No-yo

José de Ribera-San José y el Niño Jesús,
Museo del Prado, Madrid, 1630-35

 

Jesús González Requena
Los 3 Reyes Magos. O la eficacia simbólica
1ª edición: Ediciones Akal, Madrid, 2002
ISBN: 84-460-1735-0
de esta edición: www.gonzalezrequena.com, 2018

 

 

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Dios, el Verbo, la Palabra

Bartolomé Esteban Murillo: Sagrada familia del pajarito,
Museo del Prado, Madrid, 1650 aprox.

El texto evangélico acentúa pues el carácter virginal de María, sin embargo madre, tanto como la incómoda posición de José, quien será, a pesar de todo, padre, ya que a él corresponderá dar el nombre al recién nacido reconociéndole, en tanto su descendiente, como perteneciente al linaje de David -a ese linaje con cuya meticulosa descripción se abría el Evangelio de Mateo. Mas no, en cualquier caso, padre del todo.

Y bien, ese no del todo puede ser lexicalizado así: José era el padre, sin duda, en la medida misma en que estaba y permanecía ahí, desempeñando su lugar, sustentando con su presencia el lugar del Padre, pero era tan sólo, por eso mismo, el padre con minúscula, ya que el lugar del Padre con mayúscula estaba ocupado por el propio Dios.

Luca Signorelli, La Sagrada Familia,
Galleria degli Uffizi, Florencia, 1485 aprox.

Pocos como Signorelli ha sabido mostrar la fuerza silenciosa de ese José que, con su muda presencia, protege y sostiene el espacio en el que el niño puede erguirse en su dignidad. La cómoda y acogedora posición relajada de la Virgen -cuya falda no deja, por ello, de ser intensamente roja- solo es posible, igualmente, porque la tensa fuerza del cuerpo del hombre -de la que la posición de su rodilla es excelente testigo- protege y sostiene su mundo haciendo de él un mundo interior centrado -como la composición en su conjunto- en el texto sagrado. Pero sobre todo el recio tallado de su rostro, la fuerza de su nuca, en la que la humildad del gesto -su inclinación, sus brazos cruzados- nada tiene de humillante.

El lugar, la presencia de ese Padre con mayúscula que es Dios, se hace presente en la medida en que José, el padre, sostiene ese lugar, lo sustenta, definiéndolo por lo que él mismo dice no ser. Pues tal es el difícil papel que el texto evangélico encomienda a José: comparecer ahí como aquel desde cuyo lugar se enuncia un yo no he sido. Y al hacer -al decir- así, sustenta el lugar del otro, el Padre con mayúscula, ese Padre al que se remonta la cadena de filiación de David, a la que él mismo pertenece y por el que esa cadena alcanzará a su hijo, Jesús.

De manera que, en cierto modo, el lugar de Dios, del Padre, se escribe en ese no-yo de San José. Es por eso difícil dar con un héroe mayor: sabemos de cuantas burlas hubo de ser objeto mientras permanecía allí, sustentando su lugar. -Por eso no cabe duda de que, en tan enojosa posición, debió agradecer en mucho la llegada de esos Reyes de Oriente que venían a felicitarles.

Convendría en todo caso prestar atención al progreso civilizatorio que esa tan notable estructura enunciativa del discurso de José, la del no-yo –“Yo no he sido”– , introduce en la historia: porque el padre acata la ley de Dios, la Ley del nombre del Padre, porque ella se encarna en la mujer en tanto él la profiere y la sostiene, por eso, porque ambos acatan a Dios como el lugar tercero al que su relación, la del hombre y la mujer, se somete, por eso el hijo que nace encuentra su dimensión tercera que le separa y distingue -que le permite ser diferente- de su madre y de su padre: la diferencia que le hace ser hijo de Dios, habitado por su palabra. Avance civilizatorio, decimos: proclamación de una ley que limita el poder soberano sobre el hijo que al padre concedía la mal llamada ley -aunque realmente no ley, pues al margen de toda palabra, se manifestaba como un mero acto de violencia- del más fuerte.

Insistamos, pues, en lo que una revisión a la vez materialista e histórica del mito hace especialmente visible: el nacimiento histórico del Padre como Palabra a la que el propio padre biológico debe someterse, y que pone así límite al poder absoluto del amo que la debilidad del niño confiere al varón que lo ha engendrado.

Sólo la pintura barroca del país que haría más intensamente suyo el rito de los Reyes Magos dio a la figura de San José su justo protagonismo: el de una presencia densa, humana, dolorida y resistente. Incluso en Murillo, pero sobre todo en Ribera.

José de Ribera, La Sagrada Familia del Carpintero,
colección particular, 1639


Tres: cadena de significantes

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La adoracion de los Magos,
Sant Apollinare Nuovo, Rávena, 550

Pero es hora ya de detenernos en lo propio de esas figuras que son las de los Reyes Magos.

Esto es lo primero que de ello debiera llamar nuestra atención -eso mismo, por cierto, que los distingue de Papá Noel-: pues a diferencia de otros personajes a los que se responsabiliza de los regalos navideños, los Reyes Magos son precisamente tres.

Sin duda, el número tres, en tanto pura cifra, se hace insistentemente presente en el mito y en el rito que nos ocupa. Recordémoslo: sólo vienen si el niño duerme: no puede verse sus rostros -a los niños se les hace saber en seguida que los que desfilan por la calle mayor de su ciudad no son los auténticos, sino sólo sus representantes, unos amables funcionarios disfrazados al efecto. De manera que, de los auténticos, sólo resultan perceptibles sus tres siluetas. Y, así, esa intensa resistencia al orden de la visibilidad que los caracteriza hace más llamativa la cifra que conforman esas tres figuras que, en el sueño del niño, se desplazan entre las sombras. Por carecer de rostro, los Tres Reyes Magos se nos presentan entonces como una bien definida cadena de significantes ((16), es decir, como un juego bien reglado de diferencialidades: Melchor-Gaspar-Baltasar, primero-segundo-tercero; blanco-castaño-negro, etc.

Por lo demás, la presencia del número tres satura el conjunto del rito-mito que nos ocupa. Tres son los presentes que los Magos ofrecen al niño en Belén -oro, incienso y mirra-, como tres son las figuras que ocupan el portal: María, José y el niño. Y, finalmente, también son tres los factores que definen la estructura del rito: los padres, el hijo, y los Reyes Magos. Y, por supuesto, el número tres constituye, igualmente, la cifra de Dios cristiano, a la vez Padre, Hijo, Espíritu Santo.

José de Ribera, La Trinidad,
Museo del Prado Madrid, 1635-36


Destinatarios queridos, enunciados

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La adoración de los Magos, Antifonario Mozárabe,
Catedral de León

Pero si en algún lugar la presencia del número tres resulta especialmente acentuada, es en ese lugar tercero que los Reyes Magos pasan a ocupar en la relación entre los padres y el niño.

Pues los Reyes son, antes que nada, los destinatarios de ciertas cartas: aquellas que son encabezadas con el enunciado “queridos Reyes Magos”. Y por cierto que en este sentido podemos decir que, en tanto tales, existen: existen, propiamente, como destinatarios, con la materialidad misma de esos textos que son las cartas que los niños escriben.

Y son, además, destinatarios queridos. Es decir: cierto ámbito de voluntad los afirma. Pero no hablamos de una voluntad especulativa; bien por el contrario, nos referimos a la muy concreta voluntad que anida en el acto mismo de enunciación que los introduce en el mundo: son queridos en tanto que, en un acto de enunciación, son enunciados. -Y así, debemos en justicia añadirlo, si no fueran enunciados, entonces, no podrían existir.

Son, por tanto, queridos, enunciados, pronunciados, necesariamente, por los padres primero, y luego, pero sólo en la medida en que esto haya sido así, por los propios niños. De manera que las figuras de los Magos cobran una bien precisa existencia, en la misma medida en que aquellos advierten a sus hijos que deben escribir, dirigir la carta que contiene su demanda no a ellos mismos, sino a los Reyes Magos. Y así estos, al ser promovidos a la doble posición de destinatarios de la carta y de destinadores de los regalos, pasan a ocupar una posición tercera entre los padres y el niño: es a ellos a los que los niños dirigen su mensaje; y es desde allí, desde ese lugar tercero que constituyen, desde donde éste llega hasta los padres.

Y bien, precisamente porque ese intercambio pasa por un lugar tercero, puede ser considerado como un intercambio simbólico. Uno en el que unos y otros participan, en la mayor parte de los casos, sin una conciencia clara de lo que hacen. Lo viven, sin más, como una tradición, pero en ello reconocen que habitan todavía un mundo en el que el mito sigue manifestando su pervivencia. Y si no lo entienden -es más, si su conciencia cognitiva tiende a rechazar el rito como no más que una ilusión carente de toda objetividad-, saben, sin embargo, que es necesario. Es decir: algo, en su inconsciente, sabe de esa necesidad. De la necesidad de que ciertas demandas del niño no sean dirigidas a ellos directamente, sino a través de la mediación de esas figuras terceras. E igualmente: que la respuesta a esa demanda no habrá de proceder directamente de los padres, sino tan solo indirectamente, mediada a través de los Reyes Magos.

Filippino Lippi, La Adoración de los Magos,
Galleria degli Uffizi, Florencia, 1496


La existencia de los Reyes Magos

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Adoración de los Reyes Magos,
retablo mayor de la Catedral del Salvador, Zaragoza

Creemos, por tanto, que a la pregunta sobre la existencia de los Reyes Magos sólo es posible responder afirmativamente.

En cierto modo la verdad de esa existencia se manifiesta con exactitud en la explicación contradictoria de su inexistencia que dan los que afirman no creer en ellos, cuando dicen que los Reyes Magos no existen, y que, además, son los padres. Es tan notable la contradicción en que este enunciado incurre que la negación parece terminar convirtiéndose, inesperadamente, en una afirmación. Pues, o bien sencillamente no existen, o bien son los padres -y entonces existen, en cierta manera.

Sin embargo, se nos objetará seguramente que el enunciado en cuestión contiene una elipsis, y que, por tanto, su contenido completo debiera ser articulado así:

Los Reyes Magos no existen, porque son los padres quienes traen los regalos.

Ahora bien, si tal es la restitución completa del enunciado, deberemos advertir que entonces éste se configura en términos de una implicación lógica, es decir, de un encadenamiento según el cual, si se cumple determinada condición, entonces habrá de darse cierta conclusión necesaria.

Es decir:

si
son los padres quienes traen los regalos
entonces
los Reyes Magos no existen

Pero debemos llamar la atención sobre lo que esta aparentemente inapelable argumentación olvida: que se trata, después de todo, de una implicación mal construida, pues los dos términos que la configuran (1: son los padres quienes traen los regalos ; 2: los Reyes Magos no existen) pertenecen a dos dimensiones del todo diferentes. Por lo que nos encontramos, entonces, ante una implicación insostenible; pues no es posible establecer una deducción entre hechos de dos dimensiones diferentes como si pertenecieran a una sola y única dimensión. Y, realmente, nos encontramos ante dos dimensiones bien diferenciadas: por una parte la dimensión empírica, cotidiana, relativa al mundo inmediato al que pertenecen los padres que traen los regalos; por otra, en cambio, la dimensión mítica en la que habitan esos Reyes Magos que, en tanto donantes, otorgan sus presentes al niño.

Gerard David, La Adoración de los Magos
Metropolitan Museum of Art, New York, 1520


Los padres no inventan la historia que cuentan

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Damián Forment, Relieve de la Adoración de los Magos,
Museo Diocesano de Huesca, 1520

Pues si no cabe duda de que son los padres quienes traen los regalos, no es menos cierto que no son ellos quienes dan los regalos a los niños. Es decir: si el trabajo de los padres constituye la condición material imprescindible de la existencia, en esa otra dimensión que es la del mito, de esos Reyes Magos, sólo estos comparecen como los donadores simbólicos de los presentes que los niños reciben.

O dicho de otra manera: el hecho de que sean los padres quienes compren y coloquen bajo la ventana, junto a los zapatos de sus hijos, esos regalos, en nada pone en cuestión la existencia de los Reyes Magos como los destinatarios a los que los niños, a través de sus cartas, han dirigido su demanda y, más tarde, como los destinadores que realizan la donación.

Esta es, por eso, la prueba de la existencia de los Reyes Magos: que es de ellos, y no de los padres, de quienes los niños reciben los regalos. Y es eso mismo lo que, por lo demás, confirma el que nos encontramos, en el proceso del rito, ante un acto de donación simbólica.

Por eso, después de todo, lo que dicen los padres es verdaderamente cierto -y obsérvese que lo que es verdaderamente cierto no tiene por qué coincidir con lo que es objetivamente cierto-: dicen que existen los Reyes Magos, que son ellos los donantes de los regalos. De manera que ellos, los padres, no pueden ser los Reyes Magos; son tan solo, por el contrario, quienes sustentan su existencia con su trabajo: no sólo escenográfico, sino también, propiamente, narrativo; son ellos quienes han contado la historia y quienes, bien explícitamente, se niegan a sí mismos como donantes de los regalos.

Pues los padres no inventan la historia -el mito- que cuentan: su trabajo, decíamos al principio, sigue una partitura previamente establecida y de la que ellos no son los autores. De manera que si el trabajo que realizan puede ser realizado es sólo porque esa partitura existe y les precede. Sólo por eso pueden interpretarla y, así, hacer posible esa eficacia simbólica que es propia del relato mítico. Es decir, sólo porque esa partitura mítica les preexiste -porque constituye, en sí misma, una presencia- les es dado a ellos colaborar a su existencia y, de esa manera, satisfacer las condiciones de su pervivencia. Y lo hacen, como ya hemos señalado, a través de un trabajo propiamente metonímico: esparciendo las huellas, los significantes de esa presencia otra que es la de los Reyes Magos. Pues esas huellas que distribuyen por la casa en la noche de Reyes no serían nada más que eso, meras huellas, si no existiera, previamente a ellos, el relato mítico que les confiere el carácter de significantes dotados de sentido.

El Greco, Adoración de los pastores,
Metropolitan Museum of Art, Nueva York,1610 aprox.


No-yo

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El Greco, San José y el Niño,
Capilla de SanJosé de Toledo, 1597-99

Y no es menos notable que reencontremos aquí, en el núcleo de este relato que los padres cuentan a sus hijos y que establece los términos del rito que lo realiza, la misma estructura enunciativa que aisláramos en la difícil posición que San José desempeñaba en el portal de Belén. Pues al igual que éste afirmaba no ser el Padre del recién nacido a la vez que permanecía ahí, asumiendo su tarea de padre, igualmente los padres, en el rito, afirman no ser ellos, sino los Reyes Magos, quien dan los regalos a los niños.

¿Y no es ésta también, después de todo, la estructura enunciativa propia de todo mito? Pues, como se sabe, los relatos míticos carecen de autor; a quien los narra y transmite no le es dado identificarse de otra manera que como quien repite, con sumo respeto, un relato sagrado que le precede y que le ha sido dado, de la misma manera en que ahora él lo da de nuevo a quien le escucha. Pues la humildad -y una en todo semejante a la de José- es la condición del narrador mítico: su posición es la de quien renuncia a toda pretensión narcisista de autoría para limitarse a contar una historia que confiesa le ha sido dada y que, porque merece la pena transmitirla, es verdadera.

Se trata por tanto, en los tres casos, de una misma estructura enunciativa que podemos resumir bajo el nombre de no-yo. Pues, en todos ellos, quien toma la palabra lo hace para negar su dominio sobre el discurso que enuncia.

De manera que la razón, el sentido y la eficacia de los relatos que así se desencadenan quedan situados fuera -y más allá- del ámbito del Yo -de ese yo consciente, de ese sujeto cognitivo al que nuestra Modernidad, radicalmente desmitologizada, ha reducido el ámbito de la subjetividad hasta su casi total extinción. Pues lo que se juega en esos tres lugares que se reconocen por una misma estructura enunciativa es, precisamente, la eficacia del relato simbólico como fundamento del sentido para el sujeto. Y es así como el inconsciente, en tanto dimensión de la subjetividad que escapa a la soberanía del Yo, se hace presente y es escrito en la superficie misma del relato.

Y es así, también, como el padre sustenta la verdad del relato que cuenta en el mismo movimiento por el que afirma no ser él -es decir: negando ser- quien da el don.

José de Ribera: San José y el Niño Jesús,
Museo del Prado, Madrid, 1630-35

Un rayo de luz divina desciende difuso sobre José y el Niño en la pintura de Ribera. Pero ese Niño está del todo despojado de emblemas de la divinidad: es un niño cualquiera y, si hay luz para él, la hay en tanto que mira a su padre, José. Y ese rayo, entonces, es, para el niño, una presencia que la figura de José sostiene. Algo semejante puede leerse en Zurbarán, en El Greco, en Murillo o en Velázquez: son hombres ásperamente reales los que sostienen, con su pasión, al Dios que proclaman.

Después de todo, éste es el trabajo esencial del padre en el rito de los Reyes Magos: enunciar el relato, contar, narrar; a la vez sustentar y materializar un relato que se sitúa fuera del espacio de lo visible. Y que, en esa misma medida, participa en la construcción del ámbito de lo invisible.

Y así se reintroduce en el mundo, en cada nuevas Navidades, esa presencia, la de los Reyes Magos, cuya índole es propiamente mítica, más no por ello inexistente. Una presencia, sin duda, no objetiva, más no por ello menos real: una presencia propiamente simbólica, y en esa misma medida capaz de generar los efectos que le son específicos. Y este es precisamente el primero de ellos: el permitir dormir al niño. Y, así, hacerle capaz de elaborar la angustia que en él producen inexorablemente esos ruidos nocturnos que le golpean desde el interior de su universo más familiar.

Bartolomé Esteban Murillo, La adoración de los pastores,
Museo del Prado, Mdrid, 1655-60


Notas

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16 Pero adoptar la conceptualización lacaniana, hablar de cadena de significantes, nos resulta aquí insuficiente: lo que los Tres Reyes Magos trazan es algo más denso: siendo significantes, son más-que-significantes, es decir, constituyen una cifra. Entiéndase: una cifra simbólica.

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Una virgen por un dios embarazada

Piero della Francesca, Virgen del Parto,
Monterchi Arezzo, Museo de la Madonna del Parto, Monterchi, 146

 

Jesús González Requena
Los 3 Reyes Magos. O la eficacia simbólica
1ª edición: Ediciones Akal, Madrid, 2002
ISBN: 84-460-1735-0
de esta edición: www.gonzalezrequena.com, 2018

 

 

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Una virgen por un dios embarazada

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Leonardo da Vinci, La Anunciación, Galería Uffii, Florencia, 1472-1475

Sin duda, la sabiduría y la magia que se atribuye a los Reyes Magos se haya necesariamente en relación con carácter enigmático, mistérico, de lo allí sucedido. Mateo lo narra así:

«La concepción de Jesucristo fue así: Estando desposada María, su madre, con José, antes de que conviviesen, se halló haber concebido María del Espíritu Santo. José, su esposo, siendo justo, no quiso denunciarla y resolvió repudiarla en secreto. Mientras reflexionaba sobre esto, he aquí que se le apareció en sueños un ángel del señor y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados. Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que el Señor había anunciado por el profeta, que dice:
He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo, y se le pondrá por nombre “Emmanuel”, que quiere decir “Dios con nosotros”.
«Al despertar José de su sueño hizo como el ángel del Señor le había mandado, recibiendo en casa a su esposa la cual, sin que él antes la conociese, dio a luz un hijo, y le puso por nombre Jesús.»
(Mateo 1, 18-25) (10)

Por su parte, Lucas lo cuenta en los siguientes términos:

«En el mes sexto fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Y presentándose a ella, le dijo: “Salve, llena de gracia, el Señor es contigo”. Ella se turbó al oír estas palabras y discurría qué podría significar aquella salutación. El ángel le dijo: “No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios, y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin”.
«Dijo María al ángel: “¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?” El ángel le contestó y dijo: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios. E Isabel, tu parienta, también ha concebido un hijo en su vejez, y éste es ya el mes sexto de la que era estéril, porque nada hay imposible para Dios”. Dijo María: “He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra”. Y se fue de ella el ángel.»
(Lucas 1, 26-38) (11)

En ambos casos un ángel comparece como quien transmite la voluntad de Dios. Una voluntad que, siendo la misma, se enuncia de manera diferente para José y para María. José, a quien el ángel se aparece en sueños, es convocado como aquel a quien corresponderá aceptar a María por esposa a pesar de lo insólito de su embarazo y así, igualmente, reconocer a su hijo, dándole el nombre de Jesús. María, en cambio, recibe el mensaje de manera más directa: ningún sueño es necesario, el ángel Gabriel se le hace presente en la vigilia comunicándole que, por estar en gracia de Dios, concebirá en su seno y dará a luz un hijo.


Francisco de Zurbarán, La Anunciación, 1658,
Philadelphia Museum of Art, Filadelfia

Algo, pues, asombroso había sucedido: una virgen por Dios embarazada. De ello sabían tanto José -en la narración de Mateo- como María -en la de Lucas-, y si ambos sabían que el otro lo sabía, nada indica, en ninguna de las dos narraciones, que se comunicaran su mutuo saber: como si aquello -tal y como decía San Agustín del tiempo (12) y por, ende, de la eternidad de Dios-, sólo pudieran saberlo si nadie les preguntaba, si a nadie tuvieran que explicarlo, mas como si no lo supieran cuando les fuera preguntado.

La sorpresa, la intensa extrañeza ante el acontecimiento que en el cuerpo de María tenía lugar embargaba pues igualmente a una como a otro. Lo que se manifiesta bien tanto en el hecho de que José, sabedor de no haber poseído todavía a su mujer, se hallaba dispuesto a repudiarla –mas en secreto, porque era justo-, como, sobre todo, en la sencillez de la pregunta que María dirige al ángel: ¿Cómo podrá ser esto, si yo no conozco varón?

He ahí, pues, el núcleo del misterio -en el doble sentido de la palabra: que designa así a la vez lo incógnito y lo sagrado-, y, en esa misma medida, uno de los puntos de ignición de Los Evangelios: el lugar de una opacidad que se resiste al buen orden de la razón positiva y pragmática. Allí se designa algo de lo que, a la vez, se dice que no puede ser entendido: la encarnación de la palabra en el cuerpo de la mujer.

Fra Angelico: La Anunciación,
Museo del Prado, Madrid, 1430-1432

Una de sus más precisas articulaciones plásticas es la que nos ofrece La Anunciación de Fran Angelico. En ella la Virgen, los brazos cruzados bajo su busto, arropada por su delicado manto azul, se inclina reverente ante la palabra que el ángel le trasmite. Esa palabra que, en forma de rayo divino, ya comienza a penetrarla. Y que es del misterio del sexo de lo que se trata, lo anota ese jardín del Edén del que están siendo expulsados eternamente Adán y Eva. Pues es de allí, de donde se halla el Árbol de la Vida y el del bien y del mal, de donde procede el rayo de Dios.

Es necesario deletrear las representaciones de ese acontecimiento mitológico que la historia de la pintura nos ofrece para recobrar la conciencia lo que el blando catolicismo del XIX hubo de cegar: que la sacralidad de la virgen era la del esplendor de su cuerpo, en tanto penetrado, y por eso habitado, por la divinidad -por la divinidad de la palabra. No debe extrañarnos entonces que tras el cuerpo esplendoroso y fecundo de la virgen de Memling, enmarcándolo, se haga visible el rojo intenso de su lecho con el que, por lo demás, su cuerpo parece fundirse.

Hans Memling, Anunciación,
Metropolitan Museum of Art, Nueva York.


Reforma, Contrarreforma

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Gentile da Fabriano, Retablo de la Adoración de los Reyes Magos,
Galeria Ufizi, Florencia, 1423

Y tal misterio hubo de ser por eso, inevitablemente, uno de los núcleos decisivos del contencioso que habría de enfrentar a la Reforma Protestante con Catolicismo.

La racionalidad que anidaba en la reforma -y que, como Weber supo hacer ver (13), esbozaba las líneas maestras de la Modernidad que había de nacer al calor de la revolución burguesa- era la de una palabra desmitologizada y, en esa misma medida, desacralizada, aún cuando, todavía, divina. Divina, sin duda, por procedente de Dios, pero desacralizada por ya racional: pues el nuevo Dios de la Reforma era un dios racional, exacto, inflexible en su absoluta coherencia –incluso si ésta escapaba todavía a la comprensión de los hombres. Por eso, si el Dios protestante que abriría las puertas de la civilización capitalista era, en tanto Dios, divino, su divinidad era la del significante racional, es decir, la de una palabra a partir de ahora desencarnada, separada del cuerpo -el cogito cartesiano constituiría su proclamación filosófica-, y por eso mismo desimbolizada, del todo apartada del orden de lo sagrado.

La adoración de los Magos, Libro de Horas flamenco,
Biblioteca Apostólica Vaticana


Desimbolización de la diferencia sexual

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Benozzo Gozzoli, Virgen de la cinta, Museos Vaticanos 1450-52

A largo plazo había de ser éste, necesariamente, un proceso de desimbolización de la diferencia sexual. La mujer seguiría, desde luego, encarnando el cuerpo, en oposición al hombre como protagonista de la acción y de la palabra. Pero en la misma medida en que la palabra perdía su dimensión sacra para devenir en puro significante racional y objetivo, desaparecía todo lazo que la ligara de manera esencial con el cuerpo -del goce- y sus metamorfosis.

Porque la nueva y pragmática racionalidad protestante hacía del rendimiento, de la productividad, su único referente valorativo, porque, en esa misma medida, era en todo refractaria al goce, toda presencia de lo femenino -de lo propio de la mujer en tanto cuerpo del goce- debía ser excluida del ámbito de las manifestaciones de lo divino.

Por eso, la Reforma debía inevitablemente chocar con el misterio, densamente mitológico, de esa divina concepción de la Virgen explícitamente afirmada en el Evangelio de Lucas. Y por eso la negación protestante de la divinidad de María(14)-en tanto cuerpo purificado por la palabra divina que estaba destinada a encarnar-, significó también la radical caída de la sacralidad del sexo: éste ya no sería más que la vía de la necesaria reproducción de la especie. (15)

Austeridad extrema la de la palabra racionalizada y, en esa misma medida, desacralizada; y por ello en todo separada de las imágenes: pues las imágenes lo son, antes que nada, de los cuerpos, y en ellas estos se manifiestan como los umbrales del goce. Es decir, como los umbrales de lo sagrado. Lo que habría de conducir de manera inevitable, en las formas más extremadas de la Reforma, al rechazo de toda figuración.

Bartolome Esteban Murillo, La Inmaculada Concepción de El Escorial,
1670-1675


El barroco de la Contrarreforma

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Gian Lorenzo Bernini: Extasis de Santa Teresa,
Iglesia de Santa Maria della Vittoria, Roma, 1647-1652

Todo lo contrario, desde luego, al camino que hubo de seguir el barroco de la Contrarreforma, donde esos umbrales del goce habrían de constituirse en los puntos de ignición de sus representaciones pictóricas y escultóricas: el goce de los santos en la contemplación de Dios, el goce los cuerpos desnudos de los mártires en su sacrificio, la flecha que disparaba el ángel a la Madona de Bernini del todo sumida en su goce y que habría de trocarse en la daga que atravesaba el corazón de las vírgenes andaluzas, siempre entregadas a un sufrimiento callado e infinito… Pero también, sin duda, en la literatura, donde ese goce, tomando como punto de partida el Cantar de los cantares, habría de protagonizar la mejor mística de la Contrarreforma, tal y como se encarnó en los textos de Juan de la Cruz y de Teresa de Jesús. En las antípodas del puritanismo protestante, el misticismo de la Contrarreforma, lejos de recusar los focos del goce -para terminar finalmente localizando su goce en el esfuerzo mismo de esa recusación-, avanzaba decidido hacia ellos para, así, mejor en ellos abrasarse.

Por eso, nada de la mejor imaginería del Barroco es realmente comprensible si nos desentendemos -como el propio catolicismo moderno ha hecho- de la dimensión pasional, carnalmente gozosa, de lo sagrado. Bañado por los dorados rayos divinos, el cuerpo de Teresa se abrasa en un goce que se escribe no menos en el desorden apasionado de sus ropas que en esa entrega vibrante y absoluta -al goce del amado- que su rostro testimonia. Al goce del amado, a la violencia del dardo de su palabra, de su presencia hiriente, la mujer se entrega en sacrificio gozoso.

Y por eso el mito-rito de los Reyes Magos es católico, barroco y contrarreformista: la Contrarreforma afirmó en él el misterio de la concepción divina sobre el que reposaba una simbólica de la diferencia sexual que, desde el primer momento, hubo de ser recusada por el protestantismo.

José de Ribera, Martirio de san Felipe,
Museo del Prado, Madrid, 1639


El Altísimo la cubrirá con su sombra

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Juan Correa Vivar, La Anunciación,
Museo del Prado, Madrid, 1559

Tal es, en todo caso, lo que el arcángel dice a María: que la concepción divina le aguarda; que la virtud del Altísimo la cubrirá con su sombra, para que nazca, en ella, el Hijo de Dios.

Conviene pues oír literalmente lo que así se enuncia: que el ángel es portador de la palabra de Dios -cuyas metáforas son el rayo de luz y la blanca paloma, el Espíritu Santo- y que así Dios, ese Dios judeocristiano que, tal es su asombrosa novedad histórica, es el Dios de la palabra, ese Dios, su palabra, llega, recubre, entra, penetra en la mujer.

Es éste, seguramente, uno de los núcleos más densos de la mitología occidental, es decir, (judeo-heleno-)cristiana. En él cristaliza una nueva construcción simbólica de la diferencia sexual: a un lado lo masculino identificado como portador de la palabra y encarnado por aquellos destinados a enunciarla, transmitirla y sustentarla; del otro, lo femenino en tanto cuerpo real del que todo individuo procede pero, a la vez, destinado a recibir y encarnar la palabra: para que el individuo que así nace pueda ser sujeto, pueda estar sujeto a la palabra, ser su hijo, hijo de Dios.

El Greco, La Anunciación,
Museo del Prado, Madrid, 1600


Notas

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10 Mateo 1,18-1,25, op. cit., p. 1229.

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11 Lucas, 1, 26-1,38, op. cit., ps.: 1299-1300.

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12 San Agustín: Confesiones, Bruguera, Barcelona, 1984. Introducción: José Luis L. Aranguren. Traducción y notas: Angel Custodio Vega.

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13 Weber, Max: La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905), Sarpe, Madrid, 1984.

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14 Retornando en ello a la tradición judía en la que lo femenino no desempeñaba más que un minúsculo papel.

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15 No sería difícil mostrar como de ahí nació esa ingenua idea contemporánea que proclama la independencia de la erotismo con respecto a la reproducción.


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Contenido manifiesto y contenido latente

La adoración de los Reyes Magos, Catedral de San Lázaro de Autum 1120-1146

Jesús González Requena
Los 3 Reyes Magos. O la eficacia simbólica
1ª edición: Ediciones Akal, Madrid, 2002
ISBN: 84-460-1735-0
de esta edición: www.gonzalezrequena.com, 2018

 

 

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El trabajo del niño en el rito

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Víctor Erice: El espíritu de la colmena, 1973

Así pues, el mito de los Reyes Magos se mantiene vivo tanto a través de su transmisión oral como, sobre todo, esencialmente, a través de su materialización ritual. Padres e hijos no sólo se transmiten el relato de generación a generación, sino que también, de generación en generación, lo encarnan, lo realizan poniéndolo en escena.

Un primer enunciado desencadena anualmente el proceso ritual: nos referimos a ese que, con extrema exactitud, se repite en los hogares cuando se acercan las festividades navideñas. En él, los padres advierten al niño de que debe escribir una carta a los Reyes Magos si quiere que estos, en la noche fechada, le traigan sus regalos.

Y luego, cuando la noche señalada está ya próxima, un segundo enunciado paterno determina la participación del niño en el rito: deberá, esa noche, dormirse pronto, para que puedan venir los Reyes Magos.

Pues sucede que una de las más notables propiedades de los Reyes Magos es su invisibilidad; no pueden ser vistos, es decir, no son objetos visuales: se les puede escribir, nombrar como destinatarios de la carta -y después como donantes, es decir, destinadores de los regalos- pero en ningún caso se les puede ver. Esa invisibilidad constituye, precisamente, la condición de su eficacia práctica para el niño, que habrá de realizarse bajo la forma de esos regalos de los que son portadores. Pero tal es también, como trataremos de demostrar en lo que sigue, la condición misma de su eficacia simbólica.

He aquí, en todo caso, las dos primeras condiciones de las que depende el que los Reyes Magos puedan hacerse presentes; constituyen, igualmente, las dos fases del trabajo del niño en el rito: primero escribir la carta, y luego dormir para que los Reyes Magos puedan venir. Y, finalmente, al día siguiente, despertar y asombrarse.

Víctor Erice: El espíritu de la colmena, 1973


El trabajo oculto de los padres

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Velázquez, Adoración de los Reyes, Museo del Prado, 1619

Por su parte, los padres participan activamente en el rito con su trabajo; primero contando, transmitiendo al niño ese relato que concluye, necesariamente, con la afirmación de que, si escribe su carta y luego duerme, esa noche, vendrán los Reyes magos y le traerán sus regalos.

Pero el rito exige igualmente otro trabajo de los padres, esta vez oculto y silencioso, que media entre la demanda escrita de los niños y los regalos de los Reyes que a ella responden. Dedican parte de su tiempo a comprar, pagando con su dinero, los regalos que el niño habrá de recibir. Deben, también, durante cierto tiempo, mantener escondidos esos regalos, luego colocar sus zapatos en el lugar apropiado y, finalmente, disponer las copas de anís que habrán de expresar a los Reyes Magos el agradecimiento por su visita. Y, más tarde, esperar a que los niños duerman para desplegar armoniosamente bajo la ventana los regalos, beberse el anís, dormir bien poco esa noche…

Así pues, los padres adquieren y preparan los regalos, los colocan en el lugar apropiado… es decir, construyen cierta escenografía a través de la colocación de ciertos objetos que, bien dispuestos, adquieren el carácter de significantes metonímicos de esa presencia invisible que constituyen los Reyes Magos. Y por eso puede afirmarse que es el de los padres, propiamente, un trabajo simbólico: trabajo con objetos que son signos, y signos que, metonímicamente, introducen en el mundo una presencia sólo indirectamente visible.

Giotto, Adoración de los Magos,
Metropolitan Museum of Art, 1320 aprox.


El niño duerme, sueña

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Juan Bautista Maino: Adoración de los Magos,
detalle, Museo del Prado, Madrid, 1612-13

El niño, mientras tanto, duerme.

Pues es bien cierto lo que los padres dicen: que si el niño no duerme, no pueden venir los Reyes Magos. Y sin embargo, si duerme, vienen: vienen porque el niño sueña con ellos.

Adviértase que no decimos que los vea: decimos, exactamente, que sueña con ellos. Y, de hecho, suele contar su sueño: tiene que ver, sin duda, con el relato de los Reyes Magos. Sueña varias veces con el despertar que le aguarda -cree ya estar despertando, aunque una y otra vez constata que no, que aún no están ahí los regalos, que debe, todavía, seguir durmiendo-, sueña con el momento de despertar -diríase que paladea el sabor de ese umbral que separa al sueño de la vigilia-, con los regalos que ha a encontrar y, también, con la propia llegada de esos Reyes, a los que, desde luego, nunca logra ver, pero cuya presencia intuye a través de esos significantes metonímicos que son la ventana que han de atravesar, ciertas cosas descolocadas, vagas figuras que de noche, en la casa, hacen ciertas cosas, depositan ciertos nuevos objetos y producen ciertos ruidos que parecen despertarle…

Adoración de los Reyes Magos, Santa María de Avià, Barcelona.


Contenido manifiesto y contenido latente

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Matisse, Puerta-ventana en Collioure,
Musée National d’Art Moderne, Paris, 1914

De manera que, tras la escritura de la carta, la participación del niño en el rito se concreta, esencialmente, en dormir en el momento apropiado. Y no por ser ésta una participación pasiva resulta menos eficaz; por lo demás, no es tan pasiva como parece: pues el niño participa en el rito entregándose a ese activo proceso de simbolización que es el sueño.

Pero hasta aquí sólo hemos descrito el contenido manifiesto de esos sueños. Conviene que ahora nos ocupemos de su contenido latente.

Y por cierto que de entre esos significantes metonímicos que hemos mencionado, uno destaca especialmente: el niño relata haber oído ciertos ruidos, mientras dormía, procedentes del interior de la casa.

Ahora bien, sabemos que ciertos ruidos insistentes despiertan a menudo al niño por la noche en determinado periodo de su vida. Ruidos que, por lo demás, están en relación directa con eso mismo que despierta también en él, intensamente, su deseo de saber: se trata de los ruidos que oye por la noche procedentes de la habitación de sus padres cuando su puerta está cerrada. Ruidos, en suma, en los que oye eso que, entre los padres, sucede.

Una hipótesis parece, entonces, obligada: que el relato de los Reyes Magos permite al niño elaborar -simbolizar- el tema, tan inquietante, tan desazonante como urgente para él, de los ruidos nocturnos que habitan el hogar familiar.

Matisse Puerta-ventana en Collioure, 1914, Musée National d’Art Moderne, Paris


La angustia del niño

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Víctor Erice: El espíritu de la colmena, 1973.

Debemos advertir al lector que de lo que ahora hablamos es de algo que, casi con toda seguridad, hace ya mucho tiempo que ha olvidado. Y por cierto que es ésta una de las más sencillas y eficaces pruebas de la existencia del inconsciente: el que ciertas cosas, ciertos sucesos que en su momento fueron vividos con extrema intensidad, luego fueron olvidados, permaneciendo así latentes, inconscientes, pero no por ello menos presentes, en algún lugar vedado de su memoria.

Quien más y quien menos ha olvidado los momentos de angustia que hubo de vivir, entre los tres y los seis años, mientras aporreaba con sus pequeñas manos la cerrada puerta del dormitorio de sus padres de la que procedían los más inquietantes ruidos y gemidos. Hasta que, tras una más o menos breve espera pero que seguramente fue vivida como infinita, esa puerta se abría finalmente. Tampoco recuerda por eso cómo, cuando tal sucedía, uno u otro de sus padres surgía tras ella con el pijama un tanto desordenado para, tras unos pocos gestos consoladores, enviarle de nuevo a la cama.

Y bien -quien tiene hijos en esa edad lo sabe- el color emocional de esa vivencia es el de la angustia. Pues se manifiesta en ella la angustia que el niño experimenta ante el encuentro con la vida sexual de sus padres. Por eso, para poder entender la densidad de lo que se juega en el mito-rito de los Reyes Magos, será necesario que nos detengamos por unos momentos en ella.

El padre y la madre constituyen, para el niño, figuras extremadamente diferenciadas. La madre es -y no podrá nunca dejar de serlo del todo- el primer objeto, a ella estará siempre asociada la imagen del objeto inconmensurable, absolutamente placentero, en el que, durante cierto periodo, estuvo cifrado todo su deseo. El padre, en cambio, es siempre el otro, el que vino después, el que se hizo visible como quien se interponía en su relación con aquel objeto amoroso, introduciendo en ella todo tipo de dificultades.

Resulta, por lo demás, inútil objetar que puede no ser así, que el padre puede ser tan encantador y amoroso como la madre, capaz de brindar al niño los mismos cuidados que ella. Pues es necesario señalar que ese padre, para el niño, carece de relevancia diferencial: si la madre es el objeto absoluto, todo otro objeto que prolongue sus atenciones y cuidados no será percibido de otro modo que como una más de las emanaciones de su magnificencia.

El padre, por tanto, sólo se hace realmente presente, en tanto figura diferenciada, como el tercero que se interpone en la relación dual -y narcisista (6)– que el niño mantiene con su madre, arrebatándole el objeto de su deseo y, así, llevándoselo tras cierta puerta que queda cerrada.

Víctor Erice: El espíritu de la colmena, 1973.

Y allí, tras esa puerta, en ese espacio inaccesible, el objeto amado -y ya perdido- gime.

Por eso los ruidos procedentes de ese espacio interior cuya puerta cerrada clausura provocan en el niño la más intensa angustia: su todavía frágil Yo, en todo dependiente de la figura materna, al verse sólo, abandonado, experimenta la posibilidad de su quiebra.

El niño, entonces, sabe, con el sabor de la angustia, eso que, si todo va bien, habrá de olvidar cierto tiempo después: que su padre le ha arrebatado y posee ese objeto en el que todo su deseo se halla cifrado. Lo sabe, aunque no pueda expresarlo con las palabras -que no le han sido todavía dadas- de los adultos. Sabe, en todo caso, de esa posesión, pues en ese momento sólo su padre está en condiciones de infringir tales gemidos a la mujer que es su madre.

Víctor Erice: El espíritu de la colmena, 1973.


El sueño y la pesadilla

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Víctor Erice: El espíritu de la colmena, 1973.

La angustia de la que hablamos se hace especialmente visible cuando el niño, interrogado por sus padres -quienes, por lo demás, insisten en aparentar que allí no estaba pasando nada-, declara que dormía pero que una pesadilla le ha hecho despertar. Sin duda, es éste el periodo más álgido de las pesadillas del niño.

Desde luego: una pesadilla le ha hecho despertar. Pero porque sus padres aparentan que allí, en su cuarto, no estaba pasando nada, los ruidos que la han provocado quedan separados de su origen y el niño debe concebirlos como procedentes no de otro lugar que de su propio sueño.

Mas, por otra parte, ¿es que acaso la palabra pesadilla -como, por lo demás, todas las otras-, no la ha recibido de sus padres? Sin duda: han sido ellos quienes, tras despertar al pequeño con las manifestaciones de la violencia con la que sus cuerpos se abrazan, le han dado esa palabra para nombrar el suceso y la causa de ese despertar. Y, por lo demás, esas manifestaciones -esos ruidos, esos gemidos, esas vibraciones- han debido introducirse necesariamente en el sueño del niño y manifestarse en él de una o de otra manera hasta el momento en que su intensidad termina por hacerle despertar.

Conviene, en todo caso, prestar atención a lo que distingue a las pesadillas del resto de los sueños. Pues si en cierto sentido constituyen, desde luego, sueños -imágenes que invaden la mente del individuo mientras duerme-, en otro diríase que son más bien todo lo contrario. A diferencia de lo que con los otros sueños sucede, las pesadillas no permiten al sujeto dormir, sino que, bien por el contrario, le hacen despertar: el sujeto huye a la vigilia para escapar de la angustia que el contenido de la pesadilla produce en él.

Por lo demás, y como Freud (7) hubo de señalar, la pesadilla se diferencia del sueño normal en que en ella no puede hablarse, en sentido propio, de elaboración onírica, pues el contenido que en el sueño debiera permanecer latente, oculto tras el contenido manifiesto, se manifiesta en cambio en su misma superficie. Es decir, en suma, que lo que caracteriza a la pesadilla es el fracaso o la ausencia del proceso de elaboración simbólica que caracteriza al sueño.

Pero volvamos a lo que nos ocupa: en esas noches en las que niño se despierta angustiado, su despertar puede ser entendido como una manera de huir de la angustia de esa pesadilla que constituyen para él los gemidos de su madre.

Víctor Erice: El espíritu de la colmena, 1973.


Inconsciente

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Víctor Erice: El espíritu de la colmena, 1973.

Se trata pues, para el niño, si en la casa donde habita existe el goce, de una insoslayable cita con lo real del sexo -mas no debe por ello pensarse que, de no haberlo, las cosas habrían de transcurrir mejor para él: allí donde entre los padres no hay goce, nada sobre el goce que le aguarda puede aprender el niño, salvo que, pero eso es sin duda peor, termine él mismo por convertirse en objeto del goce de aquellos.

El violento choque que esa cita supone, para poder ser vivido, habrá de ser simbolizado. Y que así sucede lo demuestra el que, si todo va bien, a partir de cierto momento, los ruidos de los padres dejan de despertar al niño.

Ahora bien, si desde entonces el niño deja de despertarse no es porque, como ingenuamente se da en decir, ya no oye esos ruidos angustiosos que hasta entonces quebraran su sueño -pues si ahora no los oye, ¿por qué habría de haberlos oído antes?-, sino porque esos ruidos que, durante un tiempo, han sido declarados pesadillas, pasan ahora a quedar integrados en auténticos sueños -esos precisamente, que lejos de hacer despertar, permiten que el sueño prosiga todo el tiempo necesario.

Podemos decir, entonces, que ya existe inconsciente en el niño. Pues, porque esos ruidos se oyen, el inconsciente del niño, para que el dormir pueda proseguir, logra articularlos e integrarlos en su sueño a través de ciertos significantes.

Benozzo Gozzoli-El cortejo de los Reyes Magos-capilla del palacio de los Médicis, frescos, 1459-61


El trabajo del sueño del niño

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Pere Serra, La adoración de los Magos,
retablo de Cubells

Tal es, pues, el contenido latente del sueño del niño: el trabajo y el ruido -es decir, el goce- de sus padres.

Existen, por lo demás, datos de índole antropológica que confirman en qué medida el goce de los padres era especialmente convocado, promovido en la noche de Reyes. Pues se acostumbraba que en ella los padres salieran, quizá a alguna Gala de Reyes, quizá a algún music-hall: una noche festiva, potencialmente erótica, que invitaba al matrimonio a concluir el día haciendo el amor.

De manera que retornaban lo suficientemente tarde como para que los niños estuvieran dormidos. Y entonces hacían algo de ruido, moviéndose sigilosamente con cajas de regalos. Y luego -si todo iba lo suficientemente bien entre ellos, pues a nadie se le oculta que la cosa encierra su dificultad- entraban en su dormitorio, cerraban la puerta y hacían otros ruidos.

Ruidos de mover objetos, colocar regalos, preparar esa escenografía que habrá de acoger al niño cuando despierte. Y cuando esa escenografía está completa, los otros ruidos: los del abrazo violento en el que el hombre y la mujer acceden al goce. A un goce que reedita aquel otro goce del que el niño procede. Se construye así -se elabora experiencialmente- el relato del origen: el de un abrazo destinado a alumbrar la vida del niño: de ese niño para el que la escenografía del deseo ha sido construida; un escenario de regalos dispuestos bajo la ventana para él, regalos que le aguardan como él mismo ha sido deseado y aguardado.

Sabemos cuanto se juega, para el ser humano, en el hecho de haber sido deseado antes de haber sido concebido. Pues sabemos cuanto sufrimiento acarrea la idea de haber nacido por casualidad, como el resultado de un mero golpe de azar y, en el límite, contra el deseo mismo de sus progenitores. Nada, quizá, tan desgarrador para el ser humano como eso: que ningún deseo pueda cifrarse en su origen. En ningún otro ámbito como en éste puede constatarse mejor la dimensión esencial del relato en la configuración de lo humano. Pues, en cierto modo, la idea misma del sentido -de que algo, en el aciago mundo de lo real, pueda tener sentido- depende de manera esencial de este primer presupuesto narrativo: que uno no ha nacido por casualidad; que ha sido aguardado, deseado, convocado como necesario y querido en la historia de aquellos que lo preceden y cobijan.

¿Sucedió realmente así? ¿Nació el niño de un encuentro sexual presidido por el deseo de ese nacimiento? Quizás sí, en el mejor de los casos. Pero puede, igualmente, que no: puede que un embarazo inesperado siguiera a un acto sexual que no lo había convocado. No es ello, después de todo, lo decisivo: de la existencia misma del inconsciente se deduce la posibilidad de que el deseo de engendrar una nueva vida latiera después de todo en los amantes sin que su conciencia estuviera todavía en condiciones de aceptarlo. Lo necesario, en cualquier caso, es que exista un momento en que ese deseo cristalice en la conciencia. Y eso es lo que sucede en el rito, tal y como en él se integra el trabajo de los padres: en la noche de Reyes, construyen la escenografía del deseo antes de entregarse a un abrazo por ella presidido. Y, así, construyen el relato del origen. De manera que ambos ruidos, pero sólo si el niño está dormido, se funden en el sueño de éste. Y así se abrochan el trabajo y el goce de los padres, quedando inscritos, anudados, en el sueño del niño.

Se nos descubre entonces, el mito-rito de los Reyes Magos, como un lugar idóneo para atisbar el proceso, bien material, de construcción del inconsciente, en la medida misma en que el trabajo de los padres termina por convertirse, en el sentido que Freud dio a esta expresión, en el trabajo del sueño (8))del niño.

Stephan Lochner, La adoración de los Magos, Catedral de Colonia


La puerta, la prohibición, el goce

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Rogier Van der Weyde, Adoración de los Reyes,
Pinacoteca Antigua, Múnich, 1455

Las primeras dos grandes piezas de este proceso de simbolización son, por una parte, la puerta, esa puerta que queda cerrada -y que es por tanto la expresión material de la ley del padre que excluye al sujeto de ese su objeto materno que le arrebata- y, por otra, el mandato que entonces el niño recibe de retornar a su cama y seguir durmiendo.

De manera que esa puerta cerrada se nos descubre, por tanto, como un operador simbólico esencial: materialización de la ley del padre, articula la prohibición a la vez que construye, en el interior del espacio doméstico, un espacio doblemente interior, vedado e inaccesible. Se trata de un espacio prohibido, pero, a la vez, por ello mismo -en tanto hay puerta, pues podría no haberla- de un espacio sagrado.

En él, en ese espacio doblemente interior que es el espacio de la madre -el espacio donde ella gime-, el amo es el padre. Y en él, en lo que en él sucede, se localiza, se cifra para el niño el origen, su origen en tanto sujeto.

Un origen cifrado por la articulación de la puerta, los gemidos de la madre y ese nombre, del padre, del que el sujeto es -y comienza a reconocerse- portador.

Maestro de Covarrubias, Tríptico de La Adoración de los Magos,
Museo de la Colegiata


El portal, lo sagrado, la trasgresión

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Sandro Botticelli, Adoración de los Reyes,
National Gallery of Art, Washington, 1481-82

Y por cierto que esas dos piezas nucleares de todo proceso de simbolización aparecen convocadas en el relato de los Reyes Magos. Ya hemos visto como el mandato de dormir constituye, en el rito, un factor esencial siempre presente. Pero lo mismo podemos decir de la puerta, aún cuando esta no resulte, a primera vista, tan evidente. Basta con detenerse en el contenido del mito -y en su materialización escenográfica en forma del belén– para comprobar que, en él, algo bien próximo a la puerta, el portal, constituye precisamente el elemento espacialmente determinante de su escenografía. No una puerta, desde luego, sino un portal: un espacio interior que define un umbral que lo separa del exterior, pero que, sin embargo, carece de la puerta que lo cierre a la mirada. La puerta aparece, por tanto, bajo la forma de su explicita ausencia. O si se prefiere: el portal del belén es, precisamente, el escenario abierto, desvelado, cuando la puerta, al estar del todo abierta, al ya no vedar nada a la mirada, termina por desaparecer.

Pero entender lo que en esto se juega exige recuperar esa dimensión nuclear de lo sagrado que, a partir de cierto momento, el cristianismo ha tendido a velar. Pues lo sagrado, y en ello se diferencia del mundo reglado del orden cotidiano -todo el organizado, como Bataille supo mostrar, por la doble prohibición del sexo y de la violencia-, es el ámbito, ritualizado, de la trasgresión de ese orden. (9)

El portal del belén constituye por eso la escenografía sagrada -y, desde luego, en ese misma medida, fuertemente simbolizada- del espacio más interior abierto del todo a la mirada -más eso sí, a una mirada distanciada y adoradora. Allí el niño recién nacido se encuentra rodeado por su padre y su madre y, tras ellos, el buey y la mula que hacen bien patente la densidad carnal, animal, que acompaña, también, a ese origen. Y algo más, desde luego: esa estrella que es signo de ese otro Padre cuya palabra penetrara el cuerpo de la mujer.

Francesco Francia, Anunciación,
Pinacoteca di Brera, 1505


Notas

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6. Cfr.: Lacan, Jacques: El Seminario 2: El Yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica, 1954-55, Paidós, Barcelona, 1983 y El Seminario 4: La Relación de objeto, 1956-57, Paidós, Barcelona, 1984.

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7. Cf.: Freud, Sigmund: La interpretación de los sueños, en Obras Completas, tomo II, Biblioteca Nueva, Madrid, 1974.

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8. Freud, Sigmund: La interpretación de los sueños, en Obras Completas, tomo II, Biblioteca Nueva, Madrid, 1974.

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9. Cfr.: Bataille, Georges: 1957: El erotismo, Tusquets, Barcelona, 1979.


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Relato, mito y rito

Giotto, Natividad de Jesus, Capilla Scrovegni, Padua

Jesús González Requena
Los 3 Reyes Magos. O la eficacia simbólica
1ª edición: Ediciones Akal, Madrid, 2002
ISBN: 84-460-1735-0
de esta edición: www.gonzalezrequena.com, 2018

 

 

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El relato

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Hugo Van der Goes, Adoración de los Reyes Magos,
Altar de Monforte, Gemäldegalerie de Berlín, sobre 1470

«Nacido, pues, Jesús en Belén de Judá en los días del rey Herodes, llegaron del oriente a Jerusalén unos magos, diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque hemos visto su estrella al oriente y venimos a adorarle. Al oír esto, el rey Herodes se turbó, y con él toda Jerusalén, y reuniendo a todos los príncipes de los sacerdotes y a los escribas del pueblo, les preguntó dónde había de nacer el Mesías. Ellos contestaron: En Belén de Judá, pues así está escrito por el profeta:

«Y tú, Belén, tierra de Judá, de ninguna manera eres la menor entre los clanes de Judá, pues de ti saldrá un caudillo, que apacentará a mi pueblo Israel.

«Entonces Herodes, llamando en secreto a los magos, les interrogó cuidadosamente sobre el tiempo de la aparición de la estrella; y enviándolos a Belén, les dijo: Id e informaos exactamente sobre ese niño, y, cuando le halléis, comunicádmelo, para que vaya yo también a adorarle. Después de haber oído al rey, se fueron, y la estrella que había visto en oriente les precedía, hasta que vino a pararse encima del lugar donde estaba el niño. Al ver la estrella sintieron grandísimo gozo, y, llegando a la casa, vieron al niño con María, su madre, y de hinojos le adoraron, y, abriendo sus cofres, le ofrecieron como dones oro, incienso y mirra. Advertidos en sueños de no volver a Herodes, se tornaron a su tierra por otro camino.» (Mateo 2, 1-12) (2)

Así pues, tres Magos, tres hombres sabios, supieron por una estrella, como otros -los pastores de los que nos informa Lucas (3)– por un ángel, que el esperado había nacido y se dispusieron a honrarlo y obsequiarlo con sus presentes. Siguieron, para ello, la ruta que la estrella dibujaba; es decir, una huella trazada en el cielo que, por la intensidad y novedad de su brillo, definía un camino y garantizaba, en esa misma medida, un relato, al menos para esos hombres sabios de Oriente, capaces de descifrarlo. Y supieron cumplir su tarea: sin dejarse engañar por cierto canalla y rey llamado Herodes, vieron y adoraron al niño, le ofrecieron sus dones y, discretamente, salieron de cuadro.

El que siglos más tarde la tradición popular hiciera de ellos Reyes (4), no desdibujó en ningún caso su carácter de magos, es decir, de sabios, pero enfatizó lo que ya en el Evangelio de Mateo constituía su principal función: realzar el suceso, promoverlo al estatuto de acontecimiento sagrado; proclamar que ese nacimiento, y el niño que de él procedía, debía ser celebrado y adorado. Por eso ellos, reyes, sabios, magos de Oriente, al arrodillarse ante el recién nacido ofreciéndole sus regalos, convirtieron aquel espacio en una suerte de altar y, así, nombraron como sagrado lo que allí había sucedido y a aquel que así había nacido.

Piero della Francesca, La Natividad,
National Gallery, Londres, 1470-75


Texto mítico y texto ritual

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Francisco de Zurbarán, Adoración de los Magos,
Museo de Grenoble, 1638

En nuestro presente, la pervivencia de los Reyes Magos se manifiesta en forma de dos textos bien diferenciados a la vez que esencialmente ligados entre sí. El primero es ese relato mítico que, de generación en generación, se transmite de padres a hijos. Los primeros cuentan a los segundos que hubo una vez tres Reyes Magos que, siguiendo una estrella, llegaron a Belén para adorar al recién nacido niño Jesús… y que esos mismos Reyes Magos van a venir una noche, al final de la Navidad, para traer regalos al niño. Porque, como aquél, él mismo es un niño y por eso -pero esto ya no es enunciado explícitamente, sino que late implícito en el relato- debe ser celebrado.

Y, en segundo lugar, el rito, el texto ritual -encarnado, puesto en escena- en el que ese mito se prolonga y se realiza: una partitura que ejecutan minuciosamente los padres e hijos involucrados en la transmisión del mito.

De manera que, para esos regalos que van a llegar tras la noche de Reyes, para eso que ha a suceder, primera vez ya ha habido, y en cierto lugar. Pero en un lugar y en un tiempo que no es el del presente de nuestro mundo cotidiano porque -como diría Mircea Eliade (5)– pertenece a otra dimensión: propiamente, la del tiempo del origen. Una dimensión otra que, por ser la del mito, no tiene continuidad directa con nuestro presente. Corresponde por eso al rito reeditar, y, por esa vía, realizar, lo que el mito narra. Y así, a través de las figuras de esos Reyes Magos que estuvieron allí -en el tiempo del origen- y que han de hacerse presentes en el aquí y ahora del presente inmediato, el rito se ancla en el mito y ambos se abrochan constituyendo un texto global.

En todo caso, aquí como allí, los tres Reyes Magos comparecen como portadores de regalos. Pues, como hemos señalado, lo que en el rito ha de suceder realiza, reencarna, lo que el mito narra: los Magos traen, de esa dimensión a la que pertenecen, regalos a los niños, y lo hacen en el aniversario del día en que llevaron regalos al niño Jesús nacido en Belén.

Y por cierto que tal abrochamiento se hace especialmente explícito en una, no por colateral, menos relevante de las manifestaciones del rito. Nos referimos a ese tercer texto, propiamente escenográfico, que es el de la construcción y disposición, pieza a pieza, en un lugar relevante del espacio doméstico, del belén. En esa disposición participan, en meditada colaboración, padres e hijos, manifestando así su plena conciencia práctica -no, desde luego, necesariamente intelectual- de que la perpetuación del rito exige de su colaboración, a través del levantamiento de la escenografía del universo narrativo del propio mito. Y es notable que la evidencia de su artificio -ese artificio que, insistamos en ello, levantan con sus propias manos- en nada disminuye su pregnancia, su eficacia mítica. Hasta el punto de que ellos mismos, en los días que siguen, asumen disciplinadamente la tarea de su narrativización: la figura del niño Jesús no es colocada hasta la noche del 24 de diciembre; y desde ese día hasta el 6 de enero, poco a poco, van avanzando las figuras de los Reyes Magos hasta que alcanzan por fin, en esa fecha, su emplazamiento definitivo frente al portal.

De manera que los Reyes Magos, auténticos héroes del relato, en tanto que recibieron un determinado mandato, el de seguir la estrella que habría de conducirles hasta el lugar de la primera morada del recién nacido, constituyen el operador textual que, atravesando ambos textos, el del rito y el del mito, los abrocha para alcanzar el momento de su necesaria clausura.

Friedrich Johann Overbeck, Adoración de los Magos,
Hamburger KunsthalleHamburger Kunsthalle, 1813


Notas

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2 Mateo, 21-2,12, Sagrada Biblia. Versión directa de las lenguas originales, por Eloíno Nácar Fuster y Alberto Colunga Cueto, BAC, Madrid, 1973, p 1229-1230.

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3 Lucas 2, 8, Sagrada Biblia, op. cit., p.1301.

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4 Como tales comparecen en el Auto de los Reyes magos (finales del siglo XII), la mas antigua pieza teatral escrita en castellano que se conserva.

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5 Cfr.: Eliade, Mircea: Mito y realidad, Labor, Barcelona, 1992.

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Introducción

Giotto, La adoración de los Magos, Capilla Scrovegni, Padua

Jesús González Requena
Los 3 Reyes Magos. O la eficacia simbólica
1ª edición: Ediciones Akal, Madrid, 2002
ISBN: 84-460-1735-0
de esta edición: www.gonzalezrequena.com, 2018

 

 

 

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La supervivencia del rito

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La adoración de los Magos – Codex Egberti – Stadtbibliothek Trier

En un presente como el nuestro, configurado por los discursos de la modernidad y, en esa misma medida, seguro de haber superado los últimos vestigios del pensamiento mítico, es un lugar común responder, a quien afirma algo que se concibe como obviamente insostenible que, decir tal cosa, es como creer en los Reyes Magos. De suerte que esta expresión estigmatiza como ingenuo, infantil, incluso bobo, todo aquello donde las creencias anidan contra la contundencia de los hechos.

Debería deducirse de ello la desaparición definitiva del ritual que sobre esa creencia se sustenta. Y, sin embargo, es un hecho que el rito navideño de los Reyes Magos manifiesta una inesperada capacidad de supervivencia. Que se trata de una supervivencia real lo demuestra la carga emocional que acompaña a su celebración: los gestos, los signos y los actos que desempeñan en él padres e hijos son bien diferentes de los que acompañan a aquellos otros ritos que se ejecutan vacíos de todo afecto, no más que como una obligación que sólo se acata por respeto a los usos sociales; este, por el contrario, es vivido como emocionalmente denso, a la vez cargado de tensión y de afecto. Sin embargo es esta una supervivencia contradictoria. Pues los que lo practican, aun cuando se saben afectados por esa densidad emocional, no dudan, en la mayor parte de los casos, de proclamar su descreimiento. Afirman, por eso, que tampoco ellos creen en los Reyes Magos. Pues, ¿no son ellos, después de todo, quienes compran los regalos y los depositan cuidadosamente bajo la ventana, junto al Belén o al árbol de Navidad?

De manera que el rito sobrevive aun cuando el mito que lo funda -la historia de los Reyes Magos- es vivido como anacrónico y, en esa misma medida, insostenible. ¿Se reduciría entonces la supervivencia del rito no más que a una concesión al sentimentalismo, a un anacrónico resto del pasado destinado, como tantos otros, a su extinción?

El caso es que los que participan en el rito, aun cuando afirman no creer ya en los Reyes Magos, no quieren, a pesar de todo, al menos por lo que se refiere a sus propios hijos, prescindir de él. Recuerdan todavía la emoción con la que, en su propia infancia, aguardaran aquellos regalos y quieren que sus hijos, aunque sólo sea por unos pocos años, puedan participar de ella. De manera que, después de todo, su descreimiento no cuestiona finalmente la vigencia del rito, sino que, más bien, la confirma de una extraña manera: pues aunque afirman no creer en él, siguen, sin embargo, interviniendo en el ritual, haciendo posible su supervivencia. Diríase, por ello, que su participación termina probando que, a pesar de todo, algo en ellos mismos sabe de su utilidad, a la vez que su insistente afirmación en tal descreimiento indica que, desde luego, nada entienden de eso que saben.

Pues saben, sin entenderlo, que ese ritual posee una secreta eficacia -y en esa medida intuyen que nada sería igual, que algo, después de todo, faltaría, si el ritual mismo no tuviera lugar. Es decir: la conocen en el sentido más elemental del término, en ése, por ejemplo, que tan bien se manifiesta en la expresión conocer varón o conocer mujer -pues es de sobra evidente que tal conocimiento, tal saber que es el resultado de un acto de saborear, en nada se ve acompañado por el entendimiento: el hecho de la diferencia sexual no pierde, con ello, nada de su opacidad.

Ahora bien, ¿cuál podría ser la índole de esa eficacia que les conduce a participar en un rito del que afirman descreer?

Responder a esta pregunta es la intención del libro que el lector tiene ahora entre sus manos. Pero abordarla exige dejar en suspenso las ideas previas, los lugares comunes con los que habitualmente descartamos la cuestión: pues de ellos sólo podríamos deducir la ineficacia, el absoluto anacronismo de ese ritual en el que, sin embargo, se participa. Pues si son los hechos los que impulsan al hombre moderno a descartar toda verdad en el relato de los Reyes Magos, no es menos cierto que la supervivencia misma del rito en el que se encarna constituye a su vez un hecho que debe ser atendido.

En todo caso, acceder a la comprensión de esa eficacia exige tomar una cierta distancia frente a los prejuicios que la ciegan. Y, muy especialmente, frente a esa altiva incredulidad, tan característica del pensamiento de la modernidad, que nos empuja a descartar como mistificación todo lo que con los mitos tiene que ver.

Pues la supervivencia, en el mundo de la Modernidad, del rito de los Reyes Magos, manifiesta la coexistencia de, por decirlo así, dos formaciones culturales diferenciadas. De una parte, la que caracteriza a la cotidianeidad del mundo moderno, funcional y objetivo, en el que no parece haber lugar alguno posible para seres tan vagos, propiamente mitológicos, como los Reyes Magos. De otra, en cambio, esa excepción navideña, vacacional y festiva, en la que, con todo, los Reyes Magos manifiestan su presencia, constituidos en portadores de unos regalos cuyo color y densidad emocional procede, sin duda alguna, del universo del mito.

Y bien, si la contradicción es real, si dos series de hechos manifiestan su consistencia antagónica, nada puede ser tan inútil como intentar suprimir la contradicción imponiendo, a una de ellas, las categorías de la otra. Pues entonces sólo se logra enmascarar una contradicción que, por ser real, sigue presente en cualquier caso. Por eso, el expediente convencional, por el cual juzgamos la supervivencia del rito con las categorías y presupuestos que rigen nuestra vida cotidiana y que nos conducen a dictaminar lo ingenuo y finalmente absurdo de esa supervivencia, sólo sirven para hacernos inaccesible la lógica interna que preside ese tiempo de excepción en el que el rito, y con él el mito que lo preside, despliega su especial eficacia.

Los regalos que el niño recibe encuentran su valor en relación con los que recibiera un niño mítico recién nacido. Por eso es excepcional la noche que les precede: en ella se conectan, por mediación de los Magos, el universo cotidiano del niño que aguarda sus regalos con el universo del mito en el que nació el hijo de un dios. Y esos padres que alimentan la supervivencia del rito aun cuando afirman no creer en el mito que lo anima, cuentan en cualquier caso al niño ese relato mítico sin el cual el rito ya no tendría sentido. Y el niño, durante un tiempo al menos, cree en él. Sea cual sea la índole de su eficacia -esa que intuyen borrosamente los padres que sienten necesario suspender su incredulidad cuando hablan al niño, cuando le dicen que debe escribir no a cualquiera sino a los Reyes Magos, que estos le traerán regalos- está, en cualquier caso, ligada a la creencia del niño. Es decir: se alimenta de su aceptación -en ello independiente de la incredulidad de sus padres- de ese mito como un relato verdadero.

Juan Bautista Maino: Adoración de los Magos, detalle, Museo del Prado, Madrid


Una eficacia simbólica

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Juan Bautista Maino: Adoración de los Magos, Museo del Prado, Madrid

Tal es, sin duda, la condición primera del mito: que aquel que lo escucha lo reciba a la vez como verdadero y como perteneciente a un tiempo otro, esencialmente separado del cotidiano: un tiempo fundador y, en esa misma medida, sagrado. (1)

¿Por qué no, entonces, prestarle, cuando menos, una atención semejante a la que concedemos a los mitos de las culturas más alejadas de la nuestra? No es más que esto lo que pedimos al lector que quiera acompañarnos en la reflexión que proponemos. Pero hacerlo equivale a llamarle la atención sobre esa curiosa disonancia: la que opone el interés con el que escucha los mitos de las culturas más alejadas, al desprecio con el que rechaza los pertenecientes a la suya propia. Sabemos el motivo: la patrimonialización de esos mitos por ciertas instituciones religiosas de las que, por los más variados motivos históricos, se desconfía. Conducta en todo caso ella sí ingenua, pues olvida que siempre podría encontrar, en las otras culturas, motivos semejantes. Románticamente ingenuos, pues, ante los mitos de los otros, y ásperamente avisados, acremente desconfiados ante los propios tendemos a ser los modernos que, tocados por el malestar de nuestra contemporaneidad, aceptamos oír los primeros y rechazamos, compulsivamente, los segundos.

¿Por qué no entonces, con un mayor comedimiento, suspender durante el tiempo de lectura de este libro tanto nuestros perjuicios como nuestros prejuicios -pues nunca está claro donde acaban los unos y comienzan los otros- para prestar atención interesada a un mito que, contra viento y marea, muestra el especial poder de resistencia del rito que lo mantiene vivo?

Retornemos, entonces, a nuestro interrogante de partida. ¿Cuál podría ser la índole de esa eficacia que se despliega en el ritual de los Reyes Magos?

En todo caso, las palabras y los actos de los que en él intervienen tienen como efecto más inmediato convocar una presencia mítica: las de esas evanescentes figuras que son las de los tres Reyes Magos. Figuras, por eso, a las que nadie ve, y de las que sólo se sabe por sus efectos: esos regalos depositados junto a la ventana cuando el niño despierta. Y es un hecho que a nadie escapa que la aparición de esos regalos exige del trabajo silencioso de los padres: son ellos quienes, materialmente, los disponen ahí. Y, sin embargo, la especial eficacia del ritual estriba en que el niño, cuando los encuentre, los reconozca como regalos dados por los Reyes Magos. De manera que la contribución de los padres no se limita a su trabajo físico -comprar, disponer los regalos-: es también un trabajo específicamente verbal: son ellos los que dicen al niño que esos regalos proceden de los Reyes Magos.

De manera que esas figuras evanescentes, las de los Reyes Magos, son propiamente -y exclusivamente- figuras simbólicas; su presencia es el resultado de un acto verbal -el de los padres, que afirman su existencia, pero también del niño, que les escribe su carta- que adquiere, en esa misma medida, el carácter de una invocación. Su entidad, en suma, no es de otra índole que simbólica, pues tal es lo propio del ser de los mitos: la realidad de un mito no es otra que la de las palabras que lo narran y que, en esa misma medida, lo mantienen vivo en la memoria de la colectividad a la que pertenece.

Y si tal es la índole de su existencia, no puede ser otra la índole de su eficacia -si es que ésta, después de todo, existe-: una eficacia, en suma, simbólica.

Ahora bien, ¿cómo ceñirla? ¿en qué puede residir la eficacia de unos símbolos que carecen de correlato empírico alguno, es decir, que nombran cosas que carecen de toda materialidad, que agotan, en suma, su existencia en los signos que las nombran y en los efectos psíquicos que pueden provocar?


Masaccio, Adoración de los Reyes Magos, Gemäldegalerie, Berlín


Notas

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1. Eliade, Mircea: 1962: Mito y realidad, Labor, Barcelona, 1992.

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Las aristas del padre

Antonio Máiquez Asunción
Las aristas del padre: simbólica del padre en True Detective
Trabajo de Fin de Máster
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2018

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Los títulos de crédito: un interrogante

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Comencemos por la localización de un interrogante, uno repetido un total de ocho veces a lo largo de la serie, en tanto que ocho veces ha antecedido en los títulos de crédito, idéntico, a cada capítulo.

Pero aplacemos de momento la sombra de ese interrogante, que no es otro que la pregunta sobre la identidad de la silueta que se encuentra en el centro de la cabeza de Cohle, el personaje que la enmarca.

Frame 3º ampliado.

Antes habremos de decir algo más sobre los títulos de crédito en los que se ancla.


Los títulos de crédito: trabajo de condensación

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Y es que lo primero que salta a la vista en ellos es la extraña e irreal constitución de sus imágenes, como si de una condensación del universo semántico de la serie se tratara; así, por ejemplo, lo fabril y la mujer se entrelazan.

Y en esa medida, atendemos a la semántica de dichas imágenes como reconocibles en la narración que anuncian. Reconociendo en lo fabril aquello que constituye el fondo del paisaje de la serie al que nunca accederemos, cuya actividad desconocemos, y que, no obstante, desempeña un papel notable en la creación de su atmósfera.

Ampliemos.

Frames ampliados.

Y reconocemos también la disposición de la primera presencia femenina de la serie: la de la escena del crimen.

Una presencia femenina que se presenta localizada al fondo del paisaje de este gran plano general, rozando el horizonte, hacia la cual nos dirigimos trazando una gran diagonal, como propulsados.

(…)


Siguiendo el desplazamiento en diagonal: ella está al fondo, ahora sí, en el horizonte mismo.

(…)

Así, en este acceso a la escena del crimen, precedidos por un primer plano de la cabeza de Cohle,

(Marty: Rust– now his Texas files were).

la figura de la mujer quedará grabada por este, al ser incroporada por su mirada.

(Marty: classified).

(Marty: or redacted).

(Marty: and he wasn’t big on talking).

Y en esta otra escena, un diagonal similiar,


a la de la escena del crimen,

nos proyecta, no hacia la presencia femenina, sino hacia ese fondo atmosférico de lo fabril.

Aquí, nuevamente Cohle nos lleva a ver el grabado de la mujer.

Cohle: Marty.

Cerrando la libreta en la que lo hiciera escenas atrás,

se acercará al dibujo de ella.

Y Marty tras él.

Cohle: But there were other times.

Por lo tanto, si anteriormente la mujer quedó grabada por Cohle en el acceso a ese fondo en el que se localizaba,

también asomará, literalmente grabada, sobre ese fondo de lo fabril al que también accedemos propulsados en diagonal.

Frame 3º ampliado.

Llevándose a cabo un trabajo de condensación entre la mujer y lo fabril, cuyas formas tienen unas resonancias intensamente oníricas.


Los títulos de crédito: el contenido manifiesto

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Dada su condensación, estas imágenes son más escuetas y, sin embargo, a la vez más densas; por lo que más extenso será el deshilvanar sus múltiples trayectorias de sentido a la hora del análisis de la serie. Algo similar a lo que ocurre en el trabajo de condensación del sueño del que habla Freud:

«Lo primero que muestra al investigador la comparación entre contenido y pensamientos del sueño es que aquí se cumplió un vasto trabajo de condensación. El sueño es escueto, pobre, lacónico, si se lo compara con la extensión y la riqueza de los pensamientos oníricos. Puesto por escrito, el sueño ocupa media página; en cambio, si se quiere escribir el análisis que establece los pensamientos del sueño se requiere un espacio seis, ocho o doce veces mayor».

[FREUD, Sigmund, La interpretación de los sueños, Buenos Aires, Amorrortu Ediciones, 1991, Pág. 287.]

Unos pensamientos oníricos, extensos y ricos, en comparación con lo escueto y lacónico del sueño, y a los que Freud llamará por igual contenido latente.

«Para nosotros, entre el contenido onírico y los resultados de nuestro estudio se incluye un nuevo material psíquico: el contenido latente o pensamientos del sueño, despejados por nuestro procedimiento».

[FREUD, Sigmund, La interpretación de los sueños, Buenos Aires, Amorrortu Ediciones, 1991, Pág. 287.]

Sigue Freud diciendo:

«Desde ellos, y no desde el contenido manifiesto, desarrollamos la solución del sueño».

[FREUD, Sigmund, La interpretación de los sueños, Buenos Aires, Amorrortu Ediciones, 1991, Pág. 287.]

Tal y como desde la serie misma, en toda su extensión -mucho mayor, como es lógico, que la de los títulos de crédito-,

Frame 1º ampliado.

podemos reconocer el trabajo de la condensación llevado a cabo en el contenido de la suerte de manifiesto de la serie que son sus títulos de crédito.

Frame 1º ampliado.

De modo que en el interior del cuerpo de la mujer,

estaría literalmente condensado ese territorio de lo fabril que impregna la atmósfera de la serie y que se localiza al fondo de la misma como inaccesible.

Un trabajo de condensación de los títulos de crédito que comparecería,

respecto a la serie en toda su extensión,

Frame 1º ampliado.

como el contenido manifiesto; mientra que esta se presentaría como los pensamientos oníricos o contenido latente. Siguiendo a González Requena:

«Les insisto en la profunda semejanza que existe entre una obra de arte y un sueño, con la sola salvedad de que la obra de arte es como el auténtico sueño, es decir, su contenido latente».

[GONZÁLEZ REQUENA, Jesús, Psycho y la Psicosis, Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual, Sesión del 04/11/2011, Seminario en línea, www.gonzalezrequena.com, Universidad Complutense de Madrid].

.

Contenido latente u obra de arte, cuyo análisis quedaría planteado como una restitución.

«(…) aunque use la palabra interpretación (Freud), ni siquiera hace realmente eso, interpretar (…) hay que tomarse absolutamente en serio su afirmación de que el objetivo de la interpretación de los sueños es restituir el contenido latente del sueño. La clave está en la palabra restituir».
[GONZÁLEZ REQUENA, Jesús, Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2007/2008, Sesión del 18/01/2008, Universidad Complutense de Madrid, de esta edición: www.gonzalezrequena.com, 2014]

Esto es, la restitución de ese contenido latente que ha quedado condensado en nuestra interrogación.

Frame ampliado.

Y que lo extenso de la serie habrá de dar cuenta de ello.


Interrogación y Cruz: contigüidad

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Ahora sí, es el momento de retomar y aislar aquella interrogación del inicio.

Una interrogación que, además de ser de los elementos más repetidos de la serie -ocho veces en cada una de las cabeceras de los ocho capítulos-, comparece en esa repetición de manera doblemente central.

Primero, porque ocupa el centro del discurrir de todos los planos que conforman la cabecera.

Y segundo, porque ese interrogante ocupa el centro compositivo de ese plano que de por sí es central en el discurrir de los créditos.

Frame 2º ampliado.

Un centro de plano en el que se conforma una silueta negra, inscrita en el interior de la cabeza de Rust Cohle, que nos lleva a preguntarnos por su identidad.

Dejemos de lado por el momento el asunto de la identidad de esa silueta negra, y aislemos primeramente los dos elementos fundamentales del plano: la cabeza de Cohle y la silueta negra. Los mismos serán repetidos en el plano inmediatamente posterior.

Por un lado, la presencia de la cabeza de Cohle. Y por otro, el recorte de dos siluetas negras. Ampliemos.

Frames ampliados.

Por lo tanto, tendríamos dos planos yuxtapuestos con dos cabezas, ambas de Cohle,

y dos siluetas negras en contigüidad.

Frames ampliados.

Participando entonces esta segunda silueta, en cuya parte superior se distingue la Cruz, de una suerte de operación de desplazamiento, metonímica, con esa otra figura central cuya identidad nos interroga.


La barra cromática

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Y serán precisamente estos dos planos contiguos de cabezas y siluetas negras, los que delimiten el más notable cambio cromático entre todos los planos que componen los títulos de crédito, primando generalmente el blanco en los planos que los preceden y su opuesto, el negro, en los sucesivos.

Siendo entonces dicha contigüidad un elemento significante, en lo que al plano formal se refiere; una barra que determina el acento cromático de los títulos de crédito, en una dialéctica blanco-negro.


Presencia visual de la Cruz

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Pero volvamos a nuestra interrogación.

Como ya hemos dicho, tenemos presente una composición que plantea una interrogación sobre una identidad, que estaría en relación contigua con la Cruz, en la medida que la cabeza de Rust Cohle, por un lado encuadra dicha interrogación,

y por otro, está en relación directa con la Cruz.

Bastaría entonces con ver el primer capítulo de la serie para certificar la latencia de ello.

En los lugares en los que Cohle sigue la pista del acto criminal, late una suerte de ligazón en segundo plano: una contigüidad entre la Cruz y la cabeza de Cohle. Y es que de los 1 min. 25 seg. 67 cs. en los que la Cruz tiene presencia visual en el capítulo, Cohle estará contiguo a Ella un total de 55 seg. 01 cs., esto es, el 64,21% del tiempo de la presencia visual de la Cruz.


Mirada, Subjetividad, Cruz

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Esta relación de contigüidad no quedaría restringida a la presencia visual conjunta de Cohle y la Cruz, dado que el único instante en el que la Cruz obtiene presencia visual única en toda la serie,

ha venido precedido por la dirección de la mirada de Cohle.

Conformándose así un plano de la Cruz en el que se enuncia la existencia de una clara subjetividad, al tratarse de un plano subjetivo del propio Cohle.


Crescendo en la mirada

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Un plano subjetivo que, atendiendo al recorte experimentado respecto al campo de la mirada de Cohle, que debiera abarcar todo el altar, y al progresivo y leve acercamiento vía travelling, bien podría ser considerado como hipersubjetivo.

Esto es, se produce un crescendo en la intensidad de la mirada; intensidad ésta que también se repite en el último plano subjetivo de Cohle, instantes antes de terminar el capítulo.

Una fotografía mostrada por Papania y Gilbough a Cohle, a la cual éste da carpetazo, para terminar el capítulo.

Será esta también la mirada a una extraña crucifixión.

Notablemente diferente a la otra, porque lo que primero llama la atención es que es una crucifixión sin Cruz.

Una crucifixión sin Cruz que, además, está abierta, sin el cerramiento de las paredes de un templo que la localicen y la guarden; por el contrario, el cuerpo real de la mujer sacrificado queda expuesto a la vasta naturaleza que se presenta como su fondo mismo.

Si ambos planos localizan, por lo tanto, el punto de vista subjetivo de Cohle con semejante intensidad,

algo de su subjetividad, y por ello, de su pulsión, sería arrastrado en ese crescendo en la mirada.


El tercer plano hipersubjetivo

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Pareciera que nos hubiéramos apartado de aquella interrogación con la que arrancábamos.

Frame 2º ampliado.

Cuya relación con la Cruz era contigua.

Frame 2º ampliado.

Todo lo contrario, si traemos el restante plano hipersubjetivo de Cohle durante el primer capítulo.

Con el cual experimentamos toda una iluminación.

Marie Fontenot: She married.

Marie Fontenot: another man.

Marie Fontenot: She married. Not the one she’s with when Marie.

Marie Fontenot: She was in Vegas, last we heard.

Nos encontramos en la casa de Marie Fontenot, una niña asesinada cinco años atrás y sobre la cual Marty y Cohle quieren recopilar pistas del crimen. Será este un plano hipersubjetivo en tanto que, nuevamente, atendemos a un especial recorte en el campo de visual de Cohle y a un constante acercamiento de zoom.

Un plano subjetivo cuya instancia de visión, esto es, Cohle,

está literalmente contigua a la Cruz, quedando su cabeza a la misma altura.

Frame ampliado.


Las tres cruces

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Por lo tanto, no queda más que levantar acta de la intensa relación existente entre los tres únicos planos hipersubjetivos de Cohle en el primer capítulo y lo real que late bajo la Cruz.

Frames 1º, 3º y 5º ampliados.

Quedando su mirada, y por ende, su cabeza, intensamente vinculada con la Cruz.

Frames ampliados.

Así, esta relación de cabeza y Cruz correspondería a aquella otra que ya condensara los títulos de crédito, donde la cabeza y la Cruz se estrechaban en contigüidad.

Podríamos extraer de esta ecuación que el interrogante del centro de la cabeza de Cohle en cierta medida queda incardinado con la misma Cruz.


Crucifixión y paternidad

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Y no será únicamente la mirada de Cohle la que nos devuelva la Cruz. Entrado el centro del último capítulo, Marty estará ahí para darnos a ver -esta vez en plano semisubjetivo- una particular crucifixión.

La del padre del autor del crimen con el que arranca la serie.

El padre de Errol.

Un padre que se encuentra con las extremidades atadas al somier de la cama y con la boca cosida. Visión esta que nos devuelve algo que late en el símbolo de la Cruz, y que por lo tanto lo ha estado haciendo en todas las Cruces tratadas con anterioridad, esto es, la paternidad.


Padre sin Cruz

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No obstante, será esta la crucifixión de un padre, como aquella que comentábamos anteriormente, en ausencia de la Cruz.

Tan opuesta a la Cruz como aquella crucifixión sin Cruz.


Oposición simbólica: padre / naturaleza

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Una oposición que alcanzaría a la topología de lo sagrado que construye la serie.

Así, la Cruz, centrada en el espacio del templo y flanqueada por Cohle, se opondría radicalmente a lo que se encuentra en frente: al fondo enmarañado de la naturaleza.

Un fondo enmarañado de la naturaleza, por cierto, bien semejante al de aquella mujer crucificada sin Cruz.

Frame 1º ampliado.

Un enmarañamiento, podríamos decir, cegador, al haber realmente sobreexpuesto, quemado, el registro mismo de la imagen: tanto del fondo de la mujer como del exterior más allá del umbral templo.

Se establecería, por lo tanto, una oposición en términos absolutos.

Dentro / fuera, plano / contraplano, luz / sombra, templo / naturaleza.

Y siguiendo estas oposiciones, pareciera ella, la mujer colgada en la naturaleza, compartir el mismo plano de la Cruz misma: el de lo sagrado.

Desvelando una oposición nuclear: Cruz / ella. Y así, frente a esa Cruz colgada en el centro del templo, pareciera levantarse, desde la Naturaleza misma, ella.

Una misma oposición nos llevará directamente al final del capítulo segundo. Oposición sobre la que González Requena señalará que es el templo del Padre,

el que finalmente ha sido invadido por esa naturaleza a la que se oponía en el primer capítulo.

Una invasión que ha dejado completamente abierto al exterior el lugar más sagrado del templo: la cabecera,

ahí donde habría de ubicarse, centrada, la Cruz.

Y así, dentro del templo derruido del Padre, entre la naturaleza invasora, ha irrumpido la figuración de una divinidad bien distinta: la de una diosa.

Frame 2º ampliado.

Una diosa que literalmente emana de una vegetación similar a aquella mujer colgada en la naturaleza, con la misma corona y maniatada, aunque ya soltada y de pie.

Ambas en oposición neta con la Cruz del templo del Padre.

Frames ampliados.


Restitución: la caída del padre

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Por lo tanto, estamos en disposición de restituir el proceso por el cual, ante el enmudecimiento, caída del la figura del padre y ausencia de la Cruz,

surge otro tipo de figura, por oposición,

Frame ampliado.

que viene a ocupar, dentro del templo derruido del padre, erigida en un “altar de la naturaleza”, su lugar como divinidad.

[GONZÁLEZ REQUENA, Jesús, True Detective II: la diosa, Análisis de los Textos Audiovisuales 2016/2017, Seminario en línea, www.gonzalezrequena.com, Universidad Complutense de Madrid].

.

Frame ampliado.


Cruz y paternidad

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Y si es el padre lo que resuena en la Cruz, tan intensamente contigua a Cohle,

Cruz que a su vez era contigua a nuestro interrogante que seguimos sin abandonar;

Frames ampliados.

algo de la paternidad cruzaría, en el inicio de cada capítulo, el título mismo: True Detective.

De este modo, la paternidad se cruzaría en los pasos más decisivos de la seire para los detectives; aquellos pasos en los que se juega el acceso al territorio del monstruo que aguarda al final. Así, el padre de Cohle –pop-, será invocado por este, en la antesala del primer monstruo, instantes antes de andentrarnos en su territorio.

Cohle: Man, that place… I never…

Cohle: That day, it reminded me of my pop talking about ‘Nam.

Cohle: and the jungle thing.

Como si estas palabras sobre el paso del padre de Cohle por Vietnam actuaran como el mensaje necesario para preveer y dar forma al encuentro con el monstruo que aguarda.

Y, como hemos visto a través de Marty, en la antesala del monstruo final, ahí también tendrá su presencia el padre.

Un padre ahora totalmente sometido. Ante el cual, la mirada de Marty expresa cuánto más será de angustioso y de imprevisible el encuentro con el monstruo final.

Porque es el monstruo mismo el que ha incapacitado a su padre hasta el extremo.


Cuantificación padre / madre

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Si queremos abrir la hipótesis de que el padre es un elemento nuclear en la cualidad de la serie, cuantifiquemos en primer lugar todo significante con el que sea nombrado, en cada uno de los parlamentos enunciados en la serie.

Y pongámoslo en relación con unos significantes bien distintos: los de la madre; pudiendo ver cómo, a lo largo de la serie, la presencia verbal del padre duplica a la de la madre.


Cohle y Marty: el padre y la elipsis

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Esta preponderancia del universo semántico del padre no solo nos llevaría a comprender mejor el acceso a la prueba final de los protagonistas de la seire, sino también el punto de llegada en el drama de los mismos.

Por un lado, la intensa abreacción de Marty, que dará pie a uno de los únicos cinco fundidos a negro de la serie,

estará marcada directamente por el reconocimiento de su paternidad.

Y por otro lado, la abreacción de Cohle, que se ancla en lo que será el último parlamento de la serie, estará determinada por la invocación de su hija y su padre.

Cohle: and I knew.

Cohle: I knew my daughter.

Cohle: waited for me there.

Cohle: So clear.

Cohle: I could feel her.

Cohle: I could feel…

Cohle: I could feel a piece of my… my pop, too.

Una invocación que localiza a Cohle como padre y lo enlaza emocionalmente en un eje de tres generaciones: hija, padre y padre del padre.

Cohle: the 3 of us, just… just fadin’ out.

Todo ello, a su vez, es ubicado en un momento del relato.

Cohle: There was a moment…

Bajo la osuridad: una sustancia profunda y cálida fue sentida.

Cohle: I know when I was under in the dark that something…

Cohle: It was… it was deeper,

Cohle: warm, you know, like a substance.

Cohle: I could feel, man,

Cohle: and I knew,

Ahí, Cohle sintió tanto a su hija como a su padre –pop.

Cohle: I knew my daughter.

(…)

Cohle: I could feel a piece of my… my pop, too.

Qué mejor momento para ubicar esta descripción que este.

Donde, bajo la oscuridad de la noche de Carcosa -la guarida última del monstruo-, con el infinito ardor de una herida mortal en el costado, Cohle se abisma a la porpia muerte.

(Flare hissing).

En este instante, por cierto, quedará conformada una Piedad,

en la que Cohle, postrado en el regazo de Marty, espera el momento de morir. Y qué mejor manera de visualizar ese abismarse ante la muerte que suspendiéndose la serie en un fundido a negro.

Fundido que literalmente es enunciado por Cohle –just fadin’ out– localizando ahí esas tres generaciones de la paternidad –the three of us.

Cohle: the 3 of us, just… just fadin’ out.

Por lo que podríamos decir que es ahí, en la elipsis del relato que procura el fundido a negro, donde los protagonistas tocan emocionalmente la paternidad.


La escena criminal

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Ocupémonos entondes del fundido cuya salida de negro da pie al inicio de la escena que acabamos de tratar.

Pero antes de detenernos en el arranque de dicho fundido a negro, repasemos la articulación que nos lleva hasta el mismo.

La figura de Cohle convaleciente del encuentro con el monstruo dará paso a una superposición de diferentes imágenes que en seguida relacionamos con espacios de la trama de la serie.

Siempre en un orden temporal decreciente al desarrollo de la misma.

Repitiéndose, por cierto, aquel vector de acercamiento que tratamos anteriormente: la diagonal.

Llegaremos así a la última imagen: la escena criminal.

Y sobre ella: el fundido a negro.

Desde el cual, como decíamos, arranca la última escena de la serie.

De este modo, Cohle habría dado pie al inicio de una superposición de imágenes en un orden decreciente al desarrollo de la trama, llegando hasta el final, a eso que se encuentra al fondo y parece no cesar: la escena criminal.

Cuya luz cálida del ocaso viene recordar lo ardiente de la noche del crimen.

Y sobre el fuego de esa escena criminal -primaria en el orden de escenas de la serie-, también tuvo lugar un fundido a negro.

Por lo que podemos afirmar que, ahí, cuando la escena del crimen arde, el fundido a negro irrumpe, y suspende el relato.


La escena sexual

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Habría que preguntarse ahora por el sentido de este retorno en Cohle a la escena criminal, primaria, del relato.

Ensayemos a colocar en paralelo otra escena, igual de criminal en su dimensión simbólica: el acto sexual con Maggie, la mujer de su compañero Marty.

Ciertamente una similar morbosidad, tan sexual como asesina, late en el fondo del asunto.

Donde Cohle entra en relación directa con el trasero de ambas mujeres y con la corona de cuernos de la escena del crimen.

Ampliemos.

Frame 2º ampliado.

Siendo también testigo de ella desde idéntico punto de vista.

Conformando todo ello una serie de resonancias donde escena sexual y la criminal parecieran abrazarse.

Algo que vendría precedido por los mismos títulos de crédito.

Donde la corona de la víctima y una cara de goce de mujer quedan condesadas por igual, siendo todo ello el blanco de un arma francotiradora.

¿Y cómo se coloca Cohle en esta escena tan sexual como criminal?

Litralmente, entre Maggie y Marie Fontenot. Entre una madre y esposa, y entre una niña desaparecida, especialmente central en la obsesión de Cohle con el crimen, al ser una niña muy parecida a su propia hija muerta. Algo que estrecharía aun más el acto sexual y el criminial.

Pudiera estar presente entonces, al fondo de esta escena, el fantasma de la esposa perdida y la hija desaparecida de Cohle. Algo que vendría arrastrando desde el capítulo primero, donde, ante la mirada de una esposa y unas niñas,

Cohle da apertura, por primera vez en la serie, a su drama.

Maggie: Children?

Cohle: One.

Cohle: She passed.

Cohle: Marriage didn’t last long after that.

Y así, entre la presencia del fantasma de la mujer perdida y la hija desaparecida, Cohle pareciera colocarse de manera siniestra en la imposible posición de marido y padre que ya no es.

Porque en el origen de todo padre real resuena una escena: la del encuentro sexual.


El fundido de Maggie

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Pasemos ahora al quinto y último fundido a negro que nos queda por tratar, el cual arranca precisamente de un primer plano de Maggie, en este momento de la serie, exmujer de Marty.

Pero antes de ver la imagen que presentará desde negro, habremos de localizar este fundido dentro de la trama: justo después del estallido de violencia de Marty hacia Cohle, tras saber Marty del crimen sexual entre Cohle y Maggie.

Marty: Fuck you!!

Marty: Cohle!!

Marty: Cohle!!

Toda una explosión de odio, netamente pulsional, de Marty hacia Cohle, en extremo difícil de contener.

Siendo el crimen sexual el punto de ignición desde donde estalla semejante violencia.

A modo de suplemento que constate la relación entre la escena sexual y la criminal, solo veremos una vez el rostro de Marty tan descompuesto, alucinado, como ahora: ante la visualización de la cinta en la que quedó grabado un crimen.

Ahora sí, superponiéndose a ella: el fundido a negro.

Y tras la elipsis que el fundido detenta, se abre un amplio paisaje lagunar de aguas estancadas.

Cuyo verde rima con el de la blusa de Maggie que daba pie al fundido.

Una carretera cruza la mitad inferior del plano; sobre ella, un coche avanza de izquierda a derecha, cuyo movimiento es seguido por la cámara.

Es Marty quien conduce, mirando por el retrovisor cómo alguien hace señas con los faros del coche.

Se trata de Cohle, cuya reclamación hacia Marty acaba cruzándose en el camino, apelándole.

Cohle: Marty.


El Eje de la Ley

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No será este un cruce menor en la serie, dado que a partir de este punto, el relato romperá con la narratividad circular y permanecerá en el presente narrativo hasta su final. Un final que estará estrechamente condicionado a que Marty en este preciso momento asuma la cuenta pendiente que se acaba de cruzar, con Cohle, en su camino. Quedaría conformando un Eje de Donación, como sostiene González Requena, en lo referente al desarrollo de la trama edípica:

«Pues sólo la presencia del eje de la Donación permite dotar al relato de una estructura simbólica en la que el acto narrativo se ve doblemente modalizado en relación a la Ley y a la Carencia y puede, en esa misma medida, responder a las exigencias simbolizantes del proceso edípico».

[GONZÁLEZ REQUENA, Jesús, Clásico, Manierista Postclásico: los modos del relato en el cine de Hollywood, Castilla Ediciones, 3ª Ed., Valladolid, 2012, Pág. 553.]

Atendamos al esquema que lo sintetiza:

En él, el Destinador se cruza en el Eje del Deseo del Sujeto.

Un cruce que se da lugar, recordemos, en medio de ese vasto territorio de aguas estancadas que han aparecido tras el fundido de Maggie.

De este modo, instantes después -una vez entablen conversación en el bar- Marty será consciente de la Tarea que ha de asumir, que resonará en él, detrás de su cabeza, literalmente como una deuda pendiente.

Cohle: Because you have a debt.

Marty: (Sighs).

Una deuda de la que, en cierta medida, depende ser un hombre.

Cohle: A man remembers his debts.


Marty: ambivalencia

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No obstante, el alcance de la figura del Destinador no quedará ahí. Siguiendo con González Requena:

«constatamos la resonancia del Padre Simbólico en la función del Destinador».

[GONZÁLEZ REQUENA, Jesús, Clásico, Manierista, Postclásico: los modos del relato en el cine de Hollywood, Castilla Ediciones, 3ª Ed., Valladolid, 2012, Pág. 557].

.

Quedará así desplegada otra arista de la paternidad que veníamos tratando, que estará también contigua a un fundido a negro.

Teniendo esto último presente, podemos retomar mejor aquella explosión odio, netamente pulsional, hacia Cohle. Preguntándonos así qué ha podido pasar entre este punto,

y este otro, instantes antes de finalizar la serie.

Esto es, entre el odio y la admiración hacia Cohle. A ello nos podrá responder con precisión la ambivalencia de sentimientos que, para Freud, coincide en el complejo paterno:

«Hemos tenido hartas veces oportunidad de pesquisar en la raíz de importantes formaciones culturales la ambivalencia de sentimientos en el sentido genuino, vale decir, la coincidencia de amor y odio en el mismo objeto (…) ella, ajena en su origen a la vida de los sentimientos, fuera adquirida por la humanidad en el complejo paterno, justamente ahí donde la exploración psicoanalítica del individuo pesquisa hoy su más intensa plasmación».

[FREUD, Sigmund, Tótem y Tabú, Buenos Aires, Amorrortu Ediciones, Vol. XIII, 1991, Pág. 158].

.

Comprendiendo mejor así que para Marty, Cohle, encarne esa figura compleja, odiada, y finalmente admirada.

Frames 1º y 3º ampliados.

Ambivalencia ésta que sin duda marcará la asunción en Marty de la Tarea del Destinador.

Así, ese golpe que Marty recibiera en el coche de Cohle, que acaba rompiendo el piloto trasero,

marcará el nuevo camino que ha de seguir, a la estela de Cohle.


Marty: The Searchers y el punto de vista

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Siguiendo con la exploración de estas aristas que conforman la constelación de la simbólica del complejo paterno, será notable como True Detective quedará cruzado intertextualmente con otro texto:

Ampliemos.

Nos referimos a The Searchers (Centauros del desierto, 1956), de John Ford. Ante esta escena de Marty cenando solo en su apartamento,

González Requena sostendrá lo siguiente:

«No es la pantalla lo que vemos, aunque la vemos con toda nitidez. Lo que vemos es su reflejo en ese gran espejo, casi imperceptible, que se encuentra tras Marty y que coloca las imágenes que éste contempla tras él mismo, como constituyendo su fondo, como sugiriendo que ese relato está instalado en el interior del personaje, más allá y más dentro que esa pantalla a la que llamamos conciencia».

[GONZÁLEZ REQUENA, Jesús, Edipo II. Del odio a la promesa, Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual, Sesión del 09/10/2015, Seminario en línea, www.gonzalezrequena.com, Universidad Complutense de Madrid].

.

Por lo que algo de The Searchers se instalará en el universo simbólico de True Detective, tanto en el interior de Marty como en el inconsciente de quien accede, con Marty, al relato: el espectador. Así, ambos personajes se llamarán Marty.

Y albergarán una similar ambivalencia de sentimientos frente a ese otro del que recibirán su tarea y que ahora viene a ocupar un lugar junto a la madre o esposa.

La tarea de llegar hasta el monstruo que aguarda al final, en ambos textos conocido por Scar, Cicatriz.

Frame 1º ampliado.

Un monstruo cuyo contacto deja idénticas secuelas de locura.

Frames ampliados.

Y ante las cuales, tanto Ethan como Cohle, tendrán que hacer un esfuerzo suplementario para sostener la mirada.

Precisamente, la huella más notable de The Searchers sobre True Detective, tendrá que ver con la mirada; en concreto, con la configuración del punto de vista de Marty. Según González Requena:

«El caso es que tenemos ahora a Ethan en pantalla. Es él quien, literalmente, hace levantar su mirada a Marty».

[GONZÁLEZ REQUENA, Jesús, Edipo II. Del odio a la promesa, Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual, Sesión del 09/10/2015, Seminario en línea, www.gonzalezrequena.com, Universidad Complutense de Madrid].

.

Frame 2º ampliado.

De este modo,

«cuando le mira, nosotros dejamos ya de verle en el espejo, como si cierto espacio fuera de campo radical llega con él».

[GONZÁLEZ REQUENA, Jesús, Edipo II. Del odio a la promesa, Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual, Sesión del 09/10/2015, Seminario en línea, www.gonzalezrequena.com, Universidad Complutense de Madrid].

.

Un fuera de campo radical, podríamos añadir, que se asemejaría a esas suspensiones en la narración que determinan los fundidos a negro, donde, como hemos visto, el complejo paterno quedaba localizado con toda su intensidad.

(…)

Así, en la medida que Ethan queda fuera de campo para nuestra mirada -que no para la de Marty- aparecerá Cohle como ocupando su lugar,

«(…) como quien ha hecho que Marty chocara con aquello que no quería ver».

[GONZÁLEZ REQUENA, Jesús, Edipo II. Del odio a la promesa, Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual, Sesión del 09/10/2015, Seminario en línea, www.gonzalezrequena.com, Universidad Complutense de Madrid].

.

Devolviéndonos la matriz de punto de vista que articula toda serie:

«la inaccesibilidad del punto de vista de Cohle, que sólo percibimos desde el punto de vista, éste sí más próximo y accesible, de Marty».

[GONZÁLEZ REQUENA, Jesús, Edipo II. Del odio a la promesa, Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual, Sesión del 09/10/2015, Seminario en línea, www.gonzalezrequena.com, Universidad Complutense de Madrid].

.

De este modo, la tónica sería la siguiente: como espectadores, accedemos paulatinamente con el punto de vista de Marty a un saber de la narración que primeramente estará siempre del lado de Cohle.

Es esta la posición de la interrogación.

Salter: How’s it going?

Desde donde asumimos, junto a Marty, como espectadores, que Cohle lo consigue.

Marty: He is getting it.

Cohle: You should sign that.

Terminará González Requena diciendo,

«(…) se trata, en lo esencial, de la misma estructura de organización del punto de vista que encontráramos en The Searchers».

[GONZÁLEZ REQUENA, Jesús, Edipo II. Del odio a la promesa, Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual, Sesión del 09/10/2015, Seminario en línea, www.gonzalezrequena.com, Universidad Complutense de Madrid].

.

Finalmente, si,

«(…) la estructura del relato clásico –The Searchers– se nos descubre en lo esencial configurada por la estructura misma del proceso edípico»,

[GONZÁLEZ REQUENA, Jesús, Clásico, Manierista Postclásico: los modos del relato en el cine de Hollywood, Castilla Ediciones, 3ª Ed., Valladolid, 2012, Pág. 195].

.

su huella en True Detective habrá de colocarnos, junto a Marty, como espectadores, en el lugar del punto de vista del hijo, frente a esa opacidad en el punto de vista y en el saber narrativo que Cohle, en el lugar del padre, detenta.


Marty: identificación-padre

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Si tanto la ambivalencia de sentimientos freudiana,

Frames 1º y 3º ampliados.

como el punto de vista narrativo del hijo,

están desplegados sobre Marty en una dialéctica con el complejo paterno, y por lo tanto con la trama edípica; habremos de explorar otra arista de la misma, aquella que determina precisamente su resolución: la identificación-padre, tal y como la presenta Freud.

«(…) en la demolición del complejo de Edipo tiene que ser resignada la investidura de objeto de la madre. Puede tener dos diversos reemplazos: o bien una identificación con la madre, o un refuerzo de la identificación-padre. Solemos considerar este último desenlace como el más normal».

[FREUD, Sigmund, El yo y el ello, Amorrortu Ediciones, Vol. XIX, 1991, Pág. 34].

.

Para validar dicha afirmación de Freud, podríamos decir que ese que ha odiado y admirado al padre,

Frames 1º y 3º ampliados.

organizando su punto de vista en torno a él,

habrá de acceder también al acto que le aguarda a través de la mediación del que actúa como padre. Cohle se lo enseña:

Cohle: Marty.

Cohle: But there were other times,

Sin olvidar, como hemos tratado anteriormente, que ese acto en True Detective es tanto un acto sexual como criminal. Así que, orbitando alrededor de la escena criminal, resonará la autoridad, la vigilancia y la la carga del padre.

Marty: (There can be a burden)

Marty: (in authority, in vigilance,)

Marty: (like a)

Marty: (father’s burden.

Veamos entonces dónde se dimensiona esa autoridad del padre en Freud:

«La autoridad del padre, o de ambos progenitores, introyectada en el yo, forma ahí el núcleo del superyó, que toma prestada del padre su severidad, perpetúa la prohibición del incesto y, así, asegura al yo contra el retorno de la investidura libidinosa de objeto».

[FREUD, Sigmund, El yo y el ello, Amorrortu Ediciones, Vol. XIX, 1991, Pág. 184].

.

Conformando esa autoridad del padre el núcleo del superyó, que es una vigilancia –in vigilance– y una carga –father’s burden.

Por lo que podríamos ensayar a afirmar en True Detective que esa prohibición del incesto no
es otra cosa que la prohibición del acceso, sin la mediación del padre, a esa escena criminal, o sexual, que está de fondo en todo incesto.

Cohle: This is gonna happen again,

Cohle: or it’s happened before.

Cohle: Both.

Tomando como referencia este acceso mediado al acto, podemos entender mejor cómo cristalizará esa identificación-padre de la que habla Freud. Así, los pasos de Marty serán idénticos a los trazados primeramente por Cohle a la hora de adentrarse en el laberinto de Carcosa, la guarida última del monstruo.

Primeramente Cohle,

Siguiéndole, Marty.

Para, desde donde el propio Cohle estaba, llamarle.

Marty: Rust?

Y que éste vuelva a indicar el camino a seguir.

Cohle: Yeah!

Unos pasos, por cierto, que les llevan a colocarse por igual sobre esa potencia cuya simbología emerge en True Detective: la diosa.

Frame 2º ampliado.

La cual anteriormente descubríamos de la mano de González Requena.

Frame ampliado.

En concreto, la inminente entrada en la guarida del monstruo conduce a colocarse sobre su hendidura, en tanto diosa, y no Dios.

Frame 2º ampliado.

Cuyo interior alberga, en la cabaña en la que está representada, a aquel padre, sometido y crucificado sin Cruz.

Frame 1º ampliado.

Una relación que recuerda cómo aquella diosa pareciera enfrentarse, por oposición directa, a la Cruz del padre.

Frames ampliados.

A la que habría que añadir la siguiente dialéctica de enfrentamiento.

Frame 1º ampliado.

Un enfrentamiento en extremo desequilibrado, porque ella pareciera haberse tragado al padre.

Recapitulando, literalmente los pasos de Marty serán idénticos a los de Cohle, identificado con él.

Bajo el punto de vista de Marty, el espectador atravesará el umbral tras el cual el monstruo aguarda.

Para así, al final, disparar su arma por primera vez.

Cobrará, ahora sí, sentido esa escena de The Searchers que Marty viera en su apartamento, como apunta González Requena:

«No nos es mostrado en cualquier escena de The Searchers, sino precisamente en aquella en la que se dispone [Marty] a disparar un arma por primera vez en su vida».

[GONZÁLEZ REQUENA, Jesús, Edipo II. Del odio a la promesa, Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual, Sesión del 09/10/2015, Seminario en línea, www.gonzalezrequena.com, Universidad Complutense de Madrid].

.

Frame 2º ampliado.

Y es que el cuestionamiento de que Marty no haya disparado aun su pistola no es asunto menor: viene arrastrando desde el primer capítulo, por boca de sus hijas.

Audrey: Dad’s never shot anybody.


Ahora la niña pregunta a Cohle, curiosa.

Audrey: Have you fired your gun?

Maggie irrumpe entre la pregunta y la respuesta.

Maggie: Audrey.

Y Cohle responde que sí lo hizo.

Cohle: Yes.


Cohle: Identificación-padre

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Y si son los mismos pasos los de Marty que los de Cohle a la ahora de adentrarse en lo monstruoso, digámonoslo de otra forma, de enfrentarse a lo real.

Habrá, por lo tanto, que preguntarse ¿qué es lo que guía al propio Cohle para enfrentarse a lo real? El recuerdo del propio Cohle en el momento que avanzamos por primera vez hacia la guarida del monstruo puede respondernos.

Cohle: Man, that place… I never…

Cohle: That day, it reminded me of my pop talking about ‘Nam

Cohle: and the jungle thing.

Nos referimos al padre de Cohle –pop. Un padre al que Marty también hará referencia, mientras sigue al propio Cohle.

Marty: Now, Rust’s dad taught him bowhunting.

Cuyas enseñanzas sobre caza –bowhunting-, ayudaron a Cohle a percatarse de ello: del peligro de lo real.

Para frenar, en el instante preciso, el empuje de Marty.

Permitiendo que pueda seguir caminando detrás suya. Es más, impidiendo que explote.

De modo que para Cohle sí habrá una referencia a la hora de guiar a Marty y enfrentarse a lo real: su padre. Pero es una referencia tan opaca que no se encuentra atisbo visual alguno de ella en toda la serie, tan solo las palabras que, desde el recuerdo, lo invocan.

Ello no debería extrañarnos porque, como vimos, era ahí, en el fundido a negro y en la suspensión del relato, donde las aristas que tocan al padre cobraban densidad.

Qué suplemento de sentido aportamos ahora a este plano, al ver a Marty y Cohle encaminarse al fundido juntos; ahí donde tenía lugar, para la experiencia Cohle, el encuentro con su padre.


El padre de Cohle

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El final del último capítulo estará marcado por el enfrentamiento contra el mosntruo.

Erol: Now, take off your mask..

Donde Cohle, herido en el costado, quedará suspendido en el abismo de la muerte.

(…)

Y tras volver a la vida, como si de un resucitado se tratara,

>

hará referencia a ese encuentro con el padre.


Cohle: waited for me there.

Cohle: So clear.

Cohle: I could feel her.

Cohle: I could feel…

Cohle: I could feel a piece of my… my pop, too.

Un encuentro que nos conecta con ese fundido a negro que suspendía dicho abismo de la muerte.

Acto seguido de la descripción de este encuentro con el padre y la consiguiente abreacción de Cohle, irrumpirá una asociación libre de Marty,

Marty: once, maybe, about you used to…

que preguntará por el relato sobre unas estrellas.

Marty: you used to make up stories about the stars?

Así, Cohle relatará a Marty la metáfora de las estrellas, que se constituirá como el último parlamento de la seire.

Cohle: It’s just one story.

Cohle: The oldest.

Marty: What’s that?

Cohle: Light versus dark.

Una metáfora que remite a un espacio concreto en la vida de Cohle: las noches estrelladas de Alaska.

Cohle: Yeah, that was–

Cohle: that was, um,

Cohle: in A… Alaska,


Cohle: under the… under the night skies.

Alaska es un territorio atribuible al padre porque es ahí donde pasó Cohle su juventud con él, hasta que lo abandonara, marchando a una región diametralmente opuesta de EE.UU: Luisiana. Región ésta, por lo demás, similar a aquella otra que localiza al padre y que también sería el opuesto a Alaska: Vietnam.

Gilbough: Cohle ever talk about his parents?

Marty: No. Little bit. About his dad.

Marty: Alaska, ‘Nam.

Será Alaska, por lo demás, un territorio al que solo Cohle retornará momentáneamente.

Cohle: Functional.

Cohle: but hammered.

Cohle: Went back to Alaska, spent 8 years working

Para luego regresar definitivamente al encuentro con el monstruo de Luisiana, que recuerda tanto a Vietnam, o mejor dicho, a lo que el padre Cohle le contó de Vietnam.

Cohle: That day, it reminded me of my pop talking about ‘Nam

Por lo que Lousiana es a Cohle lo que Vietnam es a su padre. Y Alaska, con sus noches estrelladas, el territorio del encuentro entre ambos; un lugar diametralmente opuesto tanto a la jungla de Vietman como al calor y a la naturaleza descontrolada de Luisiana. Esto es: un espacio opuesto a eso de la jungla: the jungle thingh.

Cohle: and the jungle thing.

Podríamos decir entonces que el cielo estrellado de Alaska comparece como un espacio completamente opuesto a la naturaleza invasora y violenta que, como hemos visto, se expande por toda la serie.

Y solo en este territorio del cielo estrellado de Alaska, bien lejano a la tierra de Luisiana, el padre comparece. Un espacio del que no hay registro visual en la serie; estaríamos hablando entonces de un espacio altamente idealizado, espiritual, si cabe. Estando ello en consonancia con esa Cruz del Padre que se oponía directamente a la jungle thingh o naturaleza de Luisiana.

Y solo en un espacio tan idealizado como Alaska puede cristalizar la conciencia de la deuda. De la que depende, por cierto, el ser o no ser un hombre.

Cohle: A man remembers his debts.

Y habrá un elemento nuclear de ese territorio idealizado de Cohle: sus estrellas.

Cohle: under the… under the night skies.

Tanto, que construirá una metáfora con ellas: la de que combaten, con su luz, a la oscuridad.

Cohle: Light versus dark.

Una luz que ocupará la última oración Cohle y de la serie, concluyendo la metáfora al decir que, a pesar de todo -a pesar del fondo oscuro del universo- la luz está ganando.

Cohle: If you ask me, the light’s winning.

Para así, mediante una paranorámica vertical ascendente, fundirse la serie con el cielo estrellado.

Hacia unas estrellas casi imperceptibles pero, sin embargo, presentes.

A estas alturas, podemos decir que en esta metáfora de las estrellas estaría la latencia de algo real en la experiencia de Cohle. Sobre todo si nos paramos frente al último plano de la serie, el de las estrellas, como decimos, casi imperceptibles pero presentes,

al cual llegamos como si la serie misma fundiera hacia negro.

Decimos, la latencia de algo inconsciente detrás de la metáfora de las estrellas, como aquello que se colocaba detrás de la cabeza de Marty que, según González Requena,

«se encuentra como constituyendo su fondo, como sugiriendo que ese relato está instalado en el interior del personaje, más allá y más dentro que esa pantalla a la que llamamos conciencia».

.

[GONZÁLEZ REQUENA, Jesús, Edipo II. Del odio a la promesa, Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual, Sesión del 09/10/2015, Seminario en línea, www.gonzalezrequena.com, Universidad Complutense de Madrid].

.

Algo que también se coloca literalmente detrás de la cabeza de Cohle, constituyendo su fondo: una estrella. Ampliemos.

Frames ampliados.

En el instante preciso que se enuncia que la luz -de las estrellas- está ganando.

Cohle: If you ask me, the light’s winning.

Esto es, una estrella del cielo estrellado de Alaska que penetra en la cabeza de Cohle y que, más allá y más dentro de esa pantalla que llamamos consciencia, sustituye y alberga una verdad subjetiva: su padre.

Despejándose finalmente la interrogación sobre la identidad de esa figura con la que iniciábamos el análisis.

Solo de esta manera podríamos hallar en este plano la localización más irrepresentable y espiritual de toda la serie: Alaska.

Frame ampliado.

De una atmósfera tan austera y fría, que pocas réplicas tiene en la Luisiana de la serie. Entra ellas, ésta.

Donde la Cruz vuelve a estar en esa contigüidad especial con la cabeza de Cohle que tratábamos al comienzo del análisis.

Frames 4º y 5º ampliados.

Una atmósfera, por lo tanto,

Frame ampliado.

toda ella desmaterializada, diríamos, sublimada, que conforma el fondo de la cabeza de Cohle.

Y en cuya figura recortada por ese fondo se anclan todas las aristas del padre.

Un padre tan opaco y con un punto de vista tan inaccesible como todas las figuraciones del padre que cruzan True Detective.

Frame 3º ampliado.

A través de las cuales podemos restituir el eje que articula todo el punto de vista en True Detective.

De Marty a Cohle,

y de este a su padre.

Frame 1º ampliado y volteado horizontalmente. Frame 2º ampliado.

Freud / Lacan

Ética: Lacan / Freud

Jesús González Requena
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2017

Las líneas que siguen tienen por objeto mostrar hasta que punto la concepción de la ética de Jacques Lacan -lo que él denomina la ética del psicoanálisis- contradice de manera directa y total la concepción de Sigmund Freud, por más que el autor francés pretenda, a lo largo de su Seminario 7 atribuir al fundador del psicoanálisis los fundamentos de su reflexión sobre este asunto.

«Si hay una ética del psicoanálisis -la pregunta se formula-, es en la medida en que de alguna manera, por mínima que sea, el análisis aporta algo que se plantea como medida de nuestra acción -o simplemente lo pretende.»

[Lacan (06/07/1960): La ética del psicoanálisis (1959 – 1960), texto establecido por Jacques-Alain Miller, Traducción de Diana S. Rabinovich. Unica edición autorizada. Responsables de la edición en castellano de el seminario: Jacques-Alain Miller y Diana S. Rabinovich, Ediciones Paidós, p. 370.]

La fórmula condicional de este enunciado -si hay una ética del psicoanálisis…- da al mismo el carácter de una pregunta, a la vez que sugiere una respuesta positiva que va a ser aportada solo tres páginas más adelante. -Y debe tenerse en cuenta que nos encontramos en el último capítulo, el de llegada, por decirlo así, de ese seminario:

«porque sabemos reconocer mejor que quienes nos precedieron la naturaleza del deseo (…), un juicio ético es posible, que representa esta pregunta con su valor de Juicio Final -¿Ha usted actuado en conformidad con el deseo que lo habita? Esta es una pregunta que no es fácil sostener. Pretendo que nunca fue formulada en otra parte con esta pureza y que sólo puede serlo en el contexto analítico.

«A ese polo del deseo se opone la ética tradicional.»

[Lacan (06/07/1960): La ética del psicoanálisis, p. 373]

Como puede verse, Lacan afirma que hay una ética del psicoanálisis porque hay, desde el punto de vista del éste, un juicio ético es posible: el que se establece a partir de una pregunda a la que se da el carácter de definitiva -dado el valor de Juicio Final que se postula para ella-: ¿Ha usted actuado en conformidad con el deseo que lo habita?

De modo que la conducta ética sería aquella en la que el acto fuera conforme con el deseo del sujeto, es decir, que apuntara a su realización.

Y ciertamente, tal es lo explícitamente afirmado pocas páginas más tarde con toda rotundidad:

«Propongo que de la única cosa de la que se puede ser culpable, al menos en la perspectiva analítica, es de haber cedido en su deseo.»

[Lacan (06/07/1960): La ética del psicoanálisis, p. 379.]

Y por cierto que en esta nueva afirmación que viene a confirmar la anterior, se incluye el asunto de la culpa, compañero inevitable de la reflexión ética.

De modo que, sostiene Lacan, el acto ético es aquel que es conforme con el deseo del sujeto tanto como el acto no ético, el acto culpable, es aquel en el que el sujeto cede -es decir: renuncia- a su deseo.

Veamos ahora cual es la definición freudiana del acto ético:

«Ético es quien reacciona ya frente a la tentación interiormente sentida, sin ceder a ella. Pero quien alternativamente peca, y luego, en su arrepentimiento, formula elevados reclamos éticos, se expone al reproche de que arregla las cosas de manera harto cómoda. No ha realizado lo esencial de la eticidad, la renuncia, pues la vida ética es un interés práctico de la humanidad.»

[Freud (1927): Dostoievski y el parricidio, traducción de José Luis Etcheverry, Obras Completas, Vol. 21, Ed. Amorrortu, p. 175.]

Conducta ética es para Freud la que no cede a la tentación interiormente sentida, es decir, la que no cede al deseo, la que resiste la exigencia pulsional.

De modo que el rasgo mayor, esencial, definitorio de la conducta ética es, para Freud, la renuncia.

Que lo contenido este esté párrafo constituía una firme convicción freudiana es algo que resulta indiscutible por como el propio Freud se reafirmó en ello en una carta de contestación que escribió a una reseña que Theodor Reik, uno de sus discípulos, publicara sobre este texto y en la que éste ponía en cuestión la concepción de la eticidad sostenida por Freud

«Mantengo mi creencia en una norma social de ética científicamente objetiva y por eso no discuto el derecho del excelente filisteo a que su conducta sea considerada buena y moral, aunque le haya exigido muy escasa conquista de sí.»

[Freud (1927): Dostoievski y el parricidio, p. 174]

James Strachey introduce aquí una nota explicativa:

«Reik había escrito: “La renuncia fue otrora el único criterio de la moralidad; hoy es uno entre muchos. Si fuera el único, el excelente ciudadano y filisteo de torpe sensibilidad que se somete a las autoridades, y cuya falta de imaginación torna mucho más sencilla su renuncia, sería éticamente muy superior a Dostoievski”.»

Por lo demás, lo aquí expresado es del todo congruente con lo poco después afirmado en El malestar en la cultura sobre las dificultades de ésta para contener la pulsión de destrucción de los hombres y del papel de la ética en esa tarea:

«El superyó de la cultura ha plasmado sus ideales y plantea sus reclamos. Entre estos, los que atañen a los vínculos recíprocos entre los seres humanos se resumen bajo el nombre de ética. En todos los tiempos se atribuyó el máximo valor a esta ética, como si se esperara justamente de ella unos logros de particular importancia. Y en efecto, la ética se dirige a aquel punto que fácilmente se reconoce como la desolladura de toda cultura. La ética ha de concebirse entonces como un ensayo terapéutico, como un empeño de alcanzar por mandamiento del superyó lo que hasta ese momento el restante trabajo cultural no había conseguido.»

[Freud: (1929): El malestar en la cultura, p. 137-138]

Volvamos aquí:

«Propongo que de la única cosa de la que se puede ser culpable, al menos en la perspectiva analítica, es de haber cedido en su deseo.»

[Lacan (06/07/1960): La ética del psicoanálisis p 379]

«Ético es quien reacciona ya frente a la tentación interiormente sentida, sin ceder a ella. Pero quien alternativamente peca, y luego, en su arrepentimiento, formula elevados reclamos éticos, se expone al reproche de que arregla las cosas de manera harto cómoda. No ha realizado lo esencial de la eticidad, la renuncia, pues la vida ética es un interés práctico de la humanidad.»

[Freud (1927): Dostoievski y el parricidio, p. 175]

Lo neto de la oposición entre lo afirmado por Freud y lo afirmado por Lacan sobre la ética resulta especialmente patente en el uso, en sentido opuesto, de una misma palabra: la palabra ceder.

Para Freud, la conducta ética exige no ceder al deseo, mientras que para Lacan consiste no ceder en el deseo.

O en otros términos: renunciar -Freud- o no renunciar -Lacan- en el campo del deseo.

Y algo del todo semejante sucede, por tanto, por lo que se refiere a la culpa.

Si en Freud la culpa aparece por la presión del super-yo cuando el yo ha renunciado a cumplir uno de sus mandatos, en Lacan, en cambio, la culpa aparece en el caso opuesto: cuando el yo renuncia a cumplir su deseo.

Pero es evidente que eso supone, en la práctica, negar la culpa, rechazarla totalmente, cosa que sin duda habría de entusiasmar a buena parte del mundo intelectual europeo de esa década de los sesenta que acababa de comenzar cuando Lacan terminaba de impartir su seminario sobre la ética.

Una pregunta, a este propósito, es obligada: ¿por qué no reconoce Lacan que su posición sobre la ética es exactamente la opuesta a la de Freud, en vez de presentarla como una deducción lógica de los presupuestos freudianos?

Pues, como es sabido, Lacan siempre se presentó a sí mismo como el directo heredero teórico de Freud, como su mejor y más fiel intérprete.

¿Desconocía el texto de Freud Dostoiewski y el parricidio?

Si lo conocía -y es bien probable, dada la insistencia con la que retorna una y otra vez al tema del parricidio a lo largo de sus seminarios- mentía cuando presentaba su reflexión ética como heredera directa del psicoanálisis freudiano. Y si no lo conocía, eso diría bien poco de su autopresentación como el mejor especialista en la obra de Freud.

En cualquier caso, ya hemos mostrado como la misma noción de la ética está presente en El malestar en la cultura, texto insistentemente citado por Lacan, tanto en el seminario La Ética del psicoanálisis como en tantos otros.

Pero el asunto más notable ya no es que Lacan lo supiera o no lo supiera, asumiera conscientemente su impostura o se deslizara en ella sin darse cuenta del todo. Lo realmente llamativo, dado que su seminario sobre la Ética es uno de los más conocidos y citados, es que nadie, en el mundo lacaniano, se haya dado por enterado de la existencia de esta abultada contradicción.

Y ello, sobre todo, porque esta cuestión de la ética no puede para nada ser considerada marginal, dado que afecta de manera central a esa estructura teórica mayor del psicoanálisis que es el Edipo.

No solo porque la ética llega con el superyo en esa su fase final que es la del sepultamiento del complejo de Edipo, sino también porque se encuentra implícitamente implicada desde su comienzo mismo.

Pues, si la máxima ética lacaniana reclama no ceder en el deseo, ¿no entra en contradicción directa con esa primera ley que es la prohibición del incesto?

Ese ley que prohíbe precisamente ese mayor deseo que es el originario deseo incestuoso…

¿No late en la posición lacaniana, tal y como se manifiesta en el seminario sobre la ética, aquella interpretación ingenua del psicoanálisis que hicieran los surrealistas según la cual toda represión era impugnada en nombre de la libertad absoluta del deseo?

En rigor, lo máxima mayor de la ética del psicoanálisis lacaniana, en tanto que desafía toda represión, incluida por tanto esa primera represión que introduce el Edipo, parece más bien una invitación a la psicosis.

Por lo demás, conviene tener en cuenta que Freud no hubiera aceptado nunca la existencia de una ética del psicoanálisis. El motivo para ello es obvio: para él el psicoanálisis era una ciencia. Y del mismo modo que no tiene sentido hablar de la ética de la física o de la ética de la química, carece de sentido hablar de una ética del psicoanálisis.

Tiene sentido, en cambio, hablar de ética estoica, de ética cristiana o de ética comunista. ¿Por qué? Porque la proposición de un sistema ético -no digo de una teoría de la ética, sino de un conjunto sistematizado de principios éticos- es algo característico de toda concepción del mundo.

Conviene, a este propósito, leer la última de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1932), la treinta y cinco, que lleva por título En torno a una cosmovisión.

«el psicoanálisis. Como ciencia especial, una rama de la psicología -psicología de lo profundo o psicología de lo inconciente-, es por completo inepta para formar una cosmovisión propia; debe aceptar la de la ciencia.»

[Freud (1932): Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis]

Allí explica por qué el psicoanálisis, en tanto disciplina científica, no puede ser ni contener una concepción del mundo y que debe limitarse a hacer suya la concepción científica del mundo.

Pero, añade de inmediato, como concepción del mundo, la científica es netamente decepcionante, pues, por su propio caracter científico, no puede dar lo que las concepciones del mundo dan: explicaciones completas del mundo, de su origen y su sentido, y, por ende, una fundamentación totalizante de la conducta humana.

De modo que postular la existencia de una ética del psicoanálisis equivale a comenzar a dejar de pensar al psicoanálisis como una ciencia para comenzar a pensarlo como una concepción del mundo.

Y claro está; donde hay concepciones del mundo hay también, siempre, profetas.

Tal es lo es lo que sucede progresivamente a lo largo de la obra de Lacan, quien comenzó siendo el abanderado de la reivindicación del psicoanálisis como ciencia para ir cuestionando cada vez más acentuadamente este presupuesto hasta llegar a impugnar totalmente el carácter científico del psicoanálisis. -por lo que a ese historial se refiere, remitimos a El punto de quiebra del discurso lacaniano

(disponible en www.gonzalezrequena.com).

 

8. La Diosa

Jesús González Requena
True Detective II. La Diosa
Análisis de Textos Audiovisuales 2016/2017
sesión del 08/05/2017 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2017

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Dos religiones frente a frente

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Cohle: Marty.

Les decía el otro día que lo primero que se hace visible de la figura oculta tras el follaje es su pecho netamente femenino.

Es digno de anotar, también, que el plano se divide verticalmente en dos términos. A la derecha se encuentran las palabras del Evangelio de Marcos que hablan de Jesucristo y de su compasión, de su capacidad de limpiar y sanar. A la izquierda, esa figura femenina y animal a la vez que, rodeada de vegetación en vez de palabras, presenta un aspecto a la vez sucio y brutal.

¿No les parece, entonces, que nos encontramos ante dos religiones, frente a frente?

En su vértice, que parte el plano por la mitad, entre lo uno y lo otro, ambos detectives.

Y si los detectives son apropiada figuración de investigadores, es decir, de pensadores, y en el límite de filósofos, True Detective, más allá de la reflexión dramatizada de un debate filosófico, se proyecta hacia el origen mitológico-religioso mismo de la filosofía.

Nada facilita mejor comprender en qué ha devenido esta iglesia destruida que contraponerla a la mostrada en el primer episodio:

Ciertamente, aquella parecía ya amenazada por la naturaleza, en forma de ese gran árbol del bosque que la rodeaba con sus grandes ramas. Pero era con todo, todavía, un templo intacto, por oposición al otro:

La una se afirma como templo, la otra, devastada por el fuego -y fue un fuego lo que el asesino provocó la noche del crimen con el que se inició la serie-

y, arrasada por él, posee ahora el aspecto de un ave.

La diferencia se hace tanto más palpable cuanto el cineasta ha buscado formas semejantes de mostrar el acceso de Cohle a cada una de ellas:

En una el altar está ocupado por la cruz, mientras en la otra es la naturaleza, el bosque y el agua, lo que lo ocupa.

La primera es, propiamente, un templo: un espacio cerrado, protegido del mundo -y en primer lugar de la naturaleza exterior. La otra, en cambio, es ya solo un templo desmoronado, invadido por la naturaleza exterior.

Como si se anotara una regresión extrema a los tiempos más arcaicos en los que no había todavía templos y los ritos, como en el caso de los druidas, se realizaban en el bosque mismo. -Y no por casualidad, porque la naturaleza era para ellos lo sagrado mismo.


La diosa Naturaleza

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Así sucede aquí: es la diosa naturaleza la que se ha adueñado de este espacio. Una diosa cuya potencia de transformación, caos y violencia se manifiesta bien en las ruinas del templo cristiano que ha conquistado y derruido.

¿No les parece ésta una imaginería apropiada para unos tiempos como los nuestros en los que se ha dado por confirmada la muerte del Dios patriarcal?

Pero, claro está, siempre que anotemos, simultáneamente, que su trono no ha quedado vacío, pues ha venido a ser ocupado por una diosa materna más arcaica y poderosa: la naturaleza.

Cohle: But there were other times,

La figura crece y se centra en la misma medida en que la cámara se aproxima.

Es, desde luego, más grande y parece más poderosa que los hombres que la contemplan.

Ante ella, Marty se ve obligado finalmente a quitarse sus gafas de sol, con lo que participa también él de la visión:

Algo más, por cierto, podría decirse de ese tamaño: es también el de los psicópatas que le rinden culto y a los que los detectives deberán combatir:

¿No sería entonces oportuno reconocerlos como titanes, quizás incluso como poderosos seres arbóreos?

Por lo demás, resulta evidente que el Errol del dibujo posee el aspecto de uno de esos satiros a través de los que se manifestaba el Baco romano o el Dionisio griego.

Ahora, en cierto modo, Cohle la está tocando.

Pero de tocar hablan las palabras escritas al fondo. Destaca especialmente la palabra compasión, colocada justo sobre la cabeza de Cohle.

¿Hacia dónde se dirige ahora la mirada de ambos?

Es sin duda el pecho de la figura el que captura sus miradas provocando en ellos -como en el espectador- el más extrañado desconcierto.

Sobran los motivos: ello traduce bien el giro sorprendente que aporta este final del segundo episodio con respecto a lo que ocupaba el centro del primero.

¿Qué?

No hay duda:

la figura femenina cornuda se ha puesto de pie.

De modo que pervive como lo que ya es: una manifestación de la diosa a la que ha sido sacrificada.

(Cohle: I thought I was mainlining the secret truth of the universe.)

Me sentía alineado -conectado- con la verdad secreta del universo.

Ahora bien, ¿será esa verdad secreta del universo con la que se halla conectado esa diosa ante la que ahora se encuentran?



Hart repite el gesto de desvelamiento que hace un instante realizara Cohle.

Y éste, a su vez, pasa a ocupar el lugar en el que entonces se encontraba Hart.

Algo más debe ser añadido: no solo la figura femenina cornuda se ha puesto de pie. El enunciado completo es: se ha puesto de pie y amenaza a la cruz.


Su potencia visual se verá incluso incrementada en el comienzo del tercer episodio:


En el que, como se puede apreciar, la presencia de la cruz ha quedado totalmente difuminada.


Los focos y las cámaras ahora presentes parecen casi un comentario sobre el estado actual del espectáculo cinematográfico contemporáneo, fascinado por la emergencia de las fuerzas del mal.


(Theriot: You were as blind to Him as your footprints in the ashes, but He saw you.)

Les decía hace un momento que era como si la figura de la escena del crimen se hubiera levantado.

Ahora esa idea resulta especialmente evidente, pues las hierbas que trepan por la pared y que han sido apartadas para facilitar la toma de fotografías recuerdan la forma del árbol de la escena del crimen.


El vídeo del horror

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Pero en cierto sentido esta figura

se había levantado ya antes:

¿Cuál será su próxima aparición?

Bajo la forma de la versión moderna del Rey Amarillo. Pues El Rey Amarillo (1895) es un relato de Robert William Chambers (1865-1933) cuya idea principal es la de la existencia de un libro terrible a cuyo horroroso hechizo no puede escapar quien llega a leerlo.

True Detective reactualiza esta idea en forma de vídeo: un insoportable vídeo snuff que marca indeleblemente a todo el que lo ve.

Y bien, ahí la tienen, de pie, esta vez en forma de niña.

Pero igualmente coronada.

Y ascendiendo a lo que a todas luces es un trono.

Esta nueva versión del libro del horror en forma de vídeo es una evidente referencia al abismamiento de nuestra cultura contemporánea en el espectáculo pornográfico.

Y por cierto que el propio televisor exhibe ahora la corona cornamentada como lo hace la pequeña niña que vemos en el vídeo avanzar hacia su inmolación.


Y luego siendo dispuesta para ser sacrificada

por figuras disfrazadas de animales.

Como ven, es la misma ambivalencia de la que venimos hablando todo el tiempo: reina coronada y víctima sacrificial.

Pero sucede que eso, tal y como lo atestigua Frazer en La rama dorada, era frecuente en las mitologías agrarias primitivas donde se realizaban sacrificios humanos en los que las víctimas eran representaciones de los dioses a los que esos mismos sacrificios se destinaban.


Apoteosis final

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Y, finalmente,

Errol: Them flies are gettin’ thick.


aquí la tienen de nuevo.

Escondida tras un arbusto, a la izquierda. Luego hacia el centro, bajo la figura de un árbol negro. Y, finalmente, corriendo entre las estrellas y las flores.

Indiscutible, inconfundible tanto su corona cornuda como su sexo femenino.

La veremos mejor más adelante:


Aquí la tienen, de nuevo.

Pero la van a ver con mucha mayor precisión de inmediato.



No hay duda de que es una diosa la que idolatran los criminales de True Detective. De modo que el Rey Amarillo no es el dios de esta religión loca y arcaica, sino solo su supremo sacerdote.

Aunque nunca se dice verbalmente en la serie, sí se dice, como ustedes están viendo, visualmente, con total explicitud. De hecho, en este momento es la mirada de Cohle la que conduce nuestra mirada al sexo de la figura.

Vuelve a aparecer después, cuando Marty sale de la cabaña en la que el criminal tiene atado a su padre.

Aquí tienen de nuevo, mucho más nítidas ahora, las tres figuras cornudas que veíamos al comienzo del episodio.

La que está debajo del árbol se encuentra arrodillada, como lo estaba el cadáver de la víctima al comienzo de la serie.


Marty: Rust?

Y el cineasta nos devuelve, a propósito de Marty, la misma combinación visual con la imagen de esa diosa que ya construyó a propósito de Cohle.

Cohle: Yeah!

Marty: Rust!

Cohle: Here!

Es una figura poderosa y amenazante, la que extiende sus brazos en torno a la cabeza de los dos detectives:

Y es la figura femenina que se encarna una y otra vez en las víctimas de la serie:

Es, en suma, la diosa naturaleza,

la que ha apresado y sometido al padre

a sus ciclos de lujuria y sometimiento.

Hasta aquí la presencia explícita de esta diosa arcaica.

Pero resulta obligado ahora preguntarse hasta donde alcanza su presencia implícita a lo largo de la serie.

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5. Pasiones anales

Jesús González Requena
True Detective II. La Diosa
Análisis de Textos Audiovisuales 2016/2017
sesión del 03/04/2017
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2017

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La casa de Dora

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Antes Dora no era así,

sino así:

Pero siempre pesó sobre ella una amenaza más o menos difusa:

Y digo difusa porque así es visualizada por el cineasta: observen la imagen desenfocada, difusa, de la izquierda.

Mrs. Kelly: Rolled over near Rowan, Oklahoma.

¿La llevaría su padre a esa fiesta loca donde ella estaba situada ya en el lugar de la víctima indefensa?

Retrocedamos lo justo para ver como se introduce esta escena en la que contemplamos la imagen de Dora niña:

Un pequeño ejército de niñas como la propia Dora estaban ahí, al borde de la carretera, como pequeñas prostitutas con sus cigarrillos, víctimas plausibles de cualquier agresión.

(Marty: Do you remember the last time you saw your daughter Dora?)

La pregunta -que pertenece ya a la escena siguiente- va dirigida a la madre de Dora, y hace sugerir que esa madre debió desocuparse bien pronto de su hija, como lo han hecho las madres de esas otras niñas que ahora muestra la imagen.

Cosa que, por lo demás, la respuesta de la madre confirma implícitamente.

Mrs. Kelly: It was a

Mrs. Kelly: horrible, horrible thing.

Horrible, horrible.

Pero ¿qué?

¿Que esas niñas estén solas y expuestas ahí, en el borde de la carretera? ¿O que la madre sea incapaz de responder sobre cuando vio a su hija por última vez y solo hable de la noticia de su muerte como de una noticia televisiva que no podría tener que ver con ella?

Mrs. Kelly: We saw it on TV. What we were in the clutches of. And I prayed, I prayed for that woman’s family.

El fondo de la psicosis se hace presente de inmediato en esta mujer que habla de sí misma como si fuera otra.

Mrs. Kelly: And it’s me.

Era por ella misma por la que yo rezaba sin saberlo.

Mrs. Kelly: H’s me.

Marty hace un gesto compasivo. Cohle, en cambio, hace la pregunta precisa. Esa pregunta que, ya lo hemos dicho, reaparece, de una u otra manera, una y otra vez a lo largo de la serie.

Cohle: Mrs. Kelly, what about her father?

¿Y el padre?

¿Qué pasa con el padre?

¿Dónde estaba el padre?

Cohle: Did they have a relationship?

Y la pregunta lo es, también, por el incesto, como lo confirma de inmediato el modo de escucharla de la madre:

Mrs. Kelly: Why?

Mrs. Kelly: What have you heard?

¿Qué ha oído?

Algo debe haber oído, porque todos hablaban de ello. ¿De qué?

Cohle: I heard he passed. Is that correct?

Cohle dice haber oído sobre la muerte de ese padre.

Pero lo que responde la madre -esta mujer patentemente loca- es que su marido abusaba de su hija con su implícito beneplácito:

Mrs. Kelly: Why wouldn’t a father bathe his own child?


Marty se desconcierta: ¿hacia esa mujer había manifestado él su compasión?

Marty: Ahem.

Cohle, en cambio, lo daba por descontado. Y busca, en la casa, los indicios de la historia sumergida.

Marty: We, uh, were just wondering how

Marty: they got on, ma’am.

Así, una religiosidad que nunca fue mucho más que una mera tapadera sentimental menos eficaz que los barbitúricos que consume esa madre.

Mrs. Kelly: He died on the road.

Mrs. Kelly: He drove a Peterbilt,

Y todo ello mientras habla de la muerte de ese padre incestuoso.

Mrs. Kelly: and he took an exit too fast.


Es entonces cuando nos es mostrada la fotografía de la Dora niña.

Una niña que debió de dejar de serlo demasiado pronto, por efecto de esa excesiva velocidad con la que el padre era conducido por su violenta pulsión.

¿No es la muñeca que acompaña a la niña sonriente la que declara la tristeza de ese acceso prematuro a la edad adulta?

Y por cierto, hablando de muñecas, ¿cómo no colocarla en la serie de las que aparecerán en el episodio 8?:

Y hablando de madres. ¿No es sorprendente el parecido entre la vieja dama cuya imagen aparecerá en ese mismo episodio junto a esas muñecas y la madre de Dora Lange?

Como ven, en algún lugar totalmente inconsciente para el espectador, es percibida la eterna pesadilla de la repetición.

Mrs. Kelly: Rolled over near Rowan, Oklahoma.

¿A qué extrañas fiestas llevaba el padre de Dora a su hijita?

Hagamos una ampliación:

El mismo gesto triste y desconcertado, también un cabello y un peinado muy semejante.

Mrs. Kelly: May 11th,

Mrs. Kelly: 1984.

Cohle: When was the last time you talked to her?

Cohle repite la pregunta del inicio. Pero es una pregunta a la que nunca responderá esta madre, pues ni siquiera lo recuerda.

Mrs. Kelly: You know, she’s always been in some

Mrs. Kelly: kind of trouble. I thought things were getting better.

Mrs. Kelly: Got away from Charlie.

Mrs. Kelly: She came by not too long ago, maybe a month.

Cohle, por su parte, lo ve todo,

Mrs. Kelly: She didn’t talk about her daddy none.

Mrs. Kelly: Said shed been going to church.

Es un círculo vicioso: alejándose del padre incestuoso, Dora buscó refugio en la iglesia, donde, sin embargo, acabó convertida en víctima sacrificial de una religión prepatriarcal.

Y ese círculo vicioso está por todas partes y podría llegar a contaminarlo todo.


Las chicas de Hart

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A Hart le gustan jovencitas de aspecto casi colegial.

Segundo episodio:

Sexto episodio:

Beth: to see you. I’ve been thinking about something all week.

Marty: Don’t.

Beth: Ever since last time.

Marty: Don’t, OK? I just…

Beth: Haven’t been able to think of anything else, tell you the truth.


Episodio dos:

Marty: Mmm.

Episodio seis:

Beth: Ahh! Ahh!

Marty: Ahh!

Beth: Ahh! Ahh!

Marty: Oh Yeah.

Beth: Ahh! Ahh!

Marty: Oh Yeah.

Beth: Ahh! Ahh!

Beth: Ahh! Ahh! Ahh! Ahh! Ahh!

Marty: Ahh!

Beth: Ahh!

Marty: Arg!

Beth: Ahh! Ahh! Ahh!


(Papania: What happened in 20…)


Hart y Lisa: la niña y las esposas

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Veamos a continuación la escena del diálogo entre Hart y Lisa que sigue a la realización del acto sexual y reparemos en los dos elementos escenográficos de los que se sirve el cineasta para caracterizar al personaje femenino.

Ambos están presentes desde el comienzo.

El primero es, desde luego, las esposas sobre las que llama la atención explícitamente la narración -ella se las está quitando, es decir, el acto ha concluido.

Pero el otro elemento, que carece de presencia propiamente narrativa -nadie hace nada con él, nadie lo señala ni lo nombra-, que es, por tanto, meramente escenográfico, se encuentra bien cerca de esas esposas. Se trata de la fotografía que se encuentra sobre la encimera de la cocina.

Aun cuando, como les digo, carece de presencia propiamente narrativa, es evidente que el cineasta se toma buen cuidado en hacernosla ver: está muy cerca de los dos personajes e incluso del acto narrativo que protagoniza en este momento la imagen -la apertura de la esposa que encadena la mano derecha de Hart.

Y, a la vez, es igualmente notable que, a pesar de esa proximidad, Lisa no la tapa en ningún momento. De modo que la vemos, pero la vemos sin verla, es decir, sin que lleguemos a hacer una constatación cognitiva de su presencia, pues, estando ahí, esa presencia no es en ningún momento subrayada.

De modo que, si al final del visionado del episodio, se preguntara a los espectadores si la recuerdan, contestaríán con toda probabilidad que no.

Marty: What’d you do last night? I called up here late.

¿Qué vemos en esa fotografía?

Aunque por ahora se nos muestra borrosa, todo parece indicar que presenta a dos adolescentes -un chico y una chica- y a una niña pequeña.

Lisa: What were you doing?

Aquí la tienen. Sigue estando desenfocada, pero es a la vez bien visible. Se trata, patentemente, de una niña. Su brazo está extendido hacia la izquierda como los brazos de Lisa lo están hacia la derecha.

En lo que sigue vamos a verla desaparecer y aparecer tras ellos.

Marty: Working.

Marty: Was thinking about dropping by. Where were you?

Pero, finalmente, no hay duda de que la vemos muy bien.

Le sigue un primer plano de Lisa.

La deducción es obvia: esa niña es Lisa de pequeña. Se encuentra -veamos una ampliación- acompañada de sus hermanos mayores.

Pero, de hecho, la presencia de estos es irrelevante: no tiene otra función que hacer plausible que esa foto de ella misma se encuentre ahí.

Lisa: I was out with girlfriends.

Marty: Uh-huh. Well, I don’t like that.

Lisa: What, you’re jealous?

Se dan cuenta ahora de hasta que punto es notable la presencia de esa foto que ahora podemos ver mejor. El lento travelling semicircular que sigue va a mejorar su visualización.

Marty: Don’t be stupid.

Marty: I just mean that there’s a crazy man out there,

¿Y no les parece que ese movimiento del brazo de Lisa podría tener por motivo conducir nuestra mirada hacia esa foto? Del mismo modo que el brazo de la niña de la foto pareciera apuntar ahora hacia Lisa.

En todo caso, reparen en que ahora ambos elementos están nítidamente reunidos en la imagen y claramente ligados a los dos personajes.

Una ampliación lo mostrará mejor:

Si lo piensan en términos de altura, comprobarán que la foto está más ligada a Lisa, tanto como la cadena de las esposas lo está a Hart.

Ahora bien, no hay que considerar menos el hecho de que la foto mantiene una especial relación con Hart: se encuentra justo sobre su cabeza, tanto como las esposas se encuentras tras ella.

Marty: and, uh, he’s killing women.

Lisa: Wait, you mean that girl again, that Satanic thing?

Lisa: Everyone’s still talking about that at the courthouse.

En lo que sigue, la escena va a pasar a organizarse en un sistema de plano / contraplano, con respecto al cual éste podría ser considerado el plano máster.

Veamos como juegan, en la reordenación plástica de ese sistema, la foto y las esposas.

Marty: It’s not just her.

Marty: There’s more.

Lisa: There’s more? Really?

Aquí tienen las esposas.

De su posición podemos decir dos cosas, ambas relevantes: la primera, que se encuentran entre ambos, como elemento que media -y caracteriza- su relación.

La segunda, que se encuentran justo detrás de la cabeza de Marty y su cadena pareciera que le atrapara por el cuello.

Marty: Yeah, well, we’re not saying, keeping it out of the press,

Marty: but we’re thinking that he’s been doing this awhile.

Lisa: Wow.

Marty: Yeah, so no need to go out. You just have a drink here.

Contraplano.

Lisa: I can’t meet a nice man at home.

No hay duda ya de que la niña de la foto es ella misma; pero no solo eso: ambas presentan la misma posición de la cabeza, la misma inclinación hacia la derecha y muy semejante mirada ensoñadora.

De modo que entre ambos están las esposas y la foto infantil.

Las esposas ya son en sí mismas un elemento perverso -no hago juicio alguno, es la descripción literal del tipo de juego erótico que ellos han practicado-, pero ese componente perverso se multiplica desde el momento en que combinamos las esposas con la niña. Con esa niña que en cierto modo ella es, o ella es para Marty, o ambas cosas.

Como ven, los dos elementos escenográficos señalados son los idóneos para visualizar y a la vez profundizar en aquello que se hace oír en el diálogo.

De modo que ocupémonos ahora de él:

Hart: What’d you do last night? I called up here late.

Hart le pregunta a ella por lo que hizo la noche anterior: ¿la trata como lo haría un amante celoso o como un padre preocupado?

Lisa: What were you doing?

Hart: Working. Was thinking about dropping by. Where were you?

Y por cierto que ella da la que podría ser la respuesta de una hija adolescente.

Lisa: I was out with girlfriends.

Hart: Uh-huh. Well, I don’t like that.

Hart: What, you’re jealous?

Él está ciertamente celoso, aunque lo niega.

Marty: Don’t be stupid.

Y hace el discurso de un padre preocupado por la seguridad de su hija.

Hart: I just mean that there’s a crazy man out there, and, uh, he’s killing women.

Pero, claro está, eso no excluye los celos.

Precisamente la presencia de esa niña ahí insinúa la vía de la combinación: un padre preocupado y celoso de las salidas de casa de su hija.

Ciertamente la niña de la foto no es una adolescente: se encuentra por su edad más cerca de las hijas del propio Hart:

Como ven, ese es el alcance mayor de la foto de Lisa niña: establece su conexión con las otras niñas de True Detective.

Que no son, claro está, tan solo estas tres, pues hay que añadir sin duda a Marie Fontenot, y al fantasma de la hija de Cohle.

Lo podríamos formular así: ¿a quién ve Hart cuando mira así a Lisa? -pues éste es un plano semisubjetivo.

Lisa: Wait, you mean that girl again, that Satanic thing?

Ciertamente, la cosa satánica está en juego.


Beth y el diablo

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Lisa: Wait, you mean that girl again, that Satanic thing?

Ciertamente, algo satánico atrapa a Hart.

Ello será literal y expresivamente anotado en el episodio seis:

El foco cambia del ángel al diablo,

mientras ambas figuras se mueven al ritmo de las vibraciones provocadas por el acto sexual que está desarrollándose fuera de campo.

Pero sería más exacto decir que se trata de una diablesa de aspecto infantil. El registro perverso se concreta: de lo infantilmente angelical a lo infantilmente diabólico.

Queda, sin embargo, una tercera figura que solo al final de la escena obtendrá el foco.

Marty: Mmm.

Es desde luego infantil el mundo de Beth.

Beth: (moaning)

Marty: Oh!

Beth: Ah! Ahh! Ahh! Ahh!

Beth: Ahh! Ahh!

Marty: Ahh!

Beth: Ahh! Ahh!

Marty: Oh Yeah.

Beth: Ahh!

Beth: Ahh!

Marty: Oh Yeah.

Beth: Ahh! Ahh!

Beth: Ahh! Ahh! Ahh! Ahh! Ahh!

Marty: Ahh! Arg!

Beth: Ahh! Ahh! Ahh!

En la caída que sigue al final del acto, en ese momento en que la imago del deseo se desvanece, Hart lo ve.

La imagen se enfoca progresivamente. La diablesa sigue en el centro, pero el foco se localiza en la figura en primer término, con alas, pero sin rostro.

Papania: What happened in 20…]


La escena de Audrey

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Y bien, los muñequitos de Beth tienen algo que ver con los de las hijas de Hart:

Aquellos muñecos que desconcertaban a Hart pero que este lograba olvidar enseguida:

Audrey: You don’t have a mommy or daddy anymore.

Ya no tienes mamá ni papá.

Audrey: Yeah, they just died in an accident.

Maisie: How?

¿Qué hay tras el más ingenuo rostro infantil, como el que presenta el dibujo que cubre la puerta que ahora Hart está abriendo?

Audrey: In a car accident.

¿Por qué un accidente de coche?

Piénsenlo.

Audrey: Someone…

Marty: Dinner-time, kids. Go to the kitchen.

Audrey: Are

Audrey: you coming?

En la pregunta de Audrey late la queja ante las reiteradas ausencias de Hart.

Marty: Yeah, of course. I’m starving.

¿Y que me dicen de la respuesta de Hart?

¿No nombra el motivo de su ausencia?: esa hambre suya que le empuja hacia sus amantes.

Audrey: Really?

¿Realmente?

Audrey no termina de creérselo.

Marty: Yeah, really.

Maisie: Good.


El rostro del dibujo infantil y el rostro de Hart se encuentran ahora en sintonía.

Ciertamente no es la escena de un accidente de coche, sino la de una violación colectiva.

(Cohle: You know, I think about my daughter now.)

Resuenan sobre el final de esta escena las palabras de Cohle que conviene volver a oír, esta vez desde el punto de vista de su relación con la historia de Hart.


Cohle: And what… What she was spared.

Su hija, viene a decirnos, se ha librado de eso que ya padecen las hijas de Hart.

Cohle: Sometimes I feel grateful. Doctors said she didn’t feel a thing, went straight into a coma. And then, somewhere in that blackness, she slipped off into another deeper kind.

Cohle: Isn’t that a beautiful way to go out? Painlessly. As a happy child.

Es evidente que Audrey ya no es una niña feliz.

Cohle: Hmm.

Cohle: Yeah, trouble with dying later is you’ve already grown up. Damage is done. It’s too late.

Como ven, todo viene a nombrar el drama de Audrey.

Cohle: You got kids?

Cohle: Mmm.

Cohle: I think of the hubris it must take to yank a soul out of nonexistence into this meat. And to force a life into this thresher.

Audrey ya está en la trituradora.

Cohle: And as for my daughter, she, uh… she spared me the sin of being a father.

Es entonces del pecado de ser padre de Hart de lo que también se trata.

Sigue, en todo caso, abierta la pregunta: ¿por qué un accidente de coche?

La respuesta viene también por boca de Cohle, en el comienzo de este mismo episodio dos.

Cohle: Back then, not sleeping, I’d la y awake thinking about women. My daughter, my wife.

Cohle: I mean, it’s like somethings just got your name on it, like a bullet or a nail in the road.

Aquí lo tienen: es ese clavo en la carretera el que provoca el accidente de coche.

No me detengo en ello porque ya analizamos estas palabras, basta ahora, por tanto, con anotar su conexión con la escena de Audrey.


El deseo de Audrey

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Audrey crece:

Marty: Oh.

Audrey: That is your team, Daddy?

Marty: Yeah, baby. That– I want them to win.

(Marty: You know the good years when in them,)

Hart no estuvo ahí.

Episodio cinco:

Marty: or you just wait for them until you get ass cancer and realize that the good years came and went?

Marty: Because there´s a feeling– you might notice it sometimes–

Marty: this feeling like life has slipped through your fingers…

Marty: like the future is behind you, like it´s always bee behind you.

Audrey se siente sola.

(Hart: You know, I cleaned up)

Pareciera estar escuchando a su padre.

Marty: but maybe I didn´t change, not the way I needed to.

Quizás no cambié.

Lo que pueden oír en el sentido de: fue lo mismo lo que siempre deseé.

(Maisie: Give it back.)

Audrey arrebata la corona a su hermana.

Quiere ser deseada.

A cualquier precio.

Maisie: Give it back!

(Marty: Rememeber what I said about)

(Marty: the detective´s curse?)

La maldición del detective se descubre entonces como una maldición de alcanza a su hija,

Marty: Solution to my whole life was right under muy nose– that woman those kids–

Entonces, ¿por qué no dio con ella?

Marty: and I was watching everything else.

Mirando en otra dirección, sí, pero sobre todo en el sentido de buscando cualquier otro objeto.

Es expresiva la metáfora del paso del tiempo que sigue.


El tiempo se escapa como la corona de Maisie.

(Hart: See, infidelity is one kind of sin, but my)

Un movimiento en espiral de la cámara muestra como la corona queda atrapada en una alta rama del árbol que se encuentra junto a la casa de los Hart.

Pero lo terrible no es solo eso, sino que en el lugar de la corona de Maisie aparece la corona de Dora:

Marty: true failure was inattention.

Falta de atención.

Si Audrey robó la corona, no pudo conservarla. No consiguió atraer el deseo del padre.

Marty: I understand that now.

La corona quedó prendida de un árbol.

Como la corona de Dora.

Y ello se traduce bien en la metamorfosis que sigue:

Con el paso del tiempo, la corona se ha ennegrecido.

En un primer momento se nos invita a pensar que Audrey fuera esta niña.

Pero nos damos cuenta de que no.


Aun cuando la ambigüedad retorna por unos instantes…

Pero de lo que se trata es de mostrar cómo se transforman los juegos infantiles.

De hecho, el erotismo apunta ya en el baile de estas niñas que van a salir de cuadro cada una por uno de sus extremos para ceder el espacio a la auténtica Audrey.

Ha pasado el tiempo y la cosa es más grave. Audrey, ahora con atuendo gótico -ennegrecida como la misma corona-, llega a su casa.


(Amigos de Audrey: Hey, Audrey… Audrey.)


¿Qué les parece el gesto de despedida que utilizan las chicas de su tribu y con el que ella misma responde?

¿No les parece en extremo revelador de lo que en esta serie sucede y, más concretamente, de lo que le sucede a la propia Audrey?

(Papania: So when do you think things started to,)

Lisa.

Beth.

Audrey.

Lisa

Audrey.

Encadenamiento de semejanzas: ¿No les parece que la rebeldía de Audrey es su particular manera de atraer la atención, el deseo del padre?

¿No les parece que su prematura sexualidad estuvo siempre ligada a un esfuerzo por localizar ese deseo del padre que siempre apuntaba hacia fuera y lejos de su propia casa?


La escena se cierra en bucle

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(Lisa: Wait, you mean that girl again, that Satanic thing?)

Como confirmándolo, la mención de esa cosa satánica parece disparar algo en Hart que le hace lanzarse hacia la botella.

Lisa: Everyone’s still talking about that at the courthouse.

Marty: It’s not just her.

Hart: There’s more.

Lisa: There’s more? Really?

Hart: Yeah, well, we’re not saying, keeping it out of the press, but we’re thinking that he’s been doing this awhile.

Lisa: Wow.

Hart: Yeah, so no need to go out. You just have a drink here.

De modo que Hart la quiere en casa, como una niña buena perversa -una Lolita, en suma- siempre esperándole y siempre preparada para él.

La quiere, en cierto modo, encadenada en la casa. Pero eso no evita ni elimina el enunciado visual: es él el que está encadenado a ese deseo donde el padre se confunde con el amante.

Ella entonces formula su demanda:

Lisa: I can’t meet a nice man at home.

Marty: That hurts me

Marty: when you speak to me in a passive-aggressive way. I always talk straight to you.

Lisa: Excuse me. I meant that since you’re married,

No hay duda de que ella sabe lo que quiere. Quiere un marido.

Lisa: I need to be considering my options as a young woman. I want things, Marty.

Marty: I want things, too.

Y reparen en esto último:

Lisa: Yeah, you just want your cake and to eat it, too.

Ella que se ofrece como una niña perversa, le considera a él como un niño caprichoso y manejable.


Pareciera que estuviera quitándole la botella, pero no es eso exactamente lo que hace.

Es del todo evidente que podía haberse servido el whisky sentada.

De modo que es parte del juego erótico al que le arrastra:

Marty: The hell good is cake if you can’t eat it?

Pues es del todo evidente que ella sabe muy bien cómo manejarle.

Lisa: Mmm.

El asunto es que la escena se cierra en un bucle que conduce al comienzo de la escena erótica inmediatamente anterior.

Disculpen la explicitud, pero es nuestra obligación localizar los motivos y los procedimientos donde la serie alcanza a su espectador.

Y se trata de un dato que retorna de varias maneras a lo largo de la serie.


El culo de Beth

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Episodio 6:

Beth: to see you. I’ve been thinking about something all week.

¿En qué ha estado pensando Beth toda la semana?

Pero mírenlo desde otro punto de vista: ¿no está Beth atrayendo a Hart de la misma manera que Lisa?

Es decir: ¿no va a poner palabras a aquello en lo que podría estar pensando Hart toda la semana?

Marty: Don’t.

Beth: Ever since last time.

Hart: Don’t, OK? I just…

Beth: Haven’t been able to think of anything else, tell you the truth.

Insisto: proyecten estas palabras en Hart.

Marty: Ohh… like what?

¿Lo ven?

Se trata de algo que está ya en la mente de Hart.

Algo que, más que probablemente, él mismo pidió en la última cita.

Beth: I’ve been thinking.

Así, una voz diabólica resuena en la mente de Hart.

Beth: I think…

Beth: I want you to fuck me in my ass.

Cuando esto dice mira fijamente al objetivo de la cámara -como si estuviera diciéndolo a nosotros.

Y no deben perder de vista que Hart es el personaje que ancla nuestro punto de vista en la narración.

Marty: Uh, Beth. I’ve never done that before, but

Beth: I think I want you to do it to me.

Beth: I want you to feel better.

Una voz irrumpe entonces:

(Salter: You out of your goddamn mind, hmm?)

¿Has perdido la maldita cabeza?

Ciertamente: goddamn se traduce por maldita.

Pero no olviden que goddamn se descompone en god-damn: y que la maldición incluye una referencia a dios.

Salter: hum?

Se trata del jefe, gritándole a Cohle, y sin embargo es Hart quien aparece en escorzo en plano.

El gesto del jefe encuentra su eco salvaje en el animal disecado que hay junto a él -y que es, por cierto, el que ocupa el lugar del jefe, dado que se encuentra justo sobre su sillón.

Salter: What’d I tell you? you’re

Salter: fuckin’ unbelievable, boy.

¿Recuerdan cuál es el motivo de la bronca?

Salter: You know about this?

Marty: Uh, I’m not

Marty: sure what we’re talking about here.

Salter: Your partner here, he braced Billy Lee Tuttle.

Dios y maldición. La corrupción de la cruz.

¿No les parece un buen tema para abordar después de semana Santa, el de la relación de Cohle y la cruz?

Porque la cruz no está solo del lado de Tutle:

Menos evidente, pero más sólida y auténtica -pues es de madera- es la cruz de Cohle.

Pero dejemos eso para entonces.

Ahora quiero llamarles la atención sobre lo que sigue a la escena en la que nos encontramos ahora. Vayamos pues a su final:

Salter: I got to kick you in the fuckin’ head.

Cohle: I’m the person least in need of counseling in this entire fuckin’ state.

Salter: You ain’t acting right, you don’t sound right. You’re up my ass, and you were warned.


Se trata de la escena en la que Maggie seduce a Cohle.

Tendremos que ocuparnos de ella, pero ahora basta con que anotemos que se conecta con la escena de la seducción de Hart de la que venimos:

Beth: I want you to fuck me in my ass.

Marty: Uh, Beth. I’ve never done that before, but

Beth: I think I want you to do it to me.

Beth: I want you to feel better.

¿Se dan cuenta de dónde se encuentra Hart?

Delante de la entrada de su casa, visualmente incluso bajo su porche.

De modo que está también aquí, implícitamente, Maggie.

(Salter: You out of your goddamn mind, hmm?)

Evidentemente, es de cierto fondo de locura presente en Hart de lo que se trata.

Ahora bien, ¿no les parece que este coche podría estar detenido en el mismo lugar o en uno muy próximo a aquel en el que se detuvo éste otro?:

-Es decir: bajo la corona que se encuentra prendida en lo alto del árbol.

Y si deletrean el gesto de Audrey –a tomar por culo

¿Recuerdan la fotografía de Hart?:

(Hart: He had this big ledger. Looked funny walking door to door with it)

(Marty: like the tax man,)

El uno dibuja y el otro fotografía. Pero es una misma cosa la que concita el esfuerzo de aprehensión de ambos.


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4. Clásico, Manierista, Postclásico. La casa verde

Jesús González Requena
True Detective II. La Diosa
Análisis de Textos Audiovisuales 2016/2017
sesión del 27/03/2017
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2017

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Clásico, Manierista, Postclásico

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Recuerden el punto donde nos quedamos antes de Semana Santa: les señalaba que la serie citaba explícitamente dos famosas películas de la historia del cine:

The Searchers -Centauros del desierto, John Ford, 1954

y North by Northwest Con la muerte en los talones, Alfred Hitchcock, 1959.

Y les añadí que la mejor manera de entender el sentido de estas citas era ponerlas en serie con la tercera película presente en True Detective:

la del asesinato sacrificial de Marie Fontenot.

Podrían objetarme que hay dos diferencias radicales que pondrían en cuestión este encadenamiento: por una parte, que The Searchers y North by Nortwest son dos películas realmente existentes y por tanto objeto de cita en True Detective, mientras que el vídeo del crimen no es una película sino, precisamente, un vídeo y, además, uno que no preexiste a True Detective, sino que es parte de su ficción, de modo que no puede ser considerado como una cita.

Todo ello es, sin duda, cierto.

The Searchers y North by Nortwest son dos películas cinematográficas preexistentes a True Detective, mientras que en el tercer caso se trata de un vídeo, y además uno que no preexiste a la serie y que por eso no puede ser considerado como objeto de cita.

Pero también podríamos decirlo así: las dos películas constituyen citas externas, a obras prexistentes, mientras la tercera es una cita interna que remite a un vídeo interior a la propia serie.

Y, por otra parte, eso tiene un efecto interesante: las dos películas remiten al pasado anterior a True Detective mientras que el vídeo de Marie Fontenot remite a su presente. A un presente dominado por la imagen vídeo y por el espectáculo televisivo.

Lo que, les añadí, correspondía bien a tres grandes periodos de la historia del cine americano: el del cine clásico, el del cine manierista y el del cine postclásico.

Si quieren más precisiones sobre estos conceptos, les remito a un libro mío que se ocupa precisamente de este asunto –Clásico, Manierista, Postclásico. Los modos del relato en el cine de Hollywood, Ediciones Castilla, Valladolid, 2006.

Les resumiré ahora tan solo la idea central por lo que en True Detective nos ocupa: el cine clásico es un cine en el que manda el relato mitológico clásico y que, por tanto, se rige por la estructura simbólica de éste.

Es, como les decía uno de estos días, el que alumbró el último gran conjunto mitológico que se ha producido en la historia de Occidente. Está, en esa misma medida, protagonizado por la figura del héroe. Y para que no malentiendan este concepto, les propondré una definición precisa: el héroe es el que es capaz de hacer, en el momento justo, el acto necesario. El suyo es el acto dotado de sentido en torno al cual se cierra la estructura del relato produciendo un consistente efecto de necesidad.

Lo tienen arriba, a la izquierda, en una de sus expresiones canónicas: el western, y el John Wayne de John Ford.

El cine manierista, cuyo comienzo lo pueden datar en los años cincuenta aunque son muchas las anticipaciones en los años cuarenta por vía de los cineastas que emigraron de Europa y que estaban formados en la cultura de las vanguardias, es el cine de la crisis larvada del relato clásico.

En la superficie, se mantiene la estructura de éste, pero la ambigüedad irrumpe allí donde, en él, reinaba la plétora del sentido.

No hay mejor expresión de ello que el protagonista de North by Nortwest: un personaje atrapado en una falsa identidad, la de alguien que no existe, y a quien persigue sin embargo intentando demostrar su inocencia. Les recomiendo un excelente análisis sobre esta película publicado en forma de libro, cuyo autor se encuentra aquí presente: Basilio Casanova Varela –Leyendo a Hitchcock. Análisis textual North by Nortwest: Castilla, Valladolid, 2007.

Por cierto que hay una serie de televisión que ilustra muy bien el ambiente de su época y cuyo protagonista encarna a la perfección esa ambigüedad. Sin duda la conocen: Mad Men. Don Draper es un heredero directo del protagonista del film de Hitchcock, cuyo cine es a su vez insistentemente citado de manera implícita en la serie.

Finalmente, el cine postclásico: su comienzo oficial podríamos cifrarlo en Psycho de Alfred Hitchcock, 1960, pero su predominio global no se manifiesta nítidamente hasta los años ochenta. Un predominio que, sin duda, prosigue en la actualidad.

Su lógica es la de la inversión siniestra del relato clásico. Por eso, su protagonista ya no es el héroe sino su negación radical: el psicópata. Caído -y deconstruido- el orden del sentido, el relato se reconfigura en forma de un espectáculo fascinado por la violencia y el caos de lo real.

Y bien, el presente de True Detective es el del espectáculo postclásico. Un espectáculo en el que la potencia arrasadora de la huella video/fotográfica se impone sobre todo encadenamiento narrativo. Y donde el psicópata emerge -no pierdan de vista este dato- como el generador de ese espectáculo y -a la vez- como su director de escena.


The Searchers

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En el contexto de ese malestar se sitúa True Detective.

Y, desde allí, no solo levanta acta de este proceso histórico, sino que también ensaya una reconstrucción del relato clásico -en una operación semejante, pero mucho más elaborada, de la que en su momento tuvo lugar en films como Matrix.

Pero a la vez enuncia la dificultad de esa tarea. El plano de The Searchers escogido al principio de la escena en la que contemplamos a Marty Hart cenando solo -ya ha sido definitivamente abandonado por su esposa- pertenece a la escena en la que uno de los dos protagonistas de The Searchers que tiene su mismo nombre -Martin- se dispone a disparar su arma por primera vez en un combate real.

Vean la escena de la que se trata:

Mose: For that which we are about to receive, we thank thee, O Lord.


Scar: (speaks ln comanche)

(…)

Mose: You got him, Marty!




Y bien, les decía: la escena que Marty contempla es la escena en la que Martin -es decir: alguien quien no por casualidad tiene su mismo nombre- se dispone a disparar su arma por primera vez en un combate real.

Saben la dificultad que eso tiene para él:

Maggie: Sorry it took so long.

Marty: Well, I tried to tell her you aren’t big on socializing.

Maggie: I said that your life’s in this man’s hands, right? Of course you should meet the family.

Marty: Well, not quite as dramatic as that, hon. I’ve never fired my gun.

Audrey: Have you fired your gun?

Maggie: Audrey.

Cohle: Yes.

Maisie: You shot people?

Maggie: Macie.

Marty: Ahem.


Audrey: Dad’s never shot anybody.

Es Audrey, la hija que tantos problemas dará más tarde a Hart, la que señala ese déficit de su padre -eso que, en cierto modo, le impide alcanzar el estatuto de tal.

Pero entiendan esto, claro está, en su dimensión simbólica.

No hace falta pegar tiros para ser padre, desde luego. Aunque ello sí sea necesario, por otra parte, en lo que se refiere al simbolismo sexual que la pistola puede contener. Pero no es eso todo, pues, con todo, ahí están las dos hijas de Marty. Lo que indica que, en ese plano, su pistola ha funcionado.

Y sin embargo ahí está también la inmadurez crónica del personaje que es el motivo del desencanto hacia él de su esposa, como lo será el de la conducta irresponsable de la propia Audrey cuando alcance la adolescencia.


Cohle: Well, that’s good.

Cohle: You don’t want to shoot people.

Audrey: But you have.

Tú sí has sido capaz.

Martin baja la mirada hacia su comida.

Y es justo entonces cuando aparece en la pantalla Ethan, el protagonista mayor de The Searchers, quien, por muchos motivos, ocupa en el film -e inspira- el lugar que en la serie es el de Cohle.

El lugar del héroe cuyos pasos habrá de seguir -no sin dificultad- el Martin de los dos films, ocupando por eso con respecto a él, en cierto modo, el lugar del hijo.


Pero observen que cosa tan notable: cuando Marty vuelve a mirar la pantalla, ésta ya ha quedado fuera de campo en el espejo que hay tras él.

El caso es que ahora está mirando a Ethan, un instante antes de que deje de hacerlo y de que su mirada se pierda en el pensamiento sobre la tarea que le aguarda, precisamente esa tarea a la que le arrastra Cohle.

(Bottles clattering)

Marty: You?

Cohle: Ah, I’m about the same. No girlfriend.

Cohle no ve películas en la televisión, ni tampoco busca compañía femenina -y recuerden que un instante antes de ver a Martin contemplando The Searchers le hemos visto buscando mujeres a través de internet:

Marty: I did have something going for a while this Filipino girl, but that didn’t pan out.

Marty: Quiet life. I don’t stay out late. I just, I go home.

Pero Cohle no.

Cohle: No girlfriend.

Ni mujeres ni televisión.

Cohle: Just go to work, go

Cohle: home.

Suena extraña aquí la palabra home, pues hogar es precisamente lo que él no tiene -lo ha perdido para siempre como lo perdió Ethan, cuya casa familiar fuera arrasada por los indios.

(Bottles clattering)


Como Ethan, Cohle está absolutamente, pulsionalmente, focalizado en la única tarea que le importa.

Una tarea que, como la de Ethan, tiene que ver con rescatar a una niña perdida.

Recuerden como acaba The Searchers:




>










Y ahora recuerden lo que sucede a mitad de True Detective:




Cohle: There were the twig sculptures and the LSD on hand matched that in Dora Lange.)

(Cohle: Everybody was pretty)

(Cohle: satisfied tha we)

(Cohle: got our man.)

(Cohle: The boy had been missing since January. He´d been dead less than a day.)

(Cohle: The girl, she hadn´t been reported yet. She was from St. Landry, catatonic when we found her.)


Cohle, escudo, héroe

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Les decía que la música que se oía al final del primer episodio tenía las resonancias lejanas del espagueti western, a la vez que Cohle se alineaba con el antiguo escudo de la policía que se encuentra ahora exactamente sobre su cabeza.

Pero está igualmente presente otra suerte de escudo asociado al personaje: esa estrella solitaria de la lata de cerveza caracteriza ahora netamente al personaje en el momento mismo en que, él solo, sin apoyo de nadie, desafía a los policías que acaban de señalarle como sospechoso.

De modo que podemos leer la imagen como una suerte de pictograma: el héroe, solo, desafía a la policía en nombre del ideal de una ley más alta.



Una buena manera de anotar la importancia de ese escudo del que ya solo se reclama Cohle es recordar que, contra todo lo previsible, no aparece en el despacho del actual jefe de policía.


De manera que el actual jefe de policía no sostiene la ley: lo que hace necesaria la llegada de un héroe capaz de sustentarla, de recuperar su valor.


Y por cierto que en esta escena el fondo que se muestra tras Hart es muy semejante al que aparece tras él en los interrogatorios:

Y bien, sabemos que Cohle, como ese escudo, se encuentra en una pared lateral.

Pero, como les decía, la manera de filmarlo -frontal, central, bajo el escudo…- le muestra en una posición central.

De modo que -anotemos la paradoja- la suya es una posición descentrada que es a la vez una posición central.

Está descentrada -incluso ignorada- en el orden social presente, y sin embargo está centrada en su extrema densidad.

He aquí el núcleo semántico del conflicto: caída, apartada, marginada la ley, es necesaria la llegada del héroe, desde esa marginación o exterioridad -el héroe siempre es exterior a la polis- para restaurar el lugar y la dignidad de la ley sobre la que se sostiene todo el orden social.

Pero detengámonos algo más en la dispositio mitológica de la serie.

Se llama estrella solitaria a la estrella de la bandera de Texas.

Ahora bien, ¿recuerdan cómo comenzaba The Searchers?:


Precisamente: con la llegada de un tejano.

Es pues un tejano -un vaquero del viejo Oeste- el que retorna para hacer frente al desastre del presente -y tengan en cuenta que ese desastre no solo cobra la forma del crimen, sino también la del tiempo atrapado en un círculo que tiende a estrecharse en espiral. ¿Hacia una implosión absoluta, entonces?

Como ven, True Detective declara su vocación mitológica retornando al mito norteamericano por antonomasia.

Se ha hablado mucho, y no sin razón, de la presencia de El Rey Amarillo y de otros relatos fantásticos en la serie. Son pertinentes, sin duda, pero lo son por lo que se refiere a ciertos rasgos de la caracterización de las fuerzas del mal. Mas no determinan la estructura mayor del relato, ya que ésta, bien lejana de las de aquellos relatos, encuentra en el western su inspiración primordial.

Quien lo dude no tiene más que visionar The Searchers, de John Ford. Y por cierto que allí, en el film de Ford, el tema del padre, y el de la relación simbólica entre él y el hijo, es el tema central.


La casa verde

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Y ahora ocupémonos de la última foto de la serie:

Cohle: This old Sheriff Childress. He’s got no kids, no location on any of his relatives.

Cohle: You think they could have wiped out birth records?

[Hart: I don’t see why not.]


Hart: I mean, half those hospitals along the coast are gone now.

Hart se encuentra ya del lado de la fotografía.

Marty: You know

Su contraplano, por ahora, es Cohle, pero eso va a cambiar de inmediato.

Marty: we got a dead end

Ahora, en el plano, al fondo, ya no aparece Cohle.

No es que éste no esté ahí, sino que está tapado por el propio Hart, como si hubiera llegado, finalmente, a ocupar su lugar. De modo que lo que aparece ahora es el dibujo policial del asesino tal y como lo describió la niña.

Marty: on the relations and, uh, what else is there?

Cohle: Case files.

Cohle: You want pre-’98 or after?

Como les decía: Hart frente a las fotografías, cuyo contraplano, pivotando sobre el propio Hart

nos devuelve, al fondo, el dibujo del asesino.

De nuevo la dialéctica entre el dibujo y la fotografía: pues el retrato del asesino se encuentra frente por frente y a la misma altura que la foto de la casa en la que Hart va a descubrir el hilo que resolverá el caso.

Marty: After.

Cohle: We’re gonna have to be looking at these records with fresh eyes, Marty.

Cohle nos conduce hasta allí,

Cohle: All right? Like we’re totally green.

devolviéndonos a las dos imágenes -una el dibujo, la otra la fotografía de Marie Fontenot- que quedaron asociadas en el primer episodio:

Tate: Then that’s all we got on the Fontenot girl. There was nothing in there.

Cohle: Says, “Possible report made in error.”

Tate: Now, that was 5 years ago.

Tate: Ted Childress was sheriff back then. He’s set up in Gulf Shores now, I think.

Marty: Ten-year-old

Marty: girl goes missing and that doesn’t go state-wide? Now, hold on now. My understanding, the little girl went off with her birth daddy.

Tate: Now, did you check her mom’s record? Possession, solicitation.

Tate: I believe Ted knew the family, and the feeling

Tate: was the little girl was better off with her daddy. Mom seemed to agree; she filed a complaint, then never bothered with it again, took off with her boyfriend.

Marty: R&I said you had a complaint these parts around December– little girl getting chased through the woods.

Tate: Oh, yeah,

Tate: I pulled that one for you, too.

Marty: What the hell is this?

Tate: Little girl said

Tate: a green-eared spaghetti monster chased her through some woods.

Tate: Now, we had her work with a sketch artist, and she

Tate: told us that looked exactly right.

Tate: Now, you want to call an APB on that, you go right ahead.

Como han visto, la escena que se abre

con una fotografía de la niña

acaba con un dibujo del asesino.

¿Y recuerdan lo que había en el medio de la escena?

La cornamenta de un ciervo.

De modo que la corona cornamentada se encuentra en la bisagra sobre las que basculan esas dos imágenes de inclinación a la vez simétrica y opuesta.


Hart se vuelve,

el foco cambia para localizarse en el objeto de su mirada, que no es Cohle sino el dibujo, en un neto plano semisubjetivo.

A continuación, gira de nuevo su cabeza hacia la pared llena de fotografías, como buscando aquello que el rostro del dibujo mira.

De modo que vuelve a él:

Como ven, ahora todo pivota sobre Hart, quedando convertido Cohle, por primera vez en toda la serie, en una figura secundaria.

Así, es Hart quien realiza entonces la pregunta correcta:

Marty: Why green ears?

Como ven, finalmente ha aprendido:

Cohle: Then start asking the right fuckin’ questions.

Marty: Why green ears?

Es la pregunta correcta y es, por cierto, una pregunta bien cinematográfica, pues es la pregunta por el sentido de un color.

En este momento justo detrás de la cabeza está la foto de la casa.

Marty: I mean, assuming that’s our guy.

Cohle: I don’t know, exactly. My thinking was it was probably

Y en medio, entre lo uno y lo otro, entre el dibujo y la fotografía, la cornamenta.

Cohle: leaves of some kind, you know, ’cause we do know that he came at her through the woods.

Cohle: Why? What you thinking?

Nunca se había acercado tanto Hart a los cuernos de Dora Lange.

De modo que ahora ya es capaz de acercarse a aquello a lo que fue incapaz en el capítulo primero.

Y esta vez, invirtiéndose la situación de entonces, se encuentra más cerca de esa corona que Cohle, siendo el plano semisubjetivo de éste y ya no de Hart.

Marty: Looking for ’95 Dora Lange canvassing photos from Erath.

Cohle: Why?

De modo que se encuentra ahora él está más cerca que el propio Cohle del misterio de Dora Lange.

Marty: Well…

Hart: Rust. Come over here.

Hart tiene, finalmente, su primera visión.

Y esta vez es él el que conduce la mirada de Cohle.

Justo lo opuesto a lo sucedido al final del primer episodio:

Marty: Uh, sorry. The last thing. Do you know where Debbie is now?

Marie Fontenot: She married

Marie Fontenot: another man.

Marie Fontenot: She marriedNot the one she’s with when Marie… She marriedShe was in Vegas, last we heard.


Marty: Marie must have

Marty: loved it here.

Marie Fontenot: Yeah.

Marty: All this for her?

Marie Fontenot: Danny loved her so much. We weren’t her legal guardians,but she played here all the time, more than her

Marie Fontenot: Mama’s.

Marty: I can see why. What is it Dan has,

Marty: if you don’t mind my asking?

Marie Fontenot: All they ever told us was “a cerebral event.” Series of strokes, like.

>

Cohle: Marty?

Marty: Excuse me for one sec.

Cohle: Inside on the floor on the right.

Marty: Rust. Come over here.

Marty: Now, you think, back then, does that–

Marty: does that look like a fresh…

Marty: paint job to you?

Cohle: The green ears.

Marty: Yeah.

Marty: Maybe they were sticking out of his hat.

Por ello esta vez nos encontramos ante un plano subjetivo de Cohle, no de Hart.

Marty: Maybe he painted that house.

Y es notable el juego que tiene lugar en el paso de una fotografía a otra por panorámica vertical:

En la primera la casa está pintada de verde. En la segunda no, pero el verde lo ponen ahora las abundantes hojas de los árboles que la rodean.

Tenía pues su parte de razón Cohle hace un momento cuando decía: My thinking was it was probably ’cause we do know that he came at her through the woods.

Marty: I’m going to look up old addressees.

Cohle: Fuck you, man.

¿Qué ha sido necesario para todo ello? Es decir, ¿qué ha sido necesario para que Hart sea capaz de abrir los ojos, ver y saber?

Si lo piensan bien, se darán cuenta que el haberlo perdido todo: la esposa, las hijas, el hogar…

Sólo entonces, cuando comparte en eso la experiencia de Cohle, puede mirar a la justa distancia:

Y ver, en el rostro de una casa la cara del monstruo.


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