19. De tumbas y cementerios

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 09-01-2015 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

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La castración, el trauma más intenso

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Ethan: Martha! Martha!


 

Hoy quiero comenzar la sesión con una pregunta.

 

¿Han sufrido ustedes un trauma alguna vez?

 

¿Podrían levantar la mano los que lo hayan sufrido? -No se preocupen no voy a preguntarles en qué consistió.

 

Y ahora, por favor, levanten la mano los que no lo hayan sufrido nunca.

 

Bien, ustedes, los que han levantado ahora la mano, están suspendidos, porque acaban de reconocer que, o no han leído el Esquema del psicoanálisis de Freud, o lo han leído mal -pero es este un suspenso simbólico, no jurídico, no se preocupen por la calificación final.

 

Y es que todos ustedes han sufrido un trauma.

 

Recuerden:

 

«A ningún individuo humano le son ahorradas tales vivencias traumáticas, ninguno se libra de las represiones por estas incitadas.»

 

 

De hecho, ese es el tema central del último capítulo, el VII, de la Segunda Parte de Esquema del psicoanálisis.

 

Un capítulo, dicho sea de paso, de título bien raro: Una muestra de trabajo psicoanalítico.

 

Como si el propio Freud tuviera dificultad para categorizar
lo que en él le ocupa y que es nada más y nada menos que el núcleo esencial de su descubrimiento y de su teoría.

 

Pues Freud no descubrió el inconsciente -de eso, de una u otra manera, se venía hablando desde hacía tiempo.

 

La novedad esencial del trabajo de Freud consistió en la formulación de una teoría del inconsciente a partir del descubrimiento simultáneo de su estructura y del motivo central de su construcción.

 

Esa estructura es el Complejo de Edipo y ese motivo central es ese trauma que todos han tenido: el encuentro con la castración.

 

En este capítulo VII, Freud comienza señalando a la sexualidad como el ámbito esencial de las experiencias traumáticas:

 

«el punto débil en la organización del yo se situaría en su conducta frente a la función sexual»

 

 

Párense a reflexionar sobre ello, porque va a la contra de todos los tópicos contemporáneos sobre la sexualidad, que conciben a ésta como una práctica sana, higiénica y deportiva que debe ser practicada con toda soltura y desenfado.

 

Contra todos estos tópicos que lo resolverían todo con la simple liberación de la sexualidad, Freud viene a decir que si tenemos inconsciente es porque la sexualidad es el principal foco de experiencias traumáticas para el ser humano.

 

El segundo movimiento de Freud en este capítulo decisivo consiste en repasar las principales experiencias traumáticas ligadas a la sexualidad para aislar la más generalizada y la más intensa -en suma: la más violentamente traumatizante-:

 

«la vivencia central de este período de la infancia»

 

 

Habla entonces de los abusos sexuales cometidos contra los niños –el abuso sexual contra ellos cometido por adultos, su seducción por otros niños poco mayoresy, a continuación, de la escena primaria

 

«conmoción al ser partícipes de testimonios auditivos y visuales de procesos sexuales entre adultos (los padres)»

 

 

Pero no es aquí donde localiza la vivencia traumatizante –la vivencia central de este período de la infancia-, sino en el complejo de Edipo:

 

«Por instructivos que sean estos casos, merece nuestro interés en grado todavía más alto el influjo de una situación por la que todos los niños están destinados a pasar y que deriva de manera necesaria del factor de la crianza prolongada y de la convivencia con los progenitores. Me refiero al complejo de Edipo.»

 

 

En un principio esta afirmación produce perplejidad: ¿por qué el deseo sexual del padre del otro sexo debería constituir una experiencia traumática?

 

Dos largas páginas pasan antes de que emerja el motivo de ese poder traumatizante, que sólo aparece cuando Freud hace referencia a la amenaza de castración:

 

«esta amenaza sólo produce efectos si antes o después se cumple otra condición. En sí, al muchacho le parece demasiado inconcebible que pueda suceder algo semejante. Pero si a raíz de esa amenaza puede recordar la visión de unos genitales femeninos o poco después le ocurre verlos, unos genitales a los que les falta esa pieza apreciada por encima de todo, entonces cree en la seriedad de lo que ha oído y vivencia, al caer bajo el influjo del complejo de castración, el trauma más intenso de su joven vida.»

 

 

Y bien, ahí lo tienen. El trauma más intenso:

 

 

Tan intenso que es necesario que se levante esa institución psíquica que es el inconsciente para que pueda ser olvidado de una manera radical.

 

«Todo el episodio -en el que es lícito ver la vivencia central de la infancia, el máximo problema de la edad temprana y la fuente más poderosa de una posterior deficiencia- es olvidado de una manera tan radical que su reconstrucción dentro del trabajo analítico choca con la más decidida incredulidad del adulto.»

 

 


The Searchers y el trauma

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Y bien, les recuerdo lo que les planteaba el otro día, en la parte final de la sesión:

 

Ethan: Martha! Martha!

 

que esta poderosa escena de The Searchers habla exactamente de eso

 


 

y nos hace revivir, con toda intensidad, un trauma de esa índole.

 

 

Pues ahí dentro se encuentra una mujer totalmente desnuda,

 


 

toda ella castración,

 


 

y por ello totalmente irrepresentable.

 

 

Y no solo eso, sino todo lo otro:

 


Martin: (sobs)


 

Es decir, el dibujo completo del complejo de Edipo como la estructura que gestiona esa vivencia traumática.

 

 

Y bien, volveremos a esto en la última sesión de este año, que será la próxima.

 

Espero que para entonces hayan releído con la suficiente intensidad Esquema del psicoanálisis y, especialmente, el capítulo siete de su segunda parte.

 


Tres lápidas

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Hoy dedicaremos la sesión, en cambio, a preguntarnos qué es lo que hizo posible que Ford alcanzara en esta película la capacidad de construir esta representación tan intensa, tan verdadera y desazonante de todo ello.

 

Martin: Aunt Martha.

Martin: Let me in.

Ethan: Don’t go in there, boy.

Martin: I wanna see them. Let me in, I wanna–

Ethan: Don’t go in.

Martin: Don’t let him look in there, Mose.

Ethan: Won’t do him any good.


 

Un cielo intenso, dramático, cargado de nubes que parecen estar lloviendo al fondo.

 

¿Dos lápidas?

 

Quizás sea más apropiado decir que tres, pues la gran roca del fondo podría ser la tercera -y ello haría, del conjunto de Monument Valley, un cementerio gigantesco.

 

En primer término, ese círculo de piedras funerarias que definen un centro en el que se encuentra la manta que cubría a Debbie.

 

 

Y bien, les decía, aquí estaban ya Ethan y Martin cuando contemplaban la casa ardiendo,

 

 

aunque ellos mismos no parecían saberlo de la misma manera que no lo sabíamos nosotros mismos.

 

Ellos ven la casa ardiendo, en el esplendor, podríamos decirlo así, de sus llamas, pero no ven todavía lo que sigue: no ven el cobertizo negro ni el cementerio en el que todo acaba y en el que, sin saberlo, como les digo, se encuentran ya ellos mismos.

 


En el centro, la ausencia de Debbie

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Les llamaba la atención sobre el hecho de que las lápidas de los padres no ocupan el centro, sino que ese centro queda vacío para que en él se localice la ausencia de Debbie que es también la ausencia de su lápida.

 

Desde allí, llama el ladrido del perro de Debbie -¿no es ésta entonces la principal función de este perro en el film, dar sonido a la llamada muda de Debbie?

 

Ethan: Lucy! Debbie!


 

Hasta allí llega Ethan, llamado por ese grito.

 

Pero podríamos decir que él siempre ha estado allí, como lo estaba, incluso sin saberlo,

 

 

cuando veía la casa arder.

 


 

Y bien, la manta que cubrió a Debbie, cubre ahora su muñeca

 


 

esa muñeca que huele como Debbie, que viste como Debbie y como Martha,

 


 

y de la que ya nunca se separará Ethan.

 


 

La caída de la manta

 


 

y luego la caída del brazo que sostiene la muñeca

 


 

dan el tono emocional del final de la escena.

 

 

Pero resulta obligado detenerse a anotar que esta caída de la manta hace eco de la anterior caída del vestido de Martha:

 


 

Uno

 

>


 

y dos.

 


 

Uno

 

 

y dos.

 

 

Una vez más Martha y Debbie en el mismo registro: por una parte, ambas desnudas -lo está el cadáver de Martha, como lo estará Debbie cuando sea poseída por Cicatriz-; por otra, la una muerta y la otra desaparecida.

 

Martha, la madre, muerta.

 

Debbie, la hija, desaparecida.

 


En el centro, Johana, la hermana muerta

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Pero si invierten los términos, encontrarán lo que ya aislamos como el origen de la melancolía de Ford: la muerte de su hermana Johana, y la desaparición de la madre durante la enfermedad que postró en cama durante meses al pequeño John Martin Finney.

 

1. 1876 Mary Agnes (Maime)

2. 1978 Edith (Delia o Della) muerta en 1881

3. Patrick

4. Francis

5. 1884 Bridget muerta poco antes de cumplir un año

6. Barbara muerta en 1988

7. 1889 Edward

8. 1891 Josephine

9. 1892 Joanna (Hannah), muerta al poco de nacer

10. 1894-02-01 John Martin

11. 1898 Daniel muerto poco después de nacer

 

Resulta obligado volver a este sándwich de muerte que se localiza en el origen de nuestro cineasta.

 

Su madre queda embarazada de él pocos meses después de la muerte de Joanna y decide darle a él el nombre de su hermana muerta, con lo que recibe, desde su origen, la más lacerante interpelación: se ve impelido a ocupar el lugar de una muerte que, además, se declina en femenino.

 

De modo que le es destinado vivirse, en suma, como alguien habitado por una niña muerta.

 

Relación con la muerte que habrá de recrudecerse brutalmente a sus cuatro años -en pleno periodo edípico, entonces- cuando deja de ser el hermano pequeño -con la inevitable envidia que eso suscita en todo niño- para ser sustituido por un nuevo hermanito que muere poco después y así, es fácil deducirlo, debe verse nuevamente sometido a la desaparición de la madre, eclipsada por la depresión que en ella produciría esa nueva muerte.

 

Lo que, para colmo, habría de retornar justo al final de la etapa de latencia, en esa época tan delicada como es el comienzo de la adolescencia: la larga enfermedad que entonces contrajo, ¿tendría algo que ver esa con la dificultad misma del niño para afrontar la emergencia de la sexualidad con esos precedentes de confusión -niño habitado por una niña- y muerte en su origen?

 

En cualquier caso, ello hubo de verse redoblado con la desaparición de la madre, quien huía de él como un ser habitado por la muerte.

 

 

¿Se dan cuenta de lo que hace de The Searchers la película decisiva de John Ford?

 

En ella está en juego el reencuentro con esa niña muerta perdida en lo más oscuro de su interior, y ello motiva que toda la película se configure como la revisitación de su muerte tanto como con el esfuerzo de su búsqueda y reintegración.

 

Ven aquí una nueva prueba de lo que vengo diciéndoles desde hace tiempo: que el secreto de toda gran obra de arte es su autenticidad; la verdad subjetiva radical que la habita.

 

Podemos decirlo también así: en el proceso de creación de toda gran obra de arte el yo del artista conquista una posición nunca antes conquistada: logra acceder a allí donde ello estuvo.

 

De modo que este cementerio es fundamental:

 

 

Y por cierto que, como les decía, en él ya hay tres lápidas: pues la tercera es una sombra que termina por erigirse en el monolito fundamental de la obra de Ford, dada la dirección en la que apunta

 

 

Como ven,

 

 

la niña muerta es la madre perdida, tanto como la madre muerta es la niña perdida.

 

Y bien, cuando uno toma consciencia de ello, repara en un dato decisivo de la obra de Ford al que no se ha prestado la debida atención. Me refiero al hecho de la presencia reiterada, insistente -y siempre intensamente poética- de tumbas y cementerios en su cine.

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18. La escena primaria

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 19-12-2014 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

     

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    Infierno

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    Por una vía u otra, es de la madre de la que se habla: la madre de Ethan o la madre de Martin, allí donde se confunde con la mujer amada.

     

    Es la madre la que muere, es su pérdida la que se escribe.

     

    Dicho todavía de otra manera:

     

     

    En cierto plano inconsciente, la Madre de Ethan y Martha se confunden, en la misma medida en que la enunciación del film se despliega entre las figuras del padre y del hijo, de Ethan y de Martin.

     

     

    Les decía, Ethan acata,

     



     

    Martin niega, pero ambos se sumergen en los infiernos.

     

    Literalmente:

     


     

    pues algo más tarde, Martin desciende, también él, a ese infierno donde se encuentra ya Ethan, su roja camisa recortada sobre la masa de humo negro e infernal que invade la imagen.

     

    Ethan: Martha! Martha!


     

    Ethan ve algo y, según avanza hacia ello, el plano se convierte en semisubjetivo.

     

     

    En imagen aparece entonces un nuevo umbral totalmente negro que Ethan todavía no ve, aunque a nosotros se nos impone de inmediato, a la vez que no podemos ver todavía lo que él está viendo ya.

     

    Ese nuevo umbral ya no es el de la casa, sino el del cobertizo, carente de puerta: tan solo, un rectángulo negro que anticipa el más siniestro presagio.

     

    Y lo más notable es que existe una relación directa entre lo que Ethan ve y lo que vemos nosotros.

     


     

    Se trata del vestido azul de Marta, que ahora Ethan sostiene a la altura de esa negra puerta a la que sin embargo no mira, aunque nosotros no podemos dejar de mirarla pues su negritud se encuentra rodeada no sólo del vestido azul, sino también del blanco delantal de Martha, ensangrentado y caído sobre el suelo.

     


    Fase fálica / fase genital

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    Y bien, quizás recuerden una composición sobre la que en su momento hube de llamarles la atención y que contenía los mismos elementos:

     

     

    Les hablé entonces del despliegue de los dos extremos de lo femenino ante los que se encontraba parado Ethan: la figura bella y brillante, vistiendo su vestido azul y su delantal blanco, y la hendidura más oscura, en forma de ese rectángulo negro que le aguarda.

     

    Cuando nos detuvimos en la diferenciación conceptual de las nociones de pene y falo, les indiqué que en ella se jugaba, entre otras cosas, la diferencia, esencial en Freud y descartada en Lacan, entre la fase fálica -a cuyo perímetro se limita casi totalmente el discurso lacaniano sobre el falo- y la fase genital.

     

    Este es un momento idóneo para retomar la cuestión.

     

    La fase fálica se organiza sobre una dialéctica -digámoslo así- peniana: en ella, el pene es

     

     

    lo que se tiene

     

     

    o no se tiene.

     

    La fase genital, en cambio, se organiza sobre la dialéctica fálica, que ya no es una dialéctica del tener o no tener, sino del hacer y el padecer: en ella el falo es, como les decía, la herramienta del acto y es en relación con esa herramienta como se ancla la dialéctica de lo activo y lo pasivo tanto como la de lo interior y lo exterior.

     

    De hecho, desde el momento en que nos olvidamos de la fase genital y nos quedamos en la fálica -como sucede en Lacan con solo mínimas excepciones- estos ejes semánticos se desvanecen.

     

     

    La dialéctica lacaniana entre el hombre que tiene el falo y la mujer que, porque no lo tiene, lo es, pertenece toda ella a la dialéctica de la fase fálica.

     

    Añadiré, a este propósito, que no me parece apropiado decir que la mujer lo es -que es el falo.

     

    Como les indiqué en las sesiones anteriores, me parece más apropiado decir que lo pone en escena -ella se sube a sus zapatos de tacón y se yergue para hacerse ver como lo que se yergue para el deseo-, que pone en escena lo que no tiene para así guiar al varón por la senda del deseo, en tanto que esta senda recorre necesariamente un trayecto imaginario.

     

    De hecho, pocas cosas hay tan imaginarias como esa: que el deseo del varón localice en la mujer el falo de su deseo.

     

    De ahí lo fácil que es que, llegado el acto, el varón se dé el batacazo: es, como les sugería en su momento, el caso de Don Juan, que sale huyendo cada vez que descubre que ella no es el falo, sino todo lo contrario.

     

    Por eso, como les digo, la mujer lo pone en escena, pero no lo es.

     

    Y por eso mismo, su arte del erotismo es necesariamente ambiguo: pone en escena lo que no es -se yergue sobre sus zapatos de tacón- pero, a la vez, pone en escena lo que es -y por eso viste la falda que hace de su cuerpo un espacio interior.

     

    Por eso, el arte del erotismo hace de la mujer, no mascarada, sino sacerdotisa: guía con su brillo y su figura el deseo del hombre hacia algo que carece absolutamente tanto de lo uno como de lo otro, del brillo como de la figura.

     

    Martha: Welcome home, Ethan.


     

    Y bien, les decía que, en el movimiento que sigue, la erguida y grácil figura de Martha conduce a Ethan hacia ese umbral negro con el que ella misma, llegado el momento, se confunde.

     


     


    En contracampo: el cuerpo y lo sagrado

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    De modo que, con todo rigor,

     

     

    podemos decir que eso prosigue aquí.

     

    Están, en ambos planos, los mismos elementos, Ethan, el umbral negro, las ropas de Martha -sólo que ahora sucias y carentes de brillo-…

     

    Y Martha… ¿falta?

     

     

    Desde luego que no.

     

    Martha está, totalmente desnuda, ahí dentro.

     

    Toda ella cuerpo, carente ya absolutamente de figura.

     

    Cuando finalmente Ethan mira hacia allí, por raccord de mirada,

     


     

    pasamos al contraplano absoluto, por inversión sobre el eje de 180º.

     

    Desde allí le vemos mirar, convertido ya, por obra del contraluz que recorta su silueta sobre el cielo del amanecer, en una figura totalmente negra, hacia ese interior extremo y absoluto.

     

    Allí le aguarda la cámara.

     

    Es decir: allí nos encontramos nosotros mismos, los espectadores del film, en el lugar del cuerpo violentado y asesinado de Martha.

     

    Es decir: en el lugar mismo el horror.

     

    En el lugar, absoluto, del cuerpo real -pues el cuerpo es, para el ser humano, el recinto de todos los horrores- absolutamente carente de figura, insoportable e inmanejable.

     

    Un cuerpo real que no nos será mostrado y que, en rigor, es inmostrable.

     

    Como les decía el otro día, cualquier intento de mostrarlo sería una mascarada, salvo, obviamente, que se fotografiara un cuerpo real.

     

    Pero eso sería, a su vez, un acto pornográfico.

     

    Un acto, en suma, que atentaría contra el umbral mismo de la cultura que estriba, junto a la prohibición del incesto, en la sacralización del cuerpo: me refiero a lo que se deduce de esa invariante cultural que es el acto y la ceremonia del enterramiento; porque el cuerpo muerto -y no hay cuerpo más real que el cuerpo muerto- es sagrado, y por eso debe ser enterrado.

     

    Y bien, Ford, como todo el cine clásico, respeta este precepto cultural. -Sin detenerme ahora en ello, me conformaré con señalarles que el cese de ese precepto se encuentra en el núcleo del espectáculo postclásico, netamente pornográfico, con lo que en ello hay de atentado a los cimientos mismos de la cultura.

     

    De modo que ese cuerpo, en tanto sagrado, no es mostrado, pero es, a la vez, absolutamente designado y localizado como lo que realmente es: un cuerpo que ya es todo fondo porque ha cesado en él toda figura.

     


    El héroe y lo real

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    Se habla aquí, sin duda, de la muerte, de la pérdida absoluta del ser amado, del objeto que introducía una figura amable en el oscuro fondo de lo real.

     

    Pero se habla también, igualmente, de la experiencia sexual,

     

     

    y muy concretamente de eso que ha motivado desde antiguo la expresión pequeña muerte para referirse a ella.

     

    Allí donde el objeto del deseo alcanzaba su máximo brillo, de pronto, ese brillo y ese objeto desaparece y sólo queda un cuerpo oscuro,

     

     

    matérico, real.

     

    El cuerpo de Martha violado y mutilado, su cabeza sin cabellera.

     

    Una imagen extrema de castración.

     

    En suma: la experiencia de la castración queda localizada ahí.

     

     

    Ethan sabe. Sabe lo que le aguarda.

     

    Y aunque demora su movimiento, su alargada sombra, tan negra como su propia figura, lo anticipa dirigiéndose directamente hacia ese interior en el que se encuentra tanto la cámara como el cuerpo violado de Martha.

     

    Un extremo del techo quemado del porche parece herir su garganta o señalar el nudo que se ha hecho en ella.

     


     

    Deja caer el vestido y avanza lenta, tambaleantemente, hacia allí.

     


     

    Se detiene en el umbral exterior de la puerta, se apoya, se inclina -es, esta vez, una puerta demasiada baja-, a la vez que su silueta queda totalmente ennegrecida por efecto de contraluz.

     

    Sin embargo ahora, a diferencia de lo que sucedía hace un momento, la luz perfila las líneas de sus brazos -para nada su rostro- es decir: su musculatura.

     

    Y es que va a ser esa musculatura, todavía tensa, pero dentro de un instante desfalleciente, la que va a escribir el efecto emocional sobre el personaje de lo que le es dado ver.

     

    Primero el brazo derecho,

     

     

    como acusando un movimiento de retroceso del cuerpo ante el primer impacto.

     

    Luego el brazo izquierdo

     


     

    y, tras él, la cabeza.

     

    Ha visto lo que esperaba ver.

     

    Y ha sabido que eso era todavía más insoportable de lo que él mismo imaginaba.

     

    Porque eso era, propiamente, inimaginable.

     

    Estaríamos tentados a decir que eso -esa faz siniestra de lo real- es insoportable, pero no podemos decirlo, sencillamente, porque él lo soporta.

     

    Ya nos hizo ver Juan Margallo el otro día el significado de su nombre: duro, sólido, permanente, constante, perpetuo.

     

    Resumiendo: Ethan es el que soporta.

     

    Y porque lo soporta -la visión de la castración- podrá soportar al hijo cuando a éste le toque chocar con ella.

     

    Se trata del padre, en suma.

     

    ¿Recuerdan lo que les dije

     

     

    sobre este plano?

     

    Que Ethan estaba rememorando una imagen que estaba destinado a perder, y ello porque ya entonces sabía que le iba a ser dado ver esto:

     

     

    Se darán cuenta, supongo, que nos encontramos ante uno de los más densos tratamientos del espacio fuera de campo que la historia del cine ha conocido.

     

    Pues lo que ahora Ethan mira, ni lo vemos ahora ni lo veremos nunca -por lo que al film se refiere, quiero decir.

     

    No lo vemos, pero lo localizamos, por cuanto nos encontramos localizados allí.

     

    Por eso acusaremos su presencia a través del doble fuera de campo sobre el que la escena se construye: pues no sólo no vemos el cadáver, dado que éste se encuentra en contracampo, sino que tampoco vemos el efecto que esa visión produce en el rostro del que lo contempla, dado que éste queda totalmente oculto por el contraluz absoluto de la escena.

     

    A la vez, esa doble ocultación intensifica hasta el extremo su dramatismo y lo depura absolutamente: nos transmite la devastación que en Ethan produce lo que ahora mira y lo hace, a la vez, con un extraordinario pudor.

     

    Pues podríamos hablar, todavía, de un tercer velamiento: si no vemos

     


     

    ni el cadáver ni el rostro ennegrecido por el contraluz,

     


     

    finalmente, el sombrero viene también a cubrir su rostro, dibujando ese espacio interior de su pasión, en el momento en que ésta alcanza la cima de su padecimiento.

     

    Pero les insisto: allí, porque es un héroe, resiste.

     


    La escena primaria

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    ¿Y Martin?

     

    Una admirable solución de montaje lo introduce:

     

     

    El rostro de Ethan se oculta,

     


     

    como el de Martin está oculto

     

    Martin: (sobs)

     

    para reaparecer lentamente después.

     


     

    Y ver, saliendo de allí, a Ethan.

     

    De modo que debemos retroceder,

     

     

    para pensar de nuevo la escena, esta vez desde el punto de vista de Martin, es decir, desde el punto de vista del hijo cuando contempla las llamas de la madre.

     

    ¿Qué ha sucedido allí?

     

    Que Ethan ya había llegado antes.

     


     

    Y que había desenfundado ese rifle que es un sable: ya saben, la herramienta del goce.

     

    Por cierto, permítanme que les llame la atención sobre una notable diferencia de composición entre este plano y el de encuadre idéntico que le precede:

     

     

    Y es que ahora se trata de dar su máxima amplitud y centralidad al acto de desenfundar, Moss ha sido situado algo más atrás, confundido con la montaña que se encuenra tras él.

     


     

    En relación con las llamas de la mujer, el sable del hombre.

     

    En relación con los gemidos de la madre, el acto del padre, que cabalga hacia allí.

     


     

    Y Martin…

     

    Martin va a comenzar a ver dentro de un momento.

     

    Justo cuando su cabeza asome por encima de la línea del horizonte.

     

     

    ¿Han oído el sonido que acompaña a su emergente visión? Se trata del cabalgar del padre, que es el otro sonido de la escena primordial.

     


     

    Ésta, les decía, era la otra diferencia crucial: Martin contempla a Ethan entrando ahí, en esa casa ardiendo que es la metáfora extrema del goce de la madre.

     

    Están presentes, por tanto, todos los términos de la escena primordial:

     

     

    -Hecha de fuego y de polvo, cabría añadir.

     

    Por eso, el desfase que separa el punto de vista de Ethan del de Martin es el que nos obliga a pensar la escena en estos dos niveles:

     


     

    el del hombre que pierde a la mujer que ama y el del hijo que pierde a la Imago Primordial.

     

     

    La casa ha desaparecido: la Imago Primordial se ha derrumbado.

     


     

    Y Martin ve a Ethan salir de allí.

     

    De modo que él ha sido: él ha sido quien ha ejercido esa violencia que comenzó con su llegada, él ha aniquilado la Imago Primordial, él, en suma -pues es así como el acto se ve desde el punto de vista de la mirada del niño en la escena primordial- ha castrado a la madre.

     


    El guardián de la puerta

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    Ethan seguro, sólido, permanente.

     

    Como una piedra.

     

    Como les digo, se desmorona pero resiste y cuaja, finalmente, como el guardián de la puerta.

     

    Martin: Aunt Martha.

    Martin: Let me in.

     

    Martin quiere entrar ahí.

     

    Pero Ethan enuncia la ley:

     

    Ethan: Don’t go in there, boy.

    Martin: I wanna see them. Let me in, I wanna–

    Ethan: Don’t go in.


     

    Y, llegado el momento, un acto de violencia debe sustentar la ley.

     

    Pues, sin duda, este puñetazo, por ser tal, constituye un acto de violencia. Pero no sólo ni esencialmente eso, pues posee la densidad de un acto simbólico: realiza el enunciado de la Ley frenando en seco la pulsión del hijo.

     

    Ese puñetazo es aquí, por tanto, la materialización misma de la ley. Y no solo para Martin, sino también para el espectador, pues él tampoco podrá entrar y ver.

     

    Se trata, por tanto, de una violencia simbólica. Pero no por ello menos real -les digo de esto lo mismo que del falo.

     

    Ahora bien, lo que hace de ella violencia simbólica no es solo el que es necesaria para frenar la pulsión violenta del hijo -y les hablo ahora, muy en concreto, del hijo varón-, sino, sobre todo, por lo que la diferencia netamente de la violencia pulsional. Pues es una violencia contenida, dosificada: justo la necesaria.

     

    Una, por ello, que excluye todo goce en el padre que la practica.

     

    Y atiendan a lo fundamental: con esa violencia contenida, evita a Martin una violencia infinitamente mayor; la de esa visión traumatizante que no está todavía en condiciones de soportar.

     

    Así, la amenaza de castración que ese puñetazo enuncia, evita al sujeto una demasiado temprana experiencia de castración que podría aniquilarle.

     

    En suma: Ethan le impide mirar.

     

    Pero prueben a enunciar la cosa en positivo: porque le impide mirar, le hace posible no ver. Y, así, le hace posible desear.

     

    Observen que ello nos devuelve otro aspecto, el más íntimo y desconocido, del héroe: su cruz consiste en soportar lo que ha visto, en guardárselo sin compartirlo con nadie, en hacer posible que los otros no vean lo que él ha visto.

     

    En suma: en hacerse cargo del horror, a costa de un suplemento de soledad.

     

    Martin: Don’t let him look in there, Mose.

    Ethan: Won’t do him any good.

     

    Y fíjense como esa soledad se realiza.

     


     

    Por primera vez vemos el perímetro de piedras que acota un círculo en el que se encuentran las tumbas de los padres.

     

    Pero lo notable es que estas tumbas no se encuentran en su centro, sino en su parte superior, de modo que en el centro, totalmente localizado por un bulto que no podemos todavía identificar, se encuentra otra cosa.

     

    Y, desde allí, un ladrido llama a Ethan.

     

    Al fondo, su roca hendida, tan erguida como las lápidas de los padres.

     

    No hay duda que es allí, en ese centro, donde esa soledad de la que les hablo encontrará su expresión en el desenlace de la secuencia.

     

    Ethan: Lucy! Debbie!


     

    Ahí le tienen.

     

    Justo en ese centro que es solo suyo.

     

     

    ¿Qué hay ahí?

     


     

    El cadáver de una niña: Joanna.

     


     

    ¿Y luego?

     

    Singing: “shall we gather at the river?”)

     

    Luego, en ese mismo centro, la tumba de Martha.

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17. De la medalla a la lápida

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 19-12-2014 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

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La medalla: México

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Younger Debbie: Uncle Ethan, Lucy’s wearing the gold locket you gave her when she was a little girl.

Ethan: Oh.

Younger Debbie: She don’t wear it much on account of it makes her neck green.

Lucy: Deborah.

Younger Debbie: Well, it does.

Younger Debbie: But l wouldn’t care if you gave me a gold locket if it made my neck

Younger Debbie: green or not.

Martha: Debbie.

Ethan: A gold locket.

Ethan: Lucy , where are my saddlebags?

Younger Debbie: Ooh!

 

«acerca de la medalla que Ethan entrega a Debbie (…) he llegado a un descubrimiento un tanto sorprendente: la condecoración no es confederada, ni norteamericana, ni mexicana. (…) es de origen serbio, corresponde a la condecoración de la Orden de San Sava (grado III). La cinta azul y blanca de esta condecoración ha sido sustituida en la película por otra roja y verde. (…) la Orden de San Sava (…) se fundó en 1883, esto es, en fecha posterior a aquélla en la que se sitúa la acción del film. (…)

«En (Wikipedia) (…) en una discusión sobre el film, se ofrece una explicación trivial. (…) en el guion (…) se hace referencia a una medalla mexicana, por lo que, simplemente, se trataría de un error de documentación al elaborar la película. Se especula que la medalla pudo ser elegida por su semejanza con las de la Orden de Guadalupe, y que la sustitución de la cinta blanca y azul por otra roja y verde (colores de la bandera mexicana) serviría (…) para identificarla como mexicana.

«Sin embargo, dado el detallismo habitual de John Ford, se me hace difícil pensar que tan sólo se tratase de un error. Y más teniendo en cuenta que concede a la medalla un plano detalle, que permite que ésta sea perfectamente apreciada por el espectador. (…) he encontrado es un artículo escrito por dos profesores serbios (…)

«señalan algunas insospechadas conexiones de John Ford con Serbia. Por ejemplo, Peter Bogdanovich refiere que Ford era la única persona que conocía que era capaz de pronunciar correctamente su apellido, de origen serbio. Asimismo, cuando coincidió con él en el rodaje de Cheyenne Autumn, Ford le dedicó (…) una palabra malsonante de origen serbio, govno. (…) Bogdanovich recordaba cómo Ford le contó una anécdota relacionada con la historia serbia: se refiere a una foto del rey Pedro I que, en plena I Guerra Mundial, siendo ya anciano y ataviado como un soldado más, acompañó a sus tropas montado en un carro tirado por bueyes (…). Bogdanovich, de origen serbio, se mostró muy sorprendido de que Ford conociera la historia del país de sus antepasados mejor que él. Todas estas pistas llevan a los autores a especular que Ford pudo haber realizado alguna misión especial en Serbia durante la II GM.

[Pedro Gutiérrez Recacha]

 

 

Pedro me preguntó si yo había identificado la medalla, y le contesté que había pensado en hacerlo pero que no había tenido tiempo, y le propuse que lo hiciera él.

 

Como ven, el resultado de su indagación es francamente interesante.

 

 

Sin ser exacto el dibujo interior, no cabe duda de que se trata de la misma condecoración.

 

En, nos dice, el guion se hace referencia a una medalla mexicana. Ciertamente, así es:

 

«It is a gold medal or medallion — something appropriate to Maximilian of Mexico — suspended by a long multicolored satin ribbon.»

 

 

Es interesante la lectura del guion de Nugent, sobre todo porque hace visibles las múltiples modificaciones que Ford hizo durante el rodaje. Así, por ejemplo, en lo que se refiere a los títulos de crédito que, como les sugería en su momento, de acuerdo con los usos de la época, se superponían sobre los grandes paisajes abiertos mientras se contemplaba la llegada de Ethan. Y, simultáneamente con ello, no era Martha quien primero le veía llegar, sino la última, de modo que el film no se abría con la aparición de Martha y su mirada hacia el que llegaba, sino que, por el contrario, introducía en primer lugar el punto de vista de Ethan.

 

Cambios, todos ellos, que no afectan al argumento, pero que, sin embargo, modifican de modo decisivo el sentido del comienzo del film.

 

Les señalaré otro decisivo: si Ben muestra su entusiasmo por el sable de su tío y le pregunta por el motivo del retraso en su retorno, en ningún caso tiene lugar el obsequio del mismo por Ethan, del que dependía, como vimos en su momento, su elevación al estatuto de símbolo de la palabra viril, esa que, como les decía, sólo se da cuando se conserva.

 

Y la otra diferencia notable es que en el guión se multiplican las referencias a México, ausentes en cambio en el comienzo del film.

 

Así, Ethan llega a pronunciar una palabra en español en su primer encuentro con Martin –Momento: palabra que, como exclamación, utiliza para frenar la aproximación afectuosa del muchacho. Y más tarde entrega a Aaron, junto a monedas yankees, otras mexicanas que llevan la impronta del rostro del emperador Maximiliano.

 

Por si no lo saben, les diré que Maximiliano, de origen austríaco, fue el emperador impuesto a los mexicanos por Francia tras su invasión de México. Ello provocó una guerra civil que se extendió hasta 1867,

 

 

año en el que Maximiliano fue derrotado y fusilado por Benito Juárez, quien contó en todo momento con apoyo norteamericano.

«la medalla pudo ser elegida por su semejanza con las de la Orden de Guadalupe, y (…) la sustitución de la cinta blanca y azul por otra roja y verde (colores de la bandera mexicana) serviría (…) para identificarla como mexicana.»

 

 

Es del todo convincente la idea de que lo que está en juego es una medalla a la vez mexicana y monárquica: Ethan habría decidido seguir luchando contra los yankees por la vía de luchar contra sus aliados juaristas, lo que hace de él un guerrero doblemente derrotado, además de asociado a la causa romántica y noble de Maximiliano.

 

Pues, a decir de muchos cronistas, Maximiliano, cuando se convirtió en emperador de México, perdió en seguida el apoyo de las tropas francesas por su actitud liberal y comprometida con el pueblo mexicano.

 


La medalla: Servia

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Pero, dicho esto, es necesario añadir que no parece una buena idea explicar la presencia de la medalla servia como un mero error de documentación. Y ello por muchos motivos, no siendo el menor que Hollywood se encuentra en el sur de California, es decir, al lado de México y muy lejos de Servia, de modo que parece más fácil encontrar allí medallas mexicanas que servias. Máxime si tienen en cuenta que California formó parte de México hasta 1847, fecha en que fue arrebatada por Estados Unidos tras su victoria sobre México en la guerra.

 

Pero hay otro motivo de más peso: Ford se alistó en el ejército norteamericano antes del comienzo de la segunda guerra mundial en la que participó como teniente primero y como capitán de navío después y siempre muy activamente -por ejemplo: él fue quien planificó las filmaciones de los ejércitos aliados durante el desembarco en Normandía.

 

Con los años, llegaría incluso a obtener el grado de contraalmirante en la reserva de la Marina de los Estados Unidos. A lo largo de su vida recibió varias medallas militares, aunque no todas las que él hubiera querido, pues consta a sus biógrafos que realizó esfuerzos denodados para obtener, sin éxito, la Estrella de Plata.

 

Puede que les parezca chocante, pero Ford tenía buenos motivos para ello más allá de su vocación militar: como hijo de una minoría emigrante, la irlandesa, hizo causa personal de la voluntad de los descendientes de irlandeses de ser reconocidos como ciudadanos americanos de pleno derecho; en ese contexto, el reconocimiento de su participación en la guerra era una buena forma de conseguirlo.

 

Y bien, se darán cuenta de que éste es ya un dato decisivo: un hombre que concedía tanto valor al ejército y a las condecoraciones militares no daría por buena cualquier medalla a la hora de aparecer en su film.

 

Máxime cuando el cineasta -como muy oportunamente recuerda Antonio- dedica un sostenido plano detalle a esa medalla.

 

Y este es el dato mayor, dada su índole netamente textual:

 

 

Ford, a través de la mano de Wayne, nos enseña la medalla: y una, desde luego, cuyo azul es el de Martha y Debbie.

 

De modo que resulta obligado atender al vínculo servio. No sólo los datos que Bogdanovich ofrece apuntan en ese sentido. Está también esa declaración de Frank Capra, hombre de la generación de Ford que, como éste, participó en la guerra en calidad de cineasta.

 

Vean como lo cuenta McBride en su biografía de Ford:

 

«Ford acompañó a Bulkeley en una misión de tres días a Yugoslavia (…) En su biografía de Ford, Andrew Sinclair escribe que el cineasta acompañó a Bulkeley a bordo de su torpedero en una misión de apoyo a los partisanos yugoslavos: “Ford era anticomunista y apoyaba al rival de Tito, Mihailovic pero los líderes emigrados estaban desesperados y la inteligencia británica era su antagonista. Toda la operación estuvo “demasiado llena de piojosos profesores de Oxford y aristócratas”, dijo Ford más adelante. “Príncipes, duques y Dios sabe qué clase de rusos blancos” Según Sinclair, Ford consideraba ese liderazgo indigno del “orgulloso y valiente pueblo yugoslavo”. Frank Capra me dijo que cuando visitó Yugoslavia en 1971, el presidente Tito le concedió una medalla para que Ie fuera entregada en secreto a Ford en Hollywood por haber protagonizado esa misión de rescate durante la Segunda Guerra Mundial.»

«Sin embargo, cuando le pregunté a Bulkeley sobre Ia misión en Yugoslavia con Ford, el almirante contestó: “bueno, solo fue algo de poca importancia, de muy poca importancia.»

 

[McBride, Joseph: 2001, Tras la pista de John Ford, ps.: 442-443]

 

 

Como ven, McBride confirma de fuente directa la declaración de Capra.

 

El motivo de secretismo del asunto es evidente: no se trata solo del hecho de que un almirante norteamericano recibiera una medalla del jefe supremo de los comunistas yugoeslavos, sino también de que en aquella misión durante la 2ª Guerra Mundial, ese entonces capitán de navío, hastiado de los aliados oficiales yugoeslavos, debió optar por favorecer a los guerrilleros comunistas, pues, obviamente, de lo contrario, no le habría concedido Tito una medalla.

 

Y bien, ¿no les parece que eso asemeja la posición de Ford con la del Ethan, quien colaboró con el ejército de Maximiliano contra el ejército juarista, que fue el aliado de los norteamericanos en esa guerra civil mexicana?

 

Y retornen ahora al testimonio de Bogdanovich:

 

«Peter Bogdanovich refiere que Ford era la única persona que conocía que era capaz de pronunciar correctamente su apellido, de origen serbio. Asimismo, cuando coincidió con él en el rodaje de Cheyenne Autumn, Ford le dedicó (…) una palabra malsonante de origen serbio, govno. (…) Bogdanovich recordaba cómo Ford le contó una anécdota relacionada con la historia serbia: se refiere a una foto del rey Pedro I que, en plena I Guerra Mundial, siendo ya anciano y ataviado como un soldado más, acompañó a sus tropas montado en un carro tirado por bueyes (…). Bogdanovich, de origen serbio, se mostró muy sorprendido de que Ford conociera la historia del país de sus antepasados mejor que él.»

 

 

Supongo que saben que Bogdanovich, 45 años más joven que Ford, antes que como cineasta se dio a conocer como crítico de cine y autor de libros de entrevistas con algunos de los más importantes cineastas norteamericanos.

 

 

Hay dos cosas notables a este propósito.

 

¿No les parece que, con su insistencia, Ford parece indicarle al joven estudioso que investigue su relación con Servia? -cosa que, por lo demás, éste no hizo.

 

Y en segundo lugar, ¿no les parece que Ford se dirige a Bogdanovich de manera semejante a como lo hace Ethan con Martin?

 

Yo sé mucho más de tu origen de lo que tú crees saber -viene a decirle.

 

Y la palabra malsonante, Govno mierda– ocuparía aquí el lugar del half-breed mestizo– que espeta Ethan a Martin la primera vez que le ve.

 

De modo que lo servio podría ocupar el lugar de lo indio: el terreno de una prueba extrema superada con dignidad de la que el cineasta se sentiría secretamente orgulloso.

 

Con lo que, de la manera más íntima, Ford vendría a inscribirse en el film en el lugar de Ethan.

 

Habría otros motivos externos al film que refrendarían esta idea. Antes de la operación yugoeslava Ford había visitado el frente del Pacífico. Allí, por ejemplo, participó con su cámara en la batalla de Midway, donde resultó herido en un brazo y obtuvo la condecoración Corazón Púrpura. Y una de sus sobrinas, que vivía con sus padres en Filipinas, cayó en manos de los japoneses y pasó la guerra en un campo de concentración.

 

De modo que Ford pudo vivir también su participación en la guerra como un modo de intentar salvar a su sobrina.

 

 

Del plano final del film, se ha dicho muchas veces que es un homenaje a Harry Carey, el protagonista de los primeros westerns mudos de Ford, pues ese gesto -el de agarrar un brazo con la mano del otro- era uno de los más característicos del actor.

 

El propio John Wayne se atribuyó la iniciativa del gesto y del homenaje en una entrevista con Bogdanovich. Pero quizás no estemos muy alejados del asunto si, tras ello, colocamos al propio Ford, tocando el que pudo ser su brazo herido durante la guerra.

 

¿Qué mejor que ocultarlo bajo la máscara, por lo demás verdadera, del homenaje al viejo amigo ya muerto?

 

¿Quiere decir esto que Wayne mentía cuando se atribuía la idea de ese gesto? Nunca podremos saberlo. Cabe incluso la posibilidad de que Ford le pidiera que se lo atribuyera -pues uno de los rasgos más característicos del cineasta era su tendencia a ocultar sus actos emotivos.

 

Lo importante, en cualquier caso, es que si ese gesto no le hubiera parecido oportuno, sencillamente habría obligado a Wayne a repetir el plano sin él.

 


El lugar de la cámara

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Quizás cuando, en una de las sesiones en que discutimos sobre Judith Butler, les di como ejemplo de lo real el que, al dar la vuelta a la esquina esperando encontrar su casa, en una de esas noches frías en las que vuelven agotados por el trabajo de la jornada, su casa pudiera no encontrarse ya ahí, ustedes pensaran que elegía ese motivo de manera gratuita o, al menos, externa a nuestro texto de trabajo de este año.

 

Pero, como ven, es todo lo contrario.

 

Lo real, en The Searchers, cobra precisamente esa forma de manifestación.

 

Pero ésta que acabo de utilizar no es la expresión correcta: si hablamos de lo real, no tiene sentido utilizar la palabra forma, pues su manifestación pasa, precisamente, por la ausencia de toda forma.

 

 

Dos miradas de la casa en llamas:

 

 

El plano subjetivo de Ethan es más abierto y está tomado desde una posición más elevada, mientras que el de Martin lo es más próximo, ha sido tomado desde una posición algo más baja y la cámara se encuentra algo más a la derecha.

 

Lo que nos invita a hacernos una pregunta: ¿dónde se encuentra la cámara cuando nos muestra estos dos planos subjetivos?

 

¿Tienen respuesta para ello?

 

Para responder a esta cuestión es inútil interrogar a los contraplanos de los personajes que miran en esos planos subjetivos, pues sus fondos, además de ser muy alejados entre sí, casan difícilmente. Y, sobre todo, no muestran el suelo que los personajes pisan, sino tan solo un fondo de montañas que se encuentran muy lejos de ellos.

 

 

Y por cierto que, al atender a este fondo,

 

 

Nos da la impresión de que esa roca no puede estar ahí, pues es exactamente la misma montaña, y tomada desde un ángulo muy semejante, a la de esta otra imagen:

 

 

Y este plano, como ya saben, corresponde a un lugar que suponemos alejado de la casa.

 

Recuerden:

 


 

Este encadenado se nos impone como una elipsis temporal imprecisa pero considerable.

 


 

Existe por tanto una al menos aparente contradicción espacial entre este plano y éste:

 

 

Nada lo hace tan evidente como atender a sus contraplanos:

 

 

Sucede, claro está, que esa montaña señala, como les decía el otro día, a modo de mojón, los tiempos de la despedida,

 

 

que son, como les decía, los del desvanecimiento definitivo de Martha:

 

 

Literalmente: se desvanece, desaparece.

 

 

Lo que podemos figurativizar también así:

 

 

Fuego en el corazón, ¿no les parece?

 

Y dicho también de otra manera: esa montaña a la vez rota y erguida es el propio Ethan, en su eterno gravitar en torno a Martha, convertida ya en el objeto perdido para siempre.

 

Pero retomemos la pregunta pendiente:

 

 

¿Dónde se encuentran ahora Ethan y Martin?

 

Claro está, puede parecerles absurda la cuestión una vez que hemos reconocido que esa roca del fondo no puede estar ahí.

 

Pero lo notable es que si prescindimos de esa roca, que sin duda no está ahí -aunque veremos luego como, de alguna manera, está ahí- es notable reconocer hasta qué punto el film es coherente con el espacio que construye.

 


Topología del drama

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Para mostrárselo, me he tomado la molestia de dibujar la planta de la casa:

 

 

Familiarícense con ella, para que a continuación nos ocupemos del entorno que la rodea.

 

Y ahora coloquemos el paisaje a su alrededor.

 

 

Ahora démosle la vuelta a la casa:

 

 

Les hablaba de rigor espacial.

 

Fíjense en el plano de Brad y Lucy -el 2- que, como les decía, se veía desde la puerta de la cocina: la montaña que hay tras ellos es la que aparece al fondo de la casa en la imagen 3, la misma que se ve al fondo en el plano de la partida del grupo que comienza en 4 y termina en 1.

 

Y ahora fíjense en la imagen 4:

 

 

¿Se dan cuenta de lo que hay en el montículo de la derecha?

 

Vean una ampliación:

 

 

No hay duda, el cementerio, con las dos lápidas de los padres de Ethan.

 

Ese mismo cementerio que aparece más tarde,

 

 

con las tres nuevas cruces de madera -Martha, Aaron, Ben- delante de las lápidas de los padres.

 

 

Como pueden ver si atienden a la montaña del fondo, hay una plena congruencia espacial.

 

 

Y bien:

 

 

De modo que podemos concluir que la de la casa ardiendo es una mirada desde el cementerio,

 

Y ahora observen lo que hay al pie del montecillo del cementerio: el cobertizo donde Ethan encuentra el cadáver de Martha.

 

 

Pero se van a llevar una sorpresa cuando suban hasta el cementerio que se encuentra sobre ese cobertizo:

 

 

Realmente es de un extremo rigor espacial el trazado de esta topología trágica, ¿no les parece?

 

 

De modo que esa montaña está ahí, sólo que es su lado opuesto el escogido en el plano de Ethan.

 

 

Repito: esta es una mirada desde el cementerio.

 

 

de modo que esa gran roca que se encuentra tras Ethan es también, en cierto modo, una lápida.

 

 

La lápida de la madre.

 


La novela de LeMay

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Volvemos aquí.

 

En la novela que se encuentra en el origen del film -Alan LeMay: The Searchers, 1954- se nos dice que la abuela está enterrada en el rancho de los Edwards, lo que permite deducir una lápida como ésta, pero ni se la nombra ni nada se nos dice sobre el texto inscrito en ella.

 

Y lo mismo sucede en el guion, que en esto sigue fiel a la novela, donde se encuentra la orden a Debbie de ir a esconderse en el lugar donde está enterrada la abuela -con la única diferencia de que es el padre y no Martha quien la dice- pero sin que se describa la escena en ese cementerio familiar donde Cicatriz encuentra a Debbie.

 

Detengámonos por un momento en los datos básicos que contiene la novela.

 

Digamos en primer lugar que en ésta el rancho no se encuentra en el desierto, sino en la pradera. Algo, por lo demás, mucho más verosimil, pues en el lugar donde aparece ubicada en la película resulta realmente difícil averiguar de que podían vivir sus habitantes. Pero, a la vez, es evidente que lo que se pierde en verosimilitud se gana en expresividad: tal es el potente efecto de ese tremendo desierto que se abre ante el porche de la casa.

 

De Martha se nos dice que tiene 38 años y 4 hijos: además de los Lucy, Ben y Debbie de la película, esta Hunter, el hijo mayor, de quien se dice que tiene 19 años.

 

Lo que hace suponer que Martha se casó a los 18 y tuvo su primer hijo a los 19.

 

Martin Pauley -quien, en la novela, no es mestizo, pero sigue siendo ese niño cuyos padres fueron asesinados por los indios- tiene 18 años.

 

Los Edwards, se nos dice también, llegaron a sus actuales tierras hace 18 años -“el mismo año en que nació Hunter”, añade LeMay, en un curioso acto fallido, confundiendo a Hunter con Martin, pues más arriba había dicho que Hunter tenía 19 años y no 18 como Martin.

 

Es de suponer que trajeron con ellos a la abuela Edwards, pues se nos informa que está enterrada allí -donde Debbie se esconde de los indios- y sin embargo nada se dice del abuelo, lo que hace suponer que murió antes de ese viaje.

 

De Amos Edwards -el Ethan de la película- se nos informa que tiene 40 años, dos más que su hermano pequeño, Henri, que es el nombre que recibe Aaron en la novela.

 

En la película nada se nos dice de la edad de Martha.

 

La actriz que la interpreta en el film, Dorothy Jordan (1906-08-09), tenía 48 años en el momento del rodaje, y John Wayne (1907-05-26), sólo unos meses más joven, la misma edad.

 

De modo que los actores escogidos por Ford son entre 8 y 10 años mayores que los personajes de la novela.

 

Aunque hay que tener en cuenta que en las rudas condiciones del Oeste descrito en la película, a mediados del XIX, la gente debía envejecer con más rapidez que en el Hollywood de mediados del siglo XX.

 

En todo caso, esos 40 años cuadran con la edad que el otro día deducíamos a partir de los datos de la madre que constan en la lápida y que permiten afirmar que Mary Jane hubo de tener a Ethan a los 17 años.

 


Escrito en la lápida

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Pero insisto, los datos de la lápida no están ni en la novela ni en el guion, donde ni aparece el abuelo para nada ni se da el nombre ni la fecha de la abuela y donde ésta no aparece como asesinada por los indios.

 

Frente a ello, el primer dato que la lápida introduce, ese padre muerto el mismo día que la madre, remite, como les decía el otro día, a los padres de Ford, nacidos ambos el mismo año (1852) -el enlace, como ven, se produce por la identidad de la fecha, y vía la inversión del nacimiento por la muerte; en cualquier caso, ambos estaban muertos cuando se rodó el film.

 

El segundo dato, la muerte de ambos asesinados por los indios 16 años antes del presente del relato, conduce a Martin, de quien se nos dice que fue encontrado por Ethan junto una zarza ardiendo cuando sus padres fueron asesinados por los indios.

 

Lo que remite igualmente a Ford -John Martin Finney-, por vía de su segundo nombre.

 

Y ahora volvamos a la otra madre, a Martha, quien, nos dice la novela, tiene 38 años.

 

John Ford nació el 1 de febrero de 1894.

 

Su madre había nacido en 1856.

 

De modo que cuando Ford nació, su madre, Barbara, tenía 38 años -de nuevo la inversión: nacimiento por muerte, como antes muerte por boda.

 

Y si la lápida fuera la de la madre de Martin asesinada por los indios, tendría, cuando nació Martin, prácticamente la misma edad, 39 años.

 

Por otra parte, la madre de Ford murió el 26 de marzo de 1933, de modo que Ford acababa de cumplir 39 años cuando eso sucedió.

 

Y hay un dato más que sin duda hubo de tocar a Ford. Me refiero a ese hijo mayor de la novela, Hunter, de 19 años, que en un momento dado LeMay confunde con Martin Pauley, en la medida en que le atribuye los 18 años de éste.

 

Ese hijo que es omitido absolutamente en la película, ese hijo que, en suma, no está, hace a Martin más Ford todavía.

 

Pues hay algunos datos de la vida de Ford de los que no les he hablado todavía.

 

El primero de ellos es su alcoholismo crónico.

 

Entre película y película, Ford se emborrachaba de manera desmesurada. Al parecer, solo el acto de rodar ponía freno eficaz a su compulsión hacia la bebida. Su alcoholismo era tal que en más de una ocasión llegó a meterse durante días en su saco de dormir bebiendo sin parar e incluso orinándose en el mismo.

 

Lo que en varias ocasiones le hizo acabar hospitalizado y sometido a posteriores tratamientos de rehabilitación.

 

En suma: que aun siendo de un carácter muy diferente al de von Trier, manifestaba crisis depresivas, propiamente melancólicas, como las de éste.

 

A mi entender es fácil localizar el origen de esa melancolía en dos momentos decisivos de la vida del cineasta.

 

Los padres de Ford tuvieron 11 hijos, siendo Ford el décimo en nacer.

 

Vean la serie:

 

 

Y atiendan ahora a lo más notable:

 

1. 1876 Mary Agnes (Maime)

2. 1978 Edith (Delia o Della) muerta en 1881

3. Patrick

4. Francis

5. 1884 Bridget muerta poco antes de cumplir un año

6. Barbara muerta en 1988

7. 1889 Edward

8. 1891 Josephine

9. 1892 Joanna (Hannah), muerta al poco de nacer

10. 1894-02-01 John Martin

11. 1898 Daniel muerto poco después de nacer

 

Antes del nacimiento de Ford habían muerto ya cuatro de sus hermanos mayores, y todos ellos siendo muy niños.

 

Y más significativo todavía es el hecho de que el nacimiento de Ford aparezca rodeado por la muerte tanto de la hermana anterior -muerta solo un año antes de su nacimiento-, como por la de ese hermano pequeño cuya muerte el propio Ford hubo de vivir con solo cuatro años.

 

De modo que, entre los hermanos supervivientes, Ford habría de ser ya para siempre el pequeño.

 

Y no menos notable es el nombre de la hermana muerta inmediatamente antes del nacimiento de John Martin Feeney: Joanna, es decir, el femenino de John.

 

Lo que quiere decir que John vino a recibir el nombre masculino de su hermana muerta, lo que en cierto modo le colocaba en su lugar, como su sustituto.

 

He encontrado casos celebres de esa ecuación -niño que es colocado por sus padres en el lugar de su hermano muerto- en varias figuras decisivas de la historia del arte y del pensamiento: Van Gogh, Dalí, Althusser, Philipe K. Dick… todos ellos caracterizados por intensos trastornos psíquicos.

 

Podemos añadir ahora a la serie a John Ford.

 

Y bien, no sé si lo saben, pero Jane es un variante de Joanna.

 

De modo que el nombre escrito en esa lápida es el femenino de John, acompañado del Mary que bien podría proceder de Maime, es decir, Mary Agnes, la hermana mayor de Ford que, enviudada tempranamente, cuidó de John durante los largos meses queduró la enfermedad que padeció en suinfancia, ocupando el lugar de su madre, quien fue incapaz de acercarse a él en todo ese periodo:

 

«Maime (Mary Agnes), que se había quedado viuda, fue quien se encargó de atender a John, porque su madre no soportaba estar al lado de alguien que estuviera gravemente enfermo. Aunque era una reacción comprensible viniendo de una madre que ya había perdido a cinco hijos por culpa de las enfermedades, John debió de sentirse abandonado por ella durante ese espantoso período de su vida.»

 

[McBride, Joseph: 2001, Tras la pista de John Ford, p. 64]

 

 

 

¿No les parece evidente que esta niña que va a estar perdida durante años y a la que Ethan y Martin buscarán incesantemente, esa niña a la que Ethan querrá matar y a la que Martin querrá salvar, podría ser esa Joanna que, inevitablemente, debió acompañar a Ford toda su vida como la sombra más profunda de su melancolía?

 

Porque ella era él, en cierto modo, pero también porque él no era ella, sino quien había venido a ocupar su lugar sin poder lograrlo nunca del todo.

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CC1506014235678 , 2015

 

 

16. The Searchers: la casa en llamas

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 12-12-2014 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

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No hay respuesta para lo real

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Martin: Uncle Ethan.

Martin: Something mighty fishy about this trail, Uncle Ethan.

Ethan: Don’t call me “uncle.” I ain’t your uncle.

Martin: Yes, sir.

Ethan: No need to call me “sir” either.

Ethan: Nor “grandpa,” nor “Methuselah.”

Ethan: I can whup you to a frazzle.

Martin: What do you want me to call you?

Ethan: Name’s Ethan.

 

Si la dialéctica del yo y la Imago Primordial es la del yo soy tú, la dialéctica del padre simbólico es la opuesta: yo no soy tú.

 

Soy otro: Llámame Ethan.

 

Les decía: eso obliga a Martin a hacerse cargo de su propia diferencia, de la radical singularidad que le constituye en ser.

 

Y porque Ethan se presenta para Martin como un enigma -el enigma de su singularidad incomprensible, real-, por eso mismo Martin se ve confrontado con su propio enigma, el de su propia singularidad.

 

Lo singular: eso es lo real, lo que se resiste a toda categorización, lo totalmente irreductible.

 

Piénsenlo en el sentido matemático: aquello para lo que no hay común denominador.

 

¿Cuál es, entonces, la tarea de Ethan? ¿Responderle sobre aquello para lo que no hay respuesta?

 

Porque, precisamente, no hay respuesta para lo real, es decir, no hay explicación para eso, porque eso, sencillamente, no puede ser entendido.

 

Lo que no quiere decir, sin embargo, que de ello no pueda decirse nada. Ese veto wittgesteiniano, si tiene sentido para las ciencias objetivas, no lo tiene para las de la subjetividad.

 

Si algo prueba la eficacia del psicoanálisis es, precisamente, el hacer fluir la palabra allí donde ha irrumpido lo real.

 

Pues eso es, sencillamente, el trauma: el choque con lo real no resuelto por la mediación de la palabra.

 

Ethan no puede responder a aquello para lo que no hay respuesta, pero sí puede confrontar -y sujetar- al sujeto con -ante- su propia interrogación.

 

Dicho en otros términos: no hay respuesta para lo real, todo enunciado que pretenda explicar y dar sentido a lo real es un enunciado imaginario.

 

Y, sin embargo, ante lo real, hay una palabra verdadera: la que hace suya la interrogación.

 

Por eso, una vez que ha cuestionado el marco de la pregunta, lejos de responder a su contenido, se la devuelve,

 

Ethan: Now, what’s so mighty fishy about this trail?

 

conminándole a formularla de nuevo, a pensarla, a deletrearla.

 

¿Dónde estamos, a todo esto, nosotros, los espectadores?

 

No hay duda posible sobre ello: en el punto de vista narrativo de Martin; compartiendo su pregunta y, en esa misma medida, sin acceso al punto de vista de Ethan, cuyo saber nos es vedado como al mismo Martin.

 

Martin: Well, first off–

 

De manera que la pregunta queda en suspenso, abierta como interrogación.

 

Y lo real mismo comienza, no a responder, sino a ocupar el lugar de la respuesta imposible.

 

Man: Look!

 

Hay cosas que no pueden ser dichas, sino solo mostradas -podríamos decir ahora con Wittgenstein.

 

Man: Look! Pa!

 

 

Les decía que esta espléndida imagen dibuja una gigantesca interrogación.

 

Y una calcinada.

 


Una mirada que está ya fuera del campo de los objetos

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Parece que fuéramos a entrar en un gran circo casi totalmente derruido.

 

Un territorio donde las rocas deterioradas semejan edificios en ruinas de una antigüedad insondable.

 

 

Un gran teatro, una gigantesca escenografía en cuyo centro aguarda el enigma:

 

 

Y ciertamente, esos jinetes son minúsculos frente a las magnitudes rocosas que les rodean.

 

 

Brad se encuentra ya allí:

 


Brad: Pa! (eco)

Brad: Reverend!

 

Padre, reverendo.

 

Que una figura con autoridad venga a introducir sentido en el mundo de lo real.

 

 

En el centro un toro muerto, lanceado, objeto de un extraño sacrificio.

 

Brad: Look!

 

El poderoso eco del lugar refuerza la idea de un circo gigantesco.

 


 

Todo parece indicar que hemos llegado al centro.

 


 

Es un paisaje como de ruinas que parece anticipar las ruinas mismas de la casa.

 


 

En el centro el toro muerto, lanceado.

 

Anoten que esta vez es Ethan, no el reverendo, el que oficia: él es el que toca lo sagrado, eso que es tabú, foco absoluto de la violencia.

 

Ethan: Caddos or Kiowas, huh?

 

Lo indio desafía a la comunidad perpleja, asustada, aferrada a su deseo de no saber.

 

Qué cerca está ahora, por lo demás, la mirada desconcertada del reverendo de la del Papa Urbano II.

 


Ethan: Ain’t but one tribe uses a lance like that.


 

Hay algo maligno en el rostro de Ethan en este momento.

 

Os lo dije, imbéciles.

 

Brad: Hey, Pa, your prize bull.

 

Padre, es tu toro premiado.

 

El objeto más preciado -bueno, el segundo objeto más preciado.

 

Y por cierto que, a propósito de ello, Freud solo dijo algo que desde siempre se sabía fuera del espacio oficial del saber: permítanme, para mostrárselo, que lo diga con una expresión popular: más pueden dos tetas que dos carretas.

 

Pero bueno, después del pecho, vienen las carretas, que son también bienes en extremo apreciados.

 

Las carretas y el toro que tira de ellas.

 

Sucede que ese bien tan preciado yace ahí, gratuitamente aniquilado.

 

Pero la implicación es todavía de mayor alcance, pues posee una dimensión totémica: es el gran toro, el gran semental, la virilidad de todos los varones de la comunidad está en juego.

 

¿Les parece que exagero?

 

 

En seguida verán que no, que solo deletreo.

 

Brad: Killed every one of them.

Brad: Not for food either. Why’d they do a thing like that?

 

El enigma: ¿qué significa esto?

 

De modo que Brad prosigue la pregunta que hace un momento formulara Martin.

 

La dirige a la comunidad, pero la comunidad se la devuelve con su silencio a Ethan.

 

Ethan: Stealing the cattle was just to pull us out.

Ethan: This is a murder raid.

 

La traducción literal es razia asesina.

 

Una fuerza ciega de destrucción se ha desencadenado. Algo que carece absolutamente de sentido.

 

Algo que, sencillamente, es.

 

En bruto. Con la brutalidad misma de lo real.

 

Ethan: Shapes up to scald out either your place or…

Ethan: my brother’s.

Jorgensen: Mama! Laurie!

 

¿Ven cómo llega lo que les anunciaba?: la virilidad de esos hombres está en juego; en la misma medida en que han sido burlados por los indios, su capacidad de proteger a sus mujeres se encuentra en precario.

 


Negación de la negación

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Jorgensen: Oh, please, God, please, no!

 

Ante eso, ante lo real, el primer movimiento es de negación.

 

Pero ésta es una negación totalmente diferente con respecto a esa primera negación que ha introducido el padre con su llegada y con su presencia.

 

Es, por decirlo así, una negación de segundo grado, una negación de la negación. Un movimiento, pues, de retorno a lo imaginario.

 

Jorgensen: Brad! Brad! Son!

 

¿No les parece que la casa arrasada está ya sugerida en esa montaña semiderrumbada que se encuentra detrás y a la derecha de Ethan?

 

 

Ciertamente, Ethan lo sabe.

 

Él, que no puede estar allí, en cierto modo está ya allí.

 

 

Martin lo contempla todo sin lograr, todavía, comprenderlo.

 

Y ese todo tiene dos caras: el pánico apresurado de la comunidad es una, y la extraña pasividad dolorida de Ethan la otra.

 

Clayton: Jorgensen’s place is the closest, Ethan.

 

Lo que sigue por parte de todos los personajes, salvo Ethan, quien de nuevo va a quedar solo, es la prolongación narrativa de esa negación de la negación:

 

Clayton: lf they’re not there, we’ll come straight on to you. Come on, Charlie.

Ethan: You do that.

 

Todos corren, lo que demuestra que no saben lo que Ethan sabe: corren tras sus objetos.

 

Corren porque no saben, y, en cierto modo, corren para huir de lo que han comenzado a saber.

 

Y, en cierto modo, por eso, también, corren huyendo de Ethan.

 

Martin: Well, are you coming or ain’t you?

 

Martin no puede ser menos que los otros y, así, se indigna ante esa pasividad de Ethan que es incapaz de comprender.

 

Espero que se estén dando cuenta de que estoy utilizando, a propósito de la figura del héroe, la noción de pasividad.

 

Ethan, sencillamente, sabe que ya es tarde.

 

Que hay que aceptar.

 

Que es necesario resistir, soportar el saber, padecerlo -en vez de tratar de huir de él.

 

Ethan: That farm’s 40 miles from here, boy, and these horses need rest and grain.


 

Siempre notable el talento plástico de Ford: ¿se han dado cuenta de cómo, en la misma medida en que se queda solo, la polvareda se despeja y su figura alcanza una inesperada e intensa definición?

 


 

La posición de Ethan aquí está en el vértice mismo donde pasividad y actividad se encuentran: ese vértice es el de la resistencia.

 


Una mirada que está ya fuera del campo de los objetos

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Mose: Ain’t Caddos, ain’t Kiowas. Comanches, sure!


 

Mose baila una danza india.

 

(Mose humming)

 

Ethan y Mose: el dolor y la locura, el odio hacia lo indio y la total compenetración con ello.

 

Ethan: Break out the grain.

>

Mose: Yes, sir.

Mose: Yes, sir.

 

La música hace oír el tema amoroso con los timbres más líricos del violín.

 

El rostro de Ethan, sin embargo, sigue en una acentuada oscuridad, cubierto por la sombra de su sombrero.

 

Tras él, una montaña rocosa. Delante, el lomo descolorido y áspero del caballo, que Ethan limpia tras haber retirado la silla de montar,

 

 

descubriendo la piel gris, erosionada por el prolongado contacto con ella.

 

Se dan cuenta de la potencia metafórica del plano: todo él erosión, erosión de la materia inorgánica en el fondo y erosión de la materia órgánica en el primer término: y entre lo uno y lo otro,

 

Mose: Yes, sir.

 

el rostro erosionado del propio Ethan, la mirada vuelta a su interior, tratando de retener la imagen que sabe va a perder para siempre.

 

 

Es la suya, progresivamente, una mirada que está ya fuera del campo de los objetos, una que se sumerge progresivamente en ese fondo en el que estos van a desaparecer definitivamente.

 

Sólo una nota más sobre este extraordinario plano.

 

 

Y es que si he usado correctamente el concepto de metáfora -pues esas rocas del fondo y esa piel descolorida del primer término metaforizan expresivamente la erosión emocional del propio Ethan-, conviene que atendamos al hecho de que hay algo, en ello, que desborda la metáfora: pues esas rocas, ese lomo del caballo, esas erosiones varias son, todos ellas, reales.

 

 


Un régimen de fuego y de silencio

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Aaron se detiene en el lugar de Debbie.

 

 

Y, como ya les dije, si ahora no hay manta india es porque lo indio lo rodea todo y está a punto de invadirlo todo.

 

(Barking in distance)

 

Algo invisible, localizado detrás de un montículo de arena, deja su estela en el movimiento centrífugo de las aves que emprenden su vuelo partiendo de allí.

 

(Barks)

 

El perro, como cuando llegó Ethan, ladra.

 

Lo que llega ahora es algo para lo que no hay palabras, solo ladridos.

 

Aaron: Quiet, boy.

 

Lo mismo sucedió con la llegada de Ethan:

 

Younger Debbie: Quiet, Prince.

 

Los ladridos la anunciaron, y en ambos casos escuchamos la misma palabra: Quiet.

 

Aaron: Quiet, boy.


 

Hay fuego detrás de la ventana.

 

Como si el desierto se hubiera tornado infierno.

 

Como si el cielo mismo estuviera ardiendo.

 


 

Sus llamas encienden el rostro de Martha.

 


 

Aaron y Martha se miran.

 

Intuyen su respectivo miedo, pero no quieren nombrarlo: que los niños no se den cuenta de nada.

 


 

El rifle brilla ya sobre la cabeza de Aaron.

 


 

Escuchamos el sonido de las balas cuando son introducidas en él.

 

Martha, sin decir palabra, se vuelve para ver como Aaron prepara su arma.

 


 

Y prosigue la cadena de sonidos que designan lo que las palabras callan: esta vez el sonido metálico del rifle cerrándose.

 

Aaron: Think I’ll see if I can’t take off a couple of sage hens before supper.

 

Si se habla, es para ocultar lo que está sucediendo.

 

Como ven, hemos entrado en un régimen de fuego y de silencio.

 

Martha: Yes, you do that, Aaron.

 

Martha no quiere mirar a Aaron a los ojos, no quiere aumentar su ansiedad viendo la de él, ni transmitirle a él la suya.

 


 

Pero se apresura a mirarle cuando se sabe ya no mirada.

 

Y choca con la cartuchera vacía convertida, a efectos de su movimiento, en un reloj de péndulo.

 


 

La salida de Aaron es de inmediato seguida por la entrada de Lucy.

 

Lucy: My, the days are getting shorter.

 

Los días son cada vez más cortos.

 

La expresión verbal participa de lo que visualmente ha introducido ya el péndulo de la cartuchera, cuyos movimientos son también cada vez más cortos.

 

Martha: Lucy, we don’t need a lamp yet.

 

Los nervios de Martha se traicionan en su voz.

 

Y sus palabras participan de la misma cadencia del abreviamiento del péndulo y de los días, pues si no necesitamos la lámpara todavía es porque la oscuridad de la noche se aproxima.

 

Martha: Let’s just enjoy the dusk.

 

Disfrutemos de la luz del atardecer.

 

Y claro está, la serie que precede a esta nueva frase la convierte en: Disfrutemos de la luz del último atardecer.

 

¿No es acaso el fin del mundo lo que está llegando?

 


 

De nuevo aquí, ¿recuerdan?

 

 

Hemos retornado al comienzo absoluto del film: la mujer en la puerta de su casa, fundida con ella.

 

En ambos casos, una línea -la de la montaña en el primero, la del remache de la puerta en el segundo- dibuja el trayecto de la mirada.

 

En ambos, el palenque al fondo, trazando la línea que señala el límite a partir del cual comienza un exterior absoluto.

 

Y al sol calcinador de arriba, responde abajo el fuego insólito del último atardecer.

 


 

Su delantal despliega -y dibuja- el temblor de Martha.

 


 

Es esta vez el niño el que entra, portando el sable de Ethan.

 

Ben: lt’s all right, Ma.

Ben: Ma. I been watching.

 

Y ese sable, brillando, ocupa el centro del plano, entre el niño y su madre, anticipando la invocación verbal del propio Ethan.

 

Ben: Only–

Martha: What, Ben?

Ben: l wish Uncle Ethan was here. Don’t you, Ma?

 

Se dan cuenta de la diferencia entre Ethan y Ben, esos dos varones que desean a Martha.

 

Ben, como ven, lo tiene, pero es incapaz de hacer algo con él.

 

Esa es la diferencia que va de la fase fálica a la genital.

 

Y bien, Ethan no está ahí, es Aaron el que está.

 

 

Y eso sí, está en el mismo lugar en el que ya estuvo cuando llegó Ethan.

 

Y el gesto de su rostro es sustancialmente el mismo:

 

 

Y en ambos casos está, al fondo Martha, atenta.

 


(Barking in distance)

 

Y ya saben ustedes: viendo una señal de luz en el mismo lugar por el que llegó Ethan.

 

 

Se dan cuenta ahora de que las dos montañas del fondo están destinadas a hacer indiscutible la semejanza entre ambos planos.

 


 

De modo que allí, en el fondo, algo destella.

 

Como les dije, el retorno de Ethan precedía y anticipaba la llegada de los indios.

 

Ethan y los indios vienen del mismo lugar, del mismo exterior absoluto.

 

Las dos llegadas quedan, por tanto, esencialmente ligadas.

 

Martha: Close that shutter, Ben, like–

 


La luz convertida en foco de pánico

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Martha: Good boy.

 

Pero si al principio la casa se abría, ahora se cierra.

 

Una por una, todas sus aberturas son clausuradas.

 

Lucy: Ma, I can’t–

Martha: Lucy!

(Screams)

(Screams)


 

Admirable factura. Deletreémosla:

 

 

La carrera de Aaron prosigue con la carrera de su sombra sobre la puerta.

 


 

Y en el mismo momento en que la puerta se cierra, la cámara comienza una panorámica a derecha que prolonga la mirada de Martha

 

Lucy: Ma, I can’t–

 

Y la luz -convertida en foco de pánico- comienza a iluminar su rostro en el mismo instante en que entra en cuadro el quinqué que trae Lucy, mientras dice que no puede ver.

 

Martha: Lucy!

 

Ha entrado desde la derecha, como si trajera el quinqué de donde lo dejó Martha la noche anterior, en su dormitorio -de modo que es el quinqué de Martha.

 

Pero si entonces estuvo encendido, ahora acaba de ser apagado.

 

Porque de lo que se trata ahora es de algo que está totalmente fuera del ámbito de la mirada.

 


 

El contrapunto de ese brillante movimiento hacia la derecha -Aaron corriendo, su sombra primero y luego él mismo, la cámara y Martha…- es el plano estático y frontal de Lucy.

 


 

Cuyo tempo es el de una idea de horror que cuaja.

 

Y en el instante en que eso sucede, la cámara avanza hacia ella anticipando y prefigurando el grito

 


 

cuyo contenido sexual no puede escapársenos, pues es el pánico provocado por la posibilidad de ser violada por los indios.

 

 

Su rostro se desencaja.

 

(Screams)

(Screams)


 

En lo fundamental, esta escena es tan silenciosa como la de la llegada.

 

Pero donde allí estaba la palabra Ethan

 

Lucy: That’s your Uncle Ethan.

 

estalla aquí el grito de terror.

 

(Screams)

 

La palabra se descompone en grito: pura sonoridad corporal, material.

 

Toda una serie de vestigios visuales y sonoros han anticipado eso que llega ahora y que resuena en el grito de Lucy: pájaros que vuelan,

 

 

luces que destellan,

 

 

y todos esos sonidos bruscos, desde el ladrido al grito.

 

Vestigios, indicios, porque no hay ni palabra ni imagen para ello.

 

 

También polvaredas… Todo un encadenamiento de planos vacíos que anticipan el vaciado absoluto de la imagen.

 


El juego y lo real

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Martha: We are going to play the sleep-out game.

 

Y la madre habla a la hija de un juego.

 

Pero esta vez ya no es un juego sino algo real.

 

Lo que nos indica la importancia de los juegos, esos ensayos destinados a prevenir y preconfigurar los inevitables encuentros con lo real.

 

Martha: Remember? Where you hide out with Grandma?

 

Era un juego que era un ensayo en el que estaba involucrada la abuela.

 

Pero la muerte estuvo siempre, desde el primer momento, ligada a ese juego,

 

Younger Debbie: Where she’s buried?

 

pues era en el lugar donde ahora esa abuela está enterrada: como veremos en seguida, se trata del cementerio familiar.

 

Martha: And you creep along the ditch very quietly, like–

Younger Debbie: Like a little mouse.

Aaron: Hurry up, Martha. The moon’s fixing to rise.

 

Se dan cuenta de que al fondo de este abrazo sigue estando Ethan:

 

 

Martha: You won’t make a sound or come back, no matter what you hear.


 

Oigas lo que oigas, no hagas ningún ruido, no vuelvas.

 


El arco de la promesa

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Y Martha reclama, de Debbie, una promesa.

 

Martha: Promise?

Younger Debbie: I promise.

 

Se abre así el arco de la promesa, cuyo siguiente eslabón será éste:

 

Martin: Well, why don’t you say it?

Martin: We’re beat, and you know it.

Ethan: Nope.

Ethan: Our turning back don’t mean nothing. Not in the long run.

Ethan: lf she’s alive, she’s safe. For a while. They’ll keep her. They’ll raise her as one of their own until…

Ethan: Till she’s of an age to…

Martin: Well, do you think maybe there’s a chance we still might find her?

Ethan: lnjun will chase a thing till he thinks he’s chased it enough.

Ethan: Then he quits.

Ethan: Same way when he runs.

Ethan: Seems like he never learns there’s such a thing as a critter who’ll just keep coming on.

Ethan: So we’ll find them in the end, l promise you.

Ethan: We’ll find them.

Ethan: Just as sure as the turning of the Earth.



 

 

Martha: Promise?

 

Prométeme que vivirás, dice Martha a Debbie.

 

Younger Debbie: I promise.

 

 

Ethan: So we’ll find them in the end, l promise you.

 

Te prometo que la encontraremos, dice Ethan a Martin.

 

Se dan cuenta de hasta qué punto están ligadas ambas promesas.

 

Porque para que pueda cumplirse la promesa de Ethan a Martin, es necesario que se cumpla la promesa de Debbie a Martha.

 

O en otros términos, para que la promesa que Ethan da sea viable, es necesario que se cumpla la que Martha pide.

 

Y esa promesa, la que Martha reclama de la niña, es la promesa de que parta para siempre, de que no intente nunca volver atrás. En suma: que siga viva -y si apuran todas las consecuencias de ello, eso incluye, también, el que acepte convertirse en india.

 

Younger Debbie: I promise.

Younger Debbie: Wait. Can’t I have Topsy?

 

Y como Martin llegó por la puerta de atrás, la de la cocina, por la ventana de atrás de la cocina sale Debbie.

 

Aaron: There’s no time. There’s no time.

Martha: Here she is, baby.

Martha: Here.

Aaron: Now, down low. Run!

Martha: Baby!


 

Doy por hecho que ven ahí ahora, sobredimensionada, la cruz de Martha.

 


 

El cementerio es el escondite: de modo que Debbie deberá esconderse entre los muertos.

 

Younger Debbie: Prince, go back. Go back, Prince.

 

El perro prolonga y escenifica el lazo que debe ser cortado definitivamente.

 

Younger Debbie: Go back. Prince! Go back. Go back, Prince!

Younger Debbie: Prince, go back. Go back, Prince! Prince!


 

Dos lápidas y, entre las dos, la sombra de una de ellas.

 

Y rimando estrictamente con ella, a continuación, entra y crece en cuadro la sombra de Cicatriz.


 

En la frialdad de su mirada hay algo que recuerda a Ethan.

 


 

Por lo demás, Cicatriz lleva su propia cruz escrita en su frente -llegado el momento, pero eso será solo mucho más tarde, habremos de saber que el suyo es el mismo motivo: los seres queridos muertos en esa que fue la otra guerra civil norteamericana: la que durante décadas libraron blancos e indios.

 


 

Él es el que emite el último sonido de esta escena llena de sonidos desoladores.

 


 

A lo que sigue un fundido a negro absoluto y sostenido.

 

(Horn blows)

 


En el lugar de la madre muerta

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Leamos lo que está escrito en la lápida junto a la cual se ha refugiado Debie:

 

«Here lies Mary Jane Edwards
killed by comanches
may 12, 1852
A good wife and mother
in her 41st year»

 

 

De la lápida de la izquierda sólo podemos leer el final del mismo apellido y de la misma fecha de muerte, al parecer también causada por los comanches, lo que invita a deducir que se trata de la tumba del marido de Mary Jane.

 

Y bien, ¿quién es esta Mary Jane Edwards?

 

Al principio, uno tiende a pensar que se trataría de la madre de Martin, dado que comparece como asesinada por los comanches en 1852, es decir,

 

 

16 años antes de la fecha en la que comienza el film, lo que cuadra bien con los 17 o 18 años que ahora podría tener Martin, de quien sabemos que fue recogido por Ethan tras una masacre realizada por los indios y en la que murieron sus padres.

 

El problema es que Martin no se apellida Edwards, sino Pauley.

 

Y, por lo demás, una mujer de 41 años era, por aquel entonces, demasiado mayor para ser madre de un bebé.

 

Sólo puede tratarse de la madre de Aaron y de Ethan Edwards.

 

De modo que los padres de Ethan bien podrían haber muerto en la misma masacre en la que murieron los de Martin.

 

Lo que choca un poco con esto es que de ello se deduce una edad más corta de lo aparente por lo que se refiere a Ethan: pues esa madre muerta a los 41 años tendría ahora, en el presente de esta escena, de seguir viva, 57, lo que lleva a calcular la edad de Ethan en torno a los 40 o 41 años, si es que su madre lo hubiera tenido a los 16 o a los 17.

 

Cosa que puede resultar aceptable en un mundo campesino como éste, pero no cuadra demasiado con la apariencia de Ethan, más próxima a la segunda década de los cuarenta que a sus comienzos -de hecho John Wayne, nacido en 1907, tenía 48 años en 1955, año de rodaje de la película.

 

41 años es una edad que parece más apropiada…

 

¿Para quién? Yo diría que para Martha.

 

Y ciertamente, es Martha la esposa y madre que va a morir en esta escena.

 


 

En todo caso es en el lugar de esa madre muerta donde se coloca esa niña que, como potencial futura madre, lleva su muñeco en brazos.

 


Montaje paralelo sin salvamento en el último momento

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(horn blows)

 

Un largo fundido en negro -nada menos que 4 segundos- establece lo irreparable del suceso para el que ya tenemos el nombre que Ethan le diera –masacre:

 

Aaron: lt was Ethan who found you, squalling under a sage clump after your folks had been massacred.

 

 

Ethan: This is a murder raid.

 

Hay, les digo, nombre para ello, en la misma medida en que no hay imagen de ello pues, precisamente, este largo fundido en negro tiene por función localizar el lugar de la elipsis y, a la vez, localizar un vacío absoluto de imagen -un negro total- en lugar de la escena del crimen.

 

Tal es el modo por el que el cine clásico escribe lo real: lo designa,

 

(Horn blows)

 

lo localiza, pero no lo muestra.

 

Lo localiza y, sin mostrarlo, despliega un orden simbólico a su alrededor.

 

Todo lo contrario sucede en el cine contemporáneo, donde las imágenes de la matanza nos serían mostradas una a una, con acentuado deleite.

 


 

El caso es que sabemos que ésta es una carrera inútil.

 

Por cierto, acabo de hablarles de elipsis, pero no la piensen como una elipsis temporal, sino como una espacial y dramática.

 

Pues todo apunta a que eso -la masacre, la matanza, la razia asesina- está sucediendo en este momento, mientras vemos correr a estos hombres que sin embargo van a llegar tarde.

 

La cosa no es irrelevante, porque en el cine clásico el fundido en negro suele estar asociado a elipsis temporales intensas y a la puntuación de grandes bloques narrativos.

 

Sin embargo, no sucede aquí así. Esta elipsis es, como les digo, solo espacial, de modo que estamos ante un montaje paralelo, pero, eso sí, sin salvamento en el último minuto.

 

Martin: Uncle Ethan!

 

Este encadenado, en cambio, sí constituye una elipsis temporal: pues ha debido tardar un tiempo considerable Martin en matar a su caballo por agotamiento.

 

Martin: Uncle Ethan.

 

Qué pequeño resulta Martin es este gigantesco espacio.

 

Y qué desvalido se encuentra.

 

Martin: Wait a minute, Uncle Ethan.

Mose: Next time, you’ll mind your Uncle Ethan.

Mose: Thank you kindly.

 

Si han seguido mi sugerencia y se han puesto a leer la gran trilogía sofocleana -mientras no lo hayan hecho, no aspiren a llamarse a sí mismos personas cultas- se darán cuenta de que en esta tragedia moderna Mose ocupa muchas veces el lugar del coro.

 

Martin: Wait, Mose! We can ride double, Mose!

Martin: Mose, wait!

Martin: Mose!

 

Es impresionante como ese gigantesco bloque macizo de piedra parece desaparecer entre las nubes por obra del encadenado.

 

 

Y esa roca a la vez erguida y hendida la reconocen, ¿verdad?

 

 

Como ven, estamos en el tiempo de la separación.

 

Y es la imagen evanescente de Martha -pero también la de Debbie- la que late -por asociación- aquí.

 


El tiempo de la separación

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Ahora sabemos el motivo de la hendidura que hiende esa erguida roca del fondo.

 

Es la herida misma que le estaba destinada a Ethan.

 

 

Deténganse un momento en estos dos primeros planos de Ethan puntuados por el contraplano subjetivo de la casa ardiendo

 

 

Uno

 

 

y dos.

 

¿Son idénticos?

 

No del todo.

 

La diferencia es prácticamente imperceptible en el plano consciente y sin embargo intensamente eficaz en el emocional:

 

 

Hay un ligero descenso, una ligera inclinación hacia la derecha:

 

 

Así pueden verla mejor: la cabeza de Ethan se encuentra más baja, su cuerpo ligeramente más alejado de la roca del fondo.

 

Y su escopeta -ella sí-, acentuadamente más inclinada.

 

Entre los dos planos mediados por el contraplano de la casa ardiendo

 

 

va la distancia que separa la inspiración de la expiración -no es la primera vez que les llamo la atención sobre la importancia de la respiración en el cine fordiano.

 

Inspiración, la del primer plano, que queda congelada, cortocircuitada, por el impacto del contraplano, y luego, en el segundo plano, se dibuja una espiración que es la primera pincelada del acatamiento, a la vez que el comienzo del descenso a los infiernos que sigue.

 


 

Poderoso gesto este de desenfundar el rifle con una sola mano -como si de un sable se tratara, ¿no les parece?

 

En el más acentuado contrapicado, la figura de centauro de Ethan totalmente recortada sobre el cielo azul, su rostro totalmente negro por efecto del contraluz.

 

¿Es un gesto de combate?

 

Sin duda.

 

Pero es un hecho que los indios ya han culminado su tarea, de modo que no va a haber posibilidad de combate, al menos por ahora.

 

Por eso, algo hay en él de gratuito. Pero su gratuidad es meramente funcional -el rifle no va a ser disparado-, no simbólica: es a la vez un gesto de homenaje y de acatamiento. Y no deja de ser, por ello, un gesto de combate: todo el personaje de Ethan se retrata en él; en lo que en él hay de retorno a una lucha eterna e inexorable.

 


Acatamiento vs negación

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El cuadro se vacía.

 


 

Tras lo cual sigue el plano de Martin, irguiéndose a la vez que accede a su espectáculo de horror.

 

Observen que el raccord se construye superponiéndose dos planos en cierto modo vacíos.

 

Pues al vaciamiento del plano anterior, provocado por las salidas de cuadro de Ethan y de Mose,

 

 

sigue un plano que, aunque muestra ya a Martin, lo muestra por debajo de la línea del horizonte, sumergido y empastado en el bloque de montañas del fondo.

 

 

De modo que la tensión del plano es la del movimiento por el que Martin

 

 

se yergue por encima de esa línea del horizonte, en la misma medida en que accede al espectáculo de horror que le aguarda.

 

 

Les llamaba antes la atención sobre las pequeñas pero decisivas diferencias

 

 

que separaban los dos planos de Ethan contemplando la casa en llamas:

 

Tendremos ocasión de ocuparnos de las pequeñas pero decisivas diferencias de los planos de la casa ardiendo que responden a lo que mira cada uno de los dos personajes.

 

 

Pero se imponen, en un primer momento, sus acentuadas semejanzas.

 

Ahora bien, si es muy semejante lo visto por uno y por otro, existe entre ambos una decisiva diferencia de orden temporal.

 

Ethan lo ve primero, y luego lo ve Martin.

 

Aun cuando ambos ven, sustancialmente, lo mismo.

 

Momento decisivo, entonces, en el proceso de maduración de Martin, dado que le es dado compartir la visión de Ethan.

 

Y por cierto, a propósito de estas decisivas cuestiones de orden temporal, ¿repararon en que Ethan dejó partir a Martin cuando lo hicieron los demás en vez de retenerlo con él?

 

Martin: Well, are you coming or ain’t you?

Ethan: That farm’s 40 miles from here, boy, and these horses need rest and grain.

 

Podemos ahora comprender el motivo: le dejó partir antes para que llegara más tarde y para que llegara más cansado.

 


 

Prácticamente agotado. De modo que ese extremo agotamiento amortiguara en cierto grado su dolor.

 


 

Ven ustedes la diferencia temporal.

 

Si Martin ve lo que ha visto Ethan, también ve algo diferente que él: pues le ve a él en el interior de la escena.

 


 

Y, ante lo que ve, el gesto de Martin es opuesto al de Ethan: si, como hemos dicho, el de Ethan es de acatamiento, el de Martin, en cambio, es de negación:

 

 

En el registro, ya saben, de la negación de la negación, es decir, de la negación de lo real.

 

Y sin embargo: ¿no les parece que podría encontrarse en el borde mismo de la locura?

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15. Aporías de la deconstrucción 4: Zizek, el deseo y el acto

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 12-12-2014 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

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A propósito del machismo

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Hoy cerraremos el asunto Zizek.

 

«En lo relativo a la manipulación de la esencia misma de la sexualidad, la intervención científico-médica directa, queda perfectamente reflejada en la triste historia del Viagra, esa píldora milagrosa que promete recuperar la potencia sexual masculina de un modo puramente bio-químico, obviando toda la problemática de las inhibiciones psicológicas. (…) Por decirlo con los términos de la crítica de Adorno contra la mercantilización y la racionalización: la erección es uno de los últimos vestigios de la auténtica espontaneidad, algo que no puede quedar totalmente sometido por los procedimientos racional-instrumentales.

«Este matiz infinitesimal (el que no sea nunca directamente “yo”, mi Yo, el que decide libremente sobre la erección), es decisivo: un hombre sexualmente potente suscita atracción y deseo no porque su voluntad gobierne sus actos, sino porque esa insondable X que decide, más allá del control consciente, la erección, no le plantea ningún problema.

«La cuestión esencial aquí es distinguir entre el pene (el órgano eréctil en sí) y el falo (el símbolo de la potencia, de la autoridad simbólica, de la dimensión -no biológica sino simbólica- que confiere autoridad y/o poder). Del mismo modo que un juez, que bien puede ser un individuo insignificante, ejerce autoridad desde el momento en que deja de hablar en su nombre para que la Ley hable a través de él, la potencia del varón funciona como indicación de que otra dimensión simbólica se activa a través de él: el “falo” indica los apoyos simbólicos que confieren al pene la dimensión de la potencia. Conforme a esta distinción, la “angustia de la castración” no tiene, según Lacan, nada que ver con el miedo a perder el pene: lo que genera ansiedad es, más bien, el peligro de que la autoridad del significante fálico acabe apareciendo como una impostura. De ahí que el Viagra sea el castrador definitivo: el hombre que tome la píldora tendrá un pene que funciona, pero habrá perdido la dimensión fálica de la potencia simbólica -el hombre que copula gracias al Viagra es un hombre con pene, pero sin falo. (…) Por decirlo en términos un tanto machistas, ¿qué empeño pondrá la mujer en resultarle atractiva a un hombre, en excitarlo de verdad? Por otro lado, la erección o su ausencia, ¿no es una especie de señal que nos permite conocer el estado de nuestra verdadera actitud psíquica?»

 

[Slavoj Zizek: En defensa de la intolerancia, La sexualidad hoy, p. 98-99]

 

 

Quizás a algunos de ustedes les parezca que hemos perdido demasiado tiempo ocupándonos de él y de Judith Butler, lo que ciertamente no era mi intención cuando comenzó el seminario de este año.

 

Como recordarán, fueron algunos de entre ustedes los que suscitaron la discusión.

 

Pero pienso que ha sido oportuno hacerlo, porque estos epigonales discursos deconstructivos están en el ambiente y, en mi opinión, funcionan como racionalizaciones defensivas frente a la masa de emociones que suscitan films clásicos como The Searchers.

 

Y por tanto, directamente, contra el Edipo mismo.

 

Por eso, dediquemos una última atención a lo que bien podemos llamar las aporías de la deconstrucción.

 

Antes que nada, les haré una nueva llamada de atención ante la patente falta de rigor que se manifestaba en el texto de Zizek que analizábamos el otro día:

 

«Por decirlo en términos un tanto machistas, ¿qué empeño pondrá la mujer en resultarle atractiva a un hombre, en excitarlo de verdad?»

 

¿Qué es eso de en términos un tanto machistas? ¿Cómo que un tanto? ¿Son términos machistas o no machistas?

 

¿Por qué habría de ser machista el que una mujer quisiera resultarle atractiva a un hombre, excitarle de verdad?

 

¿Lo no machista entonces sería no querer atraerle ni excitarle?

 

Entonces las únicas mujeres no machistas serían las monjas y las lesbianas.

 

Como ven, Zizek tiene las cosas muy poco claras por lo que se refiere al erotismo.

 

Y padece un evidente síndrome de Estocolmo ante los discursos feministas más radicales, lo que le lleva finalmente a hacer propio su puritanismo de fondo.

 

Qué degradación para una mujer, parece querer decirnos, pretender resultarle atractiva a un hombre.

 

¿Pero no iba de eso el asunto del deseo? ¿El que desea, no quiere ser deseado?

 

Finalmente uno descubre, en estos discursos radicales, la misma gestualidad puritana de las damas de la liga de la ley y el orden que tantas veces describiera John Ford.

 

 

 

Doc: Vamos, vamos, señora. No se ponga así.

Dueña: Ya estoy harta de sinvergüenzas. Fuera de mi casa. Y me quedo con su baúl hasta que pague el alquiler.

Doc: ¿Y es este el rostro que hizo naufragar va mil barcos…

Doc: …y quemó las torres de la indomable Troya?

Doc: Adiós, bella Elena.

Dallas: ¡ Doc! ¿Pueden echarme…

Dallas: …si yo no me quiero ir? ¿Pueden echarme?

Sheriff: Vamos, Dallas, deja de armar escándalo.

Dallas:¿Tengo que irme, Doc, sólo porque ellas lo dicen?

Sheriff: Calla, Dallas, yo sólo cumplo órdenes. No culpes a esas señoras. No son ellas.

Dallas: Sí que lo son. Doc, ¿no tengo derecho a vivir? ¿Qué he hecho yo?

Doc: Somos las víctimas de un morbo infecto llamado perjuicios sociales, muchachas.

Doc: Las dignas señoras de la liga de la ley y el orden están limpiando de escoria la ciudad.

Doc: Vamos, debes mostrarte ufana de ser escoria como yo.

Sheriff: Lárguese, Doc, está borracho.

Dueña: Hum. Lo que yo digo,…

Dueña: …Dios los cría y ellos se juntan.

Doc: Tome mi brazo, madame la condesa. La carreta espera. A la guillotina.

Dueña: Aguarden un momento. Voy con ustedes.


 

Por mi parte, les diré todo lo contrario: que me parece un error llamar machismo a lo que se consideran las actitudes negativas de los varones hacia las mujeres, porque con ello se estigmatiza al macho, lo que les plantea obvios problemas a esos seres humanos que son machos, pero también les plantea serios problemas a esos otros seres humanos que son hembras, porque les hace más difícil encontrar a los seres humanos machos que, después de todo, reclaman.

 


A propósito de angustia de la castración

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Vean un nuevo ejemplo de falta de rigor. En términos freudianos, es insostenible afirmar que la angustia de la castración no tiene nada que ver con el miedo a perder el pene: lo que genera ansiedad es, más bien, el peligro de que la autoridad del significante fálico acabe apareciendo como una impostura.

 

Si la “angustia de la castración” no tiene nada que ver con el miedo a perder el pene entonces no tiene sentido decir que lo que genera ansiedad es, más bien, el peligro de que la autoridad del significante fálico acabe apareciendo como una impostura.

 

Quiero decir: el más bien, contradice al nada que ver: si no tiene nada que ver, entonces no puede decirse más bien sino en ningún caso.

 

Y si el más bien vale, entonces, es obligado reconocer que algo tiene que ver con lo anterior, después de todo.

 

Y claro que tiene algo que ver.

 

Pues, de lo contrario, sería incomprensible el horror que el descubrimiento del genital femenino produce en el niño varón.

 

Y en ello se manifiesta una vez más lo que les decía el otro día: que es imposible separar al falo del pene.

 


El acto de Mary Kate

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¿El viagra es –como dice Zizek- la castración definitiva?

 

No, miren, no.

 

Precisamente porque el arco simbólico del falo es mucho más amplio que el de ese órgano eréctil que incluye, el viagra no es la castración, ni definitiva, ni no definitiva.

 

¿Y por qué habría de serlo?

 

Piénsenlo bien. Si lo fuera, ¿no debía serlo también -y, por cierto, más- la píldora anticonceptiva?

 

Es curioso como escora el discurso: lo químico que ayude al varón a ir tirando es nefasto, pero lo químico que ayuda a la mujer es superguay…

 

Se lo señalo a ustedes por lo que tiene que ver con el siguiente movimiento del libro de Zizek, con el que vamos a despedirnos definitivamente de él.

 

Se trata de la reflexión que realiza sobre un caso judicial que fue muy sonado en Estados Unidos: el de Mary Kate le Tourneau.

 

 

«El caso de Mary Kay le Tourneau indica que aún existe alguna salida. Esta profesora de Seattle de treinta y seis años fue encarcelada por haber mantenido una apasionada relación amorosa con uno de sus alumnos, de catorce años: una gran historia de amor en la que el sexo aún tiene esa dimensión de trasgresión social. (…) El absurdo que supone definir esta extraordinaria historia de amor pasional como el caso de una mujer que viola a un adolescente, resulta evidente; sin embargo, casi nadie se atrevió a defender la dignidad ética de Mary Kay.»

 

[Slavoj Zizek: En defensa de la intolerancia, La sexualidad hoy, p. 101-102]

 

 

¿Se habría atrevido Zizek a decir lo mismo si se hubiera tratado del caso sexualmente opuesto?

 

Quiero decir: el de un profesor varón de treinta y seis años que hubiera mantenido una relación sexual con una adolescente de catorce.

 

Es evidente que no, porque casos de esos siempre hay y nada dice sobre ellos.

 

Pero no nos detendremos ahora en eso.

 

El asunto es que, al parecer, en el juicio, Mary Kay le Tourneau fue diagnosticada de maniaco-depresiva -lo que no puede por menos que interesarnos, dado que ese es el evidente diagnóstico de Justine.

 

A propósito de lo cual, añade Zizek:

 

«La idea de “trastorno bipolar” (…) es interesante: su principio explicativo es que una persona que lo padece sabe distinguir el bien y el mal, sabe lo que es bueno o malo para ella, pero, cuando se desata el estado maníaco, en el arrebato, toma decisiones irreflexivas, suspende su juicio racional y la capacidad de distinguir lo bueno de lo malo. Esta suspensión, ¿no es, sin embargo, uno de los elementos constitutivos del ACTO auténtico?»

 

[Slavoj Zizek: En defensa de la intolerancia, La sexualidad hoy, p. 103]

 


 

La pregunta es: ¿es un acto auténtico el de Justine cuando viola a Tim?

 


 


Zizek y Lacan: el deseo y el acto

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Tim: Hi.

 

Tal es lo que se deduce de la argumentación de Zizek, en la misma medida en que, en la práctica, termina identificando el acto auténtico como un acto maníaco.

 

El asunto tiene toda su importancia, porque pone en cuestión la definición misma del acto.

 

Una vez más, para ello, Zizek recurre a Lacan:

 

«¿Qué es un acto? Cuando Lacan define un acto como “imposible”, entiende por ello que un acto verdadero no es nunca simplemente un gesto realizado con arreglo a una serie de reglas dadas, lingüísticas o de otro orden -desde el horizonte de esas reglas, el acto aparece como “imposible”, de suerte que el acto logrado, por definición, genera un corto-circuito: crea retroactivamente las condiciones de su propia posibilidad. (…)

«Mary Kay (…) rechazaba sentirse culpable y recuperaba su sangre fría ética, decidiendo no transigir con su deseo. (…)

«conviene insistir en el carácter único, en la idiosincrasia absoluta del acto ético -un acto que genera su propia normatividad, una normatividad que le es inherente y que “lo hace bueno”; no existe ningún criterio neutro, externo, con el que decidir de antemano, mediante aplicación al caso particular, el carácter ético de un acto.»

 

[Slavoj Zizek: En defensa de la intolerancia, La sexualidad hoy, p. 103-105]

 

¿Por qué llamar imposible a lo posible?

 

¿No les parece éste un modo un tanto rococó de usar el lenguaje?

 

Si ha habido acto, es que era posible.

 

Y si el acto es imposible, entonces no habrá acto.

 

Pero sucede que los lacanianos se pasan la vida haciendo esto: diciendo que cuando Lacan dice algo, digamos X, lo que quiere decir no es X, sino otra cosa, llamémosla Y.

 

Y, a continuación, afirman que Y es igual a no X, con lo que, finalmente, vienen a decirnos que cuando Lacan dice X lo que quiere decir es no X.

 

Por eso, para hablar del asunto, Zizek tiene que poner la palabra imposible entre comillas, para, a continuación, venir a decirnos que cuando Lacan dice imposible no quiere decir que sea imposible, sino que quiere decir… que es posible, aunque no lo parece.

 

Ahora bien: si Lacan quiere decir lo contrario de lo que dice, ¿por qué no lo hace en vez de decir lo contrario de lo que quiere decir?

 

Así es el rococó.

 

Ahora bien, ¿dónde está la gracia de la cosa?

 

En que se juega con la posibilidad de que el acto sea imposible.

 

Pues se dan ustedes cuenta de que, de acuerdo con el acto escogido como modelo de acto puro, lo que se está haciendo es definir al acto maníaco como el único acto posible.

 

Les hablaba al principio de cómo discursos como estos funcionan como mecanismos defensivos por la vía de la racionalización que se disparan cuando nos aproximamos a los grandes textos clásicos.

 

Es decir: a los textos edípicos.

 

Y es que precisamente de eso se trata, eso es lo que late en los discursos de la deconstrucción: el repudio de la ley simbólica.

 

Pero más allá de todo ese debate, hay algo que debería ser evidente para todo psicoanalista: y es que no es tarea del psicoanalista ni denostar un acto, ni ensalzarlo -como hace aquí Zizek- convirtiéndolo en modelo del auténtico acto.

 

Lo que corresponde al psicoanalista es, sencillamente, estudiarlo y tratar de explicarlo.

 

Exactamente eso que no hace, en ningún momento, Zizek.

 

Y, en cualquier caso, resulta obligado añadir que ese acto, en cuanto que realiza un deseo, no puede ser cierto que carezca de reglas: por el contrario, son las reglas mismas del deseo las que lo configuran como tal, independientemente de que, en el momento en que lo realiza, el individuo carezca de conciencia de las reglas deseantes que lo encadenan.

 

¿Quiso Mary Kate convertirse en la maestra absoluta -en la maitrese total- de su estudiante?

 

¿Quiso humillarse públicamente como quien degradaba sus obligaciones docentes?

 

No tenemos manera de saber si fue eso o cualquier otra cosa.

 

Pero lo que sí sabemos es que, en tanto su deseo estuvo en juego, una cadena significante de ese orden hubo de ponerse en marcha.

 

Ahora bien, si toman un poco de distancia, ¿no les parece que lo que está definiendo Zizek es más bien un acting-out? Un acto que irrumpe como actuación del deseo en un estado de inconsciencia.

 

Precisamente: un acto loco; uno que supone un paso al acto de un deseo que no logra decirse en la sesión analítica y que se actúa de manera loca fuera de ella.

 

Pero en todo caso la cuestión central estriba en si podemos aceptar esta definición del ACTO auténtico, verdadero, logrado como un acto que rechaza toda normatividad previa y genera su propia normatividad.

 

¿Y cómo podría hacerlo de la nada -pues se dice de él que ha roto todo orden discursivo previo?

 

¿No se manifiesta aquí, de manera implícita, una apología del acto irracional? Y una -dicho sea de paso- que participa de la estela de la subversión sin sujeto de Butler.

 

Resulta evidente que la referencia lacaniana a la que ahora apela Zizek es la del Seminario 7, La ética del psicoanálisis, cuyo enunciado central es:

 

«Propongo que de la única cosa de la que se puede ser culpable, al menos en la perspectiva analítica, es de haber cedido en su deseo.»

[Jacques Lacan: 1959/1960, Seminario 7, La Ética del psicoanálisis, 1959-07-06]

 

 

Ahora bien, si lo aceptamos, si aceptamos lo que afirma Zizek sobre el acto de Mary Kate, ¿no deberíamos aplicárselo también, por ejemplo, al violador de niñas de Ciudad Lineal?

 

Y no menos notable, por lo que se refiere al análisis teórico del asunto, es esto otro: que ni Zizek ni el propio Lacan parecen darse cuenta de que esta máxima ética supone una contradicción radical con los presupuestos previos del discurso lacaniano que, como ustedes saben, afirman que

 

«el deseo del hombre es el deseo del otro»

[Jacques Lacan: 1953-1954, Seminario 1, 1954-04-07]

el deseo del sujeto es el deseo del Otro»

[Jacques Lacan: 1961-1962, Seminario 9, 1961-06-06]

 

 

Pues bien, si esto es cierto, si el deseo está, desde su origen, alienado en el deseo del otro, carece de sentido la afirmación de que el sujeto debe no transigir con su deseo, dado que este deseo no es, después de todo, suyo, sino del otro.

 

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14. The Searchers, Zurbarán: sublimación

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 12-12-2014 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

 

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Ley jurídica / ley simbólica

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Clayton: All right. l’ll swear you in.

Ethan: No need to. Wouldn’t be legal anyway.

Clayton: Why not?

Clayton: You wanted

Clayton: for a crime, Ethan?

Martha: Coffee, Ethan.

Ethan: Thank you, Martha.


Ethan: You asking me as a captain or a preacher, Sam?

Clayton: I’m asking you as a Ranger of the sovereign state of Texas.

Ethan: You got a warrant?

Clayton: You fit a lot of descriptions.

Ethan: Figure a man’s only good for one oath at a time.

 

Un hombre –un auténtico hombre– no puede desdecirse de sus juramentos.

 

Ethan: I took mine to the Confederate States of America.

 

Como les advertí, se redondea la fórmula del falo: la palabra que alcanza la dignidad del juramento al que el sujeto se sabe obligado.

 

Ethan: So did you, Sam.

 

La herida de la Guerra Civil sigue abierta.

 

Y con ella una falla que amenaza el régimen de lealtades.

 

O en otros términos, el combate alcanzó su desenlace en lo real -unos vencieron, otros se vieron obligados a rendirse bajo la bota de los más fuertes-, mas no en lo simbólico.

 

No fue otra cosa, precisamente, que eso, una rendición.

 

Y esa rendición debió de ser devastadora.

 

Por eso, ahora, los que aran no tienen sable. -Ese es evidentemente el caso de Aaron, pero no sólo el suyo, dado que el que tiene sable no puede arar.

 

De modo que Ethan encarna la ley simbólica frente a una comunidad que ha claudicado.

 

Esta claudicación de la comunidad ha respondido, sin duda, a las exigencias del principio de realidad, que ha cristalizado en forma de ley jurídica. Frente a ella, en cambio, se yergue esa adhesión loca, netamente pasional a la palabra por la palabra como el fundamento mismo del ser.

 

Pues el núcleo de la ley simbólica no contiene otro contenido que la fidelidad misma a la palabra dada, que es la condición de cualquier otra fidelidad.

 

Y bien, Ethan resulta ser el único que ha sustentado su palabra. Eso le hace imprescindible, pero a la vez odioso para los que se rindieron y renunciaron a ella.

 

Como ven, también desde este punto de vista el héroe está sólo y es odiado.

 

Tanto más lo es, tanto más se hace molesto a los otros, en tanto ven en él precisamente lo que no quieren ver: la posibilidad de serlo.

 

¿De ser qué?

 

Un héroe.

 


El motivo central de la deconstrucción

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¿No será ese, después de todo, el motivo central de la deconstrucción?

 

Si deconstruimos la noción de héroe, si decretamos que el héroe no existe, que no es más que una ingenua ilusión imaginaria, qué alivio, entonces. Nadie tiene por qué verse confrontado a la necesidad de serlo.

 

Y les llamaré igualmente, a este propósito, la atención sobre un dato con el que me encuentro cada vez con más frecuencia cuando hablo de estos temas.

 

Y es que la resistencia aparece más del lado de los varones que del de las mujeres.

 

Lo que me hace pensar que ellas empiezan a intuir lo que se pierden cuando se decreta que los héroes no existen, a la vez que ellos se alarman ante la posibilidad de que los héroes puedan existir.

 

A fin de cuentas, todo el discurso de la deconstrucción puede resumirse en la afirmación de que todo nuestro universo de valores es puramente mítico.

 

Pero en ello la deconstrucción acierta tanto como se equivoca. Pues acierta cuando afirma que se trata de un mito, pero se equivoca absolutamente cuando confunde los mitos con ilusiones engañosas. Pues al hacerlo ignora que los mitos -es decir: los textos- constituyen la materialidad misma de lo humano.

 

O en otros términos: piensa que los mitos son mentira por no coincidir con lo real. Cuando es justamente al revés: porque los mitos no coinciden con lo real sino que lo conforman y lo desafían, constituyen la condición misma de la verdad.

 

Les pondré un ejemplo bien sencillo que uso con frecuencia. Esto es un ordenador. Pero que esto sea un ordenador no es verdad ni es mentira, no es más que la constatación de un dato objetivo.

 

Lo que es verdad o mentira es que yo afirme que les veré a ustedes dentro de una semana.

 

Si el próximo viernes vengo, eso será verdad, es decir: lo será si yo sostengo mi cita. O se descubrirá mentira si la traiciono.

 

Claro está, cabe también que yo no venga y que eso no sea ni verdad ni mentira, sino un simple acontecer real -recuerden que, tarde o temprano, lo real nos vence a todos.

 

Pero claro está, a esto último hay que añadir algo: tarde o temprano lo real nos vence a todos, tomados de uno en uno. Porque si nos referimos a todos como el conjunto humano que constituimos, entonces, ciertamente, resultamos más difíciles de derrotar: de ahí que, por ello, algo en nosotros mismos, aunque no necesariamente nuestra conciencia, conceda tanta importancia a la reproducción.

 


Sutura

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Volvamos a Ethan: les decía que es tanto más molesto para los otros cuanto les recuerda la posibilidad del heroísmo, es decir: la posibilidad de sostener el compromiso en la palabra contra lo real.

 

 

Pero, por lo mismo, igualmente le necesitan, pues, a la hora de la verdad, sólo él pude hacer referencia para la palabra.

 

Conviene recordar ahora que The Searchers se rodó 89 años después del final de esa guerra civil americana, tantas veces presente en el cine de Ford, quien trabajó siempre denodadamente por suturarla.

 

Piensen por ejemplo cómo, al final del film, el grupo de sureños de Clayton luchará contra los indios con el séptimo de caballería yankee.

 

Ojala nosotros los españoles, tan dados a reabrir las viejas heridas, encontráramos a nuestro propio Ford.

 

Es decir: al poeta capaz de reconocer heroísmo en los dos bandos que se desgarraron y desangraron en nuestra propia guerra civil.

 

Ethan: Stay close, Aaron.

 

Extraordinario, en todo caso, el peso de la palabra de Ethan: se impone sobre Aaron y arrastra a Clayton.

 

Jorgensen: Well, thank you, Mrs. Edwards. We have to be going.

Charlie: Thank you, Mrs. Edwards.


 

El capitán se sabe enfrentado al forajido, pero el predicador se siente cercano a él.

 

Mose: Grateful to the hospitality of your rocking chair, ma’am.

 


Lucy y Brad

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Los hombres salen.

 


 

Martha entra.

 


 

Todos abandonan el cuadro que queda vacío con sólo el predicador en él.

 


Y una puerta se abre.

 

¿Cuál?

 

La puerta de atrás, aquella por la que entró Martin cuando apareció por primera vez.

 

Ben y Younger Debbie: Brad and Lucy, Lucy and Brad!

 

Una vez más, hay quiebra de continuidad, pues en el plano anterior los niños no se encontraban en la cocina.

 


 

No hay, pues, continuidad realista, pero sí dinámica, dado que hay un ajustado raccord de movimiento:

 


 

Martha sale de cuadro y Ben entra en él:

 

Ben y Younger Debbie: Brad and Lucy, Lucy and Brad!

 

De manera que mientras ella entra en su cuarto, nosotros salimos al exterior.

 

Se dan cuenta de la profunda relación entre las puertas y el sexo; la comedia clásica lo atestigua sobradamente: puertas que se abren y se cierran, que muestran y esconden, que provocan todo tipo de equívocos y confusiones…

 

Ahora es el deseo de saber de los niños el que está en juego.

 

Ben y Younger Debbie: Brad and Lucy, Lucy and Brad!

 

Ven la excitación en sus rostros.

 

Lucy: Debbie and Ben Edwards, l’m gonna tell Ma on you!

 

y la turbación en los de los novios sorprendidos.

 

Pero, más allá de la pincelada humorística, apunta el drama que aguarda:

 

 

Se dan cuenta: la manta india está también ahí.

 

 

Demos ahora un considerable salto adelante en el film:

 

Brad: l found them!

Brad: l found Lucy!

Brad: They’re camped about a half-mile over.

Brad: l was just swinging back and l seen their smoke.

Brad: Bellied up a ridge, and there they was,

Brad: right below me.

Martin: Did you see Debbie?

Brad: No. No, but l saw Lucy, all right.

Brad: She was wearing that blue dress–

Ethan: What you saw wasn’t Lucy.

Brad: Oh, but it– lt was, l tell you.

Ethan: What you saw was a buck…

Ethan: …wearing Lucy’s dress. l found Lucy back in the canyon.

Ethan: Wrapped her in my coat. Buried her with my own hands.

 

¿Se dan cuenta de la índole extrema del saber del héroe?

 

Ethan: Thought it best to keep it from you.

Brad: Did they…?

Brad: Was she…?

Ethan: What do you want me to do?

Ethan: Draw you a picture? Spell it out?

Ethan: Don’t ever ask me! Long as you live, don’t ever ask me more.

(Sobs)

Martin: Brad. l’m awful sorry, Brad.

Martin: Hey, Brad–

Martin: Brad, wait a minute! Brad!

Martin: Wait! Come back here, Brad!

Martin: Brad, come back here!

(Gunshots ln dlstance)

 

Estamos ya en condiciones de volver aquí:

 


 

Desde el fondo, se introduce el punto de vista de Clayton.

 

Sonríe y cierra la puerta, pues sabe que conviene que esté cerrada.

 

 

Lo sabe, porque sabe de los estragos que puede producir su desaparición:

 

 

¿Lo ven?

 

Aquí ya no hay puerta. Ha sido arrasada.

 

 


Sublimación, despedida

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Clayton, absolutamente centrado en plano, mira a un umbral -el de la puerta de la cocina- pero es otro -el de la puerta de la habitación de Ethan- el que se impone en imagen.

 

Y por cierto: especialmente desnudo: no más que un áspero muro de ladrillo que nos reenvía a los títulos de crédito del film:

 

 

El arte fordiano: de la comedia -bajo la que late el drama- al drama mismo, actuando la figura del predicador como su solución de continuidad.

 

 

De un umbral a otro:

 

 

del exterior

 

 

al más interior.

 

El amor y el sexo asocian los dos reencuadres, las dos situaciones vistas por el predicador, una en clave de comedia y la otra en la del melodrama.

 

A un lado, un amor aún no legalizado, al otro, uno ilegalizable.

 

 

Este es, ahora, una plano subjetivo del predicador, quien ve cómo Martha, en su dormitorio, acaricia el gabán del hombre al que ama.

 

Los listones de madera de la ventana dibujan una cruz que toca su rostro y el gabán.

 

Es ahora de la cruz de Martha de lo que se trata, pues ella, como Ethan, participa del mismo gesto de acatamiento de la ley:

 

 

de renuncia y, por tanto, de sacrificio.

 

Espero que no les moleste que una cruz sea muy gruesa y la otra muy fina.

 

De hecho verán que, si se dan permiso para aceptar la diferencia, podrán reconocer en seguida como ésta se carga de deseo.

 

Porque, precisamente, el deseo es pulsión escrita: articulada por los símbolos que escriben la diferencia.

 

 

Por lo demás, creo que podrán reconocerme que es difícil imaginar una forma más extrema de sublimación de la pasión sexual.

 

Y por cierto, esos de ustedes que pensaban que lo de John Ford y John Wayne era cine primitivo y violento creo que a estas alturas deberán reconocerme lo que les decía el otro día: que, bien por el contrario, nos encontramos ante una de las cimas del lirismo cinematográfico.

 


 

Pues el cineasta asiste a la escena con el mismo pudor que el predicador -quien, por cierto, también soporta la cruz.

 


 

Ethan sale de su habitación, como llamado por la caricia que Martha ha dado a su gabán.

 


 

Y ambos se despiden silenciosamente bajo la atenta no mirada del predicador.

 

Esta vez, es Ethan quien está en el centro.

 

Pero es Clayton quien está bajo la cruz. Y es que, si lo piensan bien, se darán cuenta de que va a oficiar en nombre de la cruz.

 

Por supuesto, el Reverendo finge no darse cuenta de que ellos se encuentran detrás de él.

 

Y ellos, por su parte, lo saben, saben que finge no darse cuenta de que están tras él.

 

Pero no dicen nada, para así colaborar con ese fingimiento.

 

Es evidente en cualquier caso hasta qué punto el reverendo sigue, con absoluta atención, lo que sucede tras él: es evidente que, desde siempre, ha sabido de esa historia de amor imposible.

 


 

Volvamos a nuestras vigas: las horizontales, que van de la puerta exterior a la puerta de la habitación de Martha, trazan el eje del deseo.

 

La vertical, que se encuentra justo sobre la cabeza de Clayton y que procede de la puerta de Ethan, traza el eje de la ley.

 

De modo que localizan ustedes ahí al Destinador: encarnado por el Capitán y Reverendo, el línea con el eje de la ley.

 

Tras él, en segundo plano, y alineado en el eje del deseo, el Sujeto: Ethan.

 

Y frente a él, igualmente alineado en el eje del deseo, su objeto, el objeto de su deseo.

 

Con su presencia muda, el Destinador destina, al Sujeto, la Tarea que le constituye en su dimensión heroica; y la tarea alcanza aquí su dimensión trágica, pues exige la renuncia al objeto de su deseo.

 

Y con todo…

 


 

¿No les parece que, así, esa presencia sin mirada y sin palabra, dado que no deja de ser presencia que sabe y acepta, y por cuanto es presencia, precisamente, de un sacerdote, da a la escena el carácter de una boda cuya profundidad simbólica es tanto mayor cuanto que no alcanzará nunca su consumación?

 

Como les advertí, ella ha estado todo el tiempo vestida de novia.

 

Y se ha reconocido, en la mirada de Ethan, como el objeto más hermoso.

 


El lazo y lo femenino

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¿No les parece que éste es el momento más apropiado para prestar atención al lazo como prenda característica del atuendo femenino?

 

Cuando la mujer se adorna con un lazo, se alinea en el campo simbólico del objeto, y más concretamente, del regalo.

 

Pues saben ustedes que cuando se envuelve algo para regalo el lazo aparece como la figura final: el lazo está ahí invitando a ser desenlazado: ábreme, dice, soy para ti.

 

Y sigue diciendo eso cuando el lazo se ha convertido en un mero símbolo adherido al envoltorio sin realmente abrocharlo.

 

¿Es eso algo cultural?

 

Desde luego.

 

¿Que los hombres han llevado lazo muchas veces?

 

También, desde luego.

 

Pero eso no evita que aquí el lazo de ella rime con la pistola de él.

 

Por otra parte, aunque no es éste el momento de hacer una historia del lazo masculino, quizás sí sea conveniente recordar que cuando el lazo masculino alcanzó su más desmesurada presencia, cuando los afeites, las pelucas, las borlas y los maquillajes invadieron la figuración de lo masculino -cuando, podríamos decirlo también así, los varones intensificaron al máximo su feminidad-… ¿Qué pasó entonces?

 

Pero, ¿Recuerdan cuando fue eso?

 

En el rococó.

 

Aunque conviene añadir que no fueron todos los varones, sino solo los de las clases elevadas.

 

Pues bien, insisto: ¿qué sucedió entonces?

 

Que llegó la guillotina.

 

El rococó fue la finta final del antiguo régimen: con él sucumbió la aristocracia.

 

Y ya que hemos llegado hasta aquí, permítanme que les recuerde otros aspecto en el que nuestra época recuerda a la del rococó.

 

La época del rococó fue la de los grandes salones donde, en torno a las damas que los regían -a veces altas aristócratas, a veces queridas de lujo-, se reunían los intelectuales más sofisticados.

 

Y bien, ¿quién era entonces el intelectual de éxito?

 

El que decía la frase más brillantemente sofisticada, lo que se distinguía en que era premiado por la mejor sonrisa de la gran dama que regía el salón.

 

¿No les parece que enunciados como la Mujer no existe, el falo no lo tiene finalmente nadie, la relación sexual no existe, no hay acto sexual, la verdad solo se dice a medias, etc., etc., cumplen todos los requisitos del ingenio rococó?

 


La partida

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Volvamos a The Searchers.

 

 

La pulsión sexual alcanza su forma más elaborada de sublimación, que es, precisamente, la forma del sacrificio.

 


 

Ethan parte por el lado de la ley.

 


 

Y la ley cobra para Martha la forma del umbral de la puerta de su casa.

 



 

Ya saben, el héroe cabalga solo.

 

Y también: a él le cuesta mucho más alejarse de allí.

 


 

Lucy vuelve a la casa.

 

Martha y Debbie, en cambio, hacen por acompañar a Ethan en su partida:

 

 

La soledad de Ethan es una magnitud mayor del texto.

 


 

Pero es, a la vez, una soledad acompañada -compartida.

 

Martha.

 


 

Debbie.

 


 

El abrazo de Martha a Debbie anota la soledad de la separación que trata de aplacar.

 



 

Impresionante el arte del encadenado fordiano.

 

Martha contempla a Ethan que se aleja, pero contempla igualmente esa extraña, a la vez deteriorada y erguida formación rocosa.

 


 

Entramos en Monument Valley

 


Monument Valley

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Un paisaje telúrico, fuera del tiempo.

 

Un desierto poblado de formas erguidas y erosionadas.

 

La erosión como manifestación mayor de lo real.

 


 

¿Cuál es el rumbo?

 

 

 

 

 

Evidentemente, en el plano 1 la cámara estaba al pie de la montaña que se recorta justo a la izquierda del rectángulo rojo del plano 2.

 

Como ven, en cada plano cabalgan en dirección opuesta.

 

Y eso hace que elementos comunes del paisaje hayan aparecido dos veces en el momento del encadenado:

 

 

Podemos decir que el cine es así, que se buscan los planos más fotogénicos… que todo en él es ilusión…

 

Pero podemos decir también todo lo contrario: que la vida es así, que surcamos sin rumbo el desierto inhóspito de lo real.

 

Sin otro rumbo, al menos, que los relatos con los que tratamos de construir uno.

 

El caso es que esa búsqueda desorientada -¿pero cómo podría ser de otra manera si lo que persiguen es lo indio?- contrasta totalmente con la orden que ahora da Clayton:

 

Clayton: Brad! Right ahead!

 


Dos respuestas para la interrogación

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Martin: Uncle Ethan.

 

¿Dónde está quien habla?

 

¿Dónde está Martin?

 


 

¿Y qué les parece la funda del rifle e Ethan?

 

¿No es la más india imaginable?

 

Martin: Something mighty fishy about this trail, Uncle Ethan.

 

Martin hace su pregunta.

 

Hay algo fishy: algo huele a pescado podrido en todo esto.

 

Si lo piensan bien, es casi la pregunta de Hamlet: algo huele a podrido en Dinamarca.

 

La diferencia, del todo estimable, es que Martin tiene a quien dirigírsela -Hamlet no, porque su madre había asesinado a su padre, Hamlet se había vuelto loco, y su novia acabaría suicidándose.

 

Tío Ethan respóndeme tú: qué hay de raro en todo esto, por qué siento tanta inquietud.

 

Como les dije, cuando el sujeto emerge, emerge, con él, la pregunta.

 

El enigma de lo real del mundo; también el enigma de sí mismo como real.

 

¿Cómo responder a ella?

 

¿Cómo responder a una pregunta para la que no hay respuesta?

 

De hecho, ya escuchamos en una escena anterior las dos respuestas posibles:

 

 

Esta era, ya nos detuvimos en ello, la escritura visual de la interrogación.

 


 

Y llegaron en seguida dos respuestas:

 

Ethan: Fella could mistake you

Ethan: for a half-breed.

(…)

Aaron: lt was Ethan who found you, squalling under a sage clump after your folks had been massacred.

 

La primera es áspera, dura, casi brutal. La segunda, en cambio, afectuosa, y con una cierta voluntad de ilación narrativa.

 

La segunda es la del padre amoroso. La primera la del padre simbólico.

 

Es hora de llamarles la atención sobre el hecho de que conviene que existan estas dos caras del padre.

 

En una película psicologista, aparecerían fundidas en un mismo personaje, como dos aspectos contradictorios del mismo, lo que la gente tiende a percibir como riqueza psicológica, por oposición a lo que aquí -es decir, en el cine clásico- por ello mismo, tiende a percibir como esquematismo.

 

Pero no hay nada de eso: sino una articulación precisa, nítidamente dibujada en su diferencialidad, de esos dos aspectos.

 


Moisés y Aarón, Zurbarán, San Bruno y el Papa

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Y por cierto que esos dos aspectos corresponden bien, si uno se para a pensar en ello, a la disociación bíblica que dibujan esos dos hermanos que son Moisés y Aarón.

 

Pues cuando Moisés fue elegido por Dios como el profeta destinado a conducir a su pueblo a la tierra prometida, Moisés vino a responderle que él no era apropiado para esa tarea porque se expresaba mal, era torpe con las palabras.

 

¿Saben lo que le respondió Dios, presente entonces en la escena, en lo alto del monte Sinaí, en forma de zarza ardiente?

 

La cosa es interesante. Le dijo que usara a su hermano Aaron como su portavoz, pues era capaz de suavizar las ásperas aristas de su palabra en un discurso más apropiado para ser escuchado por los oídos de los hombres.

 

Con lo que quedaron mitológicamente dibujadas las dos caras de toda religión: de una parte, la mística, aquella que participa del contacto directo con la divinidad, de otra la sacerdotal, aquella que brega con lo que los hombres pueden escuchar.

 

Les va a chocar si les digo que la versión sacerdotal está del lado del padre amoroso tanto como la mística lo está del lado del padre simbólico.

 

Y como sé que les va a chocar, había querido utilizar, como puente, la figuración más potente y descarnada de la mística que conozco: los monjes de Zurbarán que se encuentran en el Museo de Bellas Artes de Cádiz.

 

Pero, para mi asombro, no he podido encontrarlos en la web, excepción hecha de éste:

 

 

Espléndido, sin duda, pero es el más dulce, el que está del lado más amoroso.

 

No hay manera de encontrar a los otros.

 

Está visto que el lado más duro de la mística zurbaranesca incomoda, no está de moda.

 

He tenido que recurrir a los libros sobre Zurbarán que tenía en casa, pero sólo he podido recuperar éste.

 

 

Habita, no hay duda, en un mundo bien oscuro.

 

Pero no es el ideal, prefiero otros, menos oscuros pero más directamente pétreos que no les puedo mostrar.

 

En su lugar recurriré a este otro cuadro:

 

 

1655 – Zurbarán – La visita de San bruno al Papa Urbano II, del Museo de Bellas Artes de Sevilla.

 

¿No les parece extraordinario?

 

Ahí los tienen a los dos: Moisés y Aaron.

 

Por un lado el hombre santo, el místico,

 

 

inaccesible, envuelto en el brillo ardiente de su propio halo, plantado ante el Papa.

 

Y ven ustedes al pobre Papa perplejo,

 

 

mirándonos desconcertado.

 

¿Y yo qué hago con este tío?, parece decirnos.

 

Es evidente que él, como político que es, es decir, como hombre de Estado, no sabe qué hacer con él.

 

Siempre ha sido así en la historia de iglesia: la institución ha sentido una extraordinaria incomodidad para con sus santos mientras estaban vivos.

 

 

Y, de hecho, la oscura columna del centro los separa totalmente, por más que ambos compartan el libro sagrado que se encuentra sobre la mesa entre ellos.

 

La división entre esos dos mundos, entre esas dos caras de la religión, es tan neta que un pliegue del mantel prolonga hacia abajo la línea divisoria que los separa.

 

Esa línea se encuentra en el centro absoluto del cuadro, de modo que tanto la columna como el libro quedan del lado del Papa, como instrumentos de protección no menores que el propio palio bajo el que éste se encuentra.

 

Del lado del santo, en cambio, nada; solo la ventana abierta al cielo.

 

Es curioso como el eco de esos dos registros tan opuestos aparece duplicado en las dos figuras de la derecha: la más alta rima con la del papa -es un hombre de palacio e intriga que por eso escucha escondido-, como la más baja rima con el santo, sin esconderse de nada, y sin escuchar nada: tan solo estando ahí.

 

Y es que los santos… no hay manera de saber dónde se encuentran.

 

O bien: es evidente donde se encuentran: en ello, en lo real, palpando su densidad absoluta.

 

 

Y bien, ¿no les parece que San Bruno y Ethan

 

 

están más o menos en el mismo sitio?

 

No les digo, desde luego, que Ethan sea un santo.

 

Lo que les digo es que él habita en el mismo lugar que San Bruno y su acompañante.

 


Yo no soy tu tío

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Ethan: Don’t call me “uncle.”

Ethan: I ain’t your uncle.

 

Es áspera la respuesta de Ethan.

 

Pues es una respuesta, aunque no responda sobre el motivo explícito de la pregunta, sino sobre el marco que la encuadra.

 

Tú preguntas a tu tío, pero yo no soy tu tío.

 

No soy quien tú crees. No soy quien tú quieres que sea, ese padre imaginario, amoroso, protector, capaz de liberarte de la angustia.

 

No esperes de mí lo que no puedo darte.

 

Martin: Yes, sir.

Ethan: No need to call me “sir” either.

 

No pienses que llamándome señor, convirtiéndome en tu señor, por el cómodo expediente de la obediencia, podrás deshacerte de tu angustia.

 

Ethan: Nor “grandpa,” nor “Methuselah.”

 

Ethan, rechaza todos esos nombres que explican algo y que por eso generan cierta confianza, cierta sensación de protección.

 

Ethan: I can whup you to a frazzle.

 

Podría deshacerte de un golpe.

 

Yo soy la magnitud con la que chocas, la ley que no puedes entender y que debes aceptar, lo quieras o no.

 

Martin: What do you want me to call you?

Ethan: Name’s Ethan.


 

Llámame Ethan.

 

Solo un nombre propio: con toda la opacidad de la palabra que localiza a un sujeto en su singularidad a la vez que, como les decía, excluye toda categorización, clasificación, inteligibilidad y posible previsibilidad.

 

Dice exactamente esto: que él es Ethan, es decir, alguien diferente de Martin.

 

Ethan, porque es Ethan, es, para Martin, una diferencia radical. Una presencia para él irreductible.

 

Hay, sin duda, identificación con el padre, pero la identificación con el padre es de una índole totalmente diferente a la identificación primera en la imago primordial.

 

Es una identificación con la diferencia, con la singularidad como condición radical del ser.

 

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CC1506014235678 , 2015

 

 

13. Aporías de la deconstrucción 3: Zizek y el significante lacaniano

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 2014-11-28 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

 

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Complicidad vs teoría

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Con motivo de la última sesión, en la que, como recordarán, nos ocupamos de la noción de falo, me ha llegado de uno de ustedes este texto y he entendido que me invitaba con ello a entrar en discusión:

 

«En lo relativo a la manipulación de la esencia misma de la sexualidad, la intervención científico-médica directa, queda perfectamente reflejada en la triste historia del Viagra, esa píldora milagrosa que promete recuperar la potencia sexual masculina de un modo puramente bio-químico, obviando toda la problemática de las inhibiciones psicológicas. (…) Por decirlo con los términos de la crítica de Adorno contra la mercantilización y la racionalización: la erección es uno de los últimos vestigios de la auténtica espontaneidad, algo que no puede quedar totalmente sometido por los procedimientos racional-instrumentales.

«Este matiz infinitesimal (el que no sea nunca directamente “yo”, mi Yo, el que decide libremente sobre la erección), es decisivo: un hombre sexualmente potente suscita atracción y deseo no porque su voluntad gobierne sus actos, sino porque esa insondable X que decide, más allá del control consciente, la erección, no le plantea ningún problema.

 

«La cuestión esencial aquí es distinguir entre el pene (el órgano eréctil en sí) y el falo (el significante de la potencia, de la autoridad simbólica, de la dimensión -no biológica sino simbólica- que confiere autoridad y/o poder). Del mismo modo que un juez, que bien puede ser un individuo insignificante, ejerce autoridad desde el momento en que deja de hablar en su nombre para que la Ley hable a través de él, la potencia del varón funciona como indicación de que otra dimensión simbólica se activa a través de él: el “falo” indica los apoyos simbólicos que confieren al pene la dimensión de la potencia. Conforme a esta distinción, la “angustia de la castración” no tiene, según Lacan, nada que ver con el miedo a perder el pene: lo que genera ansiedad es, más bien, el peligro de que la autoridad del significante fálico acabe apareciendo como una impostura. De ahí que el Viagra sea el castrador definitivo: el hombre que tome la píldora tendrá un pene que funciona, pero habrá perdido la dimensión fálica de la potencia simbólica -el hombre que copula gracias al Viagra es un hombre con pene, pero sin falo. (…) Por decirlo en términos un tanto machistas, ¿qué empeño pondrá la mujer en resultarle atractiva a un hombre, en excitarlo de verdad? Por otro lado, la erección o su ausencia, ¿no es una especie de señal que nos permite conocer el estado de nuestra verdadera actitud psíquica?»

 

[Slavoj Zizek: En defensa de la intolerancia, La sexualidad hoy, p. 98-99]

 

 

Lo que acepto en seguida, pues nos ayudará a contrastar la caraterización de esa noción tal como pudimos ponerla en juego en The Searchers.

 

Como prólogo, debo decirles que me incomoda tanto el título del libro –En defensa de la intolerancia– como el marco explícitamente político en que se escribe y que repite muchos de los tópicos -y de las paradojas- subversivos que ya tuvimos ocasión de poner en cuestión en los dos días anteriores a propósito del discurso de Judith Butler.

 

Así, en su introducción, podemos leer:

 

«Pero, ¿y si este multiculturalismo despolitizado fuese precisamente la ideología del actual capitalismo global? De ahí que crea necesario, en nuestros días, suministrar una buena dosis de intolerancia, aunque sólo sea con el propósito de suscitar esa pasión política que alimenta la discordia. Quizás ha llegado el momento de criticar desde la izquierda esa actitud dominante, ese multiculturalismo, y apostar por la defensa de una renovada politización de la economía.»

 

[Slavoj Zizek: En defensa de la intolerancia, Introducción, p. 11-12]

 

 

Dejemos ahora la discusión sobre el multiculturalismo al margen -saben ustedes que mi enfoque no va precisamente por ahí-, dejemos igualmente esa más que discutible -y un tanto inquietante- identificación de la política con la discordia, pero díganme: ¿qué se obtiene proclamando que el libro que uno escribe es de izquierdas -o de derechas?

 

Pienso que es evidente: la complicidad -de los de izquierdas o de los de derechas, según el caso.

 

Eso no dudo que sea bueno para las luchas políticas, pero sin duda no lo es para el trabajo teórico, porque la complicidad moviliza inevitablemente un campo de acuerdos y de prejuicios, a la vez emocionales e implícitos, que son necesariamente perjudiciales para el trabajo teórico, pues, desde el mismo momento en que son implícitos y emocionales, se vuelven incontrolables.

 

El ideal del trabajo científico -difícil de alcanzar, desde luego, como todo ideal- requiere de todo lo contrario: definiciones explícitas, objetivadas y rigurosas.

 

Aprovecho la ocasión para llamarles la atención de que ese es el motivo de que el usted sea idioma oficial en este seminario: el tuteo favorece la complicidad; el trato de usted, en cambio, ayuda a neutralizarla, pues ayuda a mantener las distancias.

 

Y ese es el motivo de que les invite a poner por escrito sus dudas y sus objeciones: poner por escrito una idea es tomar con respecto a ella la primera distancia que nos pone en condiciones de juzgarla.

 

No se fíen de lo que creen entender y pensar mientras que no lo hayan puesto a prueba por la vía de la escritura.

 

 

Dicho sea de paso: en mi opinión la tarea prioritaria de un director de tesis consiste en ayudar al doctorando a explicitar los presupuestos de su discurso y a controlar el grado de su rigor y de su coherencia.

 


Freud y el sueño

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Por cierto, Zizek hubiera necesitado un buen director de tesis que le hubiera obligado a leer a Freud en vez de imaginárselo:

 

«Cabe recordar aquí esa distinción propuesta por Freud entre el pensamiento onírico latente y el deseo inconsciente expresado en el sueño. No son lo mismo, porque el deseo inconsciente se articula, se inscribe, a través de la “elaboración”, de la traducción del pensamiento onírico latente en el texto explícito del sueño. Así, de modo parecido, no hay nada “fascista” (“reaccionario”, etc.) en el “pensamiento onírico latente” de la ideología fascista (la aspiración a una comunidad auténtica, a la solidaridad social y demás); lo que confiere un carácter propiamente fascista a la ideología fascista es el modo en el que ese “pensamiento onírico latente” es transformado/elaborado, a través del trabajo onírico-ideológico, en un texto ideológico explícito que legitima las relaciones sociales de explotación y de dominación.»

 

[Slavoj Zizek: En defensa de la intolerancia, ¿Por qué las ideas dominantes no son las ideas de los dominantes?, p. 20]

 

 

Notable amalgama.

 

Pero no me voy a detener ahora a mostrarles la falta de rigor con la que se utilizan los términos freudianos para dar apariencia de cientificidad a una reflexión sobre la ideología donde esos términos carecen de utilidad y de competencia.

 

Solo quiero, como les decía, llamarles la atención sobre el hecho de que Zizek no parece haber leído una sola línea de Freud relativa a los sueños.

 

No digo ya la Interpretación de los sueños, sino incluso el Esquema del psicoanálisis.

 

Pues entonces se habría dado cuenta de lo que ya saben ustedes: que la distinción freudiana es otra:

 

«aquello por nosotros recordado como sueño tras el despertar no es el proceso onírico efectivo y real, sino sólo una fachada tras la cual el sueño se oculta. Es nuestro distingo entre un contenido manifiesto del sueño y los pensamientos oníricos latentes

 

[Sigmund Freud: 1940 [1938] La psique y sus operaciones, V. Un ejemplo: La interpretación de los sueños]

 

En suma: que la distinción que Zizek atribuye a Freud no es tal, pues el pensamiento onírico latente es el deseo inconsciente expresado en el sueño.

 

«esa moción inconciente es el genuino creador del sueño, costea la energía psíquica para su formación. Como cualquier otra moción pulsional, no puede aspirar sino a su satisfacción, y en verdad la experiencia que hemos adquirido en la interpretación de los sueños nos muestra que ese es el sentido de todo soñar. En todo sueño debe figurarse como cumplido un deseo pulsional

 

[Sigmund Freud: 1933 [1932] Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, 29ª conferencia: Revisión de la doctrina de los sueños]

 


La esencia de la sexualidad auténticamente espontánea

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Pero volvamos al párrafo del libro que me han invitado a analizar:

 

«En lo relativo a la manipulación de la esencia misma de la sexualidad, la intervención científico-médica directa, queda perfectamente reflejada en la triste historia del Viagra, esa píldora milagrosa que promete recuperar la potencia sexual masculina de un modo puramente bio-químico, obviando toda la problemática de las inhibiciones psicológicas. (…) Por decirlo con los términos de la crítica de Adorno contra la mercantilización y la racionalización: la erección es uno de los últimos vestigios de la auténtica espontaneidad, algo que no puede quedar totalmente sometido por los procedimientos racional-instrumentales.

«Este matiz infinitesimal (el que no sea nunca directamente “yo”, mi Yo, el que decide libremente sobre la erección), es decisivo: un hombre sexualmente potente suscita atracción y deseo no porque su voluntad gobierne sus actos, sino porque esa insondable X que decide, más allá del control consciente, la erección, no le plantea ningún problema.

 

«La cuestión esencial aquí es distinguir entre el pene (el órgano eréctil en sí) y el falo (el significante de la potencia, de la autoridad simbólica, de la dimensión -no biológica sino simbólica- que confiere autoridad y/o poder). Del mismo modo que un juez, que bien puede ser un individuo insignificante, ejerce autoridad desde el momento en que deja de hablar en su nombre para que la Ley hable a través de él, la potencia del varón funciona como indicación de que otra dimensión simbólica se activa a través de él: el “falo” indica los apoyos simbólicos que confieren al pene la dimensión de la potencia. Conforme a esta distinción, la “angustia de la castración” no tiene, según Lacan, nada que ver con el miedo a perder el pene: lo que genera ansiedad es, más bien, el peligro de que la autoridad del significante fálico acabe apareciendo como una impostura. De ahí que el Viagra sea el castrador definitivo: el hombre que tome la píldora tendrá un pene que funciona, pero habrá perdido la dimensión fálica de la potencia simbólica -el hombre que copula gracias al Viagra es un hombre con pene, pero sin falo. (…) Por decirlo en términos un tanto machistas, ¿qué empeño pondrá la mujer en resultarle atractiva a un hombre, en excitarlo de verdad? Por otro lado, la erección o su ausencia, ¿no es una especie de señal que nos permite conocer el estado de nuestra verdadera actitud psíquica?»

 

[Slavoj Zizek: En defensa de la intolerancia, La sexualidad hoy, p. 98-99]

 

 

Debo decirles que el texto empieza mal, dado que presupone la existencia de una esencia de la sexualidad que ni justifica ni siquiera define.

 

Y continúa peor cuando presupone la existencia de una auténtica espontaneidad que él no duda en asociar con la erección.

 

De modo que nos encontramos con la esencia de la sexualidad auténticamente espontánea

 

Como ven, ya se ha deslizado aquí esa naturalidad buena de lo buenamente natural que sería envilecida por la sociedad, la cultura… y el capital.

 

Da gusto contar con el capital para poder echarle la culpa de todo.

 

Pero miren, eso no llega muy lejos: en la Edad Media se echaba la culpa de todo al demonio.

 

No se trata ahora de estar a favor o en contra del capital o del demonio -cosas que, por lo demás, de una manera o de otra, existen, como todas aquellas cosas para las que existen palabras que las nombran.

 

Sobre lo que les trato de llamar la atención es sobre el hecho de que en esta invocación al Capital -al que, por supuesto, se escribe con mayúsculas- cierra el círculo de las complicidades inauguradas con la proclamación de ser de izquierdas: nosotros, los de izquierdas, luchamos contra el capital.

 

Estupendo.

 

Pónganlo ahora de derechas: nosotros, los de derechas, luchamos contra el colectivismo.

 

Estupendo, también, sólo que para los otros.

 

El asunto es que con este juego de adhesiones y rechazos se evita comenzar el trabajo teórico que pasa por definir los conceptos en juego.

 

Por cierto, cuando vean una palabra escrita con mayúscula, sospechen de ella: suele ser uno de los más viejos trucos para hacer pasar como concepto algo que nunca es definido.

 

La esencia de la sexualidad auténticamente espontánea.

 

Como ven, estos deconstructores que pretenden deconstruir todo acaban deteniéndose siempre ante la Diosa.

 

¿Qué Diosa?

 

La Diosa madre: la Naturaleza.

 

 

Por eso hemos decidido en Trama y Fondo organizar un congreso sobre el asunto.

 

La siguiente objeción: no es aceptable en términos psicoanalíticos -tampoco en términos nietzscheanos- reducir la voluntad a la voluntad consciente, sencillamente porque eso convierte el inconsciente en una insondable X,
y no, como pensaba Freud, en el campo de una voluntad, la del deseo, que escapa al control de la conciencia, pero que no por ello deja de ser voluntad.

 

Y precisamente por eso, porque es la voluntad inconsciente la que está en juego, me parece una expresión tan desenfadada como inapropiada esa que afirma que eso -la erección-, a no se sabe qué tipo de hombres, no les plantea ningún problema.

 

No existe tal tipo de hombres.

 

Y, si existieran, ellos serían la encarnación de la máquina biológica que el propio Zizek quiere poner en cuestión a propósito del ejemplo de la viagra.

 


La definición de significante

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«La cuestión esencial aquí es distinguir entre el pene (el órgano eréctil en sí) y el falo (el significante de la potencia, de la autoridad simbólica, de la dimensión -no biológica sino simbólica- que confiere autoridad y/o poder).»<

 

 

Estoy de acuerdo en la necesidad de diferenciar los conceptos de pene y de falo, aunque no me parece que la mejor manera de hacerlo sea definir al pene como el órgano eréctil porque, como se sabe, muchas veces no lo es.

 

Y el asunto es que si no hay erección, hay pene, pero no hay falo.

 

¿Es el falo un significante?

 

Ustedes piensan, de entrada, que sí, porque no paran de hablarles todo el día de significantes… Pero antes de darlo por hecho, plantéense la cuestión.

 

Si lo hacen, se verán obligados a preguntarse primero: ¿qué es un significante?

 

¿Ven lo que les decía antes? Exactamente así funciona la teoría: exigiendo definiciones precisas, pues, de lo contrario, es imposible avanzar con rigor.

 

Y bien, ¿quién quiere definirlo?

 

Poseemos la definición saussuriana: el significante es la cara formal, acústica, reconocible, del signo.

 

Y, como tal, en el signo, está asociado a determinado significado que es su otra cara, su cara semántica.

 

¿Es esta la definición lacaniana de significante a la que hace referencia aquí Zizek?

 

Desde luego que no.

 

Ahora bien, ¿cuál es la definición lacaniana de significante?

 

¿Alguien podría dárnosla? ¿Cómo, no la recuerdan?

 

Lacan sólo da una -y es algo notable, porque si algo no se suele dar en la obra de Lacan son definiciones-:

 

«Un significante es lo que representa al sujeto para otro significante.»

 

[Jacques Lacan: 1962-1963, Seminario 10, La angustia, sesión de 1963-02-27]

 

 

¿Qué les parece esta definición?

 

Les sorprende esta pregunta, porque seguramente han oído esta definición muchas veces, pero siempre sin ella.

 

Quiero decir: como una definición contundente, incuestionable.

 

Y es que cada vez más los modos de la conducta religiosa sustituyen a los propiamente racionales, científicos, en el campo de las ciencias humanas -quizás sea un síntoma bien expresivo de ello la sustitución de esta expresión, tan exigente, ciencias humanas, por la de estudios culturales.

 

El caso es que, si en vez de aceptarla como una verdad revelada -e incomprensible-, la examinan, se darán cuenta de que es un ejemplo perfecto de definición inaceptable porque, como todo el mundo sabe excepto los lacanianos, el término definido no puede entrar en su definición, pues si lo hace ésta queda convertida en una mera tautología: el significante es el significante.

 

Ahora, eso sí, permítanme que insista: en los discursos religiosos suelen abundar tautologías como esta.

 

El caso es que hay definiciones incorrectas en las que se utiliza el término a definir que, al menos, son inteligibles.

 

Pero no es éste el caso.

 

Ésta nadie la entiende, aunque todos ponen cara de entenderla. Es decir, encadenan frases a continuación, como si entendieran.

 

Pero nadie la explica, sencillamente porque es una frase que carece de sentido.

 

Y ello porque en ella se combina el verbo representar y el adverbio para de manera semánticamente incorrecta.

 

Me explicaré: alguien, pongamos que Juan, compra un mantel para una mesa.

 

Eso es viable y semánticamente aceptable: Juan puede comprar un mantel para la mesa de su comedor.

 

Pero, en cambio, Juan no puede representar un papel para una mesa. Tampoco puede interpretarlo. En suma, son absurdos enunciados como Juan interpreta un papel para una mesa o Juan representa un papel para una mesa.

 

Y ello porque no se interpreta ni se representa para las cosas: solo se puede interpretar o representar para las personas -así, por ejemplo: Juan interpreta un papel para Margarita– y, por extensión, para los seres vivos que puedan comportarse, de una manera u otra, como tales.

 

Y ello porque una condición mínima para que alguien pueda ser receptor -espectador, si prefieren- de una representación es que tenga una capacidad perceptiva, interpretativa, mínima.

 

Podemos extenderlo a ciertas máquinas, pero con la condición de que sean inteligentes: así lo ordenadores, por ejemplo.

 

Del mismo tipo es el verbo engañar, el verbo mentir o el verbo decir.

 

Se le puede decir algo a Juan o a Margarita, al perro o al ordenador, pero no se le puede decir nada ni a la mesa, ni a la silla, ni a una piedra, ni a una célula -como mucho a una planta, según algunos.

 

Tampoco a un signo, ni a un significante.

 

Sencillamente porque todas estas cosas son cosas, no entidades inteligentes.

 

Y por cierto: ya saben lo que se dice de los que se empeñan en hablar con las piedras o con las mesas: que están locos.

 

 

En la práctica, cuando en psicoanálisis se dice que algo es un significante, lo que se entiende es que ese algo, digamos X, no siéndo, per se, signo de otra cosa, digamos Y, pasa, sin embargo, a comportarse como signo de Y.

 

En suma: que X significa otra cosa de lo que es él mismo.

 

Así, por ejemplo, el dolor de piernas de una histérica puede significar -es decir, ser significante de- su identificación con su padre paralítico, su deseo de ser atendida por un médico al que desea, o muchas otras cosas.

 


Falo y significante

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El caso es que, Zizek afirma que el falo es el significante de la potencia, de la autoridad simbólica, de la dimensión -no biológica sino simbólica- que confiere autoridad y/o poder.

 

Pero, ¿qué es lo que no dice?

 

No dice cuál es el significante.

 

Quiero decir: no nos dice cuál es el significante, qué es lo que, en concreto, hace de significante de eso otro –la potencia, etc.

 

Ustedes podrían pensar que es el pene en erección el que hace de significante de todo eso -de hecho sería perfectamente plausible- pero Zizek dice expresamente que no: que el falo es otra cosa que el pene, que no es el órgano eréctil… que es el significante de…

 

¿Se dan cuenta del sinsentido?

 

Pero no le culpen a él especialmente, pues sólo repite el tópico lacaniano.

 

Pues Lacan, después de decir que esto y aquello -el dolor de piernas de la histérica o el compulsivo lavarse las manos del obsesivo- son significantes de otra cosa -enunciado en sí mismo correcto, que solo añade al pensamiento freudiano la elección lexical de la expresión significante-, da el salto a decir que algo que no se sabe qué es –el falo (lacaniano), por ejemplo, del que solo se sabe lo que no es, pues no es el pene con o sin erección- es significante de otra cosa -del deseo, por ejemplo.

 

Si el primer uso es del todo coherente con la lingüística, el segundo no tiene nada que ver con ella excepto la apariencia lexical, por más que, por el camino, se haya pretendido autorizar en la lingüística algo que no tiene nada que ver con ella.

 

Pues en lingüística un significante es algo concreto, manifiesto, que significa otra cosa de lo que es.

 

Lacan y Zizek llaman significante a todo lo contrario: a algo que no se sabe lo que es, que solo se sabe lo que no es, pero de lo que se dice que es un significante.

 

La mejor manera de percibir el artefacto es eliminar la palabra significante de la cita:

 

«La cuestión esencial aquí es distinguir entre el pene (el órgano eréctil en sí) y el falo (la potencia, de la autoridad simbólica, de la dimensión -no biológica sino simbólica- que confiere autoridad y/o poder).»

 

 

Como ven, no se pierde nada, el significado no solo se mantiene, sino que la frase resulta mucho más comprensible.

 

O bien, pueden cambiar la palabra significante por la palabra símbolo.

 

La cuestión esencial aquí es distinguir entre el pene (el órgano eréctil en sí) y el falo (el símbolo de la potencia, de la autoridad simbólica, de la dimensión -no biológica sino simbólica- que confiere autoridad y/o poder»

 

 

Claro que entonces se desvanece el pedigrí lingüístico que se obtiene con la palabra significante. Pero todo sigue siendo mucho más claro y comprensible.

 

Y claro, también sigue siendo necesario definir cuál es la manifestación concreta de ese símbolo… que es lo que nunca terminan de decir.

 


El significante del falo

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Piensen en nuestro ejemplo: el sable de Ethan.

 

Si yo les digo que el sable de Ethan es un significante del falo, ustedes lo entienden perfectamente.

 

Pero se dan cuenta que en esta frase el falo aparece no como un significante, sino más bien, como un significado y más propiamente como un símbolo -les propongo definir el símbolo como una constelación de significados objeto de un acto de donación.

 

Si he podido mostrarles hace un momento que la frase resultaba mucho más legible si quitábamos la palabra significante es porque de hecho la única manera de entender lo que Zizek dice del falo es reconocerlo como el significado de no se sabe qué significante -pero en la práctica, aunque Zizek diga que no, en la mente de ustedes aparece inevitable y sensatamente el pene en erección.

 

De hecho, ¿cómo podría el falo sugerir la potencia y la autoridad si no fuera antes y primero el pene en erección?

 

Ustedes lo entienden así si es que entienden algo, a pesar de que Zizek -y Lacan- les digan que no es eso, que no es el pene en erección, sino un significante.

 

Y sin embargo no presentan ningún significante, pues niegan la única cosa que en esto podría actuar como tal.

 

De modo que hablan de un significante que no es un significante: un significante que no existe es entonces el que remite a esos significados de la potencia y la ley.

 

La cosa parece absurda.

 

Yo diría, en rigor, que lo es.

 

Pero si hay muchos que la toman en serio, pienso que es porque ofrece beneficios secundarios.

 

¿Cuáles?

 

Precisamente: el romper la relación entre el pene en erección y los significados de los que es significante.

 

Nada lo muestra mejor que lo que sigue:

 

«Del mismo modo que un juez, que bien puede ser un individuo insignificante, ejerce autoridad desde el momento en que deja de hablar en su nombre para que la Ley hable a través de él, la potencia del varón funciona como indicación de que otra dimensión simbólica se activa a través de él: el “falo” indica los apoyos simbólicos que confieren al pene la dimensión de la potencia.»

 

 

En el campo de la ley jurídica, es decir, meramente legal, puramente semiótica, eso puede funcionar, pero solo en los periodos de estabilidad.

 

Mas no puede durar indefinidamente. Solo tienen que pensar en la Alemania nazi y en la Rusia estalinista: todos los jueces insignificantes miraban para otro lado en un mundo regido por voluntades criminales.

 

Este párrafo es un buen ejemplo de la tendencia estructuralista a sobredimensionar el poder de las estructuras y a minusvalorar el de los sujetos, a los que, por ello mismo, se reduce a la condición de agentes.

 

Aunque el juez sea un tipejo insignificante, se nos dice, la ley funcionará a través de él. Pues miren, no: cuando se multiplican los tipejos insignificantes, nadie sostiene la ley y la corrupción se infiltra por todas partes.

 

Y, por otra parte, si lo que nos ocupa es el falo, no estamos en el campo de la ley jurídica, sino en el de la ley simbólica.

 

Es especialmente reveladora, aquí, la palabra insignificante: un tipo in-significante, es un tipo incapaz de ser significante, es decir, de sustentar su palabra.

 

Un tipo in-significante es también un tipo no significante: no puede, no se le levanta.

 

El campo de la ley simbólica es, les insisto, el de la palabra encarnada. Y, en el campo de la escena sexual, esa encarnación pasa por la erección.

 

¿Ven, entonces, cuál es el beneficio secundario?: los héroes no existen, que nadie espere nada de mí.

 


La definición del falo

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La definición del falo que les ofrecía el otro día -de la cual el sable de Ethan era un expresivo significante, una apropiada manifestación simbólica- es, a la vez, más amplia y más concreta, más real y más simbólica que todas las confusas divagaciones lacanianas.

 

Clayton: When did you get back? I ain’t seen you since the surrender. Come to think of it, I didn’t see you at the surrender.

Ethan: Don’t believe in surrenders.

Ethan: Nope, I still got my saber, Reverend.

Ethan: Didn’t turn it into no plowshare neither.


 

El falo no es el pene, pero tampoco es algo que el pene no es -un significante, por ejemplo- y ello porque, si el falo no puede ser reducido al pene, sin embargo lo incluye necesariamente.

 

Es decir: sin pene, no hay falo.

 

El falo no es el pene en erección pero lo incluye necesariamente -e ídem: sin ello tampoco puede haberlo, y así sucesivamente.

 

El falo es el pene en erección en cuanto herramienta de un acto, pero no de cualquier acto: la masturbación masculina, por ejemplo, siendo un acto que implica al pene en erección, es muy poco acto para ser falo.

 

El falo es el pene en erección en tanto que penetra a una mujer y desencadena su goce -ahí se concreta su potencia y de ahí procede su poder y su autoridad.

 

Ven ustedes, dicho sea de paso, por qué no es un significante: sencillamente porque con un significante no se puede hacer el acto.

 

Y lo es tanto más si es capaz de volver a hacerlo con la misma mujer -lo que, como las propias mujeres saben, no es nada fácil: basta pensar, por ejemplo, en el caso de Don Juan, que entraba en pánico y huía de cada mujer en la siguiente.

 

Y es mucho más falo si, además de todo ello, es capaz de dejarla embarazada.

 

Y lo es todavía más aún si es capaz de quedarse ahí, protegiéndola a ella y a su prole y dándoles, a todos, sus apellidos.

 

Como ven, no he inventado nada: sólo les he recordado las implicaciones simbólicas del falo en nuestra cultura, tal y como aparecen admirablemente sintetizadas en The Searchers.

 

En su núcleo aparece algo más que la vitalidad de un órgano: el salto simbólico a una palabra encarnada en forma de deseo y proyectada en un relato.

 

Porque se habrán dado cuenta de que la definición que les he ofrecido es una definición narrativa.

 

La definición del falo es la definición misma de la virilidad, dado que nos devuelve la constelación de los significados de la masculinidad y dado que, además, el falo es la herramienta del varón.

 

La definición del falo es por tanto la definición del héroe, y es finalmente la definición del padre.

 

Sí, la del padre, porque el padre, se diga lo que se diga de él, es alguien que fue capaz de hacerlo.

 

 

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Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0
CC1506014235678 , 2015

 

 

12. The Searchers: la fórmula completa del falo

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 21/11/2014 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

 

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Él

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Les decía el otro día:

 

 

Porque ella le mira, él llega portando su espada.

 

Ésta es una manera de tratar de nombrar lo que el niño ve, pero quizás no sea la lexicalización idónea, pues introduce el pronombre Ella antes que el pronombre Él.

 

Y, sin embargo, el orden es el opuesto: Él precede a Ella, puesto que hasta que Él no aparece no hay ninguna Ella,

 

 

sino sólo la Imago Primordial.

 

Y la Imago Primordial, dado que lo es todo, no tiene ni género ni sexo.

 

 

Por eso su dialéctica se limita al yo y el tú, donde ambos son intercambiables,

 

 

pues son las dos caras de la elipsis del narcisismo primordial.

 

Debiéramos mejor decir entonces:

 

 

porque la mirada se hace visible, llega él,

 

 

Y en tanto llega él la Imago Primordial cae, y aparece Ella,

 


 

objeto carente -pues no tiene espada- y prohibido.

 

Pero que ella, la madre, sea a partir de ahora el objeto prohibido, no quiere decir que ella sea deseada -por el niño como por la niña- como el ser carente que ha comenzado a ser.

 

Si ella es deseada lo es, por el contrario, como la sede de la Imago Primordial que aunque caída, sigue ahí, a pesar de todo, presente, como una exigencia irrenunciable del principio del placer.

 

Este es el motivo, bien sensato, de la prohibición del incesto: que prohíbe un imposible y, al prohibirlo, empuja a aceptar la realidad de su imposibilidad, de su inexistencia.

 

No pierdan de vista esta paradoja del objeto de deseo en tanto imaginario: lo que se desea en él es la reinstauración de la Imago Primordial y, con ella, la cancelación de la división entre el sujeto y el objeto.

 

De modo que ésta es la paradoja de la madre: que, a la vez que aparece como quien no tiene, sigue no obstante siendo la sede desde la que mana el halo de la Imago Primordial.

 

Lo que, por lo demás, se combina bien con la presencia y la ausencia del padre: si el padre está y ella le mira, entonces manifiesta su debilidad y su carencia, pero si él no está y ella me mira me captura en la mirada de la Imago Primordial con la que cesa toda debilidad y toda carencia.

 

Esta ambivalencia está intensamente presente en ese periodo en el que el niño se encuentra instalado en el Edipo. Pero no pierdan de vista que, durante un primer tiempo, la niña está en la misma posición: ella también quisiera expulsar al padre que le arrebata su imago primordial.

 

En esta primera parte en la que el Edipo comienza, para el niño como para la niña, primero es el dos en uno de la identificación en la Imago Primordial, que concluye con la llegada de Él desgajando el yo del tú, con lo que aparece Ella y el yo recibe un nombre sexuado: José o Josefina.

 


 

Y ciertamente así aparecía Ethan en la primera escena: como un Él en principio distante

 

 

cuyo punto de vista, por ello, resultaba totalmente inaccesible, mientras que eran movilizados los puntos de vista de todos los demás:

 

 

no solo el de Martha,

 

 

sino también los de Aaron,

 

 

Lucy, Ben

 

 

y Debbie.

 

Aunque, de hecho, todos ellos se reunieran en el de Martha, como encarnación de la casa familiar.

 

Sólo al final de la escena el punto de vista se invertía,

 

 

y se nos daba acceso al punto de vista de Ethan, desde el cual Martha aparecía como el objeto de su deseo.

 

Y eso prosigue después, dentro de la casa

 


 


Martha y la luz

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Reapareciendo finalmente en el punto en el que nos detuvimos él último día:

 

Ethan: So?


 

Martha se aleja llevándose toda la luz que importa para Ethan.

 


 

Mientras que Aaron pierde definitivamente toda dignidad guardando el dinero bajo su trasero.

 


 

Ethan da dos pasos hacia delante para tratar de seguir con la mirada a Martha, pero ella ya está fuera de su campo visual, de modo que a él solo le queda imaginarla.

 

 

Nosotros, sin embargo, podemos verla todavía, llenando con su luz ese espacio al que -ya se lo advertí a ustedes en su momento- ni Ethan ni la cámara llegarán a entrar nunca.

 

 

Y bien, es justo ahora cuando nos es dado saber dónde se encuentra la puerta de entrada principal: del otro lado de esa puerta que conduce al dormitorio de Martha.

 

Es coherente, ¿no les parece? Si ese dormitorio se opone a la entrada principal, es porque define el espacio interior principal.

 


Ethan en el porche

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Ethan está ahora en el mismo lugar en el que antes estuvo Martin.

 

Pero se dan cuenta de la diferencia:

 

 

para él sólo hay una luz, la lunar.

 

Nada de ese rayo de luz cálida que provenía del interior de la casa cuya puerta, a pesar de la prohibición que ha llegado ya para Martin, sigue constituyendo una promesa de calidez abierta para él.

 

Incluso la ventana que arriba desprendía una luz tan amarilla en el plano del joven, en el de Ethan, estando también presente -a la altura de su cabeza, a su izquierda- casi no presenta luz alguna.

 

Aquí tienen una enésima muestra de hasta qué punto no rigen las llamadas leyes de continuidad sobre los que descansan los manuales de realización cinematográfica.

 

La cámara está más baja y más ladeada, de modo que la noche exterior -el cielo raso del desierto- se hace más visible para él, a la vez que la puerta de la casa queda fuera de campo.

 

Y la otra gran diferencia es la que sigue:

 

 

Pues Ethan vuelve su mirada hacia el interior

 


 

y Ford introduce por primera vez un plano subjetivo suyo.

 

Dos puertas y un doble reencuadre: el primero constituido por el marco de la puerta exterior y principal de la casa; el segundo, por el que da paso al dormitorio del matrimonio, que por obra de ese doble reencuadre aparece como doblemente interior, aunque, en rigor, dado que existe ese otro umbral que se abre al interior mismo de Martha, deberíamos reconocer como triplemente interior.

 

Dos reencuadres, entonces, que delimitan tres espacios: el exterior en el que Ethan y la cámara se encuentran, el intermedio del salón familiar y el interior del dormitorio matrimonial.

 

En la simbólica de lo masculino y lo femenino, porque se articula no solo sobre el eje de lo activo y lo pasivo sino, antes que eso y en primer lugar, sobre el de lo interior y lo exterior, el dormitorio, en tanto espacio interior, lo es de la mujer.

 

Y ciertamente nosotros sabemos que Martha ya ha entrado ahí, pues la hemos visto hacerlo; y la luz, especialmente resplandeciente que atisbamos ahora en ese dormitorio es la suya, la que solo ella introdujo cuando entró allí.

 

 

Una luz tan resplandeciente como su vestido.

 

Se dan cuenta, espero, de la sabia diferenciación de la luz que recibe cada uno de esos tres espacios: fría, lunar, azulada, la del exterior, cálida, amarillenta, la del salón, y brillante, resplandeciente -como el vestido y la tez de Martha- la del dormitorio.

 


 

De modo que Ethan ve como Aaron entra en el dormitorio de Martha y cierra la puerta.

 

 

Y supongo que ven con toda claridad -pues de nuevo están cuidadosamente iluminadas- esas grandes vigas del techo que nuevamente dibujan -o más bien esculpen, con toda la densidad de su volumen y de su peso- la cruz que pesa sobre Ethan -también: la cruz de la que él sabe y que él acata, que alcanza ahora su más dramática expresión.

 

Pues esa puerta se cierra para su deseo tanto como para el de Martha, quien -¿cómo dudarlo?- hubiera deseado que fuera él quien entrara ahí, en ella.

 

Pero se dan cuenta de qué es lo que lo impide, pues está lo suficientemente visualizado: el salón familiar, el espacio de los hijos, la ley familiar en suma.

 


Puerta, ley, prohibición

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¿Cuál es el enunciado mayor que de ello se deduce?

 

Para poder aislarlo en profundidad es necesario atender primero a la magnitud de lo que es la puerta en el campo de lo humano.

 

 

Pues una puerta no es solo la abertura que conecta dos espacios diferentes, sino también el operador que restringe el acceso a cada uno de ellos.

 

Y esos espacios no son casi nunca equivalentes, sino que se ordenan sobre ese eje mayor que es el de lo interior y lo exterior.

 

De manera que la puerta, en tanto posee la propiedad de estar abierta o cerrada, se convierte en el instrumento que permite o impide el acceso al interior o la salida al exterior.

 

Y así se constituye en motivo de inaccesibilidad o de encierro.

 

O en otros términos: la dialéctica semántica de la puerta es -que le vamos a hacer, señora Butler- netamente binaria: permite o impide tanto el acceso como la salida: de modo que es un cuando está abierta y un no cuando está cerrada.

 

Es por eso también la más directa e inmediata materialización de la ley en el espacio.

 

O dicho de manera más clara: la puerta cerrada es la materialización misma de la prohibición.

 

Sitúense ahora en el territorio temporal del Edipo, cuando el niño es expulsado de la cama y de la habitación de la madre, y recluido en ese espacio forjador de su subjetividad que es su propio dormitorio.

 

La puerta por antonomasia no es, desde luego, la de su dormitorio, sino la del dormitorio de la madre que ahora está cerrado para él.

 

Obviamente, entonces, la puerta del dormitorio de la madre es la expresión misma de la ley del padre en tanto agente de la prohibición del deseo incestuoso.

 

Y atiendan a las implicaciones de todo esto en ese otro campo textual que es el arquitectónico: pues la casa es también un texto; no sólo una máquina funcional para vivir, sino un espacio material simbólicamente configurado.

 

Y, desde este punto de vista, ¿no les parece que ese espacio ahora inaccesible por prohibido podría ser el fundamento mismo del inconsciente?

 

Pues lo que sucede en esa habitación de los padres -la escena de su abrazo- pasa a constituir el núcleo del inconsciente del niño.

 

Me dirán ustedes: pero Ethan no es ningún niño. ¿A qué viene entonces toda esta disquisición sobre el Edipo? Es más, ¿no estábamos diciendo que Ethan era el padre simbólico? Entonces, ¿qué hace aquí? ¿No debería haber sido él el que entrara ahí?

 

Debería haberlo sido, sin duda. Pero no lo es.

 

¿Por qué?

 

Sencillamente porque la ley rige también para él.

 

Y es que el padre no es -como se ha puesto de moda decir en los últimos tiempos con una absoluta falta de rigor- el poder absoluto.

 

El padre no es el jefe de la horda. Él no es el amo irrestricto de todas las mujeres.

 

Es, como ya les dije el otro día, todo lo contrario: la encarnación misma de una ley que, por existir, le afecta también, en primer lugar, a él.

 

El padre, tal y como se declina en la cultura cristiana, tiene su expresión mayor en la figura de San José; recuérdenlo: el padre no es el amo del hijo, porque el hijo es hijo de Dios.

 

¿Algo más que decir?

 

Sí: el perro.

 

 

Nos conduce a Debbie.

 

La posición de ambos en el plano es la misma, y ambos se encuentran en yuxtaposición con el perro.

 

Observen con que intensidad brilla en ambos el palenque de la izquierda.

 

Son diferentes desde luego sus posiciones en el espacio narrativo: Debbie está, con respecto al porche, situada más a la izquierda, en su extremo.

 

Ethan, con respecto a él, está más centrado, pero a la vez en su borde más exterior: de modo que ambos se encuentran en los límites del porche, ya sea por su extremo o por su centro.

 


Dialéctica de las dos puertas

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(dog barking)

 

En el centro Martha y Lucy, atareadas con sus labores domésticas.

 

Pero es un centro enmarcado por dos puertas: a la derecha, ladeada, la del dormitorio de Martha; a la izquierda, frontal, la del cuarto de Ethan.

 

Abierta la primera, cerrada la segunda.

 

Y privilegiada la segunda por todas las líneas de perspectiva que apuntan hacia ella: no solo las de la mesa, también la de la alfombra y las de los tablones del suelo.

 

Pero esa privilegiada visibilidad tiene por contrapartida su silenciamiento:

 

(pounding on door)

Clayton: Aaron, open up! lt’s Sam Clayton.

 

Cuando se oye la voz de Sam Clayton, Martha se dirige hacia la otra puerta

 

Martha: Aaron.

 

y en dirección a ella llama a Aaron -en su calidad de dueño de esa puerta.

 

Pero vean como el contraste se mantiene:

 


 

en la misma medida en que esa puerta es nombrada por el nombre de su dueño, es expulsada de cuadro mientras que la otra aumenta su presencia visual.

 


 

Lucy cuida de su imagen -se ocupa de su deseabilidad- mientras que desde fuera de campo se oyen ya los pasos de Aaron.

 


 

La puerta principal se abre -si Aaron es el padre de familia, es, al menos oficialmente, el guardián de las puertas.

 

Aaron: Reverend. Come on in!

Clayton: Good morning, Aaron.

 


Capitán y reverendo

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Clayton: Good morning, Sister Edwards.

 

Y una poderosa figura se centra en el espacio: sumen a su considerable tamaño, aumentado por su sombrero de copa, el beis muy claro de su abrigo.

 

Y también el rifle brillante que se encuentra sobre su cabeza.

 

Martha: Good morning, Reverend.

Clayton: Morning, Ben and Debbie.

Martha: Good morning, Charlie.

Martha: What is it, Reverend?

 

La bivalencia -no digo ambivalencia- de esta figura es establecida por el contraste entre la palabra por la que es nombrado –reverendo– y la placa que dentro de un instante va a hacerse visible en su pecho.

 

Clayton: Lars says somebody

Clayton: busted in his corral last night and run off his best cows.

 

Como ven, es la parte visual de su respuesta verbal -todo parece indicar que el actor ha recibido la orden de colocar su mano en el bosillo de su chaleco para así hacer visible su placa de sheriff.

 

Jorgensen: Yeah. Next time I raise pigs, by golly!

 

Una de las ventajas de la versión original es que permite escuchar los acentos: Jorgensen, como su apellido sugiere, es un emigrante procedente del norte de Europa.

 

Jorgensen: You never hear anyone running off pigs, l bet you.

 

Y no pierdan de vista que el centro absoluto del plano permanece ocupado por Marta -cuya figura devuelve siempre la luz más intensa-: como ven, ella es la casa, y el centro de la casa es ella misma.

 

Martha: Coffee’s ready if you’d like some.

Clayton: Coffee will be just fine. Morning, Lucy.

Lucy: Morning, Reverend.

Clayton: Debbie, you been baptized yet?

Younger Debbie: No, sir. No.

Clayton: Aaron, get Martin.

Aaron: Martin!

 

El reverendo, con total desenvoltura, ocupa la presidencia de la mesa.

 

Es, y está acostumbrado a ser, la doble autoridad de la comunidad: a la vez sacerdote y jefe de policía.

 

Por eso, inmediatamente después de preguntar a los niños por su bautismo, reclama a los hombres para el destacamento que está formando.

 

Como ya anticipamos esta escena, me conformaré con recordarles la nítida presencia de la puerta cerrada del fondo, justo a espaldas de Clayton, y cuidadosamente iluminada.

 

Clayton: Oh, thank you, sister.

Clayton: I can sure use that coffee. Pass the sugar, son.

Clayton: Fine, fine.

Clayton: Wait a minute, sister.

Clayton: I didn’t get any coffee yet.

 

A Martin le es concedido el honor de recortarse sobre esa puerta

 

Clayton: Just– Oh, doughnuts. Thank you, sister.

 

Y de manera sostenida.

 

Clayton: I’m sure fond of them doughnuts.

Clayton: Aaron! Martin, come on up here.

Clayton: Come on. Raise your right hand–

 

Y, como les dije, la mano del representante de la ley que reclama el juramento se recorta sobre la puerta de Ethan.

 

Aaron: Martin.

Martin: Yes, sir.

Clayton: Raise your right hand.

Clayton: You are hereby voluntary privates in Company A of the Texas Rangers.


Clayton: -You will faithfully–

 

Y, como también les advertí, es el movimiento de Martha el que hace abrirse la puerta de Ethan justo cuando se coloca delante de ella.

 

Ben: Sir, can I go with you?

 

Fíjense como su tez blanca se perfila y se hace tanto más visible cuanto la puerta se ha abierto tras ella y un fondo negro sustituye al marrón de hace un momento.

 

Es solo un instante, pero es como si su preocupación despertara a Ethan.

 

Clayton: Shh! Quiet!

Aaron: Go get my shirt,

 

Así, en el mismo instante en que ella se aparta, Ethan se hace visible al fondo.

 

Llamado, como les digo, por la preocupación de Martha, pero también por el hecho mismo del juramento.

 


Ethan y la puerta de la ley

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Aaron: boy.


 

Y en la misma medida en que ella desaparece en imagen entra en la habitación Ethan.

 

Clayton: Where was I?

Younger Debbie: “Faithfully fulfill.”

 

La puerta de la ley se ha encarnado en Ethan.

 

¿Será que él estará destinado a sustentar la ley cuando esta flaquee, cuando sus representantes oficiales abandonen su tarea?

 

Clayton: You will faithfully discharge–

Jorgensen: Mrs. Edwards–

Clayton: Shut up!

Clayton: You will faithfully discharge your duties as such

Clayton: without a recompense or monetary consideration.

Clayton: Amen. That means “no pay.” Better get a shirt on, Aaron.

Martin: I ain’t volunteering till l’ve had coffee.

Martin: Drink your own, Reverend.

Clayton: Just call me “captain.”

 

Y como también les dije, el diálogo que sigue entre Ethan y Clayton se constituye en relación a esa puerta que sigue ocupando el centro de la escena.

 

Ethan: Captain. The Reverend Samuel Johnson Clayton.

Ethan: Mighty impressive.

 

El Capitán se sorprende, se alegra un instante, luego, inmediatamente, contiene su alegría.

 

De modo que, además de Capitán y Reverendo, fue un amigo de juventud.

 

Clayton: Well,

Clayton: the prodigal brother.

 


El sable y el arado

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Clayton: When did you get back? I ain’t seen you since the surrender.

 

No te he visto desde la rendición.

 

Ethan: Don’t believe in surrenders.

Ethan: Nope, I still got my saber, Reverend.

 

Les hablaba de esto el otro día: ha sido derrotado pero no se ha rendido.

 

Él todavía tiene su sable.

 

Ethan: Didn’t turn it into no plowshare neither.

 

No lo convertiré en una reja de arado.

 

Se dan cuenta de la intensidad que cobra en este diálogo la presencia misma del falo: eso que él tiene y que está a la vez del lado de la dureza y la violencia -el falo no es el pene, pero eso no hace de él algo imaginario que finalmente nadie tiene, como afirman los picoanalistas posmodernos, con Lacan a la cabeza.

 

No hay falo sin la dureza de la erección y sin la violencia de la penetración.

 

Pero no acaba ahí el despliegue de sus atributos simbólicos: es también el arado capaz de fecundar y finalmente -eso no ha sido suscitado todavía, pero lo será en seguida- la palabra que compromete al sujeto con la mujer a la que fecunda y con los productos de esa fecundación.

 

Aunque, en rigor, debo desdecirme, pues eso ha sido introducido ya aunque solo más tarde se desplegará y explicitará.

 

Lo ha sido por una palpable contradicción en la que, al menos aparentemente, acaba de incurrir Ethan.

 

Pues acaba de decir que todavía conserva su sable cuando, sin embargo, en una escena anterior, le hemos visto dárselo al niño.

 

Ben: l was just gonna ask Uncle Ethan what he’s gonna do with his saber.

Ethan: Well, l kind of figured to give it to you.

(…)

Ethan: Nope, I still got my saber, Reverend.

 

Y bien, ¿hay o no hay contradicción?

 

Les formularé la cuestión en modo de acertijo: ¿qué es aquello que se conserva cuando se da y que sólo se da realmente cuando se conserva?

 

Sólo una cosa: la palabra en su mayor densidad simbólica: la promesa, el juramento.

 

Quiero decir: la densidad simbólica de la palabra que introduce el sentido en el mundo porque forja un relato que contiene una promesa que abre su horizonte.

 


La palabra de honor y el escote palabra de honor

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Antes se la llamaba palabra de honor.

 

Y como ustedes han visto el seminario de Lima, les llamaré la atención sobre la relación de esta expresión –palabra de honor– con ese escote que en España se da en llamar precisamente así: escote palabra de honor.

 

Michael: I wasn’t going to give you this until

Michael: tomorrow.

 

Ella lleva un escote palabra de honor.

 

No digo que lo sepa, digo que lo lleva.

 

Y las jóvenes que visten escotes palabra de honor no es que lo sepan, pero sí intuyen que eso es algo especial, que reconocen que cierto honor está en juego.

 

Quiero decir: el escote palabra de honor reclama una palabra de honor.

 

 

Pero no la que Michael ofrece a Justine.

 

Pues él se ofrece como huerto, y lo que el escote palabra de honor reclama es el falo completo.

 

Les insisto: firmeza, violencia, fecundidad, palabra.

 

Palabra de honor.

 

 

En principio, ella no entiende nada.

 

Michael: I found our plot of land.

 

 

Pero luego, cuando él hace ese sumiso gesto de adoración, reconoce la posición perversa de él

 


 

y se afirma en la posición sádica de la relación sadomasoquista sobre la que se sostiene la relación de ambos.

 


Mose y Ethan, Tiresias y Edipo

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Ethan: Nope, I still got my saber, Reverend.

Ethan: Didn’t turn it into no plowshare neither.


 

Impresionante cambio de plano.

 

No me cansaré de decirles que ella es el centro mismo de la casa: vean como su vestido blanco la hace irradiar luz en el centro de ese conjunto de hombres de ropas más oscuras y homogéneas, como si fuera una novia permanente.

 

Y bien, ella quisiera que fuera así: que el sable de Ethan hubiera acabado siendo la reja de su arado.

 

Lo hubiera querido con todas sus implicaciones: que él no se hubiera convertido en un forajido, sino en un honrado campesino y padre de familia, que su arado hubiera surcado y fecundado la tierra que es ella misma.

 

 

Pero ambos saben que eso es imposible.

 

Mose: The lnjuns did it, Mrs. Edwards.

Mose: Caddos or Kiowas. Old Mose knows. Yes, sir.

 

Mose es la versión inglesa de Moisés, el profeta bíblico.

 

Es notable que se encuentren en el film dos nombres bíblicos tan relacionados entre sí como son Moisés y Aaron.

 

Espero que sepan quien fue Moisés, el profeta que condujo al pueblo judío en la travesía por el desierto rumbo a la tierra prometida y también el que recibió de Dios las tablas de la ley.

 

Lo que le convirtió en el fundador de la religión hebrea.

 

Pero supongo que no sabrán que Aaron era su hermano, a quien el propio Moisés nombró jefe de los sacerdotes.

 

En principio, parece muy alejada de la figura bíblica el Mose de The Searchers, aunque sin duda el desierto no deja de estar ahí.

 

Pero hay, con todo, un rasgo que asocia al Moisés bíblico con Mose.

 

Y es que nunca entró en la tierra prometida -como tampoco, dicho sea de paso, Ethan, con quien tiene tanto que ver.

 

Lo que, a su vez, conecta a Moisés con Tiresias, ese sabio ciego de la mitología griega cuyo saber estaba directamente asociado a su exterioridad absoluta -vale decir también, a su exclusión- de la polis.

 

Hay un buen motivo para la exclusión de Tiresias de la polis. En ella, nadie quiere saber nada de Tiresias, porque su saber es insoportable.

 

Si leen Edipo rey, la tragedia de Sófocles, tendrán una percepción clara de lo que les digo: cuando la peste invade Tebas, Edipo, marido inconsciente de su madre, Yocasta, hace llamar a Tiresias y éste le advierte: no me preguntes, no quieras saber, el saber del que soy portador te resultará insoportable.

 

 

Y por cierto, ahí le tienen, a este Moisés loco sentado en la mecedora que tanto añora y que es la misma en la que vimos sentado a Ethan el último día.

 

Mose recuerda lo que el propio Ethan sabe: que lo indio, es decir, lo real, el foco de la locura, está ahí fuera.

 

Una locura, entonces, que está en el mismo registro del saber de lo indio.

 

Y saben ustedes hasta qué punto el odio de Ethan, en crecimiento constante a lo largo del film, está en relación directa con ello.

 

Y bien, esta relación entre Mose y Ethan tiene la misma cadencia que la de Tiresias y Edipo, pues Edipo se arrancará los ojos y, ya ciego como Tiresias, abandonará la polis como él.

 

Por cierto, alguien me comentaba hace poco que Ethan le resultaba odioso.

 

Ese tipo tan duro…

 

Ethan: Fella could mistake you

Ethan: for a half-breed.

 

Pero, ¿cómo podría ser de otra manera si, como les decía el otro día, la ley que con él irrumpe es, para quien debe acatarla, injusta e incomprensible?

 

De modo que lo odioso es una dimensión inseparable del padre simbólico.

 

Y mírenlo desde el punto de vista del niño pequeño: ¿no es el padre para él un gigante que con su sola presencia se interpone entre él y el objeto de su deseo?

 

Lo que trato de decirles es que su misma presencia, en tanto que se interpone, es percibida como violenta por el mismo hecho de su interposición infranqueable.

 

Por lo demás, esos rasgos odiosos de Ethan, ¿no les parece que funcionan como una barrera a nuestra tendencia de espectadores a empatizar con él? Retornan periódicamente cada vez con más fuerza según el film avanza, interrumpiendo todos esos momentos en los que, a pesar de todo, empezamos a sentir cierto afecto por él.

 

Con lo que la enunciación del film le mantiene en la posición de ese Él del que les hablaba antes, ese él que irrumpe desbaratando todas nuestras posiciones en lo imaginario.

 

Charlie: Oh, shut up, Mose.

 

De eso que Moss sabe es, en todo caso, de lo que no quieren saber los discursos convencionales de la polis.

 

Eso es lo que estos hacen callar siempre que pueden.

 

Mose: Thank you.

Jorgensen: My cattle’s been–

Aaron: Ethan, l’m counting on you to look after things while l’m gone.

 


La ley que Clayton encarna

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Ethan: You’re not going.

Clayton: He sure is going.

Clayton: l already swore him in.

Ethan: Well, swear him out again.


 

¿Se han dado cuenta del cambio notable que se ha producido entre el plano anterior y éste?

 

 

No es sólo cuestión de escala, sino también, y sobre todo, de composición.

 

Si en el anterior era Ethan quien ocupaba el centro, es ahora Clayton quien se encuentra en él.

 

Y lo curioso, sin embargo, es que Ethan va a ser quien finalmente se imponga: pues, como saben, será él quien vaya, no Aaron.

 

Ethan: I’ll go with you.

Aaron: l don’t think l should–

Ethan: Stay close, Aaron.

Ethan: lt might be this is rustlers.

Ethan: Might be that this doddering old idiot ain’t so far wrong. Could be Comanche.

 

Ethan le da la razón a ese loco cuyo desarraigo comparte tanto como comparte su deseo por la mecedora que nunca tendrá.

 

Mose: Kind words, Ethan. Thank you kindly.


 

Y, como ven, ahora se refuerza todavía más esa posición central de Clayton, además potenciada por su abrigo beis, mucho más luminoso que la camisa roja que viste Ethan, y por la bien iluminada viga central que se encuentra sobre su cabeza.

 

¿Por qué esta centralidad de Clayton si es Ethan quien impone su decisión?

 

Porque, no obstante, es ahora Clayton quien encarna la ley.

 

Él es quien encarna la ley que Ethan respeta: observen, por ejemplo, que no le ha dicho a Aaron que rompa su juramento,

 

Clayton: l already swore him in.

Ethan: Well, swear him out again.

 

si no que le ha dicho a Clayton que se lo levante.

 


 

Pero no es eso lo fundamental.

 

Lo fundamental es esto otro:

 

 

¿Ven lo que trato de decirles?

 

Clayton está en el eje mismo de la ley -y de la cruz- que separa a Ethan de Martha -y que alinea a Martha con Aaron y con la puerta del dormitorio, tanto como sitúa a Ethan del otro lado, del de la puerta que conduce al exterior de la casa.

 


 


El héroe sabe de lo real

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Como les decía, Ethan acata esa ley que el Reverendo encarna.

 

Prueba de ello es que, convirtiendo en activa la posición pasiva en la que la ley le pone, pero sin por ello violarla, sino todo lo contrario, declara que es él quien debe irse, y que es Aaron quien debe permanecer ahí.

 

¿Entienden lo que les digo?

 

No se va porque sea el más duro e imponga su voluntad, sino que se va porque acepta la ley que le prohíbe permanecer ahí cuando Aaron, el marido de Martha, no esté.

 

Martha: Children, go with Lucy.

Ben: Oh, Ma, I want–

Martha: Ben.

Clayton: Comanche, huh?


 

Clayton medita.

 

¿Qué es lo que le obliga a ello?

 

Es evidente: él, el representante oficial de la ley, sabe que, si de lo indio se trata, el que sabe es Ethan.

 

Mejor contar con él.

 

Cuando de lo real se trata, la comunidad recurre al héroe, pues el héroe sabe de lo real.

 

Pero no pierdan de vista la contrapartida de esto: cuando la comunidad puede olvidarse de lo real prefiere deshacerse del héroe, pues le recuerda eso de lo que no quiere saber nada.

 

Clayton: All right. l’ll swear you in.


Ethan: No need to.

 

¿Qué es lo que está en el centro del plano ahora?

 

No hay duda: la mano misma del juramento.

 

Pero no pierdan por ello de vista que Ford sigue reforzando la presencia visual de Clayton frente a la de Ethan: al mantener su cuerpo en tres cuartos frente al perfil de éste, su volumen aumenta en plano.

 

Además, sigue localizado en el lugar donde se cruzan las vigas del techo.

 


Crimen y punto de vista

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Ethan: Wouldn’t be legal anyway.

Clayton: Why not? You wanted

Clayton: for a crime, Ethan?

 

No hay duda: Ethan ha cometido un crimen.

 

El rostro de Aaron lo sospecha, y el de Martha lo reconoce.

 

Ahora bien, ¿de qué índole?

 

Puede tener que ver con el dinero que ha obtenido y entregado a su hermano, ciertamente, pero podría tener que ver, igualmente, con esa puerta -la del dormitorio- de la que Aaron es el guardián -pues no en balde se encuentra parado delante de ella.

 

Martha: Coffee, Ethan.

 

Contente, Ethan, viene a decirle Martha.

 

Ethan: Thank you, Martha.

Ethan: You asking me as a captain or a preacher, Sam?

 

No sé si les parecía excesiva la sugerencia que les hacía hace un momento, pero, como ven, la pregunta burlona de Ethan viene a confirmarla.

 

¿Se lo pregunta como capitán o como reverendo?

 

Porque el crimen que interesaría al capitán sería el robo de dinero, pues el otro crimen posible, el relativo al dormitorio de Martha, no es de su competencia, sino de la del reverendo.

 

Nunca sabremos exactamente de qué crimen se trata.

 

Nunca se nos contará más sobre el conflicto que provocó la partida de Ethan, ni sobre lo que le sucedió en los tres años que siguieron al final de la guerra civil.

 

Tal desconocimiento constituirá para nosotros un núcleo de opacidad en el personaje que nos hará imposible acceder a su punto de vista narrativo.

 

Todo lo contrario a lo que sucede con Martin, ese personaje que todavía tan poco ha aparecido pero del que sin embargo tenemos la impresión de saberlo todo aunque no se nos haya dicho casi nada de él.

 

¿Cómo es esto posible?

 

Porque el acceso al punto de vista narrativo de un personaje no tiene tanto que ver con informaciones concretas que se nos dan sobre él, como con el grado con el que compartimos con él el saber o el no saber sobre los acontecimientos suscitados por el relato.

 

Y bien: con respecto a Ethan y a Martha, Martin no sabe exactamente lo mismo que nosotros no sabemos.

 

De modo que podríamos decir que, aunque todavía no podamos tener consciencia de ello, el punto de vista narrativo que domina en estas escenas es el punto de vista de Martin.

 

Más tarde, en la segunda parte de la película, cuando la narración se ordene sobre la carta de Martin que Laurie lee, esto se convertirá en un dato explícito del film.

 

De modo que si nos preguntamos quien es el narrador de esta historia, deberemos deducir que es Martin. Pero no el Martin que escribe la carta, sino un Martin mucho más mayor, que recuerda a esa figura paterna que fue Ethan para él y con la que, a través de su recuerdo, logra finalmente reconciliarse.

 

Ello, por lo demás, es lo que motiva el tono elegíaco de estas primeras escenas que, en esa misma medida, responderían a la reconstrucción que habría hecho Martin de su pasado.

 

Dicho eso, atendamos al otro aspecto -netamente simbólico- del crimen aquí nombrado y nunca explicado: ¿no es de esa índole para el niño la escena primaria, esa escena de la que sabe sin entender y que más tarde olvida totalmente?

 

¿Llegaron a tener relaciones sexuales Ethan y Martha?

 

No hay manera de saberlo. Pero ello no tiene después de todo gran importancia.

 

Sucede lo mismo que con la cuestión de si el niño llegó a ver o no la escena primaria.

 

La hubiera visto o imaginado, en cualquier caso forma parte esencial de su realidad psíquica.

 

Hayan tenido o no relaciones sexuales Martha e Ethan, sus relaciones sexuales míticas, digámoslo así, forman parte de la realidad psíquica de Martin.

 

Ese Martin que, no lo olviden, no es hijo ni de Ethan ni de Martha, pero que es a pesar de todo su hijo en la medida en que Ethan lo encontró -lo rescató de una muerte segura- y se lo dio a Martha quien, por tanto, de él lo recibió y como tal le amó.

 

Esta separación entre lo real-biológico y lo simbólico tal y como se da en el film nos permite, precisamente, aislar lo simbólico en su dimensión específica que es, por lo demás, propiamente, mítica.

 

¿Dónde, en qué texto mitológico se da una disociación equivalente entre lo real-biológico y lo simbólico?

 

No hay duda posible sobre ello: en el cristiano, allí donde el embarazo de la Virgen es atribuido a la palabra de Dios.

 

Se hayan consumado o no tales relaciones, el crimen mítico, pues, está presente.

 

El crimen mismo del pecado original, por el cual Adán y Eva, los primeros padres, fueron expulsados del Paraíso terrenal.

 

Y, se mire como se mire, no hay otro paraíso terrenal que la Imago Primordial.

 

De modo que sí: Ethan sabe, ha probado del árbol del bien y del mal.

 

Clayton: I’m asking you as a Ranger of the sovereign state of Texas.

 

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11. Aporías de la deconstrucción 2: Butler, Rivière y Lacan

 

 

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 21/11/2014 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

 

 

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Patriarcado vs valores humanos

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Hoy comenzaremos con un buen ejemplo de esa falta de rigor conceptual de la señora Butler sobre la que les llamaba la atención el otro día:

 

 

«El libro de Orlando Patterson Slavery and Social Death plantea que una de las instituciones que la esclavitud eliminó para la población afroamericana fue el parentesco. El señorito era invariablemente el dueño de las familias esclavas, funcionando como un patriarca que podía violar y coaccionar a las mujeres de la familia y feminizar a los hombres; las mujeres de las familias esclavas estaban desprotegidas de sus propios hombres y éstos eran incapaces de ejercer su rol de proteger y gobernar a las mujeres y a la descendencia. (…)

 

«La “muerte social” es el término que Patterson da al estatus de ser un ser humano radicalmente privado de todos aquellos derechos que debe tener cualquier y todo ser humano. Lo que queda en interrogante en su punto de vista, que pienso que reaparece en sus planteamientos actuales sobre políticas familiares, es precisamente su oposición al hecho que los hombres esclavos estuvieran privados de un lugar patriarcal ostensiblemente “natural” en la familia.»

 

[Judith Butler: El grito de Antigona, Capítulo 3 Obediencia Promiscua, p. 100-101]

 

 

Ciertamente, el lugar patriarcal no es natural, es una construcción histórica, social y cultural.

 

Pero eso, en sí mismo, no lo vuelve ni bueno ni malo.

 

Y sin embargo Butler la condena precisamente por eso: por no ser natural.

 

Ahora bien, lo más llamativo es lo otro: que acepta como naturales todos aquellos derechos que debe tener cualquier y todo ser humano, olvidando -o ignorando- que son igualmente construcciones históricas, sociales y culturales -tanto el hecho mismo de la existencia del derecho como el de la noción de ser humano– y que, precisamente, son la mejor prueba de que las construcciones históricas, sociales y culturales pueden ser no solo buenas, sino estupendas.

 

Yo diría que no ha leído La genealogía de la moral. Pero lo han hecho tan pocos, incluso entre los que se dicen nietzscheanos…

 


Butler, Riviere y Lacan

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Y ahora voy a presentarles una cita que constituye un motivo estupendo para una reflexión en términos de sociología de la cultura:

 

«El ensayo de Joan Riviere “Womanliness as a Masquerade”, (21) publicado en 1929, incorpora la noción de feminidad como mascarada desde la perspectiva de una teoría de la agresión y la resolución de conflictos. Al principio esta teoría parece alejarse del análisis de la mascarada que plantea Lacan en términos de la comedía de las posiciones sexuales. Riviere comienza revisando de forma respetuosa la tipología de Ernest Jones del desarrollo de la sexualidad de la mujer en formas heterosexuales y homosexuales. No obstante, se basa en los “tipos intermedios” que desdibujan los contornos entre lo heterosexual y lo homosexual y que refutan de manera implícita la capacidad descriptiva de la tipología de Jones. En una afirmación que parece influida por la referencia fácil de Lacan a la “observación”, Riviere acude a la experiencia o al conocimiento mundanos para legitimar su visión de estos “tipos intermedios”: “En la vida cotidiana con frecuencia hay tipos de hombres y mujeres que, aunque son fundamentalmente heterosexuales en su desarrollo, revelan claramente rasgos fuertes del otro sexo” [pág. 35].»

 

[Judith Butler: 1990 EI género en disputa. Capltulo 2: Prohibición, psicoanálisis y la producción de la matriz heterosexual. Lacan, Riviere y las estrategias de la mascarada, p. 125-126]

 

 

¿No encuentran en este párrafo algo realmente notable?

 

La cosa es sencilla: en 1929 Jacques Lacan todavía estaba preparando su tesis doctoral que leería tres años más tarde, en 1932, y no había escrito ni una línea de psicoanálisis.

 

Por lo demás, el único texto de Lacan al que cita Butler en su libro -y al que evidentemente se refiere cuando habla de la influencia de Lacan en Riviere- es La significación del falo, conferencia que impartió Lacan en 1958 y que aparecería publicada por primera vez en Escritos, en 1966.

 

Todo parece indicar que éste es él único texto de Lacan que conocía Butler cuando escribió su libro pues no sólo es el único que cita, sino que no lo cita a partir de la edición de los Escritos, sino de una recopilación feminista que lo incluye:

 

«16. Jacques Lacan, “The Meaning of the Phallus”, en Feminine Sexuality: Jacques Lacan and the École Freudienne, Juliet Mitchell y Jacqueline Rose (Nueva York, Norton, 1985), págs. 83-85.»

 

[Judith Butler: 1990 EI género en disputa, Capltulo 2: Prohibición, psicoanálisis y la producción de la matriz heterosexual, Lacan, Riviere y las estrategias de la mascarada, nota 16]

 

 

Resulta evidente que no se molestó en echar un vistazo a la fecha del artículo así recopilado.

 

¿Qué pudo haber sucedido?

 

Es evidente que había oído decir por ahí que ese famoso francés, Jacques Lacan -y ya saben ustedes como les ponen los intelectuales franceses a los intelectuales norteamericanos- hablaba de la mascarada de la feminidad, de lo que dedujo que, si esa tal Riviere que no le sonaba de nada hablaba de máscara, seguro que era lacaniana.

 

Lo que manifiesta bien el notable desconocimiento del psicoanálisis de Judith Butler, lo que sin embargo no le impide dedicar un largo capítulo a Lacan y Riviere y otro a Sigmund Freud.

 

Pero miren, sucede que Joan Riviere, era una solvente psicoanalista inglesa que se había psicoanalizado con Ernst Jones y con el propio Sigmund Freud y que había colaborado con Strachey en la traducción de las obras completas de Freud.

 

Fue, por ejemplo, la analista de Susan Isaacs y del mismo Donald Winnicott.

 

Y si Butler se hubiera tomado la molestia de leer entero el artículo de Joan Riviere, por lo demás bastante breve, habría podido darse cuenta de que, lejos del imposible cronológico de ser lacaniana, su discurso, en 1929, era definidamente kleiniano.

 

El problema es que eso sólo se manifiesta a partir de la segunda mitad del artículo, lo que hace evidente que Judith Butler tenía demasiada prisa en acabar su libro y consideró que con lo que había leído en la primera parte tenía suficiente para hacerse una idea.

 

De modo que les invito a no dar por hecho que los intelectuales famosos, por serlo, sean necesariamente intelectuales rigurosos.

 

Es más, empiezo a sospechar que en una sociedad espectacular como la nuestra puede suceder todo lo contrario: que los intelectuales de éxito sean, sencillamente, los que fabrican los eslóganes de mayor impacto publicitario.

 

Pero este disparate del que les doy cuenta no informa sólo de la falta de rigor teórico de Judith Butler, sino igualmente de la de tantos intelectuales que conceden extrema atención a una autora que, como les estoy mostrando, habla con demasiada soltura de temas y autores que desconoce.

 

Sí, porque fíjense: como la propia autora señala con orgullo en su prefacio de 1999, el libro, publicado en 1990, fue un gran éxito de ventas.

 

Y bien, ¿cómo es posible que ninguno de los intelectuales que lo leyeron y que lo aplaudieron con tanto entusiasmo llamara la atención de la autora sobre esta huella de su palpable desconocimiento de las obras de Riviere y de Lacan?

 

La respuesta es obvia: porque ellos mismos las desconocían.

 

Y es que miren, la gente del gremio suele leer mucho menos de lo que dice haber leído.

 

Preocupante, ¿no?

 


Lo específicamente femenino

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Como les decía, puestos a deconstruir, se puede deconstruir todo:

 

«la noción de un concepto generalmente compartido de las “mujeres” (…) ha sido (…) difícil de derribar. Desde luego, ha habido numerosos debates al respecto. ¿Comparten las “mujeres” algún elemento que sea anterior a su opresión, o bien las “mujeres” comparten un vínculo únicamente como resultado de su opresión? ¿Existe una especificidad en las culturas de las mujeres que no dependa de su subordinación por parte de las culturas masculinistas hegemónicas? (…) ¿Hay una región de lo “específicamente femenino”, que se distinga de lo masculino como tal y se acepte en su diferencia por una universalidad de las “mujeres” no marcada y, por consiguiente, supuesta? La oposición binaria masculino/femenino (…) es el marco exclusivo en el que puede aceptarse esa especificidad (…)»

 

[Judith Butler: 1990 EI género en disputa, Capítulo 1: Sujetos de sexo/género/deseo, Las “mujeres” como sujeto del feminismo, p 51]

 

 

Existen ciertas afirmaciones que, por el modo con el que contradicen datos básicos de la experiencia -en este caso biológica- bordean el delirio.

 

Es el caso de estas dos preguntas retóricas que reclaman ser leídas como afirmaciones netas –dado que, aunque haya sido difícil de derribar, Judith Butler declara finalmente derribada la noción de un concepto generalmente compartido de las “mujeres”-: ¿Comparten las “mujeres” algún elemento que sea anterior a su opresión, o bien las “mujeres” comparten un vínculo únicamente como resultado de su opresión? ¿Hay una región de lo “específicamente femenino”, que se distinga de lo masculino como tal y se acepte en su diferencia por una universalidad de las “mujeres” no marcada y, por consiguiente, supuesta?

 

Ciertamente, Jacques Lacan le había abierto el camino con aquella peregrina afirmación que tanto éxito encontró entre ciertos sectores feministas de los setenta según la cual la Mujer no existe.

 

Idea, dicho sea de paso, que participaba de la cadencia de la deconstrucción: el concepto universal de la mujer era insostenible, venía a decir Lacan. Y en eso tenía, desde luego, razón. Lo que pasa es que se le olvidaba añadir su inevitable correlato: que, igualmente, el concepto universal de hombre era igualmente insostenible -idea que, por cierto, cien años antes Karl Marx había establecido con suficiente claridad.

 

Sólo existen hombres y mujeres históricos, diferentes entre sí como las mismas épocas y sociedades a las que pertenecen. Pero claro, dicho así, se quedaba en nada el atractivo -evidentemente erotizado- de la afirmación lacaniana.

 

Ahora bien, Lacan -sin duda un gran fabricante de eslóganes- nunca llegó a dar el paso que, con tanta soltura, dan Butler y sus correligionarios.

 

Produce una inevitable vergüenza ajena tener que recordar los indiscutibles rasgos de la anatomía femenina sobre los que la biología afianza su definición de la mujer. Y con todo, por lo que hay de delirante en su negación, conviene que nos detengamos aquí a recordarlos.

 

Ello tiene que ver -insisto que me remito a los términos de la biología- con las características del órgano sexual-reproductor de la mujer por una parte, y, por otra, con los más inestables pero nada desdeñables rasgos sexuales secundarios.

 

Y bien, vayamos al núcleo del asunto: lo que hay de delirante en la negación butlerina está en relación con el dato central de la existencia de ese órgano sexual-reproductivo.

 

Es decir, en suma: con lo que hace posible que la mujer devenga madre.

 

Ciertamente, no todas las mujeres acaban siéndolo. Pero eso no evita que la dimensión de la maternidad pese psíquicamente de una manera u otra sobre toda mujer por el sencillo hecho de que todo ser humano, hombre o mujer, procede del cuerpo de una mujer que fue su madre.

 

Deberán reconocer que en ello se aísla con toda evidencia algo específicamente femenino.

 

Y bien, se darán cuenta que en ello se apoya la construcción simbólica -y por tanto psíquica- que caracteriza la posición femenina como interior frente a la masculina como exterior: el cuerpo de la mujer, para todo ser humano, es, antes que cualquier otra cosa, cuerpo de cuyo interior se procede.

 

Cuerpo que, por tanto, ha sido casa -la primera morada.

 

Y si combinan ese dato con esa evidente peculiaridad anatómica del coito que es la penetración, se darán cuenta de que también aquí esa conformación psíquica, simbólica, encuentra una sólida base.

 

Quizás me digan ustedes que no tiene por qué ser así, que se puede hacer el sexo de muchas otras maneras.

 

A lo que deberé contestarles dos cosas.

 

La primera, que, desde luego, se puede hacer el sexo de otras maneras, pero que no son muchas, que la idea de muchas es puramente imaginaria, pues con esto del sexo pasa como con la baraja española: todo se acaba en una serie muy limitada de variaciones: sota, caballo y rey.

 

Y la segunda, que es la realmente importante, es esta otra: que, por supuesto, puede tenerse sexo de otras maneras, pero si nadie o solo unos pocos lo hacen por la vía del coito heterosexual, se acabó la película: en cuestión de poco tiempo, ya no habrá nadie que escriba libros de sexualidad ni nadie que pueda leerlos, porque ya no habrá nadie.

 

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10. The Searchers: Símbolo / Signo

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 14/11/2014 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

 

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¿Quién soy?

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Porque ella le mira

 

 

él llega portando su espada.

 

Se dan cuenta que este enunciado trata de nombrar lo que el niño ve y los tiempos en los que eso se produce.

 

 

Y el que así ha llegado dice: tú no eres el que crees ser, esa omnipotencia en la que te reconocías ha acabado para ti.

 

 

Eres indio.

 

Ella no te pertenece,

 

 

pues es mía.

 

Pero entonces yo -se pregunta el sujeto-,

 

 

¿Quién soy yo?

 

¿Cuál es mi lugar?

 

¿Cuál es mi lugar en la mesa ahora que hay una mesa que me separa de ella, ahora que ella ya no es mi espacio y mi alimento?

 

Y por lo mismo:

 

 

¿Cuál es mi cama, ahora que la cama de ella ya no es mi cama por que él me ha expulsado de allí?

 

De modo que la ley simbólica mayor, la prohibición del incesto, ha llegado, se ha impuesto con toda su violencia, con toda su injusticia y con toda su incomprensibilidad.

 

¿Por qué yo no tendría derecho a poseer el objeto que más deseo y amo? ¿No les parece que algo de este registro late en la recusación queer de la prohibición del incesto?

 

Ciertamente, el yo, que hasta ahora era ese yo-todo-placer identificado en la Imago Primordial y que no conocía otra dinámica que la del principio del placer, ha sufrido su primera herida, destinada a introducirle en la realidad -es decir: en la lógica del principio de realidad.

 

Un auténtico regalo, si lo miran bien, dado que el destino de todo ser humano es afrontar lo real.

 

Pero les insisto en la arista más dura de esta primera ley: es inexplicable. No me malentiendan: es perfectamente explicable a posteriori, como hacemos ahora, pero es imposible explicársela al niño en el momento en que le debe ser impuesta.

 

No hay posibilidad alguna, en ese momento, de esa explicación y ese diálogo que, al decir de cierta pedagogía amorosa moderna, debe presidir todo proceso educativo.

 

 

Ella es suya.

 

Y Ella, por más que brille, hay algo que no tiene, justo eso que tiene ese otro al que ella desea.

 

 

¿Y entonces yo?

 

¿Yo que me veía en ella, que viéndome en ella cuando ella lo era todo, me sentía omnipotente?

 

Si no soy ella, si la Imago Primordial ya no me recubre, ¿qué soy yo?

 

En ese estremecimiento nos detuvimos el último día.

 

Cierto, el niño puede buscar una respuesta en el espejo, pero, ¿qué ve cuando en él contempla su cuerpo desnudo?

 

Desde luego, nada que le permita pensarlo, vivirlo, apropiárselo.

 

Y es que el espejo le devuelve una imagen real, tan real que su singularidad irrepetible, y por eso incomprensible, se le impone con la misma brutalidad de la huella cinematográfica tal y como se manifiesta en el cine pornográfico.

 

Para manejar eso, para poder vivirlo, para poder apropiárselo, necesita, precisamente, poder no abismarse en esa singularidad que lo separaría absolutamente del mundo de los otros como un ser indeseable.

 

Necesita, en suma, poder reconocerse en un patrón de deseabilidad.

 

Esta idea puede parecerles extraña, pero deja de serlo si recuerdan lo que acabo de decirles, es decir, que el primer yo del niño ha nacido por identificación con -más exactamente en- la imago primordial.

 

El cuerpo que ahora aparece en el espejo, tenga o no pene, se impone por su carácter deficitario e inhomologable: no más que un resto, un desecho corporal.

 


Deseo que retorna mediado por la ley

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Porque la imago primordial ha caído, porque la mujer deseable que se ha hecho visible con su caída desea a otro,

 

 

es fundamental para el niño que en ese momento ese otro, ese tercero cuya presencia ha introducido la prohibición, le reconozca en el campo del deseo.

 

 

Que por vía de él -y por tanto de manera mediada- retorne sobre su yo el deseo de ella.

 

Pero dense cuenta: ahora ese deseo vuelve no directamente, sino mediado por ese tercero que encarna la ley que, como tal, asume la tarea de decirle al niño si tiene o no tiene el objeto que ella, la madre, prestigia con su deseo.

 

Les insisto que eso no puede resolverse en el espejo. ¿Acaso no saben de esas jóvenes anoréxicas que están en los huesos pero que, cuando se miran en el espejo, siguen viéndose gordas? ¿O esos muchachos cargados de anabolizantes y de musculatura inflamada que siguen viéndose escuálidos en el espejo?

 

Necesitan que alguien les diga lo que tienen y lo que son.

 

Ben: l was just gonna ask Uncle Ethan what he’s gonna do with his saber.

Ethan: Well, l kind of figured to give it to you.

 

«Alteraciones en la proporción de mezcla de las pulsiones tienen las más palpables consecuencias. Un fuerte suplemento de agresión sexual hace del amante un asesino con estupro; un intenso rebajamiento del factor agresivo lo vuelve timorato o impotente.»

 

[Freud: 1938, Esquema del psicoanálisis. Parte I. (La psique y sus operaciones), II. Doctrina de las pulsiones]

 

 

Tengo la esperanza de que la lectura de El compendio del psicoanálisis les haya hecho ver la utilidad de que los niños jueguen con espadas que les hayan sido otorgadas por sus padres o, en su defecto, por otros varones adultos que puedan ocupar su lugar de donantes simbólicos: pues sin cierta agresividad no hay acto posible.

 

El asunto, como en todo, es que ésa sea una agresividad controlada, medida, contenida.

 

Conviene pues que los niños comiencen pronto el entrenamiento. Pero con la contención y el sentido de la medida propia de un oficial y caballero.

 

Pues si la espada ha sido recibida de un padre con el que puede identificarse, el niño incorporará también en su relación con la mujer que llegue a ser la suya el respeto con el que vio como él trataba a su madre.

 


Los símbolos invisten el cuerpo

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Los símbolos invisten el cuerpo, literalmente lo visten, lo textualizan, en la misma medida en que simbolizan la identidad sexual.

 

La ropa de hombres y mujeres no solo oculta los genitales, sino que los escribe simbólicamente.

 

Supongo que no dudan de qué simbólica participa la corbata o la falda. -¿Que por qué no llevo corbata? No la necesito, soy lo suficientemente calvo.

 

Pero por Dios, no entiendan con esto que yo les esté diciendo que deban llevar faldas o corbatas.

 

Pueden estar seguros de que siempre defenderé su derecho a llevar lo que les dé la gana, siempre que eso no atente contra los demás.

 

Sólo les llamo la atención sobre como los cuerpos textualizan la diferencia sexual. Y de paso les recuerdo que esa textualización es, a la vez, una vía de erotización.

 

Younger Debbie: Uncle Ethan, Lucy’s wearing the gold locket you gave her when she was a little girl.

Ethan: Oh.

Younger Debbie: She don’t wear it much on account of it makes her neck green.

 

Y los símbolos son más que signos: surcan lo real y por eso dejan su huella -manchan.

 

Lucy: Deborah.

Younger Debbie: Well, it does.

Younger Debbie: But l wouldn’t care if you gave me a gold locket if it made my neck green

Younger Debbie: or not.

Martha: Debbie.

Ethan: A gold locket.

 

Y bien, Ethan tiene lo necesario.

 

Ethan: Lucy, where are my saddlebags?

 


La diferencia sexual

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Younger Debbie: Ooh!

 

Se dan cuenta de que no es un adorno femenino sino una medalla militar.

 

Pero así es el bricolaje simbólico. Y, después de todo, ¿qué mejor adorno femenino que una medalla al valor?

 

 

¿Que por qué las mujeres se ponen adornos brillantes?

 

Espero que nadie se ofenda por una frase como esta.

 

En todo caso proclamo formalmente -¿tiene por ahí alguien una grabadora para registrar mi declaración?- que en este contexto, cuando hablo de las mujeres, me refiero a los seres humanos, de uno u otro sexo biológico, que asumen posiciones femeninas en la dialéctica de la relación heterosexual.

 

Y que cuando hable de hombres me referiré a los seres humanos, de uno u otro sexo biológico, que asumen posiciones masculinas en la dialéctica de la relación heterosexual.

 

Se dan cuenta, el asunto es que decirlo así cada vez resulta demasiado largo y tedioso…

 

Prosigamos: las mujeres se ponen adornos brillantes precisamente porque carecen del objeto brillante.

 

¿Que por qué les digo que el falo es un objeto brillante?

 

 

Porque el niño como la niña vieron el reflejo de su brillo en la mirada de la madre en la misma época en la que descubrieron que ella sólo tenía una hendidura oscura en su lugar.

 

Una vez oí a una mujer mayor, de pueblo, decirle a una jovencita a la que le encantaban los pendientes y los collares: hay que ver cómo te gusta todo lo que cuelga.

 

¿Que por qué los varones se adornan mucho menos?

 

Porque tienen lo que adorna.

 

De modo que son las mujeres, las que no lo tienen, las que se adornan.

 

Hay quienes, así los lacanianos, se refieren a eso como la mascarada de la feminidad, pero les diré que eso me parece conceptualmente inapropiado, por todo lo que de peyorativo hay en la palabra mascarada.

 

Por mi parte, preferiría hablar de sacerdocio, pues esa escenografía erótica que las mujeres asumen como propia tiene por objeto conducir a los varones hacia el encuentro sexual.

 

Creo que los psicoanalistas que como Lacan hablan tanto del misterio de lo que la mujer desea se confunden en lo fundamental.

 

Lo que la mujer desea está muy claro: desea lo que su madre señaló como el objeto del deseo.

 

Es mucho más problemático el caso del varón.

 

¿Por qué?

 

Precisamente porque él vio lo mismo.

 

Y cuando le dijeron que él lo tenía, se infló de orgullo como un pavo real. Y comenzó a inquietarse cuando tenía cerca de sí uno de esos seres tan raros, las niñas, cuya mera existencia le hacía plausible la posibilidad de perder su tan estimada propiedad.

 

Ese es, por cierto, el motivo de que el estado de latencia se prolongue en los niños y se acorte en las niñas.

 

Y ese es también uno de los efectos inesperados de la escolarización mixta: que durante al menos un par de años los niños son víctimas del acoso sexual de las niñas de su edad.

 

Pero volvamos a lo sustantivo: ¿no les parece que un broche que es una medalla es un perfecto emblema de la feminidad, es decir, de la valentía con la que la niña debe aceptar la realidad de su castración y de la decisión con la que va comprometerse en guiar el más frágil deseo del varón?

 

Younger Debbie: Look at my gold locket!

 

Y Debbie la reconoce como su medalla dorada.

 

Recibida de un héroe.

 

Como les he anticipado, que es más que un signo, que es un símbolo, que tiene la fuerza de la palabra simbólica, se manifiesta bien en sus efectos sobre el cuerpo:

 

Younger Debbie: She don’t wear it much on account of it makes her neck green.

(…)


Younger Debbie: But l wouldn’t care if you gave me a gold locket if it made my neck

Younger Debbie: green

Younger Debbie: or not.

 

Porque no es un mero significante sino una palabra, un símbolo, real, necesariamente roza y mancha, deja una huella indeleble en el cuerpo que la recibe.

 

En cierto modo, lo quema.

 

Martha: Oh, it is pretty.

Martha: Ethan, I think she’s too young–

Ethan: Oh, let her have it.


 

Así, ante lo real del sexo, lo masculino y lo femenino comparecen como dos significantes dotados de densidad simbólica:

 

 

una espada

 

 

y un broche.

 

Es decir, un adorno que brilla, que atrae la mirada, y una espada capaz de apuntar hacia allí y atravesar ese adorno, guiada por su brillo.

 

Queda con ello anticipada, más allá de la dialéctica fálica -que se declina por la oposición tener / no tener-, la dialéctica genital que se declina en términos de hacer y padecer -pero en la que no deben perder de vista, para no malinterpretarla, que la posición del padecer es la del goce.

 

Y una advertencia conceptual: tal y como la formulo –hacer versus padecer– no la encontrarán en Freud, pero llegado el momento creo que podré demostrarles hasta qué punto se encuentra allí.

 

Donde no se encuentra de ninguna manera en Lacan, pues en su discurso todo se detiene en la fase fálica y en la dialéctica del tener y el no tener -como se manifiesta bien en esos dos enunciados lacanianos que rezan la relación sexual no existe y no hay acto sexual.

 

Ethan: It doesn’t amount to much.

 

No vale gran cosa para él, el soldado derrotado en el frente.

 

Pero lo vale todo para la niña que lo recibe, no tanto por lo que significa en sí mismo, sino por quién y cuándo se lo da.

 

Aaron: Bed, young ladies.

Martha: Yes, Daddy.

Younger Debbie: Thank you, Uncle Ethan.

 


Ethan, Martha, Aaron

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(dog barking)


 

Poderoso siempre el sentido compositivo de Ford.

 

Ella es el tema del conflicto mudo entre los dos hermanos.

 

Y ella reina en la casa desde la cocina.

 

Ya sé, les parecerá un tópico, pero dejará de parecérselo desde el momento que, con el psicoanálisis, tomen conciencia de la importancia decisiva del lazo que, en torno al alimento, se crea en el origen -en esa etapa que Freud designa como la fase oral.

 

Ethan: Passed the Todd place coming in. What happened?

 

Reparen en que Ethan está sentado en una mecedora.

 

Hablaremos de ella cuando aumente su protagonismo en el final de la escena.

 

Aaron: Gave up, quit, went back to chopping cotton.

Aaron: So did the Jamisons.


 

¿Se dan cuenta de que el arco de la espalda de Ethan traza una curva que concluye en la cabeza de Martha?

 

Y desde allí la mirada a la vez amorosa y preocupada de ella conduce hacia él, quien está adivinando su presencia, su proximidad.

 

Aaron: Without Martha…

Aaron: She just wouldn’t let a man quit.

Aaron: Ethan, I saw it in you before the war.

Aaron: You wanted to clear out.

Aaron: You stayed beyond any real reason. Why?

 

Retrocedamos para atender al tejido de miradas de la escena:

 


 

Martha mira a Ethan.

 

Ethan lo adivina y gira su cabeza hacia ella.

 

Aaron: Without Martha…

 

La mirada de ambos se encuentra en el momento en que Aarón, desde fuera de campo, pronuncia el nombre de ella

 


 

lo que hace que ella baje la mirada primero

 

 

y luego la dirija a Aaron, reconociéndole como su dueño.

 


 

Y por cierto que Aaron está orgulloso de su propiedad.

 

Pero está, igualmente, enamorado, de modo que ella, a su vez, es dueña de su deseo.

 

Aaron: She just wouldn’t let a man quit.

 

Y que eso es así, es algo que él mismo verbaliza.

 

La versión española lo traduce como: Ella no me permitiría que abandonara.

 

Lo que ciertamente no es la solución idónea, pues escamotea muchas cosas del original.

 

Especialmente la manera como él mismo comparece en su frase como un hombre. Es decir: queda señalado el poder de ella, como mujer, por lo que se refiere a la identidad de él como hombre.

 

De modo que si el renunciara como los otros, si abandonara sus tierras y retornara al Este para volver a ser el peón agrícola que una vez fue, perdería, ante la mirada de ella, su condición de hombre.

 

No puede extrañarles, por ello, que la espada de Ethan presida el salón familiar colocada sobre la chimenea.

 

Se dan cuenta de lo trágico del asunto: dado que si ella ha impuesto quedarse allí ha sido porque no ha dejado de esperar el retorno de Ethan.

 


 

Ethan sigue mirando a Martha.

 

De modo que Aarón reclama su propiedad:

 

Aaron: Ethan,

 

Ethan mira a Aaron, Martha vuelve a mirarle a él.

 

Aaron: I saw it in you before the war.

Aaron: You wanted to clear out.

 

Hubo un tiempo en que tú también quisiste irte.

 

Aaron: You stayed beyond any real reason. Why?

 

Evidentemente, Aaron está preguntando a Ethan por su deseo.

 

Pero, más que eso, le está señalando su propiedad, quiero decir, está reclamando la ley que hace de Martha su mujer.

 


 

Observen el cambio de plano.

 

Lo motivan dos cosas: una, la entrada de Martha en su intento de mediación entre los dos hermanos.

 

Martha: Aaron, please–

Ethan: You

Ethan: asking me to clear out now?

 

El otro motivo es el que responde a la pregunta de Aaron.

 

Quiero decir: a su auténtica pregunta, que no es por qué quiso irse, sino por qué ha vuelto ahora.

 

Retrocedamos, porque la respuesta ya ha sido escrita:

 

Aaron: You stayed beyond any real reason. Why?


 

Lo ven, ¿verdad?

 

Se trata de la mecedora.

 

Ford ha querido que ahora no solo se centre en cuadro sino también que reciba una luz que no tenía hace un momento:

 

 

Cosas del cine. Si hace un momento ninguna luz la iluminaba,

 

 

ahora recibe la luz suficiente para que descubramos que su respaldo es amarillo.

 

Sintonizando entonces con el fuego de la chimenea con el que, sin duda, hace tan buena pareja una mecedora.

 

De modo que por eso ha vuelto: no solo porque ama a Martha, sino también porque comienza a sentirse viejo y desea tener una mecedora junto al fuego.

 


Ethan, Moss y la mecedora

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Se dan cuenta de que ese es un hilo que tiene su alcance en el film, pues ese deseo coloca a Ethan muy cerca de Moss -es decir: Moisés- el loco.

 

Ethan: Couldn’t be two like that in the whole world.

 

La escena que ahora les muestro -situada mucho tiempo después en el film- comienza con una pincelada humorística, pero eso en nada resta dramatismo a lo que sigue.

 

Ethan: Mose!

Ethan: Mose Harper!

(speaks ln spanish)

(Mose whooping)


 

Moss está loco, ¿quién lo duda?

 

Martin: Hey , Mose! Sure is good to see you!

Ethan: Mose, you look mangier than ever.

 

Moss, estás más sarnoso que nunca, le dice Ethan.

 


Ethan: How about a drink?

Mose: Yes, sir. Thank you kindly.

Ethan: Tequila.

Mose: Ain’t been too good.

 

Moss se lamenta de sí mismo.

 

Mose: No, sir. Not too good.

Mose: Getting old.

 

Está envejeciendo y lo sabe.

 

Ethan: You were born old.

 

Y no es verdad que siempre haya sido viejo.

 

Es Ethan quien quisiera verle así, para no tomar conciencia de su propio envejecimiento.

 

Mose: Been helping you, Ethan. Been looking all the time.

Ethan: Well, reward still stands


 

La recompensa, el dinero, ya no significa gran cosa para Moss.

 

Atiendan a como asoma la tristeza en el rostro de Ethan.

 

Mose: Don’t want no money, Ethan.

Mose: No money, Marty.


 

De modo que Moss proclama su deseo.

 

Y al hacerlo nombra el deseo de Ethan.

 

Mose: Just a roof over old Mose’s head…


 

Solo quiere un techo sobre su cabeza.

 

 

-observen de nuevo el rostro de Ethan-

Mose: and a rocking chair by the fire.

 

y una mecedora junto al fuego.

 


Mose: My own rocking chair by the fire, Marty.

 


El signo, el símbolo y lo real

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Martha: Aaron,

Martha: please–

Ethan: You

Ethan: asking me to clear out now?

Aaron: You’re my brother, Ethan. You’re welcome to stay as long as you have a mind to.

Aaron: That right, Martha?

Martha: Of course it is.

Ethan: I expect to pay my way.

Ethan: There’s 60 Double Eagles in there.

Ethan: And twice that much here. Yankee dollars.

 

Martha decide interponerse y poner fin a la velada.

 


 

Sus manos se tocan mientras que Aaron contempla extasiado las monedas.

 

Aaron: That’s fresh minted.

Aaron: There ain’t a mark on it.

 

Monedas demasiado nuevas, recién salidas de fábrica.

 

Ya les he dicho que su condición de monedas demasiado nuevas es uno de los precisos indicios de la condición de forajido de Ethan.

 

Pero no se agota en ello el sentido que en el texto alcanzan estas monedas tan absolutamente nuevas.

 

¿Con qué otra cosa del texto correlacionan?

 

No hay duda, con los símbolos recibidos por los niños:

 

 

Es la oposición del signo y el símbolo: de lo semiótico a lo simbólico.

 

El signo, el significante, es limpio, sin marcas, pura diferencialidad.

 

Cualquiera puede enunciarlo, pero como signo, es independiente de toda enunciación.

 

Y por eso mismo, posee significado, pero carece de sentido.

 

El símbolo, la palabra, en cambio, es real: sólo existe cuando alguien lo enuncia, y de ello, y del momento en que es pronunciado, depende su sentido.

 

Como les decía: el símbolo conforma al sujeto, dejando en él una huella indeleble.

 

Todo lo contrario al signo, y todo lo contrario especialmente a la que sería su expresión más pura: el dinero, significante universal y abstracto y por eso mismo absolutamente vacío de sentido.

 

Pero hay todavía en este asunto de la oposición entre los símbolos y los signos, tal y como se manifiesta en el contraste entre la espada y la medalla frente al dinero, un aspecto más importante si cabe.

 

¿Cuál?

 

Ese dinero, a la vez que nuevo, contante y sonante, es el resultado de una victoria: Ethan ha triunfado arrebatándoselo a sus enemigos.

 

Todo lo contrario sucede por lo que se refiere al sable y la medalla, que bien patentemente proceden de una derrota.

 

Pero, en este contexto, hay que manejar con cuidado la palabra derrota: sin duda, Ethan, como soldado, en la guerra, ha sido derrotado, su narcisismo guerrero ha recibido, con ello, una herida.

 

Pero, en tanto que la ha soportado, en tanto que la ha incorporado, como sujeto, en esa que es la dimensión del sujeto y que no es, por tanto, la narcisista, yoica, sino la simbólica, ha estado a la altura de su prueba: frente a lo real, ha dado la talla, ha luchado, no se ha rendido.

 

¿Que no ha vencido?

 

Pero es que a lo real no se lo vence nunca.

 

Lo real, tarde o temprano, necesariamente, nos derrota.

 

De modo que el héroe no es el que lo vence, sino el que le hace frente.

 

Por eso el sujeto, el héroe, se forja en sus derrotas. Mientras que de las victorias, en cambio, nadie aprende nada.

 

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