26. 11 y 12: las cifras de la muerte del padre

 

 

 

 

 

 

Jesús González Requena
Psicoanálisis y Análisis Textual, 2019
sesión del 2019-12-13 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2020

 

 

 

 

 

 

 

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Melanie frente a la casa de la madre

 


 

Nos detuvimos aquí, en esta desasosegante imagen de Harry.

 

Conviene prolongar algo más esa detención para constatar cómo se ubica esta imagen en la geografía de Bahía Bodega.

 

Para ello, volvamos aquí:

 


•(shop bell dings)


 

Les recuerdo que la casa de la madre se encuentra frente a la fachada y a la puerta de la tienda desde la que ahora la mira Melanie en plano subjetivo.

 

Claro está que, como establecimos el otro día, igualmente habríamos podido decir que ahí se encuentra el fantasma de la casa de la madre, dado que un plano anterior nos había permitido constatar que ahí no existía tal casa.

 


 

De modo que es en la cabeza de Melanie donde existe ese fantasma, el de la madre, del todo indiscernible de su propia casa -pues pocas relaciones metafóricas existen tan densas, tan insistentes, como la que liga a la madre con la casa de la infancia.

 






 

Este mostrador se encuentra perpendicular a esa fachada de la tienda.


 

 

Pero Melanie lo bordea

 





•Melanie: I wonder if you could tell me…

 

De modo que ahora, si se encuentra frente al tendero, se encuentra igualmente frente a la casa de la madre que se encuentra al fondo, tras él.

 


•Shopkeeper: Yeah. Just hold it a minute, please.



 

Así, su posición ahora es en lo esencial la misma que ésta:




 


 

Con la salvedad de que ahora, entre la casa de la madre y Melanie se interpone la figura del tendero/cartero.

 


 

 


Dos ejes que se cruzan

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•Melanie: The little girl’s name?

 

Y es desde tal posición como Melanie pregunta por el nombre de la niña de 11 años.

 


•Shopkeeper: The little Brenner girl?

•Melanie: Yes.


•Shopkeeper: Alice, I think.


•Shopkeeper: Harry, what’s the little Brenner girl’s name? Porque duda,

 

El tendero/cartero pregunta a Harry y, para hacerlo, se gira a su derecha.

 

Consecuentemente, siguiendo la dirección de su mirada, Melanie se gira hacia su izquierda,

 


•Harry: Lois.


 

buscando la fuente de donde procede la voz de Harry.

 


•Shopkeeper: Alice, isn’t it?

•Harry: No, it’s Lois.

 

De modo que el eje que conecta al tendero con el fondo desde el que procede la voz de Harry es perpendicular al eje que enfrenta a Melanie con la casa de la madre.

 


 

Sería bueno -¿no les parece?- que el eje de la palabra del

padre atravesara -y al hacerlo estructurara- el eje de la relación de Melanie con la madre.

 

Esto puede parecerles ahora un tanto forzado, dado que Melanie no es la hija de esa madre, y ese tendero desdoblado en Harry, si puede ser el eco, como les mostré el otro día, del padre de Hitchcock, no se ve en qué medida podría funcionar como referencia de un padre para Melanie.

 

Más tarde podré mostrarles hasta que punto esto no es forzado, sino que se deduce de manera obligada de la configuración misma del texto.

 

Pero por ahora les pido tan solo que lo acepten provisionalmente a la espera de esa confirmación ulterior.

 

Retomo el hilo.

 

Se dan cuenta de que, para que eso sea posible, para que este segundo eje, el paterno, pueda actuar con eficacia, sería necesaria la precisión, y la solvencia de esa palabra del padre.

 

Pero ya sabemos -fue la tarea del último día- que el tendero/Harry está desde siempre muerto y es desde siempre impotente, a la vez que se encuentra encerrado en el territorio de los alimentos, de modo que su palabra yerra necesariamente.

 

 


Las palabras y los alimentos

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El otro día les insistí en esta idea -que la proximidad con los alimentos conduce al fracaso de la palabra- dando por hecho que entendían su significado.

 

He pensado más tarde que quizá esa idea no les resultara tan evidente y que convendría una ulterior explicación. Vayamos con ella.

 

Por supuesto, las palabras, en el origen, aparecen asociadas al cuerpo y, por tanto, al alimento.

 

Es más, antes de ser palabras, son música del cuerpo -así se escuchan en el seno materno- y así comienzan a ser esbozadas en el balbuceo del niño que ya ha salido de él.

 

Por eso el primer dialogo, el de la madre y su bebé, es de dominancia musical y, concretamente, melódica.

 

El orden semiótico nace progresivamente a partir de ese primer diálogo. En él, los objetos comienzan a tener nombres y las mociones pulsionales comienzan a articularse por vía de las palabras: las emociones nacen así en tanto nombradas.

 

Pero esas son palabras ligadas a los objetos y, por eso, ligadas a los cuerpos. Y en buena medida orbitando -todos ellos y todas ellas- en torno al cuerpo por antonomasia, que es el cuerpo de la madre.

 

Por eso tales palabras son palabras igualmente ligadas a los alimentos, en la misma medida en que están ligadas al alimento originario, que es el cuerpo mismo de la madre.

 

Ahora bien, la posibilidad del ser, que es la posibilidad de ser separado, exige de una palabra que no aparezca ligada al cuerpo, y por tanto al alimento, sino separada de él.

 

Y no solo eso: exige una palabra propiamente separadora.

 

Les hablo del origen de la ley: ya que el núcleo de la ley es, como saben, la prohibición del objeto originario que es a la vez cuerpo y alimento.

 

De ahí que su expresión primera sea la palabra no, tanto como su expresión última habrá de ser el nombre: el nombre propio como aquel que, precisamente, nombra la diferencia del ser con respecto al cuerpo originario.

 

Por ejemplo: tú eres mamá, yo soy Juanito, enunciado que nace de ese primer no y lo lleva implícito: tú eres mamá, yo no, yo soy Juanito.

 

Son dos aspectos indisociables, pero no conviene perder de vista que es la eficacia del primero la que determina la posibilidad del segundo.

 

El ser solo nace a partir del no que lo separa del cuerpo originario. Por eso la eficacia del nombre -la solidez con la que uno se ancla en su propio nombre- procede del corte que ese no produce.

 

Ciertamente, no es una de las primeras palabras que aprende el niño y con la que afirma su emergente yo recortándose de aquello que niega.

 

La más elemental observación nos muestra que uno de los primeros lugares en los que el niño ejercita ese no es en relación con el alimento, cuando quiere detener su llegada.

 

Es, en este sentido, el reverso directo de otra de las primeras palabras que aprende, que es la palabra más.

 

Ambas conforman esa dialéctica primaria que es la de Más alimento, y no más alimento.

 

A partir de ella se establece progresivamente una posición por la que el yo se afirma desposeyendo al alimento de la posición de mando que invade y coloniza el cuerpo.

 

Es decir: frente a ese alimento potencialmente invasor, el yo se afirma gobernando su acceso.

 

Como todas las otras palabras, la palabra no es aprendida de aquellos que se la dirigen al niño.

 

Por supuesto, en primer lugar, de la madre.

 

Pero quisiera que se dieran cuenta de la dificultad que supone que ese corte esencial que determina el acceso al orden simbólico proceda de la madre.

 

Pues ella es el cuerpo originario y, en esa misma medida, el alimento originario, lo que limita seriamente su poder separador a la vez que amenaza con dejar al niño encerrado en una relación de doble vínculo: dado que se instaura una relación en la que el objeto amado a la vez se ofrece y se niega.

 

Y bien, es de esa índole la contaminación alimenticia que invade la imagen de Harry y la que hace, aquí, fracasar el eje del padre.

 

Así, en lo que sigue, bien pronto, Melanie atravesará ese eje que se muestra irrelevante para avanzar directamente hacia la madre.

 

Pero antes -en este momento estamos- lo intenta: intenta que sea el padre el que dé nombre a esa niña de 11 años.

 

 


La pregunta por el nombre de una niña de 11

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•Shopkeeper: It’s Alice.



•Melanie: Are you sure?

 

Como les decía, Melanie es ahora todo oidos.

 

Reclama de él, del que ocupa el lugar del padre, una palabra limpia, del todo separada del alimento.

 

Y diríase que todo su deseo estuviera puesto en ella.

 

La intensidad de ese deseo, les dije en su momento, quedaba anotada no solo por su expresivo rostro, sino también por la pregnancia de la metáfora constituida por esas grandes caracolas, tan eróticamente receptivas, que se encuentran tras ella, a la altura misma de sus oídos.

 

Como si toda su feminidad se movilizara en esa actitud receptiva ante el nombre que desea recibir.

 

Y conviene añadir que ningún alimento se encuentra ahora presente en el plano: además de las caracolas, solo hay telas y ropas femeninas en torno a Melanie.

 

¿Hasta dónde alcanza eso?

 

Quiero decir: ¿Hasta dónde alcanza ese deseo del todo femenino de Melanie?

 

Es hora de abordar la pregunta que les dejé planteada el último día: ¿por qué es tan intenso el deseo de Melanie de conocer el nombre de la niña de once años?

 

O dicho en otros términos: ¿cómo se sitúa el nombre de Cathy en el trayecto del deseo de Melanie? Pues, la intensidad con la que se manifiesta su deseo de saberlo -el anhelo con el que lo aguarda- indica que se trata de algo más esencial que de redondear la coartada de la que quiere valerse para proseguir su juego de seducción con Mitch.

 

¿No podría entonces tratarse de algo que funcionaría como su precondición? Quiero decir, la precondición de su natural entrada en el juego del galanteo.

 


•Shopkeeper: Well, I’m not positive, if that’s what you mean.


•Melanie: I need her exact name, you see.

 

Como ven, reclama el nombre exacto de la niña.

 

Y, como acaban de escuchar, lo hace con una especial dulzura en su voz. Esa dulzura, junto a la ausencia del menor rasgo de altivez esta vez en su rostro y a la presencia de esas grandes caracolas, tan femeninamente receptivas, solo puede ser situada en el contexto del carácter regresivo del viaje que Melanie ha iniciado.

 

Quiero decir: en el de una identificación con esa niña de la que sabe que tiene 11 años -como ella misma, cuando fue abandonada por su madre.

 

 


La escena de la colina -Evan Hunter, 11

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Esto que les digo ahora puede parecerles descabellado.

 

Igualmente descabellada le pareció a Evan Hunter, el propio guionista de Los pájaros la escena de la colina:

 


•Mitch: You need a mother’s care, my child.






•Melanie: Not my mother’s.


•Mitch: Oh, I’m sorry.





•Melanie: What have you got to be sorry about?



•Melanie: My mother? Don’t waste your time.


•Melanie: She ditched us when I was 11 and ran off with some hotel man in the east.


•Melanie: You know what a mother’s love is?


•Mitch: Yes, I do.


•Melanie: You mean it’s better to be ditched?



•Mitch: No. I think it’s better to be loved. Don’t you ever see her?




•Melanie: (voice breaking) I don’t know where she is.




•Melanie: Well, maybe I ought to go join the other children.

 

Conviene que sepan que Evan Hunter se quedó pasmado cuando se enteró por Rod Taylor, el actor que interpreta a Mitch, quien a su vez estaba igualmente incómodo, de que esta escena que él no había escrito y de la que nada sabía había sido incorporada a su guion.

 

«-(…) la vamos a rodar esta mañana -dijo (Rod Taylor).

«Será sobre mi cadáver, pensé yo, y me fui a buscar a Hitch.

«(…) Le dije que no sabía quién la había escrito, pero que era un inepto y que carecía por completo de oficio, que ni una sola de sus frases era la consecuencia lógica de la anterior, que cualquier estudiante de cine de UCLA de primer curso podría escribir una escena mejor que aquélla y que me resultaría tremendamente embarazoso que apareciera en un película en la que yo constaba como guionista.

«Hitch me dedicó su mirada sin expresión. Luego dijo:

«-¿Vas a confiar en mí o en un actorzuelo de mierda?

«Rodaron la secuencia aquella mañana.

«Está en la película.

«Más tarde me enteré de que la había escrito el mismo Hitch.

[Evan Hunter: (1997), Hitch y yo (Me and Hitch), p. 88-89]

 

Es realmente notable, que el guionista de Los pájaros no entienda nada de una de sus escenas.

 

Digámoslo simplificando: que no se entere de nada.

 

Y no sólo de esta escena sino, en lo esencial, de la película entera, como se constata de inmediato cuando se lee el libro del que procede esta cita.

 

Su enfado con Hitchcock, esa patente herida narcisista que exhibe el título original de su libro, Me and Hitch -en vez de Hitch and Me, como hubiera podido esperarse-, es el resultado evidente de haberse descubierto usado como una herramienta en lo esencial ciega en manos del cineasta.

 

Encontramos en ello, por lo demás, la manifestación de una pauta constante en el modo de trabajo de Hitchcock. Podemos formularla así: Hitchcock no escribía sus guiones -el mismo se sabía torpe para esa tarea-, pero hacía que sus guionistas le escribieran sus guiones. Y que lo hicieran exactamente.

 

Yo diría en todo caso que el ego de Evan Hunter era mayor que su sensibilidad fílmica.

 

Pues debería haber sido capaz de oír la estrecha relación entre este gesto de escucha atenta,

 


•Melanie: Are you sure?

 

anhelante…

 


•Melanie: I need her exact name, you see.

 

Y esta voz:

 



•Melanie: (voice breaking) I don’t know where she is.

 

¿Voz desgarrada? ¿Voz que se quiebra? En cualquier caso, el acento debe ser puesto en lo que emerge de esa quiebra. Y eso es, ciertamente, la voz de una niña de 11 años.

 

Melanie perdió a su madre entonces –She ditched us when I was 11 and ran off with some hotel man in the east-, cuando ella misma tenía 11 años, de modo que algo en ella misma ha quedado fijado en esa edad, y por eso ha seguido desde entonces buscándola.

 



•Melanie: (voice breaking) I don’t know where she is.

 

Y así corre hacia ella allí donde su fantasma ha cristalizado:

 


 

¿Me dirán que la que está allí no es su madre sino la madre de Mitch? Pero si me dicen eso es que no han entendido todavía lo propio de los procesos transferenciales, que se caracterizan precisamente por poner algo, cierto elemento fantasmático, allí donde no está:


 



 

Pues ciertamente no está allí.

 


 

Sino en el interior de la cabeza de Melanie.

 

 


Psycho y The Birds: dos viajes

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Pero hay algo más que decir de esa cifra, 11, que marca la pérdida de la madre de Melanie, tanto como el cumpleaños de una niña que va a ser atacada por los pájaros.

 

Y se trata de una resonancia que alcanza a Los pájaros procedente de Psycho:







 

Phoenix, Arizona.

 

Como ven, el Ave Fénix se muestra dispuesta a renacer de sus cenizas en esa zona árida que es Arizona.

 

En la esquina superior izquierda pueden ver el primer pájaro de Psycho.

 

Y atiendan a lo que sigue de inmediato:

 



 

Aquí la tienen, la cifra 11.

 

Viernes 11 de diciembre.

 

¿Por qué una fecha tan precisa? Nada vendrá a justificarla en toda la narración que sigue. Y, por lo demás, tal fecha no aparece en la novela del mismo título de Robert Bloch de la que parte el guion.

 

Volveremos pronto a ella.

 

Pero antes, detengámonos en repasar los eslabones que conducen de Psycho a Los pájaros.

 




 

¿Se dan cuenta de que las dos películas comienzan poco antes de que den las 3 de la tarde?

 


•Melanie: Oh, but you said 3:00.

 

 

Y ya saben que las protagonistas de ambos films se ponen en viaje en seguida.

 



 

Marion esa misma tarde y Melanie a la mañana siguiente, pero, dado que Marion pasa la primera noche en el coche, ambas llegan al día siguiente a los pueblos a los que viajan, es decir, el sábado 12 de diciembre, al menos por lo que Psycho se refiere.

 

Como ya les señalé, ambas viajan llevando consigo un objeto impropio,



 

que las vuelve escandalosas a la vez que expresa con toda nitidez su deseo.

 

Pues el dinero de Marion es el de una dote, y los pajaritos lo son del amor.

 

Ese día, cada una de ellas pasa por una tienda

 



 

en que es observada con la misma extrañeza

 



 

por sus respectivos vendedores o tenderos.

 

Allí, cambian de vehículo y prosiguen su viaje

 



 



 

Atraviesan el mar o un mar de lluvia

 



 

 

Y, finalmente, ambas llegan a su destino, la casa de la madre:

 



 

Digo que llegan a su destino, que es muy diferente que decir que llegan a donde ellas creían que querían ir. La diferencia entre lo uno y lo otro va a protagonizar todo lo que sigue en Los pájaros hasta que se produzca el primer ataque de la gaviota.

 

A efectos de lo cual, de esa llegada a su destino, la primera, Marion,

 


 

muere y la segunda, Melanie,

 


 

es golpeada en la cabeza por una gaviota.

 

 




 

Y el agua materna rodea ambos sucesos.

 

Todo ello sucede, como les digo, al menos en Psycho, el sábado 12 de diciembre.

 

Pero podríamos decir que también es así en Los pájaros, dado que la cifra que, por desplazamiento, señala esa fecha, es la cifra 11, y esta, precisamente como fecha, está mucho más presente en Los pájaros.

 

 


La muerte del padre

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Ahora bien, el sábado 12 de diciembre es una cifra en extremo relevante en la biografía del cineasta.

 

Pues fue un sábado 12 de diciembre, el de 1914, cuando murió el padre de Hitchcock, tras esa larga enfermedad de la que les hablé el pasado día y que se prolongó durante 12 años.

 

Nada tan coherente entonces, dentro de los procesos de determinismo psíquico, como que, en el año de rodaje de Psycho, el 12 de diciembre cayera también en sábado.

 

Es pues bajo el sino de la muerte del padre que la cifra 11 se hace presente en Psycho y Los pájaros.

 

¿Qué significó para Hitchcock la muerte de su padre? En mi opinión, mucho más de lo que se piensa a primera vista.

 

Pues ya les he señalado que esa historia a través de la cual Hitchcock echaba la culpa de todo al padre -la escena de la celda en la que fue encerrado cuando tenía seis años- es un recuerdo pantalla.

 

Si han leído mi seminario sobre Psicosis conocen ya ese asunto. [Un agente de la madre , 17, Blackmail: la mujer y la policía]

 

Pero no está de más echarle un rápido vistazo de nuevo:

 

«Cuando no tendría más de seis años, hice algo que mi padre consideró que merecía ser castigado. Me enviara a la comisaría del barrio con una nota. El oficial de servicio la leyó y me encerró en una de las celdas durante cinco minutos diciendo: “Es lo que hacemos con los chicos malos”. Desde entonces, he llegado hasta donde fuera para evitar el arresto y el confinamiento.»

[Donald Spoto: (1983) Alfred Hitchcock. La cara oculta del genio, p. 299]

 

Como les dije el otro día, si recuerdan que el padre

 


 

era dueño de una tienda de comestibles mientras que la madre, la figura dominante en la familia, era hija de un policía, es fácil deducir que la versión más lógica del asunto es esta otra:

 

«Cuando no tendría más de seis años, hice algo que [mi madre consideró que] mi padre [debía] considerar que merecía ser castigado. [Mi madre convenció a mi padre para que] Me enviara a la comisaría del barrio con una nota. El oficial de servicio la leyó y me encerró en una de las celdas durante cinco minutos diciendo: «Es lo que hacemos con los chicos malos». Desde entonces, he llegado hasta donde fuera para evitar el arresto y el confinamiento.»

 

Pero ahora, desde el punto de vista de Los pájaros, me resulta obligado reparar en algo a lo que todavía no había prestado atención.

 

Se trata del hecho de que este recuerdo, a la vez verdadero y encubridor, contiene dos cifras, el seis y el cinco que, sumadas dan once.

 

 


Una madre fría

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Ahora bien, es aún más notable que esas dos mismas cifras aparezcan en el recuerdo más escalofriante de la infancia del cineasta:

 

««¿El miedo? Ha influenciado mi vida y mi carrera. Recuerdo cuando tenía cinco o seis años. Era un domingo por la noche, el único momento de la semana en el que mis padres no tenían que trabajar. Me metieron en la cama y se fueron a dar un paseo al Hyde Park” … una distancia considerable desde The High Road, Leytonstone, hay que hacer notar: al menos una hora y media en cada dirección en tranvía y tren, a principios de los 1900. “Estaban seguros de que yo iba a dormir hasta su regreso. Pero me desperté, llame, y nadie respondió. Nada excepto la noche a todo mi alrededor. Temblando, me levanté, vagué por toda la vacía y tenebrosa casa, y finalmente, llegado a la cocina, encontré un trozo de carne fría y me puse a comerla mientras me secaba las lágrimas.”»

 

 



 

Ese trozo de carne fría aparecerá pronto en el film, precisamente la noche del día 12, si es que aceptamos el calendario de Psycho, en la cena en casa de Lydia Brenner. Y su recorrido será largo y determinante, pero es todavía demasiado pronto para ocuparnos de él ahora.

 

Observen, en todo caso, que el padre resulta del todo descartable aquí, ya que todo se juega en el circuito materno: la casa vacía y la madre ausente.

 

Pues el escalofrío esencial de este recuerdo se hace especialmente patente si agotamos el poder de síntesis de la metáfora que liga la casa de la infancia con la madre. Podríamos decir entonces que de lo que se trata de una casa vacía que es una madre ausente.

 

Quiero decir: una madre físicamente presente pero emocionalmente ausente.

 

Y bien, el padre, por débil que se encontrara, mientras estuvo allí, hubo de amortiguar ese vacío y esa frialdad.

 

De ello hablará precisamente Lydia en la conversación que mantendrá con Melanie en su propio dormitorio:

 


•Lydia: When Frank died…


•Lydia: You see, he understood the children. He really understood them.


•Lydia: He had the knack of entering into their world and becoming part of them. That’s a very rare talent.


•Melanie: Yes.



•Lydia: Oh, I wish, I wish, I wish I could be like that.


•Lydia: I miss him.


 

Si la muerte de su marido se hizo tan dura para ella es sin duda porque a partir de entonces le resultó ya imposible ocultarse a sí misma esa frialdad suya que la separaba de sus hijos.

 


•Lydia: You see, he understood the children. He really understood them.


•Lydia: He had the knack of entering into their world and becoming part of them.


•Lydia: That’s a very rare talent.

 

Difícil madre la que considera una rara habilidad ser capaz de acceder al mundo afectivo de sus niños.

 

Como ven, a la luz de lo que en Psycho y Los pájaros sucede, la muerte del padre significa el encuentro con la madre a una escala nueva, que hasta entonces había permanecido amortiguada, precisamente, por la presencia del padre.

 

Por la presencia de un padre que, por lo demás, se nos descubre ahora en cierto modo materno, pues no era la figura dominante en casa y sí era, en cambio, la que prodigaba el afecto.

 

De hecho, Hitchcock recordaría con cariño años más tarde cuando, de niño, se alejaba de la casa materna acompañando a su padre en el carro de éste mientras hacía el reparto de sus mercancías.

 

De modo que la muerte del padre puede encontrar expresión en ese abandono de la madre que padeció Melanie cuando tenía 11 años.

 

Y así la enunciación hitchcockiana,

 


 

travestida de mujer, viaja anhelante al encuentro de la madre.

 

¿Que por qué ese travestismo?

 

Recuerden: porque la golosina que su madre le arrebató en navidad se la dio a su hermana.

 

Pero también como gesto propiciatorio, incluso como un exorcismo que pueda protegerle de acabar como el padre.

 


Retorno a la primera adolescencia

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•Melanie: I need her exact name, you see.


•Shopkeeper: Oh, just hold on one more minute, please.

•Shopkeeper: In that case, I’ll tell you what you do. You go straight through town till you see a little hotel on your left.

 

Un nuevo rodeo parece hacerse necesario.

 

•Shopkeeper: Then you turn right there. Now, you got that?

•Melanie: Yes.

•Shopkeeper: Near the top of the hill, you’ll see the school,

 

Ese fondo de identificación con Cathy del que les hablaba sigue impregnando la escena. Así, rodeado de alimentos y de juguetes infantiles, el tendero envía a Melanie a la escuela,

 


•Shopkeeper: and just beyond,

 

detrás de la cual vive la maestra.

 


•Shopkeeper: a little house with a red mailbox. That’s where Annie Hayworth, the schoolteacher, lives.

 

Allí tiene su casita y su buzón rojo.

 

Pueden anotar desde ahora mismo la importancia del color de ese buzón, veremos pronto hasta que punto ardientemente rojo, al que no llega nunca carta alguna.

 


•Shopkeeper: You ask her about the little Brenner girl.

•Melanie: Well, thank you.


•Shopkeeper: Save yourself a lot of trouble.


•Shopkeeper: Name’s Alice for sure.


 

Es evidente que hay un serio problema en este pueblo con la correspondencia.

 


•Melanie: Can I have the boat in about 20 minutes?


•Melanie: How much for the phone calls?

•Shopkeeper: Oh, it’s nothing.



•Melanie: Thank you.

 

Y vean una nueva confirmación de la idea de un retorno a la primera adolescencia: basta con atender al rostro de Melanie ahora, su cabeza con una inclinación del todo extraña a la rígidamente altiva que le conocemos, dibujando así un gesto de simpatía más propio de una colegiala.

 



 

 

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25. The Trouble with Harry

 

 

 

 

 

 

Jesús González Requena
Psicoanálisis y Análisis Textual, 2019
sesión del 2019-11-29 (3)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2020

 

 

 

 

 

 

 

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Pajaritos que contemplan un cadáver

 

Sobredeterminación, les digo.

 

Porque, además, el nombre Harry posee una muy relevante presencia en la obra cinematográfica de Alfred Hitchcock:

 


 

En los titulos de crédito de The Trouble with Harry-¿Quien mató a Harry? fue el título en España-, película estrenada en 1955, el título del film se superpone sobre cinco pajaritos, mientras un sexto parece observarles desde la derecha.

 






 

Luego aparecen dos pajaritos más.

 

Y, poco después, comienzan a multiplicarse.

 



 

Todos apuntan en la misma dirección, hacia la derecha, que es la dirección en la que se mueve la cámara.

 

Cada vez hay más, y cada vez más grandes.

 



 

De modo que todos parecen estar ahí contemplando ese cuerpo tendido cuyo pie se hace ahora visible en pantalla y que, en cuanto el relato comience, se confirmará perteneciente a un cadáver.

 






 

Es el cadáver de Harry, sin duda.

 

Pero sobre él se superpone, coincidiendo totalmente con su dibujo, el nombre de Alfred Hitchcock.

 

Allí se detiene la cámara, mostrando dos pajaritos más, los únicos que apuntan hacia la izquierda.

 

Y lo más notable: uno de ellos es verde, como los pajaritos del amor.

 

 


La peor película de Alfred Hitchcock

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Ciertamente hay un problema con Harry.

 

Harry es el nombre de un cadáver que es encontrado por un niño al comienzo del film

 






 

y que poco más tarde es a su vez encontrado por un cazador furtivo

 







 

quien cree haberle disparado por error.

 


 

Una solterona enamorada de este cazador furtivo -la película pretende ser una comedia- creerá ser también la autora de su muerte y contará que el hombre la atacó y que ella se defendió de él golpeándole con su zapato de tacón con punta metálica.

 

A partir de aquí, se van multiplicando las confusiones, de modo que el cadáver es enterrado y desenterrado varias veces en el mismo campo en el que aparece, para así intentar ocultar un pretendido crimen del que finamente se sabrá que no lo ha cometido nadie.

 

Y no piensen que en algún momento llegue a producirse un flash-back que nos muestre a Harry vivo.

 

No, Harry nunca posee, en todo el film, otro estatuto que el de cadáver.

 

Cadáver, eso sí, molesto, que crea toda una serie de problemas para quienes se topan con él.

 

Les decía que la película pretende ser una comedia. No lo logra, sin embargo. Es, en mi opinión, la peor película que hizo Hitchcock en toda su carrera.

 

La ignoraría absolutamente si no fuera porque su protagonista es un cadáver de nombre Harry y por la presencia de esa gran cantidad de pájaros en sus títulos de crédito.

 

A lo que debo añadir el asombro que me produce el que Hitchcock pudiera llegar a hacer una película tan mala. A algo tiene deberse.

 

El título español, ¿Quién mató a Harry?, una vez más, no es malo: nombra la pregunta central que recorre toda la trama.

 

Llegado el momento, averiguamos que Harry fue

 


 

el segundo marido de la madre del niño que lo encuentra.

 


 

Se lo cuenta ella misma a un pintor amigo del cazador furtivo:

 


 

 


Los tópicos de la deconstrución

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Echemos un vistazo a la escena de ese diálogo que, como verán, contiene muchos de los tópicos de la deconstrucción:

 



•Marlowe: Who’s the man up on the path?


•Jennifer: What man?


•Marlowe: You know, Harry, the dead man.

 

Harry, el muerto.

 


•Jennifer: Oh, him. That’s my husband.


•Marlowe: Your husband’s dead, then?



•Jennifer: Is your lemonade sweet enough?

 

Se dan cuenta del tono de la escena: los personajes hablan del cadáver como si no tuviera ninguna importancia, a pesar de que se trata del cadáver del marido de ella.

 

Un tono de comedia que se quiere a la vez sofisticado y agrio, pero que, ciertamente, no funciona.

 

Ahora bien, ese no funcionar, ese no ponerse en funcionamiento los mecanismos del humor, nos obliga a escuchar fríamente las palabras de los personajes.

 



•Marlowe: Seems to be.



•Jennifer: I like it tart.


•Marlowe: Harry is Arnie’s father then?



•Jennifer: No, Arnie’s father’s dead.

 

Jennifer afirma que Harry no es el padre de Arnie, su hijo. Que el padre de Arnie está muerto.

 

¿Pero acaso no está muerto Harry?

 




•Jennifer: No, Arnie’s father’s dead.


•Marlowe: So is Harry.

 

Si está muerto, entonces es Harry.

 

Aunque también puede entenderse, claro está, que Harry es el hombre muerto del camino.

 

El diálogo, en todo caso, juega con esta ambigüedad de acuerdo con la cual Harry en cierto modo podría ser el padre de Arnie. Y en todo caso, si no lo es, no por ello deja de ser su padrastro.

 

Sigue una sorprendente descripción de Harry.

 



•Jennifer: Thank goodness. He was too good to live.


 

Él era demasiado bueno para vivir.

 

Diríase que fuera lo peor que una mujer podría decir de un hombre, ¿no les parece?

 



•Marlowe: From his looks, he didn’t appear to be the kind that was “too good.”



•Jennifer: Well, he was. Horribly good.

 

Terriblemente bueno. -Asquerosamente bueno, parece sugerir el gesto de ella.

 


•Marlowe: I like your mouth, too. Especially when you say “good.”

 

El sofisticado pintor, como cualquier filósofo de la deconstrucción que se precie, reduce la bondad a un puro gesto estético.

 



•Marlowe: I’d like to hear more of your life story, if you don’t mind.


•Marlowe: You see, we don’t know quite what to do with Harry. Thought you might have some suggestions.


•Jennifer: You can stuff him, for all I care.

 

Ella dice que le trae al fresco. Y añade: Puedes disecarlo.

 

Tal es la sugerencia de ella, por lo que al cadáver de su marido se refiere. Otra vez el tema de la disecación, que hemos encontrado levemente apuntado en Los pájaros pero que alcanzaba tan notable protagonismo en Psycho.

 

También estará presente en El hombre que sabía demasiado, la película inmediatamente posterior a ésta y que -la cosa es en sí misma llamativa- Hitchcock rodará en Londres, su ciudad natal.

 

Pero no acaba ahí la sugerencia de la madre de Arnie:

 



•Jennifer: Stuff him and put him in a glass case. Only I’d suggest frosted glass.

 

Disécalo y ponlo en una caja de cristal esmerilado.

 

No enterrado sino disecado, dispuesto a la vista de todos en su caja de cristal.

 


•Marlowe: What did he do to you, besides marry you?

 

Abrevio esta escena, a todas luces demasiado larga, para ir a lo sustancial:

 


•Jennifer: It was a long time ago, and I was in love. I was too much in love.


•Marlowe: What was his name?

•Marlowe: Robert.


•Jennifer: We’d agreed to overlook each other’s families and everything and get married.


•Marlowe: Did you?


•Jennifer: Oh, yes. And then Robert got killed.

•Marlowe: Oh?


•Jennifer: I was heartbroken.


•Jennifer: for six weeks, and then I discovered little Arnie was on the way.


•Marlowe: Must have been a shock.

•Jennifer: That’s where Harry came in.

 

Entonces llegó Harry.

 

Vean que aparece como el otro, como el que no era el amado.

 



•Jennifer: Harry the handsome hero.

 

Harry el bello héroe.

 

Lo que sigue -les decía que los tópicos de la deconstrucción iban a sucederse en esta escena- es la burla del héroe.

 

 


•Jennifer: Harry the saint. Harry the good.

 

De la santidad y de la bondad.

 

•Marlowe: I didn’t catch his last name.


•Jennifer: Harry Worp.

 

En holandés, Worp significa tirar.

 

Es pues en calidad de deshecho como aparece Harry.

 



•Jennifer: Robert’s brother. His older brother.

•Marlowe: And he fell in love with you?


•Jennifer: If he’d fallen in love with me, I wouldn’t have minded.


•Jennifer: He wanted to marry me because he was Robert’s brother and felt noble.

 

Lo que se describe ahora es una ley impostada, ridícula.

 

Una suerte de mascarada de la ley.

 


•Marlowe: But you thought he was in love with you.


•Jennifer: And I decided to let him love me because of Arnie.

 

 


La impotencia de Harry

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•Jennifer: It was on my second wedding night that I learned the truth.


•Marlowe: You didn’t learn on your first?

 

Como ven, los chistes son francamente malos.

 

Lo que me hace percibirlos como un esfuerzo muy tenso del cineasta por distanciarse de algo que le afecta profundamente.

 

Les hablé uno de estos días del caso de Rebecca. Les dije que Hitchcock había quedado cautivado por una novela cuya trama se cruzaba de manera notable con su vida y que por eso quiso llevarla al cine.

 

Pero, cuando comenzó a levantar el proyecto, adoptó en su tratamiento un tono irónico y mordaz que en todo lo alejaba del melodrama original.

 

Como les dije, si Rebecca llegó a ser una de sus obras maestras que venía a anticipar en mucho los temas nucleares de la gran trilogía que nos ocupa, fue en buena medida porque O’Selznick, el productor, le prohibió ese tono y le exigió que se ciñera al argumento de la novela y a su tono melodramático.

 

Con ello, O’Selznick actuó en la práctica como un buen psicoanalista: le llamó la atención sobre las trampas que se tendía a sí mismo y, sobre todo, desmontó los mecanismos de defensa que ponía en funcionamiento frente a unos contenidos que le afectaban intensamente.

 

Unos mecanismos -la distancia, la ironía, las burla- en suma, destinados a a protegerle de esos contenidos. El fantasma primoridal

 

Pues bien, encontramos aquí, en The Trouble with Harry, esos mismos mecanismos y podemos comprender hasta qué punto O’Selznick tenía razón: de no ser interceptados hubieran hecho fracasar Rebecca como fracasó The Trouble with Harry.

 

Y, por lo mismo, la presencia de tales mecanismos aquí se convierte en una evidencia del carácter íntimamente personal de los contenidos que tratan de interceptar.

 

Por tanto, conviene que eliminemos el comentario gracioso del pintor y escuchemos la verdad de la noche de bodas.

 



•Jennifer: It was on my second wedding night that I learned the truth.

 

La verdad, ya saben, de la hora de la verdad.

 


•Jennifer: This was a terrible truth.

 

Una terrible verdad.

 


•Jennifer: The truth about Harry.

 

El verdadero problema de Harry.

 


•Marlowe: Just what happened?


•Jennifer: How old are you, Mr. Marlow?

 

Pero antes de nombrarlo, se introduce todavía una nueva deriva pretendidamente jocosa. Así, ella coquetea con el pintor.

 



•Marlowe: About thirty.

 

Y el coqueto pintor trata de quitarse años.

 


•Jennifer: This is what happened.


•Jennifer: I was in the hotel room alone.


•Jennifer: I put on my best nightie. You understand?

 

Ella estaba a la espera del acto.

 


•Marlowe: Perfectly.


•Jennifer: Although I had no true feeling for Harry,


•Jennifer: I had worked myself into a certain enthusiasm because I thought he loved me.

 

Desolada descripción de una noche de bodas.

 

Todo en ella reducido, por ambas partes, a una esforzada y hueca representación vacía de deseo.

 


•Marlowe: Must have been hard work.


•Jennifer: There was a full moon, and I sat by the window because I thought it would show off my new nightie to advantage.

•Jennifer: When does Harry come in? He doesn’t. He never came in.

 

De modo que esto era -de hecho hace mucho que lo habíamos adivinado-: Harry era impotente.

 


•Jennifer: He called the following morning.
•Marlowe: The following morning?



•Jennifer: In the hotel lobby the night before, he had bought a magazine. His horoscope was in it.


•Marlowe: Bad?


•Jennifer: It said -He was a Taurus.


•Jennifer: It said, “Don’t start any new project that day.


•Jennifer: “It could never be finished.”
•Marlowe: And what did you do?


•Jennifer: I left him on the spot and went home to Mother’s. The end.

 

Omito unos cuantos chistes malos más para saltar al día de los hechos:

 


•Jennifer: This morning there was a knock on the door.


•Jennifer: Before I opened it, I knew he was standing on the other side.


•Marlowe: What did he want?
•Jennifer: Me.

•Jennifer: He wanted me because I was his wife. He wanted me because, as he put it, he suddenly felt some basic urge. Loneliness.

 

Y así, llega Harry, confesando su soledad.

 


•Marlowe: What did you feel?

 

Y su mera presencia hace que ella se sienta enferma:

 


•Jennifer: I felt sick. Did you see his moustache and his wavy hair?


•Marlowe: When I saw him, he was dead.

•Jennifer: He looked the same when he was alive, except he was vertical.

 

Él estuvo siempre muerto, incluso cuando estaba vivo.

 


•Marlowe: So he entered. What did you say?


•Jennifer: Nothing. I hit him over the head with a milk bottle and knocked him silly.

 

 


El hijo encerrado con el cadáver del padre

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Así, Harry dejó la casa tambaleante y, más tarde, encontrándose en tan lamentable estado, debió de confundir a la solterona de la que les hablaba antes con su esposa y, tratando de llevársela consigo, recibió un segundo golpe en la cabeza, esta vez con un zapato de tacón de punta metálica.

 

Sin embargo, cuando la película está llegando a su fin, un médico que examina el cadáver declara que el motivo de la muerte fue un ataque al corazón.

 

Nadie le mató, entonces.

 

Pero no es menos cierto que dos mujeres contribuyeron notablemente a su muerte. Y no son menos notables de consideración las herramientas que utilizaron para ello.

 

La primera, una botella de leche -ya saben: el primer alimento. La segunda, algo tan inequívocamente femenino como un zapato de tacón.

 

El caso es que lo dice la madre con toda claridad:

 



•Jennifer: Harry’s been buried and dug up on and off all day long.

 

Harry ha sido enterrado y desenterrado durante todo el día.

 

Es, en suma, un cadáver del que es en extremo difícil deshacerse, uno que retorna continuamente.

 

En un momento dado, el ayudante del Sheriff se presenta en la casa de Jennifer indagando el asunto.

 

Cuando eso sucede, el grupo de protagonistas acaba de desenterrar nuevamente el cadáver que ha sido colocado desnudo en la bañera, mientras lavan sus ropas.

 

Confórmense con estos datos, porque restituirles toda la rocambolesca intriga no merece la pena. El asunto es que, justo cuando el policía se dispone a irse, entra en escena inesperadamente el hijo de la protagonista y abre la puerta del cuarto de baño:

 



•Arnie: Hey, what’s he doin’ in our


•Arnie: bathtub?




•Marlowe: That’s where frogs

 

El policía, como ven, no es el tipo más avispado del universo.

 

Pero lo que me interesa señalarles es la reacción de la madre en ese momento:

 

•Marlowe: belong.


•Jennifer: Oh!



•Jennifer: Back to bed, Arnie.


•Jennifer: Back to bed.

 

Dice al niño que vuelva a la cama, pero de hecho lo que hace es empujarle al interior del cuarto de baño en el que se encuentra el cadáver.

 

Tal es el nuevo chiste del film.

 

Tan es así que hay todavía un plano posterior que viene a insistir en tan escabroso hecho:

 


•Sheriff: State troopers will be up in the mornin’.


 

Ahí lo tienen.

 



•Sheriff: I’m gonna want ’em to have a talk with you,

 

Y todavía la cosa se repite una vez más:

 

•Sheriff: so be around.



•Jennifer: – I said back to bed.

 

 


El mandato materno

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Realmente, poca presencia tiene el niño en la intriga del relato, más allá de ser quien encuentra el cadáver, quien es encerrado en el cuarto de baño con él y… quien debe volver a encontrarlo en el campo cuando la película concluye.

 

Pues, una vez que el médico ha establecido que Harry murió de un ataque al corazón, el grupo de implicados en el asunto decide no solo volver a dejarlo donde lo encontraron por primera vez, sino hacer que sea el niño el que lo encuentre de nuevo.

 



•Marlowe: Here he comes.


•Jennifer: Go on, Arnie. Run home and tell me about it.

 

Notable -además de terrible- la orden que el niño recibe de su madre: corre y ven a decirme que has encontrado el cadáver.

 


•Captain: Don’t touch him.

•Miss Gravely: Please, Arnie, run home and tell your mother.

 

Y Miss Gravely hace de coro, ratificando el mandato materno.

 


•Marlowe: Beat it, you little creep.


 

Y el que parece destinado a convertirse en el nuevo padrastro del niño no duda en llamarle little creep, lo que los subtítulos españoles traducen por monstruito. -Otra traducción posible es la de persona repugnante.

 

De modo que la lamentable imagen que Hitchcock tenía de sí mismo -y que en los títulos de crédito iniciales fue localizada en el cadáver-, viene a localizarse ahora en ese niño.

 

•Marlowe: I mean, hurry home, son.




 

Todos suspiran aliviados.

 

La película va a terminar. Ya solo falta el chiste final.

 

Pero para que lo entiendan, deberé contarles otro fragmento del argumento. El pintor abstracto no tiene un duro, pero la tendera del pueblo tiene sus cuadros a la venta en su tienda.

Y en una ocasión pasa por allí un millonario quien, cuando los ve, se entusiasma con ellos y quiere comprarlos todos.

 

El pintor no quiere dinero. En su lugar pide al comprador que cumpla un deseo de cada uno de sus amigos. Y finalmente pide algo para sí, pero se lo dice al millonario en su oído, de modo que su contenido solo vamos a conocerlo ahora:

 


•Miss Gravely: Captain, you never told me your first name.

•Captain: Albert. What’s yours?


•Miss Gravely: Ivy.

•Albert, let’s go.


•Captain: Just a minute, ma’am. I want to ask Sam something.


•Captain: Sam, what did you ask the millionaire to bring you?


•Miss Gravely: Albert, what was it?


•Captain: A double bed.



 

Tampoco este chiste es muy bueno.

 

Pero, en todo caso, su gracia, si es que la tiene, pasa porque resuena sobre el último plano del film, que es el que sigue:

 




 

Se dan cuenta de lo excesivo, desmesurado de este plano.

 

 


Un tiempo abolido

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¿Que resulta entonces de esta fracasada película? El cadáver de un padre impotente, muerto desde siempre, y un niño atado a él, encerrado con él.

 

No menos revelador es el modo como el grupo decide que deber ser el niño el que encuentre el cadáver nuevamente, idea que, por cierto, procede de su madre:

 



•Jennifer: Wouldn’t it be nice if Arnie found him all over again?

 

Como ven, a ella le parece una bonita idea.

 



•Jennifer: Then he’d run home and tell me, and then I’d phone Calvin Wiggs.


•Marlowe: Yes! Arnie could explain quite clearly to Calvin –

•Jennifer: That he found Harry tomorrow.


•Marlowe: You mean today.

•Jennifer: But to Arnie, tomorrow is yesterday.

 

Esta rocambolesca distorsión del tiempo viene motivada por un diálogo anterior, en el que Arnie hace una de esas preguntas típicas de los niños sobre el tiempo y su expresión en las palabras:

 


•Marlowe: Perhaps I’ll come back tomorrow.


•Arnie:When’s that?


•Marlowe: Day after today.


•Arnie: That’s yesterday. Today’s tomorrow.


•Marlowe: It was?


•Arnie: When was tomorrow yesterday, Mr. Marlow?


•Marlowe: Today.


•Arnie: Oh, sure. Yesterday.


•Jennifer: You’ll never make sense out of Arnie. He’s got his own timing.


 

¿En que tiempo vive Arnie?

 

En un tiempo confuso, eternamente repetido, donde ayer, hoy y mañana se confunden sin solución posible, de la misma manera que el cadáver de Harry es enterrado y desenterrado una y otra vez, si no eternamente dispuesto, disecado, en una caja de cristal.

 

Bajo la comedia fracasada, emerge así la pesadilla del eterno retorno de lo mismo.

 

Y lo mismo es un cadáver con el que el niño se funde.

 

De hecho, han visto ustedes hasta qué punto, aunque seguramente no han reparado en ello, dado que no me detuve en la imagen para deletrearla.

 

Ello se encuentra en el comienzo mismo del film:

 






 

¿Se dan cuenta?

 

¿Se dan cuenta como el cineasta hace, con la mitad superior del cuerpo del niño y con la mitad inferior del cuerpo de Harry, un solo y único cuerpo?

 


La enfermedad del padre de Hitchcock

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Creo que es oportuno, para concluir la sesión de hoy, volver a una cita de Spoto que ya les presenté en una sesión anterior.

 

«El padre de Hitchcock, a la edad de cuarenta años, empezó a sufrir de una mala salud. Esto, añadido a la predominancia natural de las madres en los hogares del East End, el excesivo afecto con el cual rodeaba la señora Hitchcock a su hijo menor, y la aparentemente contradictoria severidad de su entorno irlandés católico hizo inevitable que la madre de Alfred ocupara un puesto central en la vida del muchacho.»

[Donald Spoto: (1983) Alfred Hitchcock. La cara oculta del genio, p. 27-28]

 

Les señalé entonces el abultado error que cometía el biógrafo cuando hablaba de una madre excesivamente afectuosa.

 

Pero basta con ignorarlo para vernos obligados a percibir la relación directa de lo que aquí se dice con el lado más terrible de The Trouble with Harry.

 

El padre de Alfred Hitchcock, William Hitchcock, nació el 4 de septiembre de 1862. Y Alfred, su hijo, el trece de agosto de 1899.

 

Si la enfermedad del padre comenzó cuando este tenía 40 años, Hitchcock tenía entonces solo tres años -es decir, el tiempo típico de entrada en el Edipo.

 

Y esa enfermedad se prolongó hasta su muerte, el 12 de diciembre de 1914. Para entonces el padre contaba con solo 52 años y Hitchcock había cumplido ya los 15 años.

 

De manera que esa larga y al parecer irreversible enfermedad duró 12 años que cubrieron el periodo edípico, la fase de latencia y la primera adolescencia.

 

¿Cuándo decidió Hitchcock adaptar la novela de J. Trevor Story The Trouble with Harry? No lo sabemos con exactitud.

 

Spoto dice que la leyó en 1950, es decir, cuando Hitchcock alcanzaba los 51 años. Y la rodó en 1954, cuando alcanzó los 55.

 

De modo que es del todo plausible que esa decisión fuera tomada en esa fecha tan significativa para cualquier hombre, en la que alcanzaba la edad que tenía su padre cuando murió.

 

¿Cómo no recordar entonces los años de la enfermedad y la muerte del padre?

 

Tiempos en los que hubo de imponerse absolutamente la predominancia de la madre, quien ocupaba el puesto central de la vida del muchacho.

 

 

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24. ¿Quién es Harry?

 

 

 

 

 

 

Jesús González Requena
Psicoanálisis y Análisis Textual, 2019
sesión del 2019-11-29 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2020

 

 

 

 

 

 

 

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¿Quién es Harry?

 




 

¿Ven lo que les decía? Llegado el momento, la intensidad del olor crece considerablemente.

 

Nada lo hace tan patente como el efecto cinestésico provocado por la proximidad entre esos grandes salchichones que cuelgan delante de la nariz del tendero.

 

Y bien, ¿qué ha motivado esa intensificación? ¿Qué sino esa localización de la casa blanca de la madre que se encuentra en el centro de esta secuencia?

 

Es realmente notable hasta qué punto ese intenso olor a alimentos dificulta las comunicaciones -a fin de cuentas el tendero intenta mantener una telefónicamente.

 

Y, sobre todo, hace confundir los nombres:

 



•Melanie: I wonder if you could tell me…


•Shopkeeper: Yeah. Just hold it a minute, please.



•Melanie: The little girl’s name?

 

Melanie pregunta por el nombre de la niña.

 

El tendero escucha esa pregunta rodeado de alimentos -esos grandes salchichones- y juguetes.

 


•Shopkeeper: The little Brenner girl?


•Melanie: Yes.

•Shopkeeper: Alice, I think.

 

El tendero, dada la proximidad de los alimentos, se confunde, cree que se llama Alice, aunque reconoce no estar seguro.

 

De modo que pregunta a Harry

 



•Shopkeeper: Harry, what’s the little Brenner girl’s name?

 

ante la atenta mirada de Melanie.

 

¿Cuál es ahora la pregunta obligada? Ciertamente ésta: ¿quién es Harry?

 

 


•Harry: Lois.


 

Alguien que también se equivoca, desde luego.

 


•Shopkeeper: Alice, isn’t it?

•Harry: No, it’s Lois.

 

Y que insiste en su equivocación.

 

Pero lo más notable es que es alguien que carece de rostro. Incluso de cuerpo.

 

Salvo que identifiquemos su cuerpo con esa gran cantidad de alimentos de todo tipo que nos presenta la imagen del espacio de donde procede su voz.

 

Y atiendan al hecho de que esta vez solo hay alimentos en plano. Ni cartas ni objetos de ferretería, ni bebidas, ni juguetes…

 

Es realmente notable la ambivalencia de este plano.

 

En cierto sentido es uno de los más notables planos vacíos del film. Pero es, a la vez, un plano lleno -lleno de muchos, quizás de demasiados, alimentos.

 

Tras ellos se encuentra Harry, suponemos que en la trastienda.

 

En cualquier caso, su voz adquiere, dada la ausencia de su imagen, una especial sonoridad, ya que es una voz sin rostro la que habla aquí.

 

Ahora bien, ¿a qué les suena eso -una voz sin rostro? ¿No era de esa índole el Dios judeo-cristiano?

 

Pero, de ser así, se trataría del más peculiar de los dioses, pues su voz, es obligado anotarlo, siendo una voz que nombra -Joice- es a la vez una voz que se equivoca y, así, nombra mal. Como aquel “3C” del apartamento del vecino de Mitch, podría tratarse de una nueva señal de que algo anda mal en el campo de los símbolos.

 

En todo caso, ¿quién es este Harry que exhibe ese atributo divino -voz sin rostro, para la que no hay imagen- y que sin embargo fracasa en el acto divino por antonomasia -en nuestro entorno mitológico- que es el acto mismo de nombrar? Todo parece indicar que se trata del propio Hitchcock, autor indiscutible de sus films, divinidad soberana que reina tanto en el plató en el que rueda como en los universos de los relatos que construye.

 

Relatos, eso sí, en los que, sin embargo, las palabras no terminan nunca de encontrar su justo lugar.

 

 


La tienda de Bahia Bodega y la casa de los Hitchcock

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¿Es esto una elucubración?

 

Una vez más les responderé que no, dado el carácter sobredeterminado -utilizo ahora el concepto freudiano-, que este asombroso plano posee en el film.

 

Lean, en relación con ello, las declaraciones que Spoto recoge de Ann Todd, una de las actrices que trabajaron con Hitchcock en El caso Paradine:

 

«Ann Todd (…) fue tomada bajo el ala de Alma e invitada un fin de semana a Santa Cruz. Acompañada a una visita por la casa, se quedó atónita ante el gran aprovisionamiento de comida, bebida y artículos en general que albergaba. “Montones y montones de todo… pilas y pilas de papel higiénico, en sorprendente abundancia en armarios y alacenas. Y nosotros que acabábamos de pasar por el trauma de la Batalla de Inglaterra, en la que faltaba de todo allá en nuestra casa en Londres. Me sentí realmente impresionada por el exceso de todo, realmente de todo. Fueron muy amables conmigo y cuidaron de mí con gran cariño. ¡Pero el exceso de provisiones!”»

[Donald Spoto: (1983) Alfred Hitchcock. La cara oculta del genio, p. 299]

 

 

Como ven, Anne Todd describe lo que más le sorprendió cuando visito la casa del matrimonio Hitchcock. Y ello presenta una extraordinaria semejanza con esta tienda de Bahía Bodega: comida, bebida y artículos en general: sorprendente abundancia en armarios y alacenas, el exceso de todo,
realmente de todo.

 

Un exceso tan excesivo que todo parece indicar que llegó a resultar agobiantemente insoportable para la invitada, como lo indica ese pero que separa y confronta las amabilidades y cariño que la actriz reconoce haber recibido con el sentimiento de insoportabilidad provocado por tal exceso.

 

 


Oral, anal

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Uno de ustedes encuadró la semana pasada el recuerdo de la golosina arrebatada por la madre y entregada a la hermana como respondiendo a la intención de la madre de hacer seguir a su hijo una dieta de adelgazamiento. Les recuerdo la cita:

 

«(…) para Hitchcock, verse privado de comida era algo casi, catastrófico. A menudo contaría haber permanecido mirando, sin ser observado, mientras su madre transfería una golosina de su calcetín de Navidad al de su hermana y la reemplazaba con una simple fruta.»

[Donald Spoto: (1983) Alfred Hitchcock. La cara oculta del genio, p. 29]

 

Les decía que no, que era al revés, que en la golosina arrebatada -no dada- podía reconocerse una demanda de amor hacia la madre no satisfecha por ésta.

 

Una carencia de amor materno que buscaba ser compensada por una ingesta desmesurada de alimento, fácil desplazamiento hecho posible por la conexión originaria entre el primer alimento -la leche materna- y el erotismo oral.

 

Nada lo confirma mejor como cierto hecho que viene a desmentir la imagen que Hitchcock cultivó durante décadas de sí mismo como un exquisito gourmet:

 

«”Siempre decía que odiaba la idea de tragar la comida o la bebida, y de hecho todo parecía que lo tragara de un solo bocado o sorbo”, recordaría Herbert Coleman. Otros muchos fueron testigos de los extraños hábitos de un hombre al que quizá le gustaba más la idea de verse saciado que el acto de la ingestión, que de algún modo le parecía indelicado y le recordaba la náusea y la actividad sexual… conexiones que frecuentemente hacía a sus compañeros de mesa en los momentos más inapropiados.»

[Donald Spoto: (1983) Alfred Hitchcock. La cara oculta del genio, p. 382]

 

Esa dificultad de tragar manifiesta hasta qué punto sobre el placer del aparente gourmet pesa la tensión del síntoma: de modo que la comida se manifiesta en ello absolutamente sexualizada en términos de oralidad.

 

Y bien, el desplazamiento de la demanda de amor a la de alimento facilita una fijación en una fase anal tormentosa, de la que es fácil deducir una perversión sadomasoquista.

 

Dos de las bromas a las que Hitchcock era aficionado son buen testimonio de ello:

 

«Hitchcock tenía un juego especial de almohadones para un sofá de su casa, que utilizaba con los invitados que eran especialmente tímidos o remilgados o con unos modales muy afectados: cuando la víctima se sentaba, el almohadón emitía fuertes y desagradables ruidos, y Hitchcock adoptaba una actitud ofendida ante la aparente incapacidad del invitado de contener sus flatulencias en público.»

[Donald Spoto: (1983) Alfred Hitchcock. La cara oculta del genio, p. 123]

 

Esta primera es suave. La segunda es en cambio brutal. Y netamente sádica.

 

Hubo de padecerla un miembro del equipo de utillaje de una de sus películas:

 

«Hitchcock apostó con el hombre el sueldo de una semana a que no era capaz de pasar toda una noche encadenado a una cámara en un estudio desierto y a oscuras. El hombre aceptó de buen grado la apuesta, y al finalizar el día señalado, el propio Hitchcock le puso unas esposas y se guardó la llave en el bolsillo… no sin ofrecerle antes un generoso vaso de coñac, “lo mejor para garantizar un rápido y profundo sueño”. El hombre le dio las gracias por su atención y se bebió el coñac, y todo el mundo se marchó. Cuando llegaron al plato a la mañana siguiente, encontraron al pobre hombre furioso, llorando, agotado y humillado. Hitchcock había puesto en el coñac el laxante más fuerte que pudo encontrar, y la víctima, inevitablemente, se había manchado todos los pantalones, así como una amplia zona en torno a sus pies y la cámara.»

[Donald Spoto: (1983) Alfred Hitchcock. La cara oculta del genio, p. 124]

 

Huelgan los comentarios sobre el más que evidente componente anal del asunto y su despliegue en una escena desbocadamente sádica.

 

Pero conviene en cambio señalar la presencia de Hitchcock en la escena que aparentemente abandona. Pues la cámara permanece ahí todo el tiempo, es a ella y no a cualquier otra cosa a lo que es encadenada la víctima.

 


La tienda de comestibles del padre

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Si les hablaba de sobredeterminación es porque la cosa no acaba aquí:

 

«En una típica morada familiar -una tienda en la planta baja con la vivienda arriba-, el tercer hijo de William y Emma Hitchcock nació un domingo, el 13 de agosto de 1899.»

[Donald Spoto: (1983) Alfred Hitchcock. La cara oculta del genio, p. 23]

 

El negocio del padre de Hitchcock consistía en una tienda de comestibles, de modo que para acceder a la vivienda era necesario atravesarla:

 

«(…) cuando Alfred Joseph nació, la tienda había sido ligeramente ampliada y ocupaba la parte frontal de la vivienda de la familia; ellos vivían en la parte de atrás y encima de los cestos y las estanterías de productos, y a menos que dieran la vuelta por un callejón hasta una pequeña puerta trasera, tenían que pasar por la tienda para alcanzar la vivienda.»

[Donald Spoto: (1983) Alfred Hitchcock. La cara oculta del genio, p. 25]

 

Ven hasta qué punto la memoria de la tienda-casa familiar resuena en este plano: ellos vivían en la parte de atrás, tras los cestos y las estanterías de productos.

 

 

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23. Bahía Bodega

 

 

 

 

 

 

Jesús González Requena
Psicoanálisis y Análisis Textual, 2019
sesión del 2019-11-29 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2020

 

 

 

 

 

 

 

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De San Francisco a Bahía Bodega

 




 

Observen, tras Melanie, a sus espaldas, lugares relevantes de la geografía del drama.

 

Así, la cabina en la que ella se refugiará del ataque de los pájaros o el restaurante en el que penetrará con Mitch tras el primer ataque de la gaviota.

 

Y, justo detrás de ella, la bahía, al otro lado de la cual, como pronto nos dirá el tendero-cartero, se encuentra la casa de Lidia Brenner, que por eso debemos adivinar ahora oculta por -o en el interior de- la cabeza de Melanie.

 


 

Quien -ahí nos detuvimos el último día- avanza del todo segura de sí misma, pisando el acelerador con provocadora seguridad.

 

Porque supongo que se han dado cuenta de cómo coincide la creciente sonrisa de Melanie con el crescendo del ruido del motor:

 


 

Directa hacia esa tienda del fondo que es también la oficina local de correos.

 


 

Ciertamente es todo provocador en ella.

 

Así, ese caro y potentemente ruidoso coche descapotable que recibe la mayor luz del plano.

 


 

O ese ostentoso abrigo de visón que tanto desentona en este pequeño pueblo pesquero.

 

Por eso todos la miran, señalando con sus miradas lo extraño y escandaloso que hay en ella.

 



 

Melanie va en busca del hombre, cree viajar hacia él, pero es a la madre a la que va a encontrarse.

 

¿No les parece, a este propósito, llamativo que el viaje lo sea desde San Francisco a Bahía Bodega? Hemos interrogado ya a ese topónimo que es Bahía Bodega, pero no así al primero, San Francisco, del que hay que decir que es en extremo opuesto al otro.

 

Pues San Francisco era un santo que hablaba con lo pajaritos y, al hacerlo, los humanizaba. En suma: tendía puentes entre lo humano y lo animal. Todo lo contrario entonces a lo que aguarda en Bahía Bodega.

 

Y aún podríamos decir algo más: en San Francisco, al fondo, queda el padre de Melanie, un hombre del que lo único que sabemos es que trabaja con las palabras -a fin de cuentas es director de un periódico.

 

En Bahía Bodega, en cambio, aguarda una madre.

 

 


La segunda tienda

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Melanie se dispone a entrar…

 

¿Dónde? En una General Merchandise: una tienda en la que se vende de todo. Desde herramientas hasta comestibles.

 

De modo que es una tienda que ofrece todo ese tipo de cosas que se almacenan en las bodegas de las casas norteamericanas.

 

Y siendo todo eso, es a la vez la oficina de correos local.

 

Ya introdujimos el otro día el asunto de las cartas, del que hay que decir ahora que se encuentran sorprendentemente próximas a los alimentos.

 

Conviene, por otra parte, recordar que ésta es la segunda tienda del film.



 

En la primera -la pajarería de la gran ciudad-, tuvo lugar un primer desafío, en términos de seducción, que se saldó con la victoria de Mitch Brenner.

 

Fue él, entonces, quien tomó la iniciativa, quien supo engañarla y construir una cierta celada. Ahora, en esta segunda tienda, es Melanie Daniels quien detenta la iniciativa, y quien se dispone a preparar algo a lo que ella misma va a dar el nombre de una sorpresa.

 

Todo invita a proseguir por esta senda y poner en paralelo ambas escenas y ambas tiendas y así, a la vez, hacer patente el contraste entre ambas.

 

Pues, ciertamente, en ambas Melanie es recibida por un tendero,

 


 

mujer en la primera

 


 

y hombre en la segunda.

 

Y a ambos Melanie formula su pedido.

 

Pero antes de ver como se encadenan ambos, conviene que anotemos cuanto se diferencia

 


 

la sofisticada y elegante tienda de San Francisco

 


 

de la abarrotada tienda de Bahía Bodega, llena de los objetos más disímiles y sólo escasamente ordenados.

 

 


Una tienda de la infancia, oscura y olorosa

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Y dado que ponemos en paralelo los dos primeros fotogramas de cada una de las escenas respectivas, otra diferencia resulta palpable.

 

Cuando la cámara se ubica en el interior de la tienda de San Francisco, Melanie ya ha entrado en ella.

 

Sin embargo, en la de Bahía Bodega, la cámara se anticipa a esa entrada.

 


 

Es decir: se ubica por adelantado en su interior. Como si perteneciera a allí.

 

Destaca en primer lugar la oscuridad de esa tienda desde cuyo interior, insistamos en ello, la cámara aguarda la entrada de Melanie.

 

¿Qué podemos decir de esta tienda? ¿No les da la impresión de que posee cierto olor a cerrado, el característico de una de esas pequeñas tiendas antiguas, no muy ventiladas y cargadas de los olores entremezclados de los productos alimenticios que hay en su interior? Sin duda, la voluntad de impregnar al espectador del aroma de esta tienda es lo que hace que ese largo mostrador atiborrado de objetos se imponga entre nuestra mirada y la puerta del establecimiento por la que dentro de un instante va a entrar Melanie.

 

Veremos luego hasta que punto ese olor se intensifica. Y, cuando eso suceda, habremos de tomar nota y preguntarnos a qué se encuentra ligada esa intensificación.

 

¿Quién, de entre los espectadores del film en los tiempos de su estreno, no asociaría la imaginería de esta tienda con las pequeñas tiendas de alimentación que hubo de visitar en su infancia con su propia madre? Como les anticipaba el último día, el viaje de la gran ciudad al pequeño pueblo de pescadores comienza a conformarse también como un viaje en el tiempo: desde el presente de nuestra contemporaneidad hacia el pasado de la infancia.

 

Bahía Bodega es, desde el primer momento, el territorio de la madre.

 

Y, en esa misma medida, es esta tienda que contiene todos los elementos que un pueblerino norteamericano almacenaría en su bodega lo que se impone como primera caracterización del pueblo.

 


•(bell dings)

 

Hay desde luego algo asfixiante en esa tienda cuyos productos la cubren casi hasta su cuello.

 


 

Y ahí, entre los alimentos y las herramientas, se depositan las cartas que luego, se espera, llegan -o no- a su destino.

 

 

Palabras entonces, las de las cartas, impregnadas del olor de los alimentos. Con serias dificultades, por ello, para alcanzar su autonomía como palabras.

 


•Melanie: Good morning.


•Shopkeeper: Good morning.

 

Es el abrigo de visón lo que primero retiene la mirada sorprendida del tendero.

 


•Melanie: I wonder if you could help me.


•Shopkeeper: I’ll try my best.


 

Y luego, en seguida, ese rostro tan insólitamente maquillado para una población como esa.

 

Pero sobre lo que les llamo la atención en primer lugar es sobre la decisión del cineasta de que en este momento se haga bien patente ese maquillaje, es decir, lo que de máscara hay en él.

 

Una máscara que empieza a mostrar signos de poder descomponerse.

 



•Melanie: I’m looking for a man named Mitchell Brenner.

 

Melanie está buscando a un hombre.

 

Su nombre es -por ahora- Mitch Brenner.

 

Como ven, el pedido de Melanie sigue siendo, en lo esencial, el mismo: ese pájaro capaz de hablar que ella ahora espera encontrar en Mitch Brenner.

 


•Shopkeeper: Yeah.


•Melanie: Do you know him?

•Shopkeeper: Yeah.

 

Este tendero-cartero no carece de picardía: su carácter aparentemente reservado, de hombre de pocas palabras, encierra más bien una de las estrategias típicas del cotilla.

 

Al demorar su respuesta con su extremo laconismo, obliga a a su interlocutora a interrogarle con mayor precisión, obteniendo así de ella -y de su deseo- la mayor información posible.

 

 


Fuera de la polis

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•Melanie: Where does he live?


•Shopkeeper: Right here, Bodega Bay.


•Melanie: Yes, I know, but where?



•Shopkeeper: Right across the bay there.

 

Lo que ella busca está del otro lado de la bahía.

 

Del otro lado, del lado que no es el de la polis, por más que ésta se nos presente reducida a este pequeño pueblito.

 

En cualquier caso, recuerden que éste tiene incluso su particular senado que protagonizará el debate, en el Restaurante The Tides, Las Mareas, sobre los pájaros y sus ataques.

 

Y bien, la polis es el lugar del intercambio de mercancías y de palabras. La pregunta es: ¿Qué hay al otro lado?

 

La importancia de ello, de esa distancia espacial que impone la presencia de la bahía ahí, da su sentido a la escena que sigue.

 


•Melanie: Where?







 

Aquí, de este lado, que es el de la polis, rige la legalidad de la polis, y se expiden licencias para perros.

 

Es como si la diferencia de los dos pisos de la tienda de mascotas, que era una diferencia trazada en lo vertical, se proyectara ahora en la horizontal, marcada por el límite de la bahía.

 

Quiero decir: del lado de esta tienda, que se encuentra en el centro del pueblo, los perros, esos buenos amigos del hombre -incluso del delincuente.

 

Del otro lado, lejos del pueblo -de la polis-, la madre y los pájaros.

 

 


La casa blanca

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•Shopkeeper: Now, see where I’m pointing?

 

El dedo del tendero -cuya mano concita ahora la mayor luz del plano-, señala hacia el contracampo.

 

El deíctico viene así a designar cierto territorio ante el que las palabras parecen fracasar a la hora de intentar ceñirlo.

 


•Melanie: Yes.


 

Llega el quinto plano subjetivo del film, uno esta vez compartido por Melanie y el tendero.

 

Pero, en lo esencial, un nuevo plano subjetivo de Melanie, siendo entonces el cuarto.

 

Buen momento para preguntarnos como se inscribe en esa serie.

 


 

 


 

 


 

 


 

 

Hay un punto de partida y uno de llegada que flanquean un viaje.

 

Pero el punto de llegada -que será también el punto de llegada del relato en su desenlace- coincide en lo esencial con el punto de salida.

 


 

Observen hasta que punto las principales líneas compositivas de la imagen defininen un punto de fuga donde se encuentra la casa de Lydia Brenner.

 

En rigor, aunque percibimos el plano como subjetivo, resulta evidente, si nos paramos a examinar la cuestión, que la cámara no se encuentra en la posición de los personajes:


 

Sino necesariamente más elevada que estos.

 


 

No se como andan ustedes de conocimiento de las técnicas de la perspectiva.

 

Les diré, en todo caso, que es posible deducir la altura de la posición de la cámara por la inclinación de las líneas de perspectiva.

 

De acuerdo con ello, la cámara debería estar situada a la altura del medio entre las dos plantas del edificio de la izquierda.

 

Digamos que aproximadamente a esta altura

 


 

Lo que ciertamente no coincide con la posición de los personajes, que se encuentran delante de la puerta de la tienda.

 

Es decir, aquí:

 


 

De lo que se deduce una posición de cámara bastante más alta. A la altura, por ejemplo, de la ventana de la primera planta de la tienda:

 


 

¿Se colocó la cámara ahí? Yo diría que no ahí, aunque más o menos a una altura semejante. Porque mi impresión es que si el edificio de madera marrón que vemos a la derecha ha sido fotografiado, ese mismo edificio, en el plano subjetivo,

 


 

ha sido pintado para lograr esa precisión en la ubicación del punto de fuga.

 

Y todo parece indicar que también ha sido pintado el plano del fondo.

 

En la realidad ni siquiera existiría la casa que vemos ahí.

 

Antes les he dicho que

 


 

en esta imagen la casa blanca se encontraba tras Melanie.

 

Y bien, así es en la ficción, es decir, en la representación sobre la que esta se constituye, pero no en la realidad:

 




 

Y, por lo demás, esa casa tan visiblemente blanca se corresponde mal con la casa que pronto veremos más de cerca:

 


 

Como ven, esos árboles la tapan casi totalmente y ensombrecen su fachada de modo que no puede alcanzarle la luz para hacerla brillar:

 




 

Como ven, por más que sea blanca la madera de la casa, en lo que sigue se presentará notablemente oscurecida.

 

Y eso nos permite deducir que no es tanto lo blanco referencial de la casa lo que importa, sino cierta cristalizada metáfora que va a hacerse oír de inmediato.


•Shopkeeper: See them two big trees across there?

•Melanie: On the other side of the bay?

•Melanie: Yes.

•Shopkeeper: And the white house?

•Melanie: Yes.

 

The white house. La casa blanca. Pónganlo en mayúsculas y tendrán la sede del poder presidencial en Estados Unidos.

 

La casa patriarcal del presidente, del padre de la nación, luminosamente blanca.

 

Pero sucede que la casa blanca de Lydia Brenner es una casa oscura de un poder no menos supremo pero esta vez…

 


 

 

 

 


Lo femenino, lo materno y las diosas arcaicas

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¿Qué palabra debemos escoger? ¿Femenino? ¿Materno? Podría pensarse que fueran válidas ambas, siendo su diferencia solo de amplitud, de modo que sería válido entonces decir: un poder femenino y, más en concreto, materno.

 

Pero miren, a mi esa solución me incomoda, me parece confusa, creo que requiere una mayor precisión conceptual.

 

Una cierta pausa antropológica nos ayudará a abordar mejor la cuestión.

 

¿Qué debemos decir de las diosas arcaicas? Son maternas, desde luego, pero, ¿son femeninas?

 

Si por femeninas entendemos la condición sexual que les es atribuida, lo son, sin duda.

 

Pero si por femenino entendemos esa posición construida en la fase genital tal y como Freud la concebía, o como la reconocimos en El cántico espiritual, dejan de serlo.

 

Se dan cuenta, espero, de la importancia de la precisión en la definición de los conceptos.

 

Las diosas arcaicas, siendo maternas, no son femeninas, porque combinan lo activo y lo pasivo, la vida y la muerte, el amor y la violencia, la guerra y la paz, la destrucción y la fecundidad…

 

Son Diosas, en suma, de lo real.

 

Y son por eso, también, diosas maternas.

 

Me detengo en ello por un momento.

 

Georges Bataille, quien llamaba violencia a lo que yo llamo lo real, pensaba que las primeras divinidades de los hombres eran las grandes bestias.

 

Pues ellas eran potencias de lo real, potencias de violencia que en nada se veían aplacadas por las primeras normas -y por tanto restriciones- que los hombres se daban a sí mismos cuando construían su primer espacio intersubjetivo, social.

 

A ello se debe, añade en el contexto de lo que en mi opinión es un excelente análisis textual de las cuevas del paleolítico, el que sean ellas las que protagonizan las pinturas de las paredes de éstas.

 

Y porque esa idea me resulta del todo convincente, pienso que la siguiente gran categoría de divinidades, una vez iniciado el larguísimo proceso de humanización de éstas, debió ser necesariamente la de las mujeres, dado que lo que sucedía en su cuerpo, su bien visible potencia genésica, debió de ser vivido por nuestros antepasados como una de esas manifestaciones extremas de lo real.

 

Las diosas arcaicas que reinaron en el Mediterráneo hasta la irrupción del Dios patriarcal serían entonces sus últimas descendientes.

 

Diosas por eso maternas, pero no femeninas.

 

Pues lo femenino, determinado por la posición pasiva, solo pudo nacer como producto de la destitución de esas diosas.

 

Así, sólo donde aparecen dioses masculinos, lo femenino puede comenzar a perfilarse.

 

Si utilizamos el modelo del panteón griego, yo diría que Gea, Hera y sus compañeras eran diosas arcaicas, maternas. Incluso lo era Atenea en buena medida, aunque lo particular de su caso requeriría un suplemento de reflexiones en el que no quiero detenerme ahora.

 

Sólo Venus empieza a ser una diosa netamente femenina, pero solo en la medida en que se alinea del lado del dios paterno, Zeus, y sus poderes se ven, en esa misma medida, seriamente restringidos.

 

El siguiente gran paso en la historia de la mitología, por lo que a la construcción de lo femenino se refiere, hubo de ser la Virgen, esa potencia de lo femenino presente en un lugar de extremo privilegio en el panteón católico a la vez que desposeída de su condición de diosa.

 

Y saben las cumbres del erotismo que eso pudo llegar a alcanzar en el Barroco, incluidas las Vírgenes de las procesiones andaluzas.

 

¿Les parece que me he ido muy lejos del análisis del texto que nos ocupa?

 

No en mi opinión.

 

Porque si la potencia que habita en esa Casa Blanca es una potencia arcaica, materna pero no femenina, el drama que sigue puede ser concebido como el del choque, en el mundo de la mujer, de lo materno-arcaico con lo femenino, siendo encarnando lo primero en Lidia Brenner y lo segundo en Melanie Daniels.

 

Pero antes de proseguir, quisiera que quedara claro que en ningún caso opongo lo femenino a lo materno.

 

Lo que opongo es lo femenino a lo materno-arcaico, entendido como lo materno no femenino o prefemenino si ustedes prefieren.

 

Volvemos con ello a encontrarnos con esas virtudes del dios Padre que solo pueden ser entendidas cuando se confiere la importancia debida al proceso edípico.

 

Porque miren, ¿qué puede permitir que un niño no viva a su madre como una potencia absoluta, es decir, como a una diosa omnipotente? Sólo el que esa madre pueda ser percibida como femenina, como dominada por su deseo del padre.

 

 


Uno de los chicos de Lydia

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•Shopkeeper: That’s where the Brenners live.


 

Intensa es la sorpresa, casi el susto, de Melanie cuando oye hablar de los Brenner.

 

De modo que no es capaz de ocultar su deseo cuando pregunta:

 


•Melanie: The Brenners? Mr. and Mrs. Brenner?

•Shopkeeper: No. Just Lydia and the two kids.

 

No hay señor Brenner.

 

Solo Lydia y los dos chicos.

 


•Melanie: The two kids?


•Shopkeeper: Yeah, Mitch and the little girl.

 

Mitch es destituido de la estatura de Mitch Brenner para ser rebajado a la condición de uno de los chicos de Lydia.

 


•Melanie: Oh, I see.

 

Pero Melanie no presta atención a ello, tan solo escucha lo que quiere oír: la noticia de que Mitch no está casado.

 

Ello confirma lo que ya les he señalado reiteradamente: que mucho le importa a Melanie -aunque seguramente no haya pensado en ello hasta ahora, aunque ni siquiera ahora llegue a confesarse a sí misma el deseo que siente por el hombre en cuya casa quiere depositar los pajaritos- que él no esté casado: que su apellido esté disponible para ella.

 

No hay duda, aunque ella todavía no quiere saberlo del todo, que quiere casarse con él.

 

Pero se dan cuenta del problema.

 

Lo que ha desencadenado ese deseo, y lo que lo ha dotado de tan considerable magnitud -hasta el extremo de provocar el viaje de Melanie- ha sido, muy exactamente, esa ley que él ha afirmado acatar y defender -sustentar, en suma.

 

Una ley, recuérdenlo, de acuerdo con la cual él podría conducirla a su goce, sujetarla en él y, finalmente, rescatarla de él.

 

Pero esa ley, en cuanto tal, es ley de la palabra.

 

Y se simboliza, en primer lugar, en el apellido que él debe poder darle y que deberá conducirla al goce que la aguarda más allá de su jaula de oro.

 

Ahora bien, las palabras del tendero han puesto seriamente en duda que ello sea posible, que el detente y pueda dar ese apellido.

 


•Melanie: How do I get down there?

 


La puerta de atrás

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•Shopkeeper: You follow the road around the bay,

 

Esta vez solo hay una carretera que conduce hasta allí.

 


•Shopkeeper: and that’ll take you right to their front door.


•Melanie: The front door. ls there a back road I can take?

 

Pero Melanie reclama que también ahora haya una segunda.

 

Y una que conduzca no a la puerta principal, sino a la puerta de atrás.

 


•Shopkeeper: No. That’s the only road.


 

No la hay.

 

Sin embargo, ella insiste:

 



•Melanie: You see, I want to surprise them.

 

Ella insiste en llegar por la puerta de atrás -por la otra puerta, por la puerta que no es la principal.

 

Lo que no puede por menos que provocar el asombro interesado del tendero.

 


•Shopkeeper: Oh.

•Melanie: I don’t want them to see me arrive.


•Shopkeeper: Oh.

 

La actitud de Melanie es a todas luces escandalosa y, para el tendero de Bahía Bodega, del todo incomprensible. Nunca ha visto nada parecido. Y ciertamente hay algo desmesurado en esa voluntad de entrar a escondidas, por la puerta de atrás, en una casa que no es la suya, para depositar en ella unos pajaritos del amor que nadie espera.

 

Desde aquí y en lo que sigue, la actitud de Melanie redobla su gestualidad masculina; pues tómenlo al pie de la letra: ella se dispone a penetrar en la casa de Lydia Brenner con sus pajaritos del amor.

 


•Melanie: It’s a surprise, you see.

 

Ella, que acaba de recibir una sorpresa, quiere a su vez dar una sorpresa.

 

Es interesante que la idea de la sorpresa se introduzca aquí, en forma de una sorpresa que Melanie quiere dar cuando, sin embargo, ella va a ser pronto la sorprendida.

 

Y decir eso es decir demasiado poco, pues ella va a ser la auténtica víctima de la sorpresa.

 

El tendero, burlón, le ofrece entonces una solución que a él mismo le parece imposible:

 


•Shopkeeper: Well, you could get yourself a boat

 

Pero ella, para su asombro, la hace suya sin dudarlo ni un instante.

 


•Shopkeeper: and cut right across the bay to their dock.


•Melanie: Where would I get a boat?


 

Ven su asombro ante esta mujer que sabe manejar una lancha fueraborda.

 


•Shopkeeper: Down by the Tides Restaurant.


•Shopkeeper: Did you ever handle


•Shopkeeper: an outboard boat?

 

¿Recuerdan lo que decíamos de pilotar hace un par de sesiones -ese pilotar del varón en el acto sexual que impone una restricción a su capacidad de goce-? Pues bien, ella pilota.

 


•Melanie: Of course.

 

Como les decía hace un momento, Melanie se muestra capaz de asumir las actividades más acentuadamente masculinas, incluida la de pilotar una fuera borda.

 

El tendero, por su parte, quiere ver hasta dónde puede llegar eso:

 


•Shopkeeper: Want me to order one for you?


•Melanie: Well, thank you.

•Shopkeeper: What name?

 

•Melanie: Daniels.


•Shopkeeper: Okay.


 

Si Melanie fuera sensata, se volvería en este momento a San Francisco.

 

Porque debería haber oído en las palabras del tendero que lo que tiene frente a así no es la casa de Mitch, sino la de Lydia Brenner.

 

Y es realmente notable el hecho de que, aunque quiere entrar en ella por la puerta de atrás, ello no supone esta vez un rodeo, sino todo lo contrario:

 


•(shop bell dings)


 

el camino más escandalosamente directo, atravesando en línea recta la bahía.

 



•(Dialing)

 

 

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Safe Creative #2008175036938

 

 

22. El viaje de Melanie

 

 

 

 

 

 

Jesús González Requena
Psicoanálisis y Análisis Textual, 2019
sesión del 2019-11-22 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2020

 

 

 

 

 

 

 

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La complejidad de Melanie

 


 

«-¿A dónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
Habiéndome herido;
Salí tras ti clamando, y eras ido.»

 




 

¿Ven cómo se deletrea lo importante?

 


 

Y, finalmente -alguien preguntaba por ello hace un par de sesiones-, el lápiz demuestra su utilidad, a la vez que permite sintetizar todo el desplazamiento de Melanie en esta secuencia.

 

Porque recuerden que cuando lo utilizó por primera vez lo hizo para escribir su nombre y su dirección.

 


 

Lo que escribe ahora, en cambio, es la cifra -la matrícula- que le conduce al nombre de él.

 


 

Lo que, por cierto, confirma lo que les decía el pasado día sobre ese deseo de dejar de ser Melanie Daniels para pasar a ser Melanie Brenner.

 



•MacGruder: They said the mynah bird would be here later this afternoon,


•MacGruder: if you care to come back.


•Melanie: No, you’d better send him.

 

Aunque va a echarse a correr detrás de él, Melanie no lo hace como el alma del Cántico que no recogía las flores, pues ella no excluye un acentuado refuerzo de su narcisismo.

 

De hecho, como acaban de escuchar, no ha abandonado todavía su primera posición, pues se aferra todavía a esa primera dirección que es la de Melanie Daniels.

 

Y así, mientras indaga el nombre del hombre que dice creer en la ley, no deja de inyectarse un baño de narcisismo.

 


•Melanie: May I use this phone?


•MacGruder: Why, certainly.



•Melanie: Daily News? It’s Melanie Daniels.

 

En el Daily News todos saben quien es Melanie Daniels.

 


•Melanie: Could you get me the City Desk, please?


•Melanie: Just a minute,


•Melanie: Mrs. MacGruder.

 

Ella puede permitirse dejar esperando a todo el mundo.

 


•Melanie: Hello, Charlie. Melanie.


 

Hola Charlie, pequeño esclavo, ya se que me deseas locamente.

 

Pobrecito. Nunca me tendrás.

 


•Melanie: I want you to do a favor for me.


 

Tendrás que conformarte con los favores que yo, tu ama, te ordene.

 


•Melanie: No, this is a small one.


•Melanie: Pressure you? Why, Charlie, darling, would I try to pressure you?


 

Sí, exactamente, es eso. Yo te presiono. Sé que adoras mi lápiz.

 

-¿Ven hasta dónde puede llegar el lápiz de Melanie? No les hablaba antes del látigo de la dominatriz por casualidad.

 

Se que te encanta que te encadene con mi voz -observan que el cable telefónico es ahora expresiva metáfora de ello.

 

Se hace evidente, entonces, el filo perverso, propiamente sádico, en el que se despliega su narcisismo.

 


•Melanie: Would you call the Department of Motor Vehicles for me?


•Melanie: Find out who owns this license plate,


•Melanie: W-J-H-0-0-3.


•Melanie: Yes, a California plate.


•Melanie: No. I’ll stop off in a little while. ls Daddy in his office?


•Melanie: No, I don’t want to break in on a meeting. Tell him I’ll see him later.


•Melanie: Thank you, Charlie.


 

Decidida a atacar, su primer paso es investirse de nuevo con los pajaritos del amor.

 




•Melanie: Do you have any lovebirds?


•MacGruder: Well, no, not in the shop, but


•MacGruder: I can order them for you.


•Melanie: How soon?


•MacGruder: Well, when would you want them?


•Melanie: Immediately.


•MacGruder: Well, I could probably have them here by tomorrow morning. Would that be all right?


•Melanie: That would be just fine.


 

Figura compleja sin duda la de Melanie.

 

Su deseo mayor es el que les describía el pasado día como el del goce mayor, y por eso desea al hombre capaz de sostener la ley.

 

Pero, como muy bien observó Jaime el otro día, ese es su deseo inconsciente. En su consciencia, considerablemente blindada por su narcisismo, prima el deseo de juego y de venganza.

 

De modo que va a echarse a correr, pero no como lo hace el alma del Cántico, sino armada. Dispuesta, si no encuentra eso que verdaderamente desea, pero en lo que no se atreve a creer, a convertir al varón que la decepcione en otro más de sus esclavos enamorados.

 

Sin embargo, ni lo uno ni lo otro sucederá.

 

Pues una potencia de un orden infinitamente superior le aguarda en Bahía Bodega.

 

 


Una figura escandalosa

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Aquí la tenemos, armada de sus pajaritos del amor que, exhibidos así, en público, resultan ciertamente escandalosos.

 


 

La decisión mayor del cineasta es excluir el rostro de Melanie, centrando su mirada en su cuerpo mientras circula exhibiendo ese escandaloso complemento constituido por la jaula dorada y los pajaritos del amor.

 

Melanie ahora no viste de negro, sino de un verde idéntico al de los pajaritos del amor, color que habrá de acompañarle ya en todo lo que resta del film.

 

Observen, por lo demás, lo homogéneo de la gama cromática de la escena: todo en ella se despliega entre tonos verdes y marrones, sobre los que destaca el dorado de la jaula.

 




•(Chirping)

 

Prácticamente el único sonido de la escena es el piar, leve pero bien audible, de los pajaritos.

 

Es el sonido de eso escandaloso de lo que Melanie se halla investida.

 



 

Una cierta tensión erótica se apunta aquí, acentuada por el contraste cromático que introducen esos pantalones y zapatos negros de un hombre al que todavía no podemos identificar.

 


 

Pero rápidamente, esa tensión se resuelve por la vía del gag -la comedia ha retornado.

 

Este caballero de aspecto adusto no tiene otra función que la de anotar lo insólito y escandaloso de Melanie.

 


 

Cosa que ella percibe no sin satisfacción. -Por lo que le hemos oído a Mitch contar a propósito del juicio, sabemos que a ella le gusta escandalizar.

 

Podríamos decir incluso que tiene una máscara para eso que se manifiesta bien ahora y que veremos aparecer en varias ocasiones hasta su caída definitiva.

 

Caída, hay que añadirlo, que el espectador da por hecho tanto como aguarda con interés.

 

Incluso el farol del ascensor posee el mismo tono dorado de la jaula y de los otros complementos de ella, así sus pendientes y su collar.

 


 

Y ciertamente sus pajaritos son escandalosos, tanto más cuanto más salen a la luz.

 

Vemos como esa idea se despliega a través del cambio de iluminación justificado diegéticamente en la apertura de la puerta del ascensor.

 




 

Sí, lo sé.

 

Soy arrebatadora.

 


 

Ya quisieras tú.

 

 


Una carta de amor

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Es, en todo caso, un escándalo que no cesa.

 

Un bolso se abre.

 



 

De él que sale una carta de amor.

 

Aunque el amor sea el contenido latente de la carta, siendo su contenido manifiesto el desafío.

 

Pero se dan cuenta, tal es la actividad de lo femenino: buscarle, provocarle, reclamar que corra tras ella.

 

Observen, por otra parte, que aquí comienza una interesante circulación de cartas que llegan o no llegan a su destino:

 


 

así, ninguna llega al rojo buzón vacío de Annie Hayworth.

 

Cartas, además, que se sustituyen unas a otras

 


 




 

Será necesario seguir con la suficiente atención este circuito de mensajes que ahora se abre, siquiera solo sea por lo decisivo del momento en el que concluirá necesariamente.

 

Lo que evidentemente sucederá en el centro del salón de la madre, auténtico agujero negro en el que todas las cartas son absorbidas hasta desaparecer.

 



 

Melanie está convencida de haber ido a desafiar a Mitch, desde luego. Pero el punto de vista de este personaje episódico está ahí para hacérnosla ver casi arrodillada ante su puerta.

 


•Neighbor: Miss, is that for Mitch Brenner?

•Melanie: Yes.


•Neighbor: He’s not home.


•Neighbor: That’s all right. He won’t be back until Monday, I mean,


•Neighbor: if those birds are for him.


 

Y oído así, en boca de este personaje como les digo episódico, pero solo aparentemente irrelevante, el acto de ella cobra una inesperada forma: ha ido hasta ahí a entregarle en ofrenda, al hombre que ha prometido sostener la ley, los pajaritos del amor.

 


•Melanie: Monday?


•Neighbor: Yes.


•Neighbor: I don’t think you should leave them in the hall, do you?


•Melanie: Well… Where did he go?


•Neighbor: Bodega Bay. He goes there every weekend.


 

Bahía Bodega.

 

Oímos este curioso topónimo por primera vez.

 

Díganme, ¿qué hace resonar en ustedes?

 

De la Bahía, sabemos que es una configuración geográfica acentuadamente femenina a la vez que asociada al mar.

 

¿Y lo de Bodega? No busquen traducción al término, pues es bien español. Pero miren, no tienen más que recordar donde alcanzaba su clímax Psycho: en la bodega de la casa de la señora Bates.

 


•Melanie: Bodega Bay. Where’s that?

•Neighbor: Up the coast, about 60 miles north of here.


 

El dato de la distancia que separa San Francisco de Bahía Bodega tiene por objeto acentuar la intensidad del deseo de Melanie, tanto como el carácter de viaje del trayecto que ella va a iniciar a continuación.

 

Un viaje que, como veremos pronto, lo va a ser también en el tiempo.

 

Por cierto, no sé si se han dado cuenta de que, justo detrás de la cabeza del vecino de Mitch, apuntan ciertos signos que identifican el número de su apartamento.

 


•Melanie: Sixty…Oh…


•Neighbor: It’s an hour and a half by freeway,


•Neighbor: or two hours if you take the Coast Highway.


•Melanie: Oh.

 

¿Qué aporta esta información que señala dos carreteras posibles?

 



 

 


Las cifras no están en su lugar

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•Neighbor: I’d look after them myself,


•Neighbor: but I’m going away, too.


•Neighbor: I’m awfully sorry.

 

Es obligado reconocer el tinte lúbrico de esta mirada.

 



 

¿Me está llamando puta? Parece preguntarse, herida en su orgullo, Melanie.

 

Y es que ciertamente su mirada no solo era lúbrica, sino que descendía lúbricamente por su cuerpo.

 

El caso es que justamente entonces resultan visibles los signos que identifican el apartamento de este personaje.

 


 

3C.

 

Es decir, dos veces tres, dado que la letra C es la letra tercera del alfabeto.

 

Yo diría que algo va mal en todo esto.

 

¿Por qué el 3C no es el apartamento de Mitch? ¿Por qué es, en cambio, el de este grosero personaje? La cifra más señera emerge fuera de su lugar, al modo de la palabrería hueca tan característica del discurso psicótico…

 


 

El caso es que por primera vez se dulcifica el gesto de Melanie.

 

No digo que cuando jugaba a la seducción


 

no estuviera encantadoramente atractiva,

 


 

pero su armadura narcisista excluía entonces el punto tierno, dulcificado, que aparece ahora en su rostro.

 

No puede dejar morir ahí esos pajaritos…

 

Está empezando a reconocerse enamorada.

 

 


Dos carreteras

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¿Les parece que exagero?

 

No, ¿verdad?

 

En todo caso la confirmación de ello nos la ofrece la escena siguiente.

 



 

Porque, contra todo lo previsible, es evidente que Melanie no ha escogido la autopista, sino esa carretera de la costa que alarga considerablemente el viaje.

 

¿Quién lo haría sino una persona enamorada?

 

Es decir: alguien que quiere saborear el viaje, para más tarde poder recordarlo… Y ya saben que los viajes más neutros son los viajes en autopista. Pudiendo ir por la costa, saboreando el paisaje, el aroma marino…

 

 


Dos puntos de vista -11

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Y, sin embargo, todo indica que Melanie ni ve el camino, ni disfruta de la naturaleza.

 

Pues vemos que sus ojos no miran, sino imaginan.

 

Imaginan el momento en el que él vea los pajaritos del amor que ella le lleva en desafío…

 

O en ofrenda…

 


 

Nuevo plano subjetivo de Melanie.

 

Con ella, compartimos su viaje.

 

Como ya les señalé en su momento, a partir de aquí la adopción del punto de vista de Melanie va a ser sistemático en lo que sigue de película.

 

Tan sistemático que ello obligará a prestar especial atención a los muy escasos momentos en que se adopte el punto de vista de otro personaje.

 


 

Pero, en todo caso, junto al punto de vista de Melanie, se hace también patente otra mirada -podemos atribuírsela al cineasta- que, mostrando lo que ella no ve, nos ofrece un punto de vista radicalmente diferente de su situación y de su conducta.

 

Ciertamente, esos pajaritos que ella arrastra son un problema para ella, multiplican su tensión y acentúan su rigidez a la vez que la ponen en escena: pues contra el previsible nerviosismo de unos pájaros sometidos a tal viaje -tanto más turbulento cuanto desarrollado en un descapotable-, nos son presentados extrañamente firmes y rígidos, guardando en todo momento idéntica posición, constantemente paralela.

 

Ello genera un gag, desde luego, pero uno más bien amargo.

 

 


Psicosis y Los pájaros

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A veces, en su rigidez, pareciera incluso que fueran dos pajaritos disecados.

 

Lo que conduce por un instante al recuerdo de Psicosis,

 


 

aquel film inmediatamente anterior en que los pájaros disecados

 


 

-incluidos, entre ellos, los cuervos-, constituían la más intensa anticipación

 


 

de la locura de su protagonista.

 

Y en cierto modo se anticipaba aquí ya

 


 

la escena de Los pájaros en la que Melanie, asediada por las aves, se refugia en la cabina telefónica.

 

Buen momento este para señalar que bastante hay de semejante entre los viajes de las protagonistas de Psicosis

 


 

y Los pájaros:

 


 

Incluido un común gesto maníaco en el rostro de ambas.

 

Además, ambas viajan con cierto objeto que lastra seriamente su movilidad:

 






 


 

Algo que se funde estrechamente con ellas:

 




 

Por lo demás, ambas van en busca de un hombre, y ambas, en el camino, son observadas por otros hombres que ven en eso algo extraño,


 

sospechoso, escandaloso.

 


 

Ambas avanzan hacia un destino al que ellas,

 



 

en cualquier caso, se manifiestan ciegas.

 

Y finalmente, es el punto de llegada, ambas se van a romper la cabeza:

 



 

 


Dos puntos de vista – 11

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Y volviendo a nuestros pajaritos…

 



 

díganme, vistos así, tan rígidos en su postura, ¿que cifra recuerdan?

 

¿No podría ser la cifra 11?

 

Por lo demás, el modo como el pie de Melanie pisa el acelerador del poderoso motor de su descapotable no deja de manifestar la intensidad de su pulsión.

 


 

El paisaje, por su parte, se encrespa y oscurece progresivamente, resultando cada vez más acentuadamente disonante de Melanie, de su elegante vestido, sus altos tacones y su impecable abrigo de visón.

 

De modo que la mirada de la cámara se separa cade vez más de la de ella, como cada vez ocupa más espacio en cuadro ese oscuro acantilado.

 

Y esa toma de distancia con respecto a su mirada resulta aún más neta en el plano sonoro, en el que oímos apagarse el sonido del motor del coche,

 


 

a la vez que comienza a oírse el sonido de las olas contra el acantilado.

 

 


Rebecca, Vertigo y Los pájaros

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A todo conocedor del cine de Hitchcock debería recordarle algo este acantilado.

 

Estoy pensando, claro está, en Rebecca,

 



 

Ven como esa línea descendente sugiere la tentación de arrojarse al vacío -idea repetida, pues, en el mundo de Hitchcock.

 


 









 

Como ven, ese vacío que a la vez atrae y aterroriza al personaje es la medida del fracaso de los varones hitchcockianos ante la mujer -pues es siempre en relación con ella que ese vacío se suscita.

 


•Mrs. de Winter: No!


•Mrs. de Winter: Stop!


•Maxim: What the devil are you shouting about?


 

En Rebecca, es la joven y tímida protagonista del film la que, con su grito, evita el suicidio.

 

Aparentemente, esta tímida jovencita sin nombre que protagoniza Rebecca es del todo opuesta a la orgullosa y segura de su atractivo Melanie Daniels.

 

Pero a la vista de la complejidad que estamos viendo emerger en el personaje de Melanie,

 



 

sería probablemente más apropiado afirmar que ésta viniera a sintetizar en un único personaje las dos protagonistas femeninas de Rebecca: ésta a la que vemos pero que ni siquiera tiene nombre y la otra, Rebecca, a la que nunca veremos -muerta desde el comienzo- pero cuyo nombre, belleza y desmesurado orgullo no dejan de ser nombrados a lo largo de todo el film.

 

 


Un mundo sin música

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Un desplazamiento opuesto en el plano sonoro va a tener lugar en este nuevo plano en el que las masas oscuras se han acentuado, a la vez que las nubes comienzan a cubrir el cielo.

 

Si en el plano anterior el sonido del coche se extinguía, en este va a aumentar progresivamente haciendo oír el rugido del motor que, insistamos en ello de nuevo, manifiesta la intensidad de la pulsión que empuja a Melanie.

 


 

Ninguna música acompaña a este viaje: sólo el monótono, pero a la vez enérgico, rugido del motor.

 

Buen momento este para llamar la atención sobre algo realmente notable de lo que hasta ahora no hemos dicho nada: la ausencia total de música en el film.

 

Si Bernard Hermann firma la partitura, ésta es una partitura de sonidos electrónicos que, aunque poseen su particular y muy notable elaboración formal, no se hacen percibir como música, sino como sonidos diegéticos, identificables como sonidos reales.

 

No hay, en suma, música.

 

Es decir: el de Los pájaros es un universo sin música.

 

¿Tiene música el mundo? Reconózcanme que lo imaginamos con música, así la música de las órbitas celestiales sobre la que se ha venido especulando al menos desde Pitágoras.

 

Pues bien, como les digo, en el universo de Los pájaros no hay música.

 

No es un melodrama, pues es un drama sin música.

 

No hay música para la pulsión. Y la música es, sin embargo, la primera de las formas para conducir, dar forma humana, a la pulsión.

 

De modo que su falta no deja de ser en extremo peligrosa.

 

 


La máscara de Melanie – ¿Quién es yo?

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Les he hablado de la máscara de Melanie: aquí la tienen de nuevo.

 

Diríase que, de esa tan sonora pulsión que la habita, ella no supiera nada, a tal extremo está ensimismada en su narcisismo, exhibiendo la altivez de quien se siente segura vencedora.

 

Su máscara se nos antoja casi la mueca de una seguridad desmesurada, de la soberbia de quien se cree conocedor y dueño de su deseo.

 

Lo que, ciertamente, nos permite reconocer una notable figuración del Yo en posición narcisista.

 

Pero no piensen que introduzco con calzador conceptos psicoanalíticos para los que nada hace eco en el film, pues es todo lo contrario, esta cuestión está explícitamente tematizada en él:

 



•(doorbell rings)

•Annie: Who is it?


•Melanie: Me.


•Annie: Who’s “me”?

 

La pregunta de Annie Hayworth, quien no por casualidad es la maestra del pueblo, sitúa exactamente la cuestión que se encuentra siempre en el centro de todo psicoanálisis.

 


 

Pero es desde luego una pregunta que, evidentemente, Melanie no se ha formulado hasta ahora.

 

Hasta ahora, digo, porque, como saben, aunque quizás no lo recuerden, llegado el momento será formulada con la mayor rotundidad:

 


•Mother in Diner: Who are you? What are you?



 


S – las dificultades de Melanie con lo femenino

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De modo que hay algo de enajenamiento en esta máscara de Melanie.

 

Como si cierto automatismo se hubiera activado en ella que le impusiera el seguimiento ciego de un programa ineludible.

 

Atiendan al silbido de los neumáticos en las curvas.

 



 

Diríase que Melanie, provista de esos pajaritos del amor, como le sucediera a Lorena Bobbit -les remito al seminario sobre Psycho: El acting-out de Lorena Bobitt / Lo olvidado: la realización de la escena fantasmática / Sam, John y el babero-, tuviera serias dificultades a la hora de tomar las curvas.

 

Serias dificultades, en suma, en el manejo de su propia feminidad.

 

Y, sin embargo, eso es exactamente lo que está en juego:

 


 

Pues es una espectacular S la que ahora recorre, solo un instante antes de su entrada en Bahia Bodega.

 

Y el cineasta nos obliga a deletrearla haciéndonos seguir su trazado cuando seguimos el desplazamiento del coche con la mirada.

 



 

Que la S es la letra del Sexo, en inglés como en español y en tantas otras lenguas, es algo del todo evidente.

 

¿Cómo no pensar que ello podría tener que ver con los contornos curvilíneos del cuerpo de la mujer?

 



 

Y bien, esa excesiva seguridad que parece bordear la enajenación podríamos traducirla por una expresión coloquial, como esa que seguramente todos hemos empleado alguna vez cuando decimos de alguien que va como loco,
se va a romper la cabeza y no se da cuenta.

 

Una expresión lingüística como ésta –Se va a romper la cabeza, pero ella no lo sabe- posee cierta estructura sintáctica equivalente a la que rige la articulación de las dos miradas que, como les he dicho, han venido configurando esta secuencia tanto como muchas de las que, a partir de aquí, seguirán. Pues a la vez que vemos lo que ella ve y lo vemos con ella, vemos también lo que ella no ve.

 

Pero además esta expresión, su forma reflexiva, hace que el sujeto de la acción encuentre dos lugares de ubicación lingüística: en esa ella -es decir: en ese Yo- que no sabe nada de lo que hace y, simultáneamente en ese se en el que ella, a pesar de todo, con extrema contumacia, avanza hasta romperse la cabeza.

 

¿No les parece que un enunciado como éste es idóneo para la localización lingüística del inconsciente? Les insisto una vez más en el saber sobre lo inconsciente que encierra la lengua.

 

Como ven, es lo suficientemente flexible para marcar en el campo de la subjetividad el lugar del yo y el lugar del sujeto como lugares netamente diferenciados.

 

Ella, Melanie, no lo sabe, ni lo ve, porque está en el lugar del yo. Y el yo no ve eso.

 

El sujeto del inconsciente se escribe en el se reflexivo, tan próximo por lo demás a ese ser de la voz pasiva sobre el que les llamaba la atención el último día.

 

 

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21. El poder del moño -una madre fría

 

 

 

 

 

 

Jesús González Requena
Psicoanálisis y Análisis Textual, 2019
sesión del 2019-11-22 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2020

 

 

 

 

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La agonía de Cristo y la Mater Dolorosa

 

Cuando el otro día en el debate uno de ustedes me preguntaba por la promesa cristiana de la vida eterna le contesté que no creía que en ello residiera la novedad, el núcleo fuerte, que llegó con la irrupción del cristianismo.

 

Les dije que en mi opinión lo central de su novedad se encontraba, en cambio, en la promoción de la agonía como el momento esencial del ser.

 

Y les añadía que nada de especulativo había en eso, sino que era el resultado del análisis textual de los templos cristianos y -muy especialmente- de los católicos.

 

En ellos, en el centro de sus altares, lo que se encuentra es la imagen del crucificado y, junto a ella, la de la Mater Dolorosa.

 

Y por cierto que en esto resulta obligado establecer la diferencia entre los templos protestantes y los católicos.

 

En los primeros se encuentra la cruz, aunque por lo general esquematizada, abstracta, a diferencia de lo que sucede en los católicos, donde la imagen del Cristo en su agonía alcanza cotas de un extraordinario realismo -solo tienen que recordar la extraordinaria imaginería de las tallas barrocas del Cristo agonizante, cima del barroco contrarreformista español.

 

-Si han visitado ya el Prado, la siguiente visita urgente que no deberían dejar de hacer es la del museo de escultura de Valladolid. Ningún psicoanalista hispano debería volver a su país sin visitarlo. Lo tienen a tiro de AVE.

 

Pero aún es mayor la diferencia por lo que se refiere a la Mater Dolorosa. Ésta, que tiende a compartir el papel protagónico en los templos católicos, está sencillamente ausente de los protestantes.

 

Aunque no hizo este análisis textual -quiero decir, el de los templos cristianos-, Max Weber si hizo otro -el de los discursos protestantes- en el que constataba algo que se confirma en lo que les digo del análisis comparado de los templos. La Reforma vació al cristianismo de la mística y del goce, hizo de él una depuración utilitaria, funcional, que haría posible la expansión de la economía capitalista.

 

A costa, habría que añadir constatando lo que vino a suceder después, de un progresivo vaciamiento de la idea de Dios. Un vaciamiento de su densidad simbólica que se manifestaría bien en esa divinidad panteísta ilustrada que tan inútil le parecía a Freud.

 

Los siglos XVIII y XIX fueron los siglos de la gran expansión del capitalismo y, simultáneamente, del adelgazamiento, por vía de abstracción, de la idea de Dios, hasta casi su total extinción.

 

Saben ustedes que, llegado el momento, eso se convierte en best-seller filosófico. Me refiero a ese momento en el que Nietzsche proclamó la muerte de Dios, a la vez que celebraba ingenuamente, como su resultado, la liberación del hombre y su redención en forma de superhombre.

 

Fue Nietzsche quien quiso repudiar la culpa -de ahí procede su repudio en esa llamada ética del psicoanálisis que Lacan atribuye a Freud en uno más de sus juegos de manos.

 

Sitúense en el umbral de inicio del siglo XX. ¿Recuerdan lo que ocurrió inmediatamente después? Los que pretendían en un primer momento ser la encarnación del superhombre -los nuevos hombres comunistas o nacionalsocialistas- se descubrieron hijos sumisos a la Diosa madre patria -ya fuera ésta Alemania o la patria del socialismo.

 

Sumisos, hay que añadir, en un registro que se desplegaba entre la paranoia y la psicopatía. Decididos, en todo caso, a reinstaurar lo que el Dios padre había prohibido desde su nacimiento: los sacrificios humanos.

 

Fueron los suyos sacrificios humanos a la Diosa del mismo tipo de los que hace bien poco se producían en el País Vasco y del que que, si todo sigue así, podrían acabar produciéndose en Cataluña.

 

Pero retrocedamos en el tiempo.

 

Frente al adelgazamiento de la idea de Dios propiciado por la Reforma, la contrarreforma católica, de la que España fue abanderada, supuso una reafirmación de eso mismo que la Reforma conducía a excluir: la mística y su goce.

 

Y, por tanto, el erotismo y lo femenino.

 

El que el feminismo hoy dominante sea un feminismo puritano muestra bien hasta qué punto sus orígenes son protestantes: pues es un puritanismo que estriba precisamente en el repudio de la feminidad -y de su goce.

 

Pero dejemos esto ahora. Porque lo que me importaba era llamarles la atención sobre el contexto histórico en el que emergieron los textos de Juan de la Cruz y de Teresa de Jesús.

 

En todo caso, pongo freno aquí, al menos por ahora, a esta deriva histórica, para volver al punto de partida con el que he comenzado la sesión de hoy y decirles su motivo: no otro que conectarlo con lo que fue el tema central del día pasado.

 

Les decía entre otras cosas que, por ser la de lo femenino la posición pasiva, por ser la mujer el territorio del goce y el recinto del ser, la suya es la posición ontológicamente más densa.

 

Supongo que saben ustedes que Nietzsche acusaba al cristianismo de afeminado. En ello se manifiesta bien el motivo central de su repudio del cristianismo -la que, dicho sea de paso, había sido la religión de su infancia, siendo él mismo hijo de predicador y seminarista.

 

En todo caso, en su repudio se manifiesta bien el pánico a la pasividad y, congruentemente con ello, el rechazo de la compasión.

 

En todo caso, es a esto a lo que quería llegar: a que nada prueba mejor esa superior densidad ontológica de la posición femenina que ese que les decía fue el motivo central de la revolución cristiana: la promoción de la agonía como el momento culminante del ser.

 

Pues, lo que está en juego en la agonía ¿no es acaso la aceptación misma de la muerte?

 

Y, si es así, ¿no es la del agonizante, necesariamente, una posición pasiva? Ciertamente, puede no serlo, pero quien en la agonía quiere asumir una posición activa es solo quien la niega, quien se obceca en negar la muerte, quien se rebela contra ella.

 

En suma: solo hay buena muerte desde la posición pasiva.

 

¿Quieren otra referencia de esa superior densidad ontológica de la que les hablo? Piensen en el mártir que acepta pasivamente su sacrificio, rechazando la única posición activa que le sería permitida: la de renegar de su fe.

 

Y si esto les parece demasiado lejano o tópico -solo les diré que para nada lo es- piensen en el héroe torturado que resiste a la tentación de la única actividad que les es accesible: la de delatar a sus camaradas.

 

 


La S y sus centros de gravedad

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Nos detuvimos el último día en la salida malabarista de Mitch sorteando e ignorando a la vez al pájaro negro enjaulado.

 



•Mitch: Oh, I’ll find something else. See you in court.


 

Y nos detuvimos igualmente

 


•Mitch: I am. Good day, Miss Daniels. Madam.


 

en la potencia de este moño capaz de eclipsar su rostro , y del que emerge un rostro femenino cargado de ira.

 


•Melanie: And I’m glad you didn’t get your lovebirds.

 

Es en extremo interesante el modo como se conectan ambas cosas. Traten de concentrarse en el dibujo que traza en el espacio el desplazamiento de Mitch en su salida:

 



•Mitch: I am. Good day, Miss Daniels. Madam.




•Melanie: And I’m glad you didn’t get your lovebirds.



•Mitch: Oh, I’ll find something else. See you in court.


 

Se dan cuenta: ese trazado tiene forma de S.

 

Y una S puede ser pensada como dos semicircunferencias conectadas pero trazadas en sentido inverso.

 

Y bien, viendo el asunto así, díganme: ¿qué hay en el centro de cada una de esas semicircunferencias?

 

En el de la primera, Melanie.


 

En el de la segunda, el pájaro negro en la jaula dorada.

 


 

De modo que si piensan el desplazamiento de Mitch en su salida, podemos reconocerlo como orbitando en torno a dos centros de gravedad igualmente poderosos.

 

El uno es el de Melanie, su poderoso moño y la extrema violencia que puede llegar a desprender.

 


 

El otro, el pájaro negro en su jaula dorada.

 


 

Como ven, ambos tienen el poder de eclipsar a Mitch.

 

 


El pánico de Mitch y el del cineasta

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Nada confirma mejor su falta de peso específico.

 

Pues Mitch, tras orbitar en torno a ellos, logra escapar a su campo de atracción. -En franca huida, habría que añadir.

 

Lo que viene a manifiestar de manera notable el pánico de fondo que el personaje -y el cineasta- siente hacia la mujer.

 

Analicémoslo más detenidamente.

 


 

Mitch puede mirarla al rostro, Pero, desde luego, no puede hacerse cargo de su pulsión

 



 

De modo que eso está escrito desde el principio: nada podrá responder al más verdadero deseo de Melanie.

 

Pero debo corregirme. Les he dicho que Mitch podía mirarla al rostro, pero ni siquiera eso está claro, pues allí su identidad podría llegar a disolverse,

 


 

no quedando otro resto

 


 

que el moño.

 

Y por cierto que la fragilidad de este protagonista masculino conecta bien con el tono en exceso rígido, autoritario y culpabilizador de su discurso frente a Melanie.

 

Desde un punto de vista lacaniano se dirá: ¡ajá!, el superyó culpabilizando y dando su orden demoníaca: ¡goza! Pero pienso que es justo lo contrario. El problema de Mitch no es un exceso de superyó, sino todo lo contrario: el suyo es un superyó demasiado débil, y que por eso trata de afirmarse por una vía autoritaria.

 

Les llamo la atención sobre esto: el que no haya un héroe a la altura del deseo de la mujer en el film no es un capricho del cineasta, sino una verdad subjetiva que se impone en su universo psíquico. Tanto en el del cineasta como en el de buena parte de sus contemporáneos. El que Hitchcock se convirtiera en el cineasta más famoso de la segunda mitad siglo XX lo indica de manera suficientemente expresiva.

 

 


Moños

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Volvamos de la escala colectiva a la individual.



¿Cuál es el estatus, en términos psicoanalíticos lo pregunto, de ese moño que en buena medida protagoniza los tres films mayores de Hitchcock

 


 

Vértigo,

 


 

Psicosis,

 


 

y Los pájaros?

 

Si excluimos Psycho,

 



 

Resulta indudable su componente fetichista, en la medida en que tanto en Vértigo como en Los pájaros aparece como una prenda en extremo brillante del objeto de deseo.

 

Pero resulta igualmente presente su lado siniestro,

 


 

tan evidentemente presente en Psycho pero que constituye igualmente una latencia mayor en Vertigo y en Los Pájaros.

 

 

Lo más notable es que ese lado siniestro, unheimlich, aparece vinculado a otro factor suscitado por los moños de los tres films: el estar asociados en todos los casos a figuras maternas:

 



 

Y, hay que añadir, a figuras maternas

 


 

locas,

 


 

y enloquecedoras:

 


 


 


 

Y bien, esta asociación entre la locura materna y el moño desborda netamente el marco de un mero funcionamiento fetichista.

 

Pues saben que el fetiche permite al fetichista mantener relaciones sexuales con la mujer -todo lo limitadas que ustedes quieran, pero relaciones al fin y al cabo que permiten en algunos casos incluso alcanzar el coito.

 

Sin embargo, nada de eso hay en nuestros tres films.

 

 


Vertigo

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Examinemos más detenidamente, a este propósito, el caso de Vertigo.

 

En principio, diríase que el moño de Madeleine es el fetiche que requiere Scottie para poder hacer el amor con Judy:


•Judy: Well?


•Scottie: It should be back from your face and pinned at the neck.



•Scottie: I told her that. I told you that.



•Judy: We tried it.


•Judy: We tried it.



•Scottie: Please, Judy.

 

Ciertamente podría tratarse de la súplica del fetichista que pide a una mujer que ocupe el lugar de la diosa, investida de ese objeto destinado a restaurar la Imago Primordial.

 

Podría tratarse, igualmente, de un látigo, pues la dominatriz investida de su látigo configura la conexión perfecta entre el fetichismo y el masoquismo.

 







Ahora bien, ¿qué sucede cuando ella se pliega a ese pedido?

 






 

En principio, el éxtasis provocado por la más bella aparición.

 

Diríase que el fetiche funciona, que se muestra capaz de restaurar la plenitud originaria.

 

Pero resulta obligado añadir que lo hace con una intensidad desmesurada que desborda con mucho las pautas más pragmáticas en las que se desenvuelven los cambalaches fetichistas del perverso.

 














 

Y luego, en seguida, cuando el contacto tiene lugar…

 








 

Emerge la locura.

 






 

Observen la conformación del moño que se nos ofrece finalmente.

 

Nada de fetiche hay en él ahora.

 

Diríase que es todo lo contrario: es el dibujo del genital femenino lo que desencadena en Scottie su segundo y definitivo ataque de locura, que se saldará con la muerte de Judy.

 

Sí, porque Scottie finalmente logrará -en un contexto del todo semejante, en lo alto de una alta torre- aquello que no terminó de hacer Nataniel en la escena final de El hombre de arena: hacer caer al vacío a la mujer que le ama.

 














 

Como ven, el desastre de Scottie es el mismo que el de Nathaniel.

 

Y es común la escenografía final de tal desastre:

 


 

una alta, bien fálica, torre.

 


 

Y una que, en Vertigo, dispone de tres pisos, porque el tres, además de la cifra de Dios cristiano, es la cifra del acto -recuerden: planteamiento, nudo y desenlace, a la tercera va la vencida, etc.

 

 


Un madre fría

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Quienes hayan leído la biografía de Spoto sobre Hitchcock que les recomendé, habrán visto que este minucioso -pero psicológicamente desorientado- biógrafo atribuye buena parte del complicado carácter del cineasta a lo que él considera una madre en exceso protectora y amorosa:

 

«El padre de Hitchcock, a la edad de cuarenta años, empezó a sufrir de una mala salud. Esto, añadido a la predominancia natural de las madres en los hogares del East End, el excesivo afecto con el cual rodeaba la señora Hitchcock a su hijo menor, y la aparentemente contradictoria severidad de su entorno irlandés católico hizo inevitable que la madre de Alfred ocupara un puesto central en la vida del muchacho.»

[Donald Spoto: (1983) Alfred Hitchcock. La cara oculta del genio, p. 27-28]


 

 

La de Hitchcock, piensa Spoto, sería una madre en exceso amorosa, que dedicaría a su hijo un afecto excesivo.

 

Spoto insiste en esta idea más de una vez, pues le parece evidente. Aquí tienen otro ejemplo:

 

«Como un muchacho listo y solitario que era, mimado por una excesivamente cariñosa madre, estaba atrapado entre el mundo victoriano de clase y privilegio y el innato resentimiento cockney hacia ese mundo.»

[Donald Spoto: (1983) Alfred Hitchcock. La cara oculta del genio, p. 33]

 

Si les digo que las apreciaciones psicológicas de Spoto son ingenuas es, sencillamente, porque en la larga y tan abundante filmografía del cineasta no hay madres así.

 

Y es más, en la época en que su control sobre su obra llegó a ser absoluto -precisamente la de Los pájaros y los otros films de esa época que nos vienen ocupando- las madres que pone en escena son, casi exactamente, todo lo contrario.

 

Es curioso que pueda cometer un error tan llamativo como éste un biógrafo que inicia su libro con esta acertada anotación:

 

«a medida que iban emergiendo los hechos, se hizo evidente que las películas de Hitchcock eran a todas luces sus diarios y sus blocs de anotaciones, y que su casi maníaca pasión por el secreto era un medio deliberado de desviar la atención de lo que esas películas eran realmente: documentos sorprendentemente personales.»

[Donald Spoto: (1983) Alfred Hitchcock. La cara oculta del genio, p. 33]

 

Tiene razón en esto, desde luego, y no solo por lo que se refiere a Hitchcock, sino también a cualquier otro gran artista.

 

Pero eso hace tanto más llamativa su confusión. Y el caso es que no le faltaban motivos para replantearse el asunto. Pues el propio Spoto desliza en una nota a pie de página un dato que debería haberle puesto en guardia:

 

«(…) para Hitchcock, verse privado de comida era algo casi, catastrófico. A menudo contaría haber permanecido mirando, sin ser observado, mientras su madre transfería una golosina de su calcetín de Navidad al de su hermana y la reemplazaba con una simple fruta.»

[Donald Spoto: (1983) Alfred Hitchcock. La cara oculta del genio, p. 29]

 

Bueno momento éste para llamarles la atención sobre la especial importancia que da el psicoanálisis al detalle concreto, singular, en sí mismo revelador, que debe sobreponerse siempre a los enunciados genéricos, globales, que se asientan en la conciencia como construcciones bien armadas y muchas veces encubridoras.

 

Su madre transfería una golosina de su calcetín de Navidad al de su hermana
y la reemplazaba con una simple fruta ¿No les parece que el serio problema de sobrepeso que acompañó al cineasta toda su vida podría deducirse de aquí?

 

Ciertamente, no es ésta la imagen de una madre amorosa, pues ni siquiera se preocupó de si su hijo observaba el momento en que le arrebataba la golosina.

 

¿No se habría originado así el deseo voraz de un niño hacia una madre que prefería a su hermana mayor? Y todo parece indicar, aunque no voy a detenerme en ello ahora, que también a su apuesto hijo primogénito. Pues Hitchcock era el menor de los tres hermanos.

 

¿Un hombre que comía vorazmente para calmar una falta originaria de ese otro alimento materno que es el amor?

 

No sé si se dan cuenta, pero sigo hablándoles del moño.

 

Porque, díganme, ¿no les parece que en esa obsesión por el moño femenino podría aislarse la imagen de una madre amada pero esquiva, una madre fría y distante que le daba con demasiada frecuencia la espalda?

 


Marnie y el doble vínculo

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Vean como eso llega a decirse, literalmente, en el film inmediatamente posterior a Los pájaros:

 




 

Se trata de Marnie, film de 1964.

 

Pero antes de proseguir debo decirles que se trata de una película irregular y que fue mal acogida por el público después de los grandes éxitos de Psicosis y Los pájaros.

 

Pero conviene que conozcan el motivo de ese fracaso -y de la pendiente creativa en la que entraría el cine de Hitchcock a partir de entonces.

 

Hitchcock se había enamorado una vez más -como ya le sucediera con Ingrid Bergman o Grace Kelly- de su estrella rubia, esta vez Tippy Hedren. Pero con ésta sucedió lo que no había llegado a suceder nunca antes: con ella llegó a perder los papeles, hasta el punto de que, cuenta Spoto, terminó por confundir la película que rodaba con la realidad misma, confundiéndose él a su vez con el papel que interpretaba Sean Connery.

 

Y así, en un momento dado, en una pausa del rodaje, intentó forzar a su actriz a acostarse con él amenazándola con que, si se negaba, arruinaría su carrera cinematográfica.

 

Typpy Hedren no cedió.

 

A diferencia, digámoslo de paso, de tantas espabiladas posteriores que primero cedieron y sacaron su beneficio para años más tarde permitirse el muy poco digno placer de denunciar a aquel con el que habían cedido y del que habían obtenido el consiguiente beneficio.

 

El caso es que, tras aquel rechazo definitivo, Hitchcock se hundió en la depresión, desinteresándose totalmente de la película.

 

Les cuento todo esto para que vean hasta qué punto Los pájaros es el film decisivo en la curva creativa del cineasta. Pero se lo cuento también para que escuchen mejor la lacerante verdad subjetiva -del todo congruente con lo que veíamos el otro día- que se enuncia en la extraordinaria escena que sigue.

 

Todavía una cosa más antes de entrar en ella.

 

Les llamo la atención sobre un dato que me señalaba el otro día el profesor Casanova: la madre de Marnie se encuentra -y se va a mantener durante toda la escena- junto a la nevera.

 



 

Algo, evidentemente, va mal en la relación entre esta madre y su hija.

 

Hay una desconfianza latente, una dificultad patente de mirarse francamente a los ojos.


•Bernice: Uh, Marnie, I’ve been thinking seriously about asking Miss Cotton and Jessie to move in here with me.


•Bernice: Miss Cotton is a real nice woman.


•Bernice: She’s decent. A hard-working woman with a little girl to raise.


•Marnie: Come on, Mama, why don’t you just say what you mean?


•Marnie: What you want is for Jessie to come live with you.

 

Como ven, esa sería dificultad de comunicación de la que les hablaba hace un momento es señalada por la propia Marnie.

 



•Bernice: Marnie, you oughtn’t let yourself act jealous of a little old kid like that.

 

Verdaderamente, es un asunto de celos: Marnie tiene celos de la niña, hija de una vecina, a la que su madre cuida.

 

Pero supongo que perciben el mensaje de fondo de esta madre, que podríamos traducir por algo así como esto:

vaya,
con el poco afecto que me demuestras, ahora me vas a hacer un número de celos.


•Bernice: She don’t bother me none. And we could always use extra money.


•Bernice: The Cottons are mighty decent people.

 

Y bien, de pronto, sorprendentemente, Marnie pone nombre a las cosas.

 



•Marnie: Why don’t you love

•Marnie: me, Mama?

 

Tal es la pregunta de Marnie.

 

Pero les sugiero seriamente que la escuchen como la pregunta de ese hombre de 65 años que era Hitchcock a la altura del rodaje del film.

 



•Marnie: I’ve always wondered why you don’t.


•Marnie: Oh, you never give me one part of the love you give Jessie.

 

Lo que está en juego es algo que antecede a la llegada de las palabras:

 





•Marnie: Mama.



 

Un rechazo primario, a flor piel de piel.

 


•Marnie: Why do you always move away from me?

 

¿Por qué me echas en cara que no sea una hija amorosa si, cuando trato de acercarme a tí, tú me rechazas?

 

Pero la víctima del discurso de doble vínculo suele carecer de fuerza suficiente para mantenerse en esa posición y, por tanto, deriva inevitablemente hacia un juicio negativo sobre sí misma:

 


•Marnie: Why? What’s wrong with me?

 

¿Qué hay de malo, de equivocado en mi?

 

¿No es esa la pregunta que acompaña siempre a Hitchcock, ese tan notable cronista del fracaso masculino y del poder de la mujer?

 



•Bernice: Nothing! Nothing’s wrong with you.


•Marnie: No. You don’t think that.


•Marnie: You’ve always thought there was something wrong with me, haven’t you? Always!


•Bernice: I never.



•Marnie: My God! When I think of the things I’ve done to try to make you love me.


•Marnie: The things I’ve done!

•Marnie: What are you thinking now, Mama? About the things I’ve done?


•Marnie: What do you think they are? Things that aren’t decent, is that it?



•Marnie: Why, you think I’m Mr. Pemberton’s girl. Is that why you don’t want me to touch you? Is that how you think I get the money to set you up?




 

El anterior movimiento de alejamiento de la mano de la madre huyendo del contacto de la de su hija, tiene ahora su contrapartida en un retorno en forma de bofetada destinado a cortocircuitar un discurso que, por verdadero, le resulta intolerable.

 



•Marnie: I’m…


•Marnie: I’m sorry, Mama.

 

Lo dicho se borra, retornando a su condición de indecible.

 

En lo que sigue, con aplicación, Marnie va a repetir puntillosamente el discurso que su madre -esa madre tan fría como la nevera que hay tras ella- le ha dictado desde siempre.

 



•Marnie: I don’t know what got into me talking like that.


•Marnie: I know you’ve never really thought anything bad about me.


•Bernice: No, I never.


•Marnie: Well, I’m sorry. I really am. I’ll pick up the pecans.


•Bernice: No, uh, you go upstairs and lay down. You’re all wore out.


•Bernice: I’ll ask Jessie to come over and pick up the nuts.


•Marnie: All right.


•Marnie: After all,


•Marnie: it is Jessie’s pie,


•Marnie: isn’t it?

 

Y aquí tienen la confirmación final: se trata del pastel –la golosina, de esa otra niña querida por la madre.

 

Y bien, ahora estamos en condiciones de comprender por qué estos últimos viajes artísticos decisivos los realiza Hitchcock bajo la piel de personajes femeninos. Si fue por una niña por la que su madre mostró su preferencia obsequiándole la golosina que a él le arrebataba, si el deseo de la madre apuntaba hacia esa niña, es fácil comprender su identificación con lo femenino como intento vano de alcanzar su deseo.

 

 

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Safe Creative #2008175036938

 

 

20. La ira de Melanie

 

 

 

 

 

 

Jesús González Requena
Psicoanálisis y Análisis Textual, 2019
sesión del 2019-11-15 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2020

 

 

 

 

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La ira de Melanie

 

•Melanie: Oh, there.


•MacGruder: Wonderful.



•Mitch: Back in your gilded cage, Melanie Daniels.


 

Caray. Cómo se le hiela la sonrisa a Melanie.

 

•Melanie: What did you say?


 

A la vez que se mueve el pájaro negro que se encuentra tras ella.

 

¿Qúé es lo qué dispara la ira que separa esta imagen


 

de esta otra?


 

¿El que él sugiera la posibilidad de enjaularla?

 

Yo diría que para nada se trata de eso.

 

Que de lo que se trata es de que no es la jaula de Mitch Brener la que está en juego.

 

Quiero decir, lo que él dice no es: entra en mi jaula dorada, Melanie Brenner, sino

 


•Mitch: Back in your gilded cage, Melanie Daniels.

 

vuelve a tu jaula dorada, Melanie Daniels.

 

O en otros términos- si es que seguimos soñando el desenlace de una escena sexual- concluido el acto, el procura deshacerse de ella.

 

Les insisto: lo que ella hubiera querido oír es: entra en tu jaula dorada, Melanie Brenner.

 

Explicar esto tiene, desde luego, su dificultad, dada la mala fama que tienen las jaulas. Pero permítanme que lo intente.

 

 

 

 


La jaula y el yo -los hombres no lloran

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Si el pájaro negro es, cosa que ustedes me han aceptado, la pulsión, deberán reconocerme que ésta no puede estar todo el tiempo libre, paseándose por ahí, sino que conviene que la mayor parte del tiempo permanezca contenida dentro de los límites del yo.

 

Se dan cuenta de la nueva metáfora que les propongo poner en funcionamiento: el pájaro es a la pulsión lo que la jaula es al yo.

 

Cosa que, por supuesto, pueden aplicar no solo a la mujer, sino también al hombre.

 

De hecho, no es difícil constatar que en nuestra tradición cultural la jaula del hombre ha sido siempre más rígida que la de la mujer. No porque sea mayor la pulsión de él que la de ella, sino porque su mayor potencia muscular puede hacer que los estallidos de su pulsión tengan efectos mas inmediatamente devastadores.

 

Este es en mi opinión el motivo de esa antigua máxima que reza: los hombres no lloran. Por supuesto, los hombres también lloran, eso es un hecho. Pero eso no invalida la máxima, dado que ésta es precisamente eso: una máxima, un ideal de conducta.

 

Nada muestra mejor su utilidad que la constación de que la mayor parte de las mujeres que hoy en día mueren asesinadas en un contexto de la violencia sexual lo son en manos de hombres sumidos en lágrimas ante el anuncio de que van a ser abandonados por ellas.

 

De modo que, si en ese momento fueran capaces de contenerse, de no llorar, probablemente serían igualmente capaces de no asesinarlas.

 

 

 

 


La ira de Melanie

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Pero volvamos a Melanie.

 


 

Ella se entrega al goce, es decir, ha hecho una experiencia extrema de lo real, en la que ha experimentado el desvanecimiento de sus límites y por eso se ha aproximado a cierta frontera de la desintegración.

 

Y justo entonces Mitch dice que se larga.

 

Que no está dispuesto a hacerse cargo de ella. Si quieres un hombre, vuélvete con tu padre, viene a decirle.

 

Y bien, la desolación o la ira, según los casos, es lo que eso puede generar en la mujer.

 



•Mitch: I was merely drawing a parallel, Miss Daniels.


•Melanie: How did you know my name?

 

¿Ven lo que les decía?

 

La propia Melanie señala la importancia de la cuestión de su nombre.

 


•Mitch: A little birdie told me.

La cosa va fatal.

 

Pues lo que Melanie esperaba era que el pajarito le hablara a ella, y le hablara dándole un nuevo nombre. Y nos encontramos, en cambio, con que él mantiene un diálogo narcisista con su pajarito.

 


•Mitch: Good day, Miss Daniels. Madam.

 

¿Ven hasta que punto él está instalado en la fase fálica? Feliz de tener lo que ella no tiene, decidido a echárselo en cara y largarse.

 

¿Y ella?

 


•Melanie: Hey, wait a minute.

 

Ella está cargada de ira.

 

En este momento su lápiz parece casi un puñal.

 

Es una niña bien, hija del director de un prestigioso diario de la ciudad y está por eso acostumbrada a imponer su voluntad.

 

Saben que todo eso quedará confirmado en la conversación telefónica con la que concluye la escena, pero es bien patente desde ahora mismo.

 

Y hay que añadir también esto otro. Es fuerte. Muy fuerte.

 

Y tan inquietantemente rígida como su moño. Tan potencialmente agresiva como su lápiz.

 

 

 

 


Melanie se rehace – los cristales rotos

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•Melanie: I don’t know you.


•Mitch: Ah, but I know you.


•Melanie: How?



•Mitch: We met in court.

 


 

Como ven, Melanie se rehace rápidamente.

 

Me vio una vez y no ha podido olvidarme. Me desea.

 

Pero ese baño narcisista no elimina su deseo de venganza.

 

Ambas cosas se leen bien en su rostro.


•Melanie: We never met in court or anyplace else.

Tú me viste a mí, pero yo ni siquiera reparé en ti, es lo que viene a contestarle.

 


•Mitch: That’s true. I’ll rephrase it. I saw you in court.

 

Y a él por cierto que le duele ese rejonazo -si me permiten la expresión taurina.

 

Observen los términos del nuevo plano contraplano que acaba de establecerse. De un lado, la mujer y el pájaro negro.

 


 

Del otro, Mitch y la misma Melanie, que resulta así presente en ambos planos.

 


 

Ella frontal y centrada en imagen. El en tres cuartos y lateralizado.

 

Y por esa vía su tenso moño obtiene un bien acentuado protagonismo -como ven, está cargado de luz, hasta el punto de que es el elemento más brillante de la imagen.

 

De modo que algo evidente se deduce del desequilibrio de esta disposición: que ella es el punto de mayor peso en la composición dinámica que el plano /contraplano establece.

 

 


•Melanie: When?

 

¿Cuándo te quedaste prendado de mí? Observen que ella se afirma en el poder que el deseo de él le confiere.

 

Y constatan como eso le permite volver a investirse fálicamente.

 

Ahí la tienen, bien erguida, mirándole por encima de su barbilla.

 


•Mitch: Don’t you remember one of your practical jokes


•Mitch: that resulted


•Mitch: in the smashing of a plate-glass window?


•Melanie: I didn’t break that window.


•Mitch: Yes, but your little prank did.

 

¿Se dan cuenta de hasta donde alcanza esto de los cristales rotos de la ventana?

 





 

 

Esa ave negra sobre la cama no está muy lejos de la que,

 


 

en la escena que nos ocupa ahora, se encuentra en la jaula tras Melanie.

 

 


Melanie y su deseo de la ley

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•Mitch: The judge should’ve put you behind bars.


•Melanie: What are you, a policeman?


 

El tema de la jaula reaparece.

 

Y como les anticipaba antes, esto puede resultar interesante para ella.

 

Al menos es un hecho que ha dejado de mirarle por encima de la barbilla.

 


•Mitch: I merely believe in the law, Miss Daniels.

 

Y esto último, sobre todo, le interesa especialmente.

 

¿Se han dado cuenta de como cambia su rostro, de como presta una especial atención?

 

Un hombre que cree en la ley. Y una ley capaz de ceñirla en su goce.

 

Palabras mayores para encender el deseo de Melanie.

 

Vean hasta donde llega eso:

 


•Mitch: And I’m not too keen on practical jokers.


 


•Melanie: What do you call your lovebird story if not…


•Mitch: Oh, I really wanted the lovebirds.


•Melanie: Well, you knew I didn’t work here. You deliberately…


•Mitch: Right. I recognized you when I came in.


•Mitch: I just thought you might like to know what it’s like to be on the other end of a gag.


•Mitch: What do you think of that?


•Melanie: I think you’re a louse.



•Mitch: I am. Good day, Miss Daniels. Madam.


•Melanie: And I’m glad you didn’t get your lovebirds.


•Mitch: Oh, I’ll find something else. See you in court.


•Melanie: Who was that man?


 

¿Quién es ese hombre? ¿Es un hombre de verdad?

 

La cámara avanza ahora hacia ella para invitarnos a leer sus pensamientos tal y como su rostro los refleja.

 


 

Su agitación interior se expresa también sonoramente en el sonido del piar múltiple de los pájaros.

 

Lo que predomina en su conciencia es el odio y el deseo de venganza, pero eso no excluye un evidente deseo hacia el varón que la ha interpelado.

 

Lo más notable, en cualquier caso, es el deseo inconsciente que late en su interior. Pues es la intensidad de ese deseo el principal motivo del travelling que acabamos de contemplar.

 


 

De hecho, es esa intensidad, ese empuje de la pulsión, lo que la lanza a la carrera:

 


 

Y la escalera aparece por tercera vez, esta vez mostrada desde un plano más acentuadamente cenital.

 

Todo en la imagen son líneas inclinadas, cruzándose desordenadamente, como es desordenado el sonido de los pájaros.

 


 

 


Salí tras ti clamando, y eras ido

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«-¿A dónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
Habiéndome herido;
Salí tras ti clamando, y eras ido.»


 


 

Por lo demás, deberán reconocerme ustedes que si hay una cifra para el Dios de nuestra civilización -uno y trino- es la cifra tres.

 

Es ciertamente notable que éste, que es el tercer plano subjetivo del film, sea el segundo plano subjetivo de Melanie que el film nos ofrece.

 

Pues debemos decir de él que, al menos en principio, por lo que acabo de señalarles, es del todo opuesto al primero.

 



 

 

 

Y, ciertamente, la cifra del Dios patriarcal es la cifra tres.

 

¿Quiere decir esto que ella, la mujer, coloca al varón en el lugar de Dios? En cierto modo sí, pues saben ustedes -los hechos de nuevo- que en muchas ocasiones sucede así.

 

Pero hay que añadir en seguida que eso es un serio riesgo para ella. Pues solo saldrá positivamente de ese deseo imaginario cuando acepte que él puede llegar a ser padre, como el Dios padre, pero que nunca podrá llegar a ser Dios.

 

Lo que sí quiere decir, en cualquier caso, es que ella necesita de un varón capaz de enunciar la ley -y lo digo en sentido fuerte: que sea capaz de sustentar con su enunciación la ley. Capaz de sujetarla a ella cuando se entregue al goce.

 

Capaz, por ello mismo, de introducir el fruto de ese goce en el campo de la ley.

 

 

¿Esto que les digo es mitología? Sin duda lo es, pero no más que el Edipo, y prosigue en su misma línea.

 

Pero no piensen que por ser mitología deja de ser algo objetivo.

 

Pues lo que Freud reconoció como las articulaciones mayores de ese proceso que es el del complejo de Edipo, fueron hechos. Hechos subjetivos, sin duda, pero no por ello menos objetivados. Los encontraba en los textos de sus pacientes, en la mitología o en las grandes obras de arte.

 

Lo que trato de decirles es que los mitos no son, como suele pensarse ingenuamente, fantasías imaginarias. Todo lo contrario: son relatos que se realizan y, así, se materializan en los ritos, relatos que surcan lo real y que introducen vectores de sentido que permiten a los seres vivir.

 


 

Tal es, en todo caso, el anhelo de Melanie.

 

Pero es obligado añadir que, en el universo de Los pájaros, todo apunta en contra de ese anhelo.

 

Todo, incluida ella misma.

 

 


Un varón ilusionista

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Pero empecemos primero por él.

 

¿No les pareció que había algo de malabarismo, de juego de manos, en su manera de hacerse con el pajarito?

 



•Mitch: There we are.


•Melanie: Oh, there.

•MacGruder: Wonderful.


 

El plano sugiere la imagen de un mago que saca un pajarito del sombrero.

 

Un ilusionista, en suma

 


 

Y uno en exceso pagado de sí mismo.

 

Y qué decir de su manera de marcharse, ¿no encuentran en ella algo realmente notable?

 


•Mitch: I am. Good day, Miss Daniels. Madam.


•Melanie: And I’m glad you didn’t get your lovebirds.


•Mitch: Oh, I’ll find something else. See you in court.


 

¿Qué?

 

Que consigue el malabarismo exquisito de salir de la pajarería sin ver la jaula y el pájaro negro que se encuentra en la encrucijada misma de su giro: cuando se encuentra a su altura se vuelve para mirarla a ella. Gira en torno a él sin mirarlo ni por un instante. Y, en cuanto puede, se asoma por el otro lado para verla a ella.

 

Es, en cierto modo, la pirueta de un arlequín.

 

Como les decía, se gusta demasiado. Todo parece indicar, en suma, que no parece a la altura del héroe capaz de afrontar la castración de la mujer.

 

 


Una mujer poderosa

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¿Y qué decir de ella?

 


•Melanie: I think you’re a louse.


•Mitch: I am. Good day, Miss Daniels. Madam.


•Melanie: And I’m glad you didn’t get your lovebirds.

 

¿Ven la ira, la furia fulgurante que puede llegar a emerger de ella? No sé si se han dado cuenta de su extremo, y extremadamente amenazante, poder.

 

Es éste por cierto un plano notable. Sorprendente incluso por el modo de su realización. Pues, dada la posición de cámara y la consiguiente posición de ambos en imagen, todo pareciera indicar que el fuera a salir por la derecha. Sin embargo, sale por la izquierda.

 

¿Cuál es el motivo? Se trata de que el moño de Melanie alcance todo su máximo protagonismo.

 


•Mitch: I am. Good day, Miss Daniels. Madam.


 

Hasta el extremo de que, por un momento, Mitch desaparece tras él.

 

Apoteosis del moño, entonces.

 


 

El moño se centra.

 

Y de él emerge el más duro rostro, con la más poderosa y violenta de las mandíbulas.

 


 

Arte de la fotografía. ¿Se dan cuenta de hasta qué punto puede cambiar un rostro?

 

Por eso se rompen tantas fotografías.

 


 

El caso es que un gran cineasta como Hitchcock saca de ello todo su partido provocando tan extrema transformación: la prometedora ambigüedad de la seducción se ha convertido en odio emergente justo un instante después de que el rostro de Mitch haya sido ocultado por su moño.

 

Un odio extremo, que hace aquí su primer acto de presencia, pero que no cesará de crecer, desplazándose por entre las diversas figuras de lo femenino que pueblan el film.

 

Pobre Tippy Hedren.

 


 

Si hubiera estado en su mano, habría eliminado este plano: ninguna mujer quiere ser fotografiada así.

 

Pero Hitchcock estaba en el apogeo de su éxito, y ella carecía de toda influencia sobre la fotografía de la que era objeto.

 


Apoteosis del moño

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No sé si lo saben, pero el cine de Hitchcock está lleno de moños.

 

Recuerden, por ejemplo, lo que han visto en Vertigo:

 



 


 

Y ese moño remite a otro moño, el de Carlotta Valdés, esa mujer loca de una generación anterior:

 


 

El siguiente paso es éste:

 



 

Ya saben, el moño de la madre de Psycho.

 

Y de ese moño emerge el más siniestro de los rostros:

 


 

¿Se dan cuenta de la extrema semejanza de estructura entre este plano de Psycho y el que nos ocupa ahora en Los pájaros?

 


 


A lo que hay que añadir: en Los pájaros, el moño de Melanie anticipa el moño de la madre.

 


 

De modo que de ahí procede el poder del moño de Melanie y su capacidad de absorber el rostro de Mitch.

 


 

Pues ¿no ven ahí a un hombre cuyo rostro ha sido suplantado por el moño de una mujer? Esta idea puede parecerles muy abstracta, quizás incluso forzada.

 

No lo es, sin embargo. Es, por el contrario, una extraordinariamente concreta:

 


•Lila: Mrs. Bates.






•Lila: (screaming)



•Norman: (screaming)


•Norman: (screaming)




•Norman: (screaming)




 

Se dan cuenta. Nada de abstracto hay en ello.

 

Norman Bates


 

es un hombre absolutamente invadido

 


 

por el moño de una mujer: su madre.

 


 

 

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Safe Creative #2008175036938

 

 

19. La posición femenina

 

 

 

 

 

 

Jesús González Requena
Psicoanálisis y Análisis Textual, 2019
sesión del 2019-11-15 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2020

 

 

 

 

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Lacan, Freud, la mística y el goce de la mujer

 

«No hay ningún medio para decir en que dosis son ustedes masculino o femenino, no se trata tampoco de biología, (…) es imposible dar un sentido analítico a los términos masculino o femenino.»

[Jacques Lacan: (1966-1967 (14) La lógica del fantasma\1967-04-19 (16)]

 

«Si hay un punto en el análisis en el que se sostiene tranquilamente lo que les señalé, que no hay relación sexual, es en que no se sabe qué es la Mujer. (…)

«¿Qué es sino una denegación atribuirle como carácter no tener lo que precisamente nunca se trató de que tuviera? Con todo, solo desde este ángulo la Mujer aparece en la lógica freudiana -un representante inadecuado, al lado, el falo, y después la negación de que ella lo tenga, es decir, la reafirmación de su solidaridad con ese chirimbolo, que puede ser su representante pero que no tiene ninguna relación con ella. Esto por sí solo debería darnos una breve lección de lógica y permitirnos ver que lo que falta al conjunto de esta lógica es precisamente el significante sexual.

[Jacques Lacan: (1968-1969 (16) De un otro al otro\1969-03-12, p. 207-208.]

 

Aquí nos detuvimos el último día.

 

Les mostraba entonces como Lacan, en una toma de posición que contradecía lo afirmado por Freud, afirmaba que es imposible dar un sentido analítico a los términos masculino o femenino.

 

Y, muy especialmente: que no habría significante de lo femenino.

 

¿No lo habría? ¿No lo hay? ¿No les parece este un enunciado absurdo? Pues pienso que es absurdo decir que no existe el significante de lo femenino, cuando es obvio que ese significante existe, y es, muy precisamente, el significante “femenino”.

 

Esto quizás les parezca una perogrullada.

 

Pero miren, más bien la perogrullada es lo otro: afirmar que no existe un significante que existe.

 

Pues los significantes no son entidades enigmáticas de existencia más o menos dudosa. Los significantes son los significantes. Cada lengua tiene los suyos y ustedes pueden encontrarlos listados en sus diccionarios.

 

En todo caso, ya saben a donde conduce la especulación lacaniana.

 

La inexistencia de ese significante que existe volvería impensable el goce de la mujer.

 

«(…) nosotros sabemos muy bien que el goce femenino queda afuera. No sabemos ni una palabra sobre el goce femenino»

[Jacques Lacan: (1967-1968) El acto psicoanalítico (15)]

 

Por mi parte, ya saben, creo que lo sensato es volver a Freud.

 

Les daré un motivo de peso para hacerlo.

 

Se trata, sencillamente, de esto: la posición de Lacan no muestra ninguna utilidad a la hora de leer el Cántico Espiritual.

 

La de Freud, en cambio, se presenta extraordinariamente apropiada para esa tarea.

 

«No carece de importancia tener presentes las mudanzas que experimenta, durante el desarrollo sexual infantil, la polaridad sexual a que estamos habituados. Una primera oposición se introduce con la elección de objeto, que sin duda presupone sujeto y objeto. En el estadio de la organización pregenital sádico-anal no cabe hablar de masculino y femenino; la oposición entre activo y pasivo es la dominante. En el siguiente estadio de la organización genital infantil hay por cierto algo masculino, pero no algo femenino; la oposición reza aquí: genital masculino, o castrado. Sólo con la culminación del desarrollo en la época de la pubertad, la polaridad sexual coincide con masculino y femenino. Lo masculino reúne el sujeto, la actividad y la posesión del pene; lo femenino, el objeto y la pasividad. La vagina es apreciada ahora como albergue del pene, recibe la herencia del vientre materno.»

[Sigmund Freud: 1923 La organización genital infantil, p. 148-149.]

 

Pues el Cántico Espiritual habla del goce místico desde luego, pero lo hace utilizando como metáfora del mismo el goce de la mujer.

 

Ese es el motivo de que el poeta se ubique, en su poema, en posicion femenina. Lo que se materializa, de manera indiscutible, en el hecho de que los enunciados que profiere se declinan en femenino.

 

¿Se dan cuenta de cuál es el presupuesto que hace todo ello posible? Ni más ni menos que éste: que hay un decir del goce femenino y que es ese decir que existe -precisamente porque existe- es el que constituye la vía para hablar del goce místico.

 

Y ello no es un invento de Juan de la Cruz, sino que viene de muy antiguo.

 

Pues supongo que lo saben ustedes: el Cántico Espiritual se inspira abiertamente en El Cantar de los cantares bíblico.

 

La pregunta obligada -que no suele hacerse- es: ¿en qué estriba la relación, la semejanza si ustedes quieren, entre el goce de la mujer y el goce místico que hace posible la metáfora?

 

Una respuesta posible desde el psicoanálisis podría ser esta: que el goce místico es la sublimación del goce de la mujer.

 

Creo que esta podría ser una hipótesis de larga alcance, pero no voy a detenerme ahora a desarrollarla.

 

Observen en cualquier caso que su mera plausibilidad solo es posible a partir de la existencia, como un hecho, de ese goce.

 

Y una aclaración suplementaria.

 

Para Lacan, el goce de la mujer, ese del que dice que existe, pero del que dice igualmente que él no sabe nada, sería un goce no sexual, dado que para él

 

«El goce, en tanto sexual, es fálico.»

[Jacques Lacan (1972-1973) Aún, 1972-11-21, p. 17.]

 

Y el de la mujer, según él, no lo es, aunque ella pueda participar también de éste.

Frente a eso, es necesario afirmar que si identificamos algo como goce de la mujer, si utilizamos esta expresión, ese goce no puede ser de otra índole que sexual desde el mismo momento en que lo nombramos así: como goce -propio- de la mujer.

 

Y ello porque no hablamos del goce del individuo, del goce de la persona o del goce del ser humano.

 

Cuando hablamos del goce de la mujer hablamos del goce de los individuos que comparecen como diferenciados por su condición sexual, en este caso especificada como femenina.

 

¿Entienden lo que les digo? Hablar de un goce de la mujer que no fuera sexual pero que sería propio de las mujeres y solo de ellas sería dar al término mujer un sentido sustancial e, inevitablemente, metafísico.

 

Una mujer es un ser humano de sexo femenino, como un varón es un ser humano de sexo masculino.

 

Todo lo que postulemos de la mujer o del varón, si no lo postulamos del ser humano en general, es necesariamente porque lo ligamos a su condición sexual.

 

 


El Cántico: goce y padecimiento, actividad y pasividad

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Pues bien, exploremos ese goce del que San Juan de la Cruz nos habla..

 

Lo primero que podemos decir de él es que no puede ser confundido con el placer:

 

«ESPOSA
-¿A dónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huíste,
Habiéndome herido;
Salí tras ti clamando, y eras ido.»

 

pues se manifiesta en el gemido, se vive como herida,

 

«(…)
-Pastores, los que fuerdes
Allá por las majadas al Otero,
Si por ventura vierdes
Aquel que yo más quiero,
Decilde que adolezco, peno y muero.»

 

como dolor, penar y muerte.

 

«(…)
– Y todos cuantos vagan,
De ti me van mil gracias refiriendo,
Y todos más me llagan,
Y déjame muriendo
Un no sé qué que quedan balbuciendo.»

 

«(…)
-¿Por qué, pues has llagado
Aqueste corazón, no le sanaste?
Y pues me le has robado,
Por qué así le dejaste,
Y no tomas el robo que robaste?»

 

Como llaga abierta.

 

Así pues: el goce del que aquí se habla se sitúa más allá del principio del placer y, en esa misma medida, participa del dolor.

 

O dicho en términos freudianos: está del lado de la pulsión de muerte.

 

Es justo reconocerle a Lacan el haber sabido mejor que muchos otros psicoanalistas prestar atención a la afirmación freudiana de que lo que está más allá del principio del placer es la pulsión de muerte.

 

Es ahí donde Lacan sitúa el campo del goce. Por más que, como siempre, oculte sus cartas y termine generando multitud de confusiones.

 

Las cartas ocultas, en este caso, son Nietzsche por un lado, y Bataille por otro.

 

Les estoy hablando, de nuevo, de plagio.

 

Lo diré a la brava: lo que Lacan presenta en su seminario sobre la Etica del psicoanálisis como una novedad que el aporta y que justifica como una interpretación de Freud, ni es una novedad ni procede de una interpretación de Freud.

 

Se trata de Nietzsche: de ese más allá de un goce insoportable, del todo exterior al orden del lenguaje, que constituye la idea central de El origen de la tragedia.

 

¿Existe ese goce del que Nietzsche habla?

 

Sin duda.

 

Ahora bien, ¿es eso el goce? Yo digo que no. Pero no entiendan como una petulancia que lo diga así en vez de conformarme con un modesto diría.

 

Si lo digo así es porque tengo una prueba -de hecho, tengo muchas más, por más que ésta sea una de las más relevantes-; precisamente, el Cántico Espiritual.

 

Pues, como les anticipaba el otro día, el goce del que el Cántico Espiritual habla -insisto: habla, habla sobre ello, sobre ello dice- es un goce que se inscribe en el campo simbólico.

 

Y esto no es una afirmación gratuita, sino la constatación de un dato objetivo: que el motivo del goce místico es un símbolo, y no cualquiera, sino el símbolo mayor de nuestra civilización: me refiero, claro está, a Dios.

 

Y Dios -lo señalé el otro día en la discusión y debo insistir ahora en ello- es masculino en la misma medida en que es patriarcal.

 

No es esto una interpretación, sino la constatación de algo que se dice todo el tiempo en la Biblia, por más que algunos teólogos modernos se empeñen en desexualizar a Dios -digo modernos, no necesariamente contemporáneos: el Dios del panteísmo ilustrado era ya un Dios asexuado.

 

Pero no el bíblico, y tampoco el del Cántico espiritual, como queda explicitado desde su mismo título: Canciones entre el Alma y el Esposo.

 

No es mi intención detenerme ahora a analizar el Cantico.

 

Para suplir esa tarea, les he invitado a leer aquel viejo artículo mío -1997- que se llama La posición femenina en el Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz. Disponible aquí

 

Por cierto, encontrarán allí una referencia a Lacan que no es incorrecta, pero que caduca a la altura del Seminario 5.

 

Es este en cualquier caso un buen momento para señalar algo en lo que no había reparado cuando escribí aquel trabajo. Y es que en el alma femenina del Cántico encontramos la más directa expresión de esa acentuada actividad con la que la mujer busca alcanzar la posición pasiva.

 

Recuerden:

 

«Podría intentarse caracterizar psicológicamente la feminidad diciendo que consiste en la predilección por metas pasivas. Desde luego, esto no es idéntico a pasividad; puede ser necesaria una gran dosis de actividad para alcanzar una meta pasiva.»

[Freud, sigmund: (1932) Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis: 33ª conferencia – La feminidad, p. 107]

 

«-Buscando mis amores
Iré por esos montes y riberas,
Ni cogeré las flores,
Ni temeré las fieras,
Y pasaré los fuertes y fronteras.
(…)
-Apártalos, amado,
Que voy de vuelo.»

 

Nada detiene al alma en su pasión amorosa: va de vuelo, recorre montes y riberas, no se detiene ni en su más elemental narcisismo femenino, desafía a las fieras y atraviesa los fuertes y las fronteras.

 

Y hace todo eso, despliega esa extraordinaria actividad, para mejor alcanzar la posición pasiva en el encuentro con el amado:

 

«-Allí me dio su pecho.
Allí me enseñó ciencia muy sabrosa,
Y yo le di de hecho
A mí, sin dejar cosa.
Allí le prometí de ser su esposa.»

 

«-Mi alma se ha empleado,
Y todo mi caudal en su servicio;
Ya no guardo ganado,
Ni ya tengo otro oficio.
Que ya sólo en amar es mi ejercicio.»

 

«-Y luego a las subidas
Cavernas de la piedra nos iremos,
Que están bien escondidas,
Y allí nos entraremos,
Y el mosto de granadas gustaremos.»

 

«-Allí me mostrarías
Aquello que mi alma pretendía,
Y luego me darías
Allí tú, vida mía,
Aquello que me diste el otro día.»

 

 


Fase fálica: tener – Fase genital: hacer

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Como ven, lo que encontramos en el Cántico, tanto más nos aleja de Lacan cuanto nos aproxima a Freud.

 

«No carece de importancia tener presentes las mudanzas que experimenta, durante el desarrollo sexual infantil, la polaridad sexual a que estamos habituados. Una primera oposición se introduce con la elección de objeto, que sin duda presupone sujeto y objeto. En el estadio de la organización pregenital sádico-anal no cabe hablar de masculino y femenino; la oposición entre activo y pasivo es la dominante. En el siguiente estadio de la organización genital infantil hay por cierto algo masculino, pero no algo femenino; la oposición reza aquí: genital masculino, o castrado. Sólo con la culminación del desarrollo en la época de la pubertad, la polaridad sexual coincide con masculino y femenino. Lo masculino reúne el sujeto, la actividad y la posesión del pene; lo femenino, el objeto y la pasividad. La vagina es apreciada ahora como albergue del pene, recibe la herencia del vientre materno.»

[Sigmund Freud: (1923) La organización genital infantil, p. 148-149.]

 

Creo que estamos ahora en mejores oncidiones de apreciar la novedad que separa a la fase genital de la fase fálica. Podríamos esquematizarla así:

 

Fase fálica: masculino: tener no tener.

 

Fase genital: Lo masculino: sujeto, la actividad y la posesión del pene. Lo femenino: el objeto y la pasividad, la vagina.

 

¿Se dan cuenta de cuál es la diferencia semántica mayor que separa a una de otra? Si dan con ella, darán igualmente con el motivo que lleva a Lacan a afirmar que el acto sexual no existe.

 

Es, por lo demás, una diferencia evidente.

 

La fase fálica es una fase que se define en el campo del tener. La fase genital, en cambio, es la fase del hacer, es decir, la fase del acto.

 

Y visto así, ¿no les parece evidente que lo que pone en el centro de su reflexión Freud es eso mismo que Lacan se siente obligado a recusar?: el acto sexual, tal y como aparece determinado por la diferencia anatómica y por el horizonte de la reproducción.

 

No es casualidad que de eso Lacan no diga prácticamente nada, excepción hecha de algunos comentarios jocosos que manifietan bien su dificultad en el manejo del asunto:

 

«En la naturaleza (…) nada indica que el sexo sea un mecanismo reproductivo.»

[Jacques Lacan: (1964-1965) Seminario 12. Problemas cruciales para el psicoanálisis, 1965-05-12.]

 

«Es el cuerpo que habla en tanto que no logra reproducirse sino gracias a un malentendido de su goce. Lo cual es decir que no se reproduce sino errando […] Y errándolo es como se reproduce, es decir, jodiendo.»

[Jacques Lacan: (1972-1973) Seminario 20. Aún, 1973-05-15, p. 146.]

 

Siempre ingenioso, como ven.

 

Aunque parece obligado anotar aquí hasta que punto el ingenio rococó del seminario de Lacan pudo llegar a alejarse del sufrimiento de los pacientes que recurren a la clínica psicoanalítica.

 

Pues quien más y quien menos sabe que uno de los mayores dolores que puede llegar a padecer un ser humano estriba precisamente en eso, en no poder localizar su origen en un deseo dotado de sentido y, consiguientemente, en verse obligado a pensarse procedente no más que de un error o de una casualidad.

 

 


Voz activa y voz pasiva, la herramienta y el territorio del goce

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Pero volvamos a nuestra a Freud:

 

«No carece de importancia tener presentes las mudanzas que experimenta, durante el desarrollo sexual infantil, la polaridad sexual a que estamos habituados. Una primera oposición se introduce con la elección de objeto, que sin duda presupone sujeto y objeto. En el estadio de la organización pregenital sádico-anal no cabe hablar de masculino y femenino; la oposición entre activo y pasivo es la dominante. En el siguiente estadio de la organización genital infantil hay por cierto algo masculino, pero no algo femenino; la oposición reza aquí: genital masculino, o castrado. Sólo con la culminación del desarrollo en la época de la pubertad, la polaridad sexual coincide con masculino y femenino. Lo masculino reúne el sujeto, la actividad y la posesión del pene; lo femenino, el objeto y la pasividad. La vagina es apreciada ahora como albergue del pene, recibe la herencia del vientre materno.»

[Sigmund Freud: 1923 La organización genital infantil, p. 148-149.]

 

El acto determina una posición activa, la de quien penetra, y una pasiva, la de quien es penetrado.

 

Dense cuenta de que una estructura mayor de la lengua se descubre esencial aquí para tratae de lo que nos ocupa: la de esas dos voces que son la voz activa y la voz pasiva.

 

Hay, en ese sentido, un sujeto y un objeto del acto.

 

Les insisto: entiendan estos términos en sentido estrictamente funcional, que en nada afecta ni a la densidad ni a la dignidad del ser.

 

Y de hecho, si me dan tiempo para ello, trataré de mostrarles en lo que sigue que la posición pasiva es ontológicamente más densa que la posición activa. Pero conviene que nos detengamos primero en acusar una notable diferencia en la manera en la que Freud enumera los rasgos de lo masculino y lo femenino:

 

Lo masculino: sujeto, actividad y posesión del pene.

 

Lo femenino: objeto y pasividad, la vagina.

 

¿Ven de qué se trata? Afecta al tercer término de ambas series: se habla de posesión del pene, pero no se habla de posesión
de la vagina.

 

Lo que no puede por menos que afectar a la cuestión del objeto. Pues el pene aparece como un objeto que se tiene o no se tiene -se manifiesta aquí la presencia de la dialéctica fálica- pero no así la vagina.

 

La vagina no es objeto. Eso es lo que explica que, en la fase fálica, solo haya lo masculino, el falo. Por ser la suya la fase del tener no puede concebir lo que no es objeto.

 

La vagina -dice Freud- es apreciada ahora como albergue del pene,
recibe la herencia del vientre materno.

 

La vagina, entonces, no es un objeto, sino algo capaz de albergar un objeto -el pene.

 

Y mucho más que eso: recibe la herencia del vientre materno.

 

Como ven, el asunto del objeto no es simple.

 

La mujer comparece como el objeto del acto, precisamente porque su genital no es objeto, sino receptáculo.

 

El varón, en cambio, comparece como sujeto del acto, en tanto que tiene el objeto que puede ser recibido.

 

Ese objeto es, desde luego, un objeto bien especial, porque es la herramienta del acto.

 

Es entonces la posesión de ese objeto que es herramienta del acto la que discrimina entre el sujeto y el objeto del acto.

 

Notables implicaciones se deducen de aquí.

 

La primera es que ese objeto, aunque unido al cuerpo del varón, se percibe netamente diferenciado de él o en él. No sucede lo mismo con la vagina, que por su condición de no objeto se delimita con mucha mayor dificultad del cuerpo al que pertenece.

 

Una manera de verbalizar esta diferencia podría ser ésta: el hombre tiene sexo, mientras que la mujer es sexo.

 

No entiendan esto como que el hombre sea muchas otras cosas además de sexo mientras que la mujer quede reducida a su condición sexual. No se trata de eso. Ni uno ni otro, ni el individuo hombre ni el individuo mujer, limitan su ser a su condición sexuada.

 

De lo que se trata es del modo de ser en el sexo.

 

Si el hombre tiene la herramienta del acto, la mujer, en cambio, es el territorio del acto: es en ella donde el acto sucede.

 

Solo tienen que pensar, para reconocer la densidad de esta disposición simbólica, en la metáfora sexual del acto de arar: en ella, lo masculino es el arado y quien lo maneja, lo femenino es la tierra surcada por el arado.

 

Y no pierdan de vista que les hablo de una disposición simbólica, no de una natural, es decir, prefigurada en la naturaleza.

 

Lo simbólico irrumpe sobre la naturaleza como algo diferente de ella y que se le sobrepone.

 

Pero de ello no debe deducirse, como hacen los desenvueltos posmodernos con tan poco rigor, que cualquier disposición simbólica sea posible o deseable.

 

Pues las disposiciones simbólicas son mejores o peores, más o menos apropiadas, en la medida en que ayudan mejor a reconciliar al individuo con sus datos naturales, quiero decir, con su singular anatomía corporal -vale decir, real.

 

El privilegio del goce de la mujer está sin duda relacionado con todo ello. A diferencia del del hombre, más limitado a su órgano, el de la mujer se expande a todo su territorio corporal.

 

Lo que podemos formular así: si el hombre tiene la herramienta del goce, la mujer es el territorio del goce.

 

 


Tener y ser – la mujer es -tomada por el hombre

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Como ven, a poco que exploramos la cuestión, encontramos que el hombre está más del lado del tener y la mujer del lado del ser.

 

El hombre tiene la herramienta del goce, pero ese goce es, esencialmente, el goce de la mujer, dado que es en la mujer donde el goce sucede.

 

Retomemos a este propósito esa estructura lingüística mayor de la dialéctica de la sexualidad: la de las voces activa y pasiva.

 

Podemos formularlo así: el hombre toma a la mujer, la mujer es tomada por el hombre.

 

Y no olviden que decir esto es del todo compatible con el hecho de que muchas mujeres toman a los hombres. Pero eso solo quiere decir que cuando así hacen se localizan en la posición masculina.

 

Pues bien, observen que para convertir una oración activa en pasiva es necesario recurrir al verbo ser.

 

Lo que indica una especial relación entre este verbo, el verbo ser y la voz pasiva.

 

Permítanme un paréntesis que les permitirá comprender mejor lo que les digo del ser.

 

Hay lenguas que permiten, mejor o peor, hacer filosofía.

 

La lengua española, en esto, es diferente, pues es, en sí misma, filosófica. Y lo es por esa asombrosa articulación que posee entre los verbos ser y estar. Pues el núcleo de toda filosofía es la ontología, y la ontología versa sobre el ser.

 

Y bien, si el hombre está más del lado del hacer, la mujer está más del lado del ser.

 

Lo que ha quedado ya anotado hace un momento cuando les decía que el hombre toma a la mujer y la mujer es tomada por el hombre.

 

En el primer enunciado, no está presente el verbo ser, que aparece necesariamente en el segundo, precisamente por estar esencialmente ligado a la voz pasiva.

 

Fíjense que este enunciado puede ser reorganizado así: la mujer, tomada por el hombre, es.

 

O más sencillamente: la mujer es -tomada por el hombre.

 

Podemos manifestar también esta diferente relación con el ser si forzamos la introducción del verbo ser en ambas oraciones.

 

Así podríamos decir: el hombre es el que toma a la mujer, la mujer es la que es tomada por el hombre.

 

La mujer, entonces, es.

 

Es, en la dialéctica sexual, el recinto del ser.

 

 


La dialectica del hacer y del padecer – el mayor goce

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Y bien, si conectamos estos dos últimos rasgos -la mujer como territorio del goce y como recinto del ser- con lo que sabemos de la relación del goce con el padecimiento, parece apropiado decir que la fase genital puede caracterizarse por la dialéctica del hacer y el padecer.

 

Siendo la del padecer la posición del goce.

 

Lo comprenderán mejor si atienden a la relación esencial del goce con la pasividad.

 

Pues es tanto mayor el goce cuanto más uno puede entregarse a él.

 

Por eso la posición activa, por ser tal, por requerir de cierto gobierno -y no hay otro gobierno que el del yo-, solo parcialmente puede entregarse al goce.

 

Es la posición pasiva la que puede entregarse a él del todo, es solo ella la que puede acceder, por esa vía,

 


 

al desvanecimiento del yo que es condición del mayor goce.

 


necesita saberse sostenida – la palabra del hombre

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Ahora bien, atiendan a la contrapartida de ese mayor goce y, sobre todo, del desvanecimiento del yo que es su condición.

 

Se trata del riesgo que ello supone. Pues el desvanecimiento puede conducir -tal es el riesgo del goce- a la desintegración.

 

Es esto lo que mejor explica que la palabra del hombre sea un requisito mayor del deseo de la mujer. Pues ella, para poder entregarse del todo, necesita sentirse sostenida -y reintegrada- por aquel al que así se entrega.

 

Necesita, en suma, que él sea capaz de sujetarla en el límite del desvanecimiento.

 

Ciertamente, el puede haberle dado esa palabra. Pero el problema de la mujer es saber, por anticipado, si es verdadera.

 

Lo que no coincide necesariamente con el hecho de que él haya dado esa palabra con sus mejores intenciones, no intentanto engañarla como Don Juan, sino poniendo en ello toda su voluntad.

 

No basta con eso.

 

No es cuestión de buenas intenciones.

 

Para la mujer el asunto es que, a la hora de la verdad, esa palabra se haga verdadera.

 

Como ven, estamos de lleno en el campo de la dimensión simbólica de la palabra: nos encontramos ante una palabra que es promesa y que por eso solo se sabe si es verdadera o mentirosa a la hora de la verdad.

 

La dificultad del asunto nos devuelve a esa cita esencial del Freud de El fetichismo que ahora les presento por tercera vez:

 

«Probablemente a ninguna persona del sexo masculino le es ahorrado el terror a la castración al ver los genitales femeninos. ¿Por qué algunos se vuelven homosexuales a consecuencia de esa impresión, otros se defienden de ella creando un fetiche y la inmensa mayoría la supera? He ahí algo que por cierto no sabemos explicar. Es posible que, de todas las condiciones cooperantes, no conozcamos todavía las decisivas para los raros desenlaces patológicos; por lo demás, contentémonos con poder explicar lo que acontece, y considerémonos autorizados a desechar provisionalmente la tarea de explicar por qué algo no acontece.»

[Sigmund Freud: 1927) Fetichismo, p. 149]

 

Esta vez les presento una versión más ampliada, porque eso les ayudará a comprender mejor el pensamiento de Freud sobre el asunto.

 

Concéntrense por eso primero en la segunda parte de la cita.

 

Contra tanto intelectual contemporáneo para el que lo único importante es que nada estropee una sofisticada teoría, para Freud, científico serio, lo primero y fundamental son los hechos: lo que acontece.

 

El asunto de la ciencia no es cómo debe ser el mundo -ese es un asunto ideológico y político, pero no científico.

 

El asunto de la ciencia es conocer y comprender como es lo que es.

 

Es ahí donde tiene lugar la constatación de ese hecho que asombra a Freud: que haya tantos hombres que no sucumban a la homosexualidad o al fetichismo -y, por extensión, a la perversión.

 

Hombres capaces, en suma, de afrontar a las mujeres y no salir huyendo.

 

Lo que nos devuelve al momento justo en que nos encontramos en el film.

 

Estamos, pues, ante una coyuntura decisiva.

 

Repasémosla para ceñir mejor su dificultad.

 

Ciertamente -y ello puede leerse de manera meridiana en esta escena- el acceso de la mujer al goce tiene, como presupuesto, el llegar a deshacerse del gravoso esfuerzo de poner en escena ese falo que no tiene.

 

De hecho, nada desea tanto la mujer que se yergue subiéndose a unos bien altos zapatos de tacón -salvo, claro está, que su deseo se articule al modo perverso- como ser derribada de ellos y así liberada del esfuerzo mismo de mantenerse erguida sobre ellos.

 

Se dan cuenta del problema.

 

La mujer se desnuda, se entrega al hombre, se entrega al goce.

 

El falo que ella ponía en escena para guiar al varón se desvanece, el objeto se descubre hendido, carente, su halo se apaga…

 

¿Por qué aguantan los hombres que aguantan ahí? No hay respuesta para ello -al menos explícita- en Freud.

 

Y menos en Lacan, donde lo que hay es un repudio del hecho mismo por el que Freud se interrogaba.

 

 

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18. La fase genital -Freud vs Lacan

 

 

 

 

 

 

Jesús González Requena
Psicoanálisis y Análisis Textual, 2019
sesión del 2019-11-08 (3)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2020

 

 

 

 

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La relación sexual y el acto sexual

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Se trata entonces de abordar la cuestión del acto sexual y, por extensión, la de la relación sexual, dado que esta pivota toda ella sobre ese acto. En suma: ha llegado la hora de hablar de la fase genital.

 

Y por cierto que este es el campo en el que menos ha avanzado el psicoanálisis contemporáneo. Incluso podríamos decir que la fase genital se ha desdibujado. Nada lo manifiesta mejor que el hecho de que en las últimas décadas se haya puesto de moda afirmar que la relación sexual no existe.

 

Por mi parte, voy a tratar de mostrarles en lo que sigue que el contenido de la fase genital viene definido, como no podría ser de otra manera, por la realidad de la relación sexual.

 

Pero para despejar el camino y poder avanzar en este asunto, conviene interrogar previamente la idea de la inexistencia de la relación sexual.

 

Creo que la mejor vía para ello es llamarles la atención sobre la relación necesaria entre la negación de la relación sexual y la negación del acto sexual mismo. Si hay acto sexual ello supone, necesariamente, que haya relación sexual. ¿No les parece algo obvio?

 

No lo es para muchos, sin embargo, y puedo decírselo a ustedes con una anécdota procedente de mi experiencia personal.

 

Cuando les decía a mis amigos lacanianos que Lacan afirmaba que no hay acto sexual, me contestaban todos ellos, muy seguros de sí mismos, que yo debía haber leído una mala traducción de Lacan.

 

El caso es que no:

 

«Ainsi m’amuserais-je à vous dire ce qui, peut-être, vous ferait quand même un certain effet, et après tout ce n’est pas pour rien que je scande ce que je vais dire de cette étape : Le secret de la psychanalyse, le grand secret de la psychanalyse, c’est qu’il n’y a pas d’acte sexuel. –Me divertiré diciéndoles lo que les causará cierto efecto, no es por nada que lo digo: el gran secreto del psicoanálisis es que no hay acto sexual

[Jacques Lacan: (1966-1967) Seminarie 14. Logique Du Fantasme , 1967-04-12, p. 140, Staferla]

 

Aquí lo tienen, Lacan dixit: el secreto del psicoanálisis, es que no hay acto sexual.

 

Lo realmente sorprendente es que tantos lacanianos puedan pensar que no exista la relación sexual y que, sin embargo, podría seguir existiendo el acto sexual.

 

Hay que reconocer que, al menos en esto, Lacan era menos insensato que sus discípulos:

 

«Quiero decir que al principio de lo que se llama cómicamente (ahí lo cómico es irresistible), la relación sexual, si puedo hacer entender, en una asamblea que me es familiar, como conviene: es que no hay acto sexual»

[Jacques Lacan: (1966-1967) Seminario 14 La lógica del fantasma, 1967-04-19]

 

Como ven, Lacan establece una relación directa entre estos dos enunciados: el que afirma que la relación sexual no existe y el que sostiene que no hay acto sexual.

 

Permítanme, antes que nada, que les muestre hasta qué punto lo que dice Freud sobre el asunto es exactamente todo lo contrario:

 

«Entre los acontecimientos que siempre retornan en la historia juvenil de los neuróticos, que no parecen faltar nunca, hay algunos de particular importancia; juzgo que merecen destacarse. Como ejemplos de este género, les enumero: la observación del comercio sexual entre los padres, la seducción por una persona adulta y la amenaza de castración.»

[Sigmund Freud: (1916-1917) 23ª conferencia de introducción al psicoanálisis. Los caminos de la formación de síntoma, p. 336]

 

Parece obvio que solo puede retornar lo que existe. Y bien, para Freud, entre los acontecimientos que siempre retornan está la observación del comercio sexual entre los padres. Es decir, el acto sexual, del que se dice que existe como un acontecimiento mayor que retorna siempre en la medida en que ha dejado su huella en lo inconsciente.

 

Y anotemos, de paso que entre lo que siempre retorna, Freud nombre, en condiciones de igualdad, la escena primaria -el acto sexual de los padres- y la amenaza de castración, mientras que Lacan solo reconoce existente -y por tanto retornable- a lo segundo.

 

 

 


El Lacan publicista y el colapso de la relación sexual

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Les decía que conviene explorar la idea de la inexistencia de la relación sexual. Pues en el panorama textual contemporáneo, ese del que Los pájaros es uno de sus textos mayores, podría ser así, a la luz de lo que hemos constatado en esa escena a la que llega finalmente el film.

 


 

Les decía que Jacques Lacan es más publicista que teórico riguroso.

 

Pero oigan lo de publicista en el sentido artístico. En el sentido en el que los artistas de las vanguardias tenían mucho de publicistas -de sí mismos-, como lo demuestra su manía de proclamar manifiestos.

 

El surrealismo fue una de las más ejemplares vanguardias. Y del surrealismo más que del freudismo procede Lacan.

 

Pues bien, Lacan percibe bien el colapso de la relación sexual que está comenzando a emerger en los años sesenta. Ciertamente, eso estaba ya desde el comienzo del siglo veinte en los textos de las vanguardias, pero solo se instala en la cultura de masas en estos años.

 

Es lo que se manifiesta ejemplarmente aquí, en Los pájaros, como el estallido de un goce siniestro -el que aparece una y otra vez en el centro del espectáculo postclásico. Pero piensen también en la latencia de semejante índole que habita al mejor cine europeo, ya sea el de Buñuel, el de Antonioni o el de Bergman, cuyos films son crónicas de un extremo derrumbe del deseo.

 

El problema es que Lacan eleva a la teoría el suceso, es decir: hace de él categoría. De una crisis de la relación y del acto, da el salto a la afirmación de la inexistencia de la relación y del acto.

 

Les decía que el surrealismo pesaba más que el freudismo, tanto como, añadiría yo de paso, el nietzscheanismo. De ahí su manera de hablar del deseo y, a la vez, de desconectarlo de la fase genital, pues la noción de fase genital no encontró nunca lugar en su pensamiento.

 

Eso es lo que voy a tratar de mostrarles a continuación.

 

 


Lacan y la fase genital

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Para ello, les inviteré a leer una larga cita de Freud que les permitirá situar con mayor claridad la discusión posterior. Y constaten, de paso, con que claridad se expresaba Freud:

 

«El primer órgano que aparece como zona erógena y propone al alma una exigencia libidinosa es, a partir del nacimiento, la boca. Al comienzo, toda actividad anímica se acomoda de manera de procurar satisfacción a la necesidad de esta zona. (…) Muy temprano, en el chupeteo en que el niño persevera obstinadamente se evidencia una necesidad de satisfacción que -si bien tiene por punto de partida la recepción de alimento y es incitada por esta- aspira a una ganancia de placer independiente de la nutrición, y que por eso puede y debe ser llamada sexual.

«Ya durante esta fase “oral” entran en escena, con la aparición de los dientes, unos impulsos sádicos aislados. Ello ocurre en medida mucho más vasta en la segunda fase, que llamamos “sádico-anal” porque aquí la satisfacción es buscada en la agresión y en la función excretoria. Fundamos nuestro derecho a anotar bajo el rótulo de la libido las aspiraciones agresivas en la concepción de que el sadismo es una mezcla pulsional de aspiraciones puramente libidinosas con otras destructivas puras, una mezcla que desde entonces no se cancela más.

«La tercera fase es la llamada “fálica”, que, por así decir como precursora, se asemeja ya en un todo a la plasmación última de la vida sexual. Es digno de señalarse que no desempeñan un papel aquí los genitales de ambos sexos, sino sólo el masculino (falo). Los genitales femeninos permanecen por largo tiempo ignorados; (…)

«Con la fase fálica, y en el trascurso de ella, la sexualidad de la primera infancia alcanza su apogeo y se aproxima al sepultamiento. Desde entonces, varoncito y niña tendrán destinos separados. Ambos empezaron por poner su actividad intelectual al servicio de la investigación sexual, y ambos parten de la premisa de la presencia universal del pene.

«Pero ahora los caminos de los sexos se divorcian. El varoncito entra en la fase edípica, inicia el quehacer manual con el pene, junto a unas fantasías simultáneas sobre algún quehacer sexual de este pene en relación con la madre, hasta que el efecto conjugado de una amenaza de castración y la visión de la falta de pene en la mujer le hacen experimentar el máximo trauma de su vida, iniciador del período de latencia con todas sus consecuencias. La niña, tras el infructuoso intento de emparejarse al varón, vivencia el discernimiento de su falta de pene o, mejor, de su inferioridad clitorídea, con duraderas consecuencias para el desarrollo del carácter (…)

«Se caería en un malentendido si se creyera que estas tres fases se relevan unas a otras de manera neta; una viene a agregarse a la otra, se superponen entre sí, coexisten juntas. En las fases tempranas, las diversas pulsiones parciales parten con recíproca independencia a la consecución de placer; en la fase fálica se tienen los comienzos de una organización que subordina las otras aspiraciones al primado de los genitales y significa el principio del ordenamiento de la aspiración general de placer dentro de la función sexual. La organización plena sólo se alcanza en la pubertad, en una cuarta fase, “genital”. Así queda establecido un estado en que: 1) se conservan muchas investiduras libidinales tempranas; 2) otras son acogidas dentro de la función sexual como unos actos preparatorios, de apoyo, cuya satisfacción da por resultado el llamado “placer previo”, y 3) otras aspiraciones son excluidas de la organización y son por completo sofocadas (reprimidas) o bien experimentan una aplicación diversa dentro del yo, forman rasgos de carácter, padecen sublimaciones con desplazamiento de meta.

[Sigmund Freud: (1938) Esquema del psicoanálisis, p. 151-153.]


 

Pues bien, ahora lean esto:

 

«Nadie discute que, en este caso, el niño (Juanito) ha alcanzado, al menos por un momento, lo que se llama la fase genital, cuando se plantean en su forma plena los problemas de la integración del sexo del sujeto. En este ámbito debemos concebir por lo tanto la función del elemento fóbico.»

[Jacques Lacan: (1956-1957) Seminario 4. La relación de objeto, 1957-06-26, p. 401.]

 

Hay una en extremo abultada confusión en este párrafo, de la que sin embargo su editor, Jacques-Allain Miller, el yerno de Lacan y su heredero al frente de su escuela, no dice nada cuando establece el texto que aparece publicado en 1994.

 

Supongo que después de la clarificadora cita de Freud que les he hecho leer hace un momento, sabrán todos reconocer de qué se trata.

 

Sencillamente: de que Lacan afirma que Juanito, el niño sobre el que versa el Análisis de la fobia de un niño de cinco años (El caso Juanito), que publica Freud 1909, ha alcanzado (…) lo que se llama la fase genital.

 

Lo insostenible de tal afirmación se deduce fácilmente del propio título de la obra de Freud. Pues, ciertamente, Juanito, cuando concluye el análisis que desarrolla Freud con la intermediación de su padre, tenía cinco años. De manera que si, en cuestión de fases del desarrollo sexual, ha podido alcanzar algo, ese algo no puede ser otra cosa que la fase fálica.

 

Es decir, la tercera de las cuatro fases establecidas por Freud, siendo la cuarta y última, precisamente, la fase genital.

 

Y sucede que a esta última fase solo se accede, si todo va medianamente bien, claro está, en la adolescencia.

 

¿Lapsus de Lacan? Es difícil pensar que de tal pudiera tratarse, dado el énfasis que Lacan pone en su afirmación: Nadie lo discute, nos dice.

 

Y por otra parte, de ser así, habría sido corregido o al menos anotado por Miller en su edición… Salvo, claro está, que el propio Miller no hubiera reparado en ello, quiero decir, que no se hubiera dado cuenta de que lo afirmado por su maestro y suegro entraba en abierta contradicción con lo planteado por Freud.

 

Pero incluso si Miller no hubiera reparado en ello, hubiera sido de esperar que alguno de los numerosos miembros de la escuela lacaniana que a la altura de 1994 él mismo dirigía se lo hubiera hecho observar. Mas todo parece indicar que nadie lo hizo, al menos a las alturas de 2008, fecha de la edición de la que dispongo -la de Paidós- y que se presenta como la única edición autorizada por el propio Miller.

 

¿A qué atribuir esa ausencia de comentario alguno, por parte tanto de Miller como de su escuela? Sólo se me ocurren dos explicaciones -tanto más cuanto que casos como estos se dan con notable abundancia en los Seminarios publicados por Miller-: un serio déficit de formación teórica en la escuela y/o -porque ambas cosas no son necesariamente excluyentes- un culto desorbitado a la personalidad del fundador, lo que habría llevado a constituir su palabra en sagrada e incuestionable.

 

 


Más que un error

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Pero dejemos esto y volvamos a Lacan.

 

Si no se trata de un lapsus -y podrán encontrar en lo que sigue todo tipo de confirmaciones sobre ello- se trata de un error que delata un no muy preciso dominio de la obra de Freud.

 

Desde luego, resulta evidente que hay tal error, pero, a la vez, hay también algo más que un error.

 

Es un error evidente, dado que el Seminario en el que se produce está todo el orientado por la revisión del texto de Freud sobre el caso Juanito.

 

De modo que, si no se tratara de un error sino de una rectificación de lo afirmado por Freud, ello hubiera requerido su anotación y justificación por el propio Lacan, quien sin embargo en todo este seminario, como en tantos otros, no cesa de presentarse como el más riguroso lector de Freud.

 

Quien se tome la molestia de leer este seminario -cosa que, a la vista de lo anterior, muy poca gente ha debido hacer- puede constatar que Lacan ha estudiado el libro de Freud sobre el caso Juanito.

 

Y sin embargo es un hecho que en él todo lo esencial se desarrolla en el contexto de la fase fálica, a la que sin duda Juanito ha llegado.

 

Y, por lo demás, a la altura de 1909 Freud todavía no había establecido la distinción entre la fase fálica y la fase genital, cosa que solo hizo en 1923, en un breve pero decisivo texto que lleva por título La organización genital infantil.

 

Como les decía se trata de algo más que de un error, porque, por más que el grado de lectura de Freud por parte de Lacan arrojara muchas lagunas que el nunca quiso reconocer, sin duda en uno u otro lugar Lacan tenía que haber oído decir que Freud distinguía cuatro fases y que las dos últimas eran la fase fálica y la genital, situadas la primera antes de la fase de latencia y la segunda después de ésta.

 

El asunto esencial es que esa diferencia nunca llegó a quedar integrada en el pensamiento de Lacan.

 

Me atrevería a decir que nunca pudo llegar a imaginarla.

 

 


El objeto a y la impugnación de la pulsión genital

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Ello se manifiesta especialmente bien en esta cita del Seminario 20 –Aún:

 

«(…) en el deseo de toda demanda, sólo hay la solicitud del objeto a, del objeto capaz de satisfacer el goce, el cual sería entonces la Lustbefriedigung supuesta en lo que se llama impropiamente, en el discurso analítico, la pulsión genital, aquella en la cual se supone que se inscribe una relación que sería la relación plena, inscribible, de uno con lo que sigue siendo irreductiblemente Otro. Insistí en lo siguiente: que la pareja de (…) el sujeto (…) es, no el Otro, sino lo que viene a sustituirlo bajo la forma de la causa del deseo, que diversifiqué en cuatro, en tanto que se constituye diversamente, según el descubrimiento freudiano, con el objeto de la succión, el objeto de la excreción, la mirada y la voz. Estos objetos son reclamados como sustitutos del Otro y convertidos en causa del deseo.»

[Jacques Lacan: (1972-1973) Seminario 20. Aún, 1973-05-15, p. 152.]

 

Entiendo que les cueste leer esta cita…

 

Y sin embargo este es uno de los párrafos más claros del seminario al que pertenece.

 

Permítanme, en todo caso, que les ayude.

 

Solo, viene a decir Lacan, hay un objeto para el deseo, que es el objeto a, al que Lacan llama la causa del deseo, lo que en rigor no añade nada, pero queda muy rococó.

 

De modo que podemos ignorarlo y prestar atención a lo que Lacan pone en el centro -el objeto a.

 

¿Qué es el objeto a?

 

Lacan no lo dice -no suele definir nunca los términos que emplea- pero sí dice que hay cuatro: el objeto de la succión, el objeto de la excreción, la mirada y la voz.

 

De modo que el objeto a -o los objetos a– son lo que Freud llamaba objetos parciales.

 

«Se caería en un malentendido si se creyera que estas tres fases se relevan unas a otras de manera neta; una viene a agregarse a la otra, se superponen entre sí, coexisten juntas. En las fases tempranas, las diversas pulsiones parciales parten con recíproca independencia a la consecución de placer; en la fase fálica se tienen los comienzos de una organización que subordina las otras aspiraciones al primado de los genitales y significa el principio del ordenamiento de la aspiración general de placer dentro de la función sexual.
[Sigmund Freud: (1938) Esquema del psicoanálisis, p. 151-153.]

 

Así, para Lacan, no habría otros objetos que los objetos parciales. Aunque, por ser tales, no serían propiamente objetos -de ahí la expresión objeto a.

 

De ahí su impugnación de la noción de pulsión genital a la que califica de impropia del discurso analítico.

 

No voy a detenerme ahora el mostrarles los casos en los que, en textos anteriores, Lacan ha utilizado como válida esta expresión -dejémoslo del lado de sus continuas contradicciones nunca reconocidas, todo lo contrario a lo que sucedían en Freud, quien levantaba acta explícita de toda rectificación o corrección que se viera obligado a realizar en su teoría.

 

 


Freud: líbido genital y objeto unificado

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Ciertamente, Freud no utiliza nunca esta expresión –pulsión genital-, pero sí una bien próxima: líbido genital. Y creo que la diferencia no es gratuita. Si no habla de pulsión genital es porque eso conduciría a pensarla como una pulsión específica, mientras que lo que nombra la expresión líbido genital es una que se ha focalizado, reuniendo en su impulso a las pulsiones parciales, precisamente, en un objeto unitario.

 

Ese objeto unificado del que ya hablara en sus Tres ensayos de teoría sexual de 1905:

 

«ya en la niñez se consuma una elección de objeto como la que hemos supuesto característica de la fase de desarrollo de la pubertad. El conjunto de las aspiraciones sexuales se dirigen a una persona única, y en ella quieren alcanzar su meta.

[Sigmund Freud (1923): La organización genital infantil, p. 145.]

 

Objeto unificado que reafirmará más tarde, en 1923, en La organización genital infantil, ese texto que, como les dije antes, vino a introducir la diferenciación entre fase fálica y fase genital. Pues el texto que comienza citando este mismo párrafo, reconociéndolo así como plenamente vigente.

 

La fase fálica es la fase en la que se desarrolla el proceso edípico y lo específico de éste es que presupone la existencia del objeto en tanto objeto unificado -una elección de objeto… una persona única-: la madre para el niño, y el padre para la niña.

 

 


Objeto unificado / Otro inaccesible

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Eso es precisamente lo que viene a negar Lacan en la cita que les he presentado hace un momento. Véanla de nuevo:

 

«(…) en el deseo de toda demanda, sólo hay la solicitud del objeto a, del objeto capaz de satisfacer el goce, el cual sería entonces la Lustbefriedigung supuesta en lo que se llama impropiamente, en el discurso analítico, la pulsión genital, aquella en la cual se supone que se inscribe una relación que sería la relación plena, inscribible, de uno con lo que sigue siendo irreductiblemente Otro. Insistí en lo siguiente: que la pareja de (…) el sujeto (…) es, no el Otro, sino lo que (…) diversifiqué en cuatro, en tanto que se constituye diversamente, según el descubrimiento freudiano, con el objeto de la succión, el objeto de la excreción, la mirada y la voz. Estos objetos son reclamados como sustitutos del Otro y convertidos en causa del deseo.»

[Jacques Lacan: (1972-1973) Seminario 20. Aún, 1973-05-15, p. 152.]

 

No hay objeto, sino un Otro inaccesible con el que ninguna relación es posible.

 

Y noten que donde Freud ponía objeto Lacan pone a ese Otro. No hay, pues, relación sexual, no hay, tampoco, acto sexual.

 

Sino tan solo la deriva -necesariamente perversa- de un deseo que solo conoce objetos a.

 

 


Una relación plena

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Conviene llamar la atención sobre el hecho de que Lacan caracteriza esa relación sexual -genital- de la que dice que no existe como la relación plena. ¿Por qué la plenitud debería ser una condición de la relación sexual tal que de no cumplirse esa relación debería ser declarada imposible?

 

De hecho, la expresión misma, carece de sentido. O si se prefiere, la idea de una relación plena es una idea imaginaria.

 

Quiero decir, una relación plena ya no es una relación.

 

Veámoslo: lo que en el campo del enamoramiento se fantasea como una relación plena, completa, es la fantasía de la identidad. Ahora bien: dos términos identicos son, por ser idénticos, uno, de modo que no hay relación posible entre ellos.

 

De modo que solo hay relación posible donde hay diferencia, no identidad.

 

Lo vacuo de esa idea de una relación plena se manifiesta especialmente cuando intentamos aplicar esa exigencia a los tipos de relaciones que conocemos más comunmente.

 

¿Qué querría decir una relación laboral plena, o una docente, o una médica…? qué se yo.

 

Por lo demás, en esto incluso podemos darle la razón a Hegel: toda relación, por ser entre diferentes, contiene también un conflicto, una contradicción. Es, como saben, la idea base de la dialéctica.

 

 


Freud: de la fase fálica a la fase genital

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Ciertamente, en la fase fálica el objeto edípico es el objeto prohibido.

 

Pero en la fase genital el objeto ya no es un objeto prohibido, sino, podríamos decirlo así, un objeto destinado.

 

La fase genital, en suma, es aquella en la que la relación sexual debe tener lugar.

 

Atendamos, a este propósito, al párrafo con el que Freud concluye La organización genital infantil:

 

«No carece de importancia tener presentes las mudanzas que experimenta, durante el desarrollo sexual infantil, la polaridad sexual a que estamos habituados. Una primera oposición se introduce con la elección de objeto, que sin duda presupone sujeto y objeto. En el estadio de la organización pregenital sádico-anal no cabe hablar de masculino y femenino; la oposición entre activo y pasivo es la dominante. En el siguiente estadio de la organización genital infantil hay por cierto algo masculino, pero no algo femenino; la oposición reza aquí: genital masculino, o castrado. Sólo con la culminación del desarrollo en la época de la pubertad, la polaridad sexual coincide con masculino y femenino. Lo masculino reúne el sujeto, la actividad y la posesión del pene; lo femenino, el objeto y la pasividad. La vagina es apreciada ahora como albergue del pene, recibe la herencia del vientre materno.»

[Sigmund Freud: 1923 La organización genital infantil, p. 148-149.]

 

Como ven, su tema es la polaridad sexual, es decir, la determinación de lo masculino y de lo femenino.

 

Lo primero notable de este texto es que esta polaridad, la de lo masculino y lo femenino, no es la única y no está ahí desde el comienzo. Es, por el contrario, la más tardía en aparecer.

 

Así, dice que en la fase sádico-anal no cabe hablar de masculino y femenino; la oposición entre activo y pasivo es la dominante. Y es que, esto es lo más notable de esta cita, la dialéctica de lo masculino y lo femenino no aparece hasta la fase genital.

 

Precisamente su aparición -quizás fuera mejor decir su cristalización- constituye el dato diferencial mayor que fuerza a Freud a distinguir a la fase fálica de la genital.

 

Pues, recuérdenlo, según Freud en la fase fálica na ha aparecido todavía –hay por cierto algo masculino, pero no algo femenino; la oposición reza aquí: genital masculino, o castrado.

 

Lo femenino, el término que viene a hacer posible la dialéctica de la diferencia sexual, solo cristaliza como realidad psíquica en la pubertad, es decir, en la fase genital.

 

Pero habría que añadir: esta aparición de lo femenino, ausente en la fase fálica, supone necesariamente una redefinición de lo masculino.

 

Estos son entonces los términos finales de la polaridad sexual tal y como la concibe Freud: de un lado lo masculino que reúne el sujeto, la actividad y la posesión del pene; del otro lo femenino, el objeto, la pasividad y la vagina.

 

Aquí, una advertencia resulta necesaria. En esto contexto el término sujeto no debe ser entendido sustantivamente como una entidad psíquica, al modo de lo que es común en filosofía, donde el sujeto es la entidad que accede o a la que le es dado el conocimiento. Freud, en toda la última parte de su obra, no usa nunca este concepto. Cuando de tal se trata, habla de individuo, no de sujeto. Su uso del término sujeto tiene por el contrario un sentido estrictamente funcional: debe ser entendido como una posición en un determinado acto: la posición activa, es decir, la de aquel que hace.

 

Su opuesto, entonces, el objeto, de manera equivalente, constituye la posición opuesta, la pasiva, es decir, la de quien participa pasivamente de ese acto.

 

Así lo masculino se define como el sujeto del acto, que, en cuanto tal, es sujeto activo del acto. Lo femenino, en cambio, como objeto del acto, es decir, objeto pasivo del mismo.

 

De hecho, contra lo que tan superficialmente piensan muchos hoy en día, la asociación entre lo femenino y la pasividad es un presupuesto constante en Freud que ni siquiera llegó a escapársele a Lacan:

 

«Nunca, en ninguna parte, Freud sostiene que, psicológicamente, haya otra manera de captar la relación masculino-femenino que no sea por el representante de la oposición actividad-pasividad.»

[Jacques Lacan: (1963-1964) Seminario 11, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. 1964-05-20, p. 199.]

 

 


El significante de lo femenino: la pasividad – Freud / Lacan

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Ciertamente, Lacan no está cómodo con esa idea.

 

Por eso añade de inmediato:

 

«Como tal, la oposición masculino-femenino no se alcanza nunca.»

[Jacques Lacan: (1963-1964) Seminario 11. Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, 1964-05-20 (15) p. 199.]

 

Y dos años más tarde da el paso de impugnar esas categorías -por su puesto, sin reconocer que anteriormente hubiera afirmado lo contrario-:

 

«Se verifica de inmediato que Freud es el primero que se adelantó en esta vía del inconsciente, absolutamente sin ambages. No hay ningún medio para decir en que dosis son ustedes masculino o femenino, no se trata tampoco de biología, (…) es imposible dar un sentido analítico a los términos masculino o femenino.

«Si un significante es lo que representa un sujeto para otro significante, eso debería ser el terreno elegido. Como ven las cosas estarían bien, (…) si pudiéramos darle alguna subjetivización al término macho. Así sabríamos lo que conviene saber un sujeto manifestándose como macho sería representado (…) como sujeto cerca de (…) un significante que designe el término femenino (…)»

[Jacques Lacan: (1966-1967) Seminario 14. La lógica del fantasma, 1967-04-19 (16)]

 

La manera en la que Lacan nombra a Freud en este texto sugiere, como suele suceder tantas veces en su discurso, que en él las fundamenta.

 

Y, sin embargo, lo único en lo que aquí es reconocible Freud es en la idea de que en todo individuo pueden localizarse siempre rasgos masculinos o femeninos en diversas proporciones.

 

Pero no es cierto que no pueda establecerse la dosis de lo uno y de lo otro.

 

De hecho, Freud no para de hacerlo constantemente.

 

Así, por ejemplo, cuando habla del Edipo negativo:

 

«Una indagación más a fondo pone en descubierto, las más de las veces, el complejo de Edipo más completo, que es uno duplicado, positivo y negativo, dependiente de la bisexualidad originaria del niño. Es decir que el varoncito no posee sólo una actitud ambivalente hacia el padre, y una elección tierna de objeto en favor de la madre, sino que se comporta también, simultáneamente, como una niña: muestra la actitud femenina tierna hacia el padre, y la correspondiente actitud celosa y hostil hacia la madre.»

[Sigmund Freud: (1923) El yo y el ello, p. 34-35.]

 

Como puede verse, el Edipo negativo consiste precisamente, en el caso del niño, en que adopta ante el padre una actitud femenina. Es decir, que muestra la actitud femenina tierna hacia el padre, y la correspondiente actitud celosa y hostil hacia la madre.

 

En oposición a lo que Lacan afirma –es imposible dar un sentido analítico a los términos masculino o femenino-, para Freud los términos de masculino y femenino tienen un inequívoco sentido clínico.

 

¿Un significante es lo que representa un sujeto para otro significante? No hace falta ahora detenernos en intentar entender este enunciado en sí mismo absurdo -los significantes no son sujetos de conocimiento para los que algo pueda representar allgo. -Pueden encontrar la discusión del asunto aquí: Aporías de la deconstrucción 3: Zizek y el significante lacaniano

 

Lo que nos importa retener aquí es que la impugnación de las categorías freudianas de lo masculino y lo femenino se concreta en la afirmación de que no hay un significante que designe el término femenino, idea en la que Lacan cree poder sustentar sus tres negaciones existenciales: que la mujer no existe, que la relación sexual no existe y que no hay acto sexual.

 

El caso es que cuando, a estas alturas, así hace, Lacan niega lo que sin embargo -reintroduzcamos una cita anterior- antes afirmaba:

 

«Nunca, en ninguna parte, Freud sostiene que, psicológicamente, haya otra manera de captar la relación masculino-femenino que no sea por el representante de la oposición actividad-pasividad.»

[Jacques Lacan: (1963-1964) Seminario 11. Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, 1964-05-20, p. 199.]

 

Es decir, que tal significante existe: se llama pasividad.

 

El hecho que se constata de mil maneras es que Lacan solo puede pensar el asunto en los términos de la fase fálica en la que no hay masculino y femenino, sino tan solo el falo y su ausencia.

 

Vean una nueva cita que viene a confirmarlo:

 

«Si hay un punto en el análisis en el que se sostiene tranquilamente lo que les señalé, que no hay relación sexual, es en que no se sabe qué es la Mujer. (…)

«¿Qué es sino una denegación atribuirle como carácter no tener lo que precisamente nunca se trató de que tuviera? Con todo, solo desde este ángulo la Mujer aparece en la lógica freudiana -un representante inadecuado, al lado, el falo, y después la negación de que ella lo tenga, es decir, la reafirmación de su solidaridad con ese chirimbolo, que puede ser su representante pero que no tiene ninguna relación con ella. Esto por sí solo debería darnos una breve lección de lógica y permitirnos ver que lo que falta al conjunto de esta lógica es precisamente el significante sexual.

[Jacques Lacan: (1968-1969) Seminario 16. De un otro al otro, 1969-03-12, p. 207-208.]

 

Lo ven. Ya hemos constatado hasta que punto es falso que solo desde este ángulo la Mujer aparece en la lógica freudiana, el del falo y la negación de que ella lo tenga.

 

Es evidentemente falso, pues existe, para Freud, la fase genital.

 

De modo que existe ese significante sexual que dice Lacan que falta. Insisto: es el significante pasividad.

 

Por algún motivo que solo el psicoanálisis estaría en condiciones de explicar, a Lacan le es imposible pensar lo que Freud presenta como lo específico de la fase genital.

 

¿Qué? Ni más ni menos que la emergencia del sexo femenino.

 

Como tal, es decir, como una presencia.

 

Ahora bien, hay que reconocer la dificultad ante la que Lacan retrocede. Ya se la he anticipado antes a ustedes:

 

«Probablemente a ninguna persona del sexo masculino le es ahorrado el terror a la castración al ver los genitales femeninos. ¿Por qué algunos se vuelven homosexuales a consecuencia de esa impresión, otros se defienden de ella creando un fetiche y la inmensa mayoría la supera? He ahí algo que por cierto no sabemos explicar. Es posible que, de todas las condiciones cooperantes, no conozcamos todavía las decisivas para los raros desenlaces patológicos; por lo demás, contentémonos con poder explicar lo que acontece, y considerémonos autorizados a desechar provisionalmente la tarea de explicar por qué algo no acontece.»

[Sigmund Freud: (1927) Fetichismo, p. 149]

 

Lo diré, para simplificar, así: Lacan es incapaz de concebir al héroe.

 

El filo de su discurso es -nada lo acredita mejor que su promoción del objeto a a costa del objeto genital– netamente perverso.

 

Y, también en eso, ejemplarmente rococó.

 

 


El Cántico Espiritual

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Una última referencia a Lacan.

 

Este autor utilizó la mística para decir que del goce de la mujer no se puede decir nada.

 

Y consecuentemente con ello, contra lo que se piensa, no dijo casi nada sobre la mística.

 

Lo que era, después de todo, inevitable, dado que en ningún lugar mejor que en ésta se articula lo que está en juego en esa posición pasiva que era, para Freud, la posición femenina.

 

No hay mejor vía para abordar la posición femenina que la que nos ofrece el que, en mi opinión, es el más grande filósofo en lengua española. Juan de la Cruz.

 

Alguien, digámoslo enseguida, que no dudó -y por los mejores motivos- en tomar la palabra en femenino.

 

Cosa, por cierto, de la que se dio cuenta Lacan -esa es la única cosa de interés que dijo de la mística;

 

«La mística (…) Es una cosa seria, y sabemos de ella por ciertas personas, mujeres en su mayoría, o gente capaz como san Juan de la Cruz, pues ser macho no obliga a colocarse del lado del “xFx. Uno puede colocarse también del lado del no-todo. Hay allí hombres que están tan bien como las mujeres. Son cosas que pasan. Y no por ello deja de irles bien. A pesar, no diré de su falo, sino de lo que a guisa de falo les estorba, sienten, vislumbran la idea de que debe de haber un goce que esté más allá. Eso se llama un místico.

«(…) Con la tal Hadewich pasa como con Santa Teresa: basta ir a Roma y ver la estatua de Bernini para comprender de inmediato que goza, sin lugar a dudas. ¿Y con qué goza? Está claro que el testimonio esencial de los místicos es justamente decir que lo sienten, pero que no saben nada.

[Jacques Lacan: (1972-1973) Seminario 20, Aún, 1973-02-20]

 

El caso es que Juan de la Cuz, de eso sabía algo. Por no decir bastante.

 

Es lo que les mostraré a continuación, con solo leerles el Cántico Espiritual.

 

 

 


Canciones entre el Alma y el Esposo

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CANCIONES ENTRE EL ALMA Y EL ESPOSO

 

ESPOSA

 

-¿A dónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huíste,
Habiéndome herido;
Salí tras ti clamando, y eras ido.

 

-Pastores, los que fuerdes
Allá por las majadas al Otero,
Si por ventura vierdes
Aquel que yo más quiero,
Decilde que adolezco, peno y muero.

 

-Buscando mis amores.
Iré por esos montes y riberas,
Ni cogeré las flores,
Ni temeré las fieras,
Y pasare los fuertes y fronteras.

 

PREGUNTA A LAS CRIATURAS

 

-¡Oh, bosques y espesuras.
Plantadas por la mano del Amado!
íOh, prado de verduras,
De flores esmaltado,
Decid si por vosotros ha pasado!

 

RESPUESTA DE LAS CRIATURAS

 

-Mil gracias derramando,
Pasó por estos sotos con presura,
Y yéndolos mirando,
Con sola su figura
Vestidos los dejó de hermosura.

 

ESPOSA

 

-¡Ay, quién podrá sanarme!
Acaba de entregarte ya de vero,
No quieras enviarme
De hoy más ya mensajero,
Que no saben decirme lo que quiero.

 

-Y todos cuantos vagan,
De ti me van mil gracias refiriendo,
Y todos más me llagan,
Y déjame muriendo
Un no sé qué que quedan balbuciendo.

 

-Mas, ¿cómo perseveras,
Oh vida, no viviendo donde vives,
Y haciendo porque mueras.
Las flechas que recibes.
De lo que del Amado en ti concibes?

 

-¿Por qué, pues has llagado
Aqueste corazón, no le sanaste?
Y pues me le has robado,
¿Por qué así le dejaste,
Y no tomas el robo que robaste?

 

-Apaga mis enojos,
Pues que ninguno basta a deshacdlos,
Y véante mis ojos,
Pues eres lumbre dellos,
Y sólo para ti quiero tenellos.

 

-¡Oh, cristalina fuente,
Si en esos tus semblantes plateados.
Formases de repente
Los ojos deseados.
Que tengo en mis entrañas dibujados!

 

-Apártalos, amado,
Que voy de vuelo.

 

EL ESPOSO

 

Vuélvete, paloma,
Que el ciervo vulnerado
Por el otero asoma,
Al aire de tu vuelo, y fresco toma.

 

LA ESPOSA

 

-Mi Amado las montañas.
Los valles solitarios nemorosos.
Las ínsulas extrañas.
Los ríos sonorosos.
El silbo de los aires amorosos.

 

-La noche sosegada
En par de los levantes de la aurora.
La música callada.
La soledad sonora.
La cena que recrea y enamora.

 

-Nuestro lecho florido
De cuevas de leones enlazado,
En púrpura tendido,
De paz edificado,
De mil escudos de oro coronado

 

-A zaga de tu huella
Las jóvenes discurren al camino
Al toque de centella,
Al adobado vino,
Emisiones de bálsamo divino.

 

-En la interior bodega
De mi Amado bebí, y cuando salía
Por toda aquesta vega,
Ya cosa no sabía,
Y el ganado perdí que antes seguía.

 

-Allí me dio su pecho.
Allí me enseñó ciencia muy sabrosa,
Y yo le di de hecho
A mí, sin dejar cosa.
Allí le prometí de ser su esposa.

 

-Mi alma se ha empleado,
Y todo mi caudal en su servicio;
Ya no guardo ganado,
Ni ya tengo otro oficio.
Que ya sólo en amar es mi ejercicio.

 

-Pues ya si en el ejido
De hoy más no fuere vista ni hallada,
Diréis que me he perdido;
Que andando enamorada.
Me hice perdidiza, y fui ganada.

 

-De flores y esmeraldas.
En las frescas mañanas escogidas,
Haremos las guirnaldas
En tu amor florecidas,
Y en un cabello mío entretejidas.

 

-En sólo aquel cabello
Que en mi cuello volar consideraste,
Mirástele en mi cuello,
Y en el preso quedaste,
Y en uno de mis ojos te llagaste.

 

-Cuando tú me mirabas,
Tu gracia en mí tus ojos imprimían;
Por eso me adamabas,
Y en eso merecían
Los míos adorar lo que en ti vían.

 

-No quieras despreciarme,
Que si color moreno en mí hallaste,
Ya bien puedes mirarme,
Después que me miraste,
Que gracia y hermosura en mí dejaste.

 

-Cogednos las raposas,
Que está ya florecida nuestra viña,
En tanto que de rosas
Hacemos una piña,
Y no parezca nadie en la montiña.

 

-Detente, Cierzo muerto.
Ven, Austro, que recuerdas los amores.
Aspira por mi huerto,
Y corran sus olores,
Y pacerá el Amado entre las flores.

 

ESPOSO

 

-Entrado se ha la Esposa
En el ameno huerto deseado,
Y a su sabor reposa,
El cuello reclinado
Sobre los dulces brazos del Amado.

 

-Debajo del manzano,
Allí conmigo fuiste desposada,
Allí te di la mano,
Y fuiste reparada
Donde tu madre fuera violada.

 

-A las aves ligeras,
Leones, ciervos, gamos saltadores,
Montes, valles, riberas,
Aguas, aires, ardores
Y miedos de las noches veladores.

 

-Por las amenas liras,
Y canto de serenas os conjuro.
Que cesen vuestras iras,
Y no toquéis al muro,
Porque la Esposa duerma más seguro.

 

ESPOSA

 

-Oh, ninfas de Judea,
En tanto que en las flores y rosales
El ámbar perfumea,
Morá en los arrabales,
Y no queráis tocar nuestros umbrales.

 

-Escóndete, Carillo,
Y mira con tu haz a las montañas,
Y no quieras decillo;
Mas mira las compañas
De la que va por ínsulas extrañas.

 

ESPOSO

 

-La blanca palomica
Al arca con el ramo se ha tornado,
Y ya la tortolica
Al socio deseado
En las riberas verdes ha hallado.

 

-En soledad vivía,
Y en soledad ha puesto ya su nido,
Y en soledad la guía
A solas su querido,
También en soledad de amor herido.

 

ESPOSA

 

-Gocémonos, Amado,
Y vámonos a ver en tu hermosura
Al monte o al collado.
Do mana el agua pura.
Entremos más adentro en la espesura.

 

-Y luego a las subidas
Cavernas de la piedra nos iremos,
Que están bien escondidas,
Y allí nos entraremos,
Y el mosto de granadas gustaremos.

 

-Allí me mostrarías
Aquello que mi alma pretendía,
Y luego me darías
Allí tú, vida mía,
Aquello que me diste el otro día.

 

-El aspirar del aire.
El canto de la dulce filomena.
El soto y su donaire,
En la noche serena
Con llama que consume y no da pena.

 

-Que nadie lo miraba,
Aminadab tampoco parecía,
Y el cerco sosegaba,
Y la caballería
A vista de las aguas descendía.

 

FIN


 

[Juan De la Cruz: Cántico espiritual, Obras de San Juan de la Cruz, Biblioteca Mística Carmelitana, Burgos, 1930.]

 

 

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17 La relación sexual y el goce de la mujer

 

 

 

 

 

 

Jesús González Requena
Psicoanálisis y Análisis Textual, 2019
sesión del 2019-11-08 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2020

 

 

 

 

 

 

 

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El goce de la mujer y la histérica – Lacan / Freud

 


•Mitch: There we are.


•Melanie: Oh, there.


•MacGruder: Wonderful.

 

En todo caso, esa vocalización -maravilloso- solo llega como corolario verbal de algo que, en lo esencial, se ha situado fuera del campo de las palabras.

 

Me refiero a esos sonidos que no son palabras sino gemidos y que, en cuanto tales, resultan bien elocuentes de aquello que permiten localizar y que como les digo, todo parece indicar que remite al goce de la mujer.

 

Y bien, si de tal se trata, díganme, ¿cuál es su manifestación en el campo de la imagen? ¿Cuál sino, precisamente, un vacío de la imagen?

 


 

Una imagen sin figura, sin objeto, es decir, una que es todo ella fondo.

 

Un pequeño paréntesis resulta aquí obligado.

 

Cuando, en psicoanálisis, se habla del goce de la mujer todo el mundo dice de inmediato, ah, Lacan.

 

Sucede que no es mi caso.

 

Y por eso, para poder avanzar, conviene que desde el principio disolvamos la confusión.

 

Vean a este propósito como habla Lacan del goce de la mujer:

 

«La histérica es mi alegría. Ella me asegura mejor que a Freud, que no supo escucharla, que el goce de la mujer se basta perfectamente a sí mismo. Si ella erige sin embargo esta mujer mítica que es la esfinge, es porque necesita algo distinto, a saber, gozar del hombre, que no es para ella más que el pene erecto, mediante lo cual ella se reconoce a sí misma como Otro, es decir, como el falo del que está privada, en otras palabras, como castrada. Este es el juego inaugural que ella articula.»

[Jacques Lacan: (1968-1969 (16) De un otro al otro\1969-06-25 (25) p. 359]

 

El primer rasgo llamativo, si no chocante, del texto que les presento, estriba en que Lacan aborda el asunto por el lado de la histérica, a propósito de la cual afirma, en primer lugar, que Freud no supo escucharla.

 

Mala imagen da aquí Lacan del origen del psicoanálisis, dado que, como todo el mundo sabe, ese origen consistió, precisamente, en la escucha que hizo Freud de la histérica.

 

Pero bueno, dejemos esto a un lado, detengámonos en los sustantivo que Lacan utiliza a propósito la histérica en relación con el goce de la mujer: el goce de la mujer sería un goce independiente de todo que no fuera ella misma, uno que se bastaría perfectamente a sí mismo.

 

Ese sería su auténtico goce.

 

Ahora bien, díganme una cosa, si hay un auténtico goce de la mujer, ¿ello no nos obligaría a reconocer entonces que la mujer existe, en tanto que su goce la identifica como tal?

 

Pero atendamos a como sigue la argumentación sobre la histérica: añade en seguida que ella podría participar del otro goce que Lacan siempre considera menor, el goce fálico, de modo que, añade, si goza del hombre lo hace porque…

 

Pero alto ahí.

 

 

¿Cómo que la histérica goza del hombre?

 

¿Cómo que goza de su pene erecto? Debo llamarles la atención de que esto contradice absolutamente el punto de partida de Freud sobre la histeria:

 

«Yo llamaría “histérica”, sin vacilar, a toda persona, sea o no capaz de producir síntomas somáticos, en quien una ocasión de excitación sexual provoca predominante o exclusivamente sentimientos de displacer.»

[Sigmund Freud: (1901 Fragmento de análisis de un caso de histeria (caso Dora), p. 27]

 

La histérica, este es el punto de partida de Freud, rechaza el acto sexual.

 

Para Freud, la mujer que goza del hombre, solo puede ser o bien normal, es decir, sana, o bien perversa , pues la perversión es, dice Freud, el negativo de las psiconeurosis:

 

«Las psiconeurosis son, por así decir, el negativo de las perversiones.»

[Sigmund Freud: (1901 Fragmento de análisis de un caso de histeria (caso Dora), p. 45]

 

 


El goce de la mujer y el acto del hombre

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Pero inscribamos la discusión en el texto fílmico que nos ocupa, no para ilustrarla sino, como les decía el primer día, para investigarla ahí, dado que el arte es, antes que cualquier otra cosa, un extraordinario repertorio de hechos del inconsciente.

 


 

¿Es el goce de la mujer perfectamente independiente del varón? Yo diría que no, ni siquiera aquí donde se manifiesta de manera tan abstracta y despojada:

 




 

Yo diría más bien que es un goce que el hombre desencadena.

 

¿O acaso no comenzó todo

 


 

con un gesto de su mano? Por lo demás, si el pajarito que ha entrado en acción no es de ella,

 


 

entonces es que es necesariamente de él.

 

Cosa que por cierto el film confirma,

 


 

cuando nos recuerda que él llegó a las tres y que por eso ahora son las…

 

Hay cosas realmente impactantes, que a uno no pueden por menos que sorprenderle, que le asaltan con toda la fuerza de lo inesperado, cuando se pone a deletrear: la hora que el reloj anota es, exactamente,


 

las tres y once minutos.

 

Anotémoslo para cuando debamos volver a ocuparnos de esta cifra tan señalada en el texto, la cifra once.

 

Sin duda, ese goce a ella, la mujer, la ensimisma.

 


 

Cosa que, por cierto, el varón constata con sorpresa.

 


 

Pero ese ensimismamiento,

 


 

que, como les decía, bordea el desvanecimiento, no puede ser concebido como independiente de quien y de lo que lo desencadena.

 

Es decir, del varón y su falo.

 

Lo que promueve al falo al estatuto de herramienta del goce de la mujer.

 

Y lo que sitúa al acto del varón como el correlato necesario de su goce.

 

Debo recordarles de nuevo que cuando hablo de la mujer hablo del ser que se ubica en la posición femenina, lo que no necesariamente debe postularse de todo individuo de sexo biológico femenino, y lo que, a la vez, puede postularse del individuo de sexo biológico masculino que ubique su deseo en esa posición.

 

¿Les parece excesivo esto que les digo? Quiero decír, que el goce de la mujer esté en correlación con el acto del hombre.

 

Quisiera llamarles la atención, en cualquier caso, de que les estoy hablando de algo que constituye al menos una de las columnas vertebrales del fenómeno cinematográfico.

 

Y no solo de él, claro está, sino de buena parte de la tradición narrativa de nuestra civilización.

 

Pero se trata, en cualquier caso, de algo que encuentra una especial plasmación en el cinematógrafo por su condición eminentemente visual. Me refiero al tema de la mujer en peligro -y al primer plano de su rostro, cargado de una angustia muy difícilmente diferenciable del goce- en relación al acto del hombre.

 

¿Qué acto? ¿El de quien la amenaza o el de quien la salva de la amenaza? No importa eso ahora.

 

Lo que importa es que el varón comparece del lado del acto y la mujer del lado del goce.

 

 


mujer: angustia y goce -falla el varón

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Puede que piensen que eso no se da aquí, pero se equivocan, al menos por lo que se refiere al lado de la mujer, de su angustia y de su goce:

 






















 

 
































 

Como ven, no es eso lo que falta.

 

 

Lo que falta se sitúa, sin duda alguna, del lado del varón, por más que ella reclama su presencia ahí:

 


•Melanie: Oh, Mitch!










•Melanie: Get Cathy and Lydia out of here.

 

Esta sorprendente línea de diálogo corresponde bien a lo que les señalaba en sesiones anteriores, a la incapacidad de Mitch de llegar a tiempo -aunque es más sensato decir, insisto en ello, en el momento justo.

 

Basta para reparar en ello con constatar que el conjunto formado por Lydia, Melanie y Cathy constituye el friso de las tres edades de la mujer, en el que Melanie ocupa, evidentemente, el lugar de la mujer sexualmente madura.

 

De modo que podemos oírlo así: ya que no a mi, salva al menos a la niña y a la madre.

 



•Mitch: Melanie!

 

Solo entonces llega Mitch.

 

Quiero decir: cuando ella ya ha perdido el sentido.

 

Y no solo eso, pues recuerden que, en lo que sigue, abundarán los indicios de que podría haberlo perdido definitivamente.

 


 

De hecho, cuando despierte, la encontraremos sumida en un estado catatónico que podría ser irreversible.

 


 

 

 


el hombre que falta y el deseo de Melanie -la fase genital

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Así pues, en Los pájaros, como en tantos otros films postclásicos -pero este es sin duda uno de los primeros-,

 


 

el goce de la mujer se hace presente en el clímax del relato con estos dos rasgos notables: que presenta el cariz de una experiencia siniestra y que, con respecto a él, falta el hombre en el lugar del acto.

 

Pues es bien evidente que ahí, con ella, solo hay pájaros.

 

Pónganlo por cuenta de esa falla, de esa ausencia del héroe, de la que vengo diciéndoles que constituye uno de los síntomas mayores de nuestro estado civilizatorio.

 

Como ya les he señalado, esa falta es uno de los rasgos más notables del relato postlásico, por oposición al clásico, donde había malvado y héroe, villano y caballero, y éste, el caballero, llegaba en el momento justo para salvar a la dama.

 

El asunto entonces es que aquí hay, sin duda, goce en ella pero no héroe.

 

¿En qué medida podemos conectar esta ausencia del héroe con el carácter siniestro del modo como ese goce se manifiesta? Pueden oirlo como una pregunta retórica, pues es más bien unas hipótesis lo que les propongo con ella.

 

Y hasta sus últimas consecuencias, que incluyen la relación de lo siniestro de ese goce con la psicosis, a través de ese tan evidente estado catatónico que acabo de señalarles.

 

No pierdan de vista, en cualquier caso, que ese goce siniestro no deja, por ser tal, de ser un goce sexual como lo acredita

 


 

el insistente contraplano, subjetivo de Melanie, de esa gran cama de matrimonio llena de pájaros.

 

Pero desde luego eso no ha sucedido todavía.

 


 

Es más, si Melanie inicia su arriesgado viaje hasta Bahía Bodega es porque apuesta por Mitch y corre en su búsqueda.

 

De modo que su figura masculina, por más que incierta, se dibuja aquí, todavía, en calidad de motivo de ese viaje que Melanie va a comenzar.

 

Quiero decirles con esto que, por más que a la hora de la verdad no comparezca finalmente, a estas alturas está presente como motor de su deseo.

 

Por mor de claridad, lo repetiré más sintéticamente: es Mitch, en su calidad de portador del falo y de promesa de la relación sexual, el motivo de que Melanie inicie en seguida su viaje.

 

Luego, ya lo saben ustedes: Mitch no estará a la altura de ese deseo. Pero eso en nada debe cegar el hecho de que tal es el deseo de Melanie.

 

De modo que se trata de hablar del acto sexual y, por extensión, de la relación sexual, dado que esta pivota toda ella sobre ese acto.

 

En suma: va siendo hora de hablar de la fase genital.

 

 

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