21. El poder del moño -una madre fría

 

 

 

 

 

 

Jesús González Requena
Psicoanálisis y Análisis Textual, 2019
sesión del 2019-11-22 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2020

 

 

 

 

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La agonía de Cristo y la Mater Dolorosa

 

Cuando el otro día en el debate uno de ustedes me preguntaba por la promesa cristiana de la vida eterna le contesté que no creía que en ello residiera la novedad, el núcleo fuerte, que llegó con la irrupción del cristianismo.

 

Les dije que en mi opinión lo central de su novedad se encontraba, en cambio, en la promoción de la agonía como el momento esencial del ser.

 

Y les añadía que nada de especulativo había en eso, sino que era el resultado del análisis textual de los templos cristianos y -muy especialmente- de los católicos.

 

En ellos, en el centro de sus altares, lo que se encuentra es la imagen del crucificado y, junto a ella, la de la Mater Dolorosa.

 

Y por cierto que en esto resulta obligado establecer la diferencia entre los templos protestantes y los católicos.

 

En los primeros se encuentra la cruz, aunque por lo general esquematizada, abstracta, a diferencia de lo que sucede en los católicos, donde la imagen del Cristo en su agonía alcanza cotas de un extraordinario realismo -solo tienen que recordar la extraordinaria imaginería de las tallas barrocas del Cristo agonizante, cima del barroco contrarreformista español.

 

-Si han visitado ya el Prado, la siguiente visita urgente que no deberían dejar de hacer es la del museo de escultura de Valladolid. Ningún psicoanalista hispano debería volver a su país sin visitarlo. Lo tienen a tiro de AVE.

 

Pero aún es mayor la diferencia por lo que se refiere a la Mater Dolorosa. Ésta, que tiende a compartir el papel protagónico en los templos católicos, está sencillamente ausente de los protestantes.

 

Aunque no hizo este análisis textual -quiero decir, el de los templos cristianos-, Max Weber si hizo otro -el de los discursos protestantes- en el que constataba algo que se confirma en lo que les digo del análisis comparado de los templos. La Reforma vació al cristianismo de la mística y del goce, hizo de él una depuración utilitaria, funcional, que haría posible la expansión de la economía capitalista.

 

A costa, habría que añadir constatando lo que vino a suceder después, de un progresivo vaciamiento de la idea de Dios. Un vaciamiento de su densidad simbólica que se manifestaría bien en esa divinidad panteísta ilustrada que tan inútil le parecía a Freud.

 

Los siglos XVIII y XIX fueron los siglos de la gran expansión del capitalismo y, simultáneamente, del adelgazamiento, por vía de abstracción, de la idea de Dios, hasta casi su total extinción.

 

Saben ustedes que, llegado el momento, eso se convierte en best-seller filosófico. Me refiero a ese momento en el que Nietzsche proclamó la muerte de Dios, a la vez que celebraba ingenuamente, como su resultado, la liberación del hombre y su redención en forma de superhombre.

 

Fue Nietzsche quien quiso repudiar la culpa -de ahí procede su repudio en esa llamada ética del psicoanálisis que Lacan atribuye a Freud en uno más de sus juegos de manos.

 

Sitúense en el umbral de inicio del siglo XX. ¿Recuerdan lo que ocurrió inmediatamente después? Los que pretendían en un primer momento ser la encarnación del superhombre -los nuevos hombres comunistas o nacionalsocialistas- se descubrieron hijos sumisos a la Diosa madre patria -ya fuera ésta Alemania o la patria del socialismo.

 

Sumisos, hay que añadir, en un registro que se desplegaba entre la paranoia y la psicopatía. Decididos, en todo caso, a reinstaurar lo que el Dios padre había prohibido desde su nacimiento: los sacrificios humanos.

 

Fueron los suyos sacrificios humanos a la Diosa del mismo tipo de los que hace bien poco se producían en el País Vasco y del que que, si todo sigue así, podrían acabar produciéndose en Cataluña.

 

Pero retrocedamos en el tiempo.

 

Frente al adelgazamiento de la idea de Dios propiciado por la Reforma, la contrarreforma católica, de la que España fue abanderada, supuso una reafirmación de eso mismo que la Reforma conducía a excluir: la mística y su goce.

 

Y, por tanto, el erotismo y lo femenino.

 

El que el feminismo hoy dominante sea un feminismo puritano muestra bien hasta qué punto sus orígenes son protestantes: pues es un puritanismo que estriba precisamente en el repudio de la feminidad -y de su goce.

 

Pero dejemos esto ahora. Porque lo que me importaba era llamarles la atención sobre el contexto histórico en el que emergieron los textos de Juan de la Cruz y de Teresa de Jesús.

 

En todo caso, pongo freno aquí, al menos por ahora, a esta deriva histórica, para volver al punto de partida con el que he comenzado la sesión de hoy y decirles su motivo: no otro que conectarlo con lo que fue el tema central del día pasado.

 

Les decía entre otras cosas que, por ser la de lo femenino la posición pasiva, por ser la mujer el territorio del goce y el recinto del ser, la suya es la posición ontológicamente más densa.

 

Supongo que saben ustedes que Nietzsche acusaba al cristianismo de afeminado. En ello se manifiesta bien el motivo central de su repudio del cristianismo -la que, dicho sea de paso, había sido la religión de su infancia, siendo él mismo hijo de predicador y seminarista.

 

En todo caso, en su repudio se manifiesta bien el pánico a la pasividad y, congruentemente con ello, el rechazo de la compasión.

 

En todo caso, es a esto a lo que quería llegar: a que nada prueba mejor esa superior densidad ontológica de la posición femenina que ese que les decía fue el motivo central de la revolución cristiana: la promoción de la agonía como el momento culminante del ser.

 

Pues, lo que está en juego en la agonía ¿no es acaso la aceptación misma de la muerte?

 

Y, si es así, ¿no es la del agonizante, necesariamente, una posición pasiva? Ciertamente, puede no serlo, pero quien en la agonía quiere asumir una posición activa es solo quien la niega, quien se obceca en negar la muerte, quien se rebela contra ella.

 

En suma: solo hay buena muerte desde la posición pasiva.

 

¿Quieren otra referencia de esa superior densidad ontológica de la que les hablo? Piensen en el mártir que acepta pasivamente su sacrificio, rechazando la única posición activa que le sería permitida: la de renegar de su fe.

 

Y si esto les parece demasiado lejano o tópico -solo les diré que para nada lo es- piensen en el héroe torturado que resiste a la tentación de la única actividad que les es accesible: la de delatar a sus camaradas.

 

 


La S y sus centros de gravedad

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Nos detuvimos el último día en la salida malabarista de Mitch sorteando e ignorando a la vez al pájaro negro enjaulado.

 



•Mitch: Oh, I’ll find something else. See you in court.


 

Y nos detuvimos igualmente

 


•Mitch: I am. Good day, Miss Daniels. Madam.


 

en la potencia de este moño capaz de eclipsar su rostro , y del que emerge un rostro femenino cargado de ira.

 


•Melanie: And I’m glad you didn’t get your lovebirds.

 

Es en extremo interesante el modo como se conectan ambas cosas. Traten de concentrarse en el dibujo que traza en el espacio el desplazamiento de Mitch en su salida:

 



•Mitch: I am. Good day, Miss Daniels. Madam.




•Melanie: And I’m glad you didn’t get your lovebirds.



•Mitch: Oh, I’ll find something else. See you in court.


 

Se dan cuenta: ese trazado tiene forma de S.

 

Y una S puede ser pensada como dos semicircunferencias conectadas pero trazadas en sentido inverso.

 

Y bien, viendo el asunto así, díganme: ¿qué hay en el centro de cada una de esas semicircunferencias?

 

En el de la primera, Melanie.


 

En el de la segunda, el pájaro negro en la jaula dorada.

 


 

De modo que si piensan el desplazamiento de Mitch en su salida, podemos reconocerlo como orbitando en torno a dos centros de gravedad igualmente poderosos.

 

El uno es el de Melanie, su poderoso moño y la extrema violencia que puede llegar a desprender.

 


 

El otro, el pájaro negro en su jaula dorada.

 


 

Como ven, ambos tienen el poder de eclipsar a Mitch.

 

 


El pánico de Mitch y el del cineasta

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Nada confirma mejor su falta de peso específico.

 

Pues Mitch, tras orbitar en torno a ellos, logra escapar a su campo de atracción. -En franca huida, habría que añadir.

 

Lo que viene a manifiestar de manera notable el pánico de fondo que el personaje -y el cineasta- siente hacia la mujer.

 

Analicémoslo más detenidamente.

 


 

Mitch puede mirarla al rostro, Pero, desde luego, no puede hacerse cargo de su pulsión

 



 

De modo que eso está escrito desde el principio: nada podrá responder al más verdadero deseo de Melanie.

 

Pero debo corregirme. Les he dicho que Mitch podía mirarla al rostro, pero ni siquiera eso está claro, pues allí su identidad podría llegar a disolverse,

 


 

no quedando otro resto

 


 

que el moño.

 

Y por cierto que la fragilidad de este protagonista masculino conecta bien con el tono en exceso rígido, autoritario y culpabilizador de su discurso frente a Melanie.

 

Desde un punto de vista lacaniano se dirá: ¡ajá!, el superyó culpabilizando y dando su orden demoníaca: ¡goza! Pero pienso que es justo lo contrario. El problema de Mitch no es un exceso de superyó, sino todo lo contrario: el suyo es un superyó demasiado débil, y que por eso trata de afirmarse por una vía autoritaria.

 

Les llamo la atención sobre esto: el que no haya un héroe a la altura del deseo de la mujer en el film no es un capricho del cineasta, sino una verdad subjetiva que se impone en su universo psíquico. Tanto en el del cineasta como en el de buena parte de sus contemporáneos. El que Hitchcock se convirtiera en el cineasta más famoso de la segunda mitad siglo XX lo indica de manera suficientemente expresiva.

 

 


Moños

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Volvamos de la escala colectiva a la individual.



¿Cuál es el estatus, en términos psicoanalíticos lo pregunto, de ese moño que en buena medida protagoniza los tres films mayores de Hitchcock

 


 

Vértigo,

 


 

Psicosis,

 


 

y Los pájaros?

 

Si excluimos Psycho,

 



 

Resulta indudable su componente fetichista, en la medida en que tanto en Vértigo como en Los pájaros aparece como una prenda en extremo brillante del objeto de deseo.

 

Pero resulta igualmente presente su lado siniestro,

 


 

tan evidentemente presente en Psycho pero que constituye igualmente una latencia mayor en Vertigo y en Los Pájaros.

 

 

Lo más notable es que ese lado siniestro, unheimlich, aparece vinculado a otro factor suscitado por los moños de los tres films: el estar asociados en todos los casos a figuras maternas:

 



 

Y, hay que añadir, a figuras maternas

 


 

locas,

 


 

y enloquecedoras:

 


 


 


 

Y bien, esta asociación entre la locura materna y el moño desborda netamente el marco de un mero funcionamiento fetichista.

 

Pues saben que el fetiche permite al fetichista mantener relaciones sexuales con la mujer -todo lo limitadas que ustedes quieran, pero relaciones al fin y al cabo que permiten en algunos casos incluso alcanzar el coito.

 

Sin embargo, nada de eso hay en nuestros tres films.

 

 


Vertigo

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Examinemos más detenidamente, a este propósito, el caso de Vertigo.

 

En principio, diríase que el moño de Madeleine es el fetiche que requiere Scottie para poder hacer el amor con Judy:


•Judy: Well?


•Scottie: It should be back from your face and pinned at the neck.



•Scottie: I told her that. I told you that.



•Judy: We tried it.


•Judy: We tried it.



•Scottie: Please, Judy.

 

Ciertamente podría tratarse de la súplica del fetichista que pide a una mujer que ocupe el lugar de la diosa, investida de ese objeto destinado a restaurar la Imago Primordial.

 

Podría tratarse, igualmente, de un látigo, pues la dominatriz investida de su látigo configura la conexión perfecta entre el fetichismo y el masoquismo.

 







Ahora bien, ¿qué sucede cuando ella se pliega a ese pedido?

 






 

En principio, el éxtasis provocado por la más bella aparición.

 

Diríase que el fetiche funciona, que se muestra capaz de restaurar la plenitud originaria.

 

Pero resulta obligado añadir que lo hace con una intensidad desmesurada que desborda con mucho las pautas más pragmáticas en las que se desenvuelven los cambalaches fetichistas del perverso.

 














 

Y luego, en seguida, cuando el contacto tiene lugar…

 








 

Emerge la locura.

 






 

Observen la conformación del moño que se nos ofrece finalmente.

 

Nada de fetiche hay en él ahora.

 

Diríase que es todo lo contrario: es el dibujo del genital femenino lo que desencadena en Scottie su segundo y definitivo ataque de locura, que se saldará con la muerte de Judy.

 

Sí, porque Scottie finalmente logrará -en un contexto del todo semejante, en lo alto de una alta torre- aquello que no terminó de hacer Nataniel en la escena final de El hombre de arena: hacer caer al vacío a la mujer que le ama.

 














 

Como ven, el desastre de Scottie es el mismo que el de Nathaniel.

 

Y es común la escenografía final de tal desastre:

 


 

una alta, bien fálica, torre.

 


 

Y una que, en Vertigo, dispone de tres pisos, porque el tres, además de la cifra de Dios cristiano, es la cifra del acto -recuerden: planteamiento, nudo y desenlace, a la tercera va la vencida, etc.

 

 


Un madre fría

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Quienes hayan leído la biografía de Spoto sobre Hitchcock que les recomendé, habrán visto que este minucioso -pero psicológicamente desorientado- biógrafo atribuye buena parte del complicado carácter del cineasta a lo que él considera una madre en exceso protectora y amorosa:

 

«El padre de Hitchcock, a la edad de cuarenta años, empezó a sufrir de una mala salud. Esto, añadido a la predominancia natural de las madres en los hogares del East End, el excesivo afecto con el cual rodeaba la señora Hitchcock a su hijo menor, y la aparentemente contradictoria severidad de su entorno irlandés católico hizo inevitable que la madre de Alfred ocupara un puesto central en la vida del muchacho.»

[Donald Spoto: (1983) Alfred Hitchcock. La cara oculta del genio, p. 27-28]


 

 

La de Hitchcock, piensa Spoto, sería una madre en exceso amorosa, que dedicaría a su hijo un afecto excesivo.

 

Spoto insiste en esta idea más de una vez, pues le parece evidente. Aquí tienen otro ejemplo:

 

«Como un muchacho listo y solitario que era, mimado por una excesivamente cariñosa madre, estaba atrapado entre el mundo victoriano de clase y privilegio y el innato resentimiento cockney hacia ese mundo.»

[Donald Spoto: (1983) Alfred Hitchcock. La cara oculta del genio, p. 33]

 

Si les digo que las apreciaciones psicológicas de Spoto son ingenuas es, sencillamente, porque en la larga y tan abundante filmografía del cineasta no hay madres así.

 

Y es más, en la época en que su control sobre su obra llegó a ser absoluto -precisamente la de Los pájaros y los otros films de esa época que nos vienen ocupando- las madres que pone en escena son, casi exactamente, todo lo contrario.

 

Es curioso que pueda cometer un error tan llamativo como éste un biógrafo que inicia su libro con esta acertada anotación:

 

«a medida que iban emergiendo los hechos, se hizo evidente que las películas de Hitchcock eran a todas luces sus diarios y sus blocs de anotaciones, y que su casi maníaca pasión por el secreto era un medio deliberado de desviar la atención de lo que esas películas eran realmente: documentos sorprendentemente personales.»

[Donald Spoto: (1983) Alfred Hitchcock. La cara oculta del genio, p. 33]

 

Tiene razón en esto, desde luego, y no solo por lo que se refiere a Hitchcock, sino también a cualquier otro gran artista.

 

Pero eso hace tanto más llamativa su confusión. Y el caso es que no le faltaban motivos para replantearse el asunto. Pues el propio Spoto desliza en una nota a pie de página un dato que debería haberle puesto en guardia:

 

«(…) para Hitchcock, verse privado de comida era algo casi, catastrófico. A menudo contaría haber permanecido mirando, sin ser observado, mientras su madre transfería una golosina de su calcetín de Navidad al de su hermana y la reemplazaba con una simple fruta.»

[Donald Spoto: (1983) Alfred Hitchcock. La cara oculta del genio, p. 29]

 

Bueno momento éste para llamarles la atención sobre la especial importancia que da el psicoanálisis al detalle concreto, singular, en sí mismo revelador, que debe sobreponerse siempre a los enunciados genéricos, globales, que se asientan en la conciencia como construcciones bien armadas y muchas veces encubridoras.

 

Su madre transfería una golosina de su calcetín de Navidad al de su hermana
y la reemplazaba con una simple fruta ¿No les parece que el serio problema de sobrepeso que acompañó al cineasta toda su vida podría deducirse de aquí?

 

Ciertamente, no es ésta la imagen de una madre amorosa, pues ni siquiera se preocupó de si su hijo observaba el momento en que le arrebataba la golosina.

 

¿No se habría originado así el deseo voraz de un niño hacia una madre que prefería a su hermana mayor? Y todo parece indicar, aunque no voy a detenerme en ello ahora, que también a su apuesto hijo primogénito. Pues Hitchcock era el menor de los tres hermanos.

 

¿Un hombre que comía vorazmente para calmar una falta originaria de ese otro alimento materno que es el amor?

 

No sé si se dan cuenta, pero sigo hablándoles del moño.

 

Porque, díganme, ¿no les parece que en esa obsesión por el moño femenino podría aislarse la imagen de una madre amada pero esquiva, una madre fría y distante que le daba con demasiada frecuencia la espalda?

 


Marnie y el doble vínculo

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Vean como eso llega a decirse, literalmente, en el film inmediatamente posterior a Los pájaros:

 




 

Se trata de Marnie, film de 1964.

 

Pero antes de proseguir debo decirles que se trata de una película irregular y que fue mal acogida por el público después de los grandes éxitos de Psicosis y Los pájaros.

 

Pero conviene que conozcan el motivo de ese fracaso -y de la pendiente creativa en la que entraría el cine de Hitchcock a partir de entonces.

 

Hitchcock se había enamorado una vez más -como ya le sucediera con Ingrid Bergman o Grace Kelly- de su estrella rubia, esta vez Tippy Hedren. Pero con ésta sucedió lo que no había llegado a suceder nunca antes: con ella llegó a perder los papeles, hasta el punto de que, cuenta Spoto, terminó por confundir la película que rodaba con la realidad misma, confundiéndose él a su vez con el papel que interpretaba Sean Connery.

 

Y así, en un momento dado, en una pausa del rodaje, intentó forzar a su actriz a acostarse con él amenazándola con que, si se negaba, arruinaría su carrera cinematográfica.

 

Typpy Hedren no cedió.

 

A diferencia, digámoslo de paso, de tantas espabiladas posteriores que primero cedieron y sacaron su beneficio para años más tarde permitirse el muy poco digno placer de denunciar a aquel con el que habían cedido y del que habían obtenido el consiguiente beneficio.

 

El caso es que, tras aquel rechazo definitivo, Hitchcock se hundió en la depresión, desinteresándose totalmente de la película.

 

Les cuento todo esto para que vean hasta qué punto Los pájaros es el film decisivo en la curva creativa del cineasta. Pero se lo cuento también para que escuchen mejor la lacerante verdad subjetiva -del todo congruente con lo que veíamos el otro día- que se enuncia en la extraordinaria escena que sigue.

 

Todavía una cosa más antes de entrar en ella.

 

Les llamo la atención sobre un dato que me señalaba el otro día el profesor Casanova: la madre de Marnie se encuentra -y se va a mantener durante toda la escena- junto a la nevera.

 



 

Algo, evidentemente, va mal en la relación entre esta madre y su hija.

 

Hay una desconfianza latente, una dificultad patente de mirarse francamente a los ojos.


•Bernice: Uh, Marnie, I’ve been thinking seriously about asking Miss Cotton and Jessie to move in here with me.


•Bernice: Miss Cotton is a real nice woman.


•Bernice: She’s decent. A hard-working woman with a little girl to raise.


•Marnie: Come on, Mama, why don’t you just say what you mean?


•Marnie: What you want is for Jessie to come live with you.

 

Como ven, esa sería dificultad de comunicación de la que les hablaba hace un momento es señalada por la propia Marnie.

 



•Bernice: Marnie, you oughtn’t let yourself act jealous of a little old kid like that.

 

Verdaderamente, es un asunto de celos: Marnie tiene celos de la niña, hija de una vecina, a la que su madre cuida.

 

Pero supongo que perciben el mensaje de fondo de esta madre, que podríamos traducir por algo así como esto:

vaya,
con el poco afecto que me demuestras, ahora me vas a hacer un número de celos.


•Bernice: She don’t bother me none. And we could always use extra money.


•Bernice: The Cottons are mighty decent people.

 

Y bien, de pronto, sorprendentemente, Marnie pone nombre a las cosas.

 



•Marnie: Why don’t you love

•Marnie: me, Mama?

 

Tal es la pregunta de Marnie.

 

Pero les sugiero seriamente que la escuchen como la pregunta de ese hombre de 65 años que era Hitchcock a la altura del rodaje del film.

 



•Marnie: I’ve always wondered why you don’t.


•Marnie: Oh, you never give me one part of the love you give Jessie.

 

Lo que está en juego es algo que antecede a la llegada de las palabras:

 





•Marnie: Mama.



 

Un rechazo primario, a flor piel de piel.

 


•Marnie: Why do you always move away from me?

 

¿Por qué me echas en cara que no sea una hija amorosa si, cuando trato de acercarme a tí, tú me rechazas?

 

Pero la víctima del discurso de doble vínculo suele carecer de fuerza suficiente para mantenerse en esa posición y, por tanto, deriva inevitablemente hacia un juicio negativo sobre sí misma:

 


•Marnie: Why? What’s wrong with me?

 

¿Qué hay de malo, de equivocado en mi?

 

¿No es esa la pregunta que acompaña siempre a Hitchcock, ese tan notable cronista del fracaso masculino y del poder de la mujer?

 



•Bernice: Nothing! Nothing’s wrong with you.


•Marnie: No. You don’t think that.


•Marnie: You’ve always thought there was something wrong with me, haven’t you? Always!


•Bernice: I never.



•Marnie: My God! When I think of the things I’ve done to try to make you love me.


•Marnie: The things I’ve done!

•Marnie: What are you thinking now, Mama? About the things I’ve done?


•Marnie: What do you think they are? Things that aren’t decent, is that it?



•Marnie: Why, you think I’m Mr. Pemberton’s girl. Is that why you don’t want me to touch you? Is that how you think I get the money to set you up?




 

El anterior movimiento de alejamiento de la mano de la madre huyendo del contacto de la de su hija, tiene ahora su contrapartida en un retorno en forma de bofetada destinado a cortocircuitar un discurso que, por verdadero, le resulta intolerable.

 



•Marnie: I’m…


•Marnie: I’m sorry, Mama.

 

Lo dicho se borra, retornando a su condición de indecible.

 

En lo que sigue, con aplicación, Marnie va a repetir puntillosamente el discurso que su madre -esa madre tan fría como la nevera que hay tras ella- le ha dictado desde siempre.

 



•Marnie: I don’t know what got into me talking like that.


•Marnie: I know you’ve never really thought anything bad about me.


•Bernice: No, I never.


•Marnie: Well, I’m sorry. I really am. I’ll pick up the pecans.


•Bernice: No, uh, you go upstairs and lay down. You’re all wore out.


•Bernice: I’ll ask Jessie to come over and pick up the nuts.


•Marnie: All right.


•Marnie: After all,


•Marnie: it is Jessie’s pie,


•Marnie: isn’t it?

 

Y aquí tienen la confirmación final: se trata del pastel –la golosina, de esa otra niña querida por la madre.

 

Y bien, ahora estamos en condiciones de comprender por qué estos últimos viajes artísticos decisivos los realiza Hitchcock bajo la piel de personajes femeninos. Si fue por una niña por la que su madre mostró su preferencia obsequiándole la golosina que a él le arrebataba, si el deseo de la madre apuntaba hacia esa niña, es fácil comprender su identificación con lo femenino como intento vano de alcanzar su deseo.

 

 

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