Contenido manifiesto y contenido latente

La adoración de los Reyes Magos, Catedral de San Lázaro de Autum 1120-1146

Jesús González Requena
Los 3 Reyes Magos. O la eficacia simbólica
1ª edición: Ediciones Akal, Madrid, 2002
ISBN: 84-460-1735-0
de esta edición: www.gonzalezrequena.com, 2018

 

 

ir al índice general


El trabajo del niño en el rito

volver al índice

Víctor Erice: El espíritu de la colmena, 1973

Así pues, el mito de los Reyes Magos se mantiene vivo tanto a través de su transmisión oral como, sobre todo, esencialmente, a través de su materialización ritual. Padres e hijos no sólo se transmiten el relato de generación a generación, sino que también, de generación en generación, lo encarnan, lo realizan poniéndolo en escena.

Un primer enunciado desencadena anualmente el proceso ritual: nos referimos a ese que, con extrema exactitud, se repite en los hogares cuando se acercan las festividades navideñas. En él, los padres advierten al niño de que debe escribir una carta a los Reyes Magos si quiere que estos, en la noche fechada, le traigan sus regalos.

Y luego, cuando la noche señalada está ya próxima, un segundo enunciado paterno determina la participación del niño en el rito: deberá, esa noche, dormirse pronto, para que puedan venir los Reyes Magos.

Pues sucede que una de las más notables propiedades de los Reyes Magos es su invisibilidad; no pueden ser vistos, es decir, no son objetos visuales: se les puede escribir, nombrar como destinatarios de la carta -y después como donantes, es decir, destinadores de los regalos- pero en ningún caso se les puede ver. Esa invisibilidad constituye, precisamente, la condición de su eficacia práctica para el niño, que habrá de realizarse bajo la forma de esos regalos de los que son portadores. Pero tal es también, como trataremos de demostrar en lo que sigue, la condición misma de su eficacia simbólica.

He aquí, en todo caso, las dos primeras condiciones de las que depende el que los Reyes Magos puedan hacerse presentes; constituyen, igualmente, las dos fases del trabajo del niño en el rito: primero escribir la carta, y luego dormir para que los Reyes Magos puedan venir. Y, finalmente, al día siguiente, despertar y asombrarse.

Víctor Erice: El espíritu de la colmena, 1973


El trabajo oculto de los padres

volver al índice

Velázquez, Adoración de los Reyes, Museo del Prado, 1619

Por su parte, los padres participan activamente en el rito con su trabajo; primero contando, transmitiendo al niño ese relato que concluye, necesariamente, con la afirmación de que, si escribe su carta y luego duerme, esa noche, vendrán los Reyes magos y le traerán sus regalos.

Pero el rito exige igualmente otro trabajo de los padres, esta vez oculto y silencioso, que media entre la demanda escrita de los niños y los regalos de los Reyes que a ella responden. Dedican parte de su tiempo a comprar, pagando con su dinero, los regalos que el niño habrá de recibir. Deben, también, durante cierto tiempo, mantener escondidos esos regalos, luego colocar sus zapatos en el lugar apropiado y, finalmente, disponer las copas de anís que habrán de expresar a los Reyes Magos el agradecimiento por su visita. Y, más tarde, esperar a que los niños duerman para desplegar armoniosamente bajo la ventana los regalos, beberse el anís, dormir bien poco esa noche…

Así pues, los padres adquieren y preparan los regalos, los colocan en el lugar apropiado… es decir, construyen cierta escenografía a través de la colocación de ciertos objetos que, bien dispuestos, adquieren el carácter de significantes metonímicos de esa presencia invisible que constituyen los Reyes Magos. Y por eso puede afirmarse que es el de los padres, propiamente, un trabajo simbólico: trabajo con objetos que son signos, y signos que, metonímicamente, introducen en el mundo una presencia sólo indirectamente visible.

Giotto, Adoración de los Magos,
Metropolitan Museum of Art, 1320 aprox.


El niño duerme, sueña

volver al índice

Juan Bautista Maino: Adoración de los Magos,
detalle, Museo del Prado, Madrid, 1612-13

El niño, mientras tanto, duerme.

Pues es bien cierto lo que los padres dicen: que si el niño no duerme, no pueden venir los Reyes Magos. Y sin embargo, si duerme, vienen: vienen porque el niño sueña con ellos.

Adviértase que no decimos que los vea: decimos, exactamente, que sueña con ellos. Y, de hecho, suele contar su sueño: tiene que ver, sin duda, con el relato de los Reyes Magos. Sueña varias veces con el despertar que le aguarda -cree ya estar despertando, aunque una y otra vez constata que no, que aún no están ahí los regalos, que debe, todavía, seguir durmiendo-, sueña con el momento de despertar -diríase que paladea el sabor de ese umbral que separa al sueño de la vigilia-, con los regalos que ha a encontrar y, también, con la propia llegada de esos Reyes, a los que, desde luego, nunca logra ver, pero cuya presencia intuye a través de esos significantes metonímicos que son la ventana que han de atravesar, ciertas cosas descolocadas, vagas figuras que de noche, en la casa, hacen ciertas cosas, depositan ciertos nuevos objetos y producen ciertos ruidos que parecen despertarle…

Adoración de los Reyes Magos, Santa María de Avià, Barcelona.


Contenido manifiesto y contenido latente

volver al índice

Matisse, Puerta-ventana en Collioure,
Musée National d’Art Moderne, Paris, 1914

De manera que, tras la escritura de la carta, la participación del niño en el rito se concreta, esencialmente, en dormir en el momento apropiado. Y no por ser ésta una participación pasiva resulta menos eficaz; por lo demás, no es tan pasiva como parece: pues el niño participa en el rito entregándose a ese activo proceso de simbolización que es el sueño.

Pero hasta aquí sólo hemos descrito el contenido manifiesto de esos sueños. Conviene que ahora nos ocupemos de su contenido latente.

Y por cierto que de entre esos significantes metonímicos que hemos mencionado, uno destaca especialmente: el niño relata haber oído ciertos ruidos, mientras dormía, procedentes del interior de la casa.

Ahora bien, sabemos que ciertos ruidos insistentes despiertan a menudo al niño por la noche en determinado periodo de su vida. Ruidos que, por lo demás, están en relación directa con eso mismo que despierta también en él, intensamente, su deseo de saber: se trata de los ruidos que oye por la noche procedentes de la habitación de sus padres cuando su puerta está cerrada. Ruidos, en suma, en los que oye eso que, entre los padres, sucede.

Una hipótesis parece, entonces, obligada: que el relato de los Reyes Magos permite al niño elaborar -simbolizar- el tema, tan inquietante, tan desazonante como urgente para él, de los ruidos nocturnos que habitan el hogar familiar.

Matisse Puerta-ventana en Collioure, 1914, Musée National d’Art Moderne, Paris


La angustia del niño

volver al índice

Víctor Erice: El espíritu de la colmena, 1973.

Debemos advertir al lector que de lo que ahora hablamos es de algo que, casi con toda seguridad, hace ya mucho tiempo que ha olvidado. Y por cierto que es ésta una de las más sencillas y eficaces pruebas de la existencia del inconsciente: el que ciertas cosas, ciertos sucesos que en su momento fueron vividos con extrema intensidad, luego fueron olvidados, permaneciendo así latentes, inconscientes, pero no por ello menos presentes, en algún lugar vedado de su memoria.

Quien más y quien menos ha olvidado los momentos de angustia que hubo de vivir, entre los tres y los seis años, mientras aporreaba con sus pequeñas manos la cerrada puerta del dormitorio de sus padres de la que procedían los más inquietantes ruidos y gemidos. Hasta que, tras una más o menos breve espera pero que seguramente fue vivida como infinita, esa puerta se abría finalmente. Tampoco recuerda por eso cómo, cuando tal sucedía, uno u otro de sus padres surgía tras ella con el pijama un tanto desordenado para, tras unos pocos gestos consoladores, enviarle de nuevo a la cama.

Y bien -quien tiene hijos en esa edad lo sabe- el color emocional de esa vivencia es el de la angustia. Pues se manifiesta en ella la angustia que el niño experimenta ante el encuentro con la vida sexual de sus padres. Por eso, para poder entender la densidad de lo que se juega en el mito-rito de los Reyes Magos, será necesario que nos detengamos por unos momentos en ella.

El padre y la madre constituyen, para el niño, figuras extremadamente diferenciadas. La madre es -y no podrá nunca dejar de serlo del todo- el primer objeto, a ella estará siempre asociada la imagen del objeto inconmensurable, absolutamente placentero, en el que, durante cierto periodo, estuvo cifrado todo su deseo. El padre, en cambio, es siempre el otro, el que vino después, el que se hizo visible como quien se interponía en su relación con aquel objeto amoroso, introduciendo en ella todo tipo de dificultades.

Resulta, por lo demás, inútil objetar que puede no ser así, que el padre puede ser tan encantador y amoroso como la madre, capaz de brindar al niño los mismos cuidados que ella. Pues es necesario señalar que ese padre, para el niño, carece de relevancia diferencial: si la madre es el objeto absoluto, todo otro objeto que prolongue sus atenciones y cuidados no será percibido de otro modo que como una más de las emanaciones de su magnificencia.

El padre, por tanto, sólo se hace realmente presente, en tanto figura diferenciada, como el tercero que se interpone en la relación dual -y narcisista (6)– que el niño mantiene con su madre, arrebatándole el objeto de su deseo y, así, llevándoselo tras cierta puerta que queda cerrada.

Víctor Erice: El espíritu de la colmena, 1973.

Y allí, tras esa puerta, en ese espacio inaccesible, el objeto amado -y ya perdido- gime.

Por eso los ruidos procedentes de ese espacio interior cuya puerta cerrada clausura provocan en el niño la más intensa angustia: su todavía frágil Yo, en todo dependiente de la figura materna, al verse sólo, abandonado, experimenta la posibilidad de su quiebra.

El niño, entonces, sabe, con el sabor de la angustia, eso que, si todo va bien, habrá de olvidar cierto tiempo después: que su padre le ha arrebatado y posee ese objeto en el que todo su deseo se halla cifrado. Lo sabe, aunque no pueda expresarlo con las palabras -que no le han sido todavía dadas- de los adultos. Sabe, en todo caso, de esa posesión, pues en ese momento sólo su padre está en condiciones de infringir tales gemidos a la mujer que es su madre.

Víctor Erice: El espíritu de la colmena, 1973.


El sueño y la pesadilla

volver al índice

Víctor Erice: El espíritu de la colmena, 1973.

La angustia de la que hablamos se hace especialmente visible cuando el niño, interrogado por sus padres -quienes, por lo demás, insisten en aparentar que allí no estaba pasando nada-, declara que dormía pero que una pesadilla le ha hecho despertar. Sin duda, es éste el periodo más álgido de las pesadillas del niño.

Desde luego: una pesadilla le ha hecho despertar. Pero porque sus padres aparentan que allí, en su cuarto, no estaba pasando nada, los ruidos que la han provocado quedan separados de su origen y el niño debe concebirlos como procedentes no de otro lugar que de su propio sueño.

Mas, por otra parte, ¿es que acaso la palabra pesadilla -como, por lo demás, todas las otras-, no la ha recibido de sus padres? Sin duda: han sido ellos quienes, tras despertar al pequeño con las manifestaciones de la violencia con la que sus cuerpos se abrazan, le han dado esa palabra para nombrar el suceso y la causa de ese despertar. Y, por lo demás, esas manifestaciones -esos ruidos, esos gemidos, esas vibraciones- han debido introducirse necesariamente en el sueño del niño y manifestarse en él de una o de otra manera hasta el momento en que su intensidad termina por hacerle despertar.

Conviene, en todo caso, prestar atención a lo que distingue a las pesadillas del resto de los sueños. Pues si en cierto sentido constituyen, desde luego, sueños -imágenes que invaden la mente del individuo mientras duerme-, en otro diríase que son más bien todo lo contrario. A diferencia de lo que con los otros sueños sucede, las pesadillas no permiten al sujeto dormir, sino que, bien por el contrario, le hacen despertar: el sujeto huye a la vigilia para escapar de la angustia que el contenido de la pesadilla produce en él.

Por lo demás, y como Freud (7) hubo de señalar, la pesadilla se diferencia del sueño normal en que en ella no puede hablarse, en sentido propio, de elaboración onírica, pues el contenido que en el sueño debiera permanecer latente, oculto tras el contenido manifiesto, se manifiesta en cambio en su misma superficie. Es decir, en suma, que lo que caracteriza a la pesadilla es el fracaso o la ausencia del proceso de elaboración simbólica que caracteriza al sueño.

Pero volvamos a lo que nos ocupa: en esas noches en las que niño se despierta angustiado, su despertar puede ser entendido como una manera de huir de la angustia de esa pesadilla que constituyen para él los gemidos de su madre.

Víctor Erice: El espíritu de la colmena, 1973.


Inconsciente

volver al índice

Víctor Erice: El espíritu de la colmena, 1973.

Se trata pues, para el niño, si en la casa donde habita existe el goce, de una insoslayable cita con lo real del sexo -mas no debe por ello pensarse que, de no haberlo, las cosas habrían de transcurrir mejor para él: allí donde entre los padres no hay goce, nada sobre el goce que le aguarda puede aprender el niño, salvo que, pero eso es sin duda peor, termine él mismo por convertirse en objeto del goce de aquellos.

El violento choque que esa cita supone, para poder ser vivido, habrá de ser simbolizado. Y que así sucede lo demuestra el que, si todo va bien, a partir de cierto momento, los ruidos de los padres dejan de despertar al niño.

Ahora bien, si desde entonces el niño deja de despertarse no es porque, como ingenuamente se da en decir, ya no oye esos ruidos angustiosos que hasta entonces quebraran su sueño -pues si ahora no los oye, ¿por qué habría de haberlos oído antes?-, sino porque esos ruidos que, durante un tiempo, han sido declarados pesadillas, pasan ahora a quedar integrados en auténticos sueños -esos precisamente, que lejos de hacer despertar, permiten que el sueño prosiga todo el tiempo necesario.

Podemos decir, entonces, que ya existe inconsciente en el niño. Pues, porque esos ruidos se oyen, el inconsciente del niño, para que el dormir pueda proseguir, logra articularlos e integrarlos en su sueño a través de ciertos significantes.

Benozzo Gozzoli-El cortejo de los Reyes Magos-capilla del palacio de los Médicis, frescos, 1459-61


El trabajo del sueño del niño

volver al índice

Pere Serra, La adoración de los Magos,
retablo de Cubells

Tal es, pues, el contenido latente del sueño del niño: el trabajo y el ruido -es decir, el goce- de sus padres.

Existen, por lo demás, datos de índole antropológica que confirman en qué medida el goce de los padres era especialmente convocado, promovido en la noche de Reyes. Pues se acostumbraba que en ella los padres salieran, quizá a alguna Gala de Reyes, quizá a algún music-hall: una noche festiva, potencialmente erótica, que invitaba al matrimonio a concluir el día haciendo el amor.

De manera que retornaban lo suficientemente tarde como para que los niños estuvieran dormidos. Y entonces hacían algo de ruido, moviéndose sigilosamente con cajas de regalos. Y luego -si todo iba lo suficientemente bien entre ellos, pues a nadie se le oculta que la cosa encierra su dificultad- entraban en su dormitorio, cerraban la puerta y hacían otros ruidos.

Ruidos de mover objetos, colocar regalos, preparar esa escenografía que habrá de acoger al niño cuando despierte. Y cuando esa escenografía está completa, los otros ruidos: los del abrazo violento en el que el hombre y la mujer acceden al goce. A un goce que reedita aquel otro goce del que el niño procede. Se construye así -se elabora experiencialmente- el relato del origen: el de un abrazo destinado a alumbrar la vida del niño: de ese niño para el que la escenografía del deseo ha sido construida; un escenario de regalos dispuestos bajo la ventana para él, regalos que le aguardan como él mismo ha sido deseado y aguardado.

Sabemos cuanto se juega, para el ser humano, en el hecho de haber sido deseado antes de haber sido concebido. Pues sabemos cuanto sufrimiento acarrea la idea de haber nacido por casualidad, como el resultado de un mero golpe de azar y, en el límite, contra el deseo mismo de sus progenitores. Nada, quizá, tan desgarrador para el ser humano como eso: que ningún deseo pueda cifrarse en su origen. En ningún otro ámbito como en éste puede constatarse mejor la dimensión esencial del relato en la configuración de lo humano. Pues, en cierto modo, la idea misma del sentido -de que algo, en el aciago mundo de lo real, pueda tener sentido- depende de manera esencial de este primer presupuesto narrativo: que uno no ha nacido por casualidad; que ha sido aguardado, deseado, convocado como necesario y querido en la historia de aquellos que lo preceden y cobijan.

¿Sucedió realmente así? ¿Nació el niño de un encuentro sexual presidido por el deseo de ese nacimiento? Quizás sí, en el mejor de los casos. Pero puede, igualmente, que no: puede que un embarazo inesperado siguiera a un acto sexual que no lo había convocado. No es ello, después de todo, lo decisivo: de la existencia misma del inconsciente se deduce la posibilidad de que el deseo de engendrar una nueva vida latiera después de todo en los amantes sin que su conciencia estuviera todavía en condiciones de aceptarlo. Lo necesario, en cualquier caso, es que exista un momento en que ese deseo cristalice en la conciencia. Y eso es lo que sucede en el rito, tal y como en él se integra el trabajo de los padres: en la noche de Reyes, construyen la escenografía del deseo antes de entregarse a un abrazo por ella presidido. Y, así, construyen el relato del origen. De manera que ambos ruidos, pero sólo si el niño está dormido, se funden en el sueño de éste. Y así se abrochan el trabajo y el goce de los padres, quedando inscritos, anudados, en el sueño del niño.

Se nos descubre entonces, el mito-rito de los Reyes Magos, como un lugar idóneo para atisbar el proceso, bien material, de construcción del inconsciente, en la medida misma en que el trabajo de los padres termina por convertirse, en el sentido que Freud dio a esta expresión, en el trabajo del sueño (8))del niño.

Stephan Lochner, La adoración de los Magos, Catedral de Colonia


La puerta, la prohibición, el goce

volver al índice

Rogier Van der Weyde, Adoración de los Reyes,
Pinacoteca Antigua, Múnich, 1455

Las primeras dos grandes piezas de este proceso de simbolización son, por una parte, la puerta, esa puerta que queda cerrada -y que es por tanto la expresión material de la ley del padre que excluye al sujeto de ese su objeto materno que le arrebata- y, por otra, el mandato que entonces el niño recibe de retornar a su cama y seguir durmiendo.

De manera que esa puerta cerrada se nos descubre, por tanto, como un operador simbólico esencial: materialización de la ley del padre, articula la prohibición a la vez que construye, en el interior del espacio doméstico, un espacio doblemente interior, vedado e inaccesible. Se trata de un espacio prohibido, pero, a la vez, por ello mismo -en tanto hay puerta, pues podría no haberla- de un espacio sagrado.

En él, en ese espacio doblemente interior que es el espacio de la madre -el espacio donde ella gime-, el amo es el padre. Y en él, en lo que en él sucede, se localiza, se cifra para el niño el origen, su origen en tanto sujeto.

Un origen cifrado por la articulación de la puerta, los gemidos de la madre y ese nombre, del padre, del que el sujeto es -y comienza a reconocerse- portador.

Maestro de Covarrubias, Tríptico de La Adoración de los Magos,
Museo de la Colegiata


El portal, lo sagrado, la trasgresión

volver al índice

Sandro Botticelli, Adoración de los Reyes,
National Gallery of Art, Washington, 1481-82

Y por cierto que esas dos piezas nucleares de todo proceso de simbolización aparecen convocadas en el relato de los Reyes Magos. Ya hemos visto como el mandato de dormir constituye, en el rito, un factor esencial siempre presente. Pero lo mismo podemos decir de la puerta, aún cuando esta no resulte, a primera vista, tan evidente. Basta con detenerse en el contenido del mito -y en su materialización escenográfica en forma del belén– para comprobar que, en él, algo bien próximo a la puerta, el portal, constituye precisamente el elemento espacialmente determinante de su escenografía. No una puerta, desde luego, sino un portal: un espacio interior que define un umbral que lo separa del exterior, pero que, sin embargo, carece de la puerta que lo cierre a la mirada. La puerta aparece, por tanto, bajo la forma de su explicita ausencia. O si se prefiere: el portal del belén es, precisamente, el escenario abierto, desvelado, cuando la puerta, al estar del todo abierta, al ya no vedar nada a la mirada, termina por desaparecer.

Pero entender lo que en esto se juega exige recuperar esa dimensión nuclear de lo sagrado que, a partir de cierto momento, el cristianismo ha tendido a velar. Pues lo sagrado, y en ello se diferencia del mundo reglado del orden cotidiano -todo el organizado, como Bataille supo mostrar, por la doble prohibición del sexo y de la violencia-, es el ámbito, ritualizado, de la trasgresión de ese orden. (9)

El portal del belén constituye por eso la escenografía sagrada -y, desde luego, en ese misma medida, fuertemente simbolizada- del espacio más interior abierto del todo a la mirada -más eso sí, a una mirada distanciada y adoradora. Allí el niño recién nacido se encuentra rodeado por su padre y su madre y, tras ellos, el buey y la mula que hacen bien patente la densidad carnal, animal, que acompaña, también, a ese origen. Y algo más, desde luego: esa estrella que es signo de ese otro Padre cuya palabra penetrara el cuerpo de la mujer.

Francesco Francia, Anunciación,
Pinacoteca di Brera, 1505


Notas

volver al índice

6. Cfr.: Lacan, Jacques: El Seminario 2: El Yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica, 1954-55, Paidós, Barcelona, 1983 y El Seminario 4: La Relación de objeto, 1956-57, Paidós, Barcelona, 1984.

volver al texto

7. Cf.: Freud, Sigmund: La interpretación de los sueños, en Obras Completas, tomo II, Biblioteca Nueva, Madrid, 1974.

volver al texto

8. Freud, Sigmund: La interpretación de los sueños, en Obras Completas, tomo II, Biblioteca Nueva, Madrid, 1974.

volver al texto

9. Cfr.: Bataille, Georges: 1957: El erotismo, Tusquets, Barcelona, 1979.


volver al texto

ir al índice general