Una virgen por un dios embarazada

Piero della Francesca, Virgen del Parto,
Monterchi Arezzo, Museo de la Madonna del Parto, Monterchi, 146

 

Jesús González Requena
Los 3 Reyes Magos. O la eficacia simbólica
1ª edición: Ediciones Akal, Madrid, 2002
ISBN: 84-460-1735-0
de esta edición: www.gonzalezrequena.com, 2018

 

 

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Una virgen por un dios embarazada

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Leonardo da Vinci, La Anunciación, Galería Uffii, Florencia, 1472-1475

Sin duda, la sabiduría y la magia que se atribuye a los Reyes Magos se haya necesariamente en relación con carácter enigmático, mistérico, de lo allí sucedido. Mateo lo narra así:

«La concepción de Jesucristo fue así: Estando desposada María, su madre, con José, antes de que conviviesen, se halló haber concebido María del Espíritu Santo. José, su esposo, siendo justo, no quiso denunciarla y resolvió repudiarla en secreto. Mientras reflexionaba sobre esto, he aquí que se le apareció en sueños un ángel del señor y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados. Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que el Señor había anunciado por el profeta, que dice:
He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo, y se le pondrá por nombre “Emmanuel”, que quiere decir “Dios con nosotros”.
«Al despertar José de su sueño hizo como el ángel del Señor le había mandado, recibiendo en casa a su esposa la cual, sin que él antes la conociese, dio a luz un hijo, y le puso por nombre Jesús.»
(Mateo 1, 18-25) (10)

Por su parte, Lucas lo cuenta en los siguientes términos:

«En el mes sexto fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Y presentándose a ella, le dijo: “Salve, llena de gracia, el Señor es contigo”. Ella se turbó al oír estas palabras y discurría qué podría significar aquella salutación. El ángel le dijo: “No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios, y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin”.
«Dijo María al ángel: “¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?” El ángel le contestó y dijo: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios. E Isabel, tu parienta, también ha concebido un hijo en su vejez, y éste es ya el mes sexto de la que era estéril, porque nada hay imposible para Dios”. Dijo María: “He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra”. Y se fue de ella el ángel.»
(Lucas 1, 26-38) (11)

En ambos casos un ángel comparece como quien transmite la voluntad de Dios. Una voluntad que, siendo la misma, se enuncia de manera diferente para José y para María. José, a quien el ángel se aparece en sueños, es convocado como aquel a quien corresponderá aceptar a María por esposa a pesar de lo insólito de su embarazo y así, igualmente, reconocer a su hijo, dándole el nombre de Jesús. María, en cambio, recibe el mensaje de manera más directa: ningún sueño es necesario, el ángel Gabriel se le hace presente en la vigilia comunicándole que, por estar en gracia de Dios, concebirá en su seno y dará a luz un hijo.


Francisco de Zurbarán, La Anunciación, 1658,
Philadelphia Museum of Art, Filadelfia

Algo, pues, asombroso había sucedido: una virgen por Dios embarazada. De ello sabían tanto José -en la narración de Mateo- como María -en la de Lucas-, y si ambos sabían que el otro lo sabía, nada indica, en ninguna de las dos narraciones, que se comunicaran su mutuo saber: como si aquello -tal y como decía San Agustín del tiempo (12) y por, ende, de la eternidad de Dios-, sólo pudieran saberlo si nadie les preguntaba, si a nadie tuvieran que explicarlo, mas como si no lo supieran cuando les fuera preguntado.

La sorpresa, la intensa extrañeza ante el acontecimiento que en el cuerpo de María tenía lugar embargaba pues igualmente a una como a otro. Lo que se manifiesta bien tanto en el hecho de que José, sabedor de no haber poseído todavía a su mujer, se hallaba dispuesto a repudiarla –mas en secreto, porque era justo-, como, sobre todo, en la sencillez de la pregunta que María dirige al ángel: ¿Cómo podrá ser esto, si yo no conozco varón?

He ahí, pues, el núcleo del misterio -en el doble sentido de la palabra: que designa así a la vez lo incógnito y lo sagrado-, y, en esa misma medida, uno de los puntos de ignición de Los Evangelios: el lugar de una opacidad que se resiste al buen orden de la razón positiva y pragmática. Allí se designa algo de lo que, a la vez, se dice que no puede ser entendido: la encarnación de la palabra en el cuerpo de la mujer.

Fra Angelico: La Anunciación,
Museo del Prado, Madrid, 1430-1432

Una de sus más precisas articulaciones plásticas es la que nos ofrece La Anunciación de Fran Angelico. En ella la Virgen, los brazos cruzados bajo su busto, arropada por su delicado manto azul, se inclina reverente ante la palabra que el ángel le trasmite. Esa palabra que, en forma de rayo divino, ya comienza a penetrarla. Y que es del misterio del sexo de lo que se trata, lo anota ese jardín del Edén del que están siendo expulsados eternamente Adán y Eva. Pues es de allí, de donde se halla el Árbol de la Vida y el del bien y del mal, de donde procede el rayo de Dios.

Es necesario deletrear las representaciones de ese acontecimiento mitológico que la historia de la pintura nos ofrece para recobrar la conciencia lo que el blando catolicismo del XIX hubo de cegar: que la sacralidad de la virgen era la del esplendor de su cuerpo, en tanto penetrado, y por eso habitado, por la divinidad -por la divinidad de la palabra. No debe extrañarnos entonces que tras el cuerpo esplendoroso y fecundo de la virgen de Memling, enmarcándolo, se haga visible el rojo intenso de su lecho con el que, por lo demás, su cuerpo parece fundirse.

Hans Memling, Anunciación,
Metropolitan Museum of Art, Nueva York.


Reforma, Contrarreforma

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Gentile da Fabriano, Retablo de la Adoración de los Reyes Magos,
Galeria Ufizi, Florencia, 1423

Y tal misterio hubo de ser por eso, inevitablemente, uno de los núcleos decisivos del contencioso que habría de enfrentar a la Reforma Protestante con Catolicismo.

La racionalidad que anidaba en la reforma -y que, como Weber supo hacer ver (13), esbozaba las líneas maestras de la Modernidad que había de nacer al calor de la revolución burguesa- era la de una palabra desmitologizada y, en esa misma medida, desacralizada, aún cuando, todavía, divina. Divina, sin duda, por procedente de Dios, pero desacralizada por ya racional: pues el nuevo Dios de la Reforma era un dios racional, exacto, inflexible en su absoluta coherencia –incluso si ésta escapaba todavía a la comprensión de los hombres. Por eso, si el Dios protestante que abriría las puertas de la civilización capitalista era, en tanto Dios, divino, su divinidad era la del significante racional, es decir, la de una palabra a partir de ahora desencarnada, separada del cuerpo -el cogito cartesiano constituiría su proclamación filosófica-, y por eso mismo desimbolizada, del todo apartada del orden de lo sagrado.

La adoración de los Magos, Libro de Horas flamenco,
Biblioteca Apostólica Vaticana


Desimbolización de la diferencia sexual

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Benozzo Gozzoli, Virgen de la cinta, Museos Vaticanos 1450-52

A largo plazo había de ser éste, necesariamente, un proceso de desimbolización de la diferencia sexual. La mujer seguiría, desde luego, encarnando el cuerpo, en oposición al hombre como protagonista de la acción y de la palabra. Pero en la misma medida en que la palabra perdía su dimensión sacra para devenir en puro significante racional y objetivo, desaparecía todo lazo que la ligara de manera esencial con el cuerpo -del goce- y sus metamorfosis.

Porque la nueva y pragmática racionalidad protestante hacía del rendimiento, de la productividad, su único referente valorativo, porque, en esa misma medida, era en todo refractaria al goce, toda presencia de lo femenino -de lo propio de la mujer en tanto cuerpo del goce- debía ser excluida del ámbito de las manifestaciones de lo divino.

Por eso, la Reforma debía inevitablemente chocar con el misterio, densamente mitológico, de esa divina concepción de la Virgen explícitamente afirmada en el Evangelio de Lucas. Y por eso la negación protestante de la divinidad de María(14)-en tanto cuerpo purificado por la palabra divina que estaba destinada a encarnar-, significó también la radical caída de la sacralidad del sexo: éste ya no sería más que la vía de la necesaria reproducción de la especie. (15)

Austeridad extrema la de la palabra racionalizada y, en esa misma medida, desacralizada; y por ello en todo separada de las imágenes: pues las imágenes lo son, antes que nada, de los cuerpos, y en ellas estos se manifiestan como los umbrales del goce. Es decir, como los umbrales de lo sagrado. Lo que habría de conducir de manera inevitable, en las formas más extremadas de la Reforma, al rechazo de toda figuración.

Bartolome Esteban Murillo, La Inmaculada Concepción de El Escorial,
1670-1675


El barroco de la Contrarreforma

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Gian Lorenzo Bernini: Extasis de Santa Teresa,
Iglesia de Santa Maria della Vittoria, Roma, 1647-1652

Todo lo contrario, desde luego, al camino que hubo de seguir el barroco de la Contrarreforma, donde esos umbrales del goce habrían de constituirse en los puntos de ignición de sus representaciones pictóricas y escultóricas: el goce de los santos en la contemplación de Dios, el goce los cuerpos desnudos de los mártires en su sacrificio, la flecha que disparaba el ángel a la Madona de Bernini del todo sumida en su goce y que habría de trocarse en la daga que atravesaba el corazón de las vírgenes andaluzas, siempre entregadas a un sufrimiento callado e infinito… Pero también, sin duda, en la literatura, donde ese goce, tomando como punto de partida el Cantar de los cantares, habría de protagonizar la mejor mística de la Contrarreforma, tal y como se encarnó en los textos de Juan de la Cruz y de Teresa de Jesús. En las antípodas del puritanismo protestante, el misticismo de la Contrarreforma, lejos de recusar los focos del goce -para terminar finalmente localizando su goce en el esfuerzo mismo de esa recusación-, avanzaba decidido hacia ellos para, así, mejor en ellos abrasarse.

Por eso, nada de la mejor imaginería del Barroco es realmente comprensible si nos desentendemos -como el propio catolicismo moderno ha hecho- de la dimensión pasional, carnalmente gozosa, de lo sagrado. Bañado por los dorados rayos divinos, el cuerpo de Teresa se abrasa en un goce que se escribe no menos en el desorden apasionado de sus ropas que en esa entrega vibrante y absoluta -al goce del amado- que su rostro testimonia. Al goce del amado, a la violencia del dardo de su palabra, de su presencia hiriente, la mujer se entrega en sacrificio gozoso.

Y por eso el mito-rito de los Reyes Magos es católico, barroco y contrarreformista: la Contrarreforma afirmó en él el misterio de la concepción divina sobre el que reposaba una simbólica de la diferencia sexual que, desde el primer momento, hubo de ser recusada por el protestantismo.

José de Ribera, Martirio de san Felipe,
Museo del Prado, Madrid, 1639


El Altísimo la cubrirá con su sombra

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Juan Correa Vivar, La Anunciación,
Museo del Prado, Madrid, 1559

Tal es, en todo caso, lo que el arcángel dice a María: que la concepción divina le aguarda; que la virtud del Altísimo la cubrirá con su sombra, para que nazca, en ella, el Hijo de Dios.

Conviene pues oír literalmente lo que así se enuncia: que el ángel es portador de la palabra de Dios -cuyas metáforas son el rayo de luz y la blanca paloma, el Espíritu Santo- y que así Dios, ese Dios judeocristiano que, tal es su asombrosa novedad histórica, es el Dios de la palabra, ese Dios, su palabra, llega, recubre, entra, penetra en la mujer.

Es éste, seguramente, uno de los núcleos más densos de la mitología occidental, es decir, (judeo-heleno-)cristiana. En él cristaliza una nueva construcción simbólica de la diferencia sexual: a un lado lo masculino identificado como portador de la palabra y encarnado por aquellos destinados a enunciarla, transmitirla y sustentarla; del otro, lo femenino en tanto cuerpo real del que todo individuo procede pero, a la vez, destinado a recibir y encarnar la palabra: para que el individuo que así nace pueda ser sujeto, pueda estar sujeto a la palabra, ser su hijo, hijo de Dios.

El Greco, La Anunciación,
Museo del Prado, Madrid, 1600


Notas

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10 Mateo 1,18-1,25, op. cit., p. 1229.

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11 Lucas, 1, 26-1,38, op. cit., ps.: 1299-1300.

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12 San Agustín: Confesiones, Bruguera, Barcelona, 1984. Introducción: José Luis L. Aranguren. Traducción y notas: Angel Custodio Vega.

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13 Weber, Max: La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905), Sarpe, Madrid, 1984.

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14 Retornando en ello a la tradición judía en la que lo femenino no desempeñaba más que un minúsculo papel.

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15 No sería difícil mostrar como de ahí nació esa ingenua idea contemporánea que proclama la independencia de la erotismo con respecto a la reproducción.


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