8. El eterno retorno


Sacrificio, Así habló Zaratustra, Solaris, Stalker

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 27/02/2009 (19/12/2009)
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

 

 

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Un espejo crucificado

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En el punto de partida de la escena de Sacrificio en la que Alexander visita a María -con la esperanza de que ella detenga el fin del mundo- se encuentra la Virgen y, junto a ella, un florero de cerámica rosa lleno de flores -no esperemos encontrar árboles aquí: este es un espacio netamente femenino.

Maria: Fue pura casualidad que le oyera llamar.

Y, en seguida, un espejo.

Aunque tardamos en reparar en él, porque nuestra mirada se fija primero en el crucifijo que tiene delante. Y luego, en seguida, en las fotografías familiares que lo rodean.

Sólo cuando aparece una luz en su interior y con ella ciertos movimientos, el espejo se impone a nuestra mirada.

Maria: El queroseno se acabó y me levanté a llenar la lámpara.

Tiene dos rasgos esenciales.

El primero es que es un espejo borroso.

El segundo, que esa borrosidad está en relación directa con la neta definición del bien iluminado y definido crucifijo que hay delante de él.

Es, podríamos decir, un espejo crucificado.

Resulta evidente, en cualquier caso, que la posición de ese alto crucifijo delante de él y pegado a su marco lo inhabilita como espejo en el que uno pueda mirase a sí mismo.

Y, así, este especial espejo se convierte en marco de ese crucifijo.

De modo que, quien se coloque ahí, frente a él, no tanto se verá a sí mismo, como se verá a sí mismo mirando a ese crucifijo.

Como si Cristo, entonces, tuviera la función de contener el espejo.

De frenar la eterna repetición alucinatoria y especular que amenaza siempre al universo tarkovskiano.

 


El susurro siniestro del enano

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Retrocedamos ahora al comienzo del film, solo un instante después del monólogo sobre el árbol seco y la leyenda del monje.

En su camino de retorno a casa, Alexander y su hijo se encuentran con Otto, el cartero, quien no trae otro mensaje que el de su propia vivencia de desrealización:

Otto: Siempre me he sentido como si… me encontrara en una estación de tren. Y siempre he sentido que lo que sucedía no era la vida real, sino una espera… una espera por algo real.

La vivencia de desrealización, es decir, de falta de realidad, es una de las características más comunes de la psicosis -y, dicho sea de paso, recorre toda la obra de ese cineasta con cuyo equipo realizó Tarkovski Sacrificio: Ingmar Bergman.

Otto: A veces pienso en cosas extrañas, te lo aseguro.

A veces pienso en cosas extrañas.

Curioso enunciado éste.

No lo es, por ejemplo, este otro: un hombre me ha contado cosas extrañas.

Pues en este caso es otro hombre el que lo cuenta y las cosas que cuenta, cuando las escucho, al reconocerlas como diferentes a las mías, las siento extrañas.

Pero en cambio, en este enunciado –A veces pienso en cosas extrañas– soy yo quien las piensa, y por eso, porque proceden de mí, esas cosas que pienso no deberían resultarme extrañas.

De modo que esa extrañeza, la de sentirme habitado por ideas que no son mías, posee un cierto aroma siniestro.

Otto: Como en aquel enano, por ejemplo. Aquel enano de mala fama

Mientras oyen como se despliega la larga mención de Otto a Así habló Zaratustra, no pierdan de vista la casa del fondo, referencia visual constante de la secuencia.

Alexander: ¿Qué enano? Ahora sí que has logrado dejarme descolocado.

Otto: Sabes a quien me refiero: al jorobado. El de Nietzsche. El que hizo que Zaratustra se desmayase.

Alexander: ¿que se desmayase? ¿Qué dices? Pero, ¿conoces a Nietzsche?

Otto: No, personalmente, no.

Otto: No lo he estudiado tan a fondo. Pero… Me interesa, no puedo negarlo.

Alexander: ¿Y?

Otto: A veces le doy vueltas a cosas como el eterno retorno.

La cita es explicita. Y resulta bien evidente su motivo, pues el eterno retorno es la invasión del tiempo por la lógica del espejo: habría una imagen especular de todo suceso; todo habría sucedido ya y todo habría de volver a suceder de manera idéntica una y otra vez.

Y dado que el tiempo es infinito, a su vez esas repeticiones lo serían igualmente.

De hecho, lo hemos contemplado, realizado, en El espejo: allí, Andrei es el retorno de su padre Arseni, como su hijo lo es de él mismo.

Y lo mismo por lo que se refiere a su madre, que retorna y se repite en su esposa.

Otto: Vivimos, tenemos nuestras preocupaciones… tenemos esperanzas… esperamos algo,

Otto: tenemos esperanzas, las perdemos, nos acercamos a la muerte. Finalmente morimos. (Se escucha un trueno). Y nacemos de nuevo, pero sin recordar nada.

Otto: Y todo comienza de nuevo, desde cero.

Otto: No exactamente igual, ligerísimamente diferente.

Otto: Pero aun así, es tan desesperanzador y no sabemos por qué.

Otto: Sí… no, de hecho… es exactamente igual, literalmente lo mismo.

Otto: Una representación de la misma obra, por así decirlo.

Otto: Si lo hubiera podido crear yo mismo, lo habría hecho así. Suena cómico, ¿verdad?

Aparentemente Alexander escucha sin interés el diálogo de su amigo el cartero.

Pero, sin embargo, no se aparta de él más que Nietzsche de su enano. De hecho, avanzado el film oiremos decir de él a su hija mayor:

Marta: Dice que él y el chico fueron japoneses en una vida anterior.

Otto: Una representación de la misma obra, por así decirlo.

Otto: Si lo hubiera podido crear yo mismo, lo habría hecho así. Suena cómico, ¿verdad?

Suena cómico, pero suena igualmente siniestro.

De hecho, como tal lo vivió Nietzsche: como una idea aterrorizante que se le impuso en uno de sus paseos campestres.

Al parecer, nada más volver, se lo contó a Lou Andreas Salome en un susurro, como si tuviera miedo de sus propias palabras -como, precisamente, si esas palabras no fueran suyas y tuvieran un poder aniquilante.

Y de hecho, este rasgo revelador -el del susurro asustado- quedó escrito en Así habló Zaratustra.

Repasémoslo: es un intertexto directamente suscitado por Sacrificio:

«Sombrío caminaba yo hace poco a través del crepúsculo de color de cadáver, sombrío y duro, con los labios apretados. Pues más de un sol se había hundido en su ocaso para mí.»

[Friedrich Wilhelm Nietzsche, 1883-1885: Así habló Zaratustra, traducción de Andrés Sánchez Pascual. Alianza Editorial, 2006]

El paisaje mismo descrito por Nietzsche es siniestro, no solo sombrío, pues, ¿cómo es un crepúsculo de color de cadáver? ¿Quizás así?:

¿O así?:

«Un sendero que ascendía obstinado a través de pedregales, un sendero maligno, solitario, al que ya no alentaban ni hierbas ni matorrales: un sendero de montaña crujía bajo la obstinación de mi pie.

«Avanzando mudo sobre el burlón crujido de los guijarros, aplastando la piedra que lo hacía resbalar: así se abría paso mi pie hacia arriba.”»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

¿Qué es un sendero maligno?

¿De qué índole de malignidad se trata?

El caso es que del mundo entono empieza a emerger un murmullo maligno y burlón.

 


Desdoblamiento, circularidad

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«Hacia arriba: a pesar del espíritu que de él tiraba hacia abajo, hacia el abismo, el espíritu de la pesadez, mi demonio y enemigo capital.

«Hacia arriba: aunque sobre mí iba sentado ese espíritu, mitad enano, mitad topo; paralítico; paralizante; dejando caer plomo en mi oído, pensamientos-gotas de plomo en mi cerebro.

«Oh Zaratustra, me susurraba burlonamente, silabeando las palabras, ¡tú piedra de la sabiduría! Te has arrojado a ti mismo hacia arriba, mas toda piedra arrojada – ¡tiene que caer!»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

Es aquí donde aparece el enano, como un desdoblamiento del propio narrador.

Su primera manifestación es la de un demonio enemigo que arrastra hacia el abismo.

Pero la cosa es ambigua, pues se manifiesta sentado sobre él, de modo que su cabeza, la del enano, ha de estar junto a la suya propia.

El rasgo mayor de su presencia, más allá de su aspecto a medio camino entre sátiro y demonio, es el poder extremadamente doloroso de sus palabras, que son vividas como plomo derretido que perfora los oídos de Nietzsche.

Y los perfora con palabras extrañas, como las que asaltan a Otto, el cartero.

De modo que, ¿no es Otto el enano de Alexander?

Lo más notable es que es el enano el que introduce el tema de la circularidad:

«¡Oh Zaratustra, tú piedra de la sabiduría, tú piedra de honda, tú destructor de estrellas! A ti mismo te has arrojado muy alto, – mas toda piedra arrojada – ¡tiene que caer! Condenado a ti mismo, y a tu propia lapidación: oh Zaratustra, sí, lejos has lanzado la piedra, ¡más sobre ti caerá de nuevo!» […]»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

Lo que sube baja, lo que echas fuera sobre ti retorna, la piedra que arrojas acaba golpeándote en la cabeza.

«Yo subía, subía, soñaba, pensaba, mas todo me oprimía. Me asemejaba a un enfermo al que su terrible tormento lo deja rendido, y a quien un sueño más terrible todavía vuelve a despertarlo cuando acaba de dormirse.»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

Nietzsche se describe -pues no otro es, obviamente, Zaratustra- como un enfermo.

Y más exactamente como un enfermo psíquico, pues su tormento está relacionado con los pliegues del sueño allí donde estos conducen a la pesadilla.


Iván: Mamá, allí hay un cuco.

«Yo subía, subía, soñaba, pensaba, mas todo me oprimía. Me asemejaba a un enfermo al que su terrible tormento lo deja rendido, y a quien un sueño más terrible todavía vuelve a despertarlo cuando acaba de dormirse.»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

Los estudios filosóficos sobre Así habló Zaratustra no suelen detenerse en estos rasgos narrativos del texto, por considerarlos una mera investidura poética.

En mi opinión, sin embargo, muestran con claridad como la locura del filósofo ya había comenzado. Pues Zaratustra aparece como una construcción delirante de sí mismo, una figura gigantesca -nada menos que el profeta del superhombre, y en cierto modo ya el primer superhombre- que, a su vez, se desdobla en la figura grotesca del enano.

«Pero hay algo en mí que yo llamo valor: hasta ahora éste ha matado en mí todo desaliento. Ese valor me hizo al fin detenerme y decir: «¡Enano! ¡Tú! ¡O yo!» […]

«”¡Alto! ¡Enano!, dije. ¡Yo! ¡O tú! Pero yo soy el más fuerte de los dos -: ¡tú no conoces mi pensamiento abismal! ¡Ése no podrías soportarlo!”»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

Un desdoblamiento que es vivido como un tormento intolerable.

«Entonces ocurrió algo que me dejó más ligero: ¡pues el enano saltó de mi hombro, el curioso! Y se puso en cuclillas sobre una piedra delante de mí. Cabalmente allí donde nos habíamos detenido había un portón.»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

El enano salta, se desplaza fuera del radio corporal de Nietzsche, y así, éste se observa a sí mismo desde otro lugar: son los rasgos de una experiencia de bilocación.

 


El enano habla el eterno retorno

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Dispone entonces Nietzsche los términos de la elegante metáfora espacial con la que va a describir su teoría del eterno retorno.

«”¡Mira ese portón! ¡Enano!, seguí diciendo: tiene dos caras. Dos caminos convergen aquí: nadie los ha recorrido aún hasta su final.

«Esa larga calle hacia atrás: dura una eternidad. Y esa larga calle hacia adelante es otra eternidad.

«Se contraponen esos caminos; chocan derechamente de cabeza: -y aquí, en este portón, es donde convergen. El nombre del portón está escrito arriba: ‘Instante’.

««Pero si alguien recorriese uno de ellos – cada vez y cada vez más lejos: ¿crees tú, enano, que esos caminos se contradicen eternamente?”»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

Como ven, lo que está en juego es el valor y el sentido del instante presente -es decir, el instante del acto: pues hay ahí un portón que debe ser atravesado- flanqueado por los dos caminos opuestos e infinitos del pasado y del futuro.

La respuesta del enano introduce entonces la idea del eterno retorno:

«”Todas las cosas derechas mienten, murmuró con desprecio el enano. Toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo.» «Tú, espíritu de la pesadez, dije encolerizándome, ¡no tomes las cosas tan a la ligera! O te dejo en cuclillas ahí donde te encuentras, cojitranco, – ¡y yo te he subido hasta aquí!”»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

¿Qué papel asume el enano en este exordio filosófico?

Desde luego, no uno socrático. Pues no hay dialéctica ni antagonismo alguno.

Como acabo de señalarles, ha sido la respuesta del enano la que ha anticipado la teoría del eterno retorno que Nietzsche va a formular: Todas las cosas derechas mienten […] Toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo.

De modo que en algun punto del infinito esos dos caminos se encuentran y funden, y así todo está destinado a ser repetido.

¿A qué viene entonces la ira con la que Nietzsche le insulta?

Sencillamente: a la disociación esquizoide que atraviesa su discurso.

Pues, de hecho, a continuación, sin solución de continuidad, el propio Zaratustra hace propia y prosigue la sugerencia del enano.

«¡Mira, continué diciendo, este instante! Desde este portón llamado Instante corre hacia atrás una calle larga, eterna: a nuestras espaldas yace una eternidad.

«Cada una de las cosas que pueden correr, ¿no tendrá que haber recorrido ya alguna vez esa calle? Cada una de las cosas que pueden ocurrir, ¿no tendrá que haber ocurrido, haber sido hecha, haber transcurrido ya alguna vez?

«Y si todo ha existido ya: ¿qué piensas tú, enano, de este instante? ¿No tendrá también este portón que haber existido ya?»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

Si lo piensan bien, creo que llegarán a la misma conclusión que yo: que es el enano el que habla; que Zaratustra oye retumbar en su interior su discurso con tal intensidad que se ve obligado a recitarlo y, así, hacerlo suyo.

 


La puerta: la angustia del yo en el instante del acto

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«¿Y no están todas las cosas anudadas con fuerza, de modo que este instante arrastra tras sí todas las cosas venideras? ¿Por lo tanto, incluso a sí mismo?

«Pues cada una de las cosas que pueden correr: ¡también por esa larga calle hacia adelante tiene que volver a correr una vez más!

«Y esa araña que se arrastra con lentitud a la luz de la luna, y esa misma luz de la luna, y yo y tú, cuchicheando ambos junto a este portón, cuchicheando de cosas eternas ¿no tenemos todos nosotros que haber existido ya?

«Y venir de nuevo y correr por aquella otra calle, hacia adelante, delante de nosotros, por esa larga, horrenda calle – ¿no tenemos que retornar eternamente?»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

Y esa araña.

Esa araña que se arrastra con lentitud a la luz de la luna…Stalker

«Y esa araña que se arrastra con lentitud a la luz de la luna, y esa misma luz de la luna, y yo y tú, cuchicheando ambos junto a este portón…»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

Escritor: Aquí… ¡aquí hay una puerta!

Ante esa puerta del instante que aguarda se detienen una y otra vez los personajes de Stalker cuchicheando sus inagotables temores.

Stalker: ¡Ahora, hay que ir para allá! ¡Abra la puerta y entre!

«Y esa araña que se arrastra con lentitud a la luz de la luna, y esa misma luz de la luna, y yo y tú, cuchicheando ambos junto a este portón, cuchicheando de cosas eternas…”

«¿No tenemos todos nosotros que haber existido ya?”»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]


Escritor: ¿Otra vez yo? ¿Tengo que entrar yo?

Y lo que de eterno aquí comparece es la indecisión constante del yo ante el instante mismo del acto.

Quizás eso nos explique el motivo nuclear del delirio del eterno retorno: ¿no se tratará de un delirio destinado a permitir al individuo burlar la angustia del momento del acto?

Pues si todo acto ha sido ya repetido, ya no depende de él y, en el límite, no significa nada, dado que en su repetición se agota todo su sentido.

Pero claro está, el efecto de esa negación del acto es necesariamente demoledor: la calle, llena de puertas como esa, se torna horrenda:

«Y venir de nuevo y correr por aquella otra calle, hacia adelante, delante de nosotros, por esa larga, horrenda calle – ¿no tenemos que retornar eternamente?»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

Horrenda porque de ella no hay escapatoria posible: es la suya una repetición absoluta que aniquila toda libertad y que convierte todo instante en una farsa de sí mismo.

Les decía que no hay diferencia entre las palabras del enano y las de Zaratustra.

De hecho, ha sido él el que ha anticipado la topología necesariamente circular de esas dos calles:


«”Todas las cosas derechas mienten, murmuró con desprecio el enano. Toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo.”»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

 


Circularidad: yo no soy yo

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La misma circularidad está presente en la configuración espacial de Solaris, donde la vida de la nave se organiza en torno a un pasillo circular:

Hari: ¡Te debo dar asco!


Si han visto el film, sabrán que eso está en relación directa con el núcleo de la historia.

Se trata de un planeta de agua, todo él un inmenso océano dotado de inteligencia, que realiza los deseos de los investigadores que lo estudian, dando vida a los objetos de su deseo.

Tal es el caso de Kelvin, el protagonista, cuya joven esposa se suicidara años atrás en la tierra,

y de cuyo recuerdo el océano de Solaris genera una dúplica que reaparece una y otra vez por más que el protagonista trate de deshacerse de ella y por más, incluso, que ella misma intente suicidarse.

La escena que ahora les muestro responde precisamente al retorno de ella a la vida tras haber tratado de darse muerte.

Quizás haya ocasión de volver a ello más detenidamente. Pero ahora conviene que nos detengamos en los demoledores efectos psíquicos del eterno retorno: si todo se repite, yo no soy yo, sino tan solo la sombra de otro que ya ha sido.

De ello precisamente habla el fragmento de la escena inmediatamente anterior al que acabamos de contemplar:


(Grito gutural de Hari.)

Hari: ¿Soy yo?

Hari: ¿Qué…? ¿Qué…?

Hari: ¿Por qué? ¿Por qué?

Hari: No… Esta no soy yo… Esta…

Yo no soy yo: he aquí el enunciado mayor que nos devuelve la esquicia central de la psicosis.

Hari: yo… no soy Hari…

Pero claro, si yo no soy yo, puede que nada sea lo que parece ser.

Hari: ¿Y tú…? ¿Puede que tampoco seas tú?

Puede, en suma, que no haya un tú con el que sustentar un intercambio simbólico.

Kelvin: No sigas, Hari.

Hari: ¡No soy Hari!


Hari: Quizás tu aparición debe ser un tormento, o una concesión del Oceano… ¡No sé!

Kelvin: ¡Pero te aprecio más que a todas las verdades científicas!

Hari: ¿Me parezco mucho a ella?

Kelvin: Te parecías.

Kelvin: Ahora no eres ella, la verdadera Hari.

Terrible, ¿no?, lo que le dice cuando intenta animarla.

Pero es que claro, en el régimen del eterno retorno, es decir, en el régimen de lo imaginario desbocado en un abismo de espejos, nada puede ser verdadero.

Hari: Dime, ¿te repugna mucho que yo sea así?

Hari: ¿Me aborreces?

Kelvin: No.

Hari: ¡Mientes!

Kelvin: ¡Cállate!

Hari: ¡Te debo dar asco!

Sucede que la aborrece tanto como la ama, la odia tanto como no puede vivir sin ella.


 


Miedo de los propios pensamientos

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En la misma media en que se abisma en esa horrenda calle, el pánico invade a la enunciación:

«Así dije, con voz cada vez más queda: pues tenía miedo de mis propios pensamientos y de sus trasfondos. Entonces, de repente, oí aullar a un perro cerca.»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

Tiene miedo de sus propios pensamientos, en tanto los reconoce como extraños.

Son los pensamientos del enano que habita en él y que, sin embargo, se quiere gigante.

¿Y qué me dicen de ese perro al que oye aullar cerca? Podría ser el que habita la Zona de Stalker:

Yo diría, en cualquier caso, que es una figura del todo equivalente al enano -a fin de cuentas, como él, le hiere a través de sus oídos-: se oye aullar de desesperación en él.

No interpreto. Nietzsche lo dice con todas las palabras: tiene miedo de sus propios pensamientos, son sus propios pensamientos, por extraños, los que hieren sus oídos como si fueran plomo derretido o los más agudos aullidos de un perro.

El perro de Stalker, si no aúlla, se hace presente al fondo con un mensaje no menos inquietante. Pues es Anubis, el dios egipcio de las ceremonias funerarias.


«¿Había oído yo alguna vez aullar así a un perro? Mi pensamiento corrió hacia atrás. ¡Sí! Cuando era niño, en remota infancia: entonces oí aullar así a un perro. Y también lo vi con el pelo erizado, la cabeza levantada, temblando, en la más silenciosa medianoche, cuando incluso los perros creen en fantasmas: de tal modo que me dio lástima. Pues justo en aquel momento la luna llena, con un silencio de muerte, apareció por encima de la casa, justo en aquel momento se había detenido, un disco incandescente, detenido sobre el techo plano, como sobre propiedad ajena: esto exasperó entonces al perro: pues los perros creen en ladrones y fantasmas. Y cuando de nuevo volví a oírle aullar, de nuevo volvió a darme lástima.

«¿Adónde se había ido ahora el enano? ¿Y el portón? ¿Y la araña? ¿Y todo el cuchicheo? ¿Había yo soñado, pues? ¿Me había despertado? De repente me encontré entre peñascos salvajes, solo, abandonado, en el más desierto claro de luna.

«¡Pero allí yacía por tierra un hombre! ¡Y allí! El perro saltando, con el pelo erizado, gimiendo, – ahora él me veía venir – y entonces aulló de nuevo, gritó: – ¿había yo oído alguna vez a un perro gritar así pidiendo socorro?”»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

El paisaje descrito es, en lo esencial, el mismo que rodea al Stalker -basta, para percibirlo, con considerar que el suyo es un desierto de agua.

Y, llegado el momento, el delirio se disuelve.

Entonces se hace evidente que esos sentimientos extraños le habitan a él, por más que él no pueda reconocerse en ellos.

De modo que el sabor siniestro de la cosa se impone inevitablemente.

Pero atendamos ahora a la emergencia de ese recuerdo de la infancia.

Supongo que perciben la desolación de ese niño que se identifica en el perro que aúlla.

Es decir: que se vive como un perro abandonado que aúlla.

¿Fue esa su primera experiencia de disociación, desdoblándose en ese perro que, tan humano en su temblor y terror, no sólo gemía, sino que incluso gritaba pidiendo socorro?

 


El niño del espejo

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De la Visión y el enigma se encuentra casi al comienzo de la Tercera parte de Así habló Zaratustra.

Y en cierto modo corresponde así a otro fragmento del texto que se encuentra en el comienzo de la Segunda parte: El niño del espejo.

«Una mañana se despertó (Zaratustra) antes de la aurora, estuvo meditando largo tiempo en su lecho y dijo por fin a su corazón:

«”¿De qué me he asustado tanto en mis sueños, qué me ha despertado? ¿No se acercó a mí un niño que llevaba un espejo?»

«”Oh Zaratustra -me dijo el niño-, ¡mírate en el espejo!”

«Y al mirar yo al espejo lancé un grito, y mi corazón quedó aterrado: pues no era a mí a quien veía en él, sino la mueca y la risa burlona de un demonio.

«En verdad, demasiado bien comprendo el signo y la advertencia del sueño: ¡mi doctrina está en peligro, la cizaña quiere llamarse trigo!»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

Les invito a hacer todo lo contrario a lo que hacen los nietzscheanos, que se toman en serio el último párrafo, para no ver en el resto más que una metáfora de la conciencia alerta del filósofo.

Les invito, en suma, a que vean en ese último párrafo la reacción persecutoria con la que se deshace del contenido de la escena anterior, que hay que tomarse al pie de la letra, pues en ella se mira en el espejo y no se reconoce, ve en él la mueca y la risa burlona de un demonio, de ese demonio extraño que él mismo siente ser.

Esa psicosis que emerge en Nietzsche directamente asociada al desarrollo de su andadura filosófica debe ser tomada en serio.

Pues es precisamente en este momento álgido cuando se formula un enunciado que va a resquebrajar los pilares de nuestra civilización.

Me refiero, desde luego, al que proclama la muerte de Dios.

Ahora bien, si Dios ha muerto, ¿qué podría llegar a contener la potencia imaginaria del espejo?

¿Les extraña esta pregunta?

En cualquier caso, es una de las preguntas mayores del texto tarkovskiano. n

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7. El Loco, la Bruja y la Virgen


La infancia de Iván, Sacrificio

 
 

 


Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 13/02/2009 (19/12/2009)
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

 

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De Iván a Sacrificio: árboles secos e inundados

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Es impresionante el modo en el que la obra de Tarkovski se cierra sobre sí misma.

Los dos cubos del comienzo, los de La infancia de Iván, retornan al final, en la última escena de Sacrificio.

Dos cubos esencialmente semejantes a aquellos y que, como pueden ver, definen todo el trayecto del niño: de un cubo al otro, siendo los dos demasiado pesados para él.

Y junto a los dos cubos, una casa.

Claro está, es otra casa, pues Alexander ha quemado la suya; pero sigue siendo, en lo esencial, la casa invulnerable de la madre.

Tan invulnerable como imaginaria, y por eso colocada ahí, al fondo de la dirección que las líneas del camino trazan, recortándose sobre un horizonte de agua.

Porque hay demasiada agua por todas partes para protegerla, no hay fuego que pueda con ella.

Y un árbol seco.

Uno que cierra la filmografía que se abriera con un árbol vivo:

(Canto del cuco.)

Y hasta qué punto aquel era el árbol de Tarkovski:

Ésta es una fotografía de Tarkovski a los 20 años, cuando, tras su fracaso en el Instituto de Lenguas Orientales, se enroló -aunque hay quien dice que fue su madre la que lo hizo- en el instituto de Metales No Ferruginosos y Oro y participó en un equipo de exploración de la Taiga siberiana.

Sabemos que en cuanto Iván despierta de su sueño, es un bosque de árboles a la vez secos e inundados lo que le aguarda.

La idea es en sí misma extraordinaria y demoledora: un mundo de árboles secos por exceso de agua.

Como le sucede también al árbol final de Sacrificio.

 


La encrucijada final: una madre bruja y un padre loco

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Y había allí, además, una madre bruja.

Y un padre loco.

¿Les parece que hago una interpretación cuando digo que esta mujer es una madre bruja? Cambiarán de opinión cuando revisen esta otra escena del film:

María: Pobrecito mío.

María: Vamos, vamos. No hay nada que temer. No tenga miedo.

María: Aquí no te va a pasar nada.

El caso es que como ven, tiene el poder de la levitación.

(Alexander llora)

Maria: No llores, no llores. Todo irá bien. Ámame.

Alexander: Sí.

Maria: Pobrecito… ¿qué te han hecho?

Y así, abrazados, levitan sobre la devastación de un mundo que parece haber alcanzado su final.

Por cierto, sabemos por Layla Alexander-Garrett, la traductora personal de Tarkovski en el rodaje de esta película realizada en Suecia, que estas imágenes proceden de un sueño que el cineasta tuvo durante aquellos días y que forzó a incluir en el film a pesar de la oposición inicial de los productores.

Alexander: ¡Mamá!

Como ven, es el propio protagonista quien identifica a María con su madre.

A la vez que identifica a su madre con su esposa y con la mismísima Virgen María:

Y por lo que se refiere al hecho de que sea una bruja, eso es una verdad sagrada, como en otro momento declara el mensajero, Otto:

Otto: No entiendes nada de nada. ¡Es verdad!

Otto: Una verdad sagrada.

Como ven, tengo pruebas:

Otto: Ella tiene poderes especiales. Tengo pruebas, ¡Es una bruja!

Por lo demás, el primer título que Tarkovski pensó para la película era precisamente este: La bruja.

Así pues, hay una madre bruja y un padre loco.

De modo que todos los elementos se atraviesan en esta encrucijada final de Sacrificio.

En los flancos, la madre, la casa, los cubos.

Entre ellos, el padre loco, el árbol seco y el hijo mudo.

Hay encrucijada, pero no hay despedida alguna.

¿Qué podría decir el padre loco al hijo mudo? Todo se lo ha dicho ya.

Supongo que lo recordarán, porque así empezaba Sacrificio.

 


Sacrificio: la parábola y su degradación

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Pues Sacrificio comienza con la imagen de un hombre, Alexander, que se empeña en plantar y hacer revivir un árbol seco, a la vez que pretende implicar a su hijo en la tarea.

Alexander: Hijo, ven y ayúdame.

Imposible no atender a las resonancias simbólicas de la escena, en la que se juega ni más ni menos que la transmisión de la palabra simbólica del padre como fundamentadora de un horizonte narrativo para el deseo el hijo.

Sin embargo, desde el primer momento, cierta vaga extrañeza embarga la escena.

La introduce la falta de concordancia entre la escala del plano visual y la del plano sonoro: el sonido se oye más cercano de lo que, visualmente, se encuentra su fuente, es decir, la figura de Alexander, en este gran plano general.

Y por otra parte, ¿dónde está ese hijo al que Alexander llama?

Esté donde esté, debe encontrarse demasiado lejos para oír las palabras de su padre, dado que no resulta visible en el gran plano general que visualiza los esfuerzos de éste.

Y, sin embargo, como la cámara, las oye.

Alexander: Érase una vez, hace mucho tiempo, un anciano monje que vivía en un monasterio ortodoxo.

Sólo ahora aparece el hijo.

Diríase que reclamado por esa que es la forma canónica del comienzo del relato: Érase una vez.

¿Dónde estaba hasta ahora?

Fuera de campo, a la izquierda. A una distancia del padre semejante a la que se encuentra la cámara -también ella, obviamente, fuera de campo.

Alexander: Se llamaba Pamve.

En el mismo momento en el que el niño cruza el camino la cámara comienza a moverse.

Les invito a preguntarse por el sentido del lento travelling que así comienza.

Alexander: Plantó un árbol seco en la montaña. Como éste de aquí.

Alexander: Luego le dijo a su discípulo, un monje llamado Ioann Kolov,

Y el hijo comienza a participar de la tarea que el padre le asigna.

Alexander: que regara el árbol cada día hasta que reviviese.

Como ven, es una bella historia, que ha comenzado con toda la resonancia mitológica del Érase una vez.

Es decir: Érase una vez, en el tiempo inmemorial y absoluto de los mitos.

Y por cierto que es una historia toda ella volcada sobre el eje de la donación -doy por hecho que a estas alturas conocen la bibliografía básica donde establezco el modo de uso de estos conceptos- y en la que, por tanto, un Destinador otorga una Tarea a un Destinatario.

Y, por lo demás, el mito se actualiza como rito:

Alexander: Pon alguna piedras ahí, ¿quieres?

Alexander involucra a su hijo en la tarea que narra, del mismo modo que lo hace el padre que involucra al hijo en la construcción ritual del belén a la vez que le cuenta el relato mítico de los Reyes Magos.

Alexander: Así que cada mañana temprano, Ioann llenaba un cubo con agua y partía.

Lo que no puede por menos que inquietarnos, al menos a nosotros, ya buenos conocedores del texto Tarkovski, es que haya un cubo de agua involucrado en todo ello.

Alexander: Subía a la montaña con un cubo de agua y regaba aquel tronco seco y por la noche, en plena oscuridad, regresaba al monasterio.

Incluso comparece, como en los Reyes Magos, que eran necesariamente 3, la cifra canónica del relato simbólico.

Alexander: Hizo esto durante tres años, Y un buen día subió a la montaña y vio que todo su árbol estaba lleno de flores.

Sin duda, un hermoso relato sobre el poder de la palabra en la forja de la voluntad humana frente a lo real.

Lo malo es… lo que sigue.

Alexander: Digan lo que digan, un método, un sistema, es algo muy bueno.

Pues los mitos no tienen moraleja.

Y aquí, en cambio, aparece una moraleja en la que el padre, desde el primer momento, hace patente su locura.

Alexander: ¿Sabes? A veces me planteo que si una persona, cada día, exactamente a la misma hora, hiciera la misma cosa, como un ritual, inmutable, sistemático, cada día a la misma hora, el mundo cambiaría. Algo cambiaría, por fuerza.

El desastre llega con el ejemplo que cierra la moraleja:

Alexander: Pongamos que alguien se levantase cada mañana las siete en punto, fuese al cuarto de baño, llenase un vaso de agua del grifo y lo vertiese en el retrete… solo eso.

¿Sólo eso? ¿Pero qué?

Nada.

Y por el camino, la parábola simbólica se ha deshecho, como si nos encontráramos en el universo de Léolo, ante uno de sus patéticos rituales excrementicios.

Como ven, ese tema central de nuestro siglo que es la crisis de la función paterna, es también un tema central en el cine de Tarkovski.

Bien es cierto que no digo el tema central, sencillamente porque es sólo la mitad de ese tema.

La otra mitad es el poder extremo de la madre.

Nos encontramos, no sé si se dan cuenta ustedes de ello, con los elementos básicos de la psicosis.

 


Un extraño travelling

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Retomemos ahora la pregunta que les hacía hace un momento.

¿Por qué este largo travelling lateral?

¿Cuál es su sentido?

Pues bien: les voy a formular una hipótesis que, en principio, les va a resultar peregrina.

Sencillamente: porque por más que el padre trata de sacar al niño del lado izquierdo, en el que se encuentra la casa, para así lograr separarle de ella, será imposible que lo logre porque la casa, entonces, va a echar a andar siguiéndole.

Veámoslo. El plano empezaba así.

Y luego fue modificándose, lentamente, así:



Como no se les ocurre otra explicación, háganme el favor de retener ésta, siquiera provisionalmente.

Y es que hay buenos motivos para ello.

Pues con la llegada del cartero, y tras una fase de estatismo, el travelling inicia un desplazamiento en sentido opuesto, en el que la casa siempre se mantendrá en cuadro, por mucho que quieran alejarse los personajes.

 


Un terrible testamento

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Saltemos ahora del comienzo al final de Sacrificio.

Es un hecho que la locura del padre envuelve al hijo.

El plano se despeja, desaparecen de él tanto Maria con su bicicleta, como el padre y su ambulancia.

Pero el niño permanece ahí con la casa y el árbol seco, en un mundo donde manda la casa y el agua que lo asfixia.

Y, ya solo, el hijo riega el árbol seco del padre con el eterno cubo de la madre.

Como pueden ver, el derrumbe del padre posee dos manifestaciones inmediatas: la castración -el árbol seco plantado en un lugar arenoso y húmedo donde nunca podrá enraizar- y la locura.

Mientras ella, la bruja, observa

y luego parte, en línea recta hacia el mar.

¿Ven hasta qué punto retornan todos los elementos de Iván?

Y no sólo el cubo, sino también la arena.

Por lo demás también había allí, al final del film, un árbol seco.

Gossen: En el principio era el Verbo.

Gossen: ¿Por qué, papá?

¿Por qué, papá, por qué en el principio era el Verbo si tu palabra está rota, desgarrada por la locura?

Del mismo modo que tu árbol está seco, asfixiado por el agua y la arena.

Hay una cosa evidente: en su final absoluto, el cine de Tarkovski desmiente la parábola.

Pues el árbol no florece, sino que permanece seco.

Y en cambio, el agua, ella sí viva, brilla a su alrededor.

¿Acaso no da incluso la impresión de ser capaz de abrasarlo con su brillo?

Esta película está dedicada a mi hijo Andriushka.

Terrible el testamento con el que el film -y la obra entera de Tarkovski- acaba, ¿no les parece?

 


Iván: el padre y la Virgen

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Y no sólo eso, pues como en Sacrificio, también en La infancia de Iván estaba presente la Virgen.

Busquémosla.

(Sonido de disparo de ametralladora)

Iván: ¡Mamá!

Iván: ¿No ha llegado todavía?

Iván despierta agitado.

Gálstev: No. Duerme. Cuando lleguen te despertaré.

Iván: ¿Estaba usted aquí, cuando yo dormía?

Gálstev: Estaba, ¿y qué?

Iván: ¿Hablaba yo en sueños?

Gálstev: No, ¿por qué?

No es seguro que Iván no hablara en sueños.

De hecho, algo ha debido motivar que Gálstev se acercara a él mientras dormía, tanto como el gesto de preocupación -y de compasión- con el que le contemplaba en el plano anterior:

Iván huye de su sueño-pesadilla del cubo que la madre deja caer sobre él y del agua con la que él, desde el interior del pozo, la ataca, despertando para esperar la llegada del padre.

Iván: ¿Estaba usted aquí, cuando yo dormía?

Gálstev: Estaba, ¿y qué?

Iván: ¿Hablaba yo en sueños?

Y teme que alguien oiga sus pensamientos, escuche su pesadilla.

Teme que se desdibuje del todo la línea que separa la vigilia de la pesadilla.

Gálstev: No, ¿por qué?

Iván: Por nada.

Iván: Antes yo no hablaba, pero ahora… no sé. Estoy algo nervioso.

Y de pronto emerge el niño encerrado en Iván.

Jolin: ¡Iván!

Iván: ¡Jolin! ¡Jolin!

Pues llega Jolin, el representante y mensajero de 51, el teniente coronel Griaznov.

¿Se han dado cuenta de cómo ha puesto en escena Tarkovski esa llegada? ¿De cuál ha sido el elemento que la ha anunciado?

Necesariamente el más opuesto al agua: el fuego; la puerta de la estufa se abría sola haciendo visible el fuego de la madera que ardía en su interior:

Jolin: ¡Iván!

Se abre la puerta de la estufa como se abre la puerta del sótano en el que se encuentran los personajes, doble apertura que Tarkovski marca, igualmente, en la banda sonora, con dos sonidos inmediatos y semejantes.

Deletreemos los elementos que conforman la metáfora: se abre la puerta de la estufa y llega el fuego como se abre la puerta del sótano y llega Jolin.

De manera que Jolin, figura paterna en la estela de 51, es fuego, tanto como la madre es agua.

Ahora bien, si eso es así, ¿se dan cuenta de la resonancia que alcanza esa otra metáfora que es la de la vela de Iván?

La frágil llama de la vela de Iván está obviamente amenazada por el agua y por tanto debe ser protegida por el fuego.

Jolin: ¡Iván!

Por cierto, tampoco ahora aparece en el muro el grito mudo. Pero claro, ¿cómo iba a estar?

Si alguna vez hubieran sido escritas ahí esas palabras, ¿quién podría imaginar que esos soldados rusos fueran capaces de soportar vivir junto a ellas sin borrarlas?

Pero es que esas son las palabras mismas de la pesadilla.

Jolin: Katasónich te espera en Dikovka, al lado del árbol seco, ¡y tú estás aquí!

Y desde luego, viniendo de ver Sacrifico, esta cita de la que aquí se habla no deja de ser impresionante.

El árbol seco.

¿Qué es lo que seca el árbol? Lo mismo que impone la ley del espejo. A fin de cuentas, en el agua, todo se refleja: ya hemos visto hasta qué punto el agua contiene potencialmente un espejo.

Iván: Allí están los alemanes, no hay forma de acercarse a la orilla. Vine nadando. En el medio del río perdí las fuerzas y me entró pánico. Creí que era el fin.

El agua helada del pánico.

Jolin: ¿Acaso viniste nadando?

Iván: Sí, no me regañes.


Iván: Toda la orilla es custodiada, y nuestro “Pequeño As” no se ve en la oscuridad.

Jolin: Alguna vez te podrían capturar.

No hay duda: Jolin encarna al padre amoroso.

Jolin: Has crecido mucho. Y estás tan flaco que se te ven los huesos.

Jolin: (a Gálstev) Ve, acerca más el automóvil.

¿Y esta referencia al automóvil? ¿Un simple detalle realista que anuncia el viaje al cuartel general?

Jolin: Dile al centinela que no deje entrar a nadie.

Jolin: Vístete.

Obviamente es mucho más que eso: se trata de la motivación de la escena que sigue:

Gálstev: Dale, dale.

Gálstev: ¡Está bien!

¿Una escena del todo innecesaria?

Veamos, antes de responder, la escena que sigue, pero manteniendo esta pregunta en la recámara.

Jolin: (a Gálstev) ¿Dónde te habías metido?

¿No les parece absurda esta pregunta? De hecho Gálstev no ha hecho otra cosa que obedecer a Jolin -Ve, acerca más el automóvil.

El caso es que, tanto más incomprensible resulta, tanto más queda señalada la escena anterior cuyo sentido constituye el motivo de nuestra pregunta pendiente.

Jolin: ¿Qué haces?

Gálstev: Voy a echarle keroseno.

Iván: ¿Para qué? Si ya nos vamos.

¿Para qué si ya nos vamos? -dice Iván.

Pero hay que añadir: Iván ha revivido al mundo del calor y del afecto, como lo indica la vibrante luz del fuego que ilumina la escena.

Una escena de calor netamente masculino, donde Iván es invitado a brindar con alcohol, como un hombre.

Imposible no percibir el ensueño de iniciación varonil puesto en juego.

Jolin: Por el encuentro.

Pero incluso ahora hay una latencia oscura: algo va mal al fondo:

Iván: Jolin, Katasónich sigue esperándome cerca del árbol seco.

Ciertamente, la pesadilla del árbol seco atraviesa la filmografía tarkovskiana desde su comienzo hasta su final.

Iván: Por su regreso.

(Iván tose)

Fundido en negro.

Y luego, la escena del cuartel general.


Griaznov: El 2 escucha. Habla el 51. Oye, Malyshev, ustedes tenían una discusión allí.

A mitad de esta secuencia que así comienza, veremos entrar a Iván en la habitación. Con lo que resultará totalmente elidido el viaje en coche hasta este cuartel general. Conviene señalarlo, pues ello nos permite ceñir mejor la pregunta por esa breve escena intercalada que había sido, a la vez, marcada por la pregunta absurda de Jolin.

Volvamos a ella:

Gálstev: Dale, dale.

Gálstev: ¡Está bien!

¿Por qué esta escena en la que nada sucede?

No hay duda de qué se trata, porque no hay duda de qué se encuentra en su centro. Busquémoslo:

Gálstev: Dale, dale.

Diríase que la mano de Gálstev tuviera por función menos guiar al coche que retrocede marcha atrás que señalar a esa figura que se impone progresivamente en el centro del cuadro.

Y luego el coche mismo participa de esa operación de centrado.

Gálstev: ¡Está bien!

Todo señala hacia esa Virgen con el niño que es el único resto de la iglesia que hubo una vez ahí.

Y digo todo: Gálstev con su posición, el techo del coche, incluso esos tubos o vigas que atraviesan el muro, tanto por arriba como abajo.

Hacia allí va Gálstev: no hay duda, la habitación en la que se desarrolla buena parte de la película es el sótano de lo que fuera una iglesia derruida, de la que solo pervive ese muro donde se encuentra la pintura de la Virgen.

No podemos ignorarla: es uno de los motivos escenográficos mayores del film.

Así, más tarde, veremos a Jolin detenerse a encender un cigarrillo junto a ella después del bombardeo.

Y su papel protagónico en el film es tal que para entonces habrá merecido ya incluso el primer plano solo un instante antes de que comience ese bombardeo tras cuyo final Jolin ha encendido su cigarrillo.

Y ahora, atiendan a la topología que de pronto ha quedado revelada.

Acabamos de averiguar que la habitación en la que viven y sufren sus pesadillas los personajes del film se encuentra en un sótano sobre el cual se ubica esta pintura de la Virgen con el niño.

¿No les dice nada eso? ¿No les remite a otra disposición topológica?


Pero entonces, ¿no es ese sótano una suerte de pozo?

Tales son los términos de la clausura incestuosa que reina en la filmografía -pero sería lo mismo decir: en la fantasmática- tarkovskiana:


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6. El pozo y el espejo


La infancia de Iván, Stalker, Sacrificio, El espíritu de la colmena

 
 

 


Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 13/02/2009 (24/8/2009)
Universidad Complutense de Madrid

 
 

 

 

 

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Un río inmenso y de turbios confines

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Pero retornemos a La infancia de Iván.

Su topología posee una demarcación mayor: se trata del río casi insalvable que separa las posiciones de los soviéticos y los alemanes.

De hecho, todo el film, excepción hecha de su coda final, se sitúa entre las dos travesías de ese río que realiza Iván.

Es un río inmenso y de turbios confines:

Uno que, por eso mismo, hace borrosa la línea del frente hasta desdibujarla totalmente.

Es decir: uno que difumina la pretendida oposición entre lo uno y lo otro, el nacionalsocialismo y el comunismo estaliniano.

Diríase que el río lo invadiera todo e hiciera de todo un mundo podrido y confuso.

Y bien: en esa insoportable y sucia confusión habita Iván, ese niño que, para asombro de todos, es capaz de cruzar ese inmenso río a nado.

Griaznov: ¡Lo cruzó a nado!

Katasónich: Pero si… No todo hombre fornido lo resiste, y él…

Hay algo inaudito en ese niño.

Algo que tiene que ver con la energía de su odio. Y también con el saber que ese odio encierra.

Un saber de lo otro absoluto, de un infernal territorio de muerte:

Gálstev: Responde de donde viniste, si quieres, que yo informe, en general, sobre ti.

Iván: De la otra orilla.

Gálstev: ¿Qué?

Gálstev: ¿Cómo llegaste aquí? ¿Cómo demuestras que viniste de la otra orilla?

En su momento les indiqué que resultaba imposible dejar de escuchar la resonancia mitológica de esta expresión:

La otra orilla es la del Hades, pues en la mitología grecolatina el territorio de la muerte se encuentra al otro lado de un oscuro río que es necesario cruzar en barca.

Iván: ¿Quiénes son? Jolin, ¿quiénes son?

Jolin: Son nuestros exploradores. Liajov y Moroz. Ellos fueron detrás de ti la vez pasada.

El film insiste una y otra vez en lo inaudito de esa posición que Iván encarna:

Gálstev: Así pensé yo… Compañero capitán, él dice que vino de la otra orilla.

Capitán: ¿Cruzó el río en una alfombra mágica? Te contó un cuento y le hiciste caso.

Por eso, en el momento de la despedida, su rostro y su figura entera se convierten en sombra.

Jolin: Te acompañaré un poco.

Iván: No, tú eres grande, nos pueden descubrir.

Jolin: ¿Quizás voy yo contigo? Aunque sea hasta el barranco. Allí hay fango. Te llevaré en brazos.

Iván: Ya lo dije, iré solo.

Jolin: Bueno, hasta la vista.

Iván: Hasta la vista.

Jolin: ¡Hasta más ver! Lo más importante es que tengas cuidado. Si nos marchamos, esperamos en Fedórovka. ¿Entendido?


Iván: ¡Hasta pronto!

Gáltsev: ¡Hasta luego, Ivanito!


Como ven, allí, en ese fondo borroso, Iván se difumina del todo, en la misma medida en que se funde con él.

Algo raro en el espacio

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Conviene recordar todo esto a propósito del momento en el que nos encontrábamos el último día.

Gálstev: Lávate. Pronto volveré.

Pues ello puede permitirnos comprender hasta qué punto el agua, su sonido, llama a Iván.

De hecho, su sonido comienza a escucharse antes de que el pie del niño entre en contacto con ella.

Les dije en su momento que el agua no respetaba la línea que separa, en La infancia de Iván, la realidad del sueño.

Vemos ahora como eso se manifiesta en lo concreto, disolviendo la línea que diferencia esos dos planos.

Iván: Gracias.

Iván, agotado, se queda dormido.

Y Gálstev, cada vez más conmovido, le lleva en brazos a la cama.


Ahora bien, ¿no han notado nada extraño en estas imagenes?

Hay algo que no cuadra en el espacio.


¿No les parece que esas dos camas que se encuentran tras los personajes están demasiado cerca la una de otra?

Ello no resulta congruente con la escena anterior del baño de Iván: entre esas dos camas difícilmente cabría el barreño en el que el baño tuvo lugar.

Volvamos allí:


De hecho, aquí diríase que una de las camas ni siquiera existiera.

Aunque, de hecho está, pero mucho más alejada de la otra.


Gálstev: Lávate. Pronto volveré.

Aquí la tienen.

Y por cierto que su brillo no puede dejar de recordarnos al de esa otra cama que será la del hijo enmudecido del protagonista de Sacrificio:

Pero volvamos a lo que ahora nos interesa.

Y es que, no hay duda de ello, esa cama ha sido alejada para hacer espacio al barreño.

Un barreño humeante entre dos camas. Localizado por tanto en el centro mismo del sueño.

Y esa incongruencia espacial nos lleva a otra, más relevante. ¿Dónde está el texto escrito de las víctimas?

Pues debería estar aquí.

Y no es que Gálstev lo oculte.

No, sencillamente ha desaparecido.

Por eso, tampoco está aquí:

Ahora bien, ¿dónde estaba?

¿Y dónde estará cuando vuelva a aparecer?

Esto es, después de todo, lo notable: debería estar, estuvo y estará, justo encima de ese barreño:

También en esto se sabe que el sueño ha comenzado, precisamente porque ese texto ha sido borrado.

No hay salida en el universo carcelario de La infancia de Iván.

Pues ese texto volverá a estar ahí cuando Iván parta para su última expedición.

No hay otra salida, para él, que el río de la muerte.

Tal es su cruz.

El pozo y el espejo

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El agua, entonces, siempre.

Porque, en cierto modo, Iván vive en el interior de un negro pozo.

Como le sucede, y esencialmente por los mismos motivos, a la Ana de El espíritu de la colmena -Víctor Erice, 1973.

¿Les sorprende si les digo que se trata, en lo esencial, del mismo pozo?

En él, una vez más, el agua aparece en el centro de la amenaza.

Estamos en su interior, y el agua lo invade todo.

Les hablé de la importancia de las manos en La infancia de Iván.

Es otra manifestación de la esencial conexión entre Gálstev e Iván a través, precisamente, del sueño: pues esta mano mojada que ahora vemos colgar del borde de una cama no puede por menos que recordarnos a la del oficial cuando salía de su propio sueño.

Como les decía, el uno es el reverso del otro.

Y más exactamente: Iván es la pesadilla del cineasta, a través de Gálstev, la figura que lo inscribe en el film.

Manos como las que Alyosha contemplará -como las que Andrei contempló- en el libro de láminas leonardianas de su madre:


La banda sonora está llena de agua, como lo está la imagen.

Y el agua importa aquí, en primer lugar, por su capacidad disolvente.

Les hablo del pozo que habita Iván. Y como puede constatarse ahora, no es ésta una metáfora exterior al film, sino una que forma parte de su tejido más íntimo. Pues nos encontramos en un pozo muy hondo.

Iván: ¡Es muy hondo!

Madre: Claro está.

¿Ahora bien, donde está el agua si esa pluma que deja caer Iván atraviesa el pozo hasta llegar a su fondo sin encontrar resistencia alguna?

La respuesta es evidente: en todas partes. Por eso la pluma no puede chocar con ella.

Conocen las poderosas resonancias que hacen del pozo una metáfora de lo femenino y materno: el pozo es un orificio abierto al interior más húmedo de la tierra.

Y la tierra es siempre, de una o de otra manera, la madre tierra.

De modo que este sueño habla de la madre, de la relación con ella. Y, dado que Iván está siempre aprisionado en el interior del pozo, de su apresamiento en ella.

Tres ejes semánticos se atraviesan en él; los que oponen el arriba y el abajo, lo abierto y lo cerrado y la luz y la oscuridad. Son todos ellos valores directamente suscitados por el pozo y que dibujan un espacio semántico extraordinariamente pregnante.

Pero la lentitud del encadenado en el que se resuelve este plano anuncia que, como sucediera con la línea del frente que el río debía trazar, también aquí van a disolverse todas las diferencias y todas las fronteras.

Lo poéticamente más asombroso de la escena estriba en que esa disolución va a venir propiciada por otra de las propiedades del pozo: aquella que hace de él, a su vez, un espejo.

Madre: Si un pozo es muy hondo, siempre se puede ver en él una estrella, incluso en el día más soleado.

Iván: ¿Qué estrella?

Madre: Cualquiera.

Iván: ¡Veo una, mamá, la veo!

Madre: Si, sí, allí está.

Y así ahora el agua aparece al fondo para hacer de espejo en el que el hijo y la madre se reflejan.

 
 

El espíritu de la colmena, Stalker y Sacrificio

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Es el momento de mostrar la semejanza entre el negro pozo de Iván y el de Ana, la protagonista de El espíritu de la colmena -1973-, film 12 años posterior.


Resulta en extremo probable que Erice viera La infancia de Iván, y que su huella quedara presente, de fondo, en esa particular infancia de Ana que es El espíritu de la colmena.

Y no lo es menos que, a su vez, años más tarde, Tarkovski viera El espíritu de la colmena, pues su huella parece haber quedado no menos intensamente impresa en su posterior Stalker -1979:

Escritor: A juzgar por el tono, parece que nos va a volver a predicar.

Stalker: Que se cumpla lo previsto. Que ellos den crédito y se rían de sus pasiones. Lo que ellos llaman pasiones realmente no es una energía anímica, sino un roce entre el alma y el mundo exterior. Lo principal es que crean en sí. Y estén desamparados, como niños, porque la debilidad es grande, y la fuerza fútil.

Y es, por lo demás, como ven, de la infancia de lo que se habla en uno y otro lugar.

Otro año trabajamos aquí detenidamente el film de Erice y entonces llegamos a la conclusión de que el pozo negro en el que se hundía Ana era el pozo de la melancolía de su madre.

Y era allí un piano el instrumento destinado a devolvernos el tono de esa melancolía.

Uno que no puede por menos que hacernos recordar el órgano que tocará años más tarde Alexander en Sacrificio.

Alexander: De niño, ya tocaba este preludio. A mi madre le encantaba.

¿Les sorprenderá entonces si les digo que se trata, en lo esencial, de un mismo pozo? -Y de una misma melancolía.

La estrella y el agua originaria

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Atendamos al diálogo entre la madre y el hijo:


Madre: Si un pozo es muy hondo, siempre se puede ver en él una estrella, incluso en el día más soleado.

Iván: ¿Qué estrella?

Madre: Cualquiera.

Iván: ¡Veo una, mamá, la veo!

Madre: Si, sí, allí está.

Es posible quitar la coma y leer veo una mamá, veo una mamá que es una estrella, mi estrella.

Como les decía, ese espejo que habita todo pozo amenaza con confundir absolutamente el eje de la verticalidad -el arriba y el abajo-, el de la interioridad -el adentro y el fuera-, y el de la luminosidad -la luz y la oscuridad, pero también el día y la noche:

Iván: ¿Por qué se la ve?

Madre: Porque para ella ahora es de noche.

Madre: Y ella salió, como todas las noches.

Todo está confundido, nada es lo que parece, todo se vuelve en su contrario, de manera que no hay referencia alguna que ordene el universo psíquico de Iván.

Y ello a causa del espejo.

Pero claro, como ya hemos señalado: este es un espejo de agua.

Y tal es el poder disolvente del agua en el universo tarkovskiano que ni siquiera es posible establecer el lugar donde se encuentra su superficie especular.

Como ven, podría estar muy abajo, en el fondo, o muy arriba, a ras de su embocadura.

De modo que resulta imposible establecer la buena distancia con ese agua que es el agua originaria de la madre.

Iván: ¿Acaso ahora es de noche? Ahora es de día.

Ni siquiera la diferencia entre el día y la noche sobrevive.

Madre: Para ti y para mí es de día.

Madre: Pero para ella es de noche.

De modo que esa luz resplandeciente que rodea a la madre y que, procedente de ella, pareciera iluminar el mundo, podría ser falsa.

Y por lo demás sabemos que lo es, como quedará acreditado en el sueño central del film -el del calabozo, el cuchillo y la campana- que será ya, en todos sus términos, una pesadilla:

Por eso, nada escapa al pozo.

Madre: Para ti y para mí es de día.

Madre: Pero para ella es de noche.

Y así un aroma claustrofóbico comienza a invadirlo todo también aquí.

Y también, por eso, el agua lo inunda todo.

Una vez más, la mano, como expresión extrema del anhelo, ocupa el centro de la imagen. El anhelo de la estrella, es decir, de la madre. Pero sucede que esa estrella está en el fondo del pozo. Y es una estrella empapada en agua.

Pero alto aquí: ¿una estrella empapada en agua? ¿Tiene eso sentido?

Yo diría que lo tiene, si es que estamos tocando fondo.

Y el fondo, por decirlo así, absoluto.

Piénsenlo bien, si ese agua posee tan extraordinarios poderes, si aparece sólo relacionada con la madre y el hijo, ¿de qué agua podría tratarse?

¿De cuál sino del agua originaria?

Ese agua de la que se habla cuando se habla de romper aguas. Ese agua de la que es necesario desprenderse para poder nacer y, así, llegar a ser un ser diferenciado.

 
 

La dimensión mortífera del agua

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El cubo que ahora vemos ascender por el pozo es el mismo que aparecía en el sueño del comienzo, aquel en cuyo interior se oía al cuco.

De pronto se oye el sonido de un disparo de ametralladora.

(Sonido de disparo de ametralladora)

Iván: ¡Mamá!


Se confirma la dimensión mortífera del agua.

El agua mata.

Pues si hemos oído ametralladoras, es el agua lo que vemos golpear el cuerpo de la madre.

El plano final del sueño reúne de otra manera ese contraste entre el fondo oscuro del pozo -ahora condensado en ese cubo que es, insistamos en ello, ese en cuyo interior se oía el canto del cuco- y el brillo resplandeciente del vestido de la madre.

Imagino que lo que les digo les parecerá contradictorio: ¿cómo ese agua originaria de la vida podría destruir a la madre?

Pero dense cuenta: ese agua que ha golpeado a la madre procedía del fondo del pozo en cuyo interior está el hijo.

¿No latirá entonces, en el fondo más oscuro de este sueño que acaba en pesadilla, una tan profunda como inexpresada hostilidad hacia la madre amada?

Sé que esto les parece inconcebible, que piensan que nada en este film en el que el hijo localiza en su madre todo su anhelo puede apoyar esta idea.

Pero eso sucede porque no deletrean este plano:

Es el agua que procede del interior del pozo en cuyo interior se encuentra Iván la que golpea y mata a la madre.

Es asombroso con qué facilidad el espectador de La infancia de Iván olvida lo que estalla en el juego de Iván una vez que éste se convierte en delirio -en algo, en suma, que tiene todos los rasgos del brote psicótico:


Somos 8 jóvenes, menores de 19 años.


Dentro de una hora nos llevarán a matar. Vengennos.

Ésta de Iván no es una mirada amorosa.

Y menos lo es esta otra de la madre, que más bien se encuentra a medio camino entre el terror y la amenaza.

¿Y no les llama la atención la firmeza con la que Iván sostiene su cuchillo en presencia de su madre?

¿Y qué me dicen de esta otra mirada?

Y ésta de ahora es todavía mucho menos amorosa.

Resulta imposible no reconocer lo acentuado de su dureza.

Frente a ella, la mirada del pequeño Iván zozobra entre el odio y el pánico.

De modo que, en esta pesadilla, nos vemos ubicados en el eje de la locura que atraviesa las miradas de odio de Ivan y de su madre.

Es justo en ese momento, es decir, por tanto, inmediatamente después de esta acerada mirada de la madre,

cuando Iván ya no puede soportar más y recurre a la campana.

Ahora bien, ¿no ha sido desde siempre la función de las campanas llamar al Dios Padre desde lo alto de los campanarios?

(Sonido de la campana.)

 
 

Una pequeña cicatriz

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¿Les he convencido?

Puedo todavía darles una prueba suplementaria.

Pero antes de ello quiero llamar su atención, una vez más, de que lo que realmente importa está en el texto artístico.

Todos los demás datos, los que obtenemos de otros textos no artísticos -esos que damos en llamar biográficos- son secundarios y, de hecho, en el límite, innecesarios.

En mi opinión al menos, si un dato biográfico de la vida de un artista no deja su huella en su obra es que es un dato falso o, al menos, uno, para ese artista, irrelevante.

Pero, claro está, esos datos son los que al público no avisado les parecen más convincentes.

Y es que no terminan de darse cuenta de dónde está la verdad.

Pues la verdad, por lo que al arte se refiere, no está en otro lugar que allí donde el texto artístico nos toca.

Quiero decir: donde toca nuestro inconsciente y, por eso, nos conmociona.

Y bien, establecidas todas las salvedades, vamos a ello.

Lean este testimonio que la segunda esposa de Tarkovski, Larissa, dio de una escena que le contara la madre de su marido:

«María Ivanova me contó también otros dos recuerdos que la atormentaron durante toda su vida. A parte de en esos momentos de desesperación, ella no había golpeado nunca a sus hijos.»

«Está lavando a Andrei y a Marina en su pequeña bañera de latón.»

 

Les suena eso de la bañera de latón, ¿verdad?

 

«Acaban de volver a su habitación en el apartamento comunitario. No hay agua corriente. El jabón estaba siempre racionado.

«Ha terminado de enjabonar a Marina y la está aclarando con agua limpia. Le toca ahora el turno a Andrei. Justo en ese instante, éste tira agua de la bañera de agua enjabonada salpicando a Marina. Es preciso comenzar de nuevo. Y no quedará agua suficiente para lavar a Andrei.

«Con la jarra (le quart) de aluminio que utilizaba para verter el agua, Marina Ivanova golpea a Andrei en la cabeza. Un chorro de sangre inunda la frente del niño, quien conservará de ello una pequeña cicatriz. »

[Tarkovski, Larissa: 1998: Andrei Tarkovsky, Calmann-Lévy, Francia, 1998.]

Los franceses -el texto que les presento lo he traducido directamente del francés- llaman quart a una pequeña jarra que usan, por ejemplo, para servirse el vino durante la comida –un quart du vine-: la denominan por tanto, por su medida; literalmente: un cuarto.

Pero lo que más nos interesa de ella ahora es que es, como el cubo, de aluminio.

Y se usa como Gálstev ha usado el cubo de agua.

(disparo de ametralladora)

Iván: ¡Mamá!

Caray con el agua.

Y caray con el cubo.

Podría abrirnos la cabeza.

Pues de hecho éste es un plano subjetivo y ese cubo de la madre va a abrirnos la cabeza.


n

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5. Resistencias. La carta, el agua y el fuego


La infancia de Iván, Rebecca

 

 


Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 06/02/2009 (24/8/2009)
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

 

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A propósito de algunas objeciones

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Jaime López me ha escrito las siguientes consideraciones relacionadas con el trabajo de las últimas sesiones:

 

«El 51.

«En el cuento original de Bogomolov, el “51” aparece 10 veces.»

«Podemos pensar que el 51 es muy importante para Bogomolov. El hecho de que Tarkovski lo haya respetado, aunque no lo incluya tantas veces, podría hacer pensar que también para él lo es. En Esculpir en el tiempo dice que el director es el responsable absoluto de la obra.»

 

Por ahora, totalmente de acuerdo. Pero no lo estoy, en cambio, en lo que dice a continuación:

 

«Pero también podríamos pensar que lo ha respetado por ser fiel al original.»

 

Pues si algo tuvimos ocasión de constatar en la lectura de Esculpir el tiempo que nos ocupó el último día fue precisamente la decisión de Tarkovski de no respetar la obra de Bogomolov. O, más exactamente, su necesidad de apropiarse de ella.

 

«Como, por ejemplo, respeta el nombre del protagonista. ¿Hubiera cambiado Tarkovski su nombre? Parece improbable, ya que la dirección de La infancia de Iván es un mandato del Instituto de Cine soviético. ¿Se arriesgaría a enfrentarse al Goskino por cambiar el nombre de la película, basada en el bestseller que tantos soviéticos conocían? Parece más probable que, aunque otros nombres fueran más significativos para él, respetara el nombre del protagonista, así como el del resto de los personajes, para ser fiel, en esto, al cuento y no levantar las protestas del Goskino.

«Si en el caso del nombre respeta el cuento, podríamos pensar que, por la misma razón, también respeta, como así hace, otros elementos del mismo, como el 51.»

 

Que cambiar el nombre de Iván, por más que Tarkovski lo hubiera creído necesario, hubiera sido imposible, me parece evidente.

Pero eso, lejos de ser una objeción a la importancia que concedo al 51 es un argumento que lo apoya.

Sencillamente porque podemos estar seguros de que Goskino no habría puesto la menor objeción a que desapareciera esa cifra o a que fuera cambiada por cualquier otra.

Y dado que hemos podido establecer la decisión de Tarkovski de apropiarse de la historia, ello nos permite deducir que si conserva el 51, algo tan fácil de cambiar, es porque lo reconoce como propio.

Podríamos pensar incluso que el hecho de encontrarse en esa novela una cifra que fuera íntimamente propia sería una condición idónea para desencadenar ese proceso de asociaciones que Tarkovski llama poéticas y que, aunque sin duda lo son, prefiero llamar inconscientes, pues eso explica bien los poderosos efectos que pueden tener sobre los procesos creativos.

Con el valor añadido de que esa cifra queda a la vista de todos, escondida en cuanto cifra propia, pues queda atribuida a la subjetividad del novelista.

Y digo ante todos, pues ese todos podría incluir al propio cineasta. Todo podría haberse desarrollado en él, sin más, como un proceso que escapara a su consciencia.

Pero, desde luego, es igualmente posible lo contrario: que hubiera sido el resultado de una decisión consciente.

 


Rebecca, du Maurier, Hitchcock

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Para aclarar esta cuestión, voy a contarles un caso realmente asombroso que descubrí hace ya cierto tiempo.

Es relativo a la relación de Alfred Hitchcock con Rebecca, la novela de Daphne du Maurier que llevó al cine.

 

Winter es el apellido del protagonista masculino de la novela -Max de Winter.

Y dado que es un hombre de abolengo, posee una gran mansión en el campo que es conocida como la mansión de Winter.

Pues bien, sucede que antes de que Hitchcock leyera la novela, siendo ya un cineasta británico de éxito, se había comprado una gran casa de campo que se llamaba, precisamente, mansión de Winter.

¿Casualidad?

Sin duda, fue una casualidad que la casa que él poseía y la casa de la novela llevaran el mismo nombre.

Aunque quizás no del todo: quizás el nombre de esa mansión hubiera sido uno de los motivos de la decisión de la compra de Alfred Hitchcock, pues había en él algo de invernal y nada de primaveral.

¿Es también una casualidad que el fantasma central de la novela -esa mujer fascinante y letal a la que ama y odia su protagonista- fuera el mismo fantasma central del propio cineasta?

No hablaría yo aquí ya de casualidad, pues sucede que, como vengo mostrando desde hace unos cuantos años, ese ha sido y sigue siendo el fantasma central del occidente postclásico.

Me imagino que Hitchcock debió sentirse absolutamente impactado cuando leyó la novela y encontró en ella su fantasma y el nombre de su propia mansión.

Aunque, al mismo tiempo, estoy convencido de que no terminó de tener consciencia plena de todo ello. Probablemente él mismo hablaría de casualidad y haría todo tipo de comentarios irónicos sobre ello.

Y es igualmente fácil imaginarle alagado por ser él mismo señor de Winter, como el refinadísimo aristócrata de su novela.

Hitchcock tuvo con la novela Rebecca relaciones en extremo ambivalentes.

Le propuso a David O’Selznick llevarla al cine y de hecho ese fue su primera película en América y el motivo inmediato para abandonar Inglaterra.

Pero son célebres las discusiones entre ambos hombres, los dos de fuerte carácter.

Hitchcock quería llenar su película de comentarios humorísticos y burlones, al modo de, por ejemplo ¿Quién mató a Harry?

O’Selznick, en cambio, le exigió que hiciera una adaptación fiel de la novela.

Y gracias a ello Hitchcock hizo una de sus mejores películas, lo que demuestra, sea dicho de paso, que O’Selznick hizo en cierto modo, para Hitchcock, de psicoanalista: no le permitió distanciarse humorísticamente de la novela que él había escogido, sino que le obligó a asumir esa elección hasta sus últimas consecuencias.

Que Hitchcock no era todavía consciente de hasta qué punto su fantasma central se encontraba ahí, lo demuestra el hecho de que durante muchos años hablara mal de Rebecca, echándole a O’Selznick la culpa de no se sabe que debilidades de la película.

Pero que ahí se encontraba su fantasma central por más que él no estaba todavía en condiciones de afrontarlo, lo demuestra el hecho de que muchos años más tarde, a la altura de Vertigo, Psycho y The Birds, ese mismo fantasma llegó a protagonizar sus más intensas películas.

Y esta vez, creo, con una notable consciencia de ello.

Pero hay más, y, si cabe, algo todavía más asombroso.

Y es que la novela que Hitchcock leyó en Inglaterra -pues las conversaciones con O’Selznick sobre ella empezaron desde allí- le ofreció a Hitchcock la anticipación misma, el guion, por decirlo así, de lo que él mismo haría con su propia madre.

Ya saben la importancia que la casita de la playa tiene en Rebecca: en ella murió la propia Rebecca, cuyo cadáver quedaría enterrado en el mar dentro del yate del sr. de Winter que él mismo hundiría para borrar las huellas del suceso que le incriminaba.

Pues bien, también la propiedad de Winter de Hitchcock, como la de su homónimo, constaba de dos casas: una mansión grande y una casita pequeña.

Y qué cosa tan notable: cuando Hitchcock partió para América, vendió la mansión y conservó la casita, donde instaló a vivir a su madre en el mismo momento en que se separó de ella para siempre, poniendo un océano de distancia entre ambos.

Y por cierto, desde ese momento el mar -que hasta entonces había sido símbolo de la libertad que el joven Hitchcock ansiaba, como lo manifestaba el hecho de que se sabía de memoria los horarios de los barcos que atracaban en Londres-, se convirtió, en su cine, en la referencia de la culpa y el crimen, dado que como tal él debió vivir ese abandono.

(Un desarrollo más detenido y justificado de todo ello puede encontrarse en El fantasma primordial, Presentación del libro de Basilio Casanova Varela: Leyendo a Hitchcock. Análisis textual North by Nortwest: Castilla, Valladolid, 2007.)

 


51 y 19

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Sigue diciendo Jaime:

 

«Por otra parte, si en la biografía de Tarkovski buscamos el número 51, es probable que hallemos muchas veces este número como significativo. Por ejemplo, leyendo una breve biografía suya de internet, en 1951 inicia sus estudios de lenguas orientales pero no los termina porque cae enfermo. Tras ello, emprende sus estudios cinematográficos. O, si profundizáramos, probablemente hallaríamos muchos más.»

 

Y aparece así un dato notable, pero en el que no se profundiza porque es la resistencia la que se impone, por vía de la cortina enmascaradora de esos muchos más que probablemente hallaríamos.

¿Probablemente hallaríamos muchos más si profundizamos? Lo dudo. No es probable. Y porque no es probable, es significativo.

 

«Te mencioné, por ejemplo, al término del pasado seminario, que podría ser el número de teléfono de su casa natal, o de la casa paterna, porque, al ver la secuencia de Iván, me vino a la mente el número de teléfono de mi casa cuando era pequeño, tal vez por la relación niño-teléfono. O podría ser el número de su casa, o su número de clase en el colegio. Pero, ¿es esa la razón por la que respeta el “51”? La pregunta es: ¿Cómo podemos saber que la asociación de ese número con un dato de su biografía es lo que le ha llevado a conservarlo? ¿Cómo podemos confirmar la hipótesis? A otra persona puede que le sugiera otra cifra significativa en su vida.»

 

Es curioso como aquí se solapan dos planos muy diferentes entre sí. Pues una cosa es que la cifra esté presente en la biografía del cineasta y otra muy diferente que esté presente en la biografía del analista.

Pero eso no debe llevarnos a desinteresarnos de tal emergencia, quiero decir de la emergencia de esa conexión entre estos dos planos, pues siempre está necesariamente en juego y, bien manejada y contenida, siempre es fecunda.

Y ello porque si una película nos interesa es porque nos toca, porque nos afecta, es decir, porque moviliza nuestro inconsciente.

De modo que explorarla es explorar nuestro propio inconsciente en ella involucrado, tocado por lo que ha emergido desde el inconsciente del otro, el del cineasta.

Y por lo demás, esta relación, entre el mundo del autor y el del analista no es en lo esencial diferente a esa otra con la que nos hemos encontrado en el punto de partida: la del cineasta con respecto al novelista cuya novela adapta.

De modo que ese tipo de sugerencias pueden ser útiles.

Pueden o no conducir a algún sitio.

El asunto es que hay que contrastarlas: en primer lugar, en el texto, y en segundo lugar en esos otros textos del cineasta que constituyen la realidad textual de su biografía -pues dense cuenta: no por ocuparnos de datos biográficos abandonamos el análisis textual: esos datos sólo existen textualmente.

De modo que hay que contrastarlos.

Ese es, por lo demás, el modo de proceder de la ciencia.

Pues, ¿cuántos descubrimientos científicos no se han producido así, inspirados por intuiciones de todo tipo, por asociaciones desencadenadas desde el inconsciente?

Por asociaciones poéticas, como las llama Tarkovski -lo veíamos el otro día.

¿No pertenecía a ese tipo la célebre manzana de Newton?

Caray: de un árbol le cayó una manzana; fue tentado por Eva, la madre naturaleza.

A saber qué resonancias tenía la manzana en su vida subjetiva.

 

«Por otra parte, si en la biografía de Tarkovski buscamos el número 51, es probable que hallemos muchas veces este número como significativo. Por ejemplo, leyendo una breve biografía suya de internet, en 1951 inicia sus estudios de lenguas orientales pero no los termina porque cae enfermo. Tras ello, emprende sus estudios cinematográficos. O, si profundizáramos, probablemente hallaríamos muchos más.»

 

La cuestión no es si es probable o no. La cuestión es si es o no es.

Quiero decir: tiene sentido hablar de probabilidad cuando no se puede establecer un dato con exactitud. Pero si podemos establecerlo con exactitud, pierde todo interés hablar de probabilidad.

Pero démosle la vuelta a la cuestión de la probabilidad.

Como saben, existen 90 combinaciones posibles de dos cifras. De manera que la probabilidad de que aparezca una en vez de las otras 89 es 1/90.

Y bien, en La Infancia de Iván, hasta donde yo recuerdo ahora, sólo aparecen tres combinaciones de dos cifras.

Una de ellas es 13 -ni más ni menos que el número de la mala suerte. Pero sólo aparece una vez.

El 51, que aparece nada menos que 7 veces.

Y luego está el 19, que aparece tres veces escrita y una pronunciada.

Es decir, 4 veces.

Pero resulta que, como tuvimos ocasión de constatar el último día, el 19 es estrictamente reversible con el 51, pues Tarkovski cumplió 19 años en 1951.

De manera que hacen piña, por decirlo así, sumando 11 presencias.

 

Lo que late al fondo de las objeciones que se plantean es la idea de que todo puede ser una coincidencia.

Pero claro, si aceptamos la idea de la coincidencia, de la casualidad a propósito del 51, entonces deberíamos extenderla a todos y cada uno de los demás elementos del texto.

¿Estarán en una película por casualidad todos los elementos que forman parte de ella?

Como ven, no hay nada como operar por reducción al absurdo para llegar a la conclusión de que el 51 es importante.

Tan importante como cualquier otra cosa que esté presente en el texto 11 veces.

Esto en términos cuantitativos. Porque si pasamos al plano de lo cualitativo, siempre más importante, vemos que el 51 es la cifra del deseo más intenso que manifiesta Iván, el protagonista de la película, en su vida de vigilia.

Y que tiene que ver con una figura paterna.

Pero caray, más que eso: lo vieron en El espejo: tiene que ver con su padre.

Quiero decir, con el padre del cineasta.

 

«Vemos que aparece el 151 en su última película. Podemos pensar que confirma la importancia para él del 51. Y ligado a la locura. Pero también podemos pensar, por ejemplo, que, en su última película, quiere aludir a la primera mediante la presencia del “51”, anteponiendo el 1 como referencia a la primera cerrando así su obra. La cuestión vuelve a ser: ¿Cómo podemos saber que estamos en lo cierto cuando afirmamos una u otra cosa? Se me ocurre escribirle a alguien que participara en la película Sacrificio y que pudiera saber por qué puso el número 151 en la ambulancia. Pero, si nadie recordara o supiera por qué lo hizo, ¿cómo podemos afirmar que lo incluyó por tal o cual razón, por mucho que nos cuadre con otras observaciones sobre el cineasta y su obra?

«Sólo podemos conjeturar, por más que sintamos como cierta una u otra respuesta. En este sentido, creo que debiéramos, en general, mantener una humildad freudiana, como cuando Freud afirma, en sus textos (como en Lo siniestro, o su análisis del chiste, por ejemplo), que él ha analizado un determinado hecho de una forma, pero que bien pudiera estar equivocado, o que necesitaría de datos que no posee para confirmarlo.»

 

¿Que podemos equivocarnos? Desde luego.

Ahora bien, también podemos acertar.

Y lo que va de lo uno a lo otro son, desde luego, los datos.

En eso estamos.

Pero la verdad es que tenemos muchos.

Lo que pasa es que el inconsciente de cada cual se resiste contra esos datos como gato panza arriba.

Veámoslo:

 

«Vemos que aparece el 151 en su última película. Podemos pensar que confirma la importancia para él del 51. Y ligado a la locura. Pero también podemos pensar, por ejemplo, que, en su última película, quiere aludir a la primera mediante la presencia del “51”, anteponiendo el 1 como referencia a la primera cerrando así su obra. La cuestión vuelve a ser: ¿Cómo podemos saber que estamos en lo cierto cuando afirmamos una u otra cosa?»

 

He aquí en ejemplo perfecto de resistencia.

Los tres elementos señalados los enuncié yo el día anterior a la recepción del mensaje: que el 151 de la ambulancia confirmaba la importancia del 51, que estaba ligado a la locura y que aludía a la primera película mediante la presencia del 51.

Y es que los tres se refuerzan mutuamente.

Sin embargo, presentados así, parecieran relativizarse o incluso excluirse.

De modo que, donde yo ponía una conjunción copulativa aparece aquí un pero que actúa como disyunción: o lo uno o lo otro. Y así lo uno relativizaría a lo otro y viceversa.

Es ahí donde se ha deslizado la resistencia.

Pues de hecho no son contradictorios y por tanto, como les decía, los tres datos se suman y se refuerzan.

Eso es precisamente a lo que se refería Freud cuando hablaba de sobredeterminación.

Y podemos añadir más: el 151 aparece al final de la última película como el 51 aparece al principio de la primera. Y en ambos casos esas apariciones están explícitamente relacionadas con la locura.

Y en ambos casos están relacionadas con el padre o al menos con una figura paterna.

Y por cierto que el propio Jaime nos ofrece un dato suplementario:

 

«Por otra parte, si en la biografía de Tarkovski buscamos el número 51, es probable que hallemos muchas veces este número como significativo. Por ejemplo, leyendo una breve biografía suya de internet, en 1951 inicia sus estudios de lenguas orientales pero no los termina porque cae enfermo.»

 

Claro está: en 1951, con 19 años, Tarkovski entra en esa escuela: llegado el momento -pero eso va a tardar- podremos comprobar la importancia de esa fecha y de la pronto frustrada entrada en esa escuela.

Cuando los datos comienzan a saturar así, atravesamos el umbral que permite hablar de prueba.

¿Me dirán que eso no es objetivo sino tan sólo muy probable?

No tengo objeción en reconocerlo.

Pero eso si recuerdan ustedes algo que hoy reconocen todos los científicos serios de las llamadas ciencias duras -no así, sin embargo, muchos de los de las blandas, que creen que les imitan y sin embargo, esto lo demuestra, no les leen-: que no existe causalidad absoluta posible para los enunciados científicos, que, a propósito de ellos, sólo puede hablarse de grados de probabilidad.

 

Podría parecer injustificado hablar aquí de resistencia, dado que lo que está en juego no son datos relativos a la experiencia del espectador, sino a la del cineasta y su obra. Pero, cuando así se piensa se olvida el punto donde la experiencia de ambos -la del espectador y la del cineasta- se encuentran.

Y es que la película ha afectado emocionalmente a su espectador, ha tocado su inconsciente. Y, desde ese mismo momento, la conciencia de éste tiende a rebelarse contra todo avance del análisis, pues teme que ese avance ponga al descubierto esos elementos inconscientes movilizados. Tales son las condiciones que ponen en movimiento la resistencia al análisis emprendido, sin duda el principal obstáculo que debe afrontar el analista de textos artísticos.

 


La identificación imaginaria con el padre

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Griaznov: ¡Mete lo que escriba en un paquete y envíalo inmediatamente para aquí!

Griaznov: ¿Comprendiste?

Gálstev: Comprendí.

 

No hay duda de que toda la luz del plano tiene por objeto esculpir el impresionante nudo que esas dos manos trazan: la mano que se dirige, anhelante, hacia el padre, y la que se interpone cerrando el paso a ese contacto.

 

 

Gálstev encarna esa interposición.

Y por cierto que su uniforme y su aspecto no están muy lejos de los del padre de Tarkovski en El espejo.

 

 

Supongo que, tras haber visto El espejo, no me objetarán que sea poco serio, tras haber insistido tanto en que Gálstev es uno de los rostros de Tarkovski en su film, señalar ahora su semejanza con su padre.

Pues la identificación de Tarkovski con su padre recorre todo el film, no menos que la identificación-confusión de la esposa y la madre o la del todo equivalente entre el Tarkovski niño y su propio hijo.

Sólo una cosa hay que añadir: que la identificación de Tarkovski con su padre no es una identificación simbólica, sino todo lo contrario: es una identificación imaginaria, es decir, una identificación-confusión como todas las otras.

O en otros términos: su modelo está en el espejo, no en el árbol.

Pues como les decía, el espejo anula el tiempo devolviendo lo idéntico, mientras que, en el árbol, el tiempo y la jerarquía se escriben en la diferencia de grosor y de posición entre el tronco y sus ramas, entre las ramas principales y las secundarias, y así sucesivamente.

 

 

Imposible dejar de insistir en ello: cierta locura está inscrita en el rostro de Iván.

En su armada frialdad.

En su instalación en la idea fija del deber militar.

En esto, sin duda, se diferencia del hijo de El Espejo:

 

 

Pues éste llora a la vez que se abraza al pecho de su padre.

Mas no deja de inscribirse algo de la locura en su mirada asustada y al acecho. Y, por otra parte, pronto veremos emerger la ternura en el rostro de Iván.

 

Gálstev: ¿Quieres comer?

Iván: Después.

 

De hecho, si miramos atentamente, descubrimos el extremo sufrimiento que late debajo de esa fría armadura.

Un sufrimiento que está más allá de las lágrimas.

Uno, por eso mismo, absolutamente resignado.

Ese es el contexto en el que Iván se dispone a escribir su carta.

 

Ser escritor

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El plano se abre ahora a un espacio todavía no conocido de la habitación.

Hay al fondo una suerte de escenario.

Pero uno que permanecerá vacío casi toda la película.

Lo que importa ahora es el enigma de Iván,

 

 

esa figura negra, de espaldas y oscura, hacia la que la cámara va a avanzar en travelling de manera directa.

 

 

Y, ahí, la página en blanco.

¿Será Iván un escritor?

Sin duda. -Y, por extensión, un artista.

Y lo será porque ese es el dictado que ha recibido, aparentemente, del padre:

 

Griaznov: ¡Ah! Ante todo dale papel y lápiz. Mete lo que escriba en un paquete y envíalo inmediatamente para aquí.

 

Retrocedamos para localizar el nudo:

 

Griaznov: ¿Comprendiste?

Gálstev: Comprendí.

 

Ahí lo tienen: el nudo.

El dictado de la escritura.

 

 

Un dictado, por tanto, atribuido al padre, quien, por lo demás, como saben, era un reputado poeta.

 

 

Y por cierto que Tarkovski intentó cumplir ese dictado -¿pero era verdaderamente un dictado del padre? Nos llevará cierto tiempo aclararlo.

Intentó cumplirlo matriculándose, cuando tenía 19 años, es decir, en 1951, en la Escuela de Lenguas Orientales para estudiar árabe, siguiendo los pasos del padre que había sido un prestigioso traductor de ese idioma.

Pero del fracaso de ese intento rinden cuentas las imágenes que siguen. Como ven, a estas alturas la combinación 51-19 es ya algo más que una interpretación: es un dato con la contundencia de una prueba.

 

 

Son realmente insólitos, a la vez que hermosos y conmovedores, los elementos de la escritura de Iván.

Y, a la vez, intensamente matéricos y, por eso, en cierta medida cinematográficos.

 

 

¿Encierran un secreto?

Todo parece indicarlo, pues los esconde de la mirada del oficial.

 


Gálstev: No temas, no miraré.

Gálstev: Póngame con el 13. Vasiliev, llena dos cubos con agua caliente y tráelos para aquí. ¿Qué? Sí, voy a lavarme. Claro, quiero lavarme.

 

Como ven, además del 51 y el 19, está el 13.

Y atiendan a esto: ese número de la mala suerte aparece asociado al agua.

 

 

Como les decía el otro día, no es que yo preste demasiada atención a las cifras.

Es el film el que lo hace.

A escala de plano detalle, nos invita a contar con el propio Iván.

9.

 

 

8.

 

 

7

 

 

¿Y esto?

¿16? ¿32?

Parece que, cuando Iván empieza a contar, cierto caos amenazara con invadirlo todo.

 

 

6.

 

 

3.

 

 

Extraña, indescifrable cábala,

 

 

que constituye un mensaje, y que por eso se convierte en carta.

Pero en una carta en la que ninguna palabra sentida cuaja.

Y al fondo, justo tras Iván, el muro del grito mudo, a su vez también él cifrado.

 

 


El cubo, el pozo y la madre

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¿Y ese cubo brillante que Gálstev introduce ahora?

¿Cómo no darle importancia, si ha quedado marcado con el número 13, y es un elemento central tanto de La infancia de Iván como de El espejo?

 

 

Ese cubo está presente en La infancia de Iván desde el principio:

 

 

Y en su final:

 

 

Pero su dimensión esencial sólo emerge en el sueño que comienza comienza cuando Iván se duerme agotado tras la escritura de su carta:

 


(disparo de ametralladora)

Iván: Mamá!

 


 

Y recuérdenlo: ese cubo, el cubo de la madre, ha quedado marcado con el número 13 –Gálstev: Póngame con el 13. Vasiliev, llena dos cubos con agua caliente y tráelos para aquí. ¿Qué? Sí, voy a lavarme. Claro, quiero lavarme.

 

Gáltsev: Lávate. Pronto volveré.

 

Y esa carta incomprensible pasa de Iván a Gálstev.

 

 

Y cuando se ha desprendido de esa carta, Iván queda desnudo y herido.

 

 

¿Lavándose? ¿Purificándose? ¿O quedando de nuevo atrapado por el agua?

 

El agua, el fuego y el sueño

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Y por corte directo, del agua al fuego.

De modo que son suscitados los dos elementos opuestos y hostiles -el agua apaga el fuego, el fuego evapora y hace desaparecer el agua- que hemos encontrado presentes en la escena del pozo y el incendio de El espejo. Sólo falta, para completar la ecuación, la presencia de la madre; pero ésta llegará enseguida, en el sueño de Iván.

 

 

¿Ha secado ese fuego a Iván?

 

 

Y luego está ese aspecto amoroso, dulce y femenino de Gálstev.

 

 

Ante él, el delicado antebrazo y la mano de Iván.

 

Iván: Gracias

 

Iván y esa vela que es su metáfora.

 

 

Está agotado.

Que la vela haya quedado fuera de cuadro, no le quita nada de su importancia y en nada disminuye su relación metafórica con Iván.

Pues la caída de su cabeza que el sueño va a producir en Iván dentro de un instante va a ser metafóricamente visualizada por esa vela:

 


 

Nuevamente el Gálstev amoroso.

 

 

Que lleva al niño a la cama y le acuesta.

 

 

El sueño del pozo va a comenzar.

Ahora bien, cabe una pregunta: ¿va a comenzar o ha comenzado ya?

¿Saben por qué lo digo?

 

 

El rasgo mayor de este sueño es, sin duda, el agua: ese agua procedente del Volga que contra toda previsibilidad se infiltra aquí, en el sótano de esta iglesia a la vez que calabozo en el que duerme Iván.

No sólo la vemos, también la oímos con acentuada intensidad.

 

 

Empapa todo el tiempo a Iván.

Ahora bien, ¿han reparado en qué momento hemos empezado a oírla?

El asunto es que estaba presente ya aquí.

 

 

De modo que el sueño ya había comenzado.

 

 

Pero lo más sorprendente es que estaba presente antes todavía, aunque probablemente la mayoría no habíamos reparado conscientemente en ello. Sigamos, pues, retrocediendo:

 

Iván: Gracias.

 

¿Cómo deberíamos formularlo entonces?

¿Deberíamos decir que el agua estaba ya ahí antes de que Iván se durmiera y comenzara su sueño?

¿O bien deberemos decir que el sueño ya había comenzado antes, y entonces Iván soñaba que se dormía, que un Gálstev amoroso le acostaba y que entonces soñaba que soñaba con un pozo…?

Parece obligado entonces preguntarse cuando ese sonido ha comenzado. Sigamos retrocediendo.

 

 

Descubrimos entonces que el sonido en cuestión, y el agua, por tanto, estaba ahí desde el comienzo mismo de la secuencia.

Lo que nos conduce entonces a la secuencia anterior:

 

 

Claro, el sonido ya estaba aquí.

Y de hecho no había desaparecido en ningún momento.

 

 

Así, comprendemos que estaba también en este plano, solo que tapado por el sonido del fuego.

De un fuego, entonces, que no excluye el agua, que no la vence, sino que, como mucho, la tapa, que sólo es capaz, en suma, de actuar como su pantalla.

 

 

Y bien, entonces, ¿cuándo empezó ese sonido?

 

 

¿Cuando Iván se introdujo en ese gran barreño?

 

 

No, claro está, mucho antes:

 

 

Y es que, como les anticipé, ese cubo, el de la madre, tiene toda su importancia.

 

 

Digo el de la madre, pues, aunque hay dos, son diferentes.

¿Se dan cuenta de la importancia de que esos dos cubos sean diferentes?

Si un director pide un par de cubos a producción, lo más probable es que el encargado de atrezo se presente con dos cubos iguales.

Pero aquí la diferencia traza la huella de la madre, pues en las escenas de la madre sólo hay un cubo.

 

 

Es éste, el de la madre, no puede haber duda sobre eso, el que introduce el sonido del agua.

 

 

Y por cierto que lo hace de una manera estruendosa.

 


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4. La fotografía, el espejo y la carta del padre. Lo real, lo imaginario y lo simbólico


La infancia de Iván, Sacrificio, El Espejo

 

 


Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 16/01/2009 (24/8/2009)
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

 

 

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Cuando se han quebrado todos los textos de la cultura

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¿Es posible ensayar a pensar La infancia de Iván como un trayecto de maduración?

Si lo fuera, lo sería sólo a propósito de Gálstev, pues, a todas luces, no hay maduración posible para Iván: él está definitivamente arrasado desde el comienzo mismo del film.

De modo que el destino de Gálstev no es otro que el de aproximarse a ese fondo de horror extremo que es el de Iván.

No me parece que para nombrar eso, la palabra maduración sea la apropiada. Para ese punto de llegada creo que es más apropiado hablar de calcinación.

 

 

Nada de victoria hay en el final de La infancia de Iván. Sólo desolación.

 


Gálstev: ¿Será posible que esta no sea la última guerra en la Tierra?

 

Diríase que la transformación interna del plano respondiera a la pregunta de Gálstev.

Pues las palabras que la formulan comienzan a escucharse sólo un instante después de que en la parte superior de la imagen haya comenzado a hacerse visible esa negra forma nazi que amenaza desplomarse sobre el mundo.

Es más, diríase que el extremo de lo que bien podría ser el ala imperial germánica sirviera para localizar la posición del personaje, apoyado al fondo junto a la gran ventana gótica.

Por lo demás, todas las líneas compositivas apuntan hacia allí:

 

 

Este esfuerzo de localización del personaje permite dar al plano su extraña resonancia: pues mientras Gálstev se encuentra al fondo, en gran plano general reforzado por el acentuado gran angular escogido, oímos sin embargo su voz en un primer plano sonoro.

Y en el campo de resonancia que abre esa contradicción entre el plano visual y el plano sonoro, encuentra su lugar el otro elemento decisivo del plano.

 

 

Me refiero a ese brutal desgarro del suelo que se hace presente en primer término como si se tratara del borde de un cráter.

¿Será por eso que nuestro personaje oye voces que nombran su locura?

 

Jolin: ¡Qué neurasténico estás, Gálstev! Debes curarte, hermanito, a tí mismo.

Gálstev: ¡No, Jolin, espera…! Si tú estás muerto.

Gálstev: Y yo estoy vivo. Debo pensar en eso.

 

Debe pensar en eso: debe contener, con el arte del buen entendimiento, las voces locas y muertas que hablan en su interior.

Ahora bien, ¿cómo lograrlo si todos los libros del mundo parecen, también ellos, rotos, todas sus hojas sueltas y desmembradas?

 

 

Quiero decir: ¿cómo puede un sujeto contener, sujetar su monólogo interior si se han quebrado y roto todos los textos de su cultura?

Lo que tiene que ver, sin duda, con ese cráter que desgarra el suelo en el primer término de la imagen.

De él son sacados fajos de libros que, cuando caen, justo en su borde, suenan como si se hubiera producido un latigazo.

 

 

Sólo cuando las voces callan accedemos al primer plano visual.

El fondo desolado ilumina el rostro que no vemos, pero que adivinamos conformado por la imagen de destrucción que llena su campo visual.

Se trata, sin duda, de una fotografía. Pero ello en nada debilita su impacto, pues se trata de una fotografía documental: una huella real de la devastación que sufrió Berlín durante los últimos días de la Segunda Guerra Mundial.

Resulta obligado anotarlo porque, en lo que sigue -y de hecho en toda la filmografía tarkovskiana-, la fotografía va a desempeñar siempre un papel fundamental.

 

Soldado: Fusilada.

 

Como un autónoma, Gálstev avanza hacia el borde de ese cráter que escribe el desgarro del mundo.

En él, en ese borde, se encuentran, los dossiers de la Gestapo. Esos que -dicho sea de paso- se han convertido en los únicos textos indiscutibles para la sociedad descreída salida de la guerra mundial: pues ellos son la crónica de la realidad del horror.

 

Soldado: Ejecutado. Fusilada. Ejecutado.

 

Ahí tienen, de nuevo, la fotografía en acción: imponiendo toda su potencia documental. Es decir: inmediatamente real.

 

Soldado: Fusilado. Fusilada. Ejecutado.

 

Ahora las líneas compositivas de las barandillas del fondo convergen… ¿Dónde?

 

 

No hay duda: en el punto donde va a situarse la próxima fotografía.

 

Soldado: Ejecutado.

 

Esta vez esa convergencia no es tan neta como en el caso anterior.

O para ser más exactos: lo es totalmente por lo que se refiere a las líneas de la izquierda, pero no así por lo que se refiere a las de la derecha.

Hay, sin embargo, un buen motivo para ello: esta es una composición dinámica, de modo que esas líneas de la derecha señalan el lugar donde la foto va a ser colocada en seguida:

 

Soldado: Fusilado.

Soldado: Ejecutado.

 


 

Y en ese proceso, la foto de Iván va a ser colocada todavía un paso más allá, aún más cerca del borde de ese cráter en el que se encuentran sentados los personajes.

 

 

Un cráter, un agujero siniestro, que parece tener el poder de absorberlo todo.

 


El segundo despertar de Gálstev

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Gálstev, en el punto de llegada de su trayecto, ha de descender al interior del pozo negro, siniestro, que ha devorado a Iván:

 

 

La cámara, con su propio movimiento, anticipa ese descenso, ese último salto que Gálstev debe dar.

 

 

Sus dedos están anticipadamente heridos en la misma medida en que han de colocarse en ese desgarro del mundo en el que siempre ha vivido Iván.

 

 


 

Tiene lugar así el último encuentro de Gálstev con Iván.

 

 

Y esta vez, aun cuando la intensidad del rostro del segundo sigue siendo mayor que la del primero, resulta obligado reconocer que ahora el de éste se ha transformado considerablemente con respecto a la escena inicial del film.

 

 

No hay ya en él ninguna pregunta y ningún temor.

Ninguna ingenuidad tampoco.

Podríamos decir que, en cierto modo, se ha petrificado.

Y es que ahora tiene delante, en el dossier que sostiene en sus manos, algo que equivale de manera directa a aquello que entonces tenía detrás y que no veía, a pesar de que dormía a su lado.

No es éste mal momento para recordar las fechas que están en juego y que hacen palpable el desdoblamiento de la enunciación del film.

 

Andrei Arsenyevich Tarkovski, 4 de abril de 1932

 

1944 / 1961

1932 + 12 = 1944 1961 – 1932 = 29

 

Ya saben: el Tarkovski que en 1944, año en el que se ambienta el film, tenía, como Iván, 12 años, y el Tarkovski que en 1961, año en que se rueda el film, tiene ya 29, la edad que podría corresponder a Gálstev.

 

 

Perdida su ingenua dulzura del comienzo, Gálstev se aproxima ahora considerablemente en su dureza a la del pequeño Iván, tanto en las cicatrices que exhibe su rostro como en la nueva dureza de su mirada.

Pero señalada la semejanza, resulta obligado atender a los dos aspectos que marcan la diferencia radical.

 

 

El primero, la mirada a cámara de Iván, que es, no lo pierdan de vista, una mirada dirigida a los nazis que, tras realizar esa fotografía -él debía saberlo a la perfección- habrían a torturarle hasta la muerte, pero que no deja por ello de ser también una mirada a los ojos del espectador.

 


Está viva la muerte en esa fotografía

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La otra estriba en el hecho de que es una fotografía lo que nos devuelve el rostro de Iván, cuyo radical estatismo contrasta necesariamente con el movimiento, no por mortecino menos vivo, que posee la imagen del teniente.

 

 

Un estatismo, el de esa fotografía, que adquiere un paradójico suplemento de intensidad por el movimiento exterior del que esa fotografía es objeto.

Un efecto éste, tan contundente, que nos impide reparar en que nada en la situación concreta lo motiva, pues podemos constar que esa fotografía se halla bien sujeta sobre el dossier que Gálstev sostiene.

¿Cómo traducir el efecto? ¿No deberemos decir que está viva la muerte en esa fotografía?

Es difícil no recordar aquí la historia de la fotografía que cuenta Otto, el cartero de Sacrificio.

 

Otto: En Königsberg, vivía una viuda con su hijo. La guerra estalló, y el chico fue reclutado.

Otto: Tenía 18 años. Decidieron guardar una foto de recuerdo y fueron a un fotógrafo.

Otto: La madre y el hijo se hicieron la foto juntos. Luego mandaron…

Otto: mandaron al chico al frente. Días después, le mataron.

Adelaide: ¡Dios mío!

Otto: En medio de tanta conmoción y desgracias, la viuda, claro, se olvidó de las fotos.

Adelaide: ¿Claro? ¿Cómo pudo olvidar tal cosa?

Victor: Eso no es esencial.

Otto: No, la causa no es importante. El hecho es que la mujer nunca recogió las fotografías.

Cartero: La guerra terminó y ella se mudó a una ciudad lejos de sus recuerdos.

Adelaide: Pero, ¿ni siquiera intentó encontrar al fotógrafo? Era la última foto de su hijo.

Victor: Déjale que vaya al grano.

Adelaide: Ah

Victor: Perdón.

Marta: ¡Mamá!

Adelaide: Ya me callo, perdón.

Otto: Ja, ja, ja. No importa. Al cabo de un tiempo… creo que fue en 1960…

Otto: La viuda fue a un fotógrafo a hacerse una foto. La quería enviar a una amiga.

Otto: Le hicieron la foto, y cuando fue por las copias vio que no estaba sólo ella en las fotos, sino que su hijo muerto también salía. Él salía con 18 años, y ella salía con su edad de entonces, con la que se hizo la última foto.

Adelaide: ¿De veras ocurrió así? ¿Tal como no cuentas?

Otto: Sí. Así es como ocurrió.

Victor: ¿Cómo lo comprobaste?

Otto: Hablé con la mujer. Y tengo la foto en la que sale ella en 1960 y su hijo con el uniforme de 1940.

Adelaide: ¡Ah! ¡Oh, Dios santo!

Otto: Además, tengo una copia del certificado de nacimiento del hijo. Y una copia compulsada del parte de defunción.

Victor: ¿Nos toma el pelo?

Otto: No, en absoluto.

 

En absoluto, porque la fotografía, lo radical que habita su huella fotográfica, captura lo real -también: lo incomprensible, lo inconcebible- del incidente. Y algo de esa índole es lo que sucede en los momentos más fulgurantes -que son multitud- de la cinematografía tarkovskiana.

 


Otto: Tengo unos 300 incidentes imilares.


Otto: 248, para ser exactos.


Otto: Simplemente estamos ciegos. No vemos nada.


Otto: ¿Eh?

 

Y tal es la intensidad de esa huella que llega a arrebatar el sentido.

 

 

Pero queda todavía una última cosa que decir del modo en el que se conectan estos dos planos.

Es algo chocante.

Me refiero a la palpable ausencia de raccord de mirada entre el plano de Gálstev y el que le sigue de Iván.

Cualquiera, en la mesa de montaje, hubiera interrumpido el primer plano en el momento en el que Gálstev mira todavía la fotografía.

 

 

Por ejemplo aquí.

Pero Tarkovski no.

Tarkovski mantiene el plano hasta el momento en el que el personaje aparta la mirada.

 

 

Y por contra, lo que reduplica el efecto de choque, en el plano que sigue, Iván, desde la fotografía, mira a cámara, provocando el más inusual raccord de mirada a posteriori.

 

 


 

Claro está: Gálstev está recordando.

Pero cuando recuerda ve lo que seguramente ve siempre, pues se trata de esa imagen de Iván instalada en su interior que sin duda le acompaña permanentemente y que ahora la fotografía viene a reeditar.

Lo que está en juego es la densidad absoluta del instante capturado y fijado para siempre por la fotografía.

Un instante que, así, alcanza una presencia absoluta y se vuelve infinito, actualizando por una vía inesperada la reflexión de San Agustín sobre el infinito y el instante. -De eso precisamente, recuérdenlo, hablaba el cartero de Sacrificio poco antes de perder el sentido.

 


Revelación siniestra

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La cámara de Tarkovski se abisma y nos abisma entonces en ese pozo de horror.

 

 

En él, y en un contexto de texturas erosionadas que es el que ha dominado en las artes plásticas durante la última parte del siglo XX, asistimos a una revelación siniestra.

 

 

El cuerpo, en su ausencia, lo protagoniza todo. Pues todo lo que se nos muestra se nos impone por su capacidad para hostilizarlo.

 

 

Hay, en ello, un fondo loco que impregna a Gálstev tanto como le deslumbra, mientras que la imagen establece una precisa y violenta rima entre sus cicatrices y las púas del alambre de espino.

 

 

Y no falta la referencia cristológica en el sucesivo plano subjetivo. El punto de vista de Gálstev se acentuará a partir de aquí cada vez con mayor intensidad.

Su mirada se desplaza a continuación hacia la izquierda, a la vez que avanza en esa misma dirección.

 

 

La última puerta es de acero.

Y tiene un sórdido agujero que apunta hacia la última escena.

 


 

Impresionante transición, por la que la imagen documental -pues ésta lo es- se inserta a modo de flash en el plano subjetivo anterior.

En el momento en el que la puerta comienza abrirse tiene lugar un fundido en negro disimulado por extrema proximidad a la cámara.

Pero ese fundido no queda invisibilizado del todo, de modo que la apertura desde negro tiene el efecto de una nueva iluminación siniestra.

Todo ello traduce eficazmente el efecto de flash que su contenido tiene sobre la mirada del personaje.

Pues sigue tratándose de un plano subjetivo, como se confirma esta vez a posteriori.

 

 

El que este sea un plano escalofriante y brutal no debe evitarnos contar.

Hay ocho lazos que pueden ser horcas, o que pueden servir también para atar a los individuos en las más crueles posturas.

Pues bien, recuerden: 8 era la cifra con la que se identificaba Gálstev ante sus superiores.

 

Gálstev: Póngame con el 3.

Gálstev: Compañero capitán, informa el 8. Aquí tengo a Bóndariev.

 

Y ocho era también la cifra de los asesinados que clamaban venganza:

 


Somos 8 jóvenes, menores de 19 años.

Dentro de una hora nos llevarán a matar. Vengennos.


 

 

De modo que podríamos decir que Gálstev ha llegado a su destino.

 

 

Andrei Arsenyevich Tarkovski, 4 de abril de 1932

 

1944

1932 + 12 = 1944 1961 – 1932 = 29        

 

Curiosa cifra el 8: puede ser concebida como la suma de 4 y 4 y así ser reconocida como la cifra del año 44 -nos referimos así frecuentemente a los años, nombrándolos por sus dos últimas cifras, ¿no es cierto?

Y si por otra parte tenemos en cuenta que las otras dos cifras, las dos primeras, 1 y 9, están igualmente escritas en ese muro…

 

 

Y, por otra parte, esas dos cifras en que se descompone el 8, 4 y 4, corresponden a la fecha de nacimiento del cineasta -el 4 de abril, es decir, 4 del 4.

 

 

Por lo demás, en cierto modo, el 51 también se encuentra ahí, pues en 1951 Tarkovski tenía 19 años.

 

Andrei Arsenyevich Tarkovski, 4 de abril de 1932

 

1944

1932 + 12 = 1944 1961 – 1932 = 29

1951 – 1932 = 19

De modo que convendría tomarse muy en serio lo que pudo haber sucedido en los 19 años de la vida del cineasta.

 


 

En un momento dado indiscernible -otra vez una de esas asombrosas transiciones de las que ya hemos hablado- la mirada mareada, aturdida, a punto de perder el sentido de Gálstev se convierte, sin solución de continuidad, en la mirada de Iván en el último instante de su vida, cuando su cabeza, cercenada por la guillotina, había comenzado a rodar.

 

 

Imposible, entonces, no perder la cabeza, en un mundo que está todo él abierto, desgarrado y boca abajo.

Impresionante este último plano.

Pues bien: es todavía más insoportable puesto del derecho, ya que, así, la sensación de muerte se hace inmediata y brutal.

 

 

Devolvámoslo, por tanto, a su posición en el film para recuperar el tránsito, sin solución de continuidad, con el último sueño que cierra La infancia de Iván.

 

 

La madre sonríe.

Y él sigue ahí.

 

 


Una frágil bombilla

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Retornemos a los tiempos del primer despertar de Gálstev.

 

Iván: Ahora mismo dé parte al teniente coronel Griaznov que yo estoy aquí. O yo mismo llamaré.


Gálstev: “Baical”, póngame en contacto con el 51, con “Volga”.

Gálstev: Compañero teniente coronel, informa el teniente mayor Gálstev. Aquí tengo a Bóndariev. El exige…

Griaznov: ¿Bóndariev? ¿Vino solo?

Griaznov: ¡Gálstev! Gálstev, oye, préstame atención.

 

Junto a la imagen de Griaznov el cineasta introduce esa bombilla cálida y sucia, a la vez que hace plenamente perceptibles los últimos detalles de su filamento.

También ella es frágil. Y tanto como ella nos sorprende la emoción entusiasmada, cargada de afecto, del coronel.

 

Griaznov: No le preguntes nada, ni hables con él. ¿Entendido?

¡Griaznov: ¡Jolin!

Griaznov: Jolin va ahora a buscarlo. Mientras, acomódalo como puedas. Trátalo con delicadeza. Ten en cuenta que es un chico con carácter.

Griaznov: ¡Ah! Ante todo dale papel y lápiz. Mete lo que escriba en un paquete y envíalo inmediatamente para aquí.

 

Se está hablando de una carta a la que se concede total prioridad y, por tanto, máxima importancia.

 


La carta del padre

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El espejo:

 

 

Los padres de Tarkovski se separaron cuando él era todavía muy niño.

¿Qué edad tenía entonces exactamente? El afirmó que tres, cifra que por eso retienen la mayor parte de los estudiosos de Tarkovski.

 

 

Aunque alguno de ellos -me refiero ahora a Pablo Capanna- anticipa considerablemente esa fecha:

 

«El matrimonio de sus padres duró poco. Dos meses después de nacer Andrei, Arseni se marchó a Moscú para no regresar más. La pareja siguió viéndose cada tanto en la capital, hasta que en 1934 decidieron separarse definitivamente. Arseni volvió a casarse, pero Maria, una mujer de carácter sumamente independiente, prefirió no hacerlo.»

[Capanna, Pablo: 2003: Andrei Tarkovski: El ícono y la pantalla, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, .2003]

 

Como ven, sugiere una crisis permanente de la pareja y una ruptura que se remonta a los dos años del cineasta.

Por el contrario, Marina, la hermana del cineasta, atrasó esa ruptura hasta los cuatro años de Tarkovski.

Cifra muy probable, dado que en esa edad, como hemos visto, situaba el propio Tarkovski el sueño que abre La infancia de Iván.

 

 

Y todo parece indicar que aquello hundió a la madre en una intensa melancolía.

 

 

Ahora bien, ¿no era lo absolutamente inverso a la melancolía

 

 

lo que nos extrañaba en la exultante sonrisa de la madre sólo un instante antes de que el sueño de Iván diera paso a la realidad de la pesadilla?

¿Perciben entonces la solidaria inversión entre uno y otro film?

La infancia de Iván elimina, de la madre, su insondable tristeza melancólica, para teñir con ella el más desolado paisaje de la infancia.

El Espejo, en cambio, concentra la devastación melancólica en la madre, dibujando entonces una imagen paradisíaca de la infancia.

Y ambas son, en cualquier caso, películas de amor y de terror.

 

 

En cualquier caso, a los doce años de Tarkovski había pasado ya un tiempo considerable desde esa ruptura.

 

 

Y tengan en cuenta que a los doce años un niño varón se encuentra sumido en las turbulencias de la pubertad,

 

 

momento en que la presencia de un padre cobra una urgencia máxima.

En esa etapa, el niño necesita un progenitor de su mismo sexo que le permita pensar y reconciliarse con la geografía sexuada de su cuerpo que ha comenzado a manifestarse con la intensidad de una explosión difícilmente manejable.

La madre de Tarkovski y sus dos hijos -al modo de lo que se da en llamar ahora familia monoparental- vivían en Moscú. Pero, como saben, cuando llegó la guerra hubieron de refugiarse con la abuela en Yúrievets.

Marina, la hermana, nos informa de que allí, durante la guerra, Andrei recibió una carta de su padre:

 

«Durante la guerra Andrei recibió una carta en Yúrievets, adonde habíamos sido evacuados. Era de nuestro padre desde el frente.

«”Mi querido Andryusha, feliz cumpleaños. Estoy enfermo en el hospital, pero saldré pronto. ¡Recuerdo tan bien como naciste! (…) Luego naciste y te vi. Salí y estuve solo. Podía oír como se resquebrajaba el hielo que había sobre el río Nyomda. Era de noche, el cielo estaba perfectamente claro y vi la primera estrella. Lejos, podía escuchar el acordeón. Esto fue hace once años.”»

[Marina Tarkovski: El principio, en Marina Tarkovski (Ed.): Acerca de Andrei Tarkovski, Ediciones Jaguar, Madrid. 2001.]

 

 

Es fácilmente imaginable la angustia con la que hubo de vivir el niño la noticia de esa enfermedad del padre.

Tanto como el anhelo con el que hubo de intentar reanudar la comunicación con ese padre enfermo, esquivo y distante.

 

Griaznov: ¡Ah! Ante todo dale papel y lápiz. Mete lo que escriba en un paquete y envíalo inmediatamente para aquí.

Griaznov: ¿Comprendiste?

Gálstev: Comprendí.

 

¿Ha comprendido?, pregunta 51 al joven oficial.

¿Qué ha comprendido? ¿Cuál es la distancia entre ese hijo y ese padre?

Ese es uno de los temas centrales de El espejo: la conciencia de la distancia, de la lejanía del padre perdido.

 


El Espejo: la visita del padre

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Allí le encontramos haciendo una breve visita inesperada a sus hijos.

 

Padre: ¡María! ¡Y¿Y los niños?

Padre: ¿Dónde están los niños?

 

Es en extremo fija e intensa la mirada que la madre -armada de un cuchillo- dirige a ese padre que llega.

 

 

Tanto que él no parece poder afrontarla.

 

Hermana: Andreiuska, diré que robaste un libro ajeno.

Andreiuska: ¿Qué?

Hermana: Se lo diré.

 

Un libro sobre Leonardo da Vinci encuadra este episodio del encuentro con el padre.

¿Por qué Leonardo? ¿Y qué sentido tiene que la hermana diga que ese libro no es suyo sino que lo ha robado?

 

Hermana: ¡De todas maneras se lo diré!

 

¿Pero a quién se lo dirá? ¿Y por qué lo dice entre sollozos?

Por lo que sabemos ese libro era de la madre. De modo que a ella se lo habría robado Andrei.

Pero eso desentona del todo con lo que sabemos: que era la madre la que animaba a leer a su hijo guiando en todo momento sus lecturas.

¿Puede hablarse, en tal caso, de robo? E insisto, ¿por que los sollozos de la niña?

Una cosa podría justificarlos: que de lo que esté hablando Marina es del robo mismo de la madre. Que Andrei le estaría robando el cariño de su madre.

De modo que no hay robo alguno de libros.

Y sin embargo la verdad de los sollozos de la niña permanece ahí.

Sólo una cosa puede justificarlos: que de lo que está hablando Marina es del robo mismo de la madre, de su cariño, por su hermano mayor.

Que Andrei le robaría el cariño de esa madre.

Sabemos que María llevó un diario del nacimiento y los primeros meses de su hijo mayor, pero nunca escribio uno equivalente sobre su otra hija, Marina.

¿Ante quién denunciaría Marina ese robo?

¿Ante la madre? Obviamente, sólo podría ser ante ella, pues el padre no estaba allí. Pero sin duda es al padre al que necesitaría para poder realizar esa denuncia. Y de pronto, milagrosamente, su presencia se materializa allí.

 

Padre: ¡Marina!

Padre: ¡Marina!


 

Diríase que fuera el punto de vista de Leonardo el que presidiera la escena. ¿Cómo no recordar, a este motivo, el célebre trabajo de Freud sobre el pintor y, sobre todo, el núcleo de su malestar que hubo de localizar en la difícil relación con su madre?

Y es también, desde luego, el punto de vista de alquien que contempla ese libro sobre Leonardo, y desde la distancia que ese libro que contempla concede, observa con ojos de Leonardo -y con ojos tan tristes como los del Leonardo en este autorretrato- lo que entonces sucedió.

 

 

¿Es un anhelo excesivo el que hace caer a Andrei en su carrera? ¿O es todo lo contrario?

 


 

Y hay otro punto de vista en la escena.

El punto de vista del odio desolado de la madre abandonada.

¿Será la tensión entre ese anhelo por el padre y esa desolación de la madre lo que le ha hecho caer?

 


 

En el frente -nos informa Pablo Capanna- Arseni Tarkovski obtuvo la Estrella Roja.

Pero el coste de esa medalla fue la pierna amputada a causa de la gangrena que, sin ser designada en el film, late necesariamente en este plano.

 

 

¿En qué piensa ahora Andrei con tanta intensidad?

 

 

Seguramente en la presencia a la que ahora mira.

Y que ha de ser la de esa madre a la que hace un instante hemos visto apartar la mirada.

 

 

¿Se siente culpable ante ella?

En cualquier caso, se refugia en el pecho -y en el corazón- del padre.

¿Y qué más hay ahí, en ese corazón y en esa cabeza?

 


El espejo y árbol, lo imaginario y lo simbólico

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Un árbol.

El árbol, siempre ligado al padre, que recorre la entera filmografía de Tarkovski.

Pero que es también un árbol eclipsado por la presencia de la madre.

 

 

Se trata del Retrato de Ginevra de Benci, pintado por Leonardo entre 1478 y 1480, y que es introducido por Tarkovski como transición entre la escena de la visita del padre y la que le sigue y en la que el protagonista del film -el propio cineasta, ya adulto- habla con su esposa, de la que está separado, del hijo de ambos.

 

 

Es evidente el parecido de Ginevra de Benci tanto con la actriz que interpreta a la esposa y a la madre de Tarkovski como con las auténticas madre y esposa del cineasta, dado que la actriz, Margarita Terekhova, fue escogida, entre otros motivos, por ese parecido.

Ahora bien, ¿cuál es el rasgo dominante del retrato?

¿La tristeza o la dureza?

Pienso que no hay duda de que se impone la dureza.

Pero lo realmente impresionante de este film que lleva el muy preciso título de El espejo es que en él un incesante juego de espejos conduce a la abolición total del tiempo.

Pues en él todo está repitiéndose continuamente: la madre siempre está ahí y está siempre confundida con la esposa, y lo mismo sucede, lo veremos en seguida, con el padre y el hijo.

Y son por cierto dos espejos lo que hay detras de la esposa en esta escena en la que habla con el cineasta.

 

Esposa: Ven más a menudo, sabes cómo le haces falta.

 

Como les digo, todo se repite en este juego de espejos en el que la madre y la esposa se confunden en un lazo incestuoso que anula el tiempo absolutamente.

 

Tarkovski: Que Ignat viva conmigo.

Tarkovski: ¿Hum?

 

Infinito el desprecio que late en su mirada.

Un desprecio que -todo parece indicarlo- es el resultado de la caída absoluta del deseo que una vez esa mujer sintiera por ese hombre.

Aunque la voz que escuchamos no sea la del propio Tarkovski -su voz se oye en cambio en el film cuando recita los poemas del padre y, así, se funde con él- resulta obligado acusar el hecho de que él es un personaje activamente presente en en escena.

Ese es el motivo de que, aunque se encuentra en contracampo, ella no mire al objetivo de la cámara: todo parece indicar que está mirando al cineasta que, desde el contracampo, se encuentra frente a ella y le habla.

 

Esposa: ¿hablas en serio?

Tarkovski: Tú misma habías dicho que él quería.

Esposa: No se te puede decir nada.

Tarkovski: ¿Crees que lo he inventado por placer?

 

Desde luego, ella lo cree.

Sabe que lo que late en esta inesperada propuesta de su exmarido no es sólo la culpa de haber abandonado a su hijo como hizo con él su padre, ni tampoco el recuerdo de su sufrimiento como hijo así abandonado.

Sabe que además de todo cierto placer perverso y desesperado está en juego.

Y él también lo sabe, pues lo ve en la mirada de ella. Y no obstante juega ese juego.

 

Tarkovski: Le preguntaremos a él. Que él decida. Además para tí será más fácil.

Esposa: ¿En qué me será más fácil?

Tarkovski: Ignat.

 

Quizás el único gesto de pudor de El espejo sea evitar nombrar al hijo por su nombre real -Arseny.

En cualquier caso, el escogido, Ignat, parece contener una ignición permanente.

 

Esposa (dirigiéndose a Ignat): ¿Has ordenado los manuales?

Esposa: Ve, despídete de tu padre.

Tarkovski: Ignat, tu madre y yo queríamos preguntarte

 

Y como hay ahora tres personajes, tenemos ya tres espejos.

Difícil no anotar el narcisismo de un hombre que vive solo en una casa llena de espejos. Mas no entiendan esto en el sentido convencional con el que esta palabra se usa en el lenguaje cotidiano. Sino en el que permite localizar el origen más arcaico del malestar que aqueja a ese ser del que, decíamos hace bien poco, carece del arte -terciario, simbólico- de la mediación.

 

Ignat: ¿Qué?

 

Como pueden ver, cuando está en juego la relación entre el padre y el hijo, el árbol está siempre presente.

 

 

Y por cierto que el árbol es en cierto modo todo lo contrario del espejo.

Pues el espejo duplica, devuelve lo idéntico y, en esa misma medida, abole el tiempo y anula el trayecto: devuelve lo que ya hay.

Es por eso una de las más expresivas metáforas de lo imaginario.

El árbol, en cambio, se enraíza y ramifica: es por eso la metáfora del tiempo y la genealogía; no es casualidad que los hombres desde antiguo lo hayan utilizado para pensar su inscripción en la sucesión de las generaciones.

Y es por eso, a su vez, una de las mejores metáforas de lo simbólico.

 

Tarkovski: ¿Tal vez sería mejor que vivas conmigo?

 

Les hablaba de narcisismo y de perversión. Parece obligado hacerlo, igualmente, de crueldad.

Pues hay una indiscutible crueldad en el hombre que juega a ese juego con su hijo. Y la perversión se escucha en este momento en lo amanerado de la voz, tan aparentemente vacía de emoción, con la que juega.

 

Ignat: ¿Cómo?

Tarkovski: Viviremos juntos, ¿Has hablado con mamá de eso? ¿No?

Ignat: ¿De qué? ¿Cuándo? No, no quiero.

 

Y ante esa interpelación perversa, el árbol es devorado por el espejo.

Es decir: lo imaginario invade y asfixia lo simbólico.

Nada nuevo, por lo demás:

 


 

Como les decía, el árbol es eclipsado por el efecto fascinador del rostro de la madre en el que se asienta la construcción imaginaria del yo del sujeto desde los tiempos del narcisismo originario.

 

 

De ahí procede su fuerza y su dureza.

Tanto como su larvado pero siempre presente desprecio al padre e incapacidad absoluta de ocupar su lugar.

 

 

Y por cierto: ésta que pueden ver al fondo, tras la actriz, es una foto de la auténtica madre de Tarkovski en su juventud,

 

 


 

como esta otra que un instante después contempla la actriz en esta escena lo es también de ella en su vejez, es decir, en la época misma en la que, contra su voluntad, se interpreta a sí misma en la película de su hijo.

 

Esposa: Es verdad, nos parecemos mucho tu madre y yo.

 

Sin duda: eso es verdad.

Y lo es tanto como lo que se afirma a cotinuación:

 

Aleksei: No tenéis nada en común.

 

Se parecen mucho y nada.

Y por eso es imposible la relación con la esposa, siempre deficitaria con respecto a ese objeto incestuoso originario que fue la madre.

A ese objeto del que -de eso se hablará en seguida- ni siquiera la propia madre real puede parecerse ya.

Pero esas son, en cualquier caso, verdades imaginarias que tan solo certifican el atrapamiento absoluto del deseo del cineasta en el lazo incestuoso que, por ello mismo, hace imposible toda verdad verdadera.

Es decir: toda verdad simbólica que permita al sujeto ser.

Ser en el único campo en el que el sujeto encuentra el anclaje que le permite, propiamente, ser.

Claro está: me refiero al campo de la palabra en esa su máxima dignidad simbólica que es la de la promesa. n

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3. La locura, lo poético y lo real. La interrogación por el padre


La infancia de Iván, Sacrificio.

 
 

 


Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 12/12/2008
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

 

 

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La interrogación resuena

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Andrei Arsenyevich Tarkovski, 4 de Abril de 1932

1944

1961 – 1932 = 29        1932 + 12 = 1944

 

Como les decía el otro día, el dispositivo enunciativo de La infancia de Iván se organiza a partir de esta doble inscripción del cineasta, que permite hacer resonar, con toda su potencia, esta pregunta:

Gálstev: ¿Por qué callas? ¿De dónde saliste?

 


Nos necesita como testigos para reunir las dos caras de si mismo

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Ya saben que no fuerzo la cuestión, pues el último día tuvimos la ocasión de reparar en lo que estaba escrito en el plano inmediatamente anterior a éste en el que tales preguntas son realizadas, justo eso que sólo atisbamos por un instante después de que Gálstev nos expulsara:

Gálstev: Espere fuera, ya le llamaré.


 

Pues, como les decía, es bien evidente que nos mira a nosotros, espectadores, cuando enuncia esta expulsión.

Y habría que añadir que, aunque nos expulsa, necesita a la vez de nuestra presencia ahí como testigos.

Quiero decir: nos necesita como testigos quien se inscribe a través de las figuras de teniente Gálstev y de Iván, es decir, el propio Tarkovski.

Quizás les choque lo que les digo, mas no hay motivo para ello, pues si no nos necesitara como testigos, no se mostraría así, con esta explicitud.

Y por cierto que la próxima semana, cuando tengan ocasión de ver esa inaudita película que es El espejo, podrán constatar hasta qué extremo puede llegar alguien hablando de sí mismo.

El caso es que Tarkovski necesita que haya testigos capaces de reunir esas dos caras de sí mismo que a la vez se explican y se excluyen.

Por más que les desconcierte esta idea, a poco que piensen en ella terminará resultándoles inevitable: si un artista se da a ver así -hablo de un auténtico artista, no de esos mercachifles que pasean habitualmente sus imposturas por los medios de comunicación-, es porque lo necesita.

No quiero decir con esto que haga películas para los espectadores. Las hace, desde luego, para sí mismo: pero no le servirían de gran cosa si no hubiera espectadores que las vieran.

Debemos, por eso, oír en su justo sentido ese gesto de expulsión: expulsa a los espectadores que quisieran contemplar desde fuera su drama -Tarkovski hablaría aquí, sin duda, de su alma-, pero a la vez reclama, invita, casi suplica a aquellos otros capaces de vivir ese drama como propio, pues necesita que haya testigos que, con su mirada y su escucha, fijen, sujeten esas dos caras desintegradas de sí mismo.

En suma: espectadores capaces de hacer suyo su drama y, así, de demostrar la posibilidad de integrarlo y soportarlo.

 


La escritura en el umbral de la locura

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No digo, por supuesto, que todos los artistas sean así. No eran así, desde luego, ni Shakespeare, ni Cervantes ni tampoco John Ford. Pero sí lo eran, en cambio, Dostoievski, Van Gogh o Tarkovski: la diferencia de la que les hablo no es de calidad estética, sino de posición en el mundo.

A diferencia de los primeros, estos segundos vivieron siempre en el límite mismo de la locura: conteniéndola en la misma medida en que la simbolizaban.

En ese mismo espacio pueden situar también, por ejemplo, a Jean Claude Lauzon, el autor de esa extraña y admirable película que fue Léolo.

En su momento Amaya Ortiz de Zárate y yo escribimos un libro sobre ella: pienso que su subtítulo nombra bien la temática en la que nos hemos introducido este año: la escritura en el umbral de la locura.

De hecho, es de eso de lo que se trata: de una subjetividad que se contiene de la locura a golpe de escritura.

Es decir: una subjetividad que se vive al borde de la disgregación y que se contiene construyendo, en lugar del mundo simbólico que no le ha sido dado, un texto a través del cual trata de configurar ese mundo que le falta.

Pero, claro está, ese mundo sólo le permite sobrevivir si, en cuanto tal, existe; y sólo existe el mundo que otro -y no sólo yo- es capaz de visitar.

Pues tal es la primera condición de todo mundo: que sea necesariamente intersubjetivo.

De ahí que para los artistas que se sitúan en ese umbral, el de la locura, la existencia de esos testigos de los que les hablo -testigos como esos mismos que nosotros, aquí, ante La infancia de Iván, nos vemos confrontados a ser, e insisto que esto es todavía poco con respecto a lo que aguarda en El espejo– llega a ser una necesidad capital. Nada lo confirma mejor que el entusiasmo con el que Tarkovski acogía las cartas de los espectadores que le escribían para agradecerle la emoción experimentada contemplando sus films y que él mismo dejó insistentemente reflejada en su libro Esculpir en el tiempo.

Piénsenlo, por ejemplo, en el caso de Van Gogh: quizás si alguien hubiera comprado sus cuadros podría haberse permitido no cortarse la oreja.

Dicho de otra manera: quizás si alguien hubiera escuchado con su mirada la fiebre que latía en sus cuadros, él hubiera podido sujetarse en esa mirada.

De lo que les hablo, después de todo, es de lo mismo que sostiene el que pienso es el único espacio terapéutico viable de la psicosis: el psicótico, en el diván, no puede conformarse con interpretar su mundo sintomático, sencillamente porque carece de él.

Necesita, por el contrario, alumbrar un mundo simbólico: y necesita que haya un testigo, el analista, que sostenga ese mundo con su escucha y con su mirada.

E incluso algo más que eso: también con su palabra.

El que sea terrible la exigencia que eso supone no evita que eso sea así, que no pueda ser de otra manera, por más que, claro está, tantos psiquiatras quieras deshacerse del problema recurriendo a los fármacos.

 


51

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Y bien, por eso Tarkovski, a la vez que nos expulsa, nos quiere ahí para que seamos testigos de eso que él sabe y no sabe a la vez.

Pues, como decíamos el otro día, en tanto Gálstev no lo sabe, pero lo sabe como Iván.

Por lo demás, el mensaje del que es portador Iván ya está ahí, desde el primer momento, escrito en la pared junto a la que Gálstev duerme.

Precisamente por eso podemos decir que Gálstev ha despertado a su pesadilla.

Y ese extraño niño cuya llegada le despierta, deposita ante él un significante que es invocado una y otra vez:

Iván: Informe en el Estado Mayor, al 51, que yo estoy aquí.

Gálstev: ¿Quién es el 51?

Esta es la tercera vez:

Iván: Informe ahora mismo al Estado Mayor del 51: “tengo a Bóndariev aquí” y nada más.

[…]

Gálstev: No es ningún mayor. Un muchacho de 12 años.

Capitán: ¿Te estás burlando de mí? ¿No tienes nada que hacer o estás borracho?

Gálstev: Así pensé yo… Compañero capitán, él dice que vino de la otra orilla.

Capitán: ¿Cruzó el río en una alfombra mágica? Te contó un cuento y le hiciste caso.

Iván: Dígale que si no informa al 51, tendrá que responder.

Cuarta.

Gálstev: Pediste que yo informara sobre ti y ya lo hice.

Gálstev: Me han ordenado encerrarte y ponerte bajo custodia.

Iván: Le dije que informara en el Estado Mayor del ejército, al 51. ¿A quién llamó usted?

Quinta.

Gálstev: Dijiste… Yo no puedo hablar directamente con el Estado Mayor.

Iván: Démelo, yo llamaré.

Gálstev: ¡No te atreverás!

Gálstev: ¿A quién llamarías? ¿A quién conoces en el Estado Mayor?

Gálstev: Al capitán Jolin y al teniente coronel Griaznov.

Iván: Ahora mismo dé parte al teniente coronel Griaznov que yo estoy aquí. O yo mismo llamaré.

Gálstev: “Baical”, póngame en contacto con el 51, con Volga.

Y a la sexta, como ven, un segundo significante viene a desdoblarlo: Volga.

La cifra 51 aparecerá todavía una vez más, en una secuencia posterior:

Malyshev: El 2 escucha.

Griaznov: Habla el 51. Oye, Malyshev, ustedes tenían una discusión allí.

 


La forma que da forma a ese desgarro

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Tales son los términos del dispositivo por el que la enunciación del film se desdobla para articular narrativamente su interrogación.

Y así, desde el presente, y utilizando para ello la novela que le ha sido dado adaptar, realiza Tarkovski una indagación estética, es decir, a la vez ideativa y emocional, sobre su propio pasado.

Sobre cierto desgarro que permanece abierto desde su infancia.

Nota a pie de página: no digo una indagación cognitiva, porque lo cognitivo se concibe como algo lógico y emocionalmente descargado y aquí se trata de todo lo contrario: las ideas que se buscan en esa indagación no son tanto las que explican -las que traducen como significación- ese desgarro, sino las que permiten darle forma y, así, aprehenderlo en toda su intensidad emocional.

Y bien, la forma capaz de dar forma a ese desgarro comienza precisamente ahí: en el desdoblamiento que esos dos personajes realizan para poner en escena y así ceñir, entre ambos, ese desgarro dándole la forma, ya simbólica, de la interrogación.

Y por cierto que ninguna lengua como el español escribe tan bien la interrogación. Pues mientras que tantas otras se conforman con un sólo signo -?-

-si bien es cierto que uno altamente expresivo pues tiene la forma de una oreja que escucha-


el español tiene dos que acotan ese espacio donde la interrogación cuaja: ¿ ?

Y bien, ¿no es de esa índole lo que entre ambos personajes se dibuja en esta escena que hace vibrar con tal intensidad esa interrogación?

Pues, si no hay padre: ¿qué mejor que esa acotación del espacio entre dos que visualiza la interrogación por su ausencia?

Y en el lugar de esa ausencia, insistamos en ello, un teléfono y un cable de comunicaciones ardiente, pues está demasiado cerca de esa vela llameante que preside en todo momento la escena.

 


Los comienzos: Gálstev e Iván

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Y por cierto: es posible encontrar una huella de este peculiar desdoblamiento en el capítulo dedicado a La infancia de Iván en el libro de Tarkovski Esculpir en el tiempo.

Y una tanto más valiosa cuanto que no es consciente sino que se manifiesta por la vía del acto fallido.

Se encuentra en el capítulo titulado Los comienzos, donde, entre otras cosas, Tarkovski hace revisión de su ambivalente relación con la novela de Bogomolov en la que se basa el film.

«¿Qué es lo que me atraía del relato de Vladimir Bogomolov?

«Antes de contestar a esta pregunta es necesario destacar que no todo relato en prosa es apto para una versión cinematográfica.

«Hay obras de las que sólo se le ocurriría hacer una película a quien despreciara por igual el cine y la literatura. Me estoy refiriendo a aquellas obras maestras que demuestran que su autor es absolutamente único: por la unidad de todos sus elementos, por la precisión y la independencia de sus imágenes, por la increíble profundidad de los caracteres, expresados en palabras, y también por la fantástica composición y por su fuerza de convicción literaria.”

Y por cierto que es casi cruel su manera de señalar los que considera los defectos esenciales de la novela.

Así, nos dice que las obras maestras que demuestran que su autor es absolutamente único son inadaptables.

De modo que si adapta La infancia de Iván sólo puede ser porque esta obra está muy lejos de serlo.

Como ven, se trata de una crueldad aparentemente innecesaria, teñida de desprecio hacia ese hombre que no es único, y chocante, entre otras cosas porque el propio Tarkovski se desmentirá una y otra vez a sí mismo al intentar llevar al cine sus obras maestras favoritas, entre ellas algunas de las novelas mayores de Dostoievski y de Tolstoi.

De modo que es ésta, no puede haber duda de ello, una argumentación ad hominem.

Si lo señalo no es por hablar mal del cineasta: lo hago simplemente porque en el análisis uno no debe limar las aristas, como hacen tantos estudiosos que se identifican tan intensamente con el autor que estudian que tienden a ocultar todo lo que les parece puede llegar a enturbiar su más bella imagen. -Lo que, por cierto, se da con especial intensidad entre los tarkovskianos, dados muchos de ellos a construir una imagen beatífica del cineasta.

Insisto: no conviene limar las aristas. En ese gesto tan aparentemente hostil e innecesario, se manifiesta bien -como tendré ocasión de mostrarles en seguida- la tensión, la violencia incluso con la que Tarkovski necesitaba defenderse de los otros.

¿De qué otros? De cualesquiera otros que no fueran capaces de compartir de su drama.

Pero vayamos a lo que ahora nos interesa:

«Desde el punto de vista puramente artístico, su concisa forma de narrar, precisa y detallista, prolija, con sus excursos líricos para caracterizar al teniente coronel Gálstev, el héroe de la novela, el texto me resultó hasta cierto punto indiferente. Sobre todo porque a Bogomolov le interesa mucho la descripción escrupulosamente exacta del ambiente de la guerra, destacando una y otra vez que él personalmente era testigo de todo lo que se narraba en el relato.

«Pero esto a la vez me ayudó a descubrir en aquella novela un texto en prosa que perfectamente podía ser vertido en una película.

«Es más, en el cine este relato desarrollaría incluso la tensión emocional y estética que podría conceder a sus ideas una veracidad confirmada por la vida.

«Al leerlo, el relato de Vladimir Bogomolov quedó grabado en mi memoria.

«Incluso algunas de sus peculiaridades llegaron a fascinarme.

«Especialmente la suerte de su héroe, que la novela sigue hasta su muerte.»

Lean esto y ensayen a localizar el acto fallido del que les hablaba.

Como ven, el listado de lo que no le gusta del relato de Bogomolov incluye los excursos líricos utilizados para caracterizar al teniente coronel Gálstev, el héroe de la novela.

Y sólo unas pocas frases después de haber identificado a Gálstev como el héroe de la novela, no duda en utilizar la misma expresión para referirse a Iván.

Pero sin hablar en ningún caso de el otro héroe, de los dos héroes…

De modo que quien lea el libro sin conocer la película, deducirá que sólo hay un héroe en ella, un tal Gálstev, de nombre Iván, que, por lo visto, muere en su final.

En suma: sin tener conciencia de ello, Tarkovski habla de los dos personajes como si fueran uno sólo.

 


La especificidad de lo cinematográfico

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Pero claro está, les ha dificultado localizar ese acto fallido por lo demás tan evidente lo notablemente confuso de los enunciados que se arremolinan en esta cita como en tantos otros nudos candentes del libro de Tarkovski.

Y cabe añadir, al menos a primera vista, contradictorios, pues el cineasta que a lo largo de su libro insiste todo el tiempo en la reclamación de la autoría absoluta del director sobre su obra cinematográfica como la condición de su eficacia estética y de su verdad emocional -dos cosas éstas, por lo demás, para él inseparables que deben tener todas y cada una de sus imágenes-, no duda sin embargo en achacar a Bogomolov su insistencia en hacer en su novela eso mismo, es decir, manifestar su relación personal, biográfica y concreta con todo lo en ella narrado –me resultó hasta cierto punto indiferente. Sobre todo porque a Bogomolov le interesa mucho la descripción escrupulosamente exacta del ambiente de la guerra, destacando una y otra vez que él personalmente era testigo de todo lo que se narraba en el relato.

Y más contradictorio todavía es que, tras quejarse de esa descripción escrupulosamente exacta del ambiente de la guerra, pase a afirmar que en el cine este relato defectuoso desarrollaría incluso la tensión emocional y estética que podría conceder a sus ideas una veracidad confirmada por la vida.

Frase tortuosa donde las haya, pero que, sobre todo, afirma algo tan chocante como que la veracidad confirmada por la vida habrá de provenir, no del carácter verdadero de lo contado por el escritor, sino de la capacidad misma del cine -pero hay que añadir inmediatamente: del cine de Tarkovski.

Más tarde vuelve Tarkovski sobre la misma idea, esta vez en el contexto de la reivindicación de la especificidad cinematográfica:

«La transposición de las características específicas de otras artes a la pantalla roba al cine su especificidad cinematográfica y hace difícil encontrar soluciones que se apoyen en las poderosas cualidades del cine como arte autónomo. Lo peor de todo ello es, sin embargo, que en esos casos surge un abismo entre el autor de la película y la vida. Entre los dos se están continuamente interponiendo intermediarios, procedimientos de artes más antiguas. Y esto impide sobre todo el que la película represente la vida en su fuerza originaria, tal como el hombre realmente la ve y la siente.»

Por mi parte, no comparto para nada esas disquisiciones sobre lo específico cinematográfico que estuvieron tan de moda en los años ochenta.

Pienso que la idea de la especificidad de las artes solo crea confusión, pues muchas veces están más cerca dos obras de artes diferentes que dos pertenecientes a una misma disciplina artística.

El problema de lo específico a propósito de las artes se hace inmanejable cuando se plantea en términos de lenguaje: se quiere hablar entonces de la especificidad del lenguaje cinematográfico, del literario, del pictórico… como si tales lenguajes existieran, como si fueran algo más que lo único que son después de todo: expresiones vagamente metafóricas que nombran la capacidad expresiva de cada una de esas artes.

Pero jamás se cumplen los requisitos semióticos que permiten hablar de lenguaje: la identificación de signos, códigos y reglas de articulación.

En cualquier caso, no merece la pena detenerse en esto ahora, dado que ni siquiera el propio Tarkovski se lo tomó en serio, como lo demuestra el hecho de que el mismo lo rebatiera con su propia obra. Vean un ejemplo de ello tomado del mismo capítulo:

«Recordemos el final de la novela El idiota de Dostoievski. ¡Qué sobrecogedora verdad la de los caracteres y las situaciones!

«Rogoshin y Mishkin, sentados en unas sillas en una inmensa habitación y cuyas rodillas se tocan, nos conmueven precisamente por la incoherencia y el vacío exterior de esta puesta en escena y por la simultánea verdad absoluta de su estado interior.

«Precisamente el prescindir de cualquier sentido profundo hace que esta puesta en escena sea tan convincente como la vida.»

Ya les he dicho que Tarkovski, olvidando lo que decía al principio de su libro sobre la imposibilidad de adaptar las obras maestras de la literatura, intentó durante buena parte de su vida llevar al cine El idiota.

Y por lo demás, su descripción de la soberbia y desconcertante escena final de la novela nos hace imaginarla al modo tarkovskiano. No sería difícil, por ejemplo, ilustrarla con imágenes de Stalker. De hecho el propio Stalker es notablemente parecido al protagonista de El idiota. Y lo mismo podríamos decir de los tempos de una y otra obra.

El que nunca lograra rodar la novela de Dostoievski es ahora lo de menos: para zanjar la discusión que ahora nos ocupa basta con la constatación de su voluntad de hacerlo.

Y, por lo demás, es un hecho que rodó una auténtica obra maestra de la literatura: Solaris, la novela de ciencia ficción de Stanislaw Lem.

 


Lo poético y lo real. Que yo esté donde ello estuvo

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En el campo de los textos artísticos, sólo hay un lugar donde, en rigor, es posible colocar la especificidad: en cada obra. Pues cada obra, si lo es de verdad, quiero decir, si es algo más que un pastiche, es en sí misma irrepetible.

Y es irrepetible porque es real.

Lo único indiscutiblemente específico es la materia, en su ser real.

Y por cierto que de eso, de esa dimensión real de la materia artística, en este caso la cinematográfica, voy a comenzarles hoy a mostrar hasta qué punto Tarkovski tenía la más precisa comprensión.

Ubicándose con ello, como les decía el otro día, en la senda de ese otro pensador que necesariamente va a quedar incorporado a la bibliografía de este año.

Me refiero a André Bazin, cuya Ontología del cine harían muy bien en leer. Recuperemos la cita, tan próxima al pensamiento de Bazin, que les presenté antes:

«La transposición de las características específicas de otras artes a la pantalla roba al cine su especificidad cinematográfica y hace difícil encontrar soluciones que se apoyen en las poderosas cualidades del cine como arte autónomo. Lo peor de todo ello es, sin embargo, que en esos casos surge un abismo entre el autor de la película y la vida. Entre los dos se están continuamente interponiendo intermediarios, procedimientos de artes más antiguas. Y esto impide sobre todo el que la película represente la vida en su fuerza originaria, tal como el hombre realmente la ve y la siente.»

De hecho, si examinan con el suficiente detenimiento este texto se darán cuenta de que la invocación de la especificidad cinematográfica no es más que una pantalla que sólo levemente vela la violencia, incluso la ira, que Tarkovski siente hacia Bogomolov.

Pues el robo del que realmente habla no es el que padece el cine en general, sino el suyo en particular, en tanto sometido a la presencia, durante el rodaje de La infancia de Iván, del novelista como guionista impuesto al proyecto del film: eso es lo que vive Tarkovski como un robo de la especificidad -no ya cinematográfica sino- tarkovskiana que reclama para su cine.

Y es que -no cesarán de comprobarlo leyendo el libro- Tarkovski, cuando habla del cine, como cuando lo hace de estética, no habla de otra cosa que de sí mismo.

Me dirán que todos lo hacemos. Y desde luego, todos lo hacemos de una o de otra manera. Pero lo hacemos con ciertas mediaciones.

Sucede sin embargo que en Tarkovski -como en Dostoievski, en Van Gogh o en Lauzon, y a diferencia de lo que sucede en Cervantes, Ford o en Tolstoi- no existen tales mediaciones.

Esa ausencia de mediaciones es precisamente uno de los indicios más significados de su proximidad a la psicosis.

No hay, para Tarkovski, mediación posible: donde ésta aparece solo encuentra falsedad, banalidad, irrealidad. Ausencia todal de autenticidad. -De eso que él llama -pero no le seguiré del todo en esto- verdad.

Y es que hay, en Tarkovski, una patente dificultad de aceptar al otro, de entrar en juego intersubjetivo con él.

De modo que siente que necesita expulsar al otro -en este caso a Bogomolov- para poder ser él mismo.

Ahora bien, esa imposibilidad de manejar las mediaciones hace que en Tarkovski se manifieste de manera especialmente desnuda un aspecto básico de la creación estética -precisamente ese que constituye la condición de su autenticidad-: me refiero al hecho de que la autenticidad de la obra no tiene nada que ver con su significado, es decir, con su mensaje -Tarkovski insiste en ello de mil maneras-; pues se sitúa toda ella en el campo de la experiencia que en ella misma tiene lugar.

Y esa experiencia, a su vez, convoca otra experiencia anterior, más antigua.

Lo que emerge con toda explicitud en un momento aparentemente secundario del capítulo de Esculpir en el tiempo que hoy nos ocupa:

«En cuanto a su factura, todos aquellos lugares, para mí, no eran sino fragmentos carentes de toda fuerza expresiva: arbustos en la orilla dominada por el enemigo, el recubrimiento oscuro en la choza de Gálstev, el puesto de sanidad que tanto se le asemejaba, el triste puesto de observación junto al río, las trincheras. Todo esto estaba descrito con absoluta exactitud, pero en mí no despertaba emoción estética alguna, sino que más bien me resultaba antipático. En mis ideas, todo aquel ambiente no se asociaba con nada que hubiera podido desencadenar sentimientos que de algún modo fuesen adecuados a aquella historia de Iván. Todo aquel tiempo, sin embargo, me parecía que el éxito de la película dependía de cómo estuvieran elaborados, de lo cautivadores que fueran las localizaciones y el paisaje, que debían desencadenar en mí determinados recuerdos y asociaciones poéticas. Hoy, veinte años después, estoy convencido del siguiente fenómeno, que no se puede analizar: cuando un director de cine se ve asediado él mismo por el lugar que ha elegido para las tomas, cuando se le queda como esculpido en la memoria, despertando asociaciones quizá incluso altamente subjetivas, este hecho influye también en el espectador. En episodios dominados por los estados de ánimo subjetivos del autor se ven el «bosquecillo de abedules», el refugio hecho de troncos de abedul, el fondo paisajístico del «último sueño», el bosque muerto inundado por las aguas.»

La fuerza expresiva de una imagen, su capacidad de despertar la emoción estética, depende, para Tarkovski, de que cada localización y cada paisaje sean capaces de desencadenar en él determinados recuerdos y asociaciones poéticas.

Pero pueden suprimir aquí el adjetivo poéticas. No porque sea falso, sino porque es redundante y, en tanto tal, innecesario.

Y es que en eso precisamente estriba esa lógica poética que tan difícil le resulta a Tarkovski explicar teóricamente pero que tan inmediatamente es capaz de suscitar con sus imágenes: tiene que ver con la potencia y la inmediatez emocional de las localizaciones y los paisajes, de los objetos, las atmósferas, y las texturas.

Y eso le lleva a enunciarlo en forma de ese axioma que le parece irreductible a cualquier análisis ulterior: estoy convencido -nos dice- del siguiente fenómeno, que no se puede analizar: cuando un director de cine se ve asediado él mismo por el lugar que ha elegido para las tomas, cuando se le queda como esculpido en la memoria, despertando asociaciones quizá incluso altamente subjetivas, este hecho influye también en el espectador.

Como empiezan ya a intuir, eso que Tarkovski llama lógica poética en nada se diferencia de la lógica del inconsciente.

Hay sin embargo en esto un aspecto en lo que conviene enmendarle la plana al cineasta.

Pues, contra lo que él dice, eso sí es analizable. De hecho, él mismo esboza un análisis implícito con esa notable formulación que es la de lo esculpido en la memoria.

Se trata, por lo demás, de una analizabilidad que se hace explícita en cierto enunciado de Freud que pareciera concebido para nombrar también algo esencial que sucede en el cine cuando alcanza su más alta intensidad subjetiva –Que yo esté donde ello estuvo.

Una frase ésta que resulta incomprensible cuando se la trata de entender al modo cognitivo, pues en lo esencial no se trata de que yo entienda lo que entonces sucedió.

Se trata de que yo pueda dar forma -y así esculpir en la memoria- lo que entonces careció de ella y por eso estuvo a punto de desintegrarme.

O logró hacerlo.

El próximo día tendrán ocasión de contemplar en El espejo hasta qué punto se trata, en todo momento, de eso.

Y sin mediación alguna.

 


De La infancia de Iván a Sacrificio. La locura y su nudo

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«Desde el punto de vista puramente artístico, su concisa forma de narrar, precisa y detallista, prolija, con sus excursos líricos para caracterizar al teniente coronel Gálstev, el héroe de la novela, el texto me resultó hasta cierto punto indiferente.»

La confusión de Gálstev con Iván no es el único acto fallido que este párrafo encierra, pues hay, todavía, otro: el joven teniente Gálstev ha sido ascendido, en el recuerdo difuso del cineasta, nada menos que a teniente coronel.

Cosa del todo imposible dada su edad, pero además doblemente imposible dado que esa posición, en la película, está ocupada por otro personaje, el teniente coronel Griaznov.

Gálstev: ¿A quién llamarías? ¿A quién conoces en el Estado Mayor?

Iván: Al capitán Jolin y al teniente coronel Griaznov.

Iván: Ahora mismo dé parte al teniente coronel Griaznov que yo estoy aquí. O yo mismo llamaré.


Gálstev: “Baical”, póngame en contacto con el 51, con “Volga”.

Gálstev: Compañero teniente coronel, informa el teniente mayor Gálstev. Aquí tengo a Bóndariev. El exige…

Como ven, es algo muy diferente un teniente mayor que un teniente coronel.

Acto fallido sobre acto fallido, este segundo obliga a reconocer que el teniente Coronel Griaznov desempeña un papel esencial en ese desgarro revisitado que se dibuja entre las dos caras de Tarkovski en el film: el niño que él mismo fue y el cineasta que, a través de la novela de Bogomolov, se interroga por ese desgarro que quedó pendiente en él.

A lo que resulta obligado añadir que el teniente coronel Griaznov es nada menos que el personaje designado por los significantes 51 y Volga.

Y por cierto, ¿quieren un motivo suplementario para tomar en serio esa cifra que insiste en el primer largometraje de Tarkovski?

Basta con que echen un vistazo a Sacrificio, en el final de su filmografía, para constar la magnitud de esa insistencia:

Alexander ha prendido fuego a su casa.

Y sin embargo ese fuego no puede con el agua que sigue rodeándola por todas partes.

Ha llegado ya la ambulancia del psiquiátrico para llevárselo.

Y esa ambulancia tiene por número el 151.

De modo que 51, o al menos 151, es, en el punto de llegada de su filmografía, la cifra última de su locura.

Pero volvamos al comienzo, a La infancia de Iván.

Es tal la diferencia jerárquica entre el Teniente Mayor Gálstev y el Teniente Coronel Griaznov, que el primero debe decirle a Iván que no puede permitirse ponerse en contacto directo con el segundo.

Iván: Le dije que informaras en el Estado Mayor del ejército, al 51. ¿A quién llamó usted?

Gálstev: Dijiste… Yo no puedo hablar directamente con el Estado Mayor.

Iván: Démelo, yo llamaré.

Como ven, la locura ya está aquí: en el rostro inconcebible de ese niño de 12 años.

Y el nudo de su locura está también escrito en el plano: en esas manos que se encuentran y atrapan en el teléfono que debiera activar la comunicación con el Estado Mayor, es decir, con el padre.

Ahí se anuda el desgarro que se escribe entre Gálstev e Iván: la mano que trata de descolgar y la que lo impide.

Gálstev: ¡No te atreverás!

Impresionante el brillo de la mirada de ese niño.

E impresionante la mirada que sigue a ese brillo.

Gálstev: ¿A quién llamarías? ¿A quién conoces en el Estado Mayor?

Hay un anhelo desesperado latiendo debajo de la brutal dureza de Iván.

Y hay también algo demoníaco en él.

Cuerpo deforme, impostado, mano rígida.

Idea fija.

Pero por debajo de todo ello hay algo bien preciso: su negativa a manifestar el amor que encierra.

Gálstev: Al capitán Jolin y al teniente coronel Griaznov.

Tiene lugar entonces un choque de miradas que Gálstev no puede resistir.

Iván: Ahora mismo dé parte al teniente coronel Griaznov que yo estoy aquí.

A lo que sigue el más autoritario gesto procedente de ese niño de 12 años.

Iván: O yo mismo llamaré.


Gálstev: “Baical”, póngame en contacto con el 51, con “Volga”.

Gálstev: Compañero teniente coronel,

Gálstev: informa el teniente mayor Gálstev. Aquí tengo a Bóndariev.

La mano manifiesta la intensidad anhelante de esa llamada.

¿Y qué decir de la suave y blanca piel del brazo de ese niño sobre la que se concentra ahora toda la luz de la imagen?

Extremo el anhelo que se dibuja en su mirada.

Y a propósito del Volga: Marina Tarkovskaya, la hermana del cineasta, describe así Zavrazhye, el pueblo en el que nació Tarkovski:

«[…] la aldea de Zavrazhye, en la región de Yúrievets. Era un pueblo más bien grande que tenía una iglesia de cinco cúpulas (donde fue bautizado Andrei). Se asentaba sobre la orilla izquierda del Volga, no lejos de la confluencia entre el Volga y el Nyomda.»

Ahí lo tienen todo junto: el Volga y sus orillas. Y añade a continuación un dato que inviste a ese gran río de un aspecto traumático:

«Estas ciudades han desaparecido todas; fueron inundadas por el “Gran Volga”.»

Sabemos también, por otras fuentes, que Tarkovski adulto, cuando quiso visitar esa casa en la que había nacido, debió hacerlo a nado -lo que nos invita de nuevo a pensar en el tesoro hacia el que buceaba Léolo.

Pero no hicieron falta las grandes obras de ingeniería estalinistas para que las inundaciones formaran parte de ese paisaje. Pues la propia Marina nos informa de que cuando llegaba la primavera -y Tarkovski nació en esa estación- las crecidas del Volga provocaban inundaciones periódicas como las que muestra La infancia de Iván.

Gálstev: El exige…

n

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2. El primer despertar de Gálstev


La infancia de Iván

 
 


 


Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 05/12/2008 (24/8/2009)
Universidad Complutense de Madrid

 

 


El estalinismo y el canto del cuco

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Nos detuvimos en la última sesión señalando la ambivalencia del agua en los universos tarkovskianos

Les indicaba entonces que era ahí donde el pozo encontraba su decisivo lugar.

Y donde Iván se abismaba.


Ahora bien, junto al agua, hay algo más que atraviesa los dos mundos de luz del film -el luminoso y radiante de los sueños y el oscuro y desolado de la vigilia.

¿Qué? Hagan memoria. Les daré una pista.

¿Se han dado cuenta de que la luz de este primer plano del film es la misma que la del mundo desolado de la infancia de Iván?

Fíjense en el tono broncíneo del agua en la parte superior del plano: es el mismo que el de las estatuas del logotipo estándar de las producciones estatales soviéticas.

Se trata, lo diré para quien no lo sepa, de Karl Liebneck y Rosa Luxemburgo, los líderes de la frustrada revolución alemana, modelados de acuerdo con los gustos épicos del realismo socialista -tan próximo, por lo demás, al del arte nacional-socialista.

Las sombras que rodean a esas estatuas en la parte superior de la imagen son las mismas que oscurecen el agua en la parte inferior de la imagen del río.

Nada que ver, desde luego, con las luces luminosas del sueño.

Ahora bien, Andrei Tarkovski ha introducido una modificación en este logotipo.

¿Cuál?

Responder a esta pregunta es también responder a la otra que acabo de hacerles sobre eso que, junto con el agua, atraviesa los dos universos de luz del film: el canto del cuco.

(Canto del cuco)

(Canto del cuco)

Aunque, la verdad, no sé por qué se le llama canto, pues de tal tiene bien poco.

Suena más bien como una inquietante advertencia, como la amenaza difusa de que algo estuviera al acecho.

Como ven, el canto del cuco atraviesa esos dos universos de luz y, al hacerlo, convierte a las imágenes de los créditos iniciales en parte del universo narrativo del film.

O dicho en otros términos: el universo desolado de La infancia de Iván no es sólo el de la Segunda Guerra Mundial, sino también el del estalinismo que se alimentó en buena medida de ella entronizando un permanente culto a lo que llamó la Gran Guerra Nacional Patriótica.

Podríamos decirlo todavía de esta otra manera: las luces de la vigilia de La infancia de Iván poseen la misma desolación que da su atmósfera a 1982, la novela de Georges Orwell.

Son las suyas las luces desoladas del estalinismo.

Por eso el canto del cuco atraviesa la frontera de los créditos para hacerse presente en el primer sueño de Iván.

Y por eso la locura que habita el film y de la que emana el tono siniestro que lo invade no es, sin más, la de una locura individual, sino que tiene que ver con esa locura de magnitud sociohistórica que constituyó uno de los datos decisivos del siglo pasado y que encontró una de sus dos manifestaciones mayores en el estalinismo. -La otra, como La Infancia de Iván muestra con total claridad, fue el nacionalsocialismo.

De hecho, la reversibilidad especular de ambos procesos, el nacionalsocialista y el estalinista, es algo que, como tendremos ocasión de constatar, se impone como uno de los datos de experiencia primeros que el film ofrece.

(Canto del cuco)

El canto del cuco desaparece cuando comienza la música que acompaña el sueño de Iván.

Y sin embargo retornará más tarde, cuando sea nombrado explícitamente por Iván en el interior de su sueño:

Iván: Mamá, allí hay un cuco.

Seguramente no se hayan dado cuenta, pero el canto del cuco se escucha casi imperceptiblemente bajo la capa de música alegre que domina el sueño.

Así, el cuco se escucha cuando Iván, en su sueño, lo ve.

Al tomar consciencia de ello descubrimos que esa música alegre que llena el sueño tiene por función tapar el sonido del canto del cuco, tanto como los sueños de Iván tienen por función tapar el desolado mundo de la vigilia.

Y por cierto que esta dialéctica por la que la más resplandeciente belleza tapa un fondo siniestro obliga a incluir en nuestra bibliografía el conocido texto de Eugenio Trías Lo bello y lo siniestro.

Ahora bien, ¿dónde ha visto Iván al cuco?

En el interior del cubo. Es decir: en el agua del cubo que la madre le ofrece.

Y por cierto, ¿no encuentran algo inquietante en esa, digámoslo así, excesiva sonrisa de la madre de Iván?

 

«También todos los sueños (hay cuatro de ellos) se basan en asociaciones bastante concretas. El primer sueño, por ejemplo, con su grito: “¡Mamá, allí hay un cucú!”, es desde el principio hasta el final uno de mis primeros recuerdos de infancia. En la época de mis primeros encuentros con el mundo. Tenía entonces cuatro años.»

[Tarkovski: Los comienzos (1964), en Esculpir en el tiempo]

 


Es el momento de anotar que esta mujer, la actriz que interpreta a la madre en La infancia de Iván, es Irma Raush, la primera esposa de Tarkovski, es decir, esa que -interpretada por Margarita Terekhova- protagoniza El espejo.

Recordemos, pues, lo que de ella decía el propio Tarkovski:

Aleksei: Siempre dije que te pareces a mi madre.

 


Un otro sin rostro que despierta

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Despierta Iván a la vigilia de la desolación.

Pero no es él el único que despierta a este universo de horror. Hay también otro que despierta igualmente.

Alguien que, en un primer momento, carece de rostro.

De él sólo nos es dado ver una mano -y por cierto que las manos son uno de los motivos mayores del film.

Alguien, pues, sin rostro que despierta.

Soldado: ¡Camarada Teniente Mayor!

Gálstev: ¿Qué?

Soldado: Detuvimos a un… el teniente ordenó que se lo trajéramos a usted.

Llama la atención lo meditado de la decisión del cineasta de hacer permanecer oculto, invisible y negro ese rostro. Es notable que, ocupando el centro del plano, esté sumido en una oscuridad absoluta mientras que, sin embargo, resulta visible la boca del que le habla.

Pero sólo su boca, para que ningún rostro distraiga nuestra mirada de este hombre sin rostro que está en el centro del plano, para que sobre él, en su incógnita, resuene la incógnita del otro, de ese un… incierto que le aguarda.

¿No será entonces que, si no vemos su rostro, se deba a que el rostro que le corresponde no sea el suyo, sino otro?

¿Qué sueño estaría soñando este otro durmiente? ¿Quizá el mismo? Y qué notable manera de escribir ese despertar: sólo esa voz angustiada que pregunta –¿Qué?– y, sobre todo, esa mano que se abre ligeramente.

Ligeramente, pero lo suficiente para anotar su posición desarmada frente a la realidad a la que despierta.

Les decía: si no vemos su rostro, ¿no será porque el rostro que le corresponde no fuera el suyo, sino otro?

El de ese un otro incierto, indeterminado, innominable que llega -que ha sido traído- para él.

Gálstev: Enciende el quinqué.

El cineasta mantiene la oscuridad, prolonga la espera: hay un calculado suspense que demora la imagen que ha de llegar y que es, insisto en ello, la imagen del rostro-enigma que corresponde a ese hombre sin rostro que está, todavía, despertando.

La cámara se detiene en un quinqué que es es ya casi una vela.

Y que es, sobre todo, un objeto erosionado, dotado de una precisa textura que hace de él, como de todos los objetos en el cine de Tarkovski, algo irrepetible.

Con él aparece, por primera vez, el fuego.

Prestémosle atención pues es el elemento opuesto al agua. Y, en esa misma medida, el único que podría contenerla.

 


Gálstev / Iván: un fondo que aguarda

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Soldado: Se arrastraba por la orilla, cerca del agua.

Emerge, finalmente, el primer rostro de la escena. Es el agua, y con ella el fango, lo que da su extraño tono al rostro de este niño insólito.

Es extrema la intensidad y la densidad de su rostro.

Y es también de agua de lo que habla el soldado, mientras que se refugia junto al fuego.


Soldado: No explica para qué. No responde a las preguntas.


Soldado: Dijo: yo sólo puedo hablar con el comandante.


Soldado: Por lo visto, está débil. Aunque… quizás disimule. El alférez ordenó traerlo.

Ese fuego media, separa el rostro del niño del rostro del oficial que por fin nos es dado a ver:


Gálstev: A ver, párate al lado de la estufa. ¿Quién eres?


Iván: Que salga él.


Gálstev: Espere fuera, ya le llamaré.

Confrontado al de ese niño, el rostro de este joven oficial mucho más mayor que él, resulta, sin embargo, blando y aniñado.


No hay duda de la intensidad de esa diferencia, que se hace incluso más patente por cierta semejanza de sus rostros, ambos delgados y barbilampiños. Es fácil detectarla con sólo detenerse a mirar los ojos de uno y otro: los del oficial muestran la interrogación que provoca en él ese extraño niño al que es incapaz de comprender y que por eso le asusta, mientras que en la mirada del niño se hace patente un saber del horror que hace de él ya casi un anciano.

El caso es que ahí, entre esos dos rostros, el del que sabe ya demasiado y el del que todavía no sabe nada, se formula la cuestión de la identidad: ¿Quién eres?

Y desde el mismo momento en que es formulada, el niño adquiere una autoridad indiscutida y absoluta sobre el otro.

No es menos notable que la frase por la que se expulsa al soldado del diálogo que va a comenzar pasa directamente por nuestros ojos.


Iván: Que salga él.


Gálstev: Espere fuera, ya le llamaré.

Como si incluso nosotros mismos, espectadores, estuviéramos de más en el diálogo que va a comenzar.


Pero el cineasta escribe también ese contraste a través de la diferencia de posición de uno y de otro con respecto a las desgarradoras palabras que están escritas en la pared que se encuentra tras el teniente. Éste les da la espalda, nada sabe todavía de eso. -Su saber de ello sólo cristalizará al final del film, en una secuencia a la que por eso corresponderá bien el título de El segundo despertar de Gálstev.

Iván, en cambio, está desde el primer momento frente a esa pared y a esas palabras decisivas que la cámara de Tarkovski focaliza sólo un instante después:


Un instante, desde luego, demasiado breve como para que el espectador pueda leerlas ahora. Pero no por ello es menos relevante el hecho de que, en el mismo momento en el que el teniente sale de cuadro, el cineasta mantenga el plano el tiempo necesario para centrar el foco sobre ellas, de modo que queden así a la vez señaladas y pospuestas como una encrucijada decisiva del texto que nos aguarda.

Sólo más tarde nos será dado leerlas, en el interior de una extraña pesadilla, mitad juego mitad delirio, de Iván, quien las iluminará con su linterna obligándonos a leerlas tanto como a oírlas, pues la voz de un joven desconocido -entenderemos que una de las víctimas- se escuchará recitándolas:


Voz desconocida: Somos 8 jóvenes, menores de 19 años.


Voz desconocida: Dentro de una hora nos llevarán a matar. Vénguenos.


Tal es lo escrito en el muro que Gálstev no ve, y que nosotros ya vemos sin poder entenderlo todavía. Pero no hay duda de que Tarkovski, porque ha colocado su cámara ahí, si podemos decirlo así, está viéndolo todo el tiempo.

Y es que en La Infancia de Iván, lo que está detrás, lo que aguarda o pesa sobre los personajes, constituye siempre algo fundamental. Bastará con esperar sólo un poco para poder constatarlo.

 


El límite y los significantes

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Gálstev: ¿Por qué callas? ¿De dónde saliste?

Iván: Yo soy Bóndariev.

¿Por qué este nombre, Bóndariev?

Es notable su semejanza con una palabra inglesa que tiene mucho que ver con el film: boundary: límite, confín, demarcación, frontera, linde, lindero, linderos.

De modo que el apellido de Iván, en su homofonía inglesa, responde bien a la pregunta que Gálstev acaba de hacer.

Pues no hay duda que Iván viene de ahí: de la frontera, del límite, del confín.

Gálstev: ¿Por qué callas? ¿De dónde saliste?

¿Por qué callas, de dónde saliste?

Es decir: ¿qué callas? ¿Qué es lo que tienes que decirme? ¿Cuál es el secreto con el que vienes a golpearme?

Y se dan ustedes cuenta que ese secreto, desde el primer momento, está vinculado al origen.

Iván, desde esa otra orilla de pesadilla, trae, para esas preguntas, cierto oscuro mensaje:

Iván: Yo soy Bóndariev.

Y los significantes se ponen entonces en danza:

Iván: Yo soy Bóndariev. Informe en el estado mayor, al 51, que yo estoy aquí.

¿Por qué el 51?

No hay duda que debemos interrogarnos por esta cifra, pues el film mismo lo hace.

Gálstev: ¿Quién es el 51?

Quizás la respuesta se encuentre en esa imagen que hemos contemplado hace un instante:


Quiero decir: en una de las cifras escritas sobre esa pared del desgarro.

Me refiero al 19 de la derecha.

Si lo juntan con el 51, dará 1951.

Y a su vez 1951 devuelve, precisamente, la cifra 19.

Pues dado que Andrei Tarkovski había nacido en 1932, en 1951 tenía 19 años.

 


La interrogación por el padre

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Y por cierto que el 19 es una cifra recurrente en el film. Así, habrá de aparecer también más tarde, en su parte final, una vez muerto ya Iván, cuando nos son mostradas algunas imágenes documentales del Berlín ocupado por los rusos:

Voz anónima: Él puede mostrar dónde ocurrió eso.

Torpemente tachado por el tres, el 19 marca el lugar donde ocurrió algo:


Voz anónima: Por la noche él mató a su esposa y a sus hijas, y se suicidó.

Un padre aniquilador.

Pero también, a la vez, un padre aniquilado.

 


Gálstev: ¿Quién es el 51?

Gálstev: ¿Qué Estado Mayor necesitas? ¿De qué ejército?

Resuenan entonces, entre Gálstev e Iván, esas preguntas que son las de Tarkovski, pero que son también las nuestras en tanto que nos capturan y las soportamos: ¿Quién es el 51?

¿Cuál es, dónde está el Estado Mayor que necesitas, que necesitamos?

En suma: ¿dónde está el Estado Mayor capaz de gobernarnos?

¿Dónde está el Estado Mayor capaz de contener y dar sentido a las pesadillas que me acechan?

¿Dónde está, en suma, el padre?

Iván: Correo de campaña VCH-49550

Sea quien sea 51, el que ha llegado de la otra orilla se identifica como el mensajero.

¿Pero de qué mensaje?

No cabe duda, en cualquier caso, que su cifra es el 51.

 


Los significantes que bordean el horror

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Gálstev: Y bien, quítate toda la ropa y sécate como es debido.

Gálstev: Toma, de todas formas está sucia.

Les decía que en La Infancia de Iván, lo que está detrás, lo que aguarda o pesa sobre los personajes, constituye siempre algo fundamental.

Aquí lo tienen, de nuevo.


Gálstev: También quítate los pantalones. ¿Te da vergüenza?


Gálstev: ¿Qué tienes en la espalda?

Debe ser anotado que Iván no se ha movido de la posición en que estuviera cuando le vimos por primera vez. Es Gálstev el que ha pasado a otro lado.

De modo que Iván sigue frente a esa cama en la que dormía Gálstev y en cuyo muro está escrito ese brutal grito mudo cuya cifra es 19.

Y ahora, cuando se vuelve, esa herida cuya cicatriz lleva impresa en su espalda queda del mismo lado que ese muro y de ese grito.

Gálstev: Te pregunto: ¿qué tienes en la espalda?

Y todo eso, la herida, el grito mudo del muro, cobra forma, en ese mismo lado, en el rostro de Iván:

Iván: Eso no le incumbe. Y no me grite.

Al fondo, tras el rostro del niño, a la izquierda, se hace visible el muro y el pie de la cama en la que dormía Gálstev su oscuro sueño.

Desde luego, Iván sabe lo que tiene en la espalda. Quien no lo sabe, como acabamos de anotar, es Gálstev, lo que el film ratifica de inmediato a través de sus propias palabras:

Iván: Su deber es informar al Estado Mayor que estoy aquí. Allí no necesitan su ayuda para aclararlo todo.

Gálstev: ¡No me des lecciones! ¿Acaso no te das cuenta de dónde te encuentras?

Iván sabe dónde está. Su mirada no deja duda posible sobre ello.

Es Gálstev quien, creyendo saberlo, lo ignora absolutamente. Y con él, desde luego, el propio espectador, que contempla con el mismo asombro, a la vez fascinado y horrorizado, a ese niño inaudito.

Gálstev: Tu apellido no me dice nada.

A Gálstev no le dice nada el apellido Bóndariev, y por eso insiste en preguntarle a Iván de donde procede, cuando boundary ya ha respondido a la perfección.

Gálstev: Te quedarás aquí un día, tres, cinco, hasta que digas quién eres y de dónde.

Gálstev: ¿Me responderás?

Gálstev: Responde de dónde viniste, si quieres, que yo informe, en general, sobre ti.

Iván: De la otra orilla.

Gálstev: ¿Qué?

Procede de la otra orilla.

Gálstev: ¿Cómo llegaste aquí? ¿Cómo demuestras que viniste de la otra orilla?

Y no puede haber duda de que la otra orilla es la del Averno.

Iván: ¡No demostraré nada! ¡Y deje de preguntarme! Usted responderá por todo.

Iván: Informe ahora mismo al Estado Mayor del 51: “tengo a Bóndariev aquí” y nada más.

Es la tercera vez que la cifra 51 es invocada.

Iván: Allí sabrán que hacer sin su ayuda.

El cable que desciende desde el techo escribe una rugosa línea que separa a ambos personajes, pero que también, en cierto modo, los sitúa como dos caras escindidas de un mismo sujeto.

Una línea que, por otra parte, aun cuando conduce a la caja del teléfono -obviamente es su fuente de alimentación eléctrica- visualmente acaba en el quinqué-vela que constituye la luz diegética de la escena.

Gálstev: Póngame con el 3.

Y el baile de cifras prosigue.

Tras repetirse el 51, aparece el 3.

Ahora bien, si hemos relacionado el 51 con el 19, el 3 no puede por menos que llamar nuestra atención, pues es la cifra escrita sobre el 19 en la casa berlinesa.

¿Qué cifra nos falta?

No hay duda, el 8:


Gálstev: Compañero capitán, informa el 8. Aquí tengo a Bóndariev.

Así pues, Gálstev se identifica con el ocho -cifra que habrá de reaparecer en el final del film, cuando el joven oficial visite la mazmorra en la que Iván fue torturado antes de morir.

Capitán: ¿A quién?

Gálstev: A Bóndariev. Exige que informemos sobre él a “Volga”.

Capitán: ¿Un mayor del departamento operativo? ¿Un inspector o qué?

Gálstev: No es ningún mayor. Un muchacho de 12 años.

Y llega ya la última cifra. ¿Cómo puede estar tan seguro Gálstev de que Iván tiene 12 años?

No lo duda ni por un momento. Tampoco mira al niño en busca de confirmación.

Y, si lo piensan bien, eso da cierta luz sobre lo que se trata en la relación entre estos dos personajes.

Pues Andrei Tarkovski nació en 1932. Sumen a esa fecha los 12 años de Iván: el resultado es 1944, que es con toda seguridad la fecha en la que se sitúa la película, dado que la guerra parece estar cerca de su final. De hecho, el texto escrito en el muro muestra que el lugar donde se encuentra instalada la unidad de Gálstev ha sido ya reconquistado a los nazis.

De modo que Iván tiene la edad que tenía el cineasta en esa misma época.

Pero no es sólo eso.

Si Tarkovski tenía la edad de Iván en la época que la película describe, en 1961, año del rodaje de La infancia de Iván, tenía 29 años, una edad que podría cuadrar perfectamente para Gálstev.

De modo que La infancia de Iván podría ser también, entre otras cosas, la exploración de un fondo de horror encerrado en una infancia olvidada y que retorna en la medida misma en que el cineasta comienza su andadura creativa. n

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1. El sueño y el despertar

El Espejo, La infancia de Iván, Sacrificio

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 28/11/2008 (24/8/2009)
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

Nota sobre esta publicación

Con esta entrada comienza la publicación del seminario “Andrei Tarkovski”, impartido en la Universidad Complutense de Madrid durante el curso 2008-2009.

Como existía ya disponible en la red una grabación audio de este seminario, conviene advertir que en la presente publicación se encontrarán ciertas modificaciones con respecto al contenido de aquellas grabaciones.

Ello se debe a que una reelaboración de parte de este seminario fue presentada en XLVI Curso de Cinematografía Master en Historia y Estética de la Cinematografía de Universidad de Valladolid (24-25/8/2009) con el título “El espejo de Andrei Tarkovski” y en ella introduje algunas novedades ausentes en el seminario original. Lo mismo sucedió con motivo de la conferencia titulada “¿Podrías amarme, María?”, presentada en las IX Jornadas de Historia y Análisis Cinematográfico “Angustia y cine: el malestar en la sociedad del bienestar”, Valencia, 19/12/2009, Trama y Fondo, Instituto Francés de Valencia.

Como la publicación por separado de esos nuevos trabajos hubiera resultado considerablemente redundante, he optado por incluir las novedades que contienen en el contenido de las sesiones del seminario base. Cuando ello ha tenido lugar, en la fecha de esa sesión se incluye entre paréntesis, como es el caso de esta primera entrada, la fecha de la conferencia posterior en la que fueron introducidas las citadas modificaciones.

 

La esposa en el espejo

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Aleksei: Siempre dije que te pareces a mi madre.

Natalya: Por lo visto por eso nos separamos.


Natalya: Y con horror veo que Ignat se está pareciendo a ti.

Aleksei: ¿Por qué con horror?

Natalya: Nunca pudimos hablar como personas que somos.

 

Una mujer en el espejo.

Mira, desde el espejo, a contracampo, directamente al objetivo de la cámara, localizando, así, el lugar del cineasta.

Y, de hecho, es a él al que habla, y con quien habla.

En un instante, todos los datos de la situación narrativa han sido puestos sobre la mesa: un hombre y una mujer separados. Un hijo, objeto de la conversación, que recibe el nombre de Ignat. Y la madre del hombre.

Una madre de la que ese hombre afirma su parecido con esa exesposa que llena ahora la imagen con su seductora presencia.

No por casualidad, entonces, esta película lleva por preciso título El espejo.

Y sin duda el cineasta ha tenido buen cuidado en hacer palpable la presencia misma del espejo a través de todas las imperfecciones visibles en su superficie.

 

 

Conviene observar también que si el hombre se encuentra en contracampo, en el lugar de la cámara, presente por tanto no sólo a través de su voz sino también como sujeto de la mirada, comparece igualmente, de modo metonímico, por su espacio de trabajo: pues esa mesa del fondo es la suya, su escritorio, el lugar donde el cineasta escribe sus guiones y prepara sus films.

De modo que, en el centro de todo, la presencia de esa mujer, como lo que ocupa absolutamente la atención, el deseo y el trabajo de ese hombre y cineasta.

 

Aleksei: Siempre dije que te pareces a mi madre. Esa mujer que se parece a su madre.

Esa mujer, por eso mismo, que es como el espejo de su madre.

 

Natalya: Por lo visto por eso nos separamos.

 

Esa disposición en espejo es la que lo explica todo: el deseo y el fracaso de ese deseo.

 

 

¿Se dan cuenta de cómo ella invade totalmente ese espacio, el de ese escritorio de trabajo?

Y se darán cuenta, igualmente, de que su cabello es dorado como el marco mismo del espejo en el que se refleja mientras se contempla en él.

 

Natalya: Y con horror veo que Ignat se está pareciendo a ti.

 

Desde allí, proclama su horror por el hombre que la mira.

Y al hacerlo proclama, igualmente, inevitablemente, su horror por el hijo de ambos.

 

Aleksei: ¿Por qué con horror?

Natalya: Nunca pudimos hablar como personas que somos.

 

Como ven, ahora la erosión mayor del espejo se localiza en el centro superior del encuadre, equidistante de las dos figuras de la mujer que la imagen presenta.

De modo que, en el centro, el espejo.

Y en el centro del espejo, la erosión y la mancha.

 

 

La película central

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Andrei Tarkovski realizó siete largometrajes:

La infancia de Iván,

 

 

Andrei Rublev,

 

 

Solaris,

 

 

El espejo,

 

 

Stalker,

 

 

Nostalgia,

 

 

Y Sacrificio,

 

1. 1961 La infancia de Iván

2. 1966 Andrei Rublev

3. 1972 Solaris

4. 1972 El espejo

5. 1979 Stalker

6. 1983 Nostalghia

7. 1986 Sacrificio

 

 

Como ven, El espejo es la película central de la obra de Tarkovski: la cuarta de las siete que llegó a realizar.

Podría parecer esto un dato casual pero, ciertamente, no lo es, pues alguien, cuando Tarkovski empezaba su carrera cinematográfica, le vaticinó que haría siete películas en su vida y esa idea quedó grabada en su mente, como lo prueba el hecho de que volvería a hacer referencia a ella en muchas ocasiones, tanto en sus entrevistas como en su diario.

Y no deja de ser curioso, en este sentido, este otro dato: en un principio El espejo iba a ser la tercera película de Tarkovski, pues había empezado a trabajar en ella al acabar Andrei Rublev. Pero el proyecto se complicó. El guion no terminaba de cuajar y Tarkovski decidió realizar primero Solaris, con lo que El espejo se convirtió en la cuarta película, es decir, en su película central, dado que sobre él gravitaba la idea de que habría de hacer exactamente siete películas.

Y como él mismo insistió en repetir tantas veces, el siete era su número favorito.

 

En el centro del centro, a los 12 años

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Todo deja huella.

Aun cuando toda huella puede volverse invisible.

 


Ignat: ¡Eh!

•(Suena el teléfono)

 

¿Cómo no habría de dejarla, entonces, la llamada del padre?

 

Aleksei: Ignat, ¿cómo estás allá?

 

Aquí le tienen ustedes: Ignat, ese niño que encarna al hijo del cineasta, recibiendo la llamada de su padre.

De un padre, anotémoslo desde ahora, con el que nunca compartirá plano, como si existiera un abismo insalvable entre ambos.

 

Aleksei: ¿No ha venido María Nikoláevna?

Ignat: No… Vino una… Se equivocó de piso

 

María Nikoláevna es el nombre de la madre del cineasta, y como tal ha aparecido, hace solo unos instantes, en el film:

 

 

Fue invitada por Tarkovski a asistir a su rodaje y, sin que ella lo supiera, fue filmada y sus imágenes utilizadas en la película sin su consentimiento.

 

Nadezha: Parece que me he equivocado.

 

Aparece con la misma intensidad con la que desaparece, de modo que ella es esa huella, a la vez invisible e imborrable, que acabamos de contemplar desapareciendo sobre la mesa.

 

Aleksei: Ocúpate de algo o invita a alguien de visita.


Aleksei: ¿Tienes muchachas conocidas?


Ignat: ¿De mi grado? ¡No quiero!

Aleksei: A tu edad ya me enamoraba… durante la guerra… Había una pelirroja… Sus labios se le cortaban siempre…

Aleksei: Nuestro jefe militar le hacía la corte, el contusionado…

Aleksei: ¿Me oyes?

 

¿Por qué esta pelirroja enmarca la escena que se encuentra ubicada en el centro temporal de este film que, a su vez, se encuentra en el centro de la filmografía de Andrei Tarkovski?

 

 

Sólo más adelante podremos responder a esta cuestión.

 

 

Hoy nos conformaremos con constatar lo que se encuentra en el centro de esta escena que constituye el centro de todos los centros tarkovskianos.

En el laberinto de espejos del film, el mismo actor interpreta a Tarkovski niño en el pasado -como es ahora el caso- y al hijo de Tarkovski en el presente -el muchacho que recibía la llamada telefónica que ha desencadenado esta escena.

Nos encontramos, como ustedes saben, en la escena de la clase de tiro.

 

 

Una escena en la que, sin embargo, él no es el protagonista, sino tan sólo el espectador.

Pues está protagonizada por otro niño, de su misma edad.

Es decir, más tarde verán por qué, de 12 años.

 

(…)


Jefe militar: ¡Vuelta! ¿Has oído la orden?

Jefe militar: Deja el fusil en su sitio.

Niño: He dado la vuelta.

Jefe militar: ¿Has pasado el reglamento de servicio militar?

Niño: Una vuelta significa en ruso lo que he hecho yo.

Niño: Dar una vuelta es girar 360 grados.

 

Un niño devastado por la guerra, y por eso desconectado de todo contexto que no sea el de su abismo interior.

 

Jefe militar: ¿De qué grados hablas? ¡Vuelta!

Jefe militar: ¡A la posición de fuego, ar!

Jefe militar: Y te mandaré a buscar a tus padres.

Niño: ¿Qué padres?

Jefe militar: Con quienes quiero hablar.

Niño: ¿Qué posición de fuego es esa?

Jefe militar: ¡Cuerpo a tierra, a las colchonetas!

Un niño: Sus padres murieron durante el bloqueo.

 

No es Tarkovski, desde luego, pues sus padres no murieron durante la guerra.

Y sin embargo es en la desolación de ese niño cuyos padres murieron durante la guerra donde el cineasta se centra, donde se ve, se identifica y localiza.

 


Otro niño: ¡Chicos! ¡Una granada!


Otro niño: ¡Es de mano!


Otro niño: ¡No lo hagas!

Jefe militar: ¡Cuerpo a tierra!

Jefe militar: ¡Nos matará!

 

En esta escena central, junto a ese niño desolado y suicida hay un héroe anónimo.

Ese instructor militar que fue capaz de absorber la violencia letal que habitaba al Tarkovski niño.

 


 

Alguien, en suma, que vino a ocupar el lugar del padre ausente.

 

Niño: Es de ejercicios.

 

Y gracias al cual Tarkovski pudo disociarse de ese sí mismo letal que le acompañara desde su infancia.

 

(…)


 

Y como les dije, la escena se cierra como se abrió, con esa pelirroja que quizás lo sea por su asociación con la sangre.

 

 

Pero volvamos a ese Tarkovski de 12 años que sobrevive tomando distancia de ese sí mismo letal que le habita desde el origen.

 

 

Su mejor espejo se encuentra en La infancia de Iván.

 

Una tela de araña

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(Canto del cuco)

(Canto del cuco)

 

En el universo radiante del primer sueño de La infancia de Iván -con el que comienza, sin advertencia alguna de su carácter onírico, el film-, no deja de haber, desde su mismo comienzo, una turbadora gran tela de araña brillante que parece capaz de atraparlo todo.

Y que desde luego atrapa, en primer lugar, la mirada del niño.

Atrapa su mirada, como le atrapa a él mismo. Pues, en la misma medida en que mira a través de esa tela de araña, no la ve, no focaliza en ella su mirada.

Lo que desde luego, en el punto de partida, diferencia nuestra mirada de la suya, pues nosotros sí la vemos, dado que la cámara del cineasta la focaliza con absoluta precisión. Lo que nos obliga, igualmente, a percibir su poder enrarecedor de este universo radiante.

Así pues, imposible no detenerse en esa tela de araña, siquiera solo sea por el evidente esfuerzo que ha debido suponer para el director de fotografía lograr visualizarla así, es decir: lograr hacerla tan visible y tan radiante.

Por supuesto, la olvidaremos en seguida, en cuanto la cámara la abandone y guie nuestra mirada en otra dirección.

Por lo que no nos dará tiempo a hacernos la pregunta obligada.

Esa misma pregunta que, necesariamente, debió hacerse el cineasta mientras diseñaba, encargaba, disponía y rodaba este plano.

 

El tiempo del análisis

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Y por cierto, digámoslo desde ahora mismo una vez más: el tiempo que un plano reclama al analista, ¿por qué habría de ser menor que el tiempo que tardó el cineasta en diseñarlo, rodarlo y montarlo?

Lo mismo podemos responder a los que, contra toda lógica analítica y científica, se oponen a contemplar detenidas, es decir, congeladas, las imágenes de una película con el argumento de que el espectador no las contempla así en el cine. Si les digo que éste es un argumento científicamente insostenible, es porque equivaldría a decir que, dado que en la vida real las células no se muestran al microscopio, el biólogo que las analiza no debería utilizar tal instrumento para su estudio.

Pero me interesa esta cuestión -la de la pertinencia científica- menos que la otra, la de la pertinencia estética; todo cineasta ha visto congeladas sus imágenes muchas veces: primero cuando las dibujó, luego cuando las dispuso para el rodaje, más tarde cuando las contempló en la moviola antes de tomar las decisiones finales de montaje.

Si queremos conocer su verdad, ¿por qué deberíamos someternos al tiempo estándar del visionado en vez de al tiempo real de su creación?

El primer sueño de Iván

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Dicho esto, volvamos a formular la pregunta obligada que esa tela de araña suscita: ¿Dónde está esa araña? ¿Y hasta dónde alcanza su poder enrarecedor de ese universo radiante?

Es esta una pregunta que conviene dejar abierta por ahora. Mas sin olvidarla, pues constituye el punto de partida del film a la hora de iniciarse tanto como de iniciar el acceso a este paisaje que intuimos excesivamente luminoso. De modo que, aunque durante un tiempo quede apartada de nuestra mirada, no dejará por ello de seguir ahí.

 

 

El caso es que el niño, su mirada atrapada por esa radiante tela de araña que no ve, está mitad asombrado, mitad maravillado por la jovial alegría que parece impregnar el paisaje del mundo que su sueño le brinda.

Por supuesto, no sabe que es un sueño, como tampoco lo sabemos nosotros, pues habremos de descubrirlo con él.

 

 

La cámara deja salir de cuadro al niño para ascender verticalmente siguiendo el tronco de este árbol, tan joven y frágil como el propio niño. Y dotado, como él mismo, aunque esto todavía no podemos saberlo, de oscuridades extrañas en sus nervaduras.

 

 

Pero es tan hermoso el paisaje que se contempla al fondo…

 

 

Y ahora, cuando el niño entra en campo, se confirma e intensifica la relación metafórica que acabo de señalarles entre él y el árbol, ambos jóvenes, delgados, verticales y brillantes a la luz del sol.

A lo que hay que añadir, insistamos en ello, esa oscuridad por ahora ausente en el niño, pero que sin embargo se apunta en las nervaduras de ese árbol que constituye la metáfora de su dignidad tanto como de su fragilidad.

Aparece entonces un nuevo elemento de inquietud.

 

 

Una cabra que mira fijamente a Iván, no menos que al objetivo de la cámara del cineasta.

 

 

Esta vez la inquietud alcanza al niño, quien parece huir asustado, a la vez que inesperadas sombras oscuras que acusan ese miedo se introducen en el plano.

 

 

Pero las sombras pasan con rapidez y, en seguida, una nueva comparación se pone en juego. Podríamos decir también, una segunda relación metafórica, aunque seguramente sería más apropiado hablar esta vez de metamorfosis:

 

 

Pues la carrera del niño parece convertirse en el vuelo de una mariposa.

Y así, como sucede en los sueños, a la vez que mira a la mariposa, Iván comienza a volar como ella.

 

 

¿Quién no conoce el poder pregnante de ese sueño que todos hemos tenido de niños y en el que nos elevábamos por el aire con la facilidad misma con que lo hacen las mariposas?

 

 

Y con el mismo entusiasmo.

 

 

También, con la misma sensación larvada de irrealidad.

Pero el descenso se ve polarizado por un pozo en el que todavía no reparamos, pero en el que habremos de penetrar más tarde.

 

 

Pues sucede que, aunque el espectador no pueda saberlo todavía, la madre y el pozo han sido introducidos ya aquí por primera vez.

Y con que calculada precisión, para un plano tan complicado. Pues la cámara parece desplazarse en helicóptero, de modo que hubo de ser necesario sincronizar su vuelo con el desplazamiento de la actriz para poder conseguir que entraran en cuadro a la vez ella y el pozo.

Se trata de una combinación de alta densidad en el universo tarkovskiano, como habrá de confirmarlo su retorno en esa obra central que es El Espejo.

 

 

Por lo que a La infancia de Iván se refiere, algo más tarde nos será dado acceder al interior de ese pozo, en cuya boca divisaremos a Iván y a su madre:

 

Iván: ¡Es muy hondo!

•Madre: Claro está.


Madre: Si un pozo es muy hondo, siempre se puede ver en él una estrella, incluso en el día más soleado.


Iván: ¿Qué estrella?


Madre: Cualquiera.


Iván: ¡Veo una, mamá, la veo!

Madre: Si, sí, allí está.

Iván: ¿Por qué se la ve?

Madre: Porque para ella ahora es de noche.


Madre: Y ella salió, como todas las noches.

Iván: ¿Acaso ahora es de noche? Ahora es de día.


Madre: Para ti y para mí es de día. Pero para ella es de noche.


(Sonido de disparo de ametralladora)

Iván: ¡Mamá!

 

Pero sería prematuro ocuparse ahora de este impresionante sueño. Nos conformaremos con insistir en la presencia de ese pozo ya aquí, en este primer sueño, introduciendo ese cuadrado absolutamente negro en este gran plano general lleno de luz, y que tanto contrasta con el paisaje que le rodea como con el color claro del vestido de la madre.

 

 

Es probablemente el mismo pozo de madera rectangular que el que habrá de aparecer más tarde, en el segundo sueño de Iván.

 

 

Aunque, cuando aparezca más tarde, en el segundo sueño, habrá desaparecido la estructura que ahora lo cubre.

A poco que meditemos en ello, comprenderemos el evidente motivo de su presencia ahora y de su ausencia más tarde. Pues ahora hace posible que ese rectángulo sea absolutamente negro, en este paisaje todo él bañado por tan espléndida luz. En el segundo sueño, en cambio, su ausencia hará posible inscribir una radiante luz exterior -emanada por la madre ensoñada- en contraste con la oscuridad interior del pozo.

De modo que, en uno y otro caso, lo que importa de este pozo es ese intenso contraste de la luz y de la sombra que introduce.

Tanto como -lo han oído en el diálogo del segundo sueño- de la noche y el día:

 

•Iván: ¿Qué estrella?

Madre: Cualquiera.


Iván: ¡Veo una, mamá, la veo!

Madre: Si, sí, allí está.

Iván: ¿Por qué se la ve?

Madre: Porque para ella ahora es de noche.


Madre: Y ella salió, como todas las noches.

Iván: ¿Acaso ahora es de noche? Ahora es de día.

•Madre: Para ti y para mí es de día. Pero para ella es de noche.

 

Todo ello, entonces como ya ahora, asociado a la presencia de la madre, por más que todavía no podamos reparar en ella.

 

 

Y hay desde luego otra diferencia:

 

 

Nada hay aquí de la arena de playa en la que en el segundo sueño veremos caído el cuerpo de la madre.

Una arena que, a su vez, conectará al segundo sueño con el último, que cierra el film.

 

 

Lo siniestro y la psicosis

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Sólo un instante después del primer avistamiento de ese pozo, los elementos de inquietud se multiplican. La imagen se oscurece de manera inesperada a la vez que su contenido se desdibuja. ¿O sería mejor decir que una masa de oscuridad estalla en la imagen?

A lo que se añade la inversión del movimiento visual: si la cámara voladora se desplazaba hacia la izquierda, ahora lo hace hacia la derecha, mientras irrumpe en imagen una masa extremadamente áspera de tierra

 

 

en la que raíces que debieran estar ocultas, bien enterradas, se muestran a la superficie

 

 

golpeando la mirada de Iván con un enigma al que no le es dado escapar.

¿Pensarán que voy muy deprisa si les digo que ese enigma es el de la locura?

Seguramente. Y con razón. Pero encontrarán en la bibliografía de este año la vía para establecer esa conexión. Les remito a ella, no sin antes darles un par de indicaciones.

La primera tiene forma de pregunta:

 

 

¿A qué les suena, ya sea en estética o en psicoanálisis, lo que estas dos imágenes suscitan?

O si prefieren, para facilitarles la cuestión: ¿a qué les suena la verbalización que acabo de hacer de ellas cuando he dicho que las raíces que debieran estar ocultas, bien enterradas, se muestran a la superficie?

Unheimlich sería todo lo que debía haber quedado oculto, secreto, pero se ha manifestado.»

[Schelling]

Se trata, ciertamente, de la descripción de lo siniestro formulada por el filósofo romántico Schelling y retomada más tarde por Freud como guía mayor de su propia investigación sobre lo siniestro.

Pienso que no fuerzo en nada el plano cuando lo describo así: pues es lo propio de las raíces el estar enterradas y permanecer, por tanto, ocultas. Y sin embargo aquí, en esta imagen, se han manifestado.

Es precisamente esa manifestación la que golpea simultáneamente nuestra mirada y la de Iván.

Pues, de la misma manera que estamos soñando su sueño, experimentamos ese impacto a la vez que él.

 

 

Y luego, un instante después de compartir esa mirada y el estremecimiento que la acompaña -extraordinario el talento del cineasta en el manejo del tempo-

 

 

vemos en el rostro de Iván la interrogación que esa imagen y ese estremecimiento generan y que, nuevamente, hacemos propia.

De modo que cuaja, digámoslo así, esa extrañeza que es uno de los aspectos que acompañan siempre a lo siniestro.

Por lo demás, reconocerán que esa interrogación está presente, siquiera implícita, pero muy evidente, en la frase de Schelling. Y de hecho la investigación que Freud abre en su texto se orienta toda ella por la vía de su exploración. Desde luego, Freud no asocia nunca el tema de lo siniestro con la problemática de la psicosis – y por cierto que tampoco lo hará Lacan quien, dicho sea de paso, se ocupará muy poco de ello.

Por el contrario: Freud intentará pensar siempre la experiencia de lo siniestro desde las categorías de su teoría de la neurosis.

Así, intentará explicar lo siniestro como el efecto emocional provocado por el retorno a la conciencia de algo que habría estado antes reprimido, encerrado en el inconsciente.

¿Por qué les hablo de locura entonces?

Por varios motivos. El primero, porque esa explicación modelada por la teoría de la neurosis no dejará de manifestarse como insuficiente a lo largo de todo el escrito de Freud. Pués él estaba acostumbrado a ver como lo reprimido emergía en la sesión psicoanalítica y como el paciente vivía esa experiencia de mil maneras, pero nunca cargada con el tono afectivo de lo siniestro.

Un segundo motivo, dejando ahora al margen a Freud: la obra de Tarkowski que comienza así -pues ésta es la primera secuencia de su primer largometraje- y en la que el sabor de lo siniestro nos invadirá tantas veces, es una en la que la locura merodea de mil maneras, cuando no se instala en su centro mismo -como sucederá finalmente en Sacrificio.

El tercer motivo lo encontramos en la propia obra de Freud. Cuando comenzó sus indagaciones sobre la psicosis no hizo referencia alguna a lo siniestro, pero, sin embargo, sin darse cuenta, puso en la cabecera de su emergente teoría un enunciado que no puede por menos que recordar el que tomara de Schelling para abordar la exploración de lo siniestro:

«La investigación psicoanalítica de la paranoia sería totalmente imposible si los enfermos no presentaran la peculiaridad de revelar espontáneamente, aunque alterado por la deformación, aquello que los demás neuróticos ocultan como su más íntimo secreto.»

[Freud]

 

Simplificando el texto se hace más visible la semejanza:

«Los enfermos […] revelan espontáneamente, aunque alterado por la deformación, aquello que los demás neuróticos ocultan como su más íntimo secreto.»

[Freud]

«Unheimlich sería todo lo que debía haber quedado oculto, secreto, pero se ha manifestado.»

[Schelling]

 

Como ven, Freud detecta en la psicosis el mismo mecanismo que ha percibido en lo siniestro: la presencia en la consciencia de algo que debía estar oculto en el inconsciente.

Y bien, ¿no es lo siniestro entonces el tono, el color emocional de la psicosis? Pueden encontrar el desarrollo de estas argumentaciones en el siguiente artículo al que les remito:

González Requena, Jesús: 1997: Emergencia de lo siniestro, en Trama&Fondo nº 2, Madrid, ps: 2-32, Madrid, 1997.

Pero claro está, antes de leer este trabajo deberían leer el texto de Freud sobre lo siniestro -Freud, S., Hoffmann, E.T.A.: 1919/1817: Lo siniestro / El hombre de la arena, Pequeña Biblioteca Calamus Scroptorius, Barcelona-Palma de Mallorca, 1979.

Lo que debería obligarles, a su vez, a leer El hombre de arena que es el cuento de E.T.A. Hoffman que toma Freud como referencia para su análisis.

 

Agua: de La infancia de Iván (1962) a Sacrificio (1986)

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Y bien, volvamos aquí.

 

 

Diríase que algo no fuera bien en el mundo.

Un presagio siniestro se nos impone así, por más que, de inmediato, sea desviado por un rayo de luz que arrastra a Iván en dirección opuesta.

 

 

No es posible dudar de que esa mujer joven hacia la que Iván corre sea su madre. En lo que probablemente no habrán reparado es en que es agua -y muy brillante- lo que se atisba al fondo tras su figura.


 

Y sin embargo deberíamos reparar en ello, no sólo porque el agua está en todas partes en el cine de Tarkovski, sino también, más concretamente, porque es un cubo de agua lo que, en seguida, la mujer ofrece a su hijo.

 

Iván: Mamá, allí hay un cuco.

 

También el cubo retornará más tarde en El espejo, necesariamente asociado a la constelación de la madre y el pozo.

 

 

Pero entonces, porque eso no será ya un sueño sino un inolvidable recuerdo, la madre no mirará al niño ni le sonreirá, sino que le dará la espalda ensimismada en su melancolía.

En La infancia de Iván, en cualquier caso, llegado a este punto el sueño estalla para dar paso a la pesadilla de lo real.

 

Iván: Mamá, allí hay un cuco.

 

Iván despierta de pronto, y nosotros con él, a un universo oscuro y desolado,

 

 

 

desequilibrado y extrañamente dentado, pues parecen dientes esas piezas de hierro que pronto descubriremos pertenecen al mecanismo de un molino.

 

 

¿Será esta forma amenazante y todavía no identificada una nueva aparición de aquello que, en el comienzo del sueño, se manifestaba como una tela de araña?

 

 

De hecho ambas participan de una semejantemente vaga circularidad.

Lo mismo podríamos decir, también, de ese cubo en cuyo interior se escucha el canto del cuco.

 


 

Un mundo profundamente desequilibrado y devastado.

 

 

Aun cuando, es obligado decirlo, sea la suya una desolación no exente de belleza. Pero conviene añadir: de una siniestra belleza.

 

 

En cualquier caso, un mundo sin horizonte.

O bien uno que no conoce otro horizonte que el de la destrucción.

Nos encontramos, por lo demás, ante un plano semisubjetivo que anuncia y resume el viaje que nos aguarda a lo largo del film que ahora comienza.

 

 

En un mundo en el que las estrellas fugaces son proyectiles.

 

 

Y en el que la belleza de la naturaleza se muestra compatible con el olor que exhala un paisaje en eterna descomposición.

 

 

Nombro metáforas, pero también algo más que metáforas: pues, ¿cómo podrían no pudrirse los árboles de ese bosque inundado?

Su proceso de putrefacción está ya, desde el principio, muy avanzado.

 

 

De modo que las ramas del árbol caído semejan espinas que de inmediato se funden con las púas de alambre.

 

 

El sol se esconde.

 

 

E Iván se mete en ese agua helada hasta fundirse con ella -y desaparecer en ella.

 

Film basado en el cuento de V. Bogomolov “Iván”

Guión: Vladimir Bogomolov y Miguel Papava

Realización: Andréi Tarkovsky

 

Repitámoslo en este momento inaugural: si hay un elemento mayor, permanentemente presente en el cine de Tarkovski, ese es el agua.

 


 

Desde luego, es muy diferente este agua fría, oscura y turbia de la cálida y luminosa que estaba presente en el sueño del comienzo.

 

 

Pero lo realmente notable es que el agua, con uno u otro aspecto, turbia o cristalina, está ahí, todo el tiempo, en uno u otro sitio.

 

 

Y cuando uno se da cuenta de ello, se da cuenta también de ciertas rimas que dan su cadencia a este bloque bifronte que precede a los créditos.

Pues si en el sueño la cámara sube siguiendo el tronco de un árbol,

 

 

luego, en la vigilia, desciende siguiendo los troncos de otros árboles.

 

 

Unos y otros inquietantemente parecidos.

Conviene, por lo demás, recordar que el árbol y el movimiento de ascenso que tiene lugar en el comienzo de La infancia de Iván, el primer largometraje de Tarkovski, está igualmente presente en el comienzo del último, es decir, en Sacrificio.

 

 

Así comienza allí el movimiento ascendente:

 

 

siguiendo el tronco de un árbol rodeado de caballos como los que aparecerán en La infancia de Iván a su debido momento.

 

 

Se trata de un detalle de La adoración de los Magos de Leonardo. El suyo no es, desde luego, un árbol seco, sino uno muy frondoso.

Pero es en cambio un árbol seco el que le sigue de inmediato en el film -repitiendo la cadencia del comienzo de La infancia de Iván.

 

 

El árbol, absolutamente seco, que un padre loco se empeña en plantar.

Y, como siempre, sobre un fondo el agua.

Agua y árboles.

 

 

Pero sobre todo agua.

 

 

¿Y no es el exceso de agua el que acaba con esos árboles?

 

 

Hay, todavía, algo más: la luz y la sombra son propiedades del agua, pues el agua, en los universos tarkovskianos, es un elemento de máxima ambivalencia:

 


 

Y es ahí donde el pozo encuentra su decisivo lugar.

El lugar, precisamente, donde Iván se abisma.

 



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10. Una mirada aniquilante desde el origen

 


Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
Psycho y la Psicosis II – Norman
Sesión del 18/01/2013
Universidad Complutense de Madrid

 

 

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Robert Block: Psycho 2

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Estoy leyendo, gracias a Amelia, Psycho 2, la segunda parte de la novela, escrita por Robert Block en 1982 -es decir, más de 20 años después de Psycho.

 

A propósito de ella, hay algo realmente curioso en relación a lo que hablábamos el último día, y es la evidencia del impacto que la película hubo de tener sobre el novelista.

 

Así, aunque Block insiste en llamar Mary y no Marion a la protagonista de la primera parte, adopta, desde su comienzo, dos elementos de la película que no estaban en su novela.

 

El primero -clara modificación a posteriori- la aceptación de la idea de que Norman disecaba aves. Y, más allá de eso, la presencia de múltiples referencias a las aves en el comienzo de esta segunda parte.

 

La segunda, que la novela arranca con un diálogo entre Norman y una monja que le visita en el psiquiátrico en el que está internado y a la que acaba matando. Lo llamativo de esta escena y que más netamente manifiesta la influencia del film de Hitchcock es que en su diálogo se hace explicita una relación de semejanza entre ambos personajes que no encuentra precedente alguno en la novela anterior, pero sí, en cambio, en el modo en que la película trataba la relación de Marion y Norman.

 
 

Todas las cifras desaparecen en el váter

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Marion hace cuentas.

 

 

 

Tiene abierta su cartilla del Banco de Phoenix. Sabemos que ha decidido volver. El Ave Fénix ha vencido definitivamente a Los Ángeles.

 

Evidentemente, calcula si dispone de dinero para devolver lo robado. Ha realizado una resta para establecer lo que le queda de ello:

 

40.000 – 700 = 39.300

 

 

Vimos en su momento que lo fundamental de esta operación estribaba en que al restar de una cifra tan redonda como la de los 40.000 dólares los 700 pagados por el coche aparecía otra -39.300- que pertenecía, toda ella, a la cadencia del tres.

 

Una cifra que estaba, en ese sentido, netamente impregnada de la cadencia terciaria de la ley -dado que 3 por 3 es igual a 9, podríamos decir que la cifra 3 está 5 veces presente en ella.

 

Vimos, también, como eso estaba anticipado en la matrícula del coche de Marion.

 

 

 

Ahora bien, si en 39.300 hay 5 veces 3, ello nos devuelve la cifra del comienzo, ese 59 que nombra el año de matriculación del coche, 1959, que es también el año del rodaje del film.

 

Y ya saben ustedes que en ello late la fecha de la muerte del padre.

 

Por otra parte, también anotamos como esa cadencia terciaria se multiplicó luego en la matrícula del coche del policía.

 

 

 

Repasábamos el otro día, en el debate, el complejo trayecto de Marion y las confusiones que generaba: en principio, la suya era la reclamación femenina de la dote -del falo y del hijo-, pero cuando su escena fantasmática emergía veíamos que, como en el caso de la señora Bobbit, no había ecuación simbólica: lo que quería no era el falo de un hombre capaz de hacerle un hijo, sino apropiarse ella misma del falo, tenerlo, ser su poseedora.

 

Y hay, todavía, otro aspecto de la cuestión que ya les sugerí pero sobre el que quizás no hice el énfasis suficiente: me refiero al hecho de que su acto loco era, a la vez, una provocación a la ley: una provocación para que la ley compareciera en su mundo.

 

Para que compareciera en su mundo una ley, digámoslo así, capaz de arrebatárselo.

 

No cabe duda que esa provocación está presente casi siempre en la conducta del psicópata: en Ander Breivik como en Adam Lanza resulta del todo evidente su reclamación de que la ley aparezca y sea ejercida públicamente sobre ellos.

 

El caso es que, en Psycho, la policía comparece, ciertamente, pero lo hace de modo tan sobreactuado como hipersignificada está la cifra 3 en la matrícula de su coche.

 

Ya vimos porqué: se trataba finalmente de la policía de la madre, como, por otra parte, podría quedar sugerido el hecho de que la serie acabara en 1.

 

Y bien, ¿cuál es la resta que está haciendo ahora Marion?

 

No hay duda: está restando de su saldo -que es de 824,12 dólares- los 700 que debe reponer.
Visualicemos lo que su mano tapa:

 

 

 

La cifra que esa resta produce es realmente notable: 124,12.

 

Como ven, en ésta que es la cifra más oculta del film, un instante antes de la muerte de Marion, reaparece de nuevo, de modo masivo, el 12. La segregación, en ella, del 24 viene obligada por ese curioso último ingreso de 24 dólares que consta en la libreta.

 

 

 

Hay, con todo, algunas curiosas incongruencias en un film tan preciso como éste; así, la fecha del último ingreso, que es de 20 de enero.

 

Y sobre todo esta otra: ¿cómo casar la mirada alucinadamente loca de Marion en la escena anterior

 

 

con este gesto tan razonable del cálculo del costo de la reparación?

 

 

 

Y la tercera: si ha decidido volver, ¿por qué rompe tan meticulosamente la hoja en la que ha realizado sus cálculos?

 

Una vez tomada la decisión de retornar y devolver el dinero, carece de sentido tal acto, pues nada tiene ya que ocultar.

 

 

 

Sin embargo toma todas las precauciones imaginables: incluso decide no tirar esos trocitos de papel en la papelera.

 

 

 

Así, se detiene pensativa: quiere hacerlos desaparecer absolutamente.

 

Insisto: ¿por qué, si ha decidido devolver el dinero? Conocen la explicación de Stefano: sería la manera de motivar la visualización de la taza del váter.

 

 

 

El caso es que eso la conduce al cuarto de baño: ha decidido hacer desaparecer allí esos trocitos de papel.

 

Ahora bien, lo que se hace visible en primer lugar es el palpable cambio del territorio del acto que va a tener lugar -y ya saben que se trata del acto mayor del film-: del dormitorio -de la cama- al cuarto de baño -al váter.

 

Todo parece indicar que esto es lo fundamental.

 

Y si es incongruente su obcecación en borrar toda huella -una vez que ha decidido volver y confesar- entonces el sentido del acto se encuentra en otra dimensión: se trata de suprimir todos los significantes que, aunque de un modo loco, han trazado su deseo.

 

 

 

De arrojarlos al váter, de hacerlos desaparecer en él.

 

 

 

Con lo que retorna ese componente profundamente regresivo, anal, que impregna el film haciendo imposible todo trayecto de maduracion para sus personajes.

 

De modo que todas las cifras desaparecen por el váter, como todos los billetes desaparecerán, más tarde, en la ciénaga.

 
 

Goce y desvanecimiento

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Pero no es sólo eso lo que desaparece en este momento. Pues desaparece, igualmente, la música.

 

El ruido de la cisterna la apaga hasta anularla, de modo que, en lo que sigue, y hasta que comiencen las cuchilladas, el sonido de la cisterna del váter primero y el del agua de la ducha después serán los únicos de la escena.

 

 

 

Con lo que la presencia del agua es extrema en lo que sigue.

 

 

 

Marion se desnuda para entrar en la ducha.

 

 

 

Y justo entonces la taza del váter aparece de nuevo -ya saben que reaparecerá todavía otra vez al final, de modo que toda la secuencia quedará encuadrada por su presencia.

 

El caso es que ahora aparece como el lugar donde ella deja caer su bata cuando se desnuda, de modo que la taza queda cubierta con la misma ropa de la que ella se descubre.

 

 

 

Se trata, desde luego, de subrayar que Marion está desnuda. Pero es evidente que el cineasta podría haberlo hecho por otra vía, por ejemplo, mostrando como su bata caía al suelo o quedaba colgada en la pared.

 

De modo que la elección escogida apunta a insistir en la presencia de la taza del váter tanto como a establecer una doble relación metonímica que conduce, como su efecto de llegada, a otra de índole metafórica.

 

 

 

La bata remite metonímicamente tanto a ella que la ha vestido como a la taza, a la que viste ahora. Doble metonimia que conforma una crasa relación metafórica entre la mujer y la taza cuyo origen hemos tenido ocasión de remontar en otro lugar al Buñuel de L’Age d’Or.

 

 

 

Pero no dejemos de prestar atención a la banda sonora. Desprovista de música, otros sonidos se hacen oír en ella de manera intensa, casi hiriente.

 

Así el de la cortina de la ducha al correrse.

 

 

 

Incluso el del papel que envuelve el jabón cuando ella lo rompe.

 

 

 

Sonidos todos ellos hostiles, hirientes, nada amables para el oído. En las antípodas de la música, ya se ha empezado, en el plano sonoro, a hendir y desgarrar las buenas formas sonoras, cómo pronto se comenzará a desgarrar las visuales. De hecho, ya antes de ello ha tenido lugar un cierto proceso de desvanecimiento. Retrocedamos:

 

 

 

Marion está desnuda. Pero, también, está empezando a desaparecer. A desdibujarse.

 

Ha comenzado a convertirse en un fantasma.

 

 

 

La imagen avanza progresivamente hacia su vaciamiento. Un desvanecimiento, permítanme que insista en ello, que tiene lugar en el cuarto de baño, y sólo un instante después de que los últimos significantes hayan desaparecido arrastrados por el agua en la taza del váter.

 

 

¿Lo ven? El vacío del plano, el vacío del campo visual, se aproxima.

 

 

Y de nuevo, una limpia y abstracta combinación de líneas verticales y horizontales. Presidida, eso sí, por el inquietante y desmesurado brillo de la alcachofa de la ducha.

 

 

 

Es cierto que ella emerge todavía, pero es casi una despedida en la antesala de su desvanecimiento total.

 

 

 

Claro está que ella no lo sabe. A su entender -que ya es del todo divergente del del espectador- se dispone a disfrutar de una ducha purificadora.

 

 

 

A la vez que sensual.

 

Dos términos estos últimos sin duda contradictorios: por una parte, lavarse, purificarse del pecado cometido; por otra, entregarse a cierto placer corporal.

 

 

 

Pero, frente a ello, emerge este plano tan intenso como violento, habitado por no se sabe qué cosa de inexorable. Algo, en él, parece contradecir ambos términos contradictorios recién puestos en juego -purificarse, entregarse al placer.

 

Es, ciertamente, un plano inusual: podría tratarse de un plano subjetivo de ella, dado que la cámara se encuentra exactamente en su posición. Pero, desde luego, nadie mira hacia allí cuando se ducha. Y, desde luego, no hay raccord de mirada. Cuando el plano anterior concluye ella tiene cerrados los ojos.

 

Un momento antes, sin duda, había mirado hacia allí,

 

 

 

pero eso era cuando la ducha todavía estaba apagada.

 

 

De modo que ella no ve lo que hay de agresivo en esa ducha.

 

 

 

El agua, cuidadosamente iluminada, se convierte en un vector composicional mayor: una diagonal determinante del plano.

 

 

 

Hay algo raro en la escena.

 

 

 

Así, por ejemplo, un raccord del todo inusual entre este plano y el anterior.

 

 

 

De acuerdo con la convención, sería un mal raccord, pues no se cumple la regla del cambio relevante de ángulo o de escala. Y la iluminación cambia notablemente. Observen, por ejemplo, como ha desaparecido el reflejo de luz en el azulejo del primer plano. Simultáneamente, en el segundo hay una luz en su cuello que no está presente en el anterior.

 

Pero estos malos raccords introducen una inestabilidad en la imagen que la vuelve incierta y amenazante. Simultáneamente, Godard está comenzando a hacer cosas parecidas –A bout de souffle se estrena el mismo año que Psycho, 1960. Y seguramente se habrán ustedes dado cuenta de que la angustia que impregnará más tarde el cine de Lars von Trier está en relación directa con ello.

 

 

 

Como les digo, se ha realizado un notable esfuerzo por iluminar y así visibilizar el agua. Y en esa misma medida, la inquietud aumenta cuando Marion le da la espalda a la fuente de la que mana.

 

 

 

De nuevo un plano de punto de vista extraño, por ser totalmente exterior al punto de vista de ella.

 

Presenta la ducha como algo inflexible y potencialmente violento que, como les digo, la amenaza por la espalda.

 

 

 

Uno llega a preguntarse si Hitchcock, el mismo que hizo aquellas declaraciones en las que se comparaba con Hitler, no tendría en la cabeza las duchas de las cámaras de gas nazis.

 

 

 

El caso es que, mientras tanto, ella goza, se abandona a la caricia del agua -si no también, no hay por qué descartarlo, a otras que ella misma podría estar suministrándose ahora.

 

En consonancia con ello, la sensualidad de la imagen se acentúa en extremo, como lo atestigua el brillo de su piel humedecida.

 

¿En qué medida se sitúa esto en línea con el entusiasmo insólito y enloquecido que fue asaltando a Marion a lo largo de la conversación con Norman?

 

 

 

El hecho es que, les insisto, ella está desnuda, se ha desprendido del fajo de billetes y, en esa misma medida, ha recuperado la dimensión de la curva femenina que perdió cuando robó el dinero.

 

Y lo más notable de todo: aparecen, ahora que ella está sola en la ducha, imágenes del goce femenino que estuvieron ausentes de su escena amorosa con Sam.

 

Por cierto que la cámara, ahora, ha pasado al otro lado con respecto a ella, con lo que se ha invertido la dirección y la inclinación de las diagonales del agua.

 


 

 

 

La sensualidad se dispara. Marion se entrega a su goce.

 

 

 

Tiene lugar ahora un nuevo raccord extraño. No sólo porque no se cumple la regla de los 30º, sino porque se descentra la composición y cambia de manera muy acentuada la luz.

 

La cosa podría estar en consonancia con el hecho de que su goce parece haber alcanzado un cierto paroxismo que encuentra su manifestación en el brillo luminoso de su rostro.

 

En cualquier caso, el descentramiento compositivo de la imagen deja un considerable espacio amenazante a la izquierda, en el que se esboza la puerta, cerrada todavía, que ahora comparte el encuadre con ella.

 

Y, desde luego, también colabora con ello el hecho de que la cámara se encuentre en una posición imposible, dado que, para poder mostrarla así y a esa escala, necesariamente ha debido desaparecer -son las cosas que permite el rodaje en estudio- la pared de azulejos del cuarto de baño.

 

Por otra parte, Marion queda, en la vertical, por debajo del centro del cuadro, con lo que resulta inesperadamente frágil, más expuesta y vulnerable que nunca.

 

Y se acentúa el recorte de su figura sobre el fondo, a la vez que se hace visible ese extraño foco de luz que se encuentra tras ella, en la parte superior del plano, pero composicionalmente sobre ella, estableciendo una cierta aunque inverosímil relación de luminosidad con la de la luz que ilumina y hace brillar su rostro.

 

Inverosímil porque es del todo incongruente con la luz que su rostro recibe, dado que esa fuente de luz se encuentra a su espalda. Pero congruente sin embargo, en el plano formal, dada su extrema semejanza plástica.

 

El efecto global es, digámoslo así, de iluminación.

 

En ello, la cortina de plástico tiene un papel determinante, ya que crea para la figura de Marion un fondo a la vez difuso y resplandeciente.

 

Pero es posible mirarlo desde este otro punto de vista: es el fondo mismo que amenaza.

 

¿Que amenaza con qué? Con acabar con la figura. Con disolverla y hacerla desaparecer.

 

Y por cierto que en eso participa del mismo registro que ese otro elemento determinante de la escena que es el agua. Plástico y agua parecen, aquí, tener un poder disolvente sobre la figura.

 
 

De Santas y Diosas

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Ahora bien, ¿disolución en el horror o en el goce?

 

No es excesivo decir que, en principio, está puesto en juego un goce luminoso semejante al de las santas de Bernini.

 

 

 

Pues, por más que les choque, deberán reconocer que se trata del mismo tratamiento de la luz.

 

Y de semejante percepción de la voluptuosidad del cuerpo y del goce -del cuerpo del goce- femenino.

 

 

 

La misma luz, les digo. Y el mismo gesto.

 

 

 

El goce de la mujer a la luz de Bernini, en suma.

 

Y fíjense hasta qué punto:

 

 

 

Pues la luz es siempre protagonista mayor de la composición berniniana.

 

Como lo es, ahora, de la hitchcockiana.

 

 

 

Tanto los pliegues del plástico como las líneas del agua asemejan el dibujo que Bernini hace de los rayos dorados de la divinidad.

 

 

Retornemos.

 

 

 

Ella, la diosa, está apunto de aparecer aquí.

 

 

 

Es evidente que su rostro, su gesto, su frialdad -y también, sobre todo, su muy patente narcisismo- está en las antípodas tanto del goce actual de Marion como del de las santas de Bernini.

 

 

 

Nada, en el reposo autosatisfecho del cuerpo de la Venus, tiene que ver con el estremecimiento que adivinamos recorre el de Marion o con el que reconocemos metafóricamente expresado en el torbellino de pliegues de la ropa de Ludovica.

 

Como ven, estamos ante constelaciones opuestas de lo femenino.

 

En Ludovica, como en Marion o en Teresa, reina un ardor en todo opuesto a la frialdad de la Venus.

 

De modo que esa diosa que reina en el universo hitchcockiano es del todo opuesta a a ese goce que las otras tres figuras femeninas exhiben.

 

¿Se deberá ello a que sea una diosa, en vez de una santa?

 

Sé que les extrañará esta sugerencia. Pero, ¿qué quieren que les diga?, es un hecho que las santas de Bernini gozan extraordinariamente.

 
 


El Dios barroco de la Contrarreforma, facilitador del goce de la mujer

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¿No se han parado nunca a pensar qué es lo que hizo posible que en el barroco latino de la contrarreforma las artes plásticas alcanzaran la cima de erotismo?

 

Las imágenes que tienen en pantalla sin duda lo acreditan. Y lo mismo podríamos decir, por lo que al teatro se refiere, a propósito de la comedia, igualmente barroca y contrarreformista, del teatro del siglo de oro español.

 

Con sólo prestar atención al título de una célebre comedia de Calderón de la Barca podrán hacerse una idea de hasta qué punto el goce de la mujer estaba en el centro de la escena. Me refiero a Casa con dos puertas mala es de guardar.

 

Nada, a este propósito, tan patético -por inculto- como esos feministas hispanos que repiten los tópicos de los anglosajones.

 

Cuando se les escucha, pareciera que las mujeres sólo hubieran empezado a gozar hace quince días. No les niego que algo de eso se diera en el mundo de la reforma protestante, netamente puritano y opuesto a toda forma de goce. Pero nada de eso, sino todo lo contrario, sucedió en el barroco mediterráneo.

 

Éste hizo suya la bandera del goce contra el puritanismo productivista de la Reforma. Ello, desde luego, nos hizo perder el tren del capitalismo emergente. Pero está por ver si el ciclo de deserotización iniciado por la reforma puritano/capitalista no ha llevado a Occidente al callejón sin salida del hundimiento de la natalidad.

 

Y, desde este punto de vista, quizás debiéramos empezar a considerar la victoria tardía del mundo barroco allí donde se ha mantenido vivo: me refiero, evidentemente, no a España ni a Italia, pero sí a Hispanoamérica, el único territorio de Occidente donde el erotismo es una realidad, como lo demuestra la notable fertilidad allí existente.

 

 

 

¿Será el Dios patriarcal facilitador del goce de la mujer? Creo que es esta una hipótesis digna de ser considerada.

 

Al menos Ludovica Albertoni y Teresa de Jesús se entregan simultáneamente a Dios y al goce como si el uno fuera la condición de la extremosidad del otro.

 

A un Dios, pues, que, para ellas, es Dios del goce.

De modo que cabría considerar la idea de que ese Dios actuara como un facilitador de su entrega.

 

Esta diosa, en cambio, ¿podría entregarse?

 

 

 

Se gusta demasiado a sí misma.

Y así, dado su cierre narcisista, a nadie puede entregarse. Pues entregarse a alguien sería tanto como reconocer su carencia, y, entonces, resultaría inevitablemente destituida de su estatuto de diosa.

 
 


Los espejos de Venus: Tiziano vs. Velázquez

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Les dije en su momento que la Venus más opuesta a la de Tiziano es la de Velázquez:

 

 

¿Ven qué extraordinaria diferencia?

La de Velázquez está confrontada a lo que la de Tiziano ignora. No hay duda de que es el espejo lo que en ambos casos inscribe esa confrontación.

 

La de Tiziano contempla su rostro -y recuerden ustedes lo que les dije del rostro como plétora visual de la Imago Primordial. La de Velázquez, en cambio, está confrontada a su sexo -y por cierto que es esa visión la que ensombrece su rostro.

 

Resulta evidente, en esa misma medida, que no es una diosa. Lo que encuentra su énfasis en el hecho de que la posición de una sea erguida, mientras que es yacente la de la otra.

 
 

El cuchillo y los espejos

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En cualquier caso, en el universo de Psycho algo hace intolerable ese goce.

 

 

 

Y, así, la puerta se abre.

 

 

 

Y una figura fantasmal emerge del fondo.

 

 

 

Se inicia entonces un travelling de aproximación sobre el mismo eje del avance de la figura que ha entrado en el cuarto de baño mientras que Marion va quedando fuera de cuadro.

 

Emerge, pues, alguien que la excluye del campo visual.

 

 

 

Alguien que la desplaza para ocupar el centro absoluto.

 

 

 

Evidentemente, nada justifica la negritud de esta figura. Su rostro, en este momento, debería estar tan iluminado como lo estaba el de Marion hace un instante.

 

 

 

Nada lo justifica salvo, claro está, su negritud esencial.

 

Encontramos en todo caso en ello un motivo suplementario para aquella luz inusual que brillaba tras la cortina y que ahora se hace visible: su blancura contrasta con el negro contraluz del rostro de la madre.

 

Y anotemos otra incongruencia del plano: Hitchcock, quien no ha cesado de introducir espejos en el film, ahora hace desaparecer uno que debería estar ahí:

 

 

¿Ven el espejo del cuarto al fondo, bajo la luz? Pues véanlo ahora desaparecer:

 

 

Una mujer, la madre, armada con un tremendo cuchillo, más intensamente negro que ella misma, dado que el foco se fija en él, de modo que resulta un punto menos definida la cabeza de su portadora.

 

Nadie duda de la absoluta relevancia de este cuchillo, pues, como les dije el último día, es el objeto definitivo del film que hace caer y desaparecer aquellos otros que, hasta aquí, habían circulado por él.

 

 

 

Como les decía, ningún otro objeto tendrá ya relevancia alguna en el film.

 

Por el contrario, será ya el único y sus reapariciones puntuarán las siguientes grandes fases del film.

 

 

 

Deslumbrante, ¿no es así?

 

 

 

Incluso parece -como sucediera con el fajo de los billetes- que fuera creciendo a lo largo del film.

 

Y, sin embargo, su inclinación seguirá siendo siempre, inexorablemente, la misma.

 

 

 

Obligado parece postular una relación entre estos dos hechos: que este objeto se imponga como definitivo frente a los dos anteriores y que su aparición excluya los espejos que acompañaron a aquellos -incluso a costa de truncar la verosimilitud que exigiría, aquí, en ese cuarto de baño, el espejo previamente mostrado.

 

Pero no hay espejo para la madre, o más exactamente ella es el espejo absoluto que excluye todos los otros, como excluye todos los otros objetos de esos dos personajes, Marion y Norman, que, a su vez, están conformados en espejo.

 

Aparecerán sin embargo, más tarde, no uno sino dos espejos de la madre,

 

 

 

pero estos ya nada tendrán que ver con Marion, ni siquiera con Norman. La suya será una relación exclusiva con Lila.

 

 

Y sería apresurado querer introducirla a Lila ahora.

Como el seminario del año pasado fue, en lo esencial, sobre Marion y el de éste lo ha sido, inevitablemente, sobre Norman, parece obligado dedicar uno más a Lila, dado que ella es, mucho más allá que Marion, al cabo derrotada, una potencia indiscutible.

 

De hecho, la única capaz de entrar en esa casa y en ese dormitorio.

 

 

 

Falo imaginario, fetichismo y seducción

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Y bien, ¿qué decir de esta imagen en la que la silueta del rostro de la madre, en un extremo contraluz que lo ennegrece absolutamente, se ve acompañada por ese tremendo cuchillo, aún más negro si cabe? -les insisto en que el foco se concentra menos en la cabeza que en ese cuchillo que se encuentra algo avanzado con respecto a ella.

 

¿Deberemos decir, siguiendo el tópico al uso, que se trata del fantasma de una madre fálica?

 

Podríamos hacerlo así, pero el asunto es qué sentido le daríamos a esa expresión. Porque con ello, por más que lo parezca, no habríamos dicho gran cosa.

 

Tengan en cuenta que el falo imaginario de la madre es una postulación común del niño cuando entra en la fase fálica y se niega a aceptar la carencia de pene en ella. Y el asunto es que esa fantasía nada tiene en sí misma de siniestra ni de psicótica -creo que saben que sostengo que lo siniestro es el color emocional de la psicosis, cosa que, por lo demás, esta película hace bien patente.

 

Por tanto, introducir aquí tal etiqueta -la de madre fálica– muy poco aporta.

 

De hecho, ese falo imaginario que se le atribuye a la madre no es tanto un objeto dotado de determinadas propiedades activas -como sin duda es el caso de este cuchillo-, sino, más bien, un brillante comodín destinado a tapar con su brillo la castración materna.

 

Pueden leer el artículo de Freud sobre el fetichismo para despejar toda duda sobre esta cuestión.

 

De hecho, buena parte del juego femenino de la seducción tiene que ver con el manejo de operadores fetichistas.

 

 

 

Recuerden el ejemplo de ello que presentaba en el seminario del año pasado.

 

 

 

Está el frasco, sin duda, pero los pendientes no actúan menos en ese sentido.

 

 

o esa mariposa, si no el vestido mismo -¿acaso no son las prendas de lencería elementos fácilmente promovibles al estatuto de fetiches?

 

 

Y con un poco más de descaro, incluso la torre Eiffel.

 

 

 

¿Y no habían reparado nunca que ese es el registro que da su sentido a la inevitable barra de los espectáculos de striptease?

 

 

 

Los zapatos, por supuesto, son fetiches canónicos.

Pero vean incluso como partes enteras de la anatomía femenina pueden ser promovidas a esa función.

 

Me detengo aquí.

Algún año de estos acabaré con Psycho y le dedicaré un seminario a la imaginería del erotismo publicitario.

 
 

El cuchillo de la madre: Mi mamá me pega

 

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Lo que me interesa hoy es tan sólo llamarles la atención sobre lo poco que avanzamos diciendo de ese cuchillo que es un falo imaginario y su portadora una madre fálica.

 

No cabe duda que es algo de una índole totalmente diferente lo que introduce ese cuchillo que blande la madre de Psycho.

 

Pues este es intensamente negro y, sobre todo, letal, aniquilante.

 

 

 

Y si brilla en ocasiones, su brillo es inequívocamente siniestro.

 

 

 

De modo que no apresuremos la conceptualización. Antes de ello, siguiendo nuestro método, deletreemos.

 

 

 

Está, por una parte, desde luego, el cuchillo, pero está también, por otra, ese rostro tan negro como el cuchillo mismo.

 

¿Qué decir de ese rostro?

Nada excepto su negritud, pues es tan extremo el contraluz que nada nos es dado ver en él.

 

Y bien, desde este punto de vista, ¿no les parece una suerte de inversión siniestra extrema de la imagen que en su momento les propuse para poder pensar la Imago Primordial?

 

 

 

Ven por cierto, también aquí, como operan las joyas, dado su brillo, en el campo de la constelación fetichista.

 

Introducen un brillo destinado a invisibilizar toda oscuridad.

 

No les extrañe esta anotación. No es que la Imago Primordial tenga algo que ver con los fetiches, sino que el brillo de los fetiches tiene por objeto rememorar el brillo de la Imago Primordial.

 

Ensayemos, pues, en esta dirección

 

 

 

¿Se trata de lo opuesto a la Imago Primordial o de su otra cara, su faz siniestra?

 

Pueden ustedes oponer el cuchillo a las joyas, pero no es ese el término mayor del contraste, aunque algo sin duda tiene que ver con ello.

 

¿De qué se trata entonces?

Precisamente de aquello que constituye el origen y el motivo del brillo de la Imago Primordial del que las joyas y otros fetiches son un eco posterior. Me refiero, claro está, a esos ojos amorosos de Grace Kelly que, sin duda, faltan en la madre de Psycho.

 

Ahora bien, faltando, ¿no encuentran en ésta su equivalente?

 

Ciertamente: esa figura negra tiene un cuchillo, y la punta de ese cuchillo se encuentra a la altura de los ojos que faltan en ese rostro.

 

¿No podríamos entonces decir que su mirada es violenta como un cuchillo? ¿No es ese el aspecto central del fantasma?

 

El fantasma de una mirada aniquilante desde el origen.

Pues ciertamente ese cuchillo apunta hacia Marion y por eso, en cierto modo, la mira.

 

¿No les parece que esa puede ser la latencia mayor de esas madres frías, rígidas, hostiles al hijo cuando se les acerca, que describe Bateson cuando habla del doble vínculo?

 

Y, por otra parte, recuerden la fecha de esta noche central del film: la noche del sábado 12 de diciembre de la muerte del padre.

 

¿No les parece entonces ésta la más convincente prueba de que en el centro de la psicosis emerge, como fórmula irreductible a cualquier otra, la de Mi mamá me pega?

 

Mi mamá me pega con su mirada; con su mirada, mi mamá me aniquila.

 

Literalmente: me despedaza.

 

 

La mirada de la diosa ataca

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Pues bien, el ataque va a comenzar.

Y recuerden que ese ataque es la prolongación de esa mirada que comenzara aquí:

 

 

 

Y proseguía así:

 

 

 

Como ven, la ducha está en el eje de esa mirada,

 

 

 

de modo que el agujero en la pared se encuentra ahí, en ese papel pintado del fondo.

 

Esa es, pues, la mirada que ataca.

Observen la inclinación del cuchillo: la suya es exactamente la misma de la diagonal trazada por el agua procedente de la ducha.

 

 

 

De modo que el agua, no menos que el cuchillo, ataca.

 

 

 

El grito es enfatizado en una cadena de tres planos cada vez más próximos sobre el eje,

 

 

que visualizan la boca como la primera abertura del cuerpo que recibe los ataques.

 

De modo que la mirada que ataca es a la vez un pecho malo, agresivo y persecutorio.

 

 

 

El montaje trabaja sobre la colisión.

Así, plano a plano, se invierten -chocan- las diagonales del agua.

 

 

 

La retícula de líneas rectas, verticales y horizontales, de los azulejos sugieren una cárcel que atrapa a ese recién recuperado cuerpo curvilíneo.

 

 

 

La agresión tiene también la forma de una expulsión del cuadro.

 

 

 

Y es una agresión dirigida también directamente contra el espectador: dado que el espectador sólo accede al mundo del film a través de su mirada, es su mirada la directamente agredida por ese cuchillo.

 

 

 

Lo que da paso a una progresiva segmentación del cuerpo de la mujer en planos fragmentarios, al modo del cine pornográfico que está a punto de eclosionar en el paisaje de Occidente.

 

 

 

Nuevo plano subjetivo que insiste en colocarnos en la posición de la víctima de la agresión.

 

De modo que todos somos agredidos por la madre.

¿No está haciendo el cineasta, con su cámara y su montaje, algo semejante a lo que Norman, identificado con la madre, hace con su cuchillo?

 

Vean qué notable percepción tuvo de ello Janet Leigh:

 

Leigh: But the scene itself was so brilliantly conceived because Mr Hitchcock brought us to this point where from then on, it became what we thought we saw, not what we saw. And he did that with his camera, with the editing, so that the audience, finally, just in this frenzy of.. Each cut was like a stab of the knife, and eventually the audience said, in their mind, “This was a knife. That was a knife,” and it was a cut. And the cut is even indicative, the word “cut,” because to them each cut was a cut.

 

 

En suma: que el montaje de Hitchcock corta el cuerpo como un cuchillo.

 

Y la inclinación del cuchillo cuando golpea es la misma del agua.

 

 

 

Pero, simultáneamente, el nuestro es también el punto de vista de la agresora.

 

El film nos sitúa en el mismo eje de acción: la madre nos mira y, simultáneamente, nosotros miramos con ella. Es decir: experimentamos, en la escena, una disociación de estructura idéntica a la que padece Norman.

 

 

 

El proceso de expulsión de Marion del centro del cuadro sigue avanzando.

 

 

 

La madre que nos agrede es deslumbrantemente oscura.

 

 

 

Y esa agresora es, a la vez, agua.

 

 

 

Pero un agua siniestra y aniquilante.

 

 

 

Padecemos su agresión, pero simultáneamente la ejercemos con ella.

 

Los ojos de la madre son como cuchillos.

 

 

 

Llegado a cierto punto, resulta imposible diferenciar el agua del cuchillo.

 

Su rostro se ha convertido en un puño letal.

 

 

 

¿Ven hasta qué punto ese cuchillo es la prolongación misma de la mirada negra de esa figura siniestra?

 

 

Es una mirada-puño, que golpea al espectador con una violencia mucho mayor de la que fue nunca capaz de conseguir Eisenstein, -quien, sin embargo, fuera el primero en teorizar el cine-puño.

 

 

Un puño que agrede a nuestra mirada, pero que se dirige también, certero, al vientre de Marion.

 

Pero entiéndanlo de modo literal: no me refiero a su sexo, sino a su vientre: no cabe, en Psycho, ninguna otra madre que ella.

 

Y, a partir de aquí, el proceso de fragmentación del cuerpo de Marion se acelera.

 

 

 

En este proceso, que prefigura, como ya les he dicho, el de la pornografía -les hablo del porno duro- ha cesado todo erotismo.

 

El cuerpo se descubre desagregado y, en esa medida, desagradable.

 

¿Vivencia del cuerpo fragmentado? ¿Desintegración esquizoparanoide? Sin duda, pero no ligada a la ausencia de la madre, sino a la manifestación más violentamente extrema de su presencia. Una madre que impone su dominio sobre el cuerpo desintegrándolo.

 

 

 

Finalmente, el vacío se impone. Se literaliza.

Y el sujeto se desmorona.

 

 

 

¿Lo han visto?

 

Me refiero al moño.

 

 

 

¿No les parece que a la luz de esta secuencia tiene algo de puño?

 

 

 

Y el contenido de ese puñetazo estriba en lo que anuncia:

 

 

 

El abandono de un ser aniquilado.

No deja de haber un cierto parecido en el modo en que la madre abandona el cuarto de baño ahora y el modo en que, hace un rato, abandonó Marion el gabinete de Norman.

 

 

 

El lazo en común es el rechazo, el abandono, como la forma más extrema de violencia en el origen.

 

 

 

La mano de Marion no tiene a donde asirse.

Pero no es, con todo, una mano dulce: tiene algo de garra.

 

Y en este mundo de garras es imposible no recordar las palabras de Norman:

 

Norman: we’re all in our private traps,

 

Norman: clamped in them, and none of us can ever get out.

 

Norman: We scratch and claw,

 

 

Pero es, en cualquier caso, la de Marion una garra aniquilada por una garra infinitamente más poderosa.

 

 

 

Y propiamente siniestra.

 

 

 

El agua ha dibujado todo el tiempo una diagonal descendiente -de arriba-izquierda a abajo-derecha- que se visualiza ahora especialmente bien sobre la retícula vertical-horizontal de los azulejos imponiendo finalmente su dirección al cuerpo de Marion en su descenso final.

 

 

 

Según su cuerpo desciende, su cabello va quedando adherido a los azulejos.

 

 

 

Y así, es esbozada la imagen de Medusa.

 

 

 

Véanla en Bernini.

 

 

 

O en Caravaggio.

Yo diría que la versión de Caravaggio es la más próxima a la imagen de Hitchcock:

 

 

 

Lo que invita a una mirada retrospectiva:

 

 

 

 

Está bella Marion ahora, pero fíjense qué siniestro puede resultar su brazo en tanto invadido por el agua.

 

 

 

La mano, de nuevo, como gesto extremo de desesperación.

 

 

 

Y una mano que solo puede agarrarse, en el momento de la muerte, a una cortina de plástico.

 

El desagradable tacto del plástico se impone aquí.

Pero hay algo más que anotar en este plano. Al moverse hacia la cortina, la mano deja a la vista, al fondo, los pechos de Marion.

 

Primero el izquierdo, luego ambos. Y luego, al cerrarse tensamente sobre la cortina, cubre el derecho. O lo convierte en un puño.

 

 

 

Un rostro puño, un moño puño, un pecho puño.. Es, sin duda, el de Marion, pero ello no debería impedirnos reconocer que todas las magnitudes mayores de la violencia materna son suscitadas aquí.

 

 

 

La caída final encuentra su ritmo visual y sonoro en el desprenderse de las anillas de la cortina de plástico.

 

 

 

Y el váter aparece de nuevo, ahora, como el destino de llegada -anticipando la ciénaga como el destino final.

 

El cuerpo de Marion realiza ahora, estático, la que ha sido la inclinación del cuchillo y del agua durante toda la secuencia.

 

 

 

Y la mejor confirmación de que esto es así, de que la violencia anal constituye el registro marco de la secuencia, nos lo ofrece esta notable declaración de Stefano:

 

Stefano: I must tell you there is a shot in the shower scene that was never used, that is one of the most heartbreaking shots I have ever seen, where the camera pulls all the way up, and we look down on the girl lying across the tub, and her bottom is bare, and there was objections to using that. And perhaps Hitch felt that it wasn’t really necessary anyway. There was something very tragic about seeing this beautiful figure with the life gone from it.

 

 

No contamos con ese plano, pero es fácil imaginarlo, pues sin duda es la prolongación de éste,

 

con ella derrumbada, su cabeza a los pies de la taza del váter y su trasero levantado sobre el borde de la bañera.

 

 

Y, para colmo, en una escala más próxima, pues recuerden que Stefano describe un movimiento de aproximación de la cámara desde lo alto.

 

 

 

Observen la inversión de las diagonales rectoras de cada plano, que traducen con precisión la dinámica de esa última caída.

 

Y observen, de paso, un fallo de raccord que indica, una vez más, la importancia que tenía para Hitchcock la taza del váter en esta escena: la posición de la bata en el plano anterior era tal que, en este plano habría de invisibilizar la taza.

 

 

 

De modo que su recolocación hubo de responder a la voluntad precisa de hacerla netamente visible en el plano.

 

El estatismo del cuerpo ya muerto de Marion contrasta con el dinamismo de ese agua inexorable, inflexible, que domina la secuencia y que impone su incesante movimiento

 

 

frente al quietud definitiva del cuerpo de Marion.

 

 

 

El agua arrastra y hace desaparecer su sangre por el sumidero de la ducha, en una espiral en cuyo vórtice se encuentra un agujero negro.

 

 

 

Un inmenso agujero negro que lo absorbe todo devorando los últimos restos de su figura.

 

Su forma circular participa de una serie que puntúa la escena de la ducha:

 

 

 

¿Qué hay en el comienzo de esa serie?

 

 

Ciertamente:

 

 

 

Existe pues, en el fondo de la escena, la pesadilla de ser absorbido, vaciado de toda interioridad.

 

 

 

Y, de inmediato, por encadenado,se añade una nueva forma circular a la serie: el ojo muerto, absolutamente estático, de Marion.

 

 

 

 

De modo que el film realiza una muy precisa experiencia tanto de la aniquilación por la mirada como del derrumbe de la mirada aniquilada.

 

 

 

Y allí, en ese ojo vacío, la espiral centrípeta que concluía en el agujero del desagüe se convierte en una espiral esta vez centrífuga

 


 

 

Un rostro pálido, absolutamente estático, muerto.

 

 

 

Frente al movimiento incesante del agua mortífera de la ducha.

 

 

 

Y el váter, todavía, otra vez.

 

 

 

La cámara atraviesa la puerta en busca del periódico que contiene los 39.300 dólares.

 

 

 

Pero la atención centrada sobre ese periódico que contiene el dinero robado distrae nuestra mirada de un hecho tan incongruente como relevante.

 

¿Saben a qué me refiero?

 

 

 

La pregunta es obligada: ¿quién ha yacido en esa cama que ahora está abierta y desordenada?

 

 

 

¿Qué ha sucedido en ella?

Por lo demás, el cambio de iluminación sobre esa cama es total.

 

Dada la íntima relación que existe entre Psycho y The Birds, yo diría que esta imagen tiene algo que ver con ésta otra:

 

 

 

Quizás piensen que en la cama del motel de Psycho no hay ningún ave.. pero les recuerdo que ésta se encuentra justo sobre su cabecero:

 

 

 

De modo que el ave, en cierto modo, está ya ahí, digamos que suspendida en lo alto de esa cama.

 

Es cierto que hay una notable diferencia de ángulo entre uno y otro plano, pero no es menos cierto que esa diferencia se va a corregir, sólo que por montaje interno en un caso –Psycho– y por montaje externo en el otro –The Birds.

 

 

 

 

Recuerden que, después de todo, hoy es sábado 12 de diciembre.

 

Las dos escenas se producen, aproximadamente, a la misma altura de cada film.

 

En ambas hay un cadáver,

 

 

y en ambas, antes o después,

 

 

hay un personaje que descubre ese cadáver con espanto.

 

 

 

Un personaje cuya angustia, ante ese descubrimiento, se manifiesta expresamente en su boca, como una imposibilidad de articulación.

 

Pero lo más notable de todo: que esos personajes que descubren el cadáver con espanto son ambos, aunque lo ignoran, los asesinos -después de todo, es de una índole bien semejante la disociación que padecen Norman Bates y Lidia Brenner.

 

 

 

Y por lo demás, ¿no hablan ambas imágenes de un hambre voraz, castradora y devoradora a la vez?

 

A Dan Fawcet, el campesino de The Birds, la madre le ha sacado los ojos. -La argumentación detenida de esta idea se encuentra en mi libro Escenas fantasmáticas.

 

Y encima de la mesilla de noche de Psycho se encuentran los 39.300 dólares que le fueron robados a Mr. Lowery, lo más parecido a un padre que existía en el mundo de Marion.

 

La cámara, luego, siempre con la misma desenvoltura, sigue su camino,

 

 

y se asoma a la ventana desde la misma posición en la que, en su momento, se colocara Marion.

 

Norman: Mother! Oh, God,

 

 

Un mórbido plano subjetivo, en suma:

 

 

 

La casa y la madre aparecen aquí como una misma cosa.

Y aunque la voz de Norman exclama God y no Goddess, en sin duda en el eje de la divinidad donde se impone esa Madre/Casa.

 

Norman: Mother! Blood! Blood!

 

 

Esa Madre/Casa cuya boca pareciera escupir a un ser diminuto..

 

 
 

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9. El doble vínculo: Venus, Susana y el psicópata

Ander Breivik, Adam Lanza y el moño de Venus

 

 

 


Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
Psycho y la Psicosis II – Norman
Sesión del 11/01/2013
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

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Block / Hitchcock: Marion y Norman

 

 

Les decía que Psycho de Hitchcock es una adaptación considerablemente fiel de Psycho de Block.

 

 

Y sin embargo la novela de Block no es una gran novela, mientras que la película de Hitchcock es una gran película. Se trata, desde luego, de una diferencia de calidad de escritura. Pero voy a tratar de mostrarles cómo la calidad de esa escritura está en relación directa con su verdad. La secuencia de la cena es, a este propósito, ejemplar.

 

 

En la novela, este diálogo se desarrolla en la cocina de la casa, mientras que Hitchcock la pone en escena en el motel, lo que le permite potenciar la resonancia mítica de la casa de la madre como un territorio inaccesible. Pero no es esto ahora lo fundamental.

La escena, en la novela, tiene básicamente los mismos elementos argumentales que la película -la mención a la disecación, la descripción por Norman de su relación con su madre, la sugerencia por parte de Mary de un posible internamiento, el rechazo violento de esa idea por parte de Norman e incluso esa frase que constituye su colofón: Todos estamos un poco locos a veces.

Pero es mucho más breve y, sobre todo, plana. Le faltan los pliegues y los matices que dan toda su intensidad y su riqueza a la escena de Hitchcock.

En Block, como en Hitchcock, el encuentro de Mary con Norman permite a ésta tomar conciencia de la locura que ha cometido, pero no hay nada de esa configuración y disposición especular de ambos personajes que es el motor, en la escena del film, de sus efectos más inquietantes.

Mary y Norman no se parecen nada. Y aunque la novela cuenta que la soltería prolongada de Mary se debe a haber tenido que dedicar demasiado tiempo a cuidar de su madre, nada hace que esa madre posea, en la novela, la intensidad que -aunque de modo latente, nunca explícito- posee en la película.

Lo que pasa, desde luego, por aquella mención de Sam al retrato de la madre de Marion presidiendo su comida, pero sobre todo por los matices de la puesta en escena de la escucha que Marion dedica a las palabras de Norman.

Y nada hay, en la novela, del extraño atractivo que el Norman de Hitchcock posee para Marion -y para el espectador.

Nada, tampoco, de su toma de la iniciativa en el diálogo, cuando le devuelve la pelota a Marion interrogándola por su propia conducta.

 

Norman: You’ve never had an empty moment

Norman: in your entire life, have you?

Marion: Only my share

Norman: Where are you

Norman: going?

 

Toda una serie de cambios aparentemente mínimos pero de un efecto conjunto contundente y que se manifiestan bien en la transformación del nombre de Mary en el de Marion.

 

 

MARY NORMAN

 

Les decía, Mary no se parecen en nada a Norman, mientras que Marion se le parece extraordinariamente, hasta el punto de que el nombre del uno es un anagrama del nombre del otro:

 

MARION NORMAN

MARION NORMAN

MARION NORMAN

MARION NORMAN

 

 

Fracaso de la identidad sexual

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Podríamos decir, incluso, que ambos nombres contienen una negación en espejo que los emparenta:

 

MARI-ON NOR-MAN

MARY-NO NO-MAN

 

Y dado que Mary es el nombre más común de las mujeres, podríamos decir que es la diferencia sexual misma la que se niega en ambos, notable manera por la que deviene escrito en el film ese fracaso de la adquisición de la identidad sexual que caracteriza a la psicosis.

Lo que, por lo demás, sólo vendría a confirmar algo que ya hemos establecido:

 

MARI-ON NOR-MAN

MARY-NO NO-MAN

 

Sabes ustedes que el falo es el operador por cuya dialéctica se escribe la diferencia sexual en términos de tener y no tener.

Pues bien: Marion comparece como no-Mary, no-mujer, en tanto tiene eso que ha robado, mientras que Norman comparece como no-Man en tanto la materna jarra de leche ocupa el lugar de lo que no tiene, pues, aunque tiene pene, este no es capaz de la erección que lo elevaría al estatuto del falo.

Por lo demás, lo recuerdan ustedes, ambos personajes se desdoblan en espejo tanto como se desdoblan el uno en el otro: desdoblamiento por el que se anota su común impostura en el campo de la diferencia sexual.

No es inconveniente anotarlo ahora que esta dialéctica de los objetos equivocados -el bolso-periódico-sobre-dinero, la jarra de leche- van a ser barridos por uno tercero que va a imponerse como el único:

 

 

No hay duda de que ese tercer objeto, el cuchillo de la madre, zanja la cuestión: desplaza a cualquier otro objeto tanto como aniquila a sus portadores.

Falta también en la novela de Block, por más que en ella Norman invite a cenar a Mary en la cocina y él casi no coma nada mientras ella lo hace, esa presencia porosa y constante de la comida que en el film de Hitchcock lo impregna todo como el peor de los venenos.

 

Norman: I guess it’s nothing to talk about while you’re eating.

 

Pues, para Block, la comida no es más que un motivo para el encuentro de ambos, mientras que, para Hitchcock, es un elemento experiencial central.

¿Cómo podría no serlo en la escena que prepara un acto que va a concluir a los pies de la taza del váter?

 

 

Y con la comida, falta igualmente ese su correlato esencial que son los pájaros, esos animales que la dotan -a la comida- de toda su potencia animada y persecutoria.

 

Norman: Anyway,

 

 

Doble vínculo

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Y falta, desde luego, esa imponente presencia visual de la mujer en forma, simultáneamente, de Diosa inaccesible -Venus- y de víctima propiciatoria -Susana.

 

Norman: it was just too great a loss for her. She had nothing left.

 

Por cierto, ¿cómo encajar estas palabras de Norman sobre una madre que de pronto parece como del todo desposeída? –ella no tenía nada.

El tema tiene su relevancia, pues la oscilación entre la mujer omnipotente y la mujer desvalida constituye el motivo visual de la imagen. Recuerden: a un lado la Venus colmada de sí misma en el espejo; al otro, Susana, víctima de los ancianos.

Y si recuerdan como prosigue la historia de Susana se darán cuenta de hasta qué punto es de ello de lo que se trata.

Susana se negó a satisfacer los deseos de los ancianos. Y estos, jueces influyentes, para vengarse, la denunciaron por adulterio. Lo que da paso a un juicio en el que se oyen los lamentos de Susana, víctima inocente -e impotente- de las acusaciones de la que es objeto. Sólo la salvará el profeta Daniel con su intervención en el último momento, pero eso ya no nos interesa aquí, pues aquí nadie salvará a Marion.

O, si prefieren, nos interesa por oposición: pues eso que aquí no hay, allí es la actuación de un profeta del Dios patriarcal.

Tómense un poco de tiempo en leer la siguiente cita de Bateson que les presento en pantalla y que muestra con gran claridad los rasgos mayores de la situación comunicativa de doble vínculo que, tal es su hipótesis central, sería la causa de la esquizofrenia -y tengan en cuenta que Bateson utiliza este concepto en un sentido en exceso amplio, abarcando patologías hebefrénicas como catatónicas y paranoicas.

 

«El análisis de un incidente que tuvo lugar entre un paciente esquizofrénico y su madre ilustra la situación de doble vínculo. Un hombre joven, que se había recuperado bastante bien de un episodio esquizofrénico agudo, fue visitado en el hospital por su madre. Al verla, sintió alegría y, movido por un impulso, tendió los brazos y la abrazó; ella se atiesó inmediatamente. Entonces el joven retiró los brazos y ella le preguntó: ¿Ya no me quieres más?, entonces él se sonrojó y ella dijo: Querido, no deberías avergonzarte tan fácilmente y temer tus propios sentimientos. El paciente fue incapaz de permanecer junto a ella más de unos pocos minutos, y no bien se marchó atacó a uno de los enfermeros y fue encerrado en la celda de confinamiento. […]

«1) La reacción de la madre al no aceptar el gesto afectuoso de su hijo es magistralmente cubierta por el reproche que ella le hace de retraerse, y el paciente niega su percepción de la situación aceptando ese reproche.

«2) El enunciado: Tú ya no me quieres, formulado en este contexto, parece llevar implícito lo siguiente: a) Yo soy alguien que merece ser querido. b) Tú deberías quererme, y si no lo haces, eres malo o cometes una falta. c) Aunque me quisiste antes, ya no me quieres más, y de esta manera el eje se desplaza desde el hecho de que el paciente expresara su afecto hacia su incapacidad de ser afectuoso. […] d) Lo que tú expresaste hace un momento no era afecto, y para poder aceptar este enunciado el paciente tiene que negar lo que ella y la cultura le han enseñado acerca de las maneras como se expresa el afecto. […] . En este punto experimenta los fenómenos de pérdida de apoyo, y se ve llevado a dudar sobre la confiabilidad de su experiencia pasada.

«3) El enunciado: No deberías avergonzarte tan fácilmente y temer tus sentimientos parece implicar: a) Tú no eres como yo y eres diferente de otras personas agradables o normales, porque nosotros expresamos nuestros sentimientos. b) Los sentimientos que expresas están muy bien; lo único que sucede es que tú no puedes aceptarlos. Sin embargo, si el atiesamiento de ella hubiera indicado: Estos son sentimientos inaceptables, entonces lo que se le está diciendo ahora al muchacho es que no debe sentirse molesto por sentimientos inaceptables. Como él tiene una larga práctica en qué es lo aceptable y lo que no lo es tanto, para ella y para la sociedad, entra nuevamente en conflicto con el pasado. Si no teme sus propios sentimientos (lo cual, según la madre, es bueno), no debe temer su afecto, y entonces advertirá que la que tuvo miedo fue ella, pero no debe advertirlo, porque la manera como ella enfoca la situación tiene por fin encubrir esa deficiencia existente en ella.

«El dilema irresoluble se convierte, pues, en lo siguiente: Si quiero mantener mi vínculo con mi madre, no debo mostrarle que la quiero; pero si yo no le muestro que la quiero, entonces la perderé

[Bateson: Hacia una teoría de la esquizofrenia (1956)]

 

Como han podido ver, la situación de doble vínculo -aunque quizás fuera mejor traducir double bind por doble lazo, dado que se trata de un poderoso lazo al que la víctima que lo padece es incapaz de escapar- es a su vez el efecto de determinado discurso de la madre que se despliega simultáneamente y de manera contradictoria en el plano verbal y en el no verbal.

En el plano no verbal, la madre manifiesta rechazo hacia el hijo mientras que en el plano verbal le manifiesta su amor y le recrimina no ser amada por él.

Situación que no sólo coloca al hijo en una posición afectiva imposible -pues si manifiesta afecto hacia ella es rechazado y si no lo hace es culpabilizado-, sino que mina profundamente su asiento en la realidad, desde el momento en que las palabras y las percepciones se manifiestan no homogéneas y divergentes.

Pues bien, ¿no les parece que la contradicción irresoluble que habita ese discurso de la madre devuelve dos figuraciones opuestas de ella misma?

 

 

Por una parte, una madre omnipotente que nada necesita y que todo rechaza -la Venus del espejo en su cierre narcisista, tanto más deseada cuanto más vuelve la espalda para ensimismarse en su propio espejo-, por otra una desvalida que nada tiene y todo demanda -la Susana injuriada por los ancianos- tanto más compadecible cuanto más indefensa.

En el artículo de Bateson que les he citado se hace alusión a otro caso, esta vez el de una joven esquizofrénica, que nos devuelve la pincelada que nos falta para redondear el cuadro de Norman.

Se trata de una muchacha que resumía su propio caso con el más sintético y preciso de los enunciados:

Mamá tuvo que casarse, y ahora aquí estoy yo.

 

«Mamá tuvo que casarse, y ahora aquí estoy yo. Este enunciado significó para el terapeuta que:

«1) La paciente era producto de un embarazo ilegítimo.

«2) Este hecho guardaba relación con su psicosis actual (a juicio de la paciente).

«3) Aquí se refería al consultorio del psiquiatra y a la presencia de la paciente sobre la Tierra, por la cual debía estar eternamente en deuda con su madre, especialmente porque ésta había pecado y sufrido para traerla a ella al mundo.

«4) Tuvo que casarse se refería a que la madre tuvo que casarse a punta de revólver, y a la respuesta de la madre a la presión para que se casase, y la recíproca, que ella estaba resentida por el carácter forzado de la situación y culpaba por ello a la paciente.»

 

Una madre que no sólo proclama su desvalimiento, sino que culpabiliza por una u otra vía al hijo del mismo. Una que rechaza a su hijo culpándole de sus propios infortunios, pero que a la vez se niega y niega ese rechazo con la sobresignificación de un amor que no siente y lo hace, además, reclamando en pago un amor que no puede soportar y por eso rechaza.

Una madre que mitifica su pasado y se mitifica así misma en él:

 

«La madre pensaba que de muchacha había sido muy atractiva y sentía que la hija se parecía bastante a ella, aunque, por la manera como la rebajaba con sus elogios carentes de convicción, era obvio que pensaba que su hija era incuestionablemente inferior. Uno de los primeros actos de la hija durante un episodio psicótico fue anunciar a su madre que iba a cortarse todo el cabello. Comenzó a hacerlo mientras que la madre le rogaba que se detuviera. Posteriormente, la madre solía mostrar una fotografía de ella misma cuando era pequeña y explicaba a todo el mundo cómo sería el aspecto de la paciente con sólo que hubiera tenido su propio y hermoso cabello.»

 

 

Una madre, en suma, que alimenta en el hijo la ensoñación de la Imago Primordial tanto como le culpabiliza de su pérdida.

 

 

Crónica de una fijación; fría, rubia, con moño

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Y bien, ¿qué mejor representación de la omnipotencia narcisista de la Imago Primordial que la que nos ofrece el film a través de la Venus del Espejo de Tiziano?

 

 

Como les decía el otro día, no tanto manipulo las imágenes como intento restituir la experiencia misma del rodaje.

Pues si Hitchcock decidió por buenos motivos rodar en blanco y negro, no es menos cierto que durante el rodaje había ahí una reproducción de la Venus de Tiziano a todo color.

Y por cierto: ya oyeron a la hija de Hitchcock explicar el motivo de rodar en blanco y negro: en color, el rojo de la sangre lo inundaría todo.

Ahí tienen ese rojo que baña la cadera de la diosa. Imposible, por tanto, conceder una importancia excesiva a este cuadro.

En cierto modo, constituye la plétora de cierto prototipo femenino que recorre la entera filmografía hitchcockiana: el de una mujer tan hermosa como fría e inalcanzable, la mayor parte de las veces rubia y con moño.

 

 

Una presencia fantasmática que, como les digo, retorna una y otra vez, como es lo propio en tales presencias.

Ya les sugerí en su momento que la fijación en el moño de la mujer puede ser el efecto de una relación con la madre marcada por el rechazo, la frialdad y la distancia. Pues es su nuca lo que da a ver cuando vuelve la espalda -y el moño, con su tejido hermetismo, expresa bien su contención, si no su rigidez en el plano de los afectos.

 

 

Por ejemplo en Notorius.

Por cierto que Ingrid Bergman fue una de esas actrices de las que estuvo enamorado el cineasta.

 

Y fíjense en este otro moño. Es el de Alida Vali en The Paradine case.

 

 

Su bella protagonista ha asesinado a su marido y tiene fascinado a su abogado quien, convencido de su inocencia, trata de salvarla de la pena de muerte.

 

 

Deberán reconocerme que pertenece al mismo modelo de belleza femenina que la de la Venus de Tiziano.

 

 

Y ahora Grace Kelly.

De ella también estuvo enamorado el cineasta.

Aunque todavía no lleva moño aquí –Dial M for Murder– está sin duda en la gama estilística y cromática de la Venus.

 

 

Como en The Rear Window.

 

 

Donde será investida por el moño Hitchcockiano.

 

 

De modo que su elegancia así configurada la aproximará un paso más a la Venus.

 

 

Y luego ya saben ustedes, Vertigo.

Donde el moño se hace más elaborado.

 

 

Y donde cromática y lumínicamente se da un paso más hacia la Venus tizianesca.

 

 

Y llegamos a The Birds.

 

Tippy Hedren fue, como ustedes saben, la última actriz de la que se enamoró el cineasta.

 

Ha desaparecido ya la dulzura de Ingrid Bergman o Grace Kelly, a la vez que ha aumentado la frialdad y la dureza.

El último paso en ese proceso que es simultáneamente de aproximación a la Venus y de aumento de la frialdad, incluso de la ira, de la figura femenina, es Marnie.

 

 

Su moño es también el más tortuoso.

 

 

Imagino que no pensarán objetarme que ni Marion ni Lila llevan moño.

Porque en Psycho el moño está reservado a la madre.

 

 

 

El doble vínculo: Venus y Susana

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Les decía: ¿cómo no tomar en serio este cuadro de Venus si es el auténtico, por oposición al otro, al cuadro falso de Susana?

Ahora bien, ¿se dan cuenta de la relevancia que esta oposición encuentra -la del cuadro auténtico frente al falso -la de la verdad de Venus frente a la falsedad de Susana-, desde el punto de vista del discurso de doble lazo que apresa a Norman?

Pues, ciertamente, la verdad está en el rechazo no verbal de la madre que es contradicho por la falsedad de sus palabras que proclaman y demandan amor.

Es, en cualquier caso, el discurso de doble lazo de la madre uno que señala al hijo como culpable de su caída, a la vez que como un ser inútil que de muy poco le sirve y que le ocasiona todo tipo de trabajos y sinsabores.

 

Marion: Except you.

Norman: Well, a son is a poor substitute for a lover.

 

Y así el doble vínculo enloquecedor

 

no te quiero / ¿por qué no me quieres con lo que yo te quiero?

pruébame tu amor / no me molestes

no te quiero / ¿por qué no me quieres con lo que yo te quiero?

pruébame tu amor / no me molestes

 

alcanza un descomunal giro de tuerca netamente incestuoso:

repara tu culpa, colma mi carencia / eres demasiado poco para reparar nada,
nada tienes para ofrecerme.

 

El doble vínculo, entonces, es la trampa que atrapa tanto a Norman como a Marion:

 

Norman: l think that

Norman: we’re all in our private traps,

Norman: clamped in them, and none of us can ever get out.

Norman: We scratch and claw,

Norman: but only at the air, only at each other. And for all of it,

Norman: we never budge an inch.

Marion: Sometimes we deliberately step into those traps.

Norman: I was born in mine. I don’t mind it any more.

Norman: You understand, I don’t hate her. I hate what she’s become.

 

Esa ambivalencia se anota aquí a la perfección.

Él la ama, como a esa Diosa omnipotente que fue la Imago Primordial. Y, simultáneamente, la odia, como a esa mujer que ya no tiene nada, degradada, manoseada por hombres decrépitos y detestables, como los ancianos de Susana.

Y la odia, antes que nada, porque es mentira.

 

Norman: I hate the illness.

 

Y a la vez, como les decía, se odia a sí mismo porque se sabe -porque ella misma se lo ha dicho- la verdad que a pesar de todo hay en esa mentira: que él es la enfermedad que ha causado su caída.

 

 

Norman, Breivik, Lanza: paranoia y psicopatía

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Marion: Wouldn’t it be better if you put her

Marion: some place…

 

Desde luego, nada hay en Block de esa dimensión sagrada y sacrificial que hace de Noman el sacerdote de la Diosa y de su cómoda el altar sacrificial desde el que se dicta el sacrificio de Marion.

Marion debe morir porque, en su presencia de desvalida fugitiva, en eso que la sitúa del lado de Susana, sólo hay, desde el punto de vista de Norman, mentira.

 

Norman: You mean an institution? A madhouse?

Norman: People always call a madhouse “someplace,” don’t they? Put her in someplace.

Marion: I’m sorry.

 

Marion, ahora, está atemorizada, pero está, a la vez, fascinada.

Lo que sólo es posible reducir así: ella ve en él el espejo de su propia locura.

 

Marion: I didn’t mean it to sound uncaring.

Norman: What do you know about caring?

Norman: Have you ever seen the inside of one of those places

Norman: The laughing and the tears

Norman: the cruel eyes studying you.

Norman: My mother there?

Norman: (Chuckles) But she’s harmless.

Norman: Norman: She’s as harmless as one of those stuffed birds.

Norman: Marion: I am sorry.

 

Lo ven en el brillo entusiasmado, deslumbrado, de sus ojos.

Pero intentemos ser más precisos en la descripción de los motivos de ese deslumbramiento.

 

Norman: Marion: I only felt… It seems she’s hurting you.

Norman: Marion: l meant well.

 

Pienso que tiene que ver con la combinación entre el dolor de la madre

 

Norman: People always mean well.

 

y el odio vengador hacia los causantes de su postración.

 

Norman: They cluck their thick tongues and shake their heads and suggest, oh, so very delicately.

Se trata, resulta obligado recordarlo en los tiempos que corren, de la combinación pasional que caracteriza a los nacionalistas, esos seres desbocadamente identificados con la madre patria.

Ellos, ciertamente, no devuelven perfiles esquizofrénicos, ni psicopáticos -aunque, como veremos en seguida, la psicopatía abunda en aquellos de sus seguidores que se vuelcan hacia el terrorismo-, y no lo hacen porque resuelven su integración por la vía paranoide: toda la culpa la proyectan en el otro, en ese otro grupo que es fabulado como la otra nación, enemiga y opresora.

Por cierto, nada demuestra tan palpablemente la estructura paranoide del pensamiento nacionalista como la incapacidad de pensar que sus enemigos puedan no ser nacionalistas. Así, aquel que se le oponga será considerado siempre como agente de la nación enemiga.

Quizás les parezca que no viene a cuento hablar aquí de nacionalismo, que podría ser una de mis manías. Pero yo más bien diría que, aunque no lo es, podría ser perfectamente una manía de Norman.

 

 

Supongo que le conocen. Es Ander Breivik, el asesino de Utoya.

 

 

Recuerden que achacaba su ira contra los jóvenes socialdemócratas a su convicción de que habían traicionado a la nación.

 

 

Una patria a la que él amaba tiernamente.

 

 

Su mirada, a la vez fría, alucinada y calculadora, es sorprendentemente próxima a la de Norman.

Y más lo es su sonrisa.

Y por cierto que al igual que Norman ha asesinado a esa madre con la que se identifica, Ander irrumpió en la isla de Utoya el día en que se esperaba que la madre de la socialdemocracia noruega visitara el campamento, lo que hace pensar que quería matarla primero a ella, como hizo Adam Lanza,

 

 

quien, como saben, mató a su madre primero y luego fue al colegio donde ésta trabajaba y mató a la mayor cantidad de niños posibles.

No sabemos que fuera nacionalista, sólo que acariciaba la idea de entrar en el ejército, aunque su madre, en un ejemplo puro de discurso de doble vínculo, le explicó amorosamente que él no serviría para eso.

Reencontramos en él la sonrisa dulce a la vez que calculadora de sus colegas.

Que fuera o no nacionalista da lo mismo, como da lo mismo por lo que a Breivik se refiere -y lo mismo podríamos decir de gente como, qué se yo, de Juan Chaos.

Lo sustantivo es esto otro: que ambos quisieron matar a su madre y a esos otros niños a los que -ellos lo percibían así- ella miraba con mejores ojos que a él mismo.

No olviden, a este propósito, que la madre de Ander Breivik era militante socialdemócrata y enfermera, de modo que no es difícil imaginar que Breivik la percibía más interesada en su partido y en sus enfermos que en él mismo, como sin duda Lanza se sentía castigado por la frialdad de una madre que -pensaba él- no paraba de hablarle de sus alumnos más encantadores e inteligentes a la vez que le señalaba una y otra vez sus deficiencias.

Chicos listos los tres. Perfectos psicópatas.

Conviene, pues, diferenciarlos de los paranoicos.

Un psicópata nunca será ni dirigente ni ideólogo nacionalista, pues estos son puestos reservados a perfiles paranoides.

Pero, como es el caso de Breivik, sí podrían integrarse perfectamente en sus brazos armados, cuyos perfiles son típicamente psicopáticos.

El ejemplo más obvio: Hitler fue un paranoico ejemplar, mientras que sus SS más aventajados no eran menos refinados ejemplares de la psicopatía.

Localicemos la diferencia clínica: el paranoico se siente perseguido y, como tal, se siente víctima y motiva su victimismo en términos mesiánicos. El psicópata, en cambio, no se siente víctima ni mesías, y de hecho desprecia tanto a unos como a otros: carece tanto del síndrome persecutorio como del megalomaníaco. Ni siquiera es, como sucede a menudo con el paranoico, envidioso.

Dense cuenta que todos esos elementos -el victimismo, el mesianismo, la envidia- presuponen la existencia de un otro con el que se mantienen relaciones emocionales, por más que distorsionadas y degradadas: hay, en cualquier caso, un otro capaz de perseguirme, de odiarme, de amenazarme o de envidiarme.

Nada parecido hay en el psicópata. Su rasgo mayor es su ausencia absoluta de empatía, su vacío emocional.

No les engañe su emoción ante los padecimientos de su madre; no hay en ello empatía: pues él mismo es su madre. Él mismo se sabe, como la otra cara de esa enfermedad que encarna, que es la encarnación misma de su omnipotencia.

Veámoslo.

 

 

Jugando con ella

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Norman: Of course, I’ve suggested it myself.

 

Está jugando con ella.

 

Norman: But I hate to even think about it.

 

Se está soltando en el campo de la interpretación.

Interpreta para mejor explorar esas emociones de los otros que a él, en tanto psicópata, le resultan inaccesibles.

Qué lejos estamos del muchacho asustadizo del principio:

 

 

¿Les parecen inverosímiles acentos tan extremos en un mismo personaje?

 

Quizás, pero no son más inverosímiles que el psicópata mismo.

 

 

Pues aquel Norman estaba en el registro de las primeras fotos que conocimos de Adam Lanza.

Y sin embargo, las otras fotos que conocemos de él nos aproximan rápidamente al registro actual:

 

>

 

Cuando se conecta a su fibra psicopática, el más tímido muchacho se convierte en el más eléctrico seductor.

Por lo demás, recuérdenlo, las dos caras de Fight Club pertenecen a un mismo personaje. Detrás del inadaptado comprador de muebles de Ikea emerge Tyler Durden.

 

Norman: She needs me.

•Norman: It’s not as if she were

 

Como ven, su poder fascinador, su capacidad de jugar con las emociones de los otros y de seducirlos, dibuja el retrato perfecto del psicópata.

Y ciertamente, nos seduce.

Por cierto que esta novedad, la de la irrupción del psicópata como polo de máxima atracción, es uno de los datos más reveladores del estado actual de nuestra cultura cuyo inicio podemos cifrar, sin mayor dificultad, aquí.

 

Norman: a maniac, a raving thing.

Norman: She just goes a little mad sometimes.

Norman: We all go a little mad sometimes.

 

Si lo piensan bien, reconocerán que es ésta una frase aparentemente banal, de uso cotidiano.

Una de esas frases que se dicen como si nada, a modo de justificación de pequeñas irregularidades en la conducta de cada cual.

Pero aquí se impone, con toda densidad, en su literalidad. Pues aquí, la locura lo invade todo.

Y ello tiene que ver con esa verdad esencial que late en el personaje de Norman.

 

 

 

Norman: Haven’t you?

 

Sabe que la ha asustado con su violencia y que, ahora que ésta ha desaparecido, ella se siente agradecida y doblemente fascinada.

Pero la clave no estriba en esto, pues ello es insuficiente para explicar lo que sigue y las aparentes contradicciones que, lo señalamos el otro día, se producen en ella.

Yo diría que ella está, antes que nada, convencida, ganada para esa religión de la que Norman es sacerdote.

Si decide volver es porque de pronto ha descubierto que no tiene nada de lo que arrepentirse.

Así, va a volver a Fenix, a la ciudad y a la casa de su madre, con esa hermana suya que es, todo parece sugerirlo, su más directa heredera.

 

Norman: Yes.

Marion: Sometimes just one time can be enough.

Marion: Thank you.

 

Te tengo justo donde te quería.

 

Norman: Thank you, Norman.

 

Juego contigo, te domino, ahora vas a decirme tu auténtico nombre.

 

 

 

La potencia loca de Marion

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Marion: Norman.

 

Es cierto, pero es también cierto lo contrario.

 

Norman: Oh, you’re not

Norman: going back to your room already?

 

Y ello nos da la confirmación de lo que antes les anunciaba: que, para Norman, no existen las Susanas.

Y ciertamente, cuando ella se pone de pie, una vez que ya no tiene nada de lo que huir ni nada por lo que temblar, nada queda en ella de Susana.

Por el contrario, se descubre, inesperadamente, como un ser demasiado poderoso, demasiado enorme, demasiado inalcanzable para él.

 

 

Extraordinario plano/contraplano.

Y no sólo por la inmensa distancia que les separa en el eje vertical, sino por la notable diferencia de peso compositivo -añadan, a la oposición del picado y el contrapicado, las diferencias de magnitud absoluta del rostro de Marion frente al, ahora casi diminuto, por obra de la combinación del picado con el gran angular, de Norman.

Por cierto que Marion ocupa ahora el lugar de la Victoria alada que se encuentra en el cuadro ovalado que ella misma cubre con su cuerpo.

 

 

Y el cuervo negro, ¿la amenaza o comparece como su atributo?

Ante ella, él es casi un niño diminuto y perverso.

-Digámoslo de paso: el psicópata es, por decirlo así, el megaperverso. El perverso juega con el otro -y el otro no termina de ser él mismo, sino tan sólo una pieza de su juego. Y el psicópata, como megaperverso que es, juega con el otro hasta su absoluta aniquilación.

Para colmo, ella dice estar cansada de él:

 

Marion: I’m very tired.

 

Insuficientemente interesada en él.

 

Marion: And I have a long drive tomorrow, all the way back to Phoenix.

Norman: Really.

 

Y Norman, frente a ella, es ahora todo interpretación.

Vaya, vaya, hija de puta, voy a acabar contigo.

Pienso que se han dado cuenta que no soy dado a decir palabrotas, salvo, claro está, cuando ello resulta imprescindible.

Y ciertamente es esa palabrota compuesta la que late aquí, pues es el poder de la madre del doble vínculo lo que está en juego.

 

Marion: I stepped into a private trap back there

Marion: I’d like to go back and try to pull myself out of it

Marion: before it’s too late for me, too.

Norman: Are you sure

Norman: wouldn’t like to stay just a little while longer?

Norman: Just for talk?

Marion: Oh, I’d like to, but…

 

Pero tú no eres nadie -ya has cumplido tu papel, ya no me sirves de nada.

 

Norman: All right. Well, I’ll see you in the morning.

Norman: I’ll bring you some breakfast, all right?

 

Se dan cuenta, ¿verdad? de lo que ha sucedido en ella.

Su reconciliación con su madre, por vía de Norman, la ha instalado en lo más hondo de su locura.

En el registro mismo de esa locura que emergió en el culmen de su viaje, ya saben:

 

 

Es decir: cuando hizo mofa de todos los padres.

Una mofa que -ahora tenemos todos los elementos para sustentarlo a través de ese espejo de ella misma que es Norman- pasa por una identificación radical, propiamente psicopática, con su propia madre.

 

 

Y eso la confirma ahora en la posición de esa potencia a la que la Venus del espejo da imagen en el film y que es exactamente la de esa victoria alada que se encuentra tras ella.

 

Norman: What time?

Marion: Very early. Dawn.

 

 

Seres alucinados en un mundo loco. Y, en el eje de esa común alucinación, una doble amenaza.

La confirmación de que Marion es, para Norman, esa potencia en extremo amenazante de la que les hablo llega con su nombre.

 

Norman: All right, Miss…

Marion: Crane.

 

Dado que el suyo es el nombre de un ave: grulla.

Norman: -Crane. That’s it.

 

Les decía:

 

Good night.

 

El plano se vacía, pero no del todo: la Diosa mira, a través de su espejo, a Marion mientras se aleja.

 

 

Y luego el propio Norman prolonga y hace suya su mirada.

 

 

No pueden desatenderse los efectos de este cambio de punto de vista que nos obliga a adoptar la mirada del psicópata.

 

 

Porque es desde ese punto de vista desde el que vamos a participar en el crimen que está a punto de suceder.

Y esa, digámoslo de paso, es otra no menor novedad histórica de este film que, de un sólo golpe, nos abisma en el espectáculo postclásico. n
 

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