior sería muy útil si aclara cómo entiende usted la relación enunciado/enunciación y dónde queda el distanciamiento, por ejemplo, cuando dice en su seminario sobre Melancolía que la mirada inestable de la cámara se corresponde con la mirada del cineasta. ¿Sería entonces inestable también la mirada del cineasta o el cineasta ha dado instrucciones para que, tanto en la filmación como en la edición, las imágenes y las secuencias tengan esta inestabilidad, con el fin de producir un efecto, perfectamente planeado, de caos, probablemente con el fin de focalizar en la percepción de la protagonista?»

 

Les diré, antes que nada, que mi modo de abordaje del asunto procede del texto canónico sobre teoría de la enunciación de Emile Benveniste.

 

«Benveniste, Emile: (1966) Problemas de lingüística general. II vols., Siglo XXI, México, 1971. »

 

 

Y si quieren conocer más detenidamente el modo en que me apropio de ella les remito a un antiguo artículo mío que pueden descargar de mi web:

 

«González Requena, Jesús (19878) Enunciación, punto de vista, sujeto, en Contracampo nº 42, 1987.»

 

Pero vayamos directamente al núcleo del asunto: la manera en que lo plantea quien ha hecho la pregunta es correcta y sin duda es el punto de vista más extendido en la actualidad, pero voy a tratar de decirles en qué medida yo no lo comparto.

 

Es sin duda una opción conceptual plausible dejar la enunciación del lado de la pragmática -si quieren ustedes, del de la sociolingüística- y reducir el discurso al plano del enunciado. Pero pienso que es más apropiado reconocer, como hacía Benveniste, dos planos del discurso: uno correspondiente al enunciado y otro correspondiente a la enunciación.

 

El plano de lo enunciado es el plano de lo dicho en el discurso, es decir, de aquello que, en el discurso, remite a cierto mundo exterior y que comparece, precisamente, como mundo enunciado.

 

El plano de la enunciación, en cambio, es aquel que, en el discurso, remite al acto de enunciación que lo constituye.

 

Desde este punto de vista, la enunciación no es la prehistoria o la condición del discurso, sino la presencia, en el discurso mismo, de su prehistoria y de su condición.

 

Veamos dos ejemplos:

 

«yo te digo que la tierra es redonda»

 

 

Este enunciado se despliega en dos planos: uno corresponde al plano del enunciado –la tierra es redonda- y el otro al plano de la enunciación – yo te digo que

 

Nos encontramos entonces con una enunciación enunciada, es decir, explicitada.

 

Atiendan ahora a este segundo ejemplo:

 

«la tierra es redonda»

 

 

El asunto es que este segundo ejemplo no se reduce a lo que muestra, pues en él hay algo implícito.

 

¿Qué? Precisamente esto:

 

«(yo te digo que)»

 

 

Sí, porque miren, el enunciado no se reduce a lo que es explícito en él, sino también a lo que en él se manifiesta de manera implícita: así, del sujeto que habla en este enunciado, aunque no se escriba explícitamente, sabemos que es alguien que no afirma que la tierra es cuadrada o plana.

 

No cuestiono -no, al menos, en principio- la diferencia entre el autor y el narrador.

 

Pero el asunto es que, si hay narrador, ese narrador es el enunciador, o es, al menos, la manifestación de la enunciación en el plano narrativo, porque el discurso no puede reducirse a ese plano.

 

La del enunciador es sin duda una figura discursiva que no coincide con la del autor real.

 

Esto resulta especialmente visible si analizamos la mentira.

 


Teoría de la mentira

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El autor del enunciado puede mentir y, aun pensando que la tierra es plana, para engañarnos, puede llegar a afirmar que la tierra es redonda.

 

Ciertamente.

 

Pero miren, nada tan útil para rendir cuenta de ello que la noción de la enunciación como construcción discursiva, dado que nos permite obtener esta interesante definición semiótica de la mentira: la mentira es el resultado de un discurso cuyo enunciador -es decir: la imagen discursiva de quien en él habla- no coincide con su destinador empírico.

 

Pues, ciertamente, la mentira eficaz es la prueba no de que existe una figura discursiva que es autónoma de la realidad empírica del individuo que habla.

 

La mentira no está nunca, por lo demás, en el plano del enunciado. En el plano del enunciado podremos constatar, como mucho, un error, pero no hay mentira sin intención de mentir. Por eso la mentira exige la diferenciación entre el autor y el enunciador.

 

Y bien, creo que ahora se darán cuenta de por qué resulta obligado reconocer la enunciación como un plano del discurso: sencillamente porque si la confundimos con el autor real, resulta imposible una comprensión semiótica de la mentira y, además, queda invisibilizado un campo del discurso realmente existente: ese que permite que la mentira sea convincente; la construcción del enunciador del discurso como una imagen convincente de un autor del mismo que diría la verdad aun cuando el autor real sea un mentiroso.

 

 

Como ven, creo que les he ofrecido una buena teoría semiótica de la mentira.

 

Pero ahora toca ponerle ciertos límites obligados.

 

Porque esta teoría padece de la misma limitación que padece la semiótica en su conjunto, y es que está supeditada a una concepción comunicativa -y por tanto instrumental- del lenguaje, de acuerdo con la cual el lenguaje sería un instrumento que utilizaría un sujeto, preexistente al instrumento mismo, para transmitir determinadas significaciones.

 

Pero sucede que esa visión instrumental olvida que no existen significaciones anteriores al lenguaje, sino que es la malla del lenguaje las que las genera y hace posibles.

 

Sucede, en segundo lugar, que tampoco hay sujetos anteriores y exteriores al lenguaje, sino que el sujeto solo nace cuando un cuerpo real es investido por él.

 

Y, en tercer lugar, sucede que existen los actos fallidos, los síntomas y los sueños, y de su existencia se deduce que los hombres terminan siempre diciendo su verdad -incluso cuando no quieren.

 

Si hay un campo donde el uso del lenguaje se aparta más intensamente de su reducción instrumental ese es precisamente el del arte.

 

Pues el artista no es un comunicador que sabe lo que tiene que decir y utiliza el instrumento del lenguaje para decirlo de la manera más eficaz. El artista es todo lo contrario: es alguien que no sabe qué decir, pero que sabe que necesita desesperadamente decir algo, dar forma, por vía de la escritura, a algo que le atormenta en su interior.

 

Por eso solo es artista aquel que lo logra: aquel que logra dar forma a lo que necesita decir, para sobrevivirlo.

 

Y por lo que se refiere a la pregunta sobre la mirada del cineasta en Melancholia, responderé que sí, que es ella misma inestable. Es decir: que von Trier ha logrado dar forma a la angustia que habita su mirada.

 

Sabemos que eso es verdad por la intensidad angustiante con la que su texto nos alcanza.

 


La mujer, imagen y la palabra

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Sólo una última cosa que todavía no hemos dicho sobre la primera escena y que, sin embargo, es en extremo relevante: ¿cuál es la primera imagen?

 

 

No hay duda, ¿verdad?

 

La de Martha.

 

 

Y bien, ¿cuál es la primera palabra?

 


Aaron: Ethan?

 

Ven entonces como las posiciones canónicas de la madre y del padre dibujan los planos de lo imaginario y de lo simbólico en su dimensión más inmediata.

 

 

Y para que tomen consciencia de la resonancia histórica de esta simbólica en nuestra civilización, les llamo la atención sobre el hecho de que se encuentra en el núcleo de ese tema narrativo de tanta resonancia plástica en la pintura europea, que es el de La Anunciación.

 

 

Como estamos en el año del Greco les presento ésta pintura, pero podría mostrarles otras miles, dado que éste es uno de los temas más pintados en la historia del arte occidental.

 

Esto es lo central del tema: que la palabra de Dios desciende sobre la mujer.

 

Pero miren, dado que el Dios cristiano es definido como la palabra misma, podemos reducir así la fórmula: el tema de la anunciación es el de la palabra que desciende y penetra en la mujer.

 

La mujer es la imagen, pues el ángel no es más que el mensajero de la palabra que, por ser palabra, no puede pintarse, aunque sí figurarse simbólicamente en forma de la paloma del Espíritu Santo.

 

Pero observen ustedes que, desde el mismo momento en que la palabra se figurativiza por esa doble vía, la del ángel mensajero y la de la paloma, se feminiza y simultáneamente la mujer, siendo imagen, se espiritualiza.

 

 

Que la mujer es el tema de la pintura por antonomasia lo prueba la coincidencia entre el aniconismo y la expulsión de la Virgen del panteón: así sucede en el mundo hebreo y en el islámico, pero también, en buena medida, en el protestante.

 

Y la contrapartida: la pintura del barroco católico, aquel que hizo bandera de la Virgen y de su inmaculada concepción, pudo, por ello mismo, alcanzar las más altas cotas de sensualidad y de erotismo.

 

La idea tan repetida por el feminismo de la invisibilidad de la mujer es sostenible a propósito del mundo protestante, pero en ningún caso a propósito del católico, en el que la presencia de la mujer domina absolutamente el paisaje visual.

 

Si lo dudan, no tienen más que entrar en cualquier iglesia barroca.

 

Y como sé que este tema, de natural, se les atragantará a muchos de ustedes, les recordaré dos cosas. Primero: que les propongo el tema como texto mitológico, no como creencia religiosa.

 

Segundo: que la Virgen era virgen, pero solo provisionalmente.

 

Si se toman la molestia de leer los Evangelios, práctica cultural desgraciadamente abandonada en la actualidad, podrán constatar que después de haber alumbrado a Jesucristo, la Virgen se quedó embarazada de San José reiteradamente y tuvo unos cuantos hijos más.

 

 

Pero les insisto: los sustantivo era lo otro, lo primero; el carácter mitológico del tema; el énfasis en la inmaculada concepción tuvo por objeto el introducir, en el ámbito de lo carnal que es el obviamente suscitado por al abrazo sexual de los cuerpos, el espacio de la palabra; esa fue la vía por la que lo divino logró ser introducido en lo humano.

 

De lo que se trataba era de que el ser humano alcanzara una condición diferente a la de lo real.

 

Y el efecto fue, como les decía el otro día, que, a partir de ese momento, por la mediación de ese acto inconcebible que fue la divina concepción, toda concepción humana, carnal, pasó a partir de entonces a alumbrar un ser portador de lo divino en su interior.

 


Martha y Debbie

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Martha: Welcome home, Ethan.

Ethan: Lucy . You ain’t much bigger than when l last saw you.

Younger Debbie: l’m Deborah. There’s Lucy over there.

Ethan: Deborah. Debbie.

 

De nuevo, como ven, el tiempo y los espejismos que tratan de negarlo.

 

Pero no sólo eso: hay una íntima relación entre este plano que inaugura la nueva escena y el penúltimo plano de la anterior.

 

 

Ven, supongo, a lo que me refiero.

 

El abrazo que Debbie recibe es en buena medida la sublimación del que Ethan hubiera querido dar a Martha.

 

No es casualidad, a este propósito, que Martha y Debbie tengan el mismo color de cabello y vistan esencialmente los mismos colores -azul celeste y blanco.

 

Lo que, por otra parte, va a quedar confirmado de inmediato, cuando sepamos que la mirada de Martha preside la escena:

 


 

Aquí la tienen.

 

 

Por lo demás, nada hace tan palpable esa conexión como la oposición de ambas, Martha y Debbie, con Lucy:

 

Ethan: And you’re

Ethan: Lucy?

Lucy: Yeah, l’m Lucy.

 

Se dan cuenta de la diferencia: Lucy es pelirroja y viste en suaves tonos amarillos.

 

 

Hasta el punto de que uno debería preguntarse: ¿cómo es posible una confusión entre dos chicas tan diferentes que no parecen hermanas?

 

Pero nada ilustra mejor el dato básico de la percepción que Freud puso sobre la mesa: que la percepción humana prefiere siempre reconocer, que procura, de lo real, ver lo menos posible.

 

Y está, por otra parte, lo que relaciona este alzamiento de la niña con el que tendrá lugar al final del film:

 


Ethan: Let’s go home, Debbie.

 

Como ven, todo el arco entero del relato cabe entre estos dos alzamientos, tan semejantes y tan distintos a la vez.

 

Es realmente notable, por lo demás, la disposición simétrica de ambas escenas.

 

Pues la primera se encuentra en el comienzo de la segunda escena del film, mientras que la segunda se encuentra en el final de su penúltima escena.

 

 

Se dan cuenta de lo que los distingue: el destino indio de Debbie, que estaba escrito desde el comienzo, pero que tanto Debbie como el espectador ignoraban todavía, se realizará en el final totalmente.

 

Y también en ello Ethan aparece como el mensajero de lo real, tanto como el rescatador de lo real.

 

 

Reparen, además, en la puerta que se encuentra al fondo, a la izquierda.

 

¿De qué puerta se trata? Quizás piensen que es la puerta principal de la casa. De hecho, a estas alturas del film, no hay manera de saberlo, porque sólo hemos visto entrar a los personajes en la casa desde fuera, no desde dentro.

 

Tardaremos mucho en saber de qué puerta se trata, y tardaremos mucho en saber dónde se encuentra la puerta principal de la casa que, les anticipo, no es esa.

 

Lucy: l’m mighty glad to see you, Uncle Ethan.

 

Observen como Ford dispone a sus personajes.

 

Sin duda la posición más centrada y relevante es la de Debbie -las líneas de perspectiva de la mesa señalan hacia ella-, quien aparece casi del todo fundida con Ethan en una sola figura. Ahora bien, observen que no ocupan del todo la posición central, pues el cineasta ha optado por construir dos grupos, uno formado por Ethan, Debbie y Martha, el otro por Aaron, Lucy y Ben.

 

De hecho, el centro absoluto del encuadre está dibujado al fondo por el madero del marco de esa puerta que se encuentra en último término, y que ahora enmarca a Debbie.

 

¿De qué puerta se trata, a qué habitación se abre? Pueden deducirlo ya, aunque, como les digo, el espectador tardará mucho en saberlo.

 


La puerta de Ethan y el juramento

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Solo siete escenas más tarde, cuando ya haya llegado el Capitán de los Rangers y predicador, sabremos que se trata de la habitación de Ethan.

 

Clayton: Come on. Raise your right hand–

Aaron: Martin.

Martin: Yes , sir.

Clayton: Raise your right hand.

 

Y pueden darse cuenta, por cierto, de la dimensión extraordinaria que esa puerta alcanza: es la puerta que enmarca y da su profundidad al juramento.

 

Pero es pronto para ocuparnos de ello, conformémonos ahora con constatar la importancia de este eje mayor de esta serie de escenas que, en un instante, va a actualizarse confundido con el desplazamiento mismo de Ethan.

 

Clayton: You are hereby voluntary privates in Company A of the Texas Rangers.

Clayton: -You will faithfully–

 

Y observen como, cuando esa puerta se abre, Martha pasa por delante de ella

 

Ben: Sir, can I go with you?

 

quedando enmarcada por ella en el instante mismo en el que sale Ethan: tal es la en extremo íntima relación entre el héroe y la mujer.

 

Y, en la misma medida en que Ethan se hace visible, Martha desaparece al fondo, quedando oculta detrás de Martin y Aaron.

 

Clayton: Shh! Quiet!

Aaron: Go get my shirt,

 

Ahí le tienen: en el eje mismo del juramento.

 

Aaron: boy.

Clayton: Where was I?

Younger Debbie: “Faithfully fulfill.”

Clayton: You will faithfully discharge–

Jorgensen: Mrs. Edwards–

Clayton: Shut up!


 

Como si Ethan fuera el auténtico soporte -o la emanación misma- del juramento.

 

Clayton: You will faithfully discharge your duties as such

Clayton: without a recompense or monetary consideration.

Clayton: Amen. That means “no pay.” Better get a shirt on, Aaron.

Martin: I ain’t volunteering till l’ve had coffee.

Martin: Drink your own, Reverend.

Clayton: Just call me “captain.”

Ethan: Captain. The Reverend Samuel Johnson Clayton. Mighty impressive.

 

Y no es posible subestimar a este otro personaje, el capitán y reverendo, dado que ambos enmarcan esa puerta que, como les he dicho, se ha manifestado como la puerta de la ley.

 


Don simbólico

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Ben: She’s got a fella. Kisses him too.

 

¿Se dan cuenta de cuál es la cuestión que se le plantea a Ethan nada más llegar?

 

La de la diferencia sexual: ella, Lucy, tiene un amigo al que besa -y de hecho pronto veremos ese beso.

 

Lucy: Ben , would you–?

Martha: That’s enough.

 

Martha interrumpe el tema.

 

Pero díganme, ¿qué es lo que se va a suscitar de inmediato?

 

Martha: Go on with Lucy and help with supper.

 

¿Lo han visto?

 

Digo visto, no oído.

 

Pues Martha ha hablado de la sopa. Pero Ben ha señalado con su mirada el tema que tiene en su mano.

 

Si Lucy besa, Ben quiere ser reconocido como quien puede tener un sable.

 

Martha: Deborah, you too.


 

Cuando Debbie desciende de la silla, se hace bien patente la puerta que se encuentra al fondo, pues en ella concluyen ahora las líneas de perspectiva de la mesa: situada en el centro del plano, cerrada.

 

Es así como Ethan, incluso en su ausencia, ha presidido siempre las comidas familiares.

 

Martha: Ben.


 

Y Ben formula su reclamación:

 

Ben: l was just gonna ask Uncle Ethan what he’s gonna do with his saber.

 

Como no sé qué tal andan de historia de los Estados Unidos les recordaré que la película comienza fechada:

 


 

Es decir: tres años más tarde del final de la Guerra Civil estadounidense que se prolongó entre 1861 y 1865.

 

 

El uniforme que viste Ethan es el de los derrotados, el confederado, y el sable le acredita como oficial.

 

De modo que no hay mejor destino para ese sable que el obsequiárselo a su sobrino adolescente:

 

Ethan: Well, l kind of figured to give it to you.

 

Pero ello no debe hacerles ignorar lo sustancial del asunto, que estriba en que ese sable que ha sido probado en la guerra constituye un don simbólico que Ethan otorga a su sobrino.

 

Y es que, como ven, y contra lo que podría esperarse, es Ethan, no Aaron, la figura autorizada para conceder los dones simbólicos.

 

Ethan, no Aaron. ¿Por qué? Sencillamente, porque es Ethan quien se halla investido por el deseo de Martha.

 

 

Y así, en ese universo en el que, con su llegada, la Imago Primordial ha comenzado a caer de su pedestal, en el que la madre ha empezado a aparecer como un ser que, aunque conserva el halo de la Imago Primordial, comienza a ser percibida como un ser carente, el individuo se ve confrontado a la existencia de ese falo, del que el padre es portador, y se examina como quien lo tiene o no lo tiene.

 

Pero no basta su autoexamen, porque no hay nada tan precario, tan incierto, como el autoexamen: tanto más para el ser que padece el haber visto su primer Yo allí donde no es.

 

Por eso es tan importante que ese tercero dotado del prestigio fálico reconozca lo que tiene o lo que no tiene, es decir, le nombre y así le permita asumir su identidad sexual.

 

 


La cruz y el héroe

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Ben: Thanks. Thanks, Uncle Ethan.


Aaron: How was California?

 

La escena se reconfigura con el alejamiento de los niños -que sin embargo se mantendrán siempre presentes al fondo dando vida al entorno familiar.

 

Pero antes de ocuparnos de la nueva configuración que presenta el nuevo plano, conviene atender a un aspecto realmente notable del modo en el que se ha producido ese cambio.

 

Como han visto, la transformación procede del alejamiento del niño y del desplazamiento de Aaron, pues Ethan y Martha se mantienen quietos.

 

La decisión más notable del cineasta a este propósito se hace bien visible cuando se atiende al momento escogido para realizar el raccord:

 

 

La pregunta es: ¿qué es lo que ha querido Ford que no sucediera?

 

Lo que habría sucedido con solo que el plano uno se hubiera prolongado un poco más y el raccord se hubiera producido un poco más tarde: que Aaron habría alcanzado, en el plano 1, la posición central, colocándose delante de esa puerta del fondo que la fija en el plano.

 

De hecho, en términos absolutos, no hay duda de que en el plano 2 Aaron ha alcanzado esa posición, pero sucede que el cambio de posición de cámara en este nuevo plano impide que eso se sustancie en términos compositivos: cuando podría haber quedado centrado, es descentrado para ubicar a Ethan en el centro absoluto tal y como ese centro es reconfigurado en el plano 2.

 

Y es que no hay centralidad posible para Aaron, como hay una centralidad total para Ethan.

 

Así no sólo está en el centro, sino que su centralidad se ve absolutamente reforzada por esas dos tremendas vigas de madera que se encuentran justo encima de su cabeza.

 


Ethan: California? How should l know?

 

Él es el héroe -y les decía: sólo el héroe está a la altura del deseo de esa mujer.

 

Como pueden ver ya a estas alturas, éste no es un enunciado arbitrario, sino uno literalmente escrito en el texto que nos ocupa.

 

Y observen que el que haya sido derrotado en la guerra nada mengua esa dimensión -en cierto modo, como veremos más adelante, es todo lo contrario: le concede una verdad suplementaria.

 

Se dan cuenta de que el cineasta ha escogido ahora una posición baja de cámara, en contrapicado. Pero esto obedece no tanto a una voluntad de enaltecer al personaje como a la de hacer patente la cruz que pesa sobre él y cuyas dimensiones y magnitud son acentuadas por la iluminación que recibe.

 

Él soporta su cruz, podríamos decir.

 

Pero podemos decir que, igualmente, él soporta la casa en su conjunto.

 

Y como, a su vez, la casa es la metáfora de la civilización, el héroe alcanza su fórmula social: pues es aquel que, con su esfuerzo y su sacrificio, sostiene la civilización.

 

Les hablaba de ello el primer día: uno de los dos motivos de la salida del héroe era combatir y sacrificarse para sostener la morada humana. A la vez la casa y la civilización.

 

Aaron: Well, Mose Harper told us–

Ethan: Mose Harper?

Ethan: ls that old goat still creaking around?

 


Las dos puertas: el deseo y la ley

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Ethan: Why ain’t somebody bury him?


 

En seguida retorna el silencioso diálogo de las miradas amorosas.

 

Ethan: No, l ain’t been to California. Don’t intend to go either.

Martha: Supper will be ready as soon as you wash up.

Martha: Let me take your coat for you, Ethan.

 

Y de los gestos amorosos.

 

 

Y observen que solo ahora que nos encontramos en el interior de la casa nos es dado acceder al punto de vista de Ethan,

 


 

pues el plano se torna semisubjetivo.

 

Aaron: Welcome home, Ethan.

 

Aaron da, finalmente, la bienvenida a su hermano.

 


 

Y sus manos se estrechan justo sobre el fondo de esa puerta del fondo que, como les vengo diciendo, es la puerta de Ethan.

 

Ethan: Thanks, Aaron.

 

Este es el momento en que la figura de Aaron obtiene mayor relevancia visual, encontrándose casi en condiciones de igualdad con la de Ethan.

 

Pero solo casi: pues la frontalidad de Ethan hace que su presencia en plano duplique a la de Aaron.

 

Por lo demás se encuentra más centrado que el otro y sus ropas claras le dan más luz y visibilidad frente a las oscuras de su hermano que le aproximan a los tonos marrones -puertas y vigas, como su chaleco- y rojos -ladrillos, como su camisa.

 

Más allá del afecto que ambos se mantienen, se hace evidente la existencia de un conflicto en el pasado que parecen dispuestos a olvidar ahora.

 

Y ello le concede a Ethan un lugar en la casa, el de esa puerta del fondo que, siendo la central compositivamente, es una puerta absolutamente descentrada por lo que se refiere al lugar que constituye el centro más íntimo de la casa.

 

Supongo que saben ustedes cual es, pues, ¿cuál podría ser si no la cama de la madre?

 

Es éste un buen momento de llamar la atención sobre el motivo por el cual no se nos ha dicho todavía que la puerta del fondo es la que conduce al dormitorio del Ethan.

 

¿Cuál?

 

Dense cuenta del alcance del asunto: no solo no se nos ha dicho cuál es su habitación, sino que se nos ha dado una sugerencia tendente a confundirnos.

 

A esto me refiero:

 

 

Si Martha introduce el gabán en esta habitación, ello nos lleva a pensar equivocadamente que esa será la habitación de Ethan en la casa.

 

Extraordinario el pudor con el que el cineasta trata las emociones de Martha: no nos muestra su rostro cuando entra en su habitación con el abrigo del hombre al que ama, y no nos dice que es en su propio dormitorio, y no en el de él, donde guarda el gabán de ese hombre.

 

No nos lo dice, aunque, finalmente, nos lo dice; pero precisamente: nos hace descubrirlo a medio plazo.

 

Y ni siquiera esto es del todo exacto: pues la idea, como tal, no cristalizará en la conciencia del espectador, aun cuando no dejará de quedar latiendo en su experiencia del film.

 

En todo caso, observen como ambas puertas constituyen una dialéctica esencial de las escenas que se desarrollan en esta casa:

 

 

Una abierta, la otra cerrada.

 

Pero la abierta, inaccesible para Ethan, como bien lo señala la gran viga que se encuentra sobre ella, y que detiene la viga perpendicular que termina en ella y que dibuja, en el plano, la dirección de la mirada de Ethan.

 

La abierta, les decía, inaccesible a Ethan.

 

Y la cerrada, en cambio, accesible como la puerta de su soledad.

 

A su vez: la abierta ahora -porque llegado su momento veremos cómo se cierra para Ethan- está verdaderamente abierta, si no para Ethan, sí para su gabán.

 

Y finalmente: si la primera dibuja el eje del deseo -y muy precisamente del deseo prohibido- la otra, acabamos de verlo, dibuja el eje de la ley.

 

 

¿Se dan cuenta que esos dos ejes se cruzan como la cruz misma que pesa sobre Ethan?

 

Si quieren bibliografía complementaria sobre el modo como la articulación de estos dos ejes constituyen la estructura misma del relato simbólico, les remito a este libro:

 

González Requena, Jesús: 2006, Clásico, Manierista, Postclásico. Los modos del relato en el cine de Hollywood, Ediciones Castilla.

 

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Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0
CC1506014235678 , 2015

 

 

5. El mensajero de lo real

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 17/10/2014 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

 

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Debbie y la manta india

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Younger Debbie: Quiet, Prince.


 

El perro ladra: de modo que no reconoce al que llega -otra manera de decir que ha sido mucho el tiempo pasado- como tampoco le reconoce la niña quien, sin embargo, parece deducir de quién se trata.

 

 

En su brazo izquierdo, la muñeca que, a lo largo del relato, será la metonimia de su ausencia.

 

El azul de su vestido conecta a esta muñeca tanto con el azul del vestido de Debbie como con el de Martha, su madre.

 

Pero el conjunto de estos tres elementos de tanta resonancia en lo que sigue del relato -niña, perro, muñeca- se encuentra ligeramente descentrado, hacia la derecha, para que comparta su protagonismo en el plano con esa manta india que se encuentra al fondo, intensamente iluminada por el sol:

 

 

Es, sin duda, la misma manta india que hace un instante vimos sobre el poste de los caballos y, como tal, desde ahora mismo, escribe el destino de la niña. Un destino del que ella misma, todavía, nada puede saber -de hecho le da, ignorante, la espalda.

 

Supongo que se darán cuenta de que el espectador, cuando salga del cine, nada recordará de esta manta, a pesar de la intensidad visual de su presencia.

 

Es en suma una manta invisible en su acentuada visibilidad.

 

Y es que es una cifra tan significativa como todavía indescifrable, pues no solo escribe el destino de la niña, sino que anuncia lo que en ese destino se cruza con ese otro personaje que, como ella, aparece aislado en el plano.

 

Anotado el hecho de que esa misma manta india vincula a la niña con el hombre que llega -dado que son los únicos dos personajes que aparecen solos en plano con ella, estando esa manta en la misma posición absoluta del encuadre- es obligado anotar lo que les diferencia: si la niña no puede ver esa manta india que se encuentra a su espalda, si nada puede saber de lo que anuncia, es del todo diferente la posición, con respecto a ella, del hombre que llega a caballo y que, por eso mismo, la ve y avanza hacia ella.

 

De modo que, en el eje del saber, aparecen como opuestas sus posiciones.

 


 

Aarón oculta la manta con su cuerpo cuando se aproxima, desde el lado de acá de la barra, a recibir a Ethan.

 

¿No podríamos formular así, entonces, lo que opone a ambos personajes por lo que al mundo del hijo se refiere?

 

Aarón -tal es el nombre del que recibe- está del lado de la ocultación de la manta india, como Ethan- -el que llega-, está del lado de su inevitable afrontamiento.

 


Ethan es el mensajero de lo real

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Sé que esto les resultará demasiado abstracto, de modo que, para que vayan elaborándolo, permítanme que anticipe ciertas imágenes posteriores:

 

Aaron: Quiet, boy.

 

¿Se dan cuenta?

 

La manta ahora no está aquí.

 

Aaron: Think I’ll see if I can’t take off a couple of sage hens before supper.

Martha: Yes, you do that, Aaron.

Lucy: My, the days are getting shorter.

Martha: Lucy, we don’t need a lamp yet. Let’s just enjoy the dusk.

Ben: lt’s all right, Ma. I been watching.

Ben: Only–

Martha: What, Ben?

Ben: l wish Uncle Ethan was here. Don’t you, Ma?

 

Y, como ven, tampoco está aquí:

 

 

La manta ya no está, porque los indios están por todas partes.

 

Pero lo realmente notable es esto otro:

 

 

Los indios llegan por el mismo lugar que Ethan.

 

Lo que hace de Ethan el mensajero de lo real: pues eso es lo que su llegada anticipa.

 


De la plenitud de la omnipotencia al temblor del deseo

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Con su llegada, ella ya no es todo, sino alguien a quien, como a cualquier otro, algo le falta.

 

Ya no es la plenitud de la omnipotencia, sino el temblor del deseo.

 

Con su llegada acaba el tiempo sin tiempo de la identificación fusional en la Imago Primordial y llega el tiempo -no paramos de hablar de eso el otro día- que es el de la pérdida y por eso también el del saber de lo real.

 

Lucy: That’s your Uncle Ethan.

 

Y, a pesar de todo, la casa proclama entusiasmada la llegada del tío Ethan.

 

Puede chocarles este entusiasmo ante la llegada del mensajero de lo real, pero pienso que su motivo se hace del todo perceptible tras el análisis de Melancholia, pues allí no hay mensajero alguno de lo real y nada bueno de ello se deduce.

 

Y es que lo real está siempre ahí.

 

Justine, tanto más se abisma en su depresión melancólica, tanto más instalada está en lo real.

 

De modo que para que le sea dado al individuo un acceso vivible a ello es necesario que exista, de ello, un mensajero.

 

Un mensajero: alguien que dé aviso de lo real, alguien que engrane lo real al signo, que haga posible, para ello, un acceso simbólico.

 

That’s your Uncle Ethan. El lazo de parentesco queda así establecido: el que llega es identificado como tío, sabremos pronto que hermano de ese padre que ha salido a recibirle.

 

Y junto a la filiación, el nombre propio, pronunciado por segunda vez, sonoro y opaco, a modo de deíctico que escapa a toda significación.

 

Una opacidad que, por lo demás, encuentra su eco en lo que estas palabras no dicen o en aquello que las imágenes que las preceden y las siguen hacen visible.

 

Pues el anhelo, el deseo de la madre, sitúa al recien llegado como otra cosa que hermano de su marido y tío de sus hijos.

 


 

Es realmente asombroso el sentido compositivo de Ford: ¿se han dado cuenta de cómo la cabeza de cada hombre se asemeja a la montaña que le hace eco al fondo? Unas ampliaciones lo harán más visible:

 

 

Hombres y montañas, mujeres y casas.

 


 

¿Quién mira en este plano?

 

¿Cómo se configura, en él, el punto de vista?

 

Es, en primer lugar, sin duda, un plano semisubjetivo de Aaron.

 

Pero es, también,

 

 

un plano semisubjetivo, apoyado por raccord de mirada, de Lucy y Ben.

 

Y es, igualmente, un plano semisubjetivo de Debbie

 

 

Y es, sobre todo, un plano subjetivo de Martha: es, en suma, la casa entera la que mira.

 

 

Sólo atisbamos los ojos de Ethan en el momento en que gira su cabeza para mirar a Martha: en este plano se movilizan todos los puntos de vista posibles, menos el del hombre que llega y que constituye, como les decía, el objeto de esa mirada de todos los habitantes de la casa.

 

Hecho que está acentuado por el modo en el que el ala del sombrero ha cubierto los ojos de Ethan en el plano anterior.

 

 

Y es ella, Martha, radiantemente blanca -pues en el ínterin ha descendido las escaleras y ahora el sol hace resplandecer su figura- la que protagoniza visualmente el plano en cuyo centro absoluto se encuentra el hombre que ha llegado y que es objeto de la mirada de todos.

 

 


El hombre deseado y el no deseado

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Dos hombres y dos montañas.

 

Pero dos hombres opuestos, pues uno está del lado de la casa -es el no deseado-, cuya virilidad es sugerida como dudosa, pues nunca será capaz de salir de ella.

 

El otro, en cambio -el deseado- está del lado del exterior.

 

Momento apropiado para comenzar a abordar esa pregunta doble de la que les hablé antes:

 

 

«¿Es imprescindible que la función-madre y la función-padre del Edipo las desempeñen respectivamente una madre y un padre? ¿La estructura edípica (y la inscripción de la diferencia sexual) sólo tiene lugar ante un deseo anatómicamente heterosexual? ¿Tiene sentido hablar de función-padre?»<

 

 

«Si el niño fuera alimentado por el padre también (sacándole la leche a la madre y que se la diera el padre) ¿sería algo positivo para el desarrollo del niño? ¿Podrían ser ambos más o menos iguales en importancia?»

 

 

Cabe preguntarse: en la manera en que los discursos dominantes reclaman al hombre que se funda con la casa, que la limpie y que en ella cocine, que cuide del bebé, le alimente y le ponga los pañales, que asuma, en suma, todos los roles que despliegan la simbólica femenina de la casa, ¿no se está dificultando, con ello, tanto su deseabilidad para la mujer como, por ello mismo, su visibilidad para el hijo?

 

¿No se está, en ese mismo momento, dificultando que pueda responder al deseo femenino como lo otro radical de lo femenino?

 

No me malentiendan: no digo que los hombres no deban hacer esas tareas -yo mismo las he hecho- lo que les digo es que con su incorporación a esas tareas aparece el riesgo de su difuminación en ellas, del desvanecimiento de su masculinidad, salvo que se encuentren otras vías para afirmarla.

 

Y ello no porque las metáforas femeninas, maternas, de la casa y de la alimentación sean, como se da en pensar hoy en día, banales e irrelevantes, sino todo lo contrario: porque, en el origen, en el tiempo arcaico de la identificación fusional con la Imago Primordial, son de un poder absoluto.

 

Permítanme que les recuerde que todo ser humano, hombre o mujer, procede del interior de una mujer.

 

Que su primera morada fue el cuerpo de una mujer y que su primer alimento fue, aún antes de nacer, pero también durante un tiempo considerable después, procedente de esa mujer.

 

Estas son cartas que nos vienen dadas por lo real.

 

Por eso la casa es la Imago Primordial misma, el universo de ese primer yo que -recuerden lo que decía Freud en El malestar en la cultura- contiene todo lo placentero y rechaza todo lo displacentero.

 

Y qué decir del primer alimento, en torno al cual no solo se suscitan todos los primeros placeres orales, sino que es el signo de la incorporación misma a través de la cual tiene lugar esa primera identificación fusional.

 

El bebé que mama, sostenido en brazos de su madre, está en la casa de la omnipotencia; en ella se afirma y se reconoce por primera vez.

 

Si hay ahí una madre lo suficientemente buena, el niño tiene, sin duda, mucho ganado. Pero el problema, en cualquier caso, es cómo puede salir de ahí, de esa relación fusional e indiferenciada, para que pueda llegar a convertirse en un sujeto.

 


El padre amoroso: objeto transaccional

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Decía en el seminario de Melancholia que si Justine no sucumbió al autismo o a una temprana esquizofrenia fue porque Dexter, su padre, y Claire, su hermana, realizaron con ella un maternaje sustitutivo.

 

La propia película rememora como una y otro le dieron el biberón

 

 

la enseñaron a bailar

 

 

y aplaudieron sus primeros éxitos psicomotores.

 

Habrán visto ya, por lo demás, como el bueno de Dexter reclama los emblemas de su abnegada tarea con las cucharas que exhibe a modo de condecoraciones.

 

 

Sin duda, la madre puede sacarse leche y el padre puede dársela al niño en biberón.

 

Y eso hará de éste un padre amoroso, como Aaron o como Dexter.

 

Pero con ello solo actuará como una figura complementaria de la imago primordial que antes de nada es, como les digo, morada nutricia.

 

De modo que, si su presencia se mantiene en ese ámbito, el padre solo puede ser percibido por el niño como una emanación suplementaria de la Imago Primordial,

 

 

no llegando a ser, para él, más que otro de los objetos transaccionales que ella brinda.

 

 

De manera que no le servirá como soporte de la función paterna, es decir: la de ese ser diferente a la madre e introducido por su deseo capaz de actuar como soporte de la ley simbólica, que le es imprescindible al niño para poder separarse de la madre.

 

Y, por lo demás, una madre puede estarle agradecida al marido que posee esa cuchara para dar de comer al hijo de la que Dexter hace su emblema, pero -y este es el asunto central- nunca llegará a desearle por eso.

 

De modo que, solo por eso, nunca lo introducirá, en el mundo del niño, a través de su mirada deseante.

 

Y, así, nunca llegará a existir para el hijo como el padre simbólico que necesita cuando llega la hora del encuentro con lo real.

 


El padre simbólico

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Todo lo contrario es el hombre que llega en el comienzo de The Searchers.

 

Su relevancia en el campo del deseo aumenta en la misma medida en que, al avanzar hacia cámara, su figura crece:

 

 

Hay una palpable dificultad en el estrecharse la mano de los dos hombres.

 

La anota el descenso de la cabeza de Ethan hacia la mano que estrecha.

 

Pero ese gesto tiene también otra función: conducir nuestra mirada hacia el sable que él porta en su mano izquierda y del que carece el otro hombre, el que le recibe.

 

No hay duda posible sobre ello: el que llega del exterior es el portador del falo.

 

¿Se dan cuenta de lo diferente que es su emblema del que Dexter exhibe?

 

 

El tiene lo que ni ella ni esa emanación suya que es el padre amoroso tienen:

 

 

Esa espada que ella no tiene y que es condición de su dolor y de su goce.

 

¿Se dan cuenta ahora del motivo de la valorización del falo en la simbólica conformadora del deseo?

 

Si ella mira en otra dirección

 

 

es porque desea,

 

 

y si desea es porque hay algo de lo que carece.

 

Algo en extremo valioso

 

 

precisamente por -y solo en la medida en que- ella, la imago primordial, lo desea.

 

Y esta es precisamente la percepción que la pobre Justine no tuvo nunca: pues igual que nunca fue mirada con amor por su madre, tampoco vio nunca a su madre señalar con su deseo hacia alguien capaz de rebajarla de su omnipotencia originaria.

 

Pero volvamos a esa vía central que es la del Edipo.

 

Precisamente en la medida en que ella desea, la Imago Primordial, aunque permanecerá ya para siempre guardada en la memoria como el paradigma del placer y de la belleza, ha empezado, simultáneamente, a desmoronarse de la estatura de omnipotencia donde había sido colocada en su comienzo.

 

Apareciendo en su lugar,

 

 

la madre, como mujer, incompleta, y a la vez encarnación del primer objeto de deseo.

 

Y, simultáneamente, el yo-todo-objeto del comienzo ha recibido la primera herida en su narcisismo y ha comenzado a nacer el sujeto del deseo.

 

Este es el motivo por el que les decía que antes de este momento decisivo carece de sentido hablar de objeto en la misma medida en que no había, todavía, sujeto.

 

Lo único que Dexter logró,

 

 

después de todo,

 

fue introducir una pincelada de amor en esa infinitamente fría Imago Primordial que fue la de Justine.

 

Y si eso la libró del autismo, no le sirvió para nacer como sujeto diferenciado de una Imago Primordial caída de su prestigio y convertida en objeto de deseo.

 

Y, así, Justine sigue ahí, nunca ha salido de la órbita de su letal Imago Primordial.

 

 

No ha habido, en su mundo, un padre capaz de hacer caer a la Imago Primordial de su invulnerabilidad originaria.

 

Podría decírselo a ustedes también así: no ha habido, para Justine, una escena primaria en la que el padre haya sido capaz de infringir la castración a la imago primordial.

 


La casa de la que ella es encarnación

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Pero volvamos al asunto del plano subjetivo de Martha:

 

 

resulta obligado constatar que si Ethan, cuando la mira, aparta su mirada del eje de cámara,

 

 

no podemos hablar en rigor de plano subjetivo de ella.

 

Pero sucede que, con todo, es un plano subjetivo de ella, quiero decir: de la casa de la que ella es encarnación.

 

Sólo ahora, una vez que Ethan ha pasado al otro lado del madero de atar los caballos y se aproxima al porche, la cámara nos ofrece un plano general, fuertemente simétrico, de la casa, con el conjunto de los personajes reencuadrados por ella, y los tres principales doblemente reencuadrados por las columnas de madera que sostienen el porche a la vez que les separan de los hijos.

 

¿Se dan cuenta, dicho sea de paso, de que cada una de las mujeres está en relación con una de las aberturas de la casa?

 

Martha con la principal, que es la puerta de entrada.

 

Y cada una de las hijas con una de las ventanas.

 

Hay un motivo preciso para que sólo ahora la casa sea mostrada en plano general: la exclusión total, en esta escena inicial, del punto de vista del hombre que llega; una exclusión que queda confirmada por la presencia, en primer término, del madero de atar los caballos.

 


Espacio real vs espacio simbólico

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Y por cierto, ¿dónde está la manta india? ¿Y dónde el caballo?

 

Ciertamente estorbarían ahora, distraerían nuestra mirada de lo esencial, que es el modo como la casa acoge al recién llegado.

 

Ahora bien, detengámonos en ello: ¿deberían estar ahí?

 

En rigor no, pues la manta se encontraba sobre el madero de la izquierda, del que solo su extremo aparece en la izquierda del plano, y es en él en el que ha sido atado el caballo.

 

Pero lo que introduce la confusión cuando planteamos la cuestión -porque si no la plantemos nadie habría reparado en ello- es el hecho de que ahora Ethan y Aaron no deberían estar ahí, justo en el centro, a la altura de la puerta de la casa, sino a la izquierda, delante del otro madero de atar los caballos.

 

Fíjense:

 

 

Como ven, Ford ha reordenado el espacio a su gusto.

 

En el punto de partida, le convenía que cuando la puerta se abriera

 

 

las montañas se encontraran al fondo cerrando el paisaje, para que así éste se abriera progresivamente según salía la mujer.

 

Y le convenía igualmente que la figura que llega se viera reforzada por las dos montañas aisladas del fondo,

 

 

en vez de aplastada por el bloque compacto del comienzo.

 

 

Esta disposición prosigue cuando entra en campo Aaron:

 

 

-lo que redunda en eso que vengo diciéndoles, que Aaron no deja de ser otra cosa que una emanación de Martha.

 

Pero luego, al final,

 

 

para expresar tanto el modo en que la casa se abre y ofrece al hombre que llega, como la centralidad de éste con respecto a ella, le convenía un plano frontal y simétrico que obligaba a esa pequeña distorsión de la posición final de Ethan y Aaron.

 

Los estudiosos del cine, si se dan cuenta de algo como esto, hablan de fallo de raccord.

 

Y los fallos de raccord se explican siempre así: ha habido un despiste durante el rodaje y se ha falseado la conexión relativa entre dos planos consecutivos.

 

Pero si hacen ustedes el esfuerzo de situarse en el espacio real del rodaje, se darán cuenta de que no ha sucedido ningún despiste, sino todo lo contrario.

 

 

Si se piensan ustedes ahí, durante el tiempo del rodaje, y toman conciencia de la complejidad que supone realizar cada plano, colocar cada vez la cámara, los actores, las luces y los filtros…, resulta del todo evidente que el despiste era imposible.

 

Todo lo contrario, el cambio solo pudo ser posible como producto de una decisión del cineasta que hubo de emerger contra la percepción inmediata que él mismo tenía del espacio que le rodeaba.

 

Pues insisto: él estaba ahí, entre esa casa y esas montañas.

 

De modo que la escena que ha construido sólo ha podido surgir como resultado de una violencia que ha operado sobre su percepción inmediata del espacio.

 

En suma: cierta voluntad simbólica le ha empujado a violentar el espacio real que percibía para construir, con los elementos que ese espacio le ofrecía, el espacio simbólico que mejor tradujera la que para él era la verdad esencial de la escena -y como ya les advertí, siempre que me escuchen hablar de verdad entiendan que les estoy hablando de verdad subjetiva, en este caso de la verdad subjetiva del cineasta, no de una verdad universal atribuible a lo real.

 

Y lo más notable es que, si hay una verdad subjetiva -simbólica- poderosa en ello, el espectador no percibe ningún fallo, sino que hace suyas, con toda su intensidad emocional, las resonancias simbólicas puestas en juego: que la mujer es la casa que se abre, que se ofrece, centrada, al hombre al que desea.

 

Y todavía más que eso: que el padre es el que, con su llegada, hace temblar la casa.

 


No hubo, para Justine, escena primaria

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Y bien, nada parecido a ese temblor existió nunca en la casa de Justine.

 

 

Su madre, Gaby, fue siempre ese astro frío e inexorable que, en el delirio, retorna en forma de planeta de destrucción.

 

 

No hubo, para ella, escena primaria, por más que ella hubiera nacido de un abrazo sexual de sus padres: pero la casa que vivió fue siempre tan fría como el palacio en el que más tarde se casaría.

 


Síntoma y símbolo

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Antes de proseguir, permítanme que les llame la atención sobre las netas resonancias psicoanalíticas que posee la operación de escritura fílmica que acabamos de analizar.

 

En ella se rompe la coherencia de superficie determinada por la disposición espacial real para obtener un efecto semántico -y dramático- de especial intensidad.

 

Pues bien, así funciona el acto fallido o el síntoma: cierta coherencia de superficie se quiebra para que cierto sentido reprimido se escriba.

 

La diferencia estriba en que aquí no estamos ante un acto fallido o un síntoma, sino ante un enunciado simbólico.

 

Pero esto comparte lo simbólico con lo sintomático: que en ambos casos cierta verdad subjetiva se afirma hendiendo un cierto orden lógico, semiótico, de superficie.

 


La duplicidad de lo femenino

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A la distancia del plano general, esa mujer parece más joven de lo que en realidad es, como grácil es todavía su silueta.

 

Se hace así visible, en la distancia, la imagen deseable de una bella mujer joven y enamorada que sin duda late todavía en el interior del ama de casa que ahora da la bienvenida al recién llegado.

 

Y es, ciertamente, la misma imagen la que late también, todavía, en la memoria del hombre que llega.

 

Así, el tiempo pasado impone su presencia, su peso dramático sobre esta primera secuencia del film que obtiene, de ello, su extraordinario lirismo.

 

Pues nosotros, espectadores, sabemos lo que nadie nos ha dicho, lo que, por lo demás, nunca será verbalizado, pero que sin embargo se nos impone por la larga cadena de indicaciones que hemos venido anotando: que el que llega ha sido durante mucho tiempo esperado; que en el pasado hubo una densa historia de amor por algún motivo imposible y, así, condenada a permanecer ya para siempre no solo irrealizada, sino incluso impronunciable.

 

Y por cierto que por esa vía retorna la duplicidad de lo femenino: lo más blanco y brillante, lo que más intensamente reclama la mirada, y lo más oscuro e interior, de hecho totalmente negro, como ese rectángulo de la puerta ante la que se haya detenido el recien llegado.

 

Asombrosa la figuración que ahora alcanza la dialéctica de lo masculino

 

 

y lo femenino:

 

 

Podemos sintetizarla así: él tiene eso que hace figura para el deseo -la espada- y ella se ofrece a cambio de ello como figura erguida y brillante a la vez que aguarda como interior oscuro.

 


 

¿Hacia quien hace Ethan su gesto de saludo descubriéndose la cabeza?

 

¿Hacia el rectángulo negro, carente en absoluto de figura, que se abre hacia el interior o hacia la figura esplendorosamente blanca que le recibe junto a él?

 

Martha: Welcome home, Ethan.

 

Finalmente, el enunciado sonoro verbaliza lo que el enunciado visual ha escrito.

 


 

Es el más puro beso de amor del caballero a su dama -les decía el otro día que el western es la última versión de la tradición anglosajona del relato de caballerías, solo que pasada por la revolución democrática norteamericana.

 


 

¿Ven hasta qué punto ella aspira ese beso?

 

 

¿Y ven el femenino gesto de pudor con que lo acoge?

 


 

¿Y el amoroso guiño de complicidad con que vuelve la mirada hacia él?

 

Y oyen la entrada, netamente lírica, de los violines,

 


 

mientras ella se vuelve, para situarse frente a él a la vez que se funde con la casa a la que le brinda acceso.

 

 


La escena primaria completa

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Estamos ante la escena primordial, en suma.

 

Pero para que puedan tomar plena conciencia de ello, y para que puedan comprender su extraordinaria intensidad, es necesario que comprendan, igualmente, que es solo su comienzo.

 

De modo que permítanme que, de manera violenta, les inyecte el resto de la escena completa:

 

Martha: Close that shutter, Ben , like–

Martha: Good boy.

Lucy: Ma, I can’t–

Martha: Lucy!

(Screams)




 

Martha! Martha!

 




Martin: Aunt Martha.

Martin: Let me in.

Ethan: Don’t go in there, boy.

Martin: I wanna see them. Let me in, I wanna–

Ethan: Don’t go in.

Martin: Don’t let him look in there, Mose.

Ethan: Won’t do him any good.

 

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Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0
CC1506014235678 , 2015

 

 

4. Faldas que vibran

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 17/10/2014 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

 

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Subjetividad, intersubjetividad, objetividad

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Comenzaremos hoy la sesión respondiendo a una nueva pregunta recibida de uno de ustedes. Es ésta:

 

«¿Es sólo lo inconsciente del cineasta lo que da forma a la experiencia subjetiva que cristaliza en el film? (…) ¿son despreciables los aportes que hace el resto del equipo de grabación en la plasmación de esta experiencia? (…) el director (…) físicamente no puede, estar en todos los puestos a la vez. Esto me hace pensar que, aunque sea el director -si realmente es uno de estos directores capaces de dirigir a un equipo eficazmente para lograr plasmar lo que quiere- el que coordina todos los procesos de creación de un film, la autoría de una película debería adjudicarse a la instancia intersubjetiva que se establecería en el trabajo conjunto de todos los profesionales del equipo.»

 

 

Parece evidente que debería ser así, que deberíamos hablar de una obra colectiva, y que deberíamos atribuir la autoría a esa instancia intersubjetiva.

 

Y sin embargo, no es así, porque las instancias intersubjetivas no son subjetivas, sino objetivas.

 

Si lo piensan bien, se darán cuenta de que es ello.

 

Lo que nos permite retornar a la temática de lo real que nos ocupaba el otro día.

 

Lo objetivo no son las propiedades de las cosas, sencillamente porque las cosas no tienen propiedades.

 

Lo objetivo es lo que todos los sujetos comparten. Y, así, también, lo que todos los sujetos ven de cierta cosa y así lo identifican como sus propiedades.

 

 

Sé que les choca lo que les digo: ustedes están convencidos de que las cosas tienen propiedades y no les objeto que esa puede ser una manera práctica de hablar, dado que hablar es un acto intersubjetivo.

 

Pero en rigor es insostenible: de las cosas solo podemos decir que son, nada más.

 

Que son parte de lo real.

 

Lo que llamamos propiedades de las cosas son enunciados lingüísticos con los que intentamos aprehenderlas, utilizarlas y defendernos de ellas.

 

No piensen que con esto les digo que no existe la objetividad.

 

Todo lo contrario: la objetividad existe y nos es de una extraordinaria utilidad: gracias a ella construimos nuestro mundo.

 

Creamos los muros con los que protegemos nuestra realidad de lo real hostil que la rodea.

 

Lo que les digo es que lo objetivo, que sin duda existe y es en extremo útil, es, sencillamente, intersubjetivo.

 

La ciencia no es otra cosa que intersubjetividad -eso sí, una intersubjetividad sometida a criterios de control especialmente rigurosos que se manifiestan bien en los criterios que rigen el experimento científico.

 

Porque, a poco que piensen en ello, se darán cuenta que un experimento científico es, antes que nada, la fijación de las condiciones de su repetibilidad para que otros sujetos pueden repetirlo y confirmarlo: esa confirmación sobre la que se sostiene el edificio de la ciencia es pues netamente intersubjetiva.

 

Les parecerá que me he ido muy lejos de la cuestión, pero no es así.

 

Y ello por lo siguiente: la autoría es todo lo contrario de la intersubjetividad: los criterios de repetibilidad hacen que cualquier sujeto pueda repetir un experimento, de modo que en esa repetición ya no está el sujeto, sino lo intersubjetivo, es decir, lo objetivo.

 

En suma: lo intersubjetivo es lo objetivo. Y, por eso, lo intersubjetivo es lo que se opone a lo subjetivo.

 

De modo que es una contradicción la noción misma de autoría intersubjetiva.

 


Autoría vs intersubjetividad

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La autoría es la presencia, en la obra, de la singularidad, de la subjetividad, de su autor.

 

Y por cierto que ése es uno de los factores que más dificulta la posibilidad de que aparezca una gran película.

 

De hecho, el primer riesgo que amenaza a una película es que cada cosa vaya por su cuenta, que no haya armonía, que no se dé la cohesión mínima entre sus diferentes elementos, entre el trabajo de cada uno de los miembros del equipo.

 

Ejemplo bien palpable de ello es la ausencia de sintonía que tantas veces se da entre la interpretación de los diferentes actores.

 

Pero el segundo riesgo, producto de la presencia de un director profesional pero mediocre a cargo de un conjunto de profesionales solventes, es que la película cuaje como una obra intersubjetiva, armónica, pero sin otra armonía que la del común denominador intersubjetivo, es decir, la del discurso convencional consensuado de su tiempo.

 

Así es lo que a veces se ha dado en llamar cine de calité.

 

Eso de lo que les decía el primer día que es pura ficción. Ninguna verdad subjetiva hay en esas películas porque en ellas todo es, precisamente, tan intersubjetivo como previsible.

 

Las grandes películas solo pueden tener un autor: un cineasta capaz de ser un gran director de orquesta y capaz, por tanto, de impregnar con su voluntad a todos los miembros de su equipo: uno capaz de tomar de ellos todo lo que se ajusta a su necesidad y capaz de neutralizar en ellos todo lo demás.

 

Unos lo logran de modo autoritario, otros de modo persuasivo. Y la mayor parte por todo tipo de soluciones intermedias entre lo uno y lo otro.

 

Pero solo cuando lo logran nos encontramos con una gran película, que es siempre de una singularidad irrepetible.

 

Y, para que se den cuenta de que en esta reflexión no nos hemos alejado un ápice del psicoanálisis, les diré que lo que acabo de señalarles es la causa de que en psicoanálisis -al menos en psicoanálisis freudiano, que es el que yo les enseño- carece de sentido hablar de inconsciente colectivo.

 

 


Relatos mitológicos

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Pasemos a la segunda cuestión suscitada en el correo que he recibido:

 

«¿Carece Occidente por completo de mitologías potentes? Dijo usted que la cultura occidental contemporánea ha prescindido de sus relatos mitológicos. Pero esto me impacta, ya que no ceso de ver productos culturales basados en mitologías antiguas, las mismas que han venido estructurando el imaginario colectivo hasta el día de hoy. Aunque reconozco que éstas imágenes y relatos pueden estar deteriorados a causa de su castración y compresión en el momento de convertirlos en productos masivos y políticamente correctos de consumo.

«Me estoy refiriendo, por ejemplo, a las películas de superhéroes (…)

«Por otro lado, tenemos todo el imaginario que emana, principalmente, de la obra de Tolkien, que condensó en sus epopeyas fantásticas gran cantidad de símbolos y relatos de diversas mitologías occidentales. (…)

«Por supuesto que no constituyen narrativas preponderantes en nuestra cultura -¿o sí? Creo que por su peso, dada su difusión, no debemos menospreciarlas como si de tendencias marginales se tratasen. Claro que todas estas mitologías, como le he comentado arriba, quizá son poco potentes desde el momento en que son degradadas y embotelladas como bienes de consumo masivo. Pervertidas, en suma.»

 

 

El asunto es que no hay contradicción entre lo uno y lo otro: es un hecho que abundan los productos culturales basados en mitologías antiguas y es un hecho que la cultura occidental contemporánea ha prescindido de sus relatos mitológicos.

 

Y ello porque esos productos culturales basados en mitologías antiguas no son ya relatos mitológicos.

 

Pues un relato mitológico es -decía Mircea Eliade- un relato verdadero, es decir, un relato en el que una comunidad cree verdaderamente, de modo que encuentra en él su fundamento.

 

Ese fue durante siglos, para Occidente, el relato mitológico cristiano, cuya última gran derivación -conviene siempre recordarlo- fue el relato socialista.

 

Y bien, ¿no les llama la atención que abunden los productos culturales basados en mitologías antiguas y que estén totalmente ausentes los que participan del relato mitológico cristiano?

 

Seguimos viviendo en la posmodernidad, es decir, vivimos entre textos basados en las más variadas mitologías antiguas a la vez que rechazamos la más moderna de las mitologías -que es, precisamente, la nuestra, la cristiana.

 

Pero sobre todo -este es el dato mayor- no creemos en ninguna de ellas: no son para nosotros más que ficciones con las que entretener nuestro ocio.

 

Es cierto, desde luego, que nuestra relación con ellas no se limita a eso, que nuestro inconsciente necesita y utiliza relatos como esos para elaborar sus conflictos.

 

El problema es que para eso sirven bien poco a causa de su deterioro, es decir, de su baja calidad, de su escasa verdad subjetiva.

 

Ciertamente, esos superhéroes no son figuras fálicas, sino solo mascaradas de uno de los aspectos de lo fálico -la erección- desprovisto de todo lo que constituye su profundidad simbólica -y precisamente en la comprensión de esa profundidad simbólica avanzaremos mucho a través del estudio de The Searchers: uno de los objetivos de este año será devolver a la noción psicoanalítica de falo toda la densidad que ha perdido vía la deriva deconstructiva del psicoanálisis lacaniano.

 

¿Y qué decir de la obra de Tolkien?

 

Yo la caracterizaría con la expresión de neomitología, en el mismo sentido en el que hablamos de neogótico o neoclásico.

 

Precisamente: condensa gran cantidad de símbolos y relatos de diversas mitologías occidentales.

 

Excelente descripción del collage posmoderno que la caracteriza. Ese es, precisamente, su problema: que contiene y mezcla demasiados símbolos y demasiadas mitologías; en suma, que añora lo mitológico tanto como es incapaz de vivirlo como verdadero; y por eso trata de suplir con cantidad la ausencia de verdad.

 

Y así, sucede que todas las mitologías a las que se hace referencia en esta pregunta forman parte de nuestro paisaje, desde luego, pero como mitologías blandas, carentes de vigor y de verdad.

 

Pero no atribuyan esa degradación al consumo masivo.

 

El arte renacentista fue objeto de consumo masivo, como lo fue el gran arte gótico, el barroco… y el gran cine clásico de Hollywood.

 

 

Hay veces que la mayoría consume lo mejor y hay veces que la mayoría consume lo peor. Valorar solo lo que consume la minoría no es otra cosa que un punto de vista aristocratizante que no lleva muy lejos.

 

Una última cosa: que haya en nuestro estado cultural muchas de esas mitologías blandas no quiere decir que no tengamos auténticas mitologías duras, en las que realmente creemos aunque no lo sepamos. Por ejemplo, creemos firmemente en el mal.

 

 

Creemos en el mal que habita Psicosis, Seven o El silencio de los corderos.

 

Creemos en la verdad diabólica de los holocaustos, esos sacrificios masivos de seres humanos a ciertas diosas arcaicas de nombre variable -Alemania, la Humanidad, la Madre patria…

 

 

Creemos -y, como Justine, adoramos- a esa diosa letal que retorna con el nombre de Melancholia, hasta el punto de que nos fascina la posibilidad de nuestra aniquilación absoluta.

 

Y que esa es una verdad rotunda para nosotros, los europeos de ahora mismo, lo prueba nuestra tendencia -de la que nadie quiere levantar acta- hacia la extinción biológica.

 

Pero ese es uno de los temas del congreso que la asociación Cultural Trama y Fondo va a realizar en esta Facultad el mes de marzo del año que viene.

 


¿Justine perversa?

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Pasemos ahora a otra cuestión que me ha llegado de otro de ustedes:

 

Jack: but…The bride…

Jack: Justine,..

Jack: Gorgeous woman…

 

«¿La estructura perversa no implica, aun si busca negar la castración, que uno ha entrado en el Edipo? ¿Se puede hablar de un sujeto del inconsciente en el caso del perverso? Y, en caso afirmativo, ¿no estaría Justine a menudo rayando en la desmentida de su propia castración antes que en la psicosis? La insistencia en rebajar a los varones del film de su potestad simbólica, ¿no sugiere una consciencia de la diferencia sexual – si bien invirtiendo sistemáticamente los roles de la escena heterosexual? O desde el otro punto de vista: ¿distingue el psicótico (como parece hacerlo Justine) lo masculino de lo femenino a la hora de protegerse de lo Real?»

 

 

La pregunta es buena, afinada.

 

Y, ciertamente, podríamos pensar a Justine como perversa si sólo conocieramos esos rasgos maníacos que no le impiden desenvolverse eficazmente en el mundo laboral

 


Jack: Where’s my tagline?


Jack: You were always great in coming up with a tagline

Jack: in a hurry.

Jack: What happened?

 

No hay duda, entra a la perfección, sin parpadear, en el juego perverso de Jack, su jefe. Y no hay duda de que éste sí es un perfecto perverso.

 

Tim: Hi.

 

Ya les advertí lo bien que cabalgaba.

 

Podríamos pensarla perversa si no fuera porque sabemos que se hunde en una depresión propiamente psicótica

 

Justine: It tastes like ashes.

Claire: It’s all right, sis.

 

de la que sólo sale instalada en un delirio tan intenso

 

 

que invade al relato en su conjunto.

 

John: My God.

 

Tanto como a todos sus personajes.

 

Miren, si Justine fuera perversa podría casarse y, a la vez, convertir su boda en una mascarada -precisamente- perversa.

 

Pero no es su caso.

 

Aunque se casa como jugando, de pronto, cuando el rito deposita en ella una interpelación por su ser de sujeto femenino, sencillamente, se brota -por más que el brote se encuentre omitido en el film; pero saben que su presencia viene anotada por la escansión entre la primera y la segunda parte y ese es el motivo del paso al punto de vista de Claire.

 

Pues bien, esa es la línea de separación más concluyente: el perverso no se brota.

 

O bien: en tanto no se brota, sigue siendo perverso.

 


Pregunta: las funciones de la madre y el padre

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Y ahora pasemos a la última pregunta, que, como era previsible, me ha llegado desde varios de ustedes:

 

«¿Es imprescindible que la función-madre y la función-padre del Edipo las desempeñen respectivamente una madre y un padre? ¿La estructura edípica (y la inscripción de la diferencia sexual) sólo tiene lugar ante un deseo anatómicamente heterosexual? ¿Tiene sentido hablar de función-padre?»

 

 

«Si el niño fuera alimentado por el padre también (sacándole la leche a la madre y que se la diera el padre) ¿sería algo positivo para el desarrollo del niño? ¿Podrían ser ambos más o menos iguales en importancia?»

 

 

¿Me dejan que empiece a responderles con una foto?

 

 

El asunto es que, en rigor, me parece que es pronto para responder a esta pregunta. Estaremos en mejores condiciones de afrontarla dentro de algunas sesiones de trabajo.

 

Pero, si esperan un poco, empezaremos, sin prisas, a hacerlo.

 


Edipo

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Les decía: en este momento el sujeto está empezando a nacer -me refiero al nacimiento del sujeto, no al nacimiento del individuo que se había producido ya antes, en el momento del parto.

 

 

Conducido por la mirada de la madre, está empezando a conocer una nueva forma de dolor, pero precisamente ese forma buena de dolor que no le fue dado conocer a Justine. Ese dolor bueno, necesario, que ha de constituir la primera herida del yo.

 

Y es que sólo por la vía del dolor se accede a la trama de Edipo.

 

Observen las dimensiones del drama:

 

 

De pronto la Imago Primordial que sostenía el Yo-todo-placer con su mirada

 

 

la aparta, mira en otra dirección-

 

 

y el mundo empieza a resquebrajarse en torno al niño.

 

 

¿Se dan cuenta de la angustia que, con ello, llega?

 

Si ella, que es la sede de mi yo,

 

 

ya no me mira,

 

 

entonces nada, fragmentación, despedazamiento.

 

 

Pero no es menos cierto que, al dejar de mirarme, ella conduce mi mirada:

 

 

Precisamente porque ella mira en otra dirección

 

 

el yo se estremece lleno de angustia, pero, a la vez, ve el deseo por primera vez.

 

-Porque nadie ve el deseo cuando le miran a los ojos con deseo -lo que se ve entonces es la rememoración de la Imago Primordial. Uno solo puede ver el deseo cuando ve a alguien que mira con deseo a otro.

 

 

femenino / masculino
interior / exterior
casa / desierto
pasivo / activo

 

La simbólica de lo masculino y lo femenino se hace visible por primera vez.

 

Pero les insisto, no les digo que lo real sea así, no les digo que sea así la naturaleza humana, ni la biología humana… sencillamente porque nada de eso existe en lo real.

 

Y ello porque lo real puede ser de todas las maneras y no es, finalmente, de ninguna.

 

Les hablo de la simbólica que, con extraordinaria potencia, habita este texto.

 

Y les recuerdo que es, o ha sido, una simbólica de largo calado, en buena medida fundida con nuestra civilización.

 

Por tanto, sólo un último añadido a la discusión del otro día: yo no digo que el sexo sea reproducción, placer, dolor o destrucción, por más que, en la práctica, suela tener que ver con todas esas cosas.

 

Ciertamente, les decía el otro día que los marcianos que nos contemplan no pueden dejar de manifestar su asombro por nuestra insistencia en afirmar que el sexo nada tiene que ver con la reproducción a pesar de la evidencia que consta en las grabaciones que hacen desde sus naves en las que aparecen humanos copulando, uno de los cuales empieza a resultar cada vez abultado una cuantas semanas más tarde.

 

No siempre, desde luego.

 

Pero, en el procesamiento de los datos que realizan los potentes ordenadores que poseen en sus naves, no han logrado encontrar ningún otro factor que correlacione de manera tan alta con el coito.

 

Y les llamaba igualmente la atención sobre el hecho de que el deseo humano -en tanto inconsciente- está edípicamente sobredeterminado, es decir, asociado a los deseos edípicos, que son deseos hacia el padre y hacia la madre, a su vez sobredeterminados por esa escena inconsciente nuclear que es la escena primaria.

 

Pero eso no significa que el sexo, por sí mismo, sea una cosa u otra.

 

Por eso les decía también que el sexo, para los animales, no significa nada: que ellos, sencillamente, copulan. No tienen conciencia del tiempo, ni tienen palabras con las que ceñirlo.

 

Sencillamente, copulan -los que lo hacen, porque ni siquiera todos los individuos de cada especie participan de esa actividad.

 

Ni viven en la significación, ni formulan reflexiones sobre las relaciones entre las cosas.

 

Lo que les digo de los marcianos se debe, precisamente, a lo que comparten con nosotros: la conciencia del tiempo y las palabras.

 

Si ellos reparan en la relación entre el coito y la reproducción es sencillamente porque ese, el de la perpetuación de la especie, es un tema que les interesa.

 

Lo que indica que, además de tener conciencia del tiempo y lenguaje que la expresa, no son inmortales, sino que se saben confrontados con la muerte.

 

Pues, en caso contrario, probablemente ni se plantearían la cuestión.

 

Lo que les digo, en suma -y pienso que en ello sigo estrictamente el pensamiento freudiano-, es que el sexo es lo real tal y como se manifiesta en nuestro cuerpo y en el cuerpo de nuestro semejantes -haciendo de ellos, dicho sea de paso, bastante poco semejantes.

 

O, si prefieren, y creo que así lo entenderán mejor, el sexo es lo indio tal y como se manifiesta en nuestros cuerpos.

 

Ese es el porqué de esa manta colocada sobre el palenque -alguien de entre ustedes, sin duda consciente de mis dificultades para nombrar ese madero de atar los caballos, me ha escrito brindándome la palabra que se usa en Argentina, aunque no aquí, donde no tenemos ninguna específica para ello, de modo que, ¿por qué no emplearla?

 

Y así les decía: entre lo masculino y lo femenino no hay una mera barra significante que opone dos términos equivalentes de significado opuesto: entre lo masculino y lo femenino está lo indio, el abismo de lo real.

 


Aaron

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Les decía que ella no está sola, que por eso este plano es de diferente encuadre que el anterior de ella.

 

Pues hay alguien que, en principio, resulta casi invisible, pues aparece tras ella y como fundido con la casa -como el color de su piel es semejante al de los ladrillos.

 


 

De hecho, aparece como una suerte de emanación de ella misma: como una de sus múltiples manifestaciones en el mundo del niño.

 

A medio camino entre la interrogación y la respuesta, el hombre pronuncia un nombre:

 

Aaron: Ethan?

 

Tal es la primera palabra que se oye en el film.

 

De modo que el que llega de lejos, del desierto, comparece del lado del nombre.

 

Es decir: introduce por primera vez el nombre, con toda su inesperada opacidad, en el mundo del niño.

 

Obviamente, el que lo ha pronunciado también le reconoce, pero con incomodidad, con una larvada hostilidad, yo diría que incluso con un cierto miedo.

 

No hay duda de que se trata del marido de ella, no solo porque procede del interior, sino por la incomodidad con la que la mujer percibe y acepta su aparición en la escena.

 

El titubeo de su mirada, la inquietud que late en ella, la manera con la que desciende dejando ver que hay algo que calla, hacen palpable que trata de ocultarle su deseo.

 

Pero el dato mayor no es esa ocultación, sino la rapidez con la que ella se entrega, de nuevo, a su deseo ignorando la presencia del esposo.

 

 

De ese esposo que, sin embargo, se interpone entre ella y el hombre deseado que llega.

 

Qué cantidad de sugerencias se nos ofrecen con tan pequeñas vibraciones de un solo plano.

 

Él, aunque teme al hombre que llega, había llegado a dar por imposible su retorno y le había olvidado totalmente.

 

Ella, en cambio, le ha amado siempre y no le ha olvidado nunca, ha seguido siempre esperando su retorno aun cuando sabía y sabe que su amor es imposible.

 

Con lo que se dibuja, de un solo trazo, el malestar de la relación que los dos personajes en plano han venido viviendo durante todos esos años que les separan de la partida del que ahora llega.

 

 

Él se interpone, es cierto.

 

Pero no es menos cierto que aparece, en la escena, como una expansión, como una emanación de ella y de la casa -de esa casa que ella misma es.

 

Quizás por eso su rostro, iluminado por el sol, brilla ahora tanto como el delantal blanco de ella.

 

Pero ese golpe de sol que acaba de recibir traduce bien, en cualquier caso, la confirmación de un reconocimiento del que llega que este personaje hubiera querido negar.

 


Faldas que vibran

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Por lo demás, ese movimiento por el que se aproxima hacia el que llega se prolonga en un movimiento coral que emerge en los flancos de la casa

 


 

Las dos hijas se mueven a la vez, pero en direcciones opuestas.

 

Las dos se detienen a la vez, cada una en uno de los flancos del porche en cuyo centro se encuentra la madre.

 

Movimiento coral, casi una danza, por la que la casa despliega el esplendor de su feminidad recibiendo al hombre que llega.

 

Tres mujeres, por cierto, que hacen presentes las tres edades de la feminidad: la niña, la joven casadera, la mujer casada y madre.

 

Y han visto como el viento hace mover las faldas de todas ellas, todas ellas vibrantes de deseo ante el hombre que llega.

 

Culmina así el crescendo que, al modo del montaje tonal, ha modulado la sucesión de planos de la secuencia.

 

Pues a partir del estatismo absoluto del negro que invadía la pantalla en su comienzo, un encadenamiento de movimientos primero mínimos y luego cada vez más acentuados ha ido ritmando el desarrollo de la escena, como si, desde que se abriera la puerta y la mujer atisbara al hombre, algo, no solo en la mujer, sino en el conjunto de la casa y sus habitantes, hubiera comenzado a despertar de un largo letargo.

 

 

Y un niño. En tanto niño, del lado de la casa, todavía en actitud femenina -espera, recibe, mira-; en tanto varón, en la zona exterior del porche. La madera que carga le hace partícipe de una actividad que le separa ya del campo de lo femenino.

 

 

Como ven, Aaron está sólo un paso más allá de ese niño: como todos los demás, también él espera, también él se coloca del lado de esa posición pasiva que es la que el porche pone en escena y metaforiza.

 

Y anoten, antes de abandonar este plano, este otro dato notable: precisamente porque está ahí, ella, la mujer, la madre, no le mira.

 

No es allí donde le necesita, y mucho menos donde le desea.

 

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Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0
CC1506014235678 , 2015

 

 

3. La mirada y el deseo

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 10/10/2014 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

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La interrogación

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Algo más queda por decir de esta imagen única sobre la que se inscriben los créditos, y esta vez algo relativo no a lo que muestra, sino a su proyección temporal.

 

Me refiero a la prolongación de la imagen de este muro, sin el menor cambio, sin que ninguna figura sea mostrada junto a él.

 

 

No hay figura alguna, pero tampoco hay fondo: hay, solo, un muro que cierra el campo visual impidiéndonos ver nada más.

 

Sin embargo, estamos en el comienzo del film. Y un film, a diferencia de una pintura o de una fotografía, posee una índole temporal que se conforma como el devenir de una sucesión de imágenes que se dan a nuestra mirada.

 

De hecho, excepto para la última de esas imágenes, cada una de ellas, si ofrece algo a la mirada, está a la vez tensionada por las imágenes que habrán de seguirle.

 

Y, en ese sentido, cada imagen vela las que le siguen, cubre el lugar donde éstas habrán de surgir.

 

Pues bien, aquí esa dimensión de velamiento alcanza su máximo, pues todo está pendiente y todavía nada se nos ha dado a ver -excepto el muro mismo.

 

Y así, el deseo de ver, el deseo de que haya imágenes, objetos visuales para la pulsión que habita nuestra mirada, es temporalmente denegado y convertido en interrogación.

 

What makes a man to wander

What makes a man to roam?

What makes a man leave bed and board

And turn his back on home?

Ride away, ride away, ride away

 

Pues ese muro, precisamente por que cierra el campo de nuestra mirada, nos confronta con una interrogación; interrogación, les decía, por el ser del relato, a la que un relato va a responder: el configurado por la travesía de sus héroes a través de su universo narrativo y que será también, como sucede siempre, el de nuestra propia travesía por el texto que lo contiene.

 

Pues ellos y nosotros, nosotros a través de ellos, somos igualmente buscadores: buscadores de nosotros mismos, interrogados por aquello inconsciente que nos constituye.

 

Buscadores no tanto de determinado objeto perdido, como de determinado sentido para nuestro trayecto.

 

Y bien, anoten esta diferencia notable: aquí hay busca donde, en Melancholia, hay fracaso.

 

Y la cifra de esa búsqueda es, como les vengo anunciando, la de la trama de Edipo.

 

 

Supongo que han leído ya el capítulo tercero de Esquema del psicoanálisis El desarrollo de la función sexual– que contiene una espléndida síntesis del Edipo, incluido lo que lo precede y los modos de su resolución. Pero si no es así, háganlo con premura.

 


La depresión y la caída de la mirada

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Les hablaba de lo que en este muro hay de denegación de nuestro deseo de mirar y, a la vez, de interrogación por él.

 

Les diría más, pues suscita la condición misma de su posibilidad.

 

¿Qué hace falta para que podamos mirar?

 

No digo ver: el ver está dado desde el momento mismo en que los estímulos exteriores golpean nuestra retina.

 

Y que esos estímulos son potencialmente devastadores es algo que todos sabemos aunque tendemos a olvidarlo: si miramos fijamente al sol, nos quedamos ciegos; la violencia de esa energía real arrasa nuestro ojo.

 

Y por cierto que algo de esa índole sucede en el final de Melancholia:

 

 

Nuestra mirada se abrasa, y lo que sigue es la oscuridad absoluta.

 

 

Y bien, consideren la posibilidad de que ese verse arrasada la mirada esté en relación directa con el fracaso del relato, es decir, también, con la caída absoluta del deseo y del sentido.

 

 

Ver está dado, no así mirar. A mirar hay que aprender. Y ese aprendizaje se confunde totalmente con el aprendizaje del deseo.

 

Pues el deseo no está dado, lo que está dado es la pulsión. Y por cierto que es la pulsión, tal y como se manifiesta a través del ojo, la que nos empuja a ver el sol.

 

La pulsión viene dada, en cambio es necesario aprender a desear; es decir: a ligar la pulsión con determinados objetos.

 

En el seminario de Lima tienen una detenida exposición sobre ese proceso de nacimiento simultáneo de la mirada, el objeto y el deseo tanto como de los motivos de su fracaso en Melancholia.

 

Y recuerden, a este propósito, que uno de los datos más inmediatos de la depresión -y no hablo del coloquial estar deprimido, sino de una crisis depresiva masiva, netamente patológica, como la que padece Justine-, es la caída de la mirada:

 

Claire: Come on.

Claire: You ‘ll see you’ll like it. I promise. Come on.

Claire: I’ll wash you, okay? Just lift your foot.

Claire: Go on. Lift your foot.

Claire: You need a bath. You need to wash.

Claire: Right?

Justine: I’m so tired…

Claire: Come on, try.


Justine: I can not.

 

El mundo se ha apagado para Justine, quien carece totalmente de objetos para su mirada, y carece, por ello mismo, de mirada; está abismada en un insoportable fondo interior donde nada ordena, donde nada orienta ni da salida a sus mociones pulsionales.

 

En los videos encontrarán un análisis detenido de todo ello, incluidas las pesadillas en las que esa siniestra vivencia se manifiesta.

 

 

Ahora retengan tan solo su fenomenología. Y el alarido que la acompaña:

 

Claire: Justine, you’ll like it.

(Justine llora como un bebé)

 


La primera mirada

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Pues bien, en las antípodas de todo ello, el mundo se ilumina para ustedes en The Searchers:

 

 

¿Y saben por qué?

 

Es evidente: porque hay alguien que conduce su mirada con su deseo -quiero decir: hay alguien que conduce nuestra mirada con su deseo- y, así, la -y lo- hace posible.

 

Pero para que se den cuenta de la importancia decisiva de lo que es este momento inaugural del film de Ford sucede, es imprescindible que conozcan el análisis de Melancholia, pues allí, en el universo de Justine, nunca sucedió nada de esta índole.

 

O dicho en otros términos: están ustedes rememorando la entrada del individuo en el Edipo.

 

Y también es importante que vean pronto ese seminario porque allí encontrarán elementos para pensar lo que ha sucedido antes del momento en que The Searchers comienza.

 

De modo que retrocedamos:

 

 

Y es que la cámara, en el momento del arranque del relato, antes de que ella salga, se encuentra en el lugar de lo real.

 

De modo que el film arranca desde un interior extremo y opaco: totalmente negro.

 


La mujer que espera

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Desde ahí se inaugura nuestra mirada de espectadores, asociada a la mirada de una mujer.

 

Y así experimentamos el paso desde el negro, la oscuridad absoluta, a la luminosidad extrema, cegadora, del desierto en el mediodía.

 

¿Acaso no descubriremos pronto que parecen cegados los ojos de Ethan, el hombre que lo recorre?

 

Pero no vayamos tan de prisa.

 


 

Mirar, les decía, es seguir la mirada de alguien.

 


 

Y en ello el talento compositivo de Ford se manifiesta desde el primer momento: aunque todavía solo vemos su silueta al contraluz, la reconocemos inmediatamente como mujer.

 

Y, al mismo tiempo, la condición radical del cuerpo de la mujer es suscitada de manera neta por su ubicación en ese umbral que separa el interior del exterior, la luz de la oscuridad.

 

De modo que el negro de su figura es el negro de ese espacio interior al que, desde el comienzo del film, queda asociada.

 

Y su mirada, aunque no nos sea dado ver su rostro, queda dibujada por el escorzo de su figura tanto como por la línea descendente de la montaña del fondo.

 


 

Apoya su mano izquierda sobre el marco de la puerta, se detiene pues un instante, adivinamos que fija la mirada, que empieza quizá a reconocer…

 

Y el viento que ahora mueve su falda traduce la vibración emocional que la alcanza…

 

La cámara anticipa un instante antes su movimiento de avance.

 


 

Los maderos del tejado del porche señalan hacia el exterior en la dirección de su mirada.

 


 

Nuestra mirada y la de ella localizan a la vez la lejana figura del hombre que se acerca a caballo.

 

Dos hechos han coincidido en ese instante: la cámara ha detenido su movimiento y la mujer ha apoyado su mano sobre la columna de madera que sostiene el porche.

 

Como si necesitara apoyarse para recuperar el equilibrio ante la emoción que la embarga, quizás también como si necesitara frenarse a sí misma para no echar a correr hacia el hombre que llega.

 

Y el viento crece haciendo aumentar el movimiento de su cabello y de su vestido, de su delantal y su lazo: toda ella se estremece de deseo ante esa llegada.

 


 

Espléndida actriz Dorothy Jordan.

 

Miren sus ojos: no se ve en ellos el esfuerzo de aguzar la mirada sobre algo desconocido, sino, por el contrario, el reconocimiento por el que una imagen interior es superpuesta sobre aquello que se encuentra en su campo visual: ella está viendo menos lo real que sucede ante ella que la imagen anhelada y aguardada durante años.

 

 

¿Y el gesto de su mano?

 

Es antes un saludo que una protección frente al sol -pues en esa posición, de nada puede proteger, para nada puede ayudar a fijar la mirada.

 

Es por eso, más bien, un saludo escondido en el gesto de protegerse del sol, en el que se la muestra entregándose, tan acogedora como enternecidamente desnuda se abre su mano, para aquel al que saluda.

 

Momento oportuno para anotar la dialéctica de lo femenino tal y como el film la establece en su inicio:

 

 

Siendo espacio interior que aguarda, es también imagen que se da a ver e incita a la mirada -¿no tiene todo porche algo de escaparate?

 

¿Y qué me dicen de la forma de su respiración, que se confunde con la respiración misma del plano?

 

 

Todo delata su anhelo, el quiebro de su deseo.

 

El deseo amoroso de una joven enamorada que parece haber quedado congelado en el interior de su pecho durante años y que allí se conserva vivo y joven como el primer día: un deseo virgen como radiantemente blanco es el delantal de la mujer.

 

Sus labios, por lo demás, son de un carmín bien rojo que posee la intensidad del rojo con el que ha sido escrito el título del film.

 

 

La ambivalencia a la que se haya sometido ese deseo, esa misma que ha sido ya insinuada por las detenciones de la mujer en su avance hasta el límite exterior del porche, se escribe ahora en la dialéctica que ordena las posiciones de sus manos: una, venimos de anotarlo, abierta sobre la frente, cálidamente entregada al que llega; la otra, en cambio, oculta tras el madero, sujetándose a él, conteniendo un nuevo avance que ya resultaría intolerable.

 

El madero que sustenta el tejado del porche sigue presente, manteniendo, si no acentuando, su protagonismo composicional.

 

Punto de sujeción, barra, frontera, nueva definición del umbral, del límite entre el interior y el exterior.

 

Tiene, por ello, dos caras,

 

 

dos configuraciones visuales que lo constituyen en bisagra de esa articulación.

 

Si una, la del plano anterior, es oscura -como la figura de la mujer, como el interior de la casa y el tejado del porche-, la otra se descubre dotada de la textura y de la luminosidad, intensa y árida, en cuanto es la exterior, la que está del lado del desierto.

 

>

 

Por raccord de mirada, llega el contraplano en forma de plano subjetivo de la mujer: el gran paisaje abierto, inmenso y vacío del desierto en el que sólo progresivamente comenzamos a identificar, en la lejanía, la figura móvil de un hombre que se aproxima a caballo, enmarcado por dos grandes y erguidas montañas rocosas.

 


La simbólica de la diferencia sexual

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Y con la cadencia del ceremonial se repite, en la presentación del hombre que se acerca, el mismo dispositivo que rigiera la presentación de la mujer.

 

Al igual que ella, antes de que su figura se concrete en la de una mujer singular, ha aparecido como mujer -como espacio interior que aguarda, potencialmente abierto a lo exterior-,

 

 

él, antes que nos sea dado ver su rostro y las peculiaridades de su cuerpo, aparece como hombre: figura que recorre lo exterior y es potencialmente capaz de aproximarse e introducirse en lo interior.

 

Se dan cuenta de la simbólica de la diferencia sexual que así se articula y que desde el comienzo mismo del texto formula, digámoslo así, su axiomática mayor:

 

 

lo femenino frente a lo masculino, lo interior frente a lo exterior, la casa frente al desierto.

 

Lo pasivo frente a lo activo.

 

Y que de tal se trata es algo que viene a confirmar la presencia en imagen de ese poste de atar los caballos que separa el exterior desde el que él llega del interior en el que ella aguarda.

 

¿No les parece la más expresiva inscripción de la barra significante sobre la que se construye todo eje semántico?

 

femenino / masculino

interior / exterior

casa / desierto

pasivo / activo

 

Imagino que ahora algunos de ustedes se preguntarán indignados: ¿es que una mujer no puede recorrer el desierto y penetrar activamente en la casa de un hombre?

 

Y yo correré a decirles, para calmar su indignación, que por supuesto, que puede.

 

Como la Justine de Melancholia lo hace habitualmente demostrando ser la más brillante ejecutiva del mundo publicitario.

 

Pero les recuerdo que el problema de Justine estriba no en que no pueda hacer eso, sino, precisamente, en que no puede hacer lo contrario.

 

De lo que les hablo es de la simbólica que apresa las condiciones esenciales de la geografía del acto sexual, en aquello que hace que no haya intercambiabilidad posible: me refiero a la penetración, dialéctica que coloca, a un lado, un cuerpo que penetra y al otro un cuerpo penetrado.

 

Me dirán ustedes que es posible mantener relaciones sexuales de otras maneras y yo, por supuesto, les diré que sin duda es así, pero añadiré que les estoy hablando no de cualquiera de esas otras formas posibles, sino de la forma central.

 

Aquella, la del coito, capaz de generar una nueva vida.

 

Y es necesariamente de eso de lo que se trata si es que pretendemos explorar el Edipo.

 

Pues, aunque no haya aparecido todavía, y aunque por ahora esté actuando el punto de vista de la mujer, no deja de ser el punto de vista del hijo el que late en la escena, por más que él no haya aparecido todavía.

 

¿Pero cómo podría aparecer ya si él mismo todavía no puede reconocerse en su singularidad, si carece todavía de imagen de sí, a pesar del desconcierto que ha empezado a experimentar cuando ella ha desviado su mirada de él mismo para focalizarla en otra dirección?

 

En dirección a ese que llega y al que ella desea y a efectos de cuya llegada él, el hijo, habrá de reconocerse a sí mismo como diferente de esa imago primordial en la que, hasta ahora, ha localizado su yo.

 

Pues así comienza el Edipo: en el momento mismo en que la Imago Primordial mira en otra dirección, se descubre deseante y carente y el yo del niño, no soportado ya por la mirada de ella, revive la angustia de su desintegración.

 

Volvamos pues a esa barra significante.

 

Debo advertirles que utilizo en término barra significante en sentido lingüístico, no lacaniano.

 

Lacan habla de la barra que separa al significante del significado pero, que yo sepa, esa barra nada tiene que ver con la lingüística ni con la semiótica -el signo tiene dos caras, pero ninguna barra.

 

Yo les hablo de la barra que constituye la oposición entre dos semas que, precisamente porque se oponen, constituyen un eje semántico.

 

De hecho, si se detienen a pensar en ello, se darán cuenta de que todo el dispositivo escenográfico se organiza sobre el despliegue de esa cadena de pares en oposición.

 

Primero en forma del marco de la puerta,

 

 

ese umbral que separa el interior del exterior a través del cual se ha abierto nuestra mirada en el comienzo del film.

 

Luego,

 

 

en esa su expansión escenográfica

 

 

que constituye el porche.

 

Finalmente en este madero de atar los caballos que, mostrado por primera vez en el plano anterior

 

 

divide ahora nítidamente en dos mitades el espacio de la secuencia

 

 

femenino / masculino

interior / exterior

casa / desierto

pasivo / activo

 

separando nítidamente el objeto de la mirada -el hombre a caballo que se acerca-, del sujeto que la sustenta -la mujer que le aguarda en el filo del porche.

 


La manta y lo real

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Está, por lo demás, especialmente marcada, visibilizada, por la manta que cuelga sobre uno de sus extremos.

 

Notable esta manta. No está ahí tan sólo para hacer visible, con el peso compositivo que introduce en la imagen, la presencia de ese tronco-barra que ordena y articula el espacio simbólico de esta escena inicial.

 

¿Se han dado cuenta de que no estaba presente hace un momento, cuando veíamos a la mujer salir de la casa?

 

 

¿Fallo de raccord?

 

Decir eso es no decir nada.

 

De modo que mírenlo desde este otro punto de vista: en la misma medida en que el que llega es reconocido como el hombre en sentido fuerte, es decir, no como cualquier hombre, sino como el hombre al que ella desea, en esa medida y en ese momento aparece ahí, sobre ese madero de atar los caballos que se ha convertido en la barra significante de la diferencia sexual, una manta.

 

Y no cualquier manta, sino una manta india, con toda la intensidad, con todo el peso dramático que lo indio posee en esta película.

 

Dicho sea de paso: espero que no se hayan dejado llevar por los tópicos de los discursos poscoloniales, hoy tan de moda. En la economía de este texto los indios no son las víctimas oprimidas, desde luego, pero tampoco son los malvados asesinos. Son, sencillamente, para los protagonistas del film, la expresión radical de la amenaza que procede del exterior.

 

Son, en suma, lo real.

 

Pues bien: que esa manta, por ser india, localiza lo real y se hace presenta ahora y ahí es algo que tiene toda la importancia.

 

En primer lugar, porque lo indio aparece, desde el primer momento, ligado visualmente a ese hombre que ahora llega -pero de las implicaciones de esto tendremos muchas ocasiones de hablar en lo que sigue-, en segundo lugar -y en eso sí debemos detenernos ahora-, porque lo indio, es decir, lo real, aparece, es localizado, en el lugar mismo de la barra significante.

 

Y bien, en eso precisamente estriba la diferencia entre una oposición semiótica y una oposición simbólica.

 

Pues la barra que opone dos signos en un eje semántico carece absolutamente de espesor: alto se opone a bajo -sobre el eje semántico de la estatura-, fuerte a débil -sobre el eje semántico de la fuerza-, hombre a mujer -sobre el eje semántico del género sexual.

 

Son signos sin espesor, que permiten clasificar y, asi, categorizar a los individuos o a las magnitudes.

 

El orden semiótico está configurado así, por una red de significantes que se oponen y se recortan entre sí. No me detengo en ello porque está explicado detenidamente en los videos de Lima. -Salvo, claro está, que ustedes me lo reclamen.

 

Pero un orden simbólico es de otro orden: sus categorías no solo se oponen en un juego diferencial, sino que se abisman en torno a fosas insondables.

 

Quiero decir: simbólicamente, entre el hombre y la mujer no hay una mera oposición, sino un abismo: el abismo que introduce la geografía real de cada cuerpo.

 

Eso es lo que esa manta india indica: que esa barra se espesa, que no es una mera marca diferencial, sino un abismo real.

 

Lo indio, lo radicalmente otro, lo absolutamente diferente: eso es lo que es localizado ahí, en el núcleo mismo de la experiencia sexual que los símbolos de lo masculino y lo femenino ciñen y orientan.

 

 

Con la llegada de ese hombre, y con la mirada de esa mujer que le espera y acoge, el tiempo se densifica.

 

De hecho, la lejanía en el espacio del hombre que se aproxima, suscita la lejanía en el tiempo de lo que ahora revive en la mujer que espera.

 

Pues, como les decía antes, la mujer, a la vez que afina su mirada, reconoce.

 

Reconoce algo procedente de un pasado lejano que retorna.

 


 

Pero sucede que ella no está sola.

 

Por eso este plano es de diferente encuadre al anterior de ella: más abierto, destinado a permitir la entrada en imagen, procedente del interior de la casa, de un tercer personaje.

 

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2. Las energías que amenazan al yo

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 10/10/2014 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

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La conciencia se engaña

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Comenzaremos hoy atendiendo a una pregunta que me ha llegado entre la sesión anterior y ésta vía internet:

 

«Me he quedado pensando sobre el hecho de que visualizando una película es el inconsciente el que entra en juego y que se demuestra así que existe porque aun sabiendo que lo que vemos es ficticio, sentimos emociones. Imaginando que fuera el abogado del diablo y que no creyera que existe el inconsciente (…) ¿podría decirse (quien no creyera en la existencia del inconsciente) que quizás viendo una película se engañe la consciencia y ésta piense que es real? O ¿si se engaña al consciente este hecho ya es muestra de que no es el consciente el que entra en juego porque no es posible engañar a la consciencia? ¿Las emociones por tanto pertenecen todas al inconsciente?

«(…) otra pregunta: cuando a alguien le fascina por ejemplo bailar, por razones varias, ¿es el inconsciente el que entra en juego en ese arte? cuando bailamos con placer por ejemplo, se libera el inconsciente y el consciente le da paso para que salga lo reprimido de ahí? O ¿sencillamente el consciente deja de actuar? ¿Quién actúa en este caso?»

 

 

Despejemos una primera confusión: que la conciencia se engaña es algo que se deduce de la existencia del inconsciente.

 

Por lo demás, no es necesario el psicoanálisis para reconocer la posibilidad de que la conciencia se engañe. La simple existencia de frases como: Creía haber visto… pero me confundí muestran que es un fenómeno del todo frecuente que nuestra conciencia se engañe.

 

Ciertamente, las emociones proceden de lo inconsciente, pero si las percibimos, si tomamos consciencia de ellas, es que alcanzan a nuestra conciencia. Lo que siempre queda pendiente de análisis es si, en ese proceso, han sido objeto de modificación, si los auténticos contenidos emocionales se han visto alterados por obra de la represión y se manifiestan en la conciencia de manera disfrazada.

 

Hay veces, por ejemplo, en que la emoción que cierta película produce en su espectador se transforma, en su conciencia, en cólera indignada contra la misma por, por ejemplo, cierto carácter reaccionario que se le atribuye.

 

En ciertas épocas, este mecanismo se ha generalizado de manera notable, de modo que muchos críticos se indignan con las películas que suscitan sus emociones, acusándolas de películas manipuladoras, falseadoras de la realidad, mientras que aplauden las películas frías y distanciadas -lo que hace sospechar que tienen un miedo especial hacia sus propias emociones.

 

Y lo más notable es que este mecanismo se manifiesta tanto más cuanto son las emociones buenas, las amables, digámoslo así, las que se manifiestan. Porque cuando son las otras, las violentas y hostiles, el crítico no suele indignarse en nada, sino que tiende a expresar su entusiasmo ante una película que considera en extremo realista y profunda.

 

En todo caso no olviden lo que han leído en Esquema del psicoanálisis: los procesos psíquicos son, en lo esencial, inconscientes, y sólo una parte de ellos se manifiestan de manera más o menos íntegra o más o menos disfrazada en la consciencia.

 

Por eso, no se planteen el asunto en términos de que a veces actúa lo inconsciente y a veces no.

 

Los contenidos inconscientes están siempre ahí, aguardando cualquier resquicio para burlar la represión y manifestarse en la conciencia.


Las emociones del espectador y su verdad

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Pero no es muy apropiado hablar de liberación del inconsciente.

 

El objetivo del análisis no es liberar nada, sino llegar a poder saber, a soportar saber algo que sabemos y que sin embargo no soportamos saber.

 

Por eso ese saber se ha tornado inaccesible, inconsciente.

 

Lo que está en juego es, por tanto, cierto saber, y ese saber puede liberarnos, sin duda, de nuestros síntomas, que nos encadenan a la idiotez de su repetición.

 

Pero carece de sentido hablar de la liberación de un saber.

 

La palabra apropiada, en cambio, es, sencillamente, acceso.

 

Lo que podría ser liberado sería la pulsión, pero miren, no se trata de eso y eso, además, no conviene.

 

La pulsión debe ser conducida, canalizada, para que obtenga una salida humana. Pero no liberada, porque la liberación de la pulsión es siempre explosiva y, por tanto, potencialmente destructiva.

 

No olviden, a este propósito, que la cultura es siempre, represión y canalización de la pulsión.

 

Pues, a diferencia de lo que sucede en la mayor parte de los otros discursos modernos, para el psicoanálisis la represión no es, sin más, una magnitud negativa.

 

Por el contrario. Para el psicoanálisis hay una buena y una mala represión.

 

Es más: hay una represión estructuralmente necesaria que es condición de la construcción de la subjetividad: ese es uno de los aspectos centrales del Edipo.

 

Pero el núcleo de la pregunta se encuentra aquí:

 

¿Podría decirse (quien no creyera en la existencia del inconsciente) que quizás viendo una película se engañe la consciencia y ésta piense que es real?

 

El asunto es: que es real ¿qué?

 

¿Las cosas, los paisajes, los personajes que vemos en la película?

 

Bueno todo eso es real en buena medida, dado que la película es un trabajo de puesta en escena en la que los objetos y los paisajes han estado ahí, como han estado ahí los actores.

 

No, los personajes, desde luego, pero estos han existido alguna vez, en algún lugar. Cuando menos en la mente del cineasta, quien seguramente los habrá obtenido de cierta experiencia real que tuvo alguna vez…

 

Y por lo demás, está la realidad de los actores que encarnan a esos personajes apelando para ello a sus propias experiencias emocionales…

 

De modo que todo eso es más real de lo que parece a primera vista: en todo buen rodaje suceden cosas que como tal son reales y que, a su vez, rememoran otras cosas reales que sucedieron cierta vez.

 

Pero el otro día yo no ponía el acento en eso, sino en las emociones que ustedes, en tanto espectadores, experimentan durante el visionado del film.

 

Lo que les decía es que las emociones que ustedes experimentan -dejen ahora al margen las imágenes y los relatos que las desencadenan- son, en sí mismas, reales.

 

Y son reales como emociones de ustedes, es decir, como emociones que ustedes experimentan realmente.

 

Tienen que reconocerme que, por más que hasta cierto punto se hayan acostumbrado, por más que eso venga sucediéndoles desde la infancia, la conciencia de ustedes no deja de sentirse perpleja ante el hecho de la intensidad de esa emoción que ustedes experimentan a propósito de cosas que a ustedes no les suceden, ni a ustedes ni a nadie, sino solo a ciertas sombras, a meros personajes de ficción.

 

Resumiendo: que la conciencia de ustedes asiste perpleja al hecho de sentirse invadida por emociones que concibe provocadas por sucesos irreales.

 

Es ante esa situación ante la que tantos críticos han reaccionado, como les decía, con una inversión afectiva: indignación y denuncia de un cine que manipularía sus sentimientos.

 

Pero en mi opinión la palabra manipulación, aquí, está de más: se trata de un cine que, sencillamente, desencadena nuestras emociones: un cine que permite, facilita, la manifestación de emociones que son nuestras, que nos habitan, pero de las que estamos desconectados en nuestra vida cotidiana.

 

Y es precisamente ese el motivo primero por el que vamos al cine: para entrar en contacto con esas cosas y con esas emociones de nosotros mismos de las que no sabemos nada.


El Edipo que falta en Melancholia

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Les decía:

 

 

Edipo es lo que no hay en Melancholia.

 

Y por eso el hundimiento de Justine en la primera parte

 

 

da paso a esa segunda parte en la que su delirio se expande

 

 

hasta impregnar la totalidad del universo narrativo del film.

 

La trama narrativa de The Searchers es,

 

 

en cambio, totalmente edípica.

 

Hay algo muy curioso en la relación de los modernos con Edipo.

 

Yo, al menos, he chocado muchas veces con ello.

 

Mientras que muchos neuróticos tienden a no tomarse en serio esa trama simbólica, los psicóticos, en cambio, se la toman absolutamente en serio: perciben intuitivamente su importancia porque es la importancia de lo que a ellos mismos les falta.

 

Los neuróticos, por su parte, hacen con facilidad burla de ella, precisamente porque la tienen en su inconsciente y, allí, cuando se ponen a pensar, les es fácil ignorarla.

 

Pues bien, para contravenir esa resistencia

 

 

resulta idónea la desestabilizadora experiencia que nos ofrece Melancholia: una exploración de las vivencias de la psicosis a partir de la cual es mucho más fácil vivenciar la importancia de lo que el Edipo ofrece como maquinaria de construcción de la subjetividad.

 


Un muro de adobe

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La primera imagen del film, aquella sobre la que se inscriben la totalidad de sus títulos de crédito, es una imagen sorprendentemente pobre para el cine de su tiempo, sobre todo tratándose, como es el caso, de una película de alto presupuesto.

 

Una imagen, como les digo, inusualmente constante, monótona: un muro de ladrillos rojos, frontal, sin perspectiva, que cierra totalmente el campo visual.

 

Nada que ver, por lo demás, con las grandes llanuras, con los paisajes abiertos que han venido acompañado habitualmente los comienzos de los westerns clásicos.

 

¿Por qué?

 

Pero no me respondan con una explicación, porque entonces buscarán donde no deben -en su stock discursivo, cultural, ideológico, y eso les dará un montón de explicaciones que solo les servirán para tapar su experiencia inicial del film.

 

Como les decía el otro día, intenten entender lo más tarde posible, céntrense en su experiencia emocional del film, pero tampoco intenten ponerle nombre, no cometan el error de tratar de nombrar sus emociones -eviten etiquetarlas.

 

Por el contrario: explórenlas.

 

Y, para ello, la mejor vía es deletrear lo que tienen delante, porque eso es lo que pone sus emociones en movimiento al tiempo mismo que comienza a articularlas.

 

 

Se trata, les decía, de un simple muro construido con los más primitivos e irregulares ladrillos. Pero, a pesar de su rudimentariedad, uno netamente cultural, como lo declara, precisamente, la forma misma de los ladrillos, ese decisivo invento constructivo.

 

Todo un saber arquitectónico se manifiesta ahí. No sé si se dan cuenta de su importancia. La del ladrillo, quiero decir. Pues lo que hace ladrillo al ladrillo no es tanto la materia de la que está hecho como su forma, pues es esa forma la que permite que cada ladrillo encaje con los demás ladrillos.

 

Y es así como nace esa realidad humana que es el muro: construido por una materia sin duda real, pero sobre todo sometida a un cierto orden discursivo, semiótico.

 

Si el muro es resistente, se debe menos a la dureza de su material que al buen encaje de esas unidades constructivas, discursivas, que son los ladrillos.

 

Y por cierto que la irregularidad que reconocemos en esos signos que son los ladrillos acentúa la humanidad de este muro, al contener la huella de la mano singular del artesano que los ha creado así, con esa irregularidad.

 

Por lo demás, se trata, sólo un poco estilizado, de un muro como el de la casa que nos será dada a ver en la primera escena del film.

 

 

Observen que esta imagen nos ofrece, por lo demás, la confirmación de lo que les decía, pues la materia de ese muro no es diferente a la material natural, real, que lo rodea -la de ese desierto hostil en el que se obceca en vivir ese puñado de personajes que protagonizan el film.

 

De modo que el ladrillo, y el muro que con él se levanta, es un desafío a ese entorno real. Es, literalmente, en esfuerzo, tan dificultoso como decidido, de desafiar a lo real configurando un espacio acogedor, humano.

 

Y por cierto que, como ustedes han visto, su precariedad será atestiguada pronto en el film:

 

 

Fábrica humana, pues, que permite acotar el espacio, configurar un entorno interior protegido, cerrado, donde cierta intimidad puede llegar a ser posible.

 

Y es que el universo del western clásico no es solo el de los grandes espacios exteriores.

 

 

Pues esos son los espacios de lo real, donde los héroes deben afrontar las tareas más diversas, pero que responden, todas ellas, a variantes de esa tarea básica, nuclear, que consiste en proteger la supervivencia de esos frágiles espacios donde los seres humanos construyen su humanidad.

 

 

De modo que ese muro se descubre como la bisagra nuclear que articula el dentro y el afuera, esa oposición entre el espacio interior y el exterior que constituye el primer eje semántico que vertebra todo universo simbólico.


John Wayne, John Ford

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Por cierto, ¿tienen prejuicios hacia John Wayne?

 

 

Si es así, les invito a dos cosas.

 

La primera, a que los metan en la nevera -ya saben que allí las cosas se conservan bien.

 

Quiero decir, no les invito a que renuncien a ellos, sino a que los dejen en suspenso. Llegado el momento, si quieren, los sacan de la nevera y los discutimos. Pero no ahora, sería demasiado pronto.

 

Por lo demás, tengan en cuenta que Wayne hizo muchas películas, unas buenas y otras malas.

 

Y, por lo que aquí se refiere, les invito a que se olviden de las malas y solo tengan en cuenta las obras maestras que hizo con ese director que fue John Ford.

 

 

Y así, mientras tienen sus prejuicios en la nevera, les invito a que ensayen esta idea: que John Ford es al cine lo que William Shakespeare al teatro o Miguel de Cervantes a la novela, es decir: un clásico, como tal insustituible.

 


El ser del relato

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Pero vuelvo por un momento a sus posibles prejuicios hacia John Wayne.

 

Además de pedirles que los guarden en la nevera, les voy a invitar también a que los consideren como potencialmente afectados por la crisis radical que esa estructura de la que les hablo, la del Edipo, experimenta en la actualidad.

 

Manifestación inmediata de ello es que ya no se hace cine clásico como el de Ford -excepción hecha, desde luego, de ese excelente cineasta anacrónico que es Clint Eastwood.

 

Hoy en día, en cambio, la atmósfera de Melancholia, digámoslo así para abreviar, reina en el cine contemporáneo.

 

Sé que esto que les digo les sonará todavía muy abstracto, pero no se preocupen, en seguida empezará a cargarse de un sentido bien concreto.

 


 

Deténganse en la canción que ahora comienza:

 


«What makes a man to wander

«What makes a man to roam?

«What makes a man leave bed and board

«And turn his back on home?

«Ride away, ride away, ride away.»

 

¿Se han dado cuenta de que es el ser mismo del relato lo que es tematizado en la letra de esta canción?

 

¿Qué es lo que hace a un hombre vagar?

 

¿Qué es lo que le hace ir errante?

 

¿Qué es lo que hace que un hombre abandone cama y cobijo y dé la espalda al hogar?

 

Cabalga, cabalga, cabalga.

 

El ser del relato o, lo que es lo mismo, el problema del sentido.

 

Y digo que es lo mismo porque, a poco que se paren un poco a pensar en ello, se darán cuenta de que en el mundo loco, sin sentido, de lo real, solo el relato puede introducir, para los hombres, un vector de sentido.

 

Pero retengan la pregunta, y retengan la paradoja que contiene.

 

Les decía hace un momento que las tareas del héroe pueden ser reducidas a una: defender el espacio humano, interior, de la agresión incesante de lo real -tal es sin duda el motivo de la lucha que aguarda al héroe afuera.

 

Ahora bien, la letra nos dice algo más, que en cierto modo desborda este esquema. Porque, ¿por qué abandonar la cama, el cobijo, el hogar -tales son las palabras que dan aquí su color semántico al espacio interior-, cuando no hay un motivo evidente que lo amenace y reclame salir a luchar?


Las energías que amenazan al yo

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Es decir: ¿por qué es necesario salir siempre, a pesar de todo?

 

¿Han leído ya Esquema del psicoanálisis?

 

Porque tienen allí elementos para comenzar a ceñir la cuestión.

 

Hay que salir para combatir lo real, desde luego, pero no sólo lo real que amenaza fuera, sino también, igualmente, lo real que amenaza dentro.

 

Pues sucede que lo real no sólo amenaza al hombre desde fuera, sino que lo hace igualmente desde dentro.

 

Porque miren, en Freud la noción de lo real es clara, nítida, nada que ver con las posteriores y confusas especulaciones de Lacan sobre lo real como lo imposible.

 

Sólo tienen que ir al comienzo mismo del texto, donde se habla de Los caracteres principales del yo:

 

 

«(…) el yo dispone respecto de los movimientos voluntarios.

«Tiene la tarea de la autoconservación, y la cumple tomando hacia afuera noticia de los estímulos, almacenando experiencias sobre ellos (en la memoria), evitando estímulos hiperintensos (mediante la huida), enfrentando estímulos moderados (mediante la adaptación) y, por fin, aprendiendo a alterar el mundo exterior de una manera acorde a fines para su ventaja (actividad); y hacia adentro, hacia el ello, ganando imperio sobre las exigencias pulsionales, decidiendo si debe consentírseles la satisfacción, desplazando esta última a los tiempos y circunstancias favorables en el mundo exterior, o sofocando totalmente sus excitaciones. En su actividad es guiado por las noticias de las tensiones de estímulo presentes o registradas dentro de él: su elevación es sentida en general como un displacer, y su rebajamiento, como placer. No obstante, es probable que lo sentido como placer y displacer no sean las alturas absolutas de esta tensión de estímulo, sino algo en el ritmo de su alteración. El yo aspira al placer, quiere evitar el displacer. Un acrecentamiento esperado, previsto, de displacer es respondido con la señal de angustia; y su ocasión, amenace ella desde afuera o desde adentro, se llama peligro. De tiempo en tiempo, el yo desata su conexión con el mundo exterior y se retira al estado del dormir, en el cual altera considerablemente su organización. Y del estado del dormir cabe inferir que esa organización consiste en una particular distribución de la energía anímica.»

 

 

Tómense su tiempo, reléanlo.

 

Y si ya lo han hecho, permítanme una primera advertencia: allí donde Freud dice que el yo dispone respecto de los movimientos voluntarios, no confundan voluntarios con conscientes, pues las mociones inconscientes son igualmente manifestaciones de la voluntad, de lo contrario la noción misma de deseo inconsciente carecería de sentido.

 

Los que estén familiarizados con la filosofía pueden pensarlo sobre el modelo de la noción fenomenológica de intención: como saben, puede haber intención sin conciencia de la misma. Algo en mí puede querer sin que yo sepa que lo quiero.

 

Hecha esta aclaración, vayamos al asunto:

 

 

En Freud lo real son las energías caóticas que golpean al ser humano y que amenazan con la desintegración de su psique y de su cuerpo.

 

Y estas energías pueden provenir tanto de fuera, como de dentro.

 

Cuando esas energías proceden de fuera las llama así, energías procedentes del exterior en unos casos o, en otros, como aquí, estímulos; cuando proceden del interior las llama pulsiones.

 

Pero que unas y otras, las energías exteriores como las interiores, son manifestaciones de una índole esencialmente común se manifiesta bien en que no duda utilizar, para ambas, el concepto de estímulo.

 

Estímulos exteriores o interiores -y entonces llamados pulsiones– que son en cualquier caso energías que golpean a esa pantalla perceptiva que es la conciencia.

 

Pues tanto los estímulos procedentes de dentro como los procedentes de fuera producen displacer o placer -y observen que el displacer, es decir, el dolor, va por delante; su magnitud ontológica, en Freud, es siempre prevalente sobre la del placer.

 

Ambas manifestaciones de lo real, ambas energías, las exteriores y las interiores, generan igualmente peligro y desencadenan la angustia, independientemente de que procedan de dentro o de fuera.

 

Lo que no añade Freud aquí, pero sí en muchos otros lugares, empezando por Más allá del principio de placer, es que el yo está, por lo general, más indefenso antes las amenazas que proceden de dentro que ante las que proceden de fuera.

 

De modo que no subestimen el poder de lo de dentro, y no magnifiquen el de afuera: ambos puedes ser terribles, por el sencillo hecho -que podrán deducir de una lectura atenta de El malestar en la cultura– de que lo real no está hecho para los hombres.

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1. Introducción

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 03/10/2014
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

 

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The Searchers vs Melancholia

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Han tenido ustedes ocasión de ver Melancholia (2011), de Lars von Trier, y The Searchers (1966), de John Ford, y supongo que se preguntarán por qué les he propuesto dos películas tan alejadas y extrañas entre sí.

 

Pues miren, el motivo estriba precisamente en eso: en sus acentuadas diferencias.

 

Y más que ello: en el hecho de que se trata de dos películas opuestas.

 

Y lo son porque -y ésta es la que les propongo como hipótesis de partida del trabajo de este año- en una de ellas –The Searchers– se encuentra todo lo que falta en la otra –Melancholia.

 

O dicho en otros términos: en la primera se manifiesta, de una manera especialmente notable, especialmente precisa, esa estructura de la que carece la Justine de Melancholia, y por cuya ausencia, que atraviesa el film de un extremo a otro, su universo se ve progresivamente penetrado por el delirio.

 

Y bien, esa estructura que falta en Melancholia y que está presente en The Searchers es, ni más ni menos, la estructura del Edipo.

 

Desde este punto de vista, el contraste de ambos textos puede ser en extremo revelador.

 

Y ello porque la experiencia del análisis de Melancholia -y la consiguiente exploración de las vivencias de la psicosis-, resulta idónea para comprender íntimamente la importancia de esa trama simbólica que es la del Edipo como maquinaria de construcción de la subjetividad.

 

Pero para poder comprenderlo en profundidad, es necesario que cada uno de los dos textos sea analizado detenidamente.

 

Es decir: es necesario que nuestra consciencia tome conciencia de la experiencia emocional que hemos realizado durante el visionado de cada uno de ellos -tal es la tarea esencial del análisis.

 

Y dense cuenta de su dificultad: se trata de hacer consciente la experiencia del film que es, en lo esencial, si se trata de un film que nos ha interesado realmente, una experiencia inconsciente.

 

Algo que requiere tiempo.

 

Lo que resultaría inviable en el exiguo marco temporal que ofrece un cuatrimestre.

 

Ahora bien, sucede que el mes pasado impartí un seminario intensivo en Lima sobre Melancholia, y la universidad donde eso sucedió se tomó la molestia de grabarlo. Pueden acceder a él desde aquí: La construcción de la subjetividad entre el cuerpo y la cultura. Lecciones sobre la presencia.

 

Lo que hace posible el plan de trabajo que les propongo este año: les invito a visionar las cinco sesiones de que consta ese seminario. Entiéndanlo como una lectura más, sólo que una de índole audiovisual.

 

A partir de la próxima sesión comenzaremos atendiendo a las dudas o discusiones que esos visionados hayan suscitado en ustedes.

 

Y por cierto que cuando lo vean se darán cuenta del motivo esencial del peculiar diseño del plan de trabajo que les propongo.

 

Allí dediqué la segunda parte de la última sesión a introducir, como elemento de contraste y revelador de lo que sucedía y de lo que no había en Melancholia, The Searchers, pero lo hice de manera demasiado apresurada, de modo que los asistentes, si habían visto la película, no la habían todavía analizado y por tanto su conciencia no había acusado lo que su inconsciente había experimentado ante ella.

 

De modo que, aunque el seminario fue muy bien, el final resultó un tanto esquemático.

 

Eso, al menos, no sucederá esta vez: ustedes van a encontrar en los vídeos un análisis lo suficientemente detenido de Melancholia, además de un marco teórico para su reflexión que terminará de poner las bases del trabajo que vamos a hacer aquí, y que se va consistir en centrarnos en el análisis de The Searchers, teniendo siempre como fondo de contraste Melancholia, y como referencia teórica la lectura de un texto de Freud que voy a proponerles.

 

Por lo demás, si ese material está grabado, ¿qué sentido tendría repetirlo aquí? Se darán cuenta que a mí me resultaría muy fácil y cómodo conformarme con repetirlo. Pero también, bastante aburrido. Lo que a ustedes no les interesa, porque si yo me aburro, mis clases serán necesariamente peores.

 

Es más, hacerlo así sería traicionar la lógica de este seminario, que es la de un espacio de investigación en el que no se repite nunca una sesión, aunque a veces, como va a suceder este año, se retome y profundice el trabajo realizado años atrás.

 

Pues de hecho dediqué los cursos 1996-1997 y 1997-1998 al análisis de The Searchers. Pero ahora, a la luz del análisis Melancholia, creo llegado el momento idóneo para retomar aquel material, revaluarlo y profundizarlo.

 

La otra lectura de referencia para este año, que les pido comiencen de inmediato, es el Abriss der Psychoanalys, de Sigmund Freud (1938).

 

Existen dos principales traducciones españolas de este texto, cada una con un título diferente:

 

Esquema del psicoanálisis, es el de José Luis Etcheverry, y Compendio del psicoanálisis, el de Luis López-Ballesteros y de Torres. Si lo leen por primera vez, les aconsejo la traducción de López-Ballesteros, mucho más elegante y ágil. Si, en cambio, lo han leído ya y van a releerlo, les conviene la de Etcheverry, por la excelente revisión conceptual que contiene.

 

 

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28. La psicosis, la diosa de lo real

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2007/2008
sesión del 30/05/2008 (3)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

 

 

 

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Shangai, contracampo de Nagasaki

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Recapitulemos. Hemos encontrado, en The Lady from Shanghai, a dos mujeres opuestas, presentes ambas en el personaje de Elsa.

Y, simultáneamente, hemos localizado dos figuras masculinas, la del poeta y la del cineasta, por las que Welles se hace presente en su film.

Y está también esa Performance inicial de la que ya les he hablado, en la que, ante multitud de fotógrafos, fueron cortados los largos cabellos pelirrojos de la actriz y luego teñidos de rubio platino.

Ya les he señalado que latía en ello un desafío a Hollywood por el que Welles se autoproclamaba amo absoluto de la mayor estrella de la época, de su diosa del amor.

Pero, a propósito de ello, algo es necesario señalar. Más allá de ese desafío, estaba teniendo lugar un insólito exorcismo personal, a través del cual Welles, sin darse cuenta de ello, estaba levantando su propia escena fantasmática. Una protagonizada por esa diosa letal a cuyos pies se postraba no sólo el poeta y el cineasta, sino también, por supuesto, la propia Rita Hayworth. Emergía así en escena la verdad subjetiva de esa diosa fría que dicta la incontenible tendencia al fracaso de Orson Welles.

Pero esa verdad había aflorado ya mucho antes:

Basta, para hacerla del todo visible, con explicitar la razón, en el sentido matemático del término, de esta constelación visual. Se encuentra aquí:

Pues Michael O’Hara es -por sus dimensiones- un marinerote que encierra en su interior a un marinerito.

Retrocedamos por un momento al tiempo de los 8 años, cuando hace ya bastante que los padres del pequeño Orson se han separado, y él vive solo con su madre.

Los tiempos en los que Beatriz Ives, la prestigiosa pianista, reinaba en su salón frecuentado por la alta sociedad artística de Chicago.

De la memoria de su madre en ese salón dijo el cineasta:

«A los niños se les podía tratar como a adultos mientras resultasen divertidos. En el momento en que comenzabas a resultar aburrido, te enviaban de cabeza al cuarto de los niños.»

De modo que, con el fin de obtener la atención de su madre, el pequeño Welles ejercía de niño prodigio para entretener a sus invitados, en ese primer escenario que fue para él el salón de Beatriz.

No hay duda ya de que ella fue la originaria Dama de Shangai.

Ello, pasando por La vuelta al mundo en 80 días, se deduce de otro dato que la biógrafa nos transmite sin percibir su relación con el film:

«En la Opera de Chicago, Orson causó sensación (…) haciendo de “Dolore” en Madame Butterfly (…) Bajo el flequillo oscuro que Beatrice peinó sobre la frente de Orson, el leve sesgo de sus almendrados ojos castaños daba a su faz un inconfundible aire euroasiático, por lo que encajó de un modo natural en el papel del amado hijo de Madame Butterfly.»

Desde luego, Madame Butterfly se desarrolla en Nagasaki, no en Shangai. Y, como es sabido, cuenta la historia de un capitán americano que se casa con una geisha que le ama profundamente y que más tarde parte de viaje, prometiendo, por supuesto, volver.

Ella, mientras tanto, tiene un hijo de él -Dolore- y le espera enamorada, por más que el retorno se demora. Mas, cuando él por fin vuelve, lo hace casado con una americana y decidido a llevarse a su hijo a Estados Unidos. La geisha entonces, tras despedirse amorosamente del niño, se suicida.

Insisto: Madame Butterfly se desarrolla en Nagasaki, no en Shangai. Pero no es menos cierto que estas dos ciudades orientales no están tan lejos entre sí.

De hecho, Shangai es la ciudad china más próxima a Japón, y Nagasaki es la ciudad japonesa más próxima a China.

Pero, desde luego, no se trata de afirmar que la Dama de Shangai sea Madame Butterfly. En absoluto. Pues madame Butterfly, la prostituta enamorada y abandonada está, sin duda, en el film, pero es la Rita Hayworth enamorada.

Lo que importa retener es que la Dama de Shangai es la mujer que, tras peinarlo cuidadosamente, empuja al pequeño Orson a subir a la escena de Madame Butterfly para, desde contracampo, mirarle orgullosa.

«En la Opera de Chicago, Orson causó sensación (…) haciendo de “Dolore” en Madame Butterfly (…) Bajo el flequillo oscuro que Beatrice peinó sobre la frente de Orson, el leve sesgo de sus almendrados ojos castaños daba a su faz un inconfundible aire euroasiático, por lo que encajó de un modo natural en el papel del amado hijo de Madame Butterfly.»

Pues, en cierto modo, Shangai es el contracampo de Nagasaki, como China es el contracampo de Japón.

Shangai es entonces ese terrible y espantoso patio de butacas desde donde ella amenazaba con dirigirle una mirada aniquiladora.

Una de esas miradas que el pequeño Welles había visto tantas veces dirigida hacia su propio padre –He visto a mi padre marchitarse bajo su mirada como una crujiente y seca hoja de invierno.

De modo que yo me preguntaría incluso si realmente aquella madre llego a usar esa palaba, changeling:

«Then – all tenderness, as if speaking from an immense distance:

«”A lovely boy, stol’n from an Indian king,

«Who ever had so sweet a changeling…?”

«What did she mean? Was I, indeed, a changeling? (I have, in later years, been given certain hints…)»

o la colocó ahí el propio Welles a modo de ensoñación de un origen diferente.

Quiero decir: que su auténtica madre fuera aquella geisha que le había abrazado con toda la intensidad de la ópera, mientras que la otra le observaba a la distancia, con su fría e inquisitiva mirada.

¿No quedarían así, de paso, explicados sus peculiares rasgos orientales?

Lo que no excluye, desde luego, lo otro: la fantasía de que quizá hubiera sido otro el padre biológico -pues, ¿cómo pudo mi madre casarse con él?

Ni que decir tiene que Beatriz fue la primera directora de escena de ese gran director que fue Orson Welles. De ella aprendió ese arte de la dirección de actores que tan bien supo describir Bogdanovich.

Así, finalmente, ese marinerito que fue el pequeño Welles nos descubre inesperadamente la verdad latente en esa simplicidad enamorada, aparentemente tan excesiva como inverosímil, del marinerote Michael O`Hara.

Y por ello ese lugar, la escena -teatral, cinematográfica- llegó a convertirse en el espacio donde las otras mujeres deberían ser sacrificadas.

Lo que, ciertamente, comenzó muy pronto. La primera actuación escénica de Welles fue en Dublin, con tan sólo 16 años, en la obra Süss el judío.

«En realidad no se le ocurrió en ningún momento que el público del estreno fuese a juzgar sin piedad su interpretación o, si lo hizo, no fue consciente de ello. No pensaba más que en las nuevas y emocionantes ideas sobre el teatro que aprendía en el Gate; y también, según sucedió, en su compañera de reparto, la hermosa Betty Chancellor, de la que se había encaprichado tontamente. Si cuando salió a escena en la noche inaugural del 13 de octubre de 1931 estaba nervioso por algo, era por Betty, las pintorescas escenas con la cual habían encendido la imaginación del dieciseisañero hasta el punto de que al principio apenas se dio cuenta de la presencia del público. Estaba mucho más interesado por lo que ella pensaría de él. “Aquella muchacha era el ser más erótico que haya existido bajo el sol”, dice Orson, todavía claramente entusiasmado a las claras. “Era una de esas chicas de pelo totalmente negro, de piel blanca como el mármol de Carrara, en fin, ya sabe, y con unas pestañas en las que se podía montar uno, etcétera. Hacía de hija de Süss el judío y yo tenía que violarla, fuera del escenario por supuesto, y el caso es que yo reaparecía despeinado, con los botones prácticamente sin abrochar, tras haber ajustado cuentas con ella”».

.

(Barbara Leaming: 1983: Orson Welles: Tusquets, Barcelona, 1991, p59)

Era inevitable. Llegada su primera actuación adulta en escena, había de olvidarse absolutamente del público parta concentrarse en violar a la actriz.

En violarla como, en su momento, él mismo hubo de sentirse violado -en escena.


La verdad que estalla en el centro mismo de la escena

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Cuando O´Hara logra escapar y se esconde en el Barrio Chino, Elsa se nos descubre como una mujer tan enigmática como la lengua incomprensible -chino- que entonces habla.

(Elsa: habla en chino)

(respuesta en chino)

(Elsa: habla en chino)

(respuesta en chino)

Y así, en un momento dado, el film pone en escena su propio carácter absurdamente incomprensible introduciendo en su interior una representación no menos incomprensible, que habla una lengua del todo desconocida para el espectador occidental:

(Elsa: habla en chino)

La representación ha comenzado.


Pero todo lo decisivo se encuentra en ese contracampo que es el patio de butacas.


Ella reina en esa representación,

como reina, igualmente, entre bastidores.

(Elsa: habla en chino)

-Backstage (la respuesta prosigue en chino).

Elsa: Where?

-Over there.

(Elsa: habla en chino)

(Las telefonistas hablan en chino)

¿Cuál es el argumento de la representación que en ese teatro está teniendo lugar? No hay manera de saberlo. Pero no es eso lo que importa.

Lo que importa es que es una representación.

El pequeño escenario vacío que en un momento dado es ubicado en el escenario teatral lo confirma: es el juego mismo de las representaciones lo que importa y, por tanto, su multiplicación en abismo que anuncia ya lo que encontrará su más deslumbrante visualización en la escena del laberinto de espejos: una representación dentro de una representación dentro de una representación… todas ellas incomprensibles.

Y, en el límite, vacías.

Porque lo decisivo se encuentra siempre entre batidores o -más exactamente- en el patio de butacas.

Fuera de campo.

En contracampo.

Lo que importa es que es ella la que controla la trama de la representación.

(Elsa habla en chino)

(Li responde enchino)

(Elsa habla en chino)

No puede sorprendernos, por eso, que sea también una mujer la que llene ese segundo escenario instalado en el centro de la escena teatral.

Y también, la que domina la escena.

Elsa: Why did you do it, Michael?

Michael: I didn’t. I’m not guilty.

Michael: You mean the pills?

Michael: I saw you begging me with your eyes to swallow them.

El vio y oyó con toda claridad la orden de ella que le dictaba el suicidio.

Pero como es un idiota enamorado, ni siquiera así puede verla como una asesina.

Michael: You didn’t mean for me to take them all. So I held some back, but not enough.

Insisto en ello, pues tiene toda su importancia: a estas alturas, él todavía no sabe que ella es la asesina.

Y sin embargo va a descubrirlo dentro de unos instantes. De modo que hay una pregunta obligada: ¿qué va a producir en él esa revelación?

Michael: I took too many of the pills. I’m faint.

Sin duda las pastillas, el profundo mareo que ahora experimenta Michael, van a facilitarlo.

Elsa: And now what?

Michael: I got to find something…

Elsa: Don’t you know they’ll catch you?

Lentamente, en la bruma de las drogas, en el aroma de humo y opio que sugiere el cigarrillo del chino que está en primer término, una idea comienza a emerger en la conciencia de él.

Elsa: Where will you hide?



Michael: I must find that gun.

Pero todavía está desconectada de ella

Elsa: Gun? What gun?

«She was a celebrated beauty, a champion rifle shot…»<

No hay duda de que Elsa lleva ahora escrita en sus ojos su condición de asesina. Sin embargo él, en ellos, no es capaz de verlo.

Michael: I’ve got to find the gun that killed Grisby. It’ll prove I’m innocent.

Elsa: Well, I’ve phoned our servant, Li.

Elsa: We’re trying to arrange something, some place to take you.

Elsa: Just wait here quietly and watch the play.



La representación incomprensible prosigue.

Aunque ahora pareciera sugerirse que en ella se tratara de juzgar a una mujer.

Elsa: The police.

Elsa: Put your arms around me.

El descubrimiento por el marinero de la índole criminal de la mujer amada va a tener finalmente lugar. Y cuando eso va a suceder, un notable desplazamiento se produce: invirtiéndose las condiciones propias de la representación teatral, son ahora los actores los que miran hacia el patio de butacas con asombro:


¿Pero cuál es el motivo de ese asombro?

¿La llegada de la policía o el hecho mismo del abrazo que está teniendo lugar en el patio de butacas?

¿Y no está él mismo igualmente asombrado?

De modo que algo absolutamente insólito ha sucedido.

¿Qué?

¿Qué sino el abrazo mismo?

Es decir: todos los actores de la representación teatral china se convierten en caja de resonancia del descubrimiento que el protagonista del film -que es también el cineasta que lo dirige- realiza.

Él ahora, por fin, comprende.

Pues comprende que ella ahora, cuando hace la representación de abrazarle para engañar a la policía, le abraza como siempre.

Descubre que no hay diferencia: que siempre los abrazos de ella son una representación.

Que no hay otra verdad que la de la representación.

Y que esa verdad es tan fría como letal.

Pero hay algo más.

Elsa: Don’t move!

O’Hara, mientras abraza a Elsa, lleva su mano hacia… ¿hacia su bolso? ¿Hacia su sexo? -Ese mismo bolso pequeño y negro en el que, al comienzo del film, ella hiciera desaparecer el cigarrillo que él le ofreciera.

Y entonces descubre que allí hay algo.

Michael: Don’t you move!

Michael: I told

Michael:you not to move, I mean it.

Michael: I found the gun.

Es ahora él quien, como Grisby, suda.

Michael: You killed Grisby. Yes.

La frialdad letal de la diosa asesina se impone entonces, absolutamente, en pantalla.

Michael: You’re the killer.



Pero su poder hipnótico permanece invulnerable.


Tiene lugar, entonces, un apagón en la representación.

Lo han provocado Li y sus hombres, que han acudido con premura a la llamada de Elsa. Pero es al hecho mismo del apagón de la representación, del desmoronamiento entero del mundo imaginario de O’Hara en el momento de su descubrimiento, a lo que es necesario prestar atención.

Pues se trata de un cese total de la conciencia, incapaz de soportar la manifestación desnuda de la escena fantasmática cuando esta alcanza su apoteosis.

Michael: I was right. She was the killer. She killed Grisby.

Michael: Now she was going to kill me.


The Other Side of the Wind

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¿Late todavía una escena más allá de este apagón?

Sin duda: la escena que esa pistola desencadena.

Y es, en cierto modo, la última gran escena que llegó a rodar Welles.

Se encuentra entre los restos de ese proyecto frustrado que fue The Other Side of the Wind.

En ella se realiza la auténtica tempestad de Shangai.

Se trata de la escena de una violación.

Pero no se confundan: el violado es el varón.

Les anuncié que también Oja Kodar encarnaría a la diosa.

Todo sucede en el interior de un coche que avanza en la noche bajo una intensa lluvia.

Un hombre conduce.

En el asiento de atrás se encuentra un joven con aspecto tímido e ingenuo, al lado del cual se encuentra sentada la mujer


La psicosis, la diosa de lo real

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Michael: Li and his friends smuggled me out in the dark…

Michael: and hid me where I’d be safe from the cops, not safe from her.

Un lugar fuera de la ley.

Y en manos de ella.

Diría más: en el interior de ella.

Pues es en el interior de ella, de esa imago primordial rota e inmensa con respecto a la cual nunca se ha producido la separación, la segregación que debería hacer posible el nacimiento de la subjetividad diferenciada, donde se encuentra atrapado Michael.

Un lugar loco.

Michael: One of the Chinese worked in an amusement park. It was closed for the season. An empty amusement park makes a good hideout and she wanted me hidden.

Michael: Well, I came to in the Crazy House.

Michael: And for a while there, I thought it was me that was crazy.

Pero la locura comienza siempre así, como una sospecha sobre la posible propia locura.

Michael: After what I’d been through, anything crazy at all seemed natural.

Michael: But now, I was sane on one subject: her.

Ella había tejido la trama que le ha atrapado todo el tiempo.

La trama que le atrapa ahora.

Tanto a él como a esa otra cara de él mismo que es George Grisby.

Y por cierto que, siguiendo el hilo que abrimos el otro día, podemos ver ahora con qué nitidez se establece la disociación en el interior de Welles.

Michael: I knew about her.

Michael: She’d planned to kill Bannister, she and Grisby.

Grisby fue el cómplice de ella en el asesinato de Bannister.

Si el marinerito Orson es el niño bueno que encarna el ideal del yo de la madre -el de la madre, no el del padre, y éste es en sí mismo el problema-, el otro, George, es el que fue cómplice de la madre en el crimen contra el padre.

Michael: Grisby was to do it for a share of Bannister’s money.

Michael: That’s what Grisby thought.

Y claro, Grisby estaba, igualmente, atrapado por la trama de ella.

¿Puede extrañarnos entonces que ahora, cuando del asesinato del padre se trata, aparezca su blanco caballo?

«Why did she marry my father?

«Much of the older of the two, he was, in fact, an Edwardian bon vivant who picked most of the ladies from the musical comedy stage. He had a famous name because of a cigar. The “Dick Welles” cigar was a cheap and popular smoke named for a horse which had won the Kentucky Derby

Michael: Of course, she meant to kill Grisby, too, after he’d served his purpose.

Y junto a su boca, un vaso, que bien podría ser una de las copas del padre borracho.

Michael: Poor howling idiot. He never even did that. He went and shot Broome

Levántate, ponte de pie, resiste, enfréntate o cede, date por vencido, ríndete.

Pero que es una falsa alternativa lo especifica el hecho de que está tejida como la tela de una araña.

Michael: He went and shot Broome and that was not part of the plan.

Michael: Broome might have got to the police before he died.

Y por cierto que una mirada femenina lo gobierna todo desde lo alto.

Michael: And if the cops traced it to Grisby, and the cops made Grisby talk…

Michael: he’d spill everything, and she’d be finished.

Michael: and I was the fall guy.

La otra cara del macho cabrío.


Trampas mortíferas que repiten el mismo enunciado: resiste o ríndete.


¿Pero cómo resistir en un mundo tan movedizo? Y ésta es la manifestación más inmediata de la fenomenología de la psicosis: la ausencia de un suelo sólido bajo los pies.

Y mala solución es tratar de agarrarse al macho cabrío.

Ahora bien, ¿por qué no hay un suelo sólido bajo los pies?

Permítanme una respuesta mitológica -a fin de cuentas es el propio Welles el que ha puesto al diablo en danza-: yo lo formularía así: porque no ha aparecido el Dios de la palabra capaz de crearlo.

Y es que el Dios de la palabra des-anima el mundo y al des-animarlo lo crea como mundo.

Freud se aproximó a esta idea cuando afirmó que la religión del dios monoteísta no era mágica, y que por no serlo era moderna, progresista, una gran conquista, decía, de la espiritualidad humana.

Pues las religiones anteriores eran mágicas, y por eso veían el mundo mágicamente animado.

Ya les he señalado que muchos ecologistas han retornado a esas creencias, y por eso se llevan tan bien con los indigenistas y con los nacionalistas: perciben las montañas, los árboles y hasta las rocas como como seres animados, duendes mágicos que participan de esa divinidad arcaica y matriarcal que es la madre naturaleza.

El Dios patriarcal en cambio, mucho más moderno y sensato, desanimó hasta a los animales: reservó el alma tan sólo para sus hijos, los seres humanos.

Por eso el mundo del que nos habla el Génesis, el mundo creado por la palabra, es un mundo objetivo, es decir, intersubjetivo.

Uno sobre el que el ser humano puede resistir de pie.

¿Qué por qué me empeño en hablar de religión?

Porque si lo real no tiene sentido, el único tejido posible de la realidad es ético.

Y dado que la ética se convierte en nada desde que se deshace de su encarnación narrativa, es decir, mitológica, resulta obligado concluir que el tejido de la realidad es religioso -es decir: mítico.

Insisto: el mundo creado por la palabra del que nos habla el Génesis es un mundo objetivo, es decir, intersubjetivo. Uno sobre el que el ser humano puede resistir de pie.

No es así, en cambio, el mundo de la psicosis que nos describe el film.

Veamos hasta qué punto son notables sus propiedades.

¿Dónde se encuentra ahora ubicada la cámara?

En el interior del cuerpo del dragón.

¿Pero cómo diferenciar el interior del exterior si lo que vemos fuera parecen los órganos interiores de un cuerpo?

De un cuerpo que traga una y otra vez a quien nunca ha salido de su interior -es decir, a quien ningún tercero le ha dado ocasión de diferenciarse de él, de escapar a la identificación fusional primera.

Y ciertamente, O’Hara parece ahora deslizarse por los intestinos de un cuerpo gigantesco.

No hay duda de que está siendo devorado por su fantasma.

Y no hay duda de que ese fantasma es femenino.

O más exactamente, un dragón hembra.

Y ahora digámoslo de manera más precisa: en ausencia de esa mediación tercera que es la del padre simbólico, no hay realidad objetiva, diferenciada, para el sujeto.

No hay ni siquiera sujeto ni objeto.

Sólo existe el mundo animado y loco, brutal e indiferenciado, de la psicosis.

Pero es prácticamente lo mismo decir: sólo hay el mundo animado y loco, brutal e indiferenciado de la Diosa de lo Real.

 

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