3. La escena del crimen

Jesús González Requena
True Detective
Análisis de Textos Audiovisuales 2015/2016
sesión del 29/02/2016
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2017

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Padre

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Nunca, a lo largo de la narración, será mostrada imagen alguna del padre de Cohle. Y sin embargo, constituirá, como ya hemos anticipado, una referencia constante a lo largo del relato.

Cabe, pues, dar un paso más, y preguntarse hasta qué punto la temática del padre -y ya no solo del de Cohle, sino de la función paterna como tal- constituye un tema mayor del relato.

Que algo de eso hay, podemos justificarlo, desde el primer momento, en términos de análisis cuantitativo, por la vía de la cuantificación de las referencias verbales al padre presentes a lo largo de la serie.

Y una buena manera de medir en términos relativos su relevancia consiste en comparar ese resultado con el de las referencias verbales a la madre.

Los resultados resultan convincentes: en todos los episodios son superiores las referencias al padre sobre las referencias a la madre, en la mayor parte de los episodios las duplican (1, 4, 6, 8) y en uno (7) resultan seis veces mayores.

Estos datos, de índole cuantitativa, constituyen pues un motivo suficiente para abrir una línea de indagación del texto analizado: procederemos, en lo que sigue, a localizar esas presencias verbales y a analizar el modo de su aparición y su relevancia en las escenas en las que se producen.


Surrogate dad

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La primera vez que se escucha la palabra padre en True Detective no parece especialmente relevante.

Hart, interrogado sobre Cohle, comienza su respuesta con un preámbulo sobre el tipo de hombres que ha podido encontrar en su trabajo de policía:

[Hart: You know, I’ve seen all the]

Hart: different types. We all fit a certain category– the bully, the charmer, the, uh, surrogate dad,

The surrogate dad: literalmente: el padre subrogado, es decir, el que se comporta como un padre, el paternalista.

Pero sin duda no es lo mismo un padre que un tipo paternalista. Y, en cualquier caso, Marty no parece detenerse especialmente en este tipo.

Hart: the man possessed by ungovernable rage, the brain–

De hecho, por ahora no va a detenerse en ninguno de ellos.

Hart: and any of those types could be a good detective, and any of those types could be an incompetent shitheel.

Y, por el camino, la pregunta sobre Cohle acaba desplazada sobre él mismo:

Papania: Which type were you?

Hart: Oh, I was just a regular type dude with a big-ass dick.

Pincelada humorística que, además de atenuar algo el intenso tono dramático de la serie en su apertura -estamos en el minuto 8, acabamos de contemplar la escena de la llegada de un Cohle desolado a la casa de Hart a la que ha sido invitado para cenar tanto como la del descubrimiento de la escena del crimen-, sirve para dibujar al personaje de Hart llamando la a atención sobre su simpática socarronería y, a la vez, presentándolo como un personaje accesible, por oposición al enigmático y distante Cohle.


La carga del padre y la escena del crimen

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Pero la atención retorna en seguida sobre Cohle, y a propósito de él aparece la palabra padre por segunda vez:

Hart: A lot of it had to do with how they manage authority.

Hart: There can be a burden in authority, in vigilance,]

Hart: like a father’s burden.]

Cohle, dice Marty, podría llegar a ser cargante, asfixiante: tanto como un padre, como la carga de un padre.

Ciertamente, esta segunda aparición de la palabra padre -esta vez ya no en la versión coloquial de dad, sino en la más densa y distante de father– ya no puede ser considerada irrelevante. En primer lugar, suponen una implícita elección demorada con respecto a la serie de tipos enumerada hace unos instantes. Pero no tanto en el sentido de paternalista, como en el de padre sustituto subrogado: alguien que ha venido a ocupar el lugar del padre.

Y no es menos notable el hecho de que, en el mismo instante en que esta segunda aparición de la palabra padre tiene lugar –como la carga de un padre-, el plano ha pasado configurarse como semisubjetivo, invitándonos a observar a Cohle desde el punto de vista de Marty.

Y no en cualquier lugar, sino en la escena misma del crimen.

Marty, desde cierta distancia, contempla a Cohle, quien, a su vez, desde mucho más cerca, dirige su mirada sobre el cadáver de la mujer arrodillada a los pies del gran árbol.

El árbol, la mujer y Cohle constituyen la escena. Y a la distancia justa, es decir, fuera de la escena, se encuentra Marty en posición de espectador.

Es propiamente de la función del padre de lo que se está hablando: la autoridad, la vigilancia. Por su autoridad, por su vigilancia, Cohle resulta cargante, asfixiante como un padre.

Pero en la medida en que el plano se torna semisubjetivo, la expresión que sigue –father’s burden– cobra un sentido suplementario: el que Cohle pueda ser cargante como como un padre puede tener un buen motivo: que la suya sea, realmente, la carga de un padre.

Insisto: Cohle está ahí, en la escena que Marty contempla y que es la escena del crimen.

Y de un crimen intensa, radical, explícitamente sexual. Pues es una mujer desnuda la víctima y se encuentra al pie de un gigantesco árbol de densas resonancias mitológicas.


Dora, Eva y el Arbol del bien y del Mal

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Valeri, que está trabajando su trabajo de Fin de Máster sobre las referencias religiosas presentes en la serie, me ha llamado la atención sobre la relación de estas imágenes con la del pecado original pintada por Miguel Ángel en la bóveda de la Capilla Sixtina:

Fíjense, contando desde arriba hacia abajo, en las escenas cuatro y cinco.

Esta es la cuatro: describe el pecado original.

Se dan cuenta que el fresco de Miguel Ángel es intensamente narrativo: a la izquierda se muestra la escena de la tentación por la serpiente y a la derecha su consecuencia, la escena de la expulsión del Paraíso.

Desde lejos, Hart contempla esa escena originaria en la que Cohle, como Adán, se encuentra muy cerca de una mujer y en una posición que guarda cierta vaga semejanza con la de Eva.

Veamos ahora la quinta escena:

se trata de la creación de Eva a partir de una costilla de Adán.

Eva está en una posición implorante hacia Dios. Y hay algo en su posición en este imagen que recuerda a esta otra:

Ciertamente, resulta imposible no anotar la semejanza, pues Dora y Eva comparten incluso el mismo color del cabello.

Sólo que, claro está, la Eva de True Detective no se arrodilla ante Dios,

sino ante esa potencia maléfica que es, en el relato de El Génesis, al árbol del Bien y del Mal.

Y si volvemos a la escena del pecado original

no podemos por menos que reconocer una cierta semejanza de posición entre Eva y la Dora Lange, aunque en seguida nos damos cuenta que es mayor su semejanza con la posición de la serpiente:

Y bien, ¿no reaparece por esta vía esa sugerencia enigmática

que habíamos anotado ya en los créditos cuando les decía que Dora, siendo la víctima, aparecía simultáneamente como una potencia agresiva que amenazaba a la mujer que, les sugería, podía ser la esposa de Cohle?

Y por cierto que esa ambivalencia se encuentra ya en Miguel Ángel,

dada la notable semejanza que descubrimos entre la serpiente de la escena del Pecado original y la Eva de la de la Creación de Eva.

¿Y no les parece que, desde este punto de vista, la Dora Lange investida por su corona-cornamenta amenaza a Claire como la serpiente lo hace con Eva?

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2. Los créditos 2. Una imaginería cristológica

Jesús González Requena
True Detective
Análisis de Textos Audiovisuales 2015/2016
sesión del 22/02/2016
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2017

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La corona víctima

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Plano 27.

Plano 28.

¿Qué ha pasado? ¿Qué hemos visto en ese fogonazo del plano 27 de poco menos de 300 milisegundos?

Dos líneas, una vertical y otra horizontal, se cruzan sobre la cruz, como si se tratara de la mirilla de rifle que apunta.

Y en seguida se funde esa cruz puesta en la mira con la imagen de la corona cornuda de la víctima.

Perciben bien, en ambas imágenes, los árboles del fondo.

Anoten que la cruz aparece entre ellos, en el mismo lugar en el que en el plano de la víctima aparece el más afilado y vertical de los cuernos.

Y luego la cruz desaparece,

y en su lugar aparece la mujer que la llevaba inscrita en su cabello.

De modo que la mujer de arriba aparece amenazada por la cornamenta… de la víctima.

Y así, esa mujer que podría ser Claire aparece asociada a la víctima.

¿Corresponde este plano a la mirada de Cohle?:
?:

Marty: Go ahead.

Podría serlo porque, como ven, este es un plano subjetivo de Cohle.

Y lo es hasta el punto de que el movimiento que contiene

está en raccord con el del plano que sigue:

¿Es exactamente el mismo plano de la cornamenta el que se nos muestra en una y otra imagen?

No y sí. No porque no coincide la angulación, el cuerpo de la víctima está más abajo en la imagen que en el plano de la escena del crimen. Pero sí por todo lo demás: es idéntica la posición del cuerpo, del cabello y de la cornamenta.

Y sobre todo: porque es a la imagen a la que se llegaría si prosiguiera el movimiento interrumpido del plano:

Quiero decir: este plano, de proseguir su movimiento, acabaría así:

Pero, ¿qué sentido puede tener que la víctima amenace a otra mujer?

En todo caso, resulta obligado constatarlo: siendo la víctima pasiva, investida por esa corona-cornamenta, aparece en esta imagen casi subliminal como sujeto activo de la inminente agresión contra otra mujer.


Cuerpos, tuberías, autopistas

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Plano 28.


Song: ♪ and rise with me forever

Un gran depósito invertido y, superpuesto a él, gente de campo que reza. Y, en seguida:

Plano 29.

Song: ♪ across

Cuerpos que se mezclan con tuberías que se confunden confusamente con ellas.

Y autopistas.

De modo que estos planos se encabalgan: lo tortuoso de Marty aparece en relación con cierta obsesión que le tortura: esa sórdida pesadilla que se encuentra todo el tiempo en el fondo de la serie.

Insistamos en el juego de asociaciones: tuberías, venas, cuerpos, autopistas.


La familia en llamas

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Plano 30


Y Hart, de la obsesión, al miedo.

Un miedo asociado con una casa familiar que podría estallar en cualquier momento,


Como habrá de estallar la familia de Hart.

Sus llamas arrasan su rostro.

Song: the silent sand

Su mirada cambia, ya no mira hacia afuera, sino hacia adentro. Ya no es de temor, sino de desolación.


La soledad ardiente de Cohle

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Plano 31.

Cohle de nuevo, en una imagen que recuerda a aquella otra anterior:

Pero ahora la figura inscrita en el interior de su rostro no está de espaldas sino de frente y todo parece indicar que es su propia imagen la que se encuentra en el interior de su rostro.

Imagen, pues de su ensimismamiento.

Les decía que las nubes aparecen, en estos créditos, constantemente asociadas a la figura de Cohle:

Lo que le connota, sobre todo cuando esas nubes se limpian de toda contaminación, de soñador -conocen ustedes la expresión: está en las nubes.

Y esas nubes tienen algo que ver con esa figura desconocida

que, como les he sugerido, podría ser la del padre.

Song: ♪ and the stars

Es de nubes su cerebro y de agua su cuerpo. Y está solo. Dentro de una gruta que es él mismo. Ardiendo con un fuego frío.

Plano 32.

Song: will be your eyes ♪ (serán tus ojos)

Y ese fuego, ahora cálido, ardiente, sale de su misma cabeza.


La cruz del auténtico detective

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Plano 33.


¿Y esto? Parece una nueva cruz ahora metálica, con una segunda cruz dentro de ella. Como ya sucedía con esta otra imagen anterior:

Una cruz ardiente, pues sobre ella parece reflejarse el fuego del crimen inicial:

Y esa cruz se convierte pronto en el título de la serie:

Song: ♪ and the wind will be my hands ♪

El auténtico detective.

De modo que el auténtico detective se define por su cruz ardiente.

¿Hasta dónde alcanza esta relación del protagonista con la cruz?

O quizás incluso debiéramos preguntarnos hasta dónde alcanza la relación de la serie en su conjunto con la temática del cristianismo.

Pues con solo los créditos basta para certificar lo pertinente de formular esta cuestión:

Hay, en ellos, una presencia saturadora de la cruz.

Dos de estas imágenes podrían definir con precisión la tensión del protagonista:

Es el mismo fuego -y la misma hierba- el que está presente en ambas.

Por cierto que en la primera de las dos se atisba, a la derecha, una iglesia que aparecerá del final del primer episodio y del comienzo del segundo y que habrá de desempeñar un papel crucial en la serie:

Una iglesia arrasada por el fuego.

De modo que el que la iglesia haya sido arrasada por el fuego

parece parte de la cruz del personaje.

Y bien, si estas dos imágenes, como les digo, definen con precisión la tensión del protagonista, hay otras dos que, en cierto modo, anticipan la estructura de la serie:

Pues hay en ella un conflicto entre el sacrificio redentor cristiano y el círculo del eterno retorno del que participa la secta siniestra que el detective combate.


El fondo cristológico de la imaginería de True Detective

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¿Les extraña que les hable de sacrificio redentor?

Sin embargo es algo del todo evidente:

Errol: Now, take off your mask.

(Groaning)

Y no resultan menos palpables las resonancias cristológicas que acompañan a su iconografía:

Me tienen que reconocer que la imagen de Cohle yacente recuerda

a la de Jesucristo.

¿la cosa resulta finalmente patente cuando -solo al final de la serie- Cohle se suelta la melena:

¿No les parece? ¿A quién les recuerda?

La última cena de Leonardo da Vinci.

El Cristo muerto, de Mantegna.

O el Cristo en la columna, de Bramante.

Y mejor que todos los otros: La Resurrección de Cristo de Piero de la Francesca.

Pues lo de Cohle, después del combate y su mortal herida, es prácticamente una resurrección.


Sacrificio, redención, resurrección

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Sacrificio, redención, resurrección: seguramente les parecerá excesivo esto que les digo a pesar del poder evidenciador de las imágenes que acabo de presentarles.

Pero quizás se deba a que no recuerdan ahora la escena final de la serie:

Cohle: Ah, I shouldn’t even fuckin’ be here, Marty.

Marty: I believe “no shit” is the proper response to that observation.

Cohle: Nah, I don’t mean like that. It’s something else.

Marty: Well, so… talk to me, Rust.

Cohle: There was a moment–

Cohle: I know when I was under in the dark that something…

Cohle: whatever I’d been reduced to,

Cohle: It was a vague awareness in the dark,

Cohle: and I could–

Cohle: I could feel my definitions fading.

Cohle: And beneath that… darkness, there was another kind. It was– it was deeper,

Cohle: warm, you know, like a substance.

Cohle: I could feel, man,

Cohle: and I knew, I knew my daughter

Cohle: waited for me there.

Cohle: So clear.

Cohle: I could feel her.

Cohle: I could feel…

Cohle: I could feel a piece of my– my pop, too.

Cohle: It was like I was a part of everything

Cohle: that I ever loved, and we were all…

Cohle: the 3 of us, just– just fadin’ out.

Cohle: And all I had to do was let go…

Cohle: and I did.

Cohle: I said, “Darkness, yeah, yeah.”

Cohle: And I disappeared.

Cohle: But I could– I could still feel

Cohle: her love there,

Cohle: even more than before.

Cohle: Nothing… There was nothing but that love.

Cohle: Then I woke up.

Marty: Hey, uh…

Marty: Didn’t, uh…

Marty: didn’t you tell me one time at dinner once, maybe, about you used to…

Marty: you used to make up stories about the stars?

Cohle: Yeah, that was– that was, um,

Cohle: in A-Alaska, under the– under the night skies.

Marty: Yeah, you used to lay there and look up,

Marty: yeah, at the stars?

Cohle: Yeah, and you remember I… I never watched a TV till I was 17, so there wasn’t much to fuckin’ do out there

Cohle: besides walk around and explore and–

Marty: And… and look up at the stars and make up stories. Like what?

Cohle: I tell you, Marty, I’ve been up in that room

Cohle: looking out those windows every night here and just thinking…

Cohle: It’s just one story.

Cohle: The oldest.

Marty: What’s that?

Cohle: Light versus dark.

Marty: Well, I know we ain’t in Alaska, but…

Marty: appears to me that the dark has a lot more territory.

Cohle: Yeah.

Cohle: You’re right about that.

Cohle: Hey, listen, hey.

Marty: Yeah, what?

Cohle: Why don’t you point me in the direction of the car, man?

Cohle: I’ve spent enough of my fuckin’ life in hospitals.

Marty: Jesus. Oh. You know what? I’d protest,

Marty: but it occurs to me that you’re unkillable.

Marty: You want to go back, get clothes or anything?

Cohle: No, anything I left back there, I don’t need.

Cohle: You know, you’re looking at it wrong, the… sky thing.

Marty: How is that?

Cohle: Well, once, there was only dark.

Cohle: If you ask me, the light’s winning.

(Hart chuckles)

Unas estrellas difícilmente perceptibles, pero en todo caso presentes, se dejan ver en el cielo negro de la noche.


La cruz frente a la espiral

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La cruz contra el círculo, les decía.

Y ven ustedes, supongo, que la curvatura de las astas de la imagen inferior amenaza a la cruz como el círculo de la llave de la imagen superior parece amenazar a la iglesia.

Y por cierto que ese es un debate, mitad religioso mitad existencial, que ocupará una parte notable de los diálogos de los episodios segundo y el tercero.

En todo caso, no pierdan de vista que frente a la cruz, la figura circular encontrará su expresión simbólica en la espiral

Ya han visto hace un momento, dicho sea de paso, como esta se concretaba finalmente un instante antes del último combate:


Un impasse religioso

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Plano 34.

Los créditos acaban con el retorno a la constelación plástica del inicio: cielo blanquecino pero turbio, verde sucio de la vegetación y, progresivamente,

el paisaje industrial al fondo.

Plano 35.


Una situación de impasse. Los personajes detenidos, desorientados, en tierra de nadie.

Es ésta, por lo demás, una imagen asociada a una escena del tercer episodio:

¿Qué es lo relevante de esa escena desde el punto de vista que vengo argumentándoles?

Marty: Michigan lifer.

Cohle: Then he called the signature wrong.

El impasse en la investigación, una conversación sobre la cornamenta que exhibía el cadáver de la víctima…

Pero eso no es todo. ¿Qué más?

Basta con retroceder para averiguarlo. Pues esta escena cierra el primer bloque del episodio 3, dedicado a la visita a la carpa del predicador del Ministerio del Renacimiento,

bloque en el que se desarrolla un ácido debate sobre la religión tanto en la conversación que mantienen allí Cohle y Marty como en el interrogatorio -presentado simultáneamente- del que es objeto Cohle por los agentes de asuntos internos.

Theriot: He knew you. That is forever.

Un hombre: Amen, brother!

Un hombre: This world is a veil…

Un hombre: Amen.

Un hombre: Yeah.

Un hombre: Tell them.

Un hombre: Hallelujah.

Theriot: …and the face you wear is not your own.

Marty: Parish FD said the church burned down 4 months

Marty: put out an APB on Friends of Christ. Week later, we were in Franklin,

Marty: um, Revival Ministry, old-time religion.

Marty: You can imagine what Mr. Charisma thought of that. It is merely the limitation of your senses.

Cohle: What do you think the average IQ

Cohle: of this group is, huh?

Marty: Can you see Texas up there on your high horse? What do you know about these people?

Cohle: Just observation and deduction.

Cohle: I see a propensity for obesity, ,a yen for fairy tales,

Cohle: poverty a yen for fairy tales, folks

Y por cierto, es el bloque en el que aparece este personaje


Coda

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Veamos finalmente en simultaneidad el conjunto de las imágenes de estos créditos tan notables.

Entre el blanco sucio y el negro intenso.

Pues no hay cielo azul. Tampoco agua azul. Solo, por lo que al color se refiere, el rojo de las llamas.

Pero no sólo de las llamas, sino también, ¿de qué?

del cabello del cadáver,

pues les insistí que no era negro, sino pelirrojo:

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1. Los créditos 1. La mujer y el padre

Jesús González Requena
True Detective
Análisis de Textos Audiovisuales 2015/2016
sesión del 15/02/2015
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2017

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Industria, humo, Cohle

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Plano 1.


Un paisaje a la vez campestre -natural- e industrial -artificial.

Sucio, contaminado: el humo de esas fábricas parece imponer al conjunto un tono grisáceo, que apaga el verde de la vegetación y hace imposible el azul del cielo.

Es un plano simétrico, con una intensa perspectiva central, en cuyo punto de fuga se encuentra la gran fábrica del fondo.

En su prosecución, el plano se transforma en tres aspectos:

la cámara retrocede, alejándose de la fábrica del fondo; simultáneamente emerge, en la parte superior del plano, el rostro de Rust Cohle, el protagonista de la serie, la cabeza inclinada, la mano sobre la boca, en actitud de reflexión preocupada. Su aparición se ve acompañada por un cierto oscurecimiento de la imagen.

Según su imagen emerge, se confunde con las nubes sucias de la contaminación de la fábrica. En cierto modo, es como si el humo de las gigantescas chimeneas del fondo hubiera formado su figura: la figura de un gigante preocupado por lo que en ese paisaje sucede.

La combinación de la actitud de ese rostro con el movimiento de alejamiento de la cámara parece sugerir una voluntad imposible de alejarse del motivo obsesionante de esa reflexión.


Mujeres, naturaleza, degradación

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Plano 2.


El segundo plano mantiene la referencia industrial, pero excluye la tierra y la hierba, que ahora es sustituida por la figura de una mujer de dimensiones semejantes a las del hombre del plano anterior.

Hay dos diferencias notables entre ambos: el aparece pensando, ella no. Ella, sencillamente, está ahí.

A la vez, él aparece más separado, más distante de las fábricas, mientras que ella está totalmente fundida con ellas. Tanto que la superposición de ambas imágenes -mujer y fábrica- da al rostro de la mujer un aspecto siniestro, pues no solo lo afea extrañamente, sino que, a la vez, viene a asemejarlo a una calavera. Y ello a pesar de que podamos reconocerla como una mujer bella allí donde -en su lado izquierdo- su rostro no se ve distorsionado por las líneas verticales de la fábrica.

De modo que lo industrial afecta, contamina, degrada, dando un aspecto siniestro a lo natural -la tierra, la vegetación, la mujer.

Y por cierto que algo acentúa esta relación que les sugiero entre la tierra y la mujer. Si se observa atentamente el plano, termina notando que en él hay vegetación y que esa vegetación aparece sorprendentemente fundida con la mujer. Se trata de la hierba que aparece en la parte inferior del plano. Es algo que solo termina de percibirse cuando se observa la imagen en su movimiento,


pues, de hecho, el movimiento solo existe en esa parte inferior donde, como les digo, la vegetación y la mujer se confunden.

La tercera diferencia entre estos dos planos iniciales tiene que ver con un factor dinámico, relacionado con la evolución de ambos planos.

En el primero, la figura del hombre aparece progresivamente. En el segundo, en cambio, la figura de la mujer apunta a desvanecerse, a desaparecer, por obra de un incremento de luminosidad que se opone al oscurecimiento progresivo del plano anterior.

Si conectamos esto con lo señalado al principio sobre la diferente actitud de cada uno de ellos,

cabe preguntarse: ¿piensa él en esa sugerida desaparición de ella? En todo caso, cabe imaginar que ella fuera el objeto de su pensamiento.

Plano 3.

El tercer plano superpone la figura de una mujer de pie -su boca, barbilla, cuello y parte superior de su tronco- con una vista aérea de un paisaje industrial.

De nuevo, por tanto, la fusión de lo industrial y la naturaleza degradada, sea campestre o femenina.

Por lo que a la mujer se refiere, la superposición de esa vista aérea de un entorno industrial sugiere enfermedad -pústulas, deterioro de la piel…- y artificialidad -como si bajo su piel se encontraran los mecanismos de un robot.


>

Song: ♪ from the dusty May sun ♪

Según el plano avanza, hay un movimiento ascendente de la cámara -inverso pues al anterior- que hace aumentar la presencia del paisaje industrial, aumentando igualmente las zonas oscuras en el plano, pero sin eliminar la intensidad luminosa de la parte central.

Y sin embargo esa parte central no es blanca: siendo luminosa, mantiene la sugerencia de suciedad o contaminación.

La vista aérea del paisaje industrial que se superpone sobre la figura de la mujer podría corresponder bien a la mirada del hombre del primer plano:

Para el hombre que piensa -sabremos pronto que se atormenta- la mujer aparece asociada a un oscuro y tortuoso enigma.


Figura escindida, mirada que no quisiera ver más

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Plano 4.

Cohle de nuevo. Ahora visualizado como una figura escindida, quebrada, a la que pareciera faltarle la mitad de sí mismo.

Pero las formas que se dibujan en el lugar de su ausente lado izquierdo -inidentificables, pero que mantienen la resonancia industrial- sugieren ser su interior, lo que habría detrás de la piel y fisonomía visible en su lado derecho.

Como si en él hubiera un interior tan inhumano como el de las industrias de las imágenes anteriores.

El acento está puesto en su mirada: una mirada entristecida que parece querer retirarse, que se aparta, que no quisiera ver más.

Pero la forma presente del lado izquierdo sugiere un ojo inhumano que no puede cerrarse ni dejar de mirar.

Junto al ligero movimiento de la mirada y de la cabeza de Cohle hay un desplazamiento de la cámara hacia la izquierda, igualmente ligero.

Plano 5.

Por tercera vez, Cohle. Su rostro convertido ahora en el paisaje de lo que él mismo podría estar mirando.

Un paisaje de postes eléctricos que parecen localizar el lugar de sus ojos. Y unos ojos que, a su vez, se dibujan vagamente al fondo como cuencas que podrían estar vacías -ojos devastados.

Song: ♪ her looming

En suma: ojos sin ojos, del todo carentes de mirada.

El más potente -y desconcertante- elemento del plano es la sorprendente relación entre el rostro y el paisaje. Pues no hay paisaje en el fondo de la figura, sino que el único paisaje que nos es dado ver se encuentra en el rostro, es decir, en la figura misma.


Hart

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Plano 6.

Solo ahora, en el sexto plano, aparece la primera imagen del otro protagonista de la serie, Marty Hart.

Carece de ojos, y sin embargo sus ojos se dibujan: el izquierdo por el hueco blanco entre las dos torres; el derecho por la estructura vertical.

Podría tratarse de un ser arrasado, cuya cabeza hubiera estallado en la parte del cráneo o, también, de nuevo, un ciborg desprovisto de la piel-máscara que debería cubrir la parte superior de su cabeza.

Song: shadow grows ♪ (sombra crece)

El plano está dotado de un triple movimiento: con respecto al personaje, uno de lenta aproximación; con respecto al paisaje inserto sobre su rostro, de desplazamiento en paralelo hacia la derecha; finalmente, un ligero giro de cabeza hasta alcanzar una posición totalmente frontal.

Nuevamente, no hay paisaje en el fondo: el único paisaje, siempre industrial, se encuentra en el interior de la figura rota.

Y un mapa parece completar el perfil del rostro de una manera tortuosa.


Un halo poético

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Plano 7.

Song: ♪ hidden in the branches ♪

Song: ♪ of the

El nuevo plano presenta un doble movimiento: la cámara se desplaza semicircularmente en torno a la figura de Cohle, a la vez que se desplaza en paralelo con respecto al paisaje que se muestra -una vez más- impreso en el lugar de su cuerpo.

En su cabeza, en cambio, de nuevo, nubes -lo que le da a Cohle una dimensión poética que le opone netamente al Hart de la imagen anterior.

De nuevo mira desde arriba hacia abajo, aunque parece acabar cerrando los ojos.

Se trata de una mirada que aparecerá nombrada por la canción más tarde, y también será tematizada en uno de los diálogos finales del último episodio.


Indutria, iglesia, naturaleza

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Plano 8.

Song: poison creosote ♪

La imagen circular de lo que parece ser la llave de una gran tubería industrial rima equívocamente con el rosetón de la fachada de una iglesia presidida por una escultura de la Virgen.

A su vez, las barras diametrales del interior de la llave tienen algo en común con la cruz que se encuentra delante de la iglesia, en su parte inferior.

La gran llave parece penetrada por la vegetación, que nos presenta los primeros árboles de estos créditos -abundarán en lo que sigue-, siempre sin hojas y, a la vez, sugiriendo venas. Y las venas, a nadie se le oculta, tienen algo de tuberías.

De nuevo, doble movimiento: circular de la llave, paralelo, hacia la izquierda, de la cámara, como siguiendo la dirección de la tubería.

No es la misma iglesia que aparecerá en el primer episodio,

pero mantiene con ella, ciertas semejanzas -la angulación de su tejado, los listones de madera pintada de blanco de su fachada, las cruces junto a sus puertas.


Un extraño corazón

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Plano 9.

El plano noveno presenta el tronco de Marty -eso parece deducirse de la complexión y la barbilla de la figura que vemos- sobre el mismo fondo neutro y blanquecino de los planos anteriores.

Una vez más, sólo hay imagen sobre su cuerpo: una casa rural en un paisaje encharcado y, tras ella, al fondo, una moderna y curvada forma industrial.

Las ramas de los árboles sin hojas parecen sugerir las venas de ese cuerpo.

Entre la construcción industrial y el árbol, un segundo árbol que conserva algunas hojas -a diferencia de los árboles de la izquierda.

Ese conjunto -figura masculina, el árbol con sus ramas, la forma industrial curva- podría sugerir un extraño corazón.

¿Es excesiva esta sugerencia?

No si recordamos una imagen posterior de estos mismos créditos:

Song: ♪ she

La figura se limita a ocultar los brazos tras la espalda mientras que el paisaje inscrito en su interior es objeto de un ligero movimiento.


La plegaria del castrado

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Plano 10.

Song: twines her spines up slowly ♪

Y de pronto aparece el paisaje rodeando la figura de un hombre con un ridículo flequillo, gafas desmesuradamente grandes, mirada frágil, asustadiza y boca tontamente abierta.

Algo, en suma, de ridículo hay en él. Y, sin embargo, un acentuado contrapicado potencia su figura, tanto como sus brazos levantados y abiertos que parecen habitar las nubes tormentosas que le rodean.

Es también él un gigante sobre ese lejano paisaje que se dibuja en la parte inferior del plano.

Y además… lo que parecen dos líneas de neón cálido dibuja una cruz cuya prolongación inferior, ardiente, parece introducirse en el interior de sus pantalones -sabremos, llegado su momento, en el episodio tercero, que ese hombre está castrado.

Su gesto, en cualquier caso, es el de la plegaria: una invocación dirigida a los cielos.


Maggie, Dora, medusa

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Plano 11.

Aparecen entonces el rostro inclinado de una nueva mujer…

¿De quién se trata?

Resulta palpable su parecido con Dora Lange, la víctima inicial de la serie cuyo cadáver nos será mostrado en el primer episodio:

Y sin embargo corresponde a la bella esposa de Hart, Maggie,

aunque casi parece imposible reconocerlo así a través de las imágenes que de ella nos serán ofrecidas en el primer episodio.

Pero es, sin embargo, el rostro de Maggie. Pues esta imagen reelabora una que nos será ofrecida en una escena del tercer episodio:

Veámosla emerger en su contexto:

Maggie: You are.

Maggie: Yes. You are.

Aquí la tienen.

Y por cierto, ¿qué me dicen de la inclinación de su rostro? ¿No les recuerda a la de esta otra imagen?

De modo que algo podría asociar a estas dos figuras que parecen compartir la preocupación y el dolor.

Pero mientras la del hombre está asociada a las nubes, la de la mujer remite, en cambio, a los mares.

Song: ♪ towards the boiling

Son medusas lo que descubrimos en su rostro cuando el plano prosigue su movimiento -y la medusa que emerge inflándose a la vez que se abren los ojos de la mujer.


Agua, mujer, naturaleza

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Plano 12.

Song: sun ♪

Y la referencia marina prosigue en este plano protagonizado por un grueso, oscuro y nada atractivo cuerpo de mujer cuya parte superior parece llena de una espesa agua marina y contaminada, una vez más en ausencia de todo paisaje de fondo.

Song: ♪ and when

Por sus dimensiones, esta imagen podría tener algo que ver con la del cuerpo presentado en esta fotografía que Cohle rescatará del archivo y mostrará a Hart en el tercer episodio:

De nuevo, pues, la fusión -que bordea la indistinción- entre la mujer y la naturaleza -pero escorada hacia su aspecto más amenazante.


Mujeres, camiones, prostitución

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Plano 13.

Song: I touched her skin ♪

Un ojo de mujer -con un rímel intensamente negro-, se abre, mostrando en su interior unos camiones de carga aparcados en la noche. En seguida, por deslucido corte de montaje, saltamos al interior de ese ojo.

Plano 14.

De modo que penetramos en él, o en el espacio de lo que ese ojo ve.

Es una imagen desabrida. No hay nadie, solo esos camiones aparcados, sin carga, dando la espalda a quien los mira.

¿Qué hace entonces ahí la mujer que los contempla? La respuesta es sencilla: es la mirada de una prostituta.

Una cualquiera de las presentadas en ese espacio o en uno muy semejante en el segundo episodio de la serie:

Cohle: Question.

Cohle: I’m looking for this young lady. Do you recognize her?

Una mujer: I might need a memory jog.

Cohle: Dora. Young blonde?

Una mujer: Dora. Dora, Dora, Dora, Dora.

Una mujer: Dora.

Cohle: Have any guys come around lately looking for anything more than a good time?

Cohle: You might be able to remember for a little more money?

Una mujer: I might.

Cohle: You might.


Cuerpo víctima

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Plano 15.

Song: ♪ my fingers ran with blood ♪

El paisaje que ahora vemos en el interior de las nalgas de una mujer es el mismo que nos fuera mostrado en la primera imagen de estos créditos,

solo que contemplado desde más lejos, a una mayor distancia, por oposición a la distancia en la que nos son dadas a ver esas nalgas, que anticipa una imagen que habrá de impactarnos en la primera mitad del primer episodio:

Recordemos que en aquel primer plano de los créditos la cámara retrocedía como si se alejara de allí, lo que viene a aumentar la continuidad dinámica entre ambos planos. Como si aquel movimiento de alejamiento hubiera conducido a descubrir ese paisaje como interior al cuerpo femenino que ahora lo engloba.

Un cuerpo desnudo, solo vestido con esos extraños zapatos de tacón -tan negros como el ojo de hace un momento… ¿podría tratarse de la misma mujer?

En todo caso, el negro ha comenzado a cobrar una presencia en la imagen que no cesará de proseguir en los planos siguientes, constituyéndose en una notable dominante plástica activa en el resto de los créditos.

Las púas de los zapatos -hace bien poco la canción ha hablado de espinas- podrían herir las nalgas que sobre ellas se apoyan, en una bien evidente sugerencia sadomasoquista.

Plano 16.

Una espalda desnuda de mujer, su piel erosionada sobre la que se superpone lo que parece ser la vista aérea de un aparcamiento.

Su posición la asemeja -sin ser idéntica- a la de la víctima con la que, en seguida, habrá de comenzar la investigación policial.

Su cabello despeinado parece confundirse y prolongarse en las ramas que aparecen al fondo y que parecieran proceder del mismo cuerpo.

Sugieren -aunque de nuevo no son idénticas- a la corona que presenta la víctima sobre su cabeza.


Nación y prostitución

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Plano 17.

Marty Hary, su cabeza de nuevo fundida con las intrincadas formas industriales. Y, a la altura de su nuca, la figura de una mujer que viste la bandera americana.

Es la segunda aparición de esta joven,

una bailarina de streptease que sólo irrumpirá en la narración a la altura del cuarto episodio de la serie.

La bandera de la nación, pues, degradada por la prostitución.

Industria, mujer, cuerpo sexual: prostitución.

Y esa combinación asociada con la imagen de Hart, el personaje en principio socialmente integrado -por oposición a Cohle, outsider que siempre bordea los límites de la normalidad-, hombre de orden, padre de familia… a la vez que se descubrirá en seguida como un marido infiel que repetirá una y otra vez sus aventuras con jovencitas siempre dudosas.


¿La sombra del padre?

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Plano 18.

No aparecerá ninguna guitarra en toda la serie. Pero es una guitarra lo que ahora se escucha en la banda sonora.

Y la guitarra es el instrumento por antonomasia del country, la música de la América tradicional, profunda, en la que se ambienta la serie.

Plano 19.

La figura de la cabeza de Cohle y, en su interior, un hombre de pie que no es él -parece rapado- y que se encuentra de espaldas a cámara, como mirando al fondo o alejándose -nunca sabremos quién- en un paisaje vacío y solitario.

Es, pues, de la soledad de lo que este plano nos habla. Ahora bien, ¿de la soledad de quién?

¿Quién podría ser ese hombre que se aleja? ¿Quizás el padre? ¿Ante el espacio plano y vacío de Alaska?

Episodio cuatro:

Papania: at him, your pops?

Cohle: No.

Cohle: He’s dead.

Papania: You were, though.

Papania: I mean, why you two didn’t talk.

Cohle: We never really liked each other. There’s a difference.

Cohle: He was in ‘Nam.

Cohle: Met my mother on leave in Galveston. Time he came back, I was two. She dumped me on him, then she hauled ass, and he and I moved to Alaska.

Cohle: He was a survivalist, I guess you’d call it.

Cohle: Had some very fucking strange ideas.

Cohle: Oh, there’s nothing like the night sky

Cohle: out there, though.

Cohle: But I couldn’t handle the cold, so…

Cohle: I headed back to south Texas ’cause all I could remember

Cohle: was at least it never got cold.

Cohle: My old man always made like I let him down that way.

Cohle: Said I had no loyalty.


La cruz de Cohle

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Plano 20.

Y Cohle de nuevo, desnudo y bañado en llamas. Ardiendo, pues.

El fuego que lo baña ahora es el de un paisaje en llamas. Son las llamas del incendio que abrirá el relato un instante después de que los créditos finalicen.

Cohle arde. Se trata, pues, de su pasión.

Justo encima de él, una cruz, bajo la que cuelga una forma extraña, turbia.

Es la segunda cruz que aparece en estos créditos

y eso que cuelga de la cruz tiene una forma semejante a aquello que se encontraba bajo ella en aquel plano anterior.

Es, literalmente, la cruz de Cohle:

Cohle: Days like lost dogs.

La que -lo veremos en el episodio segundo- preside su desnudo apartamento.

Y es que la relación de Cohle con la cruz constituirá uno de los elementos decisivos en la caracterización del personaje, quien de varias maneras se mostrará imantado por ella. Por ejemplo, cuando se aproxima el final del primer episodio.

Minister: 5 or 6 years back.

Minister: Is that the girl? Oh, Lord.

Observen su posición frontal frente a la cruz del fondo, a diferencia de lo que sucede con los otros dos personajes.

Magnetizado por ella, penetrará en la iglesia desentendiéndose de la conversación de aquellos.

Minister: Now, I called and told the police,

Minister: but we’re predominantly African American congregation.


La tortura de Hart

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Plano 21.

Song: the last light warms the rocks ♪

Hart, su rostro torturado por obra del fundido, sobre él, de la imagen cenital de un cruce de autopistas en la noche que nos será mostrada en el segundo episodio:

Aunque quien conducirá entonces será Cohle, no Hart:

Hay un buen motivo para ello: será la tortuosa travesía de Cohle la que habrá de atrapar a su compañero.


Corazones y astas, niños ausentes

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Plano 22.


Llega ahora ese corazón con sus arterias que ya anticipamos:

Arterias-árboles, arterias-astas, pues esas arterias pueden ser también las astas que coronan la cabeza de la víctima.

Song: ♪ and the rattlesnakes unfold ♪

Y fuego.

Plano 23.


La espalda y la cadera -desnuda- de una mujer.

De nuevo, el paisaje en ella, pero ahora ya sobre fondo no blanquecino sino negro. Es como si llevara ese paisaje tatuado en su cuerpo -como si todos los personajes llevaran tatuados en sus cuerpos los paisajes que habitan y padecen.

Song: ♪ the mountain cats will come to

La cámara desciende lentamente, pero no sobre la figura de la mujer, sino sobre el paisaje superpuesto a -o tatuado en- su cadera.

Es el paisaje de un parque infantil, pero vacío, sin un solo niño. Es pues la maternidad lo que ahora se suscita, pero una maternidad fracasada -pues hay columpios y toboganes, pero no niños…

Plano 24.

Song: drag

Niña y teléfono en una suerte de collage que parece sugerir las insólitas combinaciones dalinianas.

¿Quién es esa niña? No hay manera de saberlo, pero bien podría ser ésta:

No digo, necesariamente, que lo sea, pero la tristeza de su mirada es bien semejante.

Y esta segunda es, ciertamente, un fantasma que capta la mirada de Cohle en un momento del primer episodio:

Cohle: You believe in ghosts?

Un fantasma al que es ya imposible llamar.

La hija perdida de Cohle.


La mujer y cruz

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Plano 25

Un ser torturado por su fuego interior:

Song: away your bones ♪

Y ese fuego es…

Plano 26

Mujer desnuda, morena, con una cruz sobre su hombro o en su cabello, elevada sobre una nueva manifestación del paisaje industrial.

Es una mujer diferente que la de torso desnudo mostrada anteriormente:

Pues aquella no era morena y ésta si lo es: su cabello es negro como estos tacones

y sus ojos llevan un rímel tan negro como éste:

A esta mujer podría pertenecerle esta espalda,

pues, de hecho, es congruente la posición corporal de ambas imágenes.

De modo que es posible reunir en un conjunto esta imágenes:

Y hay que añadir que una llama deja ver tras ella.

Lo que la aproxima a Cohle,

quien ardía en el plano anterior.

La cruz de ella aparece -sobre la pantalla- en el mismo lugar que ocupaba el pecho de él en el plano anterior.

A excepción de las otras mujeres mostradas en los créditos, ésta no aparecerá nunca en la serie. Caso excepcional que esta imagen comparte con esta otra en la que ya nos hemos detenido:

Les sugería entonces una hipótesis sobre quien podría ser ese hombre que aparecía inscrito en la cabeza de Cohle, como fijado en su memoria en el movimiento de su alejamiento.

Les dije que podría ser el padre. Les vi un tanto escépticos sobre ello. Habrá ocasión de volver sobre ello.

Pero ahora prosigamos ese juego. ¿Si tuviera que ser alguien esta mujer, quien podría ser?

No es difícil responder,

dado que aparece directamente ligada al sufrimiento ensimismado de Cohle.

Si ese ojo fuese suyo, estaría hundida en la más negra melancolía.

Y si ese cuerpo fuera el suyo -les señalé que el arqueamiento de esa espalda coincidía con el que manifestaba el plano frontal de la mujer- y, sobre todo, dado que su cadera aparece asociada a un jardín infantil vacío, sin niños… Tendría entonces incluso un nombre: Claire. Segundo episodio:

Cohle: Sofia, my daughter, she was on her tricycle in our driveway. Um…

Cohle: We lived on… We were in a little bend in the road, and…

Cohle: They said that…

Cohle: Anyway, afterwards, uh,

Cohle: Claire an I turned on each other, you know.

Cohle: We… We resented each other for being alive, you know.

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18. Tiresias

 

Jesús González Requena
Edipo II. Del odio a la promesa
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2015/2016
sesión del 11/12/2015 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2016

 

 

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Un árbol seco

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El viaje sigue, pero ellos ya están, otra vez, ahí: siempre en ese gigantesco cementerio que es Monument Valley.

 

 

Al ardor del día en el desierto sigue la frialdad de su noche.

 


 

¿Aprecian la novedad en el modo en el que se abre esta nueva escena?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

Por primera vez, no es Ethan quien se aproxima de modo rectilíneo desde el centro del cuadro y sobre el eje de cámara.

 

Esta vez es Brad.

 

Acotando ese centro, viéndole llegar, en escorzo, Martin e Ethan.

 

¿Qué debemos deducir de ello? Que viene de ese lugar que frecuenta, solo, Ethan.

 

Brad: l found them!

 

Brad proclama haber encontrado a Lucy, pero un árbol seco, a la derecha del plano, desmiente por adelantado el entusiasmo del joven enamorado.

 

Brad: l found Lucy!

 

Y el desmentido aumenta cuando el muchacho se sienta precisamente delante de ese árbol muerto y puntiagudo.

 

Conocemos este árbol.

 

¿No lo recuerdan?

 

 

Es el árbol de la tumba del indio muerto que iba a ser profanada.

 

 

y que quedó asociado con la risa loca de Mos.

 

 

Podría ser, incluso, el mismo.

 

 

Está, en cualquier caso, asociado a Brad como su destino.

 

Todo está ya, entonces, anticipado: en los dos casos, tres elementos: Brad, el árbol y un cadáver profanado.

 

 

Ethan se encuentra entre ese centro ahora vacío por el que avanzaba Brad hace un momento y el propio Brad.

 

Por su parte, Brad da la espalda a ese lugar del que procede y que, les insisto, ocupa el centro del plano.

 

 

Ese árbol parece salir del propio cuerpo de Brad, pero sus ramas parecen, también, entrar en la cabeza de Ethan.

 

Y es que Ethan sabe todo lo que no sabe Brad. O quizás debamos decir: Ethan sabe lo que Brad sabe aunque se niega a saber -siempre la misma doble negación.

 

Ninguno de los personajes parece tener ojos.

 

Brad: They’re camped about a half-mile over.

Brad: l was just swinging back and l seen their smoke.

 

Ahora ese árbol seco ocupa el centro mismo del encuadre.

 

Y desmiente la risa de Brad.

 

O peor, la aproxima a la risa de Mos junto a ese mismo árbol.

 

Brad: Bellied up a ridge, and there they was,

 

El bullicio del movimiento febril de Brad contrasta con el total estatismo del cuerpo de Ethan, mirada y rostro oscurecidos, en una imagen de desolación que sintoniza con ese árbol seco cuyas ramas, como les decía, parecen penetrar en su cabeza.

 

Aunque no ha estado allí de donde Brad viene, Ethan sabe del engaño que ha atrapado la mirada del muchacho.

 

Brad: right below me.

Martin: Did you see Debbie?

 

Y eso, ese engaño, esa ilusión, cuya estructura es la misma del delirio, es contagiosa.

 

Brad: No. No, but l saw Lucy, all right.

 

All right. Por supuesto: la imago del deseo cristalizando en el lugar de su ausencia.

 


Brad: She was wearing that blue dress–

 

Suenan finalmente, demoledoras, las palabras de Ethan:

 

Ethan: What you saw wasn’t Lucy.

 

Eso que tú has visto no era Lucy.

 

Los nerviosos movimientos de Brad se prolongan en los de su mirada, que busca febrilmente en los otros la imposible confirmación del espejismo que le ha atrapado.

 

Los ojos de Ethan, en cambio, nada miran, pues están instalados en la imagen interior que soporta y que, en cierto modo, ha cegado su mirada.

 

-Como la de Tiresias, como la de Edipo.

 

Y es que Ethan es, por eso, una suerte de Edipo que ya se ha arrancado los ojos. Es decir, después de todo, un Tiresias.

 


Tiresias

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Si han leído ya el Edipo de Sófocles -en caso contrario, peor para ustedes- comprenderán hasta qué punto en esa tragedia Tiresias, con su mera existencia, anticipa el destino de Edipo.

 

El destino de su saber y de su ceguera.

 

Pues esto es lo notable de ambos: que en ellos la ceguera no es signo de no saber, sino, bien por el contrario, efecto y señal de su saber.

 

¿Por qué quedó ciego Tiresias?

 

El mito dice que fue cegado por Hera, la diosa esposa de Zeus.

 

Pero cuidado, dicho así, pueden llamarse a engaño.

 

Pueden pensar, por ejemplo, que es una diosa menor, sometida a Zeus, el jefe de los dioses.

 

Dejen eso en suspenso y escuchen el mito.

 

Tal y como lo cuenta Ovidio, Hera y Zeus mantenían una discusión muy interesante: discutían sobre cuál de los dos, el dios o la diosa, durante el acto sexual, gozaba más.

 

Zeus sostenía que era la mujer la que gozaba más, mientras que Hera afirmaba lo contrario.

 

Decidieron preguntar a Tiresias, pues éste, nacido varón, había sido convertido en mujer por Hera como castigo por haber interrumpido el acto sexual de dos serpientes -como ven, la relación entre la mujer, el sexo y la serpiente no es solo judeo-cristiana, como suele afirmarse apresuradamente.

 

Siete años más tarde, la misma Hera le devolvió su condición de varón -había vuelto a encontrar a las serpientes copulando y todo parece indicar que esta vez optó por no molestarlas.

 

Por eso había sido hombre y mujer y experimentado el acto sexual desde las dos posiciones.

 

De modo que Tiresias fue llamado y conminado a formular su dictamen.

 

Y como Tiresias era un tipo serio, y no un chisgaravís como son tantos intelectuales contemporáneos preocupados por no decir nada que no sea políticamente correcto, declaró lo que sabía: que era ella la que gozaba más.

 

Y especificó: diez veces más.

 

Entonces Hera, como castigo, le sacó los ojos.

 

¿Por qué le castigó así?

 

Ovidio no lo especifica.

 

Pero todo parece indicar que lo hizo porque había revelado su secreto.

 

¿Y Zeus, el dios al que había dado la razón Tiresias, por qué no hizo nada para impedir ese castigo?

 

La respuesta de Ovidio es concisa: porque no podía.

 

De modo que se conformó con favorecerle con el don de la adivinación.

 

¿La esposa de Zeus?

 

No se confundan: lo que el mito dice es que ella era más poderosa.

 

En un texto mío que pueden descargar en la web –El oscuro retorno de la Diosa– encontrarán una prueba suplementaria de este poder superior de Hera en la Ilíada: pues allí ella es la protectora de los griegos, mientras que Zeus lo era de los troyanos. Y ya saben ustedes quien ganó aquella guerra.

 

Lo que obliga a deducir, aunque se considere políticamente incorrecto, que la mitología griega guarda memoria cifrada de un pasado remoto, ya olvidado en la época clásica, dominado por diosas matriarcales.

 

 

Pero volvamos a Tiresias: ¿por qué, como castigo, precisamente la ceguera?

 

Si su delito ha sido una declaración, ¿no sería más consecuente privarle de la voz para que así no pudiera volver a repetirla?

 

Habría sido más consecuente ese castigo si lo que hubiera motivado la respuesta de Tiresias fuera no el haber sido antes, consecutivamente, hombre y mujer, sino el haber contemplado el acto de los dioses.

 

Sucede que la ceguera de Tiresias era la marca indeleble de su saber -de un saber que estaba más allá de todo objeto para la mirada.

 

Uno cuya índole participaba, por eso, del ámbito de la visión.

 

Y ciertamente, como el mismo Ethan, Tiresias vivía alejado de la comunidad, pues el saber que encarnaba era ese saber de lo real del que los miembros de la comunidad procuraban -y siguen procurando- no saber nada.

 

Tal es el motivo esencial de su alejamiento: el saber intolerable de ese ámbito donde se quiebran todos los espejismos.

 

Brad: Oh, but it– lt was, l tell you.

Ethan: What you saw was a buck…

Ethan: …wearing Lucy’s dress.

 

Más consecuente con el castigo de la ceguera es la otra explicación mitológica de esa ceguera.

 

Según ella, siendo adolescente Tiresias, habría contemplado a Palas Atenea bañándose desnuda en un lago y la diosa, famosa por su pudor tanto como por su pasión guerrera -de hecho fue la más ardorosa guerrera en la victoria de los griegos sobre los troyanos-, al sorprenderle, le habría castigado con la ceguera.

 

Y luego, ante la intercesión de su madre -como ven, en estas historias son las mujeres las que lo deciden todo-, le habría compensado con la sabiduría.

 

¿Con qué explicación debemos quedarnos?

 

Yo diría que con ambas dada su asombrosa implicación mutua: pues en ambas se asocia la ceguera de un hombre con un saber sobre la mujer que, a su vez, es condición de su sabiduría.

 

Y una sabiduría adivinatoria -pero no la llamen, como hacen algunos apresuradamente, profética, porque adivinar el futuro no es lo mismo que profetizarlo, como tendré ocasión de explicarles en una próxima sesión.

 

Lo único que varía es el contenido de ese primer saber que condiciona todos los otros.

 

Pero, a la vez, el arco de la diferencia es bien estrecho: se ciñe a la sexualidad de la mujer cuya doble cara es, por una parte, su castración y, por otra, la extremosidad de su goce.

 

Y bien, desde ese saber que es el de Tiresias, porque posee el saber de esa ceguera, es tarea de Ethan poner palabras que frenen el espejismo del delirio que lo niega.

 

Brad: No. No, but l saw Lucy, all right.

Brad: She was wearing that blue dress–

Ethan: What you saw wasn’t Lucy.

 

 

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Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0
CC1606268219285, 2016

 

 

9. Freud, el arte, la estética

 

Jesús González Requena
Edipo II. Del odio a la promesa
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2015/2016
sesión del 13/11/2015 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2016

 

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El arte: dar la forma justa a una verdad subjetiva

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Argumentalmente, The Searchers, la película de John Ford, es bastante fiel a la novela del mismo título de John LeMay, de la que constituye eso que se da en llamar una adaptación cinematográfica.

 

Y sin embargo, como muchas veces sucede en la historia del cine, de una novela más o menos interesante pero en lo esencial irrelevante surge, como sucede aquí, una obra maestra.

 

Cuando tal cosa tiene lugar, el análisis comparado de la película y la novela de referencia resulta en extremo interesante, tanto desde un punto de vista estético como desde uno psicoanalítico.

 

Por lo que al segundo se refiere, la atención a los cambios, mayores o menores, pero siempre relevantes que la película introduce con respecto a la novela de la que parte resultan, como les digo, muy interesantes, pues, por una parte, evidencian lo que de esa novela le ha interesado al cineasta y que por eso conserva, y por otra permiten entender el modo en el que se apropia de ello, pues ese modo se materializa en las modificaciones que ha debido realizar para terminar de amoldar eso que le ha interesado a su propio mundo subjetivo.

 

Y por lo que al otro aspecto, el estético, se refiere, esas modificaciones resultan no menos dignas de interés -y tanto más cuanto más pequeñas son-, pues permiten estudiar en lo más concreto de qué índole es lo que hace, de un determinado texto, una gran obra de arte.

 

Uno se da cuenta entonces de que el argumento es siempre muy poco, de que lo decisivo, desde un punto de vista estético, tiene que ver no tanto con los sucesos narrados como con el modo como estos se perfilan y encadenan para lograr dar la forma justa a una determinada verdad subjetiva.

 

Aunque quizás esta expresión que acabo de proponerles sea redundante y a la vez confusa.

 

Pues, ¿cómo podría ser diferente la verdad subjetiva de la forma que la enuncia?

 

Una cosa es la experiencia real -en sí misma singular, irrepetible e incomunicable- del cineasta, y otra la verdad subjetiva con la que éste logra, cuando lo logra, expresarla en su film.

 

¿Y no es de la misma índole, después de todo, lo que sucede en el diván, cuando tiene lugar ese suceso a la vez dramático y feliz por el que el paciente logra articular, verbalizar, es decir, dotar de forma verbal, a cierto segmento de su experiencia que ha permanecido en su inconsciente como una herida abierta que hasta entonces sólo llegaba a expresarse por la vía, siempre torturadora, de los síntomas?

 

Pueden constatar una vez más como los mecanismos que operan en la experiencia de la cura psicoanalítica y lo que lo hacen en la experiencia estética son en extremo semejantes.

 

Y pasan siempre por la forma. No necesariamente por la forma bella, pero sí por la forma justa.

 


El arte, la estética en “El malestar en la cultura”

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Aprovecho para llamarles la atención sobre la pobreza de las argumentaciones sobre el arte y la estética que realiza Freud en El malestar en la cultura.

 

No confundan lo que vengo diciéndoles con lo que Freud dice allí.

 

Lo chocante es que ninguno de ustedes haya señalado en las sesiones anteriores la evidente contradicción entre lo que leían en Freud y lo que yo les venía diciendo aquí.

 

¿Cómo es posible que nadie lo señalara? Me reconocerán que esto es síntoma de que algo va mal. Les insisto: solo comprenderán un texto cuando sean capaces de localizar sus contradicciones.

 

El asunto es que en El malestar en la cultura Freud reduce la temática estética al campo de la belleza:

 

«Las satisfacciones sustitutivas, como las que ofrece el arte, son ilusiones respecto de la realidad, mas no por ello menos efectivas psíquicamente, merced al papel que la fantasía se ha conquistado en la vida anímica.»

 

[Sigmund Freud: El malestar en la cultura]

 

 

Lo que le conduce a postular del arte un suave efecto embriagador:

 

«Aquí puede situarse el interesante caso en que la felicidad en la vida se busca sobre todo en el goce de la belleza, dondequiera que ella se muestre a nuestros sentidos y a nuestro juicio: la belleza de formas y gestos humanos, de objetos naturales y paisajes, de creaciones artísticas y aun científicas. Esta actitud estética hacia la meta vital ofrece escasa protección contra la posibilidad de sufrir, pero puede resarcir de muchas cosas. El goce de la belleza se acompaña de una sensación particular, de suave efecto embriagador. Por ninguna parte se advierte la utilidad de la belleza; tampoco se alcanza a inteligir su necesidad cultural, a pesar de lo cual la cultura no podría prescindir de ella.»

 

[Sigmund Freud: El malestar en la cultura]

 

 

Idea ésta, la del carácter ilusorio del arte, que, dicho sea de paso, Lacan seguirá a pies juntillas, como pueden leer, por ejemplo, en su seminario sobre la Ética del psicoanálisis.

 


Cultura y narcosis

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Resulta curioso que, a continuación, Freud se interrogue por la ausencia de utilidad de la belleza –Por ninguna parte se advierte la utilidad de la belleza; tampoco se alcanza a inteligir su necesidad culturalo por su función cultural, cuando de hecho él mismo ha dado ya la respuesta: su utilidad para la cultura consistiría, precisamente, en ese efecto embriagador, en el particular tipo de narcosis que sería el suyo.

 

Y es que sin duda hay, en la cultura, una tendencia a la narcosis que parece escapársele a Freud aún cuando no se le escapa del todo desde el momento en que acusa el hecho de que la cultura no podría prescindir del poder embriagador de la belleza.

 

Y, por otra parte, ¿acaso no versa el capítulo II de El malestar en la cultura sobre las mil formas culturales con las que los hombres tratan de escapar al dolor que el mundo les causa?

 

Allí todo se mezcla, desde los avances de la ciencia y la técnica hasta las escuelas de sabiduría, pasando por todas las formas imaginables de intoxicación, el trabajo, el arte y el amor.

 

Todo se mezcla, como les digo. Se mezcla todo lo que, por una u otra vía pueda servir para suavizar o enmascarar -¿pero donde acaba lo uno y comienza lo otro?- las aristas ásperas -es decir, hirientes- de lo real.

 

De hecho, si lo piensan bien, se darán cuenta de que cuando el arte, la decoración, la publicidad, vuelven el mundo más bello, es decir, más amable, se encuentran con la ciencia y la tecnología que fabrican casas más cómodas y alimentos más saludables, o que curan las enfermedades que, además de ser dolorosas, afean el cuerpo hasta volverlo monstruoso.

 

¿Acaso no es lo feo doloroso para la mirada?

 

¿Dónde acaba el alimento placentero y comienza el saludable?

 

No les cuento nada nuevo: la confusión entre la salud, la belleza y la bondad se remonta, al menos, al pensamiento griego.

 

 

Por tanto, no hay duda, la narcosis es una tentación de la cultura, si es que la cultura, como el propio Freud la define, es todo aquello con lo que tratamos de protegernos del sufrimiento:

 

 

«comoquiera que se defina el concepto de cultura, es indudable que todo aquello con lo cual intentamos protegernos de la amenaza que acecha desde las fuentes del sufrimiento pertenece, justamente, a esa misma cultura.»

 

[Sigmund Freud: El malestar en la cultura]

 

 


Sin embargo…

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Y sin embargo… sin embargo hay en Freud, sin que él mismo termine de darse cuenta de ello, otra concepción del arte.

 

Pues es un hecho que esta concepción del arte y la estética como belleza y embriaguez está muy lejos y se queda muy corta con respecto a lo que ofrecen sus potentes análisis de obras de arte.

 

Piensen en El delirio y los sueños en la “Gradiva” de W. Jensen (1906), en El “Moisés” de Miguel Ángel (1913), en Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci (1916) o en Dostoievski y el parricido (1928).

 

Claro está, en todos estos imprescindibles trabajos Freud se cura en salud afirmando que al psicoanálisis no le compete el problema del arte, que si va a analizar esas obras no pretende aportar nada relevante sobre los que hace de ellas obras de arte sino tan solo analizar ciertos aspectos de la vida de sus artistas que el psicoanálisis está en condiciones de dilucidar…

 

Se cura en salud: la teoría del arte para los teóricos del arte, viene a decir defendiéndose por anticipado de las críticas de intrusismo que sin duda estos habrían de dirigirle, siguiendo desde siempre los criterios corporativos tan al uso en los medios universitarios.

 

Y así da por buena la ya en su tiempo caduca definición de la estética como ciencia de lo bello y, en un exceso de modestia, encubre las aportaciones decisivas que el psicoanálisis está en condiciones de realizar para la comprensión de lo que constituye el núcleo mismo de la experiencia estética.

 

 


El “Moisés” de Miguel Ángel

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El mejor, el más idóneo de los textos que acabo de citarles para ilustrar lo que ahora nos ocupa es seguramente El “Moisés” de Miguel Ángel.

 

Léanlo; es un texto breve y apasionante.

 

Por lo demás, les sorprenderá, llegado el momento, cuando les muestre la profunda relación de ese Moisés -el de Miguel Ángel- con Ethan.

 

Pero limitémonos hoy a esto: en el análisis de la escultura de Miguel Ángel que Freud realiza para nada se suscita la cuestión de la belleza y de sus efectos narcóticos.

 

Por el contrario: todo se centra en la comprobación de que el conjunto de la obra se organiza de modo que logra traducir, con el mayor vigor y la mayor precisión, la decisión de Moisés de proteger la ley.

 

Y esa ley, claro está, no es otra que la ley simbólica. Pues la otra, la ley jurídica, es precisamente la ley egipcia con la que Moisés rompió cuando se rebeló y abandonó el reino de Egipto.

 


La más honda intelección del artista

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Pero dejémoslo aquí.

 

Por ahora nos contentaremos con la cuestión de la precisión, de la exactitud con la que la obra de arte logra dar forma a cierta magnitud experiencial.

 

Pues también eso puede encontrarse en El malestar en la cultura.

 

No, desde luego, cuando habla en general del arte y la estética, pero sí cuando se ocupa de lo que para él es la aportación principal del artista:

 

«si la cultura es la vía de desarrollo necesaria desde la familia a la humanidad, entonces la elevación del sentimiento de culpa es inescindible de ella, como resultado del conflicto innato de ambivalencia, como resultado de la eterna lucha entre amor y pugna por la muerte; y lo es, acaso, hasta cimas que pueden serle difícilmente soportables al individuo. Le viene a uno a la memoria la sobrecogedora acusación del gran poeta a los poderes celestiales:

 

Nos ponéis en medio de la vida,

dejáis que la pobre criatura se llene de culpas:

luego a su cargo le dejáis la pena;

pues toda culpa se paga sobre la Tierra.

 

«Y uno bien puede suspirar por el saber que es dado a ciertos hombres: espigan sin trabajo, del torbellino de sus propios sentimientos, las intelecciones más hondas hacia las cuales los demás, nosotros todos, hemos debido abrirnos paso en medio de una incertidumbre torturante y a través de unos desconcertados tanteos.»

 

[Sigmund Freud: El malestar en la cultura]

 

 

Como ven, cuando aquí como en otros tantos lugares de su obra se refiere Freud al que para él es el poeta por antonomasia, Goethe, para nada hace referencia a la belleza y sus efectos narcóticos, sino, precisamente, a todo lo contrario: habla de su capacidad de alcanzar la más honda intelección -es decir: la formulación más profunda y exacta- de cierta experiencia humana -de cierta verdad subjetiva- que tiene que ver, no con la belleza del mundo, sino, bien por el contrario, con el dolor con el que el mundo real hace penar al ser humano.

 

luego a su cargo le dejáis la pena;

pues toda culpa se paga sobre la Tierra.

 

 

Y bien, ¿que decir de este aspecto de la cultura que lejos de combatir, amortiguar o encubrir las fuentes del penar las nombra y las afronta?

 

Como ven, de pronto, la definición misma de cultura que el propio Freud se da resulta insuficiente, como insuficiente, y con la misma cadencia, se ha manifestado su caracterización del arte.

 

En el límite, ambas definiciones -la de la cultura como vía para amortiguar el dolor y la del arte como vía para embriagarse de belleza- resultan insuficientes y se abre, inevitablemente, un más allá: el de la cultura como dolorosa gestión de la agresividad y el arte como exploración de lo real.

 

En ambos casos: son movimientos conceptuales que apuntan más allá del principio del placer y participan, en esa misma medida, de la pulsión de muerte.

 


 

 

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Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0
CC1606268219285, 2016

 

 

16. The Searchers: la casa en llamas

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 12-12-2014 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

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No hay respuesta para lo real

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Martin: Uncle Ethan.

Martin: Something mighty fishy about this trail, Uncle Ethan.

Ethan: Don’t call me “uncle.” I ain’t your uncle.

Martin: Yes, sir.

Ethan: No need to call me “sir” either.

Ethan: Nor “grandpa,” nor “Methuselah.”

Ethan: I can whup you to a frazzle.

Martin: What do you want me to call you?

Ethan: Name’s Ethan.

 

Si la dialéctica del yo y la Imago Primordial es la del yo soy tú, la dialéctica del padre simbólico es la opuesta: yo no soy tú.

 

Soy otro: Llámame Ethan.

 

Les decía: eso obliga a Martin a hacerse cargo de su propia diferencia, de la radical singularidad que le constituye en ser.

 

Y porque Ethan se presenta para Martin como un enigma -el enigma de su singularidad incomprensible, real-, por eso mismo Martin se ve confrontado con su propio enigma, el de su propia singularidad.

 

Lo singular: eso es lo real, lo que se resiste a toda categorización, lo totalmente irreductible.

 

Piénsenlo en el sentido matemático: aquello para lo que no hay común denominador.

 

¿Cuál es, entonces, la tarea de Ethan? ¿Responderle sobre aquello para lo que no hay respuesta?

 

Porque, precisamente, no hay respuesta para lo real, es decir, no hay explicación para eso, porque eso, sencillamente, no puede ser entendido.

 

Lo que no quiere decir, sin embargo, que de ello no pueda decirse nada. Ese veto wittgesteiniano, si tiene sentido para las ciencias objetivas, no lo tiene para las de la subjetividad.

 

Si algo prueba la eficacia del psicoanálisis es, precisamente, el hacer fluir la palabra allí donde ha irrumpido lo real.

 

Pues eso es, sencillamente, el trauma: el choque con lo real no resuelto por la mediación de la palabra.

 

Ethan no puede responder a aquello para lo que no hay respuesta, pero sí puede confrontar -y sujetar- al sujeto con -ante- su propia interrogación.

 

Dicho en otros términos: no hay respuesta para lo real, todo enunciado que pretenda explicar y dar sentido a lo real es un enunciado imaginario.

 

Y, sin embargo, ante lo real, hay una palabra verdadera: la que hace suya la interrogación.

 

Por eso, una vez que ha cuestionado el marco de la pregunta, lejos de responder a su contenido, se la devuelve,

 

Ethan: Now, what’s so mighty fishy about this trail?

 

conminándole a formularla de nuevo, a pensarla, a deletrearla.

 

¿Dónde estamos, a todo esto, nosotros, los espectadores?

 

No hay duda posible sobre ello: en el punto de vista narrativo de Martin; compartiendo su pregunta y, en esa misma medida, sin acceso al punto de vista de Ethan, cuyo saber nos es vedado como al mismo Martin.

 

Martin: Well, first off–

 

De manera que la pregunta queda en suspenso, abierta como interrogación.

 

Y lo real mismo comienza, no a responder, sino a ocupar el lugar de la respuesta imposible.

 

Man: Look!

 

Hay cosas que no pueden ser dichas, sino solo mostradas -podríamos decir ahora con Wittgenstein.

 

Man: Look! Pa!

 

 

Les decía que esta espléndida imagen dibuja una gigantesca interrogación.

 

Y una calcinada.

 


Una mirada que está ya fuera del campo de los objetos

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Parece que fuéramos a entrar en un gran circo casi totalmente derruido.

 

Un territorio donde las rocas deterioradas semejan edificios en ruinas de una antigüedad insondable.

 

 

Un gran teatro, una gigantesca escenografía en cuyo centro aguarda el enigma:

 

 

Y ciertamente, esos jinetes son minúsculos frente a las magnitudes rocosas que les rodean.

 

 

Brad se encuentra ya allí:

 


Brad: Pa! (eco)

Brad: Reverend!

 

Padre, reverendo.

 

Que una figura con autoridad venga a introducir sentido en el mundo de lo real.

 

 

En el centro un toro muerto, lanceado, objeto de un extraño sacrificio.

 

Brad: Look!

 

El poderoso eco del lugar refuerza la idea de un circo gigantesco.

 


 

Todo parece indicar que hemos llegado al centro.

 


 

Es un paisaje como de ruinas que parece anticipar las ruinas mismas de la casa.

 


 

En el centro el toro muerto, lanceado.

 

Anoten que esta vez es Ethan, no el reverendo, el que oficia: él es el que toca lo sagrado, eso que es tabú, foco absoluto de la violencia.

 

Ethan: Caddos or Kiowas, huh?

 

Lo indio desafía a la comunidad perpleja, asustada, aferrada a su deseo de no saber.

 

Qué cerca está ahora, por lo demás, la mirada desconcertada del reverendo de la del Papa Urbano II.

 


Ethan: Ain’t but one tribe uses a lance like that.


 

Hay algo maligno en el rostro de Ethan en este momento.

 

Os lo dije, imbéciles.

 

Brad: Hey, Pa, your prize bull.

 

Padre, es tu toro premiado.

 

El objeto más preciado -bueno, el segundo objeto más preciado.

 

Y por cierto que, a propósito de ello, Freud solo dijo algo que desde siempre se sabía fuera del espacio oficial del saber: permítanme, para mostrárselo, que lo diga con una expresión popular: más pueden dos tetas que dos carretas.

 

Pero bueno, después del pecho, vienen las carretas, que son también bienes en extremo apreciados.

 

Las carretas y el toro que tira de ellas.

 

Sucede que ese bien tan preciado yace ahí, gratuitamente aniquilado.

 

Pero la implicación es todavía de mayor alcance, pues posee una dimensión totémica: es el gran toro, el gran semental, la virilidad de todos los varones de la comunidad está en juego.

 

¿Les parece que exagero?

 

 

En seguida verán que no, que solo deletreo.

 

Brad: Killed every one of them.

Brad: Not for food either. Why’d they do a thing like that?

 

El enigma: ¿qué significa esto?

 

De modo que Brad prosigue la pregunta que hace un momento formulara Martin.

 

La dirige a la comunidad, pero la comunidad se la devuelve con su silencio a Ethan.

 

Ethan: Stealing the cattle was just to pull us out.

Ethan: This is a murder raid.

 

La traducción literal es razia asesina.

 

Una fuerza ciega de destrucción se ha desencadenado. Algo que carece absolutamente de sentido.

 

Algo que, sencillamente, es.

 

En bruto. Con la brutalidad misma de lo real.

 

Ethan: Shapes up to scald out either your place or…

Ethan: my brother’s.

Jorgensen: Mama! Laurie!

 

¿Ven cómo llega lo que les anunciaba?: la virilidad de esos hombres está en juego; en la misma medida en que han sido burlados por los indios, su capacidad de proteger a sus mujeres se encuentra en precario.

 


Negación de la negación

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Jorgensen: Oh, please, God, please, no!

 

Ante eso, ante lo real, el primer movimiento es de negación.

 

Pero ésta es una negación totalmente diferente con respecto a esa primera negación que ha introducido el padre con su llegada y con su presencia.

 

Es, por decirlo así, una negación de segundo grado, una negación de la negación. Un movimiento, pues, de retorno a lo imaginario.

 

Jorgensen: Brad! Brad! Son!

 

¿No les parece que la casa arrasada está ya sugerida en esa montaña semiderrumbada que se encuentra detrás y a la derecha de Ethan?

 

 

Ciertamente, Ethan lo sabe.

 

Él, que no puede estar allí, en cierto modo está ya allí.

 

 

Martin lo contempla todo sin lograr, todavía, comprenderlo.

 

Y ese todo tiene dos caras: el pánico apresurado de la comunidad es una, y la extraña pasividad dolorida de Ethan la otra.

 

Clayton: Jorgensen’s place is the closest, Ethan.

 

Lo que sigue por parte de todos los personajes, salvo Ethan, quien de nuevo va a quedar solo, es la prolongación narrativa de esa negación de la negación:

 

Clayton: lf they’re not there, we’ll come straight on to you. Come on, Charlie.

Ethan: You do that.

 

Todos corren, lo que demuestra que no saben lo que Ethan sabe: corren tras sus objetos.

 

Corren porque no saben, y, en cierto modo, corren para huir de lo que han comenzado a saber.

 

Y, en cierto modo, por eso, también, corren huyendo de Ethan.

 

Martin: Well, are you coming or ain’t you?

 

Martin no puede ser menos que los otros y, así, se indigna ante esa pasividad de Ethan que es incapaz de comprender.

 

Espero que se estén dando cuenta de que estoy utilizando, a propósito de la figura del héroe, la noción de pasividad.

 

Ethan, sencillamente, sabe que ya es tarde.

 

Que hay que aceptar.

 

Que es necesario resistir, soportar el saber, padecerlo -en vez de tratar de huir de él.

 

Ethan: That farm’s 40 miles from here, boy, and these horses need rest and grain.


 

Siempre notable el talento plástico de Ford: ¿se han dado cuenta de cómo, en la misma medida en que se queda solo, la polvareda se despeja y su figura alcanza una inesperada e intensa definición?

 


 

La posición de Ethan aquí está en el vértice mismo donde pasividad y actividad se encuentran: ese vértice es el de la resistencia.

 


Una mirada que está ya fuera del campo de los objetos

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Mose: Ain’t Caddos, ain’t Kiowas. Comanches, sure!


 

Mose baila una danza india.

 

(Mose humming)

 

Ethan y Mose: el dolor y la locura, el odio hacia lo indio y la total compenetración con ello.

 

Ethan: Break out the grain.

>

Mose: Yes, sir.

Mose: Yes, sir.

 

La música hace oír el tema amoroso con los timbres más líricos del violín.

 

El rostro de Ethan, sin embargo, sigue en una acentuada oscuridad, cubierto por la sombra de su sombrero.

 

Tras él, una montaña rocosa. Delante, el lomo descolorido y áspero del caballo, que Ethan limpia tras haber retirado la silla de montar,

 

 

descubriendo la piel gris, erosionada por el prolongado contacto con ella.

 

Se dan cuenta de la potencia metafórica del plano: todo él erosión, erosión de la materia inorgánica en el fondo y erosión de la materia órgánica en el primer término: y entre lo uno y lo otro,

 

Mose: Yes, sir.

 

el rostro erosionado del propio Ethan, la mirada vuelta a su interior, tratando de retener la imagen que sabe va a perder para siempre.

 

 

Es la suya, progresivamente, una mirada que está ya fuera del campo de los objetos, una que se sumerge progresivamente en ese fondo en el que estos van a desaparecer definitivamente.

 

Sólo una nota más sobre este extraordinario plano.

 

 

Y es que si he usado correctamente el concepto de metáfora -pues esas rocas del fondo y esa piel descolorida del primer término metaforizan expresivamente la erosión emocional del propio Ethan-, conviene que atendamos al hecho de que hay algo, en ello, que desborda la metáfora: pues esas rocas, ese lomo del caballo, esas erosiones varias son, todos ellas, reales.

 

 


Un régimen de fuego y de silencio

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Aaron se detiene en el lugar de Debbie.

 

 

Y, como ya les dije, si ahora no hay manta india es porque lo indio lo rodea todo y está a punto de invadirlo todo.

 

(Barking in distance)

 

Algo invisible, localizado detrás de un montículo de arena, deja su estela en el movimiento centrífugo de las aves que emprenden su vuelo partiendo de allí.

 

(Barks)

 

El perro, como cuando llegó Ethan, ladra.

 

Lo que llega ahora es algo para lo que no hay palabras, solo ladridos.

 

Aaron: Quiet, boy.

 

Lo mismo sucedió con la llegada de Ethan:

 

Younger Debbie: Quiet, Prince.

 

Los ladridos la anunciaron, y en ambos casos escuchamos la misma palabra: Quiet.

 

Aaron: Quiet, boy.


 

Hay fuego detrás de la ventana.

 

Como si el desierto se hubiera tornado infierno.

 

Como si el cielo mismo estuviera ardiendo.

 


 

Sus llamas encienden el rostro de Martha.

 


 

Aaron y Martha se miran.

 

Intuyen su respectivo miedo, pero no quieren nombrarlo: que los niños no se den cuenta de nada.

 


 

El rifle brilla ya sobre la cabeza de Aaron.

 


 

Escuchamos el sonido de las balas cuando son introducidas en él.

 

Martha, sin decir palabra, se vuelve para ver como Aaron prepara su arma.

 


 

Y prosigue la cadena de sonidos que designan lo que las palabras callan: esta vez el sonido metálico del rifle cerrándose.

 

Aaron: Think I’ll see if I can’t take off a couple of sage hens before supper.

 

Si se habla, es para ocultar lo que está sucediendo.

 

Como ven, hemos entrado en un régimen de fuego y de silencio.

 

Martha: Yes, you do that, Aaron.

 

Martha no quiere mirar a Aaron a los ojos, no quiere aumentar su ansiedad viendo la de él, ni transmitirle a él la suya.

 


 

Pero se apresura a mirarle cuando se sabe ya no mirada.

 

Y choca con la cartuchera vacía convertida, a efectos de su movimiento, en un reloj de péndulo.

 


 

La salida de Aaron es de inmediato seguida por la entrada de Lucy.

 

Lucy: My, the days are getting shorter.

 

Los días son cada vez más cortos.

 

La expresión verbal participa de lo que visualmente ha introducido ya el péndulo de la cartuchera, cuyos movimientos son también cada vez más cortos.

 

Martha: Lucy, we don’t need a lamp yet.

 

Los nervios de Martha se traicionan en su voz.

 

Y sus palabras participan de la misma cadencia del abreviamiento del péndulo y de los días, pues si no necesitamos la lámpara todavía es porque la oscuridad de la noche se aproxima.

 

Martha: Let’s just enjoy the dusk.

 

Disfrutemos de la luz del atardecer.

 

Y claro está, la serie que precede a esta nueva frase la convierte en: Disfrutemos de la luz del último atardecer.

 

¿No es acaso el fin del mundo lo que está llegando?

 


 

De nuevo aquí, ¿recuerdan?

 

 

Hemos retornado al comienzo absoluto del film: la mujer en la puerta de su casa, fundida con ella.

 

En ambos casos, una línea -la de la montaña en el primero, la del remache de la puerta en el segundo- dibuja el trayecto de la mirada.

 

En ambos, el palenque al fondo, trazando la línea que señala el límite a partir del cual comienza un exterior absoluto.

 

Y al sol calcinador de arriba, responde abajo el fuego insólito del último atardecer.

 


 

Su delantal despliega -y dibuja- el temblor de Martha.

 


 

Es esta vez el niño el que entra, portando el sable de Ethan.

 

Ben: lt’s all right, Ma.

Ben: Ma. I been watching.

 

Y ese sable, brillando, ocupa el centro del plano, entre el niño y su madre, anticipando la invocación verbal del propio Ethan.

 

Ben: Only–

Martha: What, Ben?

Ben: l wish Uncle Ethan was here. Don’t you, Ma?

 

Se dan cuenta de la diferencia entre Ethan y Ben, esos dos varones que desean a Martha.

 

Ben, como ven, lo tiene, pero es incapaz de hacer algo con él.

 

Esa es la diferencia que va de la fase fálica a la genital.

 

Y bien, Ethan no está ahí, es Aaron el que está.

 

 

Y eso sí, está en el mismo lugar en el que ya estuvo cuando llegó Ethan.

 

Y el gesto de su rostro es sustancialmente el mismo:

 

 

Y en ambos casos está, al fondo Martha, atenta.

 


(Barking in distance)

 

Y ya saben ustedes: viendo una señal de luz en el mismo lugar por el que llegó Ethan.

 

 

Se dan cuenta ahora de que las dos montañas del fondo están destinadas a hacer indiscutible la semejanza entre ambos planos.

 


 

De modo que allí, en el fondo, algo destella.

 

Como les dije, el retorno de Ethan precedía y anticipaba la llegada de los indios.

 

Ethan y los indios vienen del mismo lugar, del mismo exterior absoluto.

 

Las dos llegadas quedan, por tanto, esencialmente ligadas.

 

Martha: Close that shutter, Ben, like–

 


La luz convertida en foco de pánico

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Martha: Good boy.

 

Pero si al principio la casa se abría, ahora se cierra.

 

Una por una, todas sus aberturas son clausuradas.

 

Lucy: Ma, I can’t–

Martha: Lucy!

(Screams)

(Screams)


 

Admirable factura. Deletreémosla:

 

 

La carrera de Aaron prosigue con la carrera de su sombra sobre la puerta.

 


 

Y en el mismo momento en que la puerta se cierra, la cámara comienza una panorámica a derecha que prolonga la mirada de Martha

 

Lucy: Ma, I can’t–

 

Y la luz -convertida en foco de pánico- comienza a iluminar su rostro en el mismo instante en que entra en cuadro el quinqué que trae Lucy, mientras dice que no puede ver.

 

Martha: Lucy!

 

Ha entrado desde la derecha, como si trajera el quinqué de donde lo dejó Martha la noche anterior, en su dormitorio -de modo que es el quinqué de Martha.

 

Pero si entonces estuvo encendido, ahora acaba de ser apagado.

 

Porque de lo que se trata ahora es de algo que está totalmente fuera del ámbito de la mirada.

 


 

El contrapunto de ese brillante movimiento hacia la derecha -Aaron corriendo, su sombra primero y luego él mismo, la cámara y Martha…- es el plano estático y frontal de Lucy.

 


 

Cuyo tempo es el de una idea de horror que cuaja.

 

Y en el instante en que eso sucede, la cámara avanza hacia ella anticipando y prefigurando el grito

 


 

cuyo contenido sexual no puede escapársenos, pues es el pánico provocado por la posibilidad de ser violada por los indios.

 

 

Su rostro se desencaja.

 

(Screams)

(Screams)


 

En lo fundamental, esta escena es tan silenciosa como la de la llegada.

 

Pero donde allí estaba la palabra Ethan

 

Lucy: That’s your Uncle Ethan.

 

estalla aquí el grito de terror.

 

(Screams)

 

La palabra se descompone en grito: pura sonoridad corporal, material.

 

Toda una serie de vestigios visuales y sonoros han anticipado eso que llega ahora y que resuena en el grito de Lucy: pájaros que vuelan,

 

 

luces que destellan,

 

 

y todos esos sonidos bruscos, desde el ladrido al grito.

 

Vestigios, indicios, porque no hay ni palabra ni imagen para ello.

 

 

También polvaredas… Todo un encadenamiento de planos vacíos que anticipan el vaciado absoluto de la imagen.

 


El juego y lo real

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Martha: We are going to play the sleep-out game.

 

Y la madre habla a la hija de un juego.

 

Pero esta vez ya no es un juego sino algo real.

 

Lo que nos indica la importancia de los juegos, esos ensayos destinados a prevenir y preconfigurar los inevitables encuentros con lo real.

 

Martha: Remember? Where you hide out with Grandma?

 

Era un juego que era un ensayo en el que estaba involucrada la abuela.

 

Pero la muerte estuvo siempre, desde el primer momento, ligada a ese juego,

 

Younger Debbie: Where she’s buried?

 

pues era en el lugar donde ahora esa abuela está enterrada: como veremos en seguida, se trata del cementerio familiar.

 

Martha: And you creep along the ditch very quietly, like–

Younger Debbie: Like a little mouse.

Aaron: Hurry up, Martha. The moon’s fixing to rise.

 

Se dan cuenta de que al fondo de este abrazo sigue estando Ethan:

 

 

Martha: You won’t make a sound or come back, no matter what you hear.


 

Oigas lo que oigas, no hagas ningún ruido, no vuelvas.

 


El arco de la promesa

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Y Martha reclama, de Debbie, una promesa.

 

Martha: Promise?

Younger Debbie: I promise.

 

Se abre así el arco de la promesa, cuyo siguiente eslabón será éste:

 

Martin: Well, why don’t you say it?

Martin: We’re beat, and you know it.

Ethan: Nope.

Ethan: Our turning back don’t mean nothing. Not in the long run.

Ethan: lf she’s alive, she’s safe. For a while. They’ll keep her. They’ll raise her as one of their own until…

Ethan: Till she’s of an age to…

Martin: Well, do you think maybe there’s a chance we still might find her?

Ethan: lnjun will chase a thing till he thinks he’s chased it enough.

Ethan: Then he quits.

Ethan: Same way when he runs.

Ethan: Seems like he never learns there’s such a thing as a critter who’ll just keep coming on.

Ethan: So we’ll find them in the end, l promise you.

Ethan: We’ll find them.

Ethan: Just as sure as the turning of the Earth.



 

 

Martha: Promise?

 

Prométeme que vivirás, dice Martha a Debbie.

 

Younger Debbie: I promise.

 

 

Ethan: So we’ll find them in the end, l promise you.

 

Te prometo que la encontraremos, dice Ethan a Martin.

 

Se dan cuenta de hasta qué punto están ligadas ambas promesas.

 

Porque para que pueda cumplirse la promesa de Ethan a Martin, es necesario que se cumpla la promesa de Debbie a Martha.

 

O en otros términos, para que la promesa que Ethan da sea viable, es necesario que se cumpla la que Martha pide.

 

Y esa promesa, la que Martha reclama de la niña, es la promesa de que parta para siempre, de que no intente nunca volver atrás. En suma: que siga viva -y si apuran todas las consecuencias de ello, eso incluye, también, el que acepte convertirse en india.

 

Younger Debbie: I promise.

Younger Debbie: Wait. Can’t I have Topsy?

 

Y como Martin llegó por la puerta de atrás, la de la cocina, por la ventana de atrás de la cocina sale Debbie.

 

Aaron: There’s no time. There’s no time.

Martha: Here she is, baby.

Martha: Here.

Aaron: Now, down low. Run!

Martha: Baby!


 

Doy por hecho que ven ahí ahora, sobredimensionada, la cruz de Martha.

 


 

El cementerio es el escondite: de modo que Debbie deberá esconderse entre los muertos.

 

Younger Debbie: Prince, go back. Go back, Prince.

 

El perro prolonga y escenifica el lazo que debe ser cortado definitivamente.

 

Younger Debbie: Go back. Prince! Go back. Go back, Prince!

Younger Debbie: Prince, go back. Go back, Prince! Prince!


 

Dos lápidas y, entre las dos, la sombra de una de ellas.

 

Y rimando estrictamente con ella, a continuación, entra y crece en cuadro la sombra de Cicatriz.


 

En la frialdad de su mirada hay algo que recuerda a Ethan.

 


 

Por lo demás, Cicatriz lleva su propia cruz escrita en su frente -llegado el momento, pero eso será solo mucho más tarde, habremos de saber que el suyo es el mismo motivo: los seres queridos muertos en esa que fue la otra guerra civil norteamericana: la que durante décadas libraron blancos e indios.

 


 

Él es el que emite el último sonido de esta escena llena de sonidos desoladores.

 


 

A lo que sigue un fundido a negro absoluto y sostenido.

 

(Horn blows)

 


En el lugar de la madre muerta

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Leamos lo que está escrito en la lápida junto a la cual se ha refugiado Debie:

 

«Here lies Mary Jane Edwards
killed by comanches
may 12, 1852
A good wife and mother
in her 41st year»

 

 

De la lápida de la izquierda sólo podemos leer el final del mismo apellido y de la misma fecha de muerte, al parecer también causada por los comanches, lo que invita a deducir que se trata de la tumba del marido de Mary Jane.

 

Y bien, ¿quién es esta Mary Jane Edwards?

 

Al principio, uno tiende a pensar que se trataría de la madre de Martin, dado que comparece como asesinada por los comanches en 1852, es decir,

 

 

16 años antes de la fecha en la que comienza el film, lo que cuadra bien con los 17 o 18 años que ahora podría tener Martin, de quien sabemos que fue recogido por Ethan tras una masacre realizada por los indios y en la que murieron sus padres.

 

El problema es que Martin no se apellida Edwards, sino Pauley.

 

Y, por lo demás, una mujer de 41 años era, por aquel entonces, demasiado mayor para ser madre de un bebé.

 

Sólo puede tratarse de la madre de Aaron y de Ethan Edwards.

 

De modo que los padres de Ethan bien podrían haber muerto en la misma masacre en la que murieron los de Martin.

 

Lo que choca un poco con esto es que de ello se deduce una edad más corta de lo aparente por lo que se refiere a Ethan: pues esa madre muerta a los 41 años tendría ahora, en el presente de esta escena, de seguir viva, 57, lo que lleva a calcular la edad de Ethan en torno a los 40 o 41 años, si es que su madre lo hubiera tenido a los 16 o a los 17.

 

Cosa que puede resultar aceptable en un mundo campesino como éste, pero no cuadra demasiado con la apariencia de Ethan, más próxima a la segunda década de los cuarenta que a sus comienzos -de hecho John Wayne, nacido en 1907, tenía 48 años en 1955, año de rodaje de la película.

 

41 años es una edad que parece más apropiada…

 

¿Para quién? Yo diría que para Martha.

 

Y ciertamente, es Martha la esposa y madre que va a morir en esta escena.

 


 

En todo caso es en el lugar de esa madre muerta donde se coloca esa niña que, como potencial futura madre, lleva su muñeco en brazos.

 


Montaje paralelo sin salvamento en el último momento

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(horn blows)

 

Un largo fundido en negro -nada menos que 4 segundos- establece lo irreparable del suceso para el que ya tenemos el nombre que Ethan le diera –masacre:

 

Aaron: lt was Ethan who found you, squalling under a sage clump after your folks had been massacred.

 

 

Ethan: This is a murder raid.

 

Hay, les digo, nombre para ello, en la misma medida en que no hay imagen de ello pues, precisamente, este largo fundido en negro tiene por función localizar el lugar de la elipsis y, a la vez, localizar un vacío absoluto de imagen -un negro total- en lugar de la escena del crimen.

 

Tal es el modo por el que el cine clásico escribe lo real: lo designa,

 

(Horn blows)

 

lo localiza, pero no lo muestra.

 

Lo localiza y, sin mostrarlo, despliega un orden simbólico a su alrededor.

 

Todo lo contrario sucede en el cine contemporáneo, donde las imágenes de la matanza nos serían mostradas una a una, con acentuado deleite.

 


 

El caso es que sabemos que ésta es una carrera inútil.

 

Por cierto, acabo de hablarles de elipsis, pero no la piensen como una elipsis temporal, sino como una espacial y dramática.

 

Pues todo apunta a que eso -la masacre, la matanza, la razia asesina- está sucediendo en este momento, mientras vemos correr a estos hombres que sin embargo van a llegar tarde.

 

La cosa no es irrelevante, porque en el cine clásico el fundido en negro suele estar asociado a elipsis temporales intensas y a la puntuación de grandes bloques narrativos.

 

Sin embargo, no sucede aquí así. Esta elipsis es, como les digo, solo espacial, de modo que estamos ante un montaje paralelo, pero, eso sí, sin salvamento en el último minuto.

 

Martin: Uncle Ethan!

 

Este encadenado, en cambio, sí constituye una elipsis temporal: pues ha debido tardar un tiempo considerable Martin en matar a su caballo por agotamiento.

 

Martin: Uncle Ethan.

 

Qué pequeño resulta Martin es este gigantesco espacio.

 

Y qué desvalido se encuentra.

 

Martin: Wait a minute, Uncle Ethan.

Mose: Next time, you’ll mind your Uncle Ethan.

Mose: Thank you kindly.

 

Si han seguido mi sugerencia y se han puesto a leer la gran trilogía sofocleana -mientras no lo hayan hecho, no aspiren a llamarse a sí mismos personas cultas- se darán cuenta de que en esta tragedia moderna Mose ocupa muchas veces el lugar del coro.

 

Martin: Wait, Mose! We can ride double, Mose!

Martin: Mose, wait!

Martin: Mose!

 

Es impresionante como ese gigantesco bloque macizo de piedra parece desaparecer entre las nubes por obra del encadenado.

 

 

Y esa roca a la vez erguida y hendida la reconocen, ¿verdad?

 

 

Como ven, estamos en el tiempo de la separación.

 

Y es la imagen evanescente de Martha -pero también la de Debbie- la que late -por asociación- aquí.

 


El tiempo de la separación

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Ahora sabemos el motivo de la hendidura que hiende esa erguida roca del fondo.

 

Es la herida misma que le estaba destinada a Ethan.

 

 

Deténganse un momento en estos dos primeros planos de Ethan puntuados por el contraplano subjetivo de la casa ardiendo

 

 

Uno

 

 

y dos.

 

¿Son idénticos?

 

No del todo.

 

La diferencia es prácticamente imperceptible en el plano consciente y sin embargo intensamente eficaz en el emocional:

 

 

Hay un ligero descenso, una ligera inclinación hacia la derecha:

 

 

Así pueden verla mejor: la cabeza de Ethan se encuentra más baja, su cuerpo ligeramente más alejado de la roca del fondo.

 

Y su escopeta -ella sí-, acentuadamente más inclinada.

 

Entre los dos planos mediados por el contraplano de la casa ardiendo

 

 

va la distancia que separa la inspiración de la expiración -no es la primera vez que les llamo la atención sobre la importancia de la respiración en el cine fordiano.

 

Inspiración, la del primer plano, que queda congelada, cortocircuitada, por el impacto del contraplano, y luego, en el segundo plano, se dibuja una espiración que es la primera pincelada del acatamiento, a la vez que el comienzo del descenso a los infiernos que sigue.

 


 

Poderoso gesto este de desenfundar el rifle con una sola mano -como si de un sable se tratara, ¿no les parece?

 

En el más acentuado contrapicado, la figura de centauro de Ethan totalmente recortada sobre el cielo azul, su rostro totalmente negro por efecto del contraluz.

 

¿Es un gesto de combate?

 

Sin duda.

 

Pero es un hecho que los indios ya han culminado su tarea, de modo que no va a haber posibilidad de combate, al menos por ahora.

 

Por eso, algo hay en él de gratuito. Pero su gratuidad es meramente funcional -el rifle no va a ser disparado-, no simbólica: es a la vez un gesto de homenaje y de acatamiento. Y no deja de ser, por ello, un gesto de combate: todo el personaje de Ethan se retrata en él; en lo que en él hay de retorno a una lucha eterna e inexorable.

 


Acatamiento vs negación

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El cuadro se vacía.

 


 

Tras lo cual sigue el plano de Martin, irguiéndose a la vez que accede a su espectáculo de horror.

 

Observen que el raccord se construye superponiéndose dos planos en cierto modo vacíos.

 

Pues al vaciamiento del plano anterior, provocado por las salidas de cuadro de Ethan y de Mose,

 

 

sigue un plano que, aunque muestra ya a Martin, lo muestra por debajo de la línea del horizonte, sumergido y empastado en el bloque de montañas del fondo.

 

 

De modo que la tensión del plano es la del movimiento por el que Martin

 

 

se yergue por encima de esa línea del horizonte, en la misma medida en que accede al espectáculo de horror que le aguarda.

 

 

Les llamaba antes la atención sobre las pequeñas pero decisivas diferencias

 

 

que separaban los dos planos de Ethan contemplando la casa en llamas:

 

Tendremos ocasión de ocuparnos de las pequeñas pero decisivas diferencias de los planos de la casa ardiendo que responden a lo que mira cada uno de los dos personajes.

 

 

Pero se imponen, en un primer momento, sus acentuadas semejanzas.

 

Ahora bien, si es muy semejante lo visto por uno y por otro, existe entre ambos una decisiva diferencia de orden temporal.

 

Ethan lo ve primero, y luego lo ve Martin.

 

Aun cuando ambos ven, sustancialmente, lo mismo.

 

Momento decisivo, entonces, en el proceso de maduración de Martin, dado que le es dado compartir la visión de Ethan.

 

Y por cierto, a propósito de estas decisivas cuestiones de orden temporal, ¿repararon en que Ethan dejó partir a Martin cuando lo hicieron los demás en vez de retenerlo con él?

 

Martin: Well, are you coming or ain’t you?

Ethan: That farm’s 40 miles from here, boy, and these horses need rest and grain.

 

Podemos ahora comprender el motivo: le dejó partir antes para que llegara más tarde y para que llegara más cansado.

 


 

Prácticamente agotado. De modo que ese extremo agotamiento amortiguara en cierto grado su dolor.

 


 

Ven ustedes la diferencia temporal.

 

Si Martin ve lo que ha visto Ethan, también ve algo diferente que él: pues le ve a él en el interior de la escena.

 


 

Y, ante lo que ve, el gesto de Martin es opuesto al de Ethan: si, como hemos dicho, el de Ethan es de acatamiento, el de Martin, en cambio, es de negación:

 

 

En el registro, ya saben, de la negación de la negación, es decir, de la negación de lo real.

 

Y sin embargo: ¿no les parece que podría encontrarse en el borde mismo de la locura?

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15. Aporías de la deconstrucción 4: Zizek, el deseo y el acto

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 12-12-2014 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

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A propósito del machismo

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Hoy cerraremos el asunto Zizek.

 

«En lo relativo a la manipulación de la esencia misma de la sexualidad, la intervención científico-médica directa, queda perfectamente reflejada en la triste historia del Viagra, esa píldora milagrosa que promete recuperar la potencia sexual masculina de un modo puramente bio-químico, obviando toda la problemática de las inhibiciones psicológicas. (…) Por decirlo con los términos de la crítica de Adorno contra la mercantilización y la racionalización: la erección es uno de los últimos vestigios de la auténtica espontaneidad, algo que no puede quedar totalmente sometido por los procedimientos racional-instrumentales.

«Este matiz infinitesimal (el que no sea nunca directamente “yo”, mi Yo, el que decide libremente sobre la erección), es decisivo: un hombre sexualmente potente suscita atracción y deseo no porque su voluntad gobierne sus actos, sino porque esa insondable X que decide, más allá del control consciente, la erección, no le plantea ningún problema.

«La cuestión esencial aquí es distinguir entre el pene (el órgano eréctil en sí) y el falo (el símbolo de la potencia, de la autoridad simbólica, de la dimensión -no biológica sino simbólica- que confiere autoridad y/o poder). Del mismo modo que un juez, que bien puede ser un individuo insignificante, ejerce autoridad desde el momento en que deja de hablar en su nombre para que la Ley hable a través de él, la potencia del varón funciona como indicación de que otra dimensión simbólica se activa a través de él: el “falo” indica los apoyos simbólicos que confieren al pene la dimensión de la potencia. Conforme a esta distinción, la “angustia de la castración” no tiene, según Lacan, nada que ver con el miedo a perder el pene: lo que genera ansiedad es, más bien, el peligro de que la autoridad del significante fálico acabe apareciendo como una impostura. De ahí que el Viagra sea el castrador definitivo: el hombre que tome la píldora tendrá un pene que funciona, pero habrá perdido la dimensión fálica de la potencia simbólica -el hombre que copula gracias al Viagra es un hombre con pene, pero sin falo. (…) Por decirlo en términos un tanto machistas, ¿qué empeño pondrá la mujer en resultarle atractiva a un hombre, en excitarlo de verdad? Por otro lado, la erección o su ausencia, ¿no es una especie de señal que nos permite conocer el estado de nuestra verdadera actitud psíquica?»

 

[Slavoj Zizek: En defensa de la intolerancia, La sexualidad hoy, p. 98-99]

 

 

Quizás a algunos de ustedes les parezca que hemos perdido demasiado tiempo ocupándonos de él y de Judith Butler, lo que ciertamente no era mi intención cuando comenzó el seminario de este año.

 

Como recordarán, fueron algunos de entre ustedes los que suscitaron la discusión.

 

Pero pienso que ha sido oportuno hacerlo, porque estos epigonales discursos deconstructivos están en el ambiente y, en mi opinión, funcionan como racionalizaciones defensivas frente a la masa de emociones que suscitan films clásicos como The Searchers.

 

Y por tanto, directamente, contra el Edipo mismo.

 

Por eso, dediquemos una última atención a lo que bien podemos llamar las aporías de la deconstrucción.

 

Antes que nada, les haré una nueva llamada de atención ante la patente falta de rigor que se manifestaba en el texto de Zizek que analizábamos el otro día:

 

«Por decirlo en términos un tanto machistas, ¿qué empeño pondrá la mujer en resultarle atractiva a un hombre, en excitarlo de verdad?»

 

¿Qué es eso de en términos un tanto machistas? ¿Cómo que un tanto? ¿Son términos machistas o no machistas?

 

¿Por qué habría de ser machista el que una mujer quisiera resultarle atractiva a un hombre, excitarle de verdad?

 

¿Lo no machista entonces sería no querer atraerle ni excitarle?

 

Entonces las únicas mujeres no machistas serían las monjas y las lesbianas.

 

Como ven, Zizek tiene las cosas muy poco claras por lo que se refiere al erotismo.

 

Y padece un evidente síndrome de Estocolmo ante los discursos feministas más radicales, lo que le lleva finalmente a hacer propio su puritanismo de fondo.

 

Qué degradación para una mujer, parece querer decirnos, pretender resultarle atractiva a un hombre.

 

¿Pero no iba de eso el asunto del deseo? ¿El que desea, no quiere ser deseado?

 

Finalmente uno descubre, en estos discursos radicales, la misma gestualidad puritana de las damas de la liga de la ley y el orden que tantas veces describiera John Ford.

 

 

 

Doc: Vamos, vamos, señora. No se ponga así.

Dueña: Ya estoy harta de sinvergüenzas. Fuera de mi casa. Y me quedo con su baúl hasta que pague el alquiler.

Doc: ¿Y es este el rostro que hizo naufragar va mil barcos…

Doc: …y quemó las torres de la indomable Troya?

Doc: Adiós, bella Elena.

Dallas: ¡ Doc! ¿Pueden echarme…

Dallas: …si yo no me quiero ir? ¿Pueden echarme?

Sheriff: Vamos, Dallas, deja de armar escándalo.

Dallas:¿Tengo que irme, Doc, sólo porque ellas lo dicen?

Sheriff: Calla, Dallas, yo sólo cumplo órdenes. No culpes a esas señoras. No son ellas.

Dallas: Sí que lo son. Doc, ¿no tengo derecho a vivir? ¿Qué he hecho yo?

Doc: Somos las víctimas de un morbo infecto llamado perjuicios sociales, muchachas.

Doc: Las dignas señoras de la liga de la ley y el orden están limpiando de escoria la ciudad.

Doc: Vamos, debes mostrarte ufana de ser escoria como yo.

Sheriff: Lárguese, Doc, está borracho.

Dueña: Hum. Lo que yo digo,…

Dueña: …Dios los cría y ellos se juntan.

Doc: Tome mi brazo, madame la condesa. La carreta espera. A la guillotina.

Dueña: Aguarden un momento. Voy con ustedes.


 

Por mi parte, les diré todo lo contrario: que me parece un error llamar machismo a lo que se consideran las actitudes negativas de los varones hacia las mujeres, porque con ello se estigmatiza al macho, lo que les plantea obvios problemas a esos seres humanos que son machos, pero también les plantea serios problemas a esos otros seres humanos que son hembras, porque les hace más difícil encontrar a los seres humanos machos que, después de todo, reclaman.

 


A propósito de angustia de la castración

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Vean un nuevo ejemplo de falta de rigor. En términos freudianos, es insostenible afirmar que la angustia de la castración no tiene nada que ver con el miedo a perder el pene: lo que genera ansiedad es, más bien, el peligro de que la autoridad del significante fálico acabe apareciendo como una impostura.

 

Si la “angustia de la castración” no tiene nada que ver con el miedo a perder el pene entonces no tiene sentido decir que lo que genera ansiedad es, más bien, el peligro de que la autoridad del significante fálico acabe apareciendo como una impostura.

 

Quiero decir: el más bien, contradice al nada que ver: si no tiene nada que ver, entonces no puede decirse más bien sino en ningún caso.

 

Y si el más bien vale, entonces, es obligado reconocer que algo tiene que ver con lo anterior, después de todo.

 

Y claro que tiene algo que ver.

 

Pues, de lo contrario, sería incomprensible el horror que el descubrimiento del genital femenino produce en el niño varón.

 

Y en ello se manifiesta una vez más lo que les decía el otro día: que es imposible separar al falo del pene.

 


El acto de Mary Kate

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¿El viagra es –como dice Zizek- la castración definitiva?

 

No, miren, no.

 

Precisamente porque el arco simbólico del falo es mucho más amplio que el de ese órgano eréctil que incluye, el viagra no es la castración, ni definitiva, ni no definitiva.

 

¿Y por qué habría de serlo?

 

Piénsenlo bien. Si lo fuera, ¿no debía serlo también -y, por cierto, más- la píldora anticonceptiva?

 

Es curioso como escora el discurso: lo químico que ayude al varón a ir tirando es nefasto, pero lo químico que ayuda a la mujer es superguay…

 

Se lo señalo a ustedes por lo que tiene que ver con el siguiente movimiento del libro de Zizek, con el que vamos a despedirnos definitivamente de él.

 

Se trata de la reflexión que realiza sobre un caso judicial que fue muy sonado en Estados Unidos: el de Mary Kate le Tourneau.

 

 

«El caso de Mary Kay le Tourneau indica que aún existe alguna salida. Esta profesora de Seattle de treinta y seis años fue encarcelada por haber mantenido una apasionada relación amorosa con uno de sus alumnos, de catorce años: una gran historia de amor en la que el sexo aún tiene esa dimensión de trasgresión social. (…) El absurdo que supone definir esta extraordinaria historia de amor pasional como el caso de una mujer que viola a un adolescente, resulta evidente; sin embargo, casi nadie se atrevió a defender la dignidad ética de Mary Kay.»

 

[Slavoj Zizek: En defensa de la intolerancia, La sexualidad hoy, p. 101-102]

 

 

¿Se habría atrevido Zizek a decir lo mismo si se hubiera tratado del caso sexualmente opuesto?

 

Quiero decir: el de un profesor varón de treinta y seis años que hubiera mantenido una relación sexual con una adolescente de catorce.

 

Es evidente que no, porque casos de esos siempre hay y nada dice sobre ellos.

 

Pero no nos detendremos ahora en eso.

 

El asunto es que, al parecer, en el juicio, Mary Kay le Tourneau fue diagnosticada de maniaco-depresiva -lo que no puede por menos que interesarnos, dado que ese es el evidente diagnóstico de Justine.

 

A propósito de lo cual, añade Zizek:

 

«La idea de “trastorno bipolar” (…) es interesante: su principio explicativo es que una persona que lo padece sabe distinguir el bien y el mal, sabe lo que es bueno o malo para ella, pero, cuando se desata el estado maníaco, en el arrebato, toma decisiones irreflexivas, suspende su juicio racional y la capacidad de distinguir lo bueno de lo malo. Esta suspensión, ¿no es, sin embargo, uno de los elementos constitutivos del ACTO auténtico?»

 

[Slavoj Zizek: En defensa de la intolerancia, La sexualidad hoy, p. 103]

 


 

La pregunta es: ¿es un acto auténtico el de Justine cuando viola a Tim?

 


 


Zizek y Lacan: el deseo y el acto

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Tim: Hi.

 

Tal es lo que se deduce de la argumentación de Zizek, en la misma medida en que, en la práctica, termina identificando el acto auténtico como un acto maníaco.

 

El asunto tiene toda su importancia, porque pone en cuestión la definición misma del acto.

 

Una vez más, para ello, Zizek recurre a Lacan:

 

«¿Qué es un acto? Cuando Lacan define un acto como “imposible”, entiende por ello que un acto verdadero no es nunca simplemente un gesto realizado con arreglo a una serie de reglas dadas, lingüísticas o de otro orden -desde el horizonte de esas reglas, el acto aparece como “imposible”, de suerte que el acto logrado, por definición, genera un corto-circuito: crea retroactivamente las condiciones de su propia posibilidad. (…)

«Mary Kay (…) rechazaba sentirse culpable y recuperaba su sangre fría ética, decidiendo no transigir con su deseo. (…)

«conviene insistir en el carácter único, en la idiosincrasia absoluta del acto ético -un acto que genera su propia normatividad, una normatividad que le es inherente y que “lo hace bueno”; no existe ningún criterio neutro, externo, con el que decidir de antemano, mediante aplicación al caso particular, el carácter ético de un acto.»

 

[Slavoj Zizek: En defensa de la intolerancia, La sexualidad hoy, p. 103-105]

 

¿Por qué llamar imposible a lo posible?

 

¿No les parece éste un modo un tanto rococó de usar el lenguaje?

 

Si ha habido acto, es que era posible.

 

Y si el acto es imposible, entonces no habrá acto.

 

Pero sucede que los lacanianos se pasan la vida haciendo esto: diciendo que cuando Lacan dice algo, digamos X, lo que quiere decir no es X, sino otra cosa, llamémosla Y.

 

Y, a continuación, afirman que Y es igual a no X, con lo que, finalmente, vienen a decirnos que cuando Lacan dice X lo que quiere decir es no X.

 

Por eso, para hablar del asunto, Zizek tiene que poner la palabra imposible entre comillas, para, a continuación, venir a decirnos que cuando Lacan dice imposible no quiere decir que sea imposible, sino que quiere decir… que es posible, aunque no lo parece.

 

Ahora bien: si Lacan quiere decir lo contrario de lo que dice, ¿por qué no lo hace en vez de decir lo contrario de lo que quiere decir?

 

Así es el rococó.

 

Ahora bien, ¿dónde está la gracia de la cosa?

 

En que se juega con la posibilidad de que el acto sea imposible.

 

Pues se dan ustedes cuenta de que, de acuerdo con el acto escogido como modelo de acto puro, lo que se está haciendo es definir al acto maníaco como el único acto posible.

 

Les hablaba al principio de cómo discursos como estos funcionan como mecanismos defensivos por la vía de la racionalización que se disparan cuando nos aproximamos a los grandes textos clásicos.

 

Es decir: a los textos edípicos.

 

Y es que precisamente de eso se trata, eso es lo que late en los discursos de la deconstrucción: el repudio de la ley simbólica.

 

Pero más allá de todo ese debate, hay algo que debería ser evidente para todo psicoanalista: y es que no es tarea del psicoanalista ni denostar un acto, ni ensalzarlo -como hace aquí Zizek- convirtiéndolo en modelo del auténtico acto.

 

Lo que corresponde al psicoanalista es, sencillamente, estudiarlo y tratar de explicarlo.

 

Exactamente eso que no hace, en ningún momento, Zizek.

 

Y, en cualquier caso, resulta obligado añadir que ese acto, en cuanto que realiza un deseo, no puede ser cierto que carezca de reglas: por el contrario, son las reglas mismas del deseo las que lo configuran como tal, independientemente de que, en el momento en que lo realiza, el individuo carezca de conciencia de las reglas deseantes que lo encadenan.

 

¿Quiso Mary Kate convertirse en la maestra absoluta -en la maitrese total- de su estudiante?

 

¿Quiso humillarse públicamente como quien degradaba sus obligaciones docentes?

 

No tenemos manera de saber si fue eso o cualquier otra cosa.

 

Pero lo que sí sabemos es que, en tanto su deseo estuvo en juego, una cadena significante de ese orden hubo de ponerse en marcha.

 

Ahora bien, si toman un poco de distancia, ¿no les parece que lo que está definiendo Zizek es más bien un acting-out? Un acto que irrumpe como actuación del deseo en un estado de inconsciencia.

 

Precisamente: un acto loco; uno que supone un paso al acto de un deseo que no logra decirse en la sesión analítica y que se actúa de manera loca fuera de ella.

 

Pero en todo caso la cuestión central estriba en si podemos aceptar esta definición del ACTO auténtico, verdadero, logrado como un acto que rechaza toda normatividad previa y genera su propia normatividad.

 

¿Y cómo podría hacerlo de la nada -pues se dice de él que ha roto todo orden discursivo previo?

 

¿No se manifiesta aquí, de manera implícita, una apología del acto irracional? Y una -dicho sea de paso- que participa de la estela de la subversión sin sujeto de Butler.

 

Resulta evidente que la referencia lacaniana a la que ahora apela Zizek es la del Seminario 7, La ética del psicoanálisis, cuyo enunciado central es:

 

«Propongo que de la única cosa de la que se puede ser culpable, al menos en la perspectiva analítica, es de haber cedido en su deseo.»

[Jacques Lacan: 1959/1960, Seminario 7, La Ética del psicoanálisis, 1959-07-06]

 

 

Ahora bien, si lo aceptamos, si aceptamos lo que afirma Zizek sobre el acto de Mary Kate, ¿no deberíamos aplicárselo también, por ejemplo, al violador de niñas de Ciudad Lineal?

 

Y no menos notable, por lo que se refiere al análisis teórico del asunto, es esto otro: que ni Zizek ni el propio Lacan parecen darse cuenta de que esta máxima ética supone una contradicción radical con los presupuestos previos del discurso lacaniano que, como ustedes saben, afirman que

 

«el deseo del hombre es el deseo del otro»

[Jacques Lacan: 1953-1954, Seminario 1, 1954-04-07]

el deseo del sujeto es el deseo del Otro»

[Jacques Lacan: 1961-1962, Seminario 9, 1961-06-06]

 

 

Pues bien, si esto es cierto, si el deseo está, desde su origen, alienado en el deseo del otro, carece de sentido la afirmación de que el sujeto debe no transigir con su deseo, dado que este deseo no es, después de todo, suyo, sino del otro.

 

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12. The Searchers: la fórmula completa del falo

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 21/11/2014 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

 

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Él

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Les decía el otro día:

 

 

Porque ella le mira, él llega portando su espada.

 

Ésta es una manera de tratar de nombrar lo que el niño ve, pero quizás no sea la lexicalización idónea, pues introduce el pronombre Ella antes que el pronombre Él.

 

Y, sin embargo, el orden es el opuesto: Él precede a Ella, puesto que hasta que Él no aparece no hay ninguna Ella,

 

 

sino sólo la Imago Primordial.

 

Y la Imago Primordial, dado que lo es todo, no tiene ni género ni sexo.

 

 

Por eso su dialéctica se limita al yo y el tú, donde ambos son intercambiables,

 

 

pues son las dos caras de la elipsis del narcisismo primordial.

 

Debiéramos mejor decir entonces:

 

 

porque la mirada se hace visible, llega él,

 

 

Y en tanto llega él la Imago Primordial cae, y aparece Ella,

 


 

objeto carente -pues no tiene espada- y prohibido.

 

Pero que ella, la madre, sea a partir de ahora el objeto prohibido, no quiere decir que ella sea deseada -por el niño como por la niña- como el ser carente que ha comenzado a ser.

 

Si ella es deseada lo es, por el contrario, como la sede de la Imago Primordial que aunque caída, sigue ahí, a pesar de todo, presente, como una exigencia irrenunciable del principio del placer.

 

Este es el motivo, bien sensato, de la prohibición del incesto: que prohíbe un imposible y, al prohibirlo, empuja a aceptar la realidad de su imposibilidad, de su inexistencia.

 

No pierdan de vista esta paradoja del objeto de deseo en tanto imaginario: lo que se desea en él es la reinstauración de la Imago Primordial y, con ella, la cancelación de la división entre el sujeto y el objeto.

 

De modo que ésta es la paradoja de la madre: que, a la vez que aparece como quien no tiene, sigue no obstante siendo la sede desde la que mana el halo de la Imago Primordial.

 

Lo que, por lo demás, se combina bien con la presencia y la ausencia del padre: si el padre está y ella le mira, entonces manifiesta su debilidad y su carencia, pero si él no está y ella me mira me captura en la mirada de la Imago Primordial con la que cesa toda debilidad y toda carencia.

 

Esta ambivalencia está intensamente presente en ese periodo en el que el niño se encuentra instalado en el Edipo. Pero no pierdan de vista que, durante un primer tiempo, la niña está en la misma posición: ella también quisiera expulsar al padre que le arrebata su imago primordial.

 

En esta primera parte en la que el Edipo comienza, para el niño como para la niña, primero es el dos en uno de la identificación en la Imago Primordial, que concluye con la llegada de Él desgajando el yo del tú, con lo que aparece Ella y el yo recibe un nombre sexuado: José o Josefina.

 


 

Y ciertamente así aparecía Ethan en la primera escena: como un Él en principio distante

 

 

cuyo punto de vista, por ello, resultaba totalmente inaccesible, mientras que eran movilizados los puntos de vista de todos los demás:

 

 

no solo el de Martha,

 

 

sino también los de Aaron,

 

 

Lucy, Ben

 

 

y Debbie.

 

Aunque, de hecho, todos ellos se reunieran en el de Martha, como encarnación de la casa familiar.

 

Sólo al final de la escena el punto de vista se invertía,

 

 

y se nos daba acceso al punto de vista de Ethan, desde el cual Martha aparecía como el objeto de su deseo.

 

Y eso prosigue después, dentro de la casa

 


 


Martha y la luz

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Reapareciendo finalmente en el punto en el que nos detuvimos él último día:

 

Ethan: So?


 

Martha se aleja llevándose toda la luz que importa para Ethan.

 


 

Mientras que Aaron pierde definitivamente toda dignidad guardando el dinero bajo su trasero.

 


 

Ethan da dos pasos hacia delante para tratar de seguir con la mirada a Martha, pero ella ya está fuera de su campo visual, de modo que a él solo le queda imaginarla.

 

 

Nosotros, sin embargo, podemos verla todavía, llenando con su luz ese espacio al que -ya se lo advertí a ustedes en su momento- ni Ethan ni la cámara llegarán a entrar nunca.

 

 

Y bien, es justo ahora cuando nos es dado saber dónde se encuentra la puerta de entrada principal: del otro lado de esa puerta que conduce al dormitorio de Martha.

 

Es coherente, ¿no les parece? Si ese dormitorio se opone a la entrada principal, es porque define el espacio interior principal.

 


Ethan en el porche

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Ethan está ahora en el mismo lugar en el que antes estuvo Martin.

 

Pero se dan cuenta de la diferencia:

 

 

para él sólo hay una luz, la lunar.

 

Nada de ese rayo de luz cálida que provenía del interior de la casa cuya puerta, a pesar de la prohibición que ha llegado ya para Martin, sigue constituyendo una promesa de calidez abierta para él.

 

Incluso la ventana que arriba desprendía una luz tan amarilla en el plano del joven, en el de Ethan, estando también presente -a la altura de su cabeza, a su izquierda- casi no presenta luz alguna.

 

Aquí tienen una enésima muestra de hasta qué punto no rigen las llamadas leyes de continuidad sobre los que descansan los manuales de realización cinematográfica.

 

La cámara está más baja y más ladeada, de modo que la noche exterior -el cielo raso del desierto- se hace más visible para él, a la vez que la puerta de la casa queda fuera de campo.

 

Y la otra gran diferencia es la que sigue:

 

 

Pues Ethan vuelve su mirada hacia el interior

 


 

y Ford introduce por primera vez un plano subjetivo suyo.

 

Dos puertas y un doble reencuadre: el primero constituido por el marco de la puerta exterior y principal de la casa; el segundo, por el que da paso al dormitorio del matrimonio, que por obra de ese doble reencuadre aparece como doblemente interior, aunque, en rigor, dado que existe ese otro umbral que se abre al interior mismo de Martha, deberíamos reconocer como triplemente interior.

 

Dos reencuadres, entonces, que delimitan tres espacios: el exterior en el que Ethan y la cámara se encuentran, el intermedio del salón familiar y el interior del dormitorio matrimonial.

 

En la simbólica de lo masculino y lo femenino, porque se articula no solo sobre el eje de lo activo y lo pasivo sino, antes que eso y en primer lugar, sobre el de lo interior y lo exterior, el dormitorio, en tanto espacio interior, lo es de la mujer.

 

Y ciertamente nosotros sabemos que Martha ya ha entrado ahí, pues la hemos visto hacerlo; y la luz, especialmente resplandeciente que atisbamos ahora en ese dormitorio es la suya, la que solo ella introdujo cuando entró allí.

 

 

Una luz tan resplandeciente como su vestido.

 

Se dan cuenta, espero, de la sabia diferenciación de la luz que recibe cada uno de esos tres espacios: fría, lunar, azulada, la del exterior, cálida, amarillenta, la del salón, y brillante, resplandeciente -como el vestido y la tez de Martha- la del dormitorio.

 


 

De modo que Ethan ve como Aaron entra en el dormitorio de Martha y cierra la puerta.

 

 

Y supongo que ven con toda claridad -pues de nuevo están cuidadosamente iluminadas- esas grandes vigas del techo que nuevamente dibujan -o más bien esculpen, con toda la densidad de su volumen y de su peso- la cruz que pesa sobre Ethan -también: la cruz de la que él sabe y que él acata, que alcanza ahora su más dramática expresión.

 

Pues esa puerta se cierra para su deseo tanto como para el de Martha, quien -¿cómo dudarlo?- hubiera deseado que fuera él quien entrara ahí, en ella.

 

Pero se dan cuenta de qué es lo que lo impide, pues está lo suficientemente visualizado: el salón familiar, el espacio de los hijos, la ley familiar en suma.

 


Puerta, ley, prohibición

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¿Cuál es el enunciado mayor que de ello se deduce?

 

Para poder aislarlo en profundidad es necesario atender primero a la magnitud de lo que es la puerta en el campo de lo humano.

 

 

Pues una puerta no es solo la abertura que conecta dos espacios diferentes, sino también el operador que restringe el acceso a cada uno de ellos.

 

Y esos espacios no son casi nunca equivalentes, sino que se ordenan sobre ese eje mayor que es el de lo interior y lo exterior.

 

De manera que la puerta, en tanto posee la propiedad de estar abierta o cerrada, se convierte en el instrumento que permite o impide el acceso al interior o la salida al exterior.

 

Y así se constituye en motivo de inaccesibilidad o de encierro.

 

O en otros términos: la dialéctica semántica de la puerta es -que le vamos a hacer, señora Butler- netamente binaria: permite o impide tanto el acceso como la salida: de modo que es un cuando está abierta y un no cuando está cerrada.

 

Es por eso también la más directa e inmediata materialización de la ley en el espacio.

 

O dicho de manera más clara: la puerta cerrada es la materialización misma de la prohibición.

 

Sitúense ahora en el territorio temporal del Edipo, cuando el niño es expulsado de la cama y de la habitación de la madre, y recluido en ese espacio forjador de su subjetividad que es su propio dormitorio.

 

La puerta por antonomasia no es, desde luego, la de su dormitorio, sino la del dormitorio de la madre que ahora está cerrado para él.

 

Obviamente, entonces, la puerta del dormitorio de la madre es la expresión misma de la ley del padre en tanto agente de la prohibición del deseo incestuoso.

 

Y atiendan a las implicaciones de todo esto en ese otro campo textual que es el arquitectónico: pues la casa es también un texto; no sólo una máquina funcional para vivir, sino un espacio material simbólicamente configurado.

 

Y, desde este punto de vista, ¿no les parece que ese espacio ahora inaccesible por prohibido podría ser el fundamento mismo del inconsciente?

 

Pues lo que sucede en esa habitación de los padres -la escena de su abrazo- pasa a constituir el núcleo del inconsciente del niño.

 

Me dirán ustedes: pero Ethan no es ningún niño. ¿A qué viene entonces toda esta disquisición sobre el Edipo? Es más, ¿no estábamos diciendo que Ethan era el padre simbólico? Entonces, ¿qué hace aquí? ¿No debería haber sido él el que entrara ahí?

 

Debería haberlo sido, sin duda. Pero no lo es.

 

¿Por qué?

 

Sencillamente porque la ley rige también para él.

 

Y es que el padre no es -como se ha puesto de moda decir en los últimos tiempos con una absoluta falta de rigor- el poder absoluto.

 

El padre no es el jefe de la horda. Él no es el amo irrestricto de todas las mujeres.

 

Es, como ya les dije el otro día, todo lo contrario: la encarnación misma de una ley que, por existir, le afecta también, en primer lugar, a él.

 

El padre, tal y como se declina en la cultura cristiana, tiene su expresión mayor en la figura de San José; recuérdenlo: el padre no es el amo del hijo, porque el hijo es hijo de Dios.

 

¿Algo más que decir?

 

Sí: el perro.

 

 

Nos conduce a Debbie.

 

La posición de ambos en el plano es la misma, y ambos se encuentran en yuxtaposición con el perro.

 

Observen con que intensidad brilla en ambos el palenque de la izquierda.

 

Son diferentes desde luego sus posiciones en el espacio narrativo: Debbie está, con respecto al porche, situada más a la izquierda, en su extremo.

 

Ethan, con respecto a él, está más centrado, pero a la vez en su borde más exterior: de modo que ambos se encuentran en los límites del porche, ya sea por su extremo o por su centro.

 


Dialéctica de las dos puertas

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(dog barking)

 

En el centro Martha y Lucy, atareadas con sus labores domésticas.

 

Pero es un centro enmarcado por dos puertas: a la derecha, ladeada, la del dormitorio de Martha; a la izquierda, frontal, la del cuarto de Ethan.

 

Abierta la primera, cerrada la segunda.

 

Y privilegiada la segunda por todas las líneas de perspectiva que apuntan hacia ella: no solo las de la mesa, también la de la alfombra y las de los tablones del suelo.

 

Pero esa privilegiada visibilidad tiene por contrapartida su silenciamiento:

 

(pounding on door)

Clayton: Aaron, open up! lt’s Sam Clayton.

 

Cuando se oye la voz de Sam Clayton, Martha se dirige hacia la otra puerta

 

Martha: Aaron.

 

y en dirección a ella llama a Aaron -en su calidad de dueño de esa puerta.

 

Pero vean como el contraste se mantiene:

 


 

en la misma medida en que esa puerta es nombrada por el nombre de su dueño, es expulsada de cuadro mientras que la otra aumenta su presencia visual.

 


 

Lucy cuida de su imagen -se ocupa de su deseabilidad- mientras que desde fuera de campo se oyen ya los pasos de Aaron.

 


 

La puerta principal se abre -si Aaron es el padre de familia, es, al menos oficialmente, el guardián de las puertas.

 

Aaron: Reverend. Come on in!

Clayton: Good morning, Aaron.

 


Capitán y reverendo

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Clayton: Good morning, Sister Edwards.

 

Y una poderosa figura se centra en el espacio: sumen a su considerable tamaño, aumentado por su sombrero de copa, el beis muy claro de su abrigo.

 

Y también el rifle brillante que se encuentra sobre su cabeza.

 

Martha: Good morning, Reverend.

Clayton: Morning, Ben and Debbie.

Martha: Good morning, Charlie.

Martha: What is it, Reverend?

 

La bivalencia -no digo ambivalencia- de esta figura es establecida por el contraste entre la palabra por la que es nombrado –reverendo– y la placa que dentro de un instante va a hacerse visible en su pecho.

 

Clayton: Lars says somebody

Clayton: busted in his corral last night and run off his best cows.

 

Como ven, es la parte visual de su respuesta verbal -todo parece indicar que el actor ha recibido la orden de colocar su mano en el bosillo de su chaleco para así hacer visible su placa de sheriff.

 

Jorgensen: Yeah. Next time I raise pigs, by golly!

 

Una de las ventajas de la versión original es que permite escuchar los acentos: Jorgensen, como su apellido sugiere, es un emigrante procedente del norte de Europa.

 

Jorgensen: You never hear anyone running off pigs, l bet you.

 

Y no pierdan de vista que el centro absoluto del plano permanece ocupado por Marta -cuya figura devuelve siempre la luz más intensa-: como ven, ella es la casa, y el centro de la casa es ella misma.

 

Martha: Coffee’s ready if you’d like some.

Clayton: Coffee will be just fine. Morning, Lucy.

Lucy: Morning, Reverend.

Clayton: Debbie, you been baptized yet?

Younger Debbie: No, sir. No.

Clayton: Aaron, get Martin.

Aaron: Martin!

 

El reverendo, con total desenvoltura, ocupa la presidencia de la mesa.

 

Es, y está acostumbrado a ser, la doble autoridad de la comunidad: a la vez sacerdote y jefe de policía.

 

Por eso, inmediatamente después de preguntar a los niños por su bautismo, reclama a los hombres para el destacamento que está formando.

 

Como ya anticipamos esta escena, me conformaré con recordarles la nítida presencia de la puerta cerrada del fondo, justo a espaldas de Clayton, y cuidadosamente iluminada.

 

Clayton: Oh, thank you, sister.

Clayton: I can sure use that coffee. Pass the sugar, son.

Clayton: Fine, fine.

Clayton: Wait a minute, sister.

Clayton: I didn’t get any coffee yet.

 

A Martin le es concedido el honor de recortarse sobre esa puerta

 

Clayton: Just– Oh, doughnuts. Thank you, sister.

 

Y de manera sostenida.

 

Clayton: I’m sure fond of them doughnuts.

Clayton: Aaron! Martin, come on up here.

Clayton: Come on. Raise your right hand–

 

Y, como les dije, la mano del representante de la ley que reclama el juramento se recorta sobre la puerta de Ethan.

 

Aaron: Martin.

Martin: Yes, sir.

Clayton: Raise your right hand.

Clayton: You are hereby voluntary privates in Company A of the Texas Rangers.


Clayton: -You will faithfully–

 

Y, como también les advertí, es el movimiento de Martha el que hace abrirse la puerta de Ethan justo cuando se coloca delante de ella.

 

Ben: Sir, can I go with you?

 

Fíjense como su tez blanca se perfila y se hace tanto más visible cuanto la puerta se ha abierto tras ella y un fondo negro sustituye al marrón de hace un momento.

 

Es solo un instante, pero es como si su preocupación despertara a Ethan.

 

Clayton: Shh! Quiet!

Aaron: Go get my shirt,

 

Así, en el mismo instante en que ella se aparta, Ethan se hace visible al fondo.

 

Llamado, como les digo, por la preocupación de Martha, pero también por el hecho mismo del juramento.

 


Ethan y la puerta de la ley

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Aaron: boy.


 

Y en la misma medida en que ella desaparece en imagen entra en la habitación Ethan.

 

Clayton: Where was I?

Younger Debbie: “Faithfully fulfill.”

 

La puerta de la ley se ha encarnado en Ethan.

 

¿Será que él estará destinado a sustentar la ley cuando esta flaquee, cuando sus representantes oficiales abandonen su tarea?

 

Clayton: You will faithfully discharge–

Jorgensen: Mrs. Edwards–

Clayton: Shut up!

Clayton: You will faithfully discharge your duties as such

Clayton: without a recompense or monetary consideration.

Clayton: Amen. That means “no pay.” Better get a shirt on, Aaron.

Martin: I ain’t volunteering till l’ve had coffee.

Martin: Drink your own, Reverend.

Clayton: Just call me “captain.”

 

Y como también les dije, el diálogo que sigue entre Ethan y Clayton se constituye en relación a esa puerta que sigue ocupando el centro de la escena.

 

Ethan: Captain. The Reverend Samuel Johnson Clayton.

Ethan: Mighty impressive.

 

El Capitán se sorprende, se alegra un instante, luego, inmediatamente, contiene su alegría.

 

De modo que, además de Capitán y Reverendo, fue un amigo de juventud.

 

Clayton: Well,

Clayton: the prodigal brother.

 


El sable y el arado

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Clayton: When did you get back? I ain’t seen you since the surrender.

 

No te he visto desde la rendición.

 

Ethan: Don’t believe in surrenders.

Ethan: Nope, I still got my saber, Reverend.

 

Les hablaba de esto el otro día: ha sido derrotado pero no se ha rendido.

 

Él todavía tiene su sable.

 

Ethan: Didn’t turn it into no plowshare neither.

 

No lo convertiré en una reja de arado.

 

Se dan cuenta de la intensidad que cobra en este diálogo la presencia misma del falo: eso que él tiene y que está a la vez del lado de la dureza y la violencia -el falo no es el pene, pero eso no hace de él algo imaginario que finalmente nadie tiene, como afirman los picoanalistas posmodernos, con Lacan a la cabeza.

 

No hay falo sin la dureza de la erección y sin la violencia de la penetración.

 

Pero no acaba ahí el despliegue de sus atributos simbólicos: es también el arado capaz de fecundar y finalmente -eso no ha sido suscitado todavía, pero lo será en seguida- la palabra que compromete al sujeto con la mujer a la que fecunda y con los productos de esa fecundación.

 

Aunque, en rigor, debo desdecirme, pues eso ha sido introducido ya aunque solo más tarde se desplegará y explicitará.

 

Lo ha sido por una palpable contradicción en la que, al menos aparentemente, acaba de incurrir Ethan.

 

Pues acaba de decir que todavía conserva su sable cuando, sin embargo, en una escena anterior, le hemos visto dárselo al niño.

 

Ben: l was just gonna ask Uncle Ethan what he’s gonna do with his saber.

Ethan: Well, l kind of figured to give it to you.

(…)

Ethan: Nope, I still got my saber, Reverend.

 

Y bien, ¿hay o no hay contradicción?

 

Les formularé la cuestión en modo de acertijo: ¿qué es aquello que se conserva cuando se da y que sólo se da realmente cuando se conserva?

 

Sólo una cosa: la palabra en su mayor densidad simbólica: la promesa, el juramento.

 

Quiero decir: la densidad simbólica de la palabra que introduce el sentido en el mundo porque forja un relato que contiene una promesa que abre su horizonte.

 


La palabra de honor y el escote palabra de honor

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Antes se la llamaba palabra de honor.

 

Y como ustedes han visto el seminario de Lima, les llamaré la atención sobre la relación de esta expresión –palabra de honor– con ese escote que en España se da en llamar precisamente así: escote palabra de honor.

 

Michael: I wasn’t going to give you this until

Michael: tomorrow.

 

Ella lleva un escote palabra de honor.

 

No digo que lo sepa, digo que lo lleva.

 

Y las jóvenes que visten escotes palabra de honor no es que lo sepan, pero sí intuyen que eso es algo especial, que reconocen que cierto honor está en juego.

 

Quiero decir: el escote palabra de honor reclama una palabra de honor.

 

 

Pero no la que Michael ofrece a Justine.

 

Pues él se ofrece como huerto, y lo que el escote palabra de honor reclama es el falo completo.

 

Les insisto: firmeza, violencia, fecundidad, palabra.

 

Palabra de honor.

 

 

En principio, ella no entiende nada.

 

Michael: I found our plot of land.

 

 

Pero luego, cuando él hace ese sumiso gesto de adoración, reconoce la posición perversa de él

 


 

y se afirma en la posición sádica de la relación sadomasoquista sobre la que se sostiene la relación de ambos.

 


Mose y Ethan, Tiresias y Edipo

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Ethan: Nope, I still got my saber, Reverend.

Ethan: Didn’t turn it into no plowshare neither.


 

Impresionante cambio de plano.

 

No me cansaré de decirles que ella es el centro mismo de la casa: vean como su vestido blanco la hace irradiar luz en el centro de ese conjunto de hombres de ropas más oscuras y homogéneas, como si fuera una novia permanente.

 

Y bien, ella quisiera que fuera así: que el sable de Ethan hubiera acabado siendo la reja de su arado.

 

Lo hubiera querido con todas sus implicaciones: que él no se hubiera convertido en un forajido, sino en un honrado campesino y padre de familia, que su arado hubiera surcado y fecundado la tierra que es ella misma.

 

 

Pero ambos saben que eso es imposible.

 

Mose: The lnjuns did it, Mrs. Edwards.

Mose: Caddos or Kiowas. Old Mose knows. Yes, sir.

 

Mose es la versión inglesa de Moisés, el profeta bíblico.

 

Es notable que se encuentren en el film dos nombres bíblicos tan relacionados entre sí como son Moisés y Aaron.

 

Espero que sepan quien fue Moisés, el profeta que condujo al pueblo judío en la travesía por el desierto rumbo a la tierra prometida y también el que recibió de Dios las tablas de la ley.

 

Lo que le convirtió en el fundador de la religión hebrea.

 

Pero supongo que no sabrán que Aaron era su hermano, a quien el propio Moisés nombró jefe de los sacerdotes.

 

En principio, parece muy alejada de la figura bíblica el Mose de The Searchers, aunque sin duda el desierto no deja de estar ahí.

 

Pero hay, con todo, un rasgo que asocia al Moisés bíblico con Mose.

 

Y es que nunca entró en la tierra prometida -como tampoco, dicho sea de paso, Ethan, con quien tiene tanto que ver.

 

Lo que, a su vez, conecta a Moisés con Tiresias, ese sabio ciego de la mitología griega cuyo saber estaba directamente asociado a su exterioridad absoluta -vale decir también, a su exclusión- de la polis.

 

Hay un buen motivo para la exclusión de Tiresias de la polis. En ella, nadie quiere saber nada de Tiresias, porque su saber es insoportable.

 

Si leen Edipo rey, la tragedia de Sófocles, tendrán una percepción clara de lo que les digo: cuando la peste invade Tebas, Edipo, marido inconsciente de su madre, Yocasta, hace llamar a Tiresias y éste le advierte: no me preguntes, no quieras saber, el saber del que soy portador te resultará insoportable.

 

 

Y por cierto, ahí le tienen, a este Moisés loco sentado en la mecedora que tanto añora y que es la misma en la que vimos sentado a Ethan el último día.

 

Mose recuerda lo que el propio Ethan sabe: que lo indio, es decir, lo real, el foco de la locura, está ahí fuera.

 

Una locura, entonces, que está en el mismo registro del saber de lo indio.

 

Y saben ustedes hasta qué punto el odio de Ethan, en crecimiento constante a lo largo del film, está en relación directa con ello.

 

Y bien, esta relación entre Mose y Ethan tiene la misma cadencia que la de Tiresias y Edipo, pues Edipo se arrancará los ojos y, ya ciego como Tiresias, abandonará la polis como él.

 

Por cierto, alguien me comentaba hace poco que Ethan le resultaba odioso.

 

Ese tipo tan duro…

 

Ethan: Fella could mistake you

Ethan: for a half-breed.

 

Pero, ¿cómo podría ser de otra manera si, como les decía el otro día, la ley que con él irrumpe es, para quien debe acatarla, injusta e incomprensible?

 

De modo que lo odioso es una dimensión inseparable del padre simbólico.

 

Y mírenlo desde el punto de vista del niño pequeño: ¿no es el padre para él un gigante que con su sola presencia se interpone entre él y el objeto de su deseo?

 

Lo que trato de decirles es que su misma presencia, en tanto que se interpone, es percibida como violenta por el mismo hecho de su interposición infranqueable.

 

Por lo demás, esos rasgos odiosos de Ethan, ¿no les parece que funcionan como una barrera a nuestra tendencia de espectadores a empatizar con él? Retornan periódicamente cada vez con más fuerza según el film avanza, interrumpiendo todos esos momentos en los que, a pesar de todo, empezamos a sentir cierto afecto por él.

 

Con lo que la enunciación del film le mantiene en la posición de ese Él del que les hablaba antes, ese él que irrumpe desbaratando todas nuestras posiciones en lo imaginario.

 

Charlie: Oh, shut up, Mose.

 

De eso que Moss sabe es, en todo caso, de lo que no quieren saber los discursos convencionales de la polis.

 

Eso es lo que estos hacen callar siempre que pueden.

 

Mose: Thank you.

Jorgensen: My cattle’s been–

Aaron: Ethan, l’m counting on you to look after things while l’m gone.

 


La ley que Clayton encarna

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Ethan: You’re not going.

Clayton: He sure is going.

Clayton: l already swore him in.

Ethan: Well, swear him out again.


 

¿Se han dado cuenta del cambio notable que se ha producido entre el plano anterior y éste?

 

 

No es sólo cuestión de escala, sino también, y sobre todo, de composición.

 

Si en el anterior era Ethan quien ocupaba el centro, es ahora Clayton quien se encuentra en él.

 

Y lo curioso, sin embargo, es que Ethan va a ser quien finalmente se imponga: pues, como saben, será él quien vaya, no Aaron.

 

Ethan: I’ll go with you.

Aaron: l don’t think l should–

Ethan: Stay close, Aaron.

Ethan: lt might be this is rustlers.

Ethan: Might be that this doddering old idiot ain’t so far wrong. Could be Comanche.

 

Ethan le da la razón a ese loco cuyo desarraigo comparte tanto como comparte su deseo por la mecedora que nunca tendrá.

 

Mose: Kind words, Ethan. Thank you kindly.


 

Y, como ven, ahora se refuerza todavía más esa posición central de Clayton, además potenciada por su abrigo beis, mucho más luminoso que la camisa roja que viste Ethan, y por la bien iluminada viga central que se encuentra sobre su cabeza.

 

¿Por qué esta centralidad de Clayton si es Ethan quien impone su decisión?

 

Porque, no obstante, es ahora Clayton quien encarna la ley.

 

Él es quien encarna la ley que Ethan respeta: observen, por ejemplo, que no le ha dicho a Aaron que rompa su juramento,

 

Clayton: l already swore him in.

Ethan: Well, swear him out again.

 

si no que le ha dicho a Clayton que se lo levante.

 


 

Pero no es eso lo fundamental.

 

Lo fundamental es esto otro:

 

 

¿Ven lo que trato de decirles?

 

Clayton está en el eje mismo de la ley -y de la cruz- que separa a Ethan de Martha -y que alinea a Martha con Aaron y con la puerta del dormitorio, tanto como sitúa a Ethan del otro lado, del de la puerta que conduce al exterior de la casa.

 


 


El héroe sabe de lo real

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Como les decía, Ethan acata esa ley que el Reverendo encarna.

 

Prueba de ello es que, convirtiendo en activa la posición pasiva en la que la ley le pone, pero sin por ello violarla, sino todo lo contrario, declara que es él quien debe irse, y que es Aaron quien debe permanecer ahí.

 

¿Entienden lo que les digo?

 

No se va porque sea el más duro e imponga su voluntad, sino que se va porque acepta la ley que le prohíbe permanecer ahí cuando Aaron, el marido de Martha, no esté.

 

Martha: Children, go with Lucy.

Ben: Oh, Ma, I want–

Martha: Ben.

Clayton: Comanche, huh?


 

Clayton medita.

 

¿Qué es lo que le obliga a ello?

 

Es evidente: él, el representante oficial de la ley, sabe que, si de lo indio se trata, el que sabe es Ethan.

 

Mejor contar con él.

 

Cuando de lo real se trata, la comunidad recurre al héroe, pues el héroe sabe de lo real.

 

Pero no pierdan de vista la contrapartida de esto: cuando la comunidad puede olvidarse de lo real prefiere deshacerse del héroe, pues le recuerda eso de lo que no quiere saber nada.

 

Clayton: All right. l’ll swear you in.


Ethan: No need to.

 

¿Qué es lo que está en el centro del plano ahora?

 

No hay duda: la mano misma del juramento.

 

Pero no pierdan por ello de vista que Ford sigue reforzando la presencia visual de Clayton frente a la de Ethan: al mantener su cuerpo en tres cuartos frente al perfil de éste, su volumen aumenta en plano.

 

Además, sigue localizado en el lugar donde se cruzan las vigas del techo.

 


Crimen y punto de vista

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Ethan: Wouldn’t be legal anyway.

Clayton: Why not? You wanted

Clayton: for a crime, Ethan?

 

No hay duda: Ethan ha cometido un crimen.

 

El rostro de Aaron lo sospecha, y el de Martha lo reconoce.

 

Ahora bien, ¿de qué índole?

 

Puede tener que ver con el dinero que ha obtenido y entregado a su hermano, ciertamente, pero podría tener que ver, igualmente, con esa puerta -la del dormitorio- de la que Aaron es el guardián -pues no en balde se encuentra parado delante de ella.

 

Martha: Coffee, Ethan.

 

Contente, Ethan, viene a decirle Martha.

 

Ethan: Thank you, Martha.

Ethan: You asking me as a captain or a preacher, Sam?

 

No sé si les parecía excesiva la sugerencia que les hacía hace un momento, pero, como ven, la pregunta burlona de Ethan viene a confirmarla.

 

¿Se lo pregunta como capitán o como reverendo?

 

Porque el crimen que interesaría al capitán sería el robo de dinero, pues el otro crimen posible, el relativo al dormitorio de Martha, no es de su competencia, sino de la del reverendo.

 

Nunca sabremos exactamente de qué crimen se trata.

 

Nunca se nos contará más sobre el conflicto que provocó la partida de Ethan, ni sobre lo que le sucedió en los tres años que siguieron al final de la guerra civil.

 

Tal desconocimiento constituirá para nosotros un núcleo de opacidad en el personaje que nos hará imposible acceder a su punto de vista narrativo.

 

Todo lo contrario a lo que sucede con Martin, ese personaje que todavía tan poco ha aparecido pero del que sin embargo tenemos la impresión de saberlo todo aunque no se nos haya dicho casi nada de él.

 

¿Cómo es esto posible?

 

Porque el acceso al punto de vista narrativo de un personaje no tiene tanto que ver con informaciones concretas que se nos dan sobre él, como con el grado con el que compartimos con él el saber o el no saber sobre los acontecimientos suscitados por el relato.

 

Y bien: con respecto a Ethan y a Martha, Martin no sabe exactamente lo mismo que nosotros no sabemos.

 

De modo que podríamos decir que, aunque todavía no podamos tener consciencia de ello, el punto de vista narrativo que domina en estas escenas es el punto de vista de Martin.

 

Más tarde, en la segunda parte de la película, cuando la narración se ordene sobre la carta de Martin que Laurie lee, esto se convertirá en un dato explícito del film.

 

De modo que si nos preguntamos quien es el narrador de esta historia, deberemos deducir que es Martin. Pero no el Martin que escribe la carta, sino un Martin mucho más mayor, que recuerda a esa figura paterna que fue Ethan para él y con la que, a través de su recuerdo, logra finalmente reconciliarse.

 

Ello, por lo demás, es lo que motiva el tono elegíaco de estas primeras escenas que, en esa misma medida, responderían a la reconstrucción que habría hecho Martin de su pasado.

 

Dicho eso, atendamos al otro aspecto -netamente simbólico- del crimen aquí nombrado y nunca explicado: ¿no es de esa índole para el niño la escena primaria, esa escena de la que sabe sin entender y que más tarde olvida totalmente?

 

¿Llegaron a tener relaciones sexuales Ethan y Martha?

 

No hay manera de saberlo. Pero ello no tiene después de todo gran importancia.

 

Sucede lo mismo que con la cuestión de si el niño llegó a ver o no la escena primaria.

 

La hubiera visto o imaginado, en cualquier caso forma parte esencial de su realidad psíquica.

 

Hayan tenido o no relaciones sexuales Martha e Ethan, sus relaciones sexuales míticas, digámoslo así, forman parte de la realidad psíquica de Martin.

 

Ese Martin que, no lo olviden, no es hijo ni de Ethan ni de Martha, pero que es a pesar de todo su hijo en la medida en que Ethan lo encontró -lo rescató de una muerte segura- y se lo dio a Martha quien, por tanto, de él lo recibió y como tal le amó.

 

Esta separación entre lo real-biológico y lo simbólico tal y como se da en el film nos permite, precisamente, aislar lo simbólico en su dimensión específica que es, por lo demás, propiamente, mítica.

 

¿Dónde, en qué texto mitológico se da una disociación equivalente entre lo real-biológico y lo simbólico?

 

No hay duda posible sobre ello: en el cristiano, allí donde el embarazo de la Virgen es atribuido a la palabra de Dios.

 

Se hayan consumado o no tales relaciones, el crimen mítico, pues, está presente.

 

El crimen mismo del pecado original, por el cual Adán y Eva, los primeros padres, fueron expulsados del Paraíso terrenal.

 

Y, se mire como se mire, no hay otro paraíso terrenal que la Imago Primordial.

 

De modo que sí: Ethan sabe, ha probado del árbol del bien y del mal.

 

Clayton: I’m asking you as a Ranger of the sovereign state of Texas.

 

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9. Aporías de la deconstrucción: Judith Butler y el género

 

 

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 14/11/2014 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

 

 

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Judith Butler: anatema en lugar de argumentación

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Como alguno de ustedes ha abierto la discusión sobre la autodenominada teoría Queer y su más reconocida representante, la señora Judith Butler, y como me ha dado la impresión que el resto seguían el debate con interés -pero díganme si me equivoco- acepto el envite por la vía que corresponde a este seminario, que no es otra que la del análisis textual.

 

¿Qué mejor, entonces, que abrir el libro más famoso de la autora por su comienzo, máxime cuando éste cobra la forma de un largo y meditado Prefacio escrito nueve años más tarde de su publicación original?

 

«mi atención se centraba en criticar un supuesto heterosexual dominante en la teoría literaria feminista. (…) rebatir los planteamientos que presuponían los límites y la corrección del género, y que limitaban su significado a las concepciones generalmente aceptadas de masculinidad y feminidad. Consideraba y sigo considerando que toda teoría feminista que limite el significado del género en las presuposiciones de su propia práctica dicta normas de género excluyentes en el seno del feminismo, que con frecuencia tienen consecuencias homofóbicas. Me parecía -y me sigue pareciendo- que el feminismo debía intentar no idealizar ciertas expresiones de género que al mismo tiempo originan nuevas formas de jerarquía y exclusión (…) El objetivo no era recomendar una nueva forma de vida con género que más tarde sirviese de modelo a los lectores del texto, sino más bien abrir las posibilidades para el género sin precisar qué tipos de posibilidades debían realizarse. Uno podría preguntarse de qué sirve finalmente abrir las posibilidades, pero nadie que sepa lo que significa vivir en el mundo social y lo que es “imposible”, ilegible, irrealizable, irreal e ilegítimo planteará esa pregunta.»

 

[Judith Butler: 1990 EI género en disputa, Prefacio (1999), p. 8]

 

 

Y bien, ¿Qué les parece?

 

Suena bien… lleno en principio de buenas intenciones -especialmente, claro está, para aquellos que consideren el supuesto heterosexual como sospechoso y sobre todo para aquellos que acepten ligarlo de manera automática y mecánica con la homofobia.

 

Pero es ésta una ligazón, permítanme que les llame la atención sobre ello, insostenible per se, dado que es sabido que ese supuesto y esas concepciones generalmente aceptadas, al menos desde Freud -pero esta es una idea que comparten la mayor parte de esas feministas a las que Butler critica- diferencian sexo biológico de sexo psíquico y defienden el respeto a aquellos que, poseyendo un sexo biológico determinado, manifiestan una identidad sexual no coincidente con él.

 

Butler puede considerar que esa es una conceptualización errónea, pero es del todo improcedente que acuse de homofóbicos a tales planteamientos.

 

 

Y les invito sobre todo a que presten atención a la operación discursiva que en ello se pone ya en funcionamiento, porque es una que recorre el libro de Butler de principio a fin: en vez de argumentar teóricamente lo que considera erróneo en ese enfoque, lo anatematiza desde un punto de vista ideológico.

 

De modo que ella se arroga el derecho a hablar en nombre de las víctimas de la homofobia, y desde esa posición política estigmatiza de homófobos a todos los que no comparten sus planteamientos teóricos.

 

Supongo que se darán cuenta de que se manifiesta en ello un buen ejemplo de los peligros que acompañan a esa impostura sobre la que ya les he advertido: la de proclamarse, simultáneamente, héroe y analista.

 

 


La noción de género y su supresión

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Pero no es aquí donde quiero centrarme, sino en el modo en que el párrafo citado aparece ya la idea central del discurso de Judith Butler -y observen que les digo el discurso, no la teoría, porque como ya he comenzado a mostrarles, hay, en ello, muy poca teoría y demasiada ideología:

 

«abrir las posibilidades para el género sin precisar qué tipos de posibilidades debían realizarse.»

 

 

Como les decía, suena bien… pero no resiste el examen vía reducción al absurdo. Porque si no se precisan qué tipos de posibilidades de género se reconocen, no se abren las posibilidades para el género, sino que, sencillamente, se suprime la noción misma de género.

 

Pues la noción de género, en cualquier campo en que se use -ya sea en botánica o en biología, en lingüística o en sociología-, supone un patrón de rasgos identificadores que permiten agrupar a determinados individuos de una especie -ya se trate de plantas, animales, palabras o personas- por oposición a otros patrones dentro de un sistema de géneros que puede ser binario o no, pero que es necesariamente no solo finito, sino limitado.

 

Si decimos que son posibles todos los géneros que queramos puede parecer que estamos dando una libertad absoluta, pero lo único que hacemos es vaciar de todo contenido a la noción misma de género.

 

En suma: supone renunciar a ella como herramienta conceptual.

 

Tomen distancia y pregúntense: ¿qué sería de la botánica si suprimiéramos la noción de género? Pues, sencillamente, que acabaríamos con ella.

 

Quizás alguno de ustedes me diga indignado: ¡pero los seres humanos no somos plantas!

 

Desde luego, los seres humanos no somos plantas: pero eso no evita que, para pensarnos a nosotros misos, necesitemos, igualmente, de categorías.

 

Y suprimir los géneros -o lo que es lo mismo: abrir las puertas a todo tipo de géneros- es lo mismo que quedarse sin categorías para pensar las formas y los procesos humanos.

 

Desde luego: los seres humanos no somos plantas. Pero eso no excluye que, para pensarnos, sean necesarias las categorías, sencillamente porque en ausencia de categorías ya no hay pensamiento. Por más que el narcisismo de cada cual tienda a vivir como una humillación el ser considerado como miembro de una determinada categoría.

 

Más que nadie, los adolescentes. Y, sin embargo, paradójicamente, nadie más que ellos buscan ser reconocidos como miembros de una tribu capaz de conferirles identidad.

 

Si elevan esa reclamación narcisista al estatuto de presupuesto que deba regir las ciencias humanas -llámenlas estudios culturales, si ustedes quieren- lo único que lograrán es hacerlas imposibles. Y, por tanto, acabar con ellas.

 


El símil del código: código / real

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Permítanme un símil que les ayudará a aclarar la cuestión.

 

Mucha gente -y desde luego también Butler- tiende a considerar la noción misma de código como restrictiva, incluso como opresora.

 

Y es que todo código debe ser aprendido y, para que la comunicación con él funcione, debe ser respetado.

 

Lo que no quiere decir que eso excluya absolutamente su modificación: bien por el contrario, puede dar cabida a pequeñas modificaciones que lo enriquezcan y lo sutilicen, pero deben ser necesariamente pequeñas cada vez, para que puedan ser reconocidas en su novedad y encuentren su valor en su interacción con el conjunto estructurado del resto de los elementos del código.

 

Pero lo que es estrictamente inviable es abrir las puertas a que cada cual invente sus palabras, sencillamente porque entonces ya no habría código ni comunicación posible.

 

Un código de elementos infinitos -como un sistema de géneros que cuente con géneros infinitos- es sencillamente un no código, un no sistema de géneros, pues nadie podría aprenderlo ni hablarlo, de modo que nadie podría comunicarse con él.

 


Butler no sabe nada de lo real: antinaturalidad

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Vean, por esta vía, a donde llegamos: a ningún otro sitio que a lo real.

 

Pues solo lo real es tendencialmente infinito: en lo real se da de todo, todo está siempre en permanente modificación, todo es siempre diferente e irrepetible. Y, precisamente por eso, en lo real nada tiene sentido.

 

Pero el problema es que Butler no sabe nada de lo real, como lo confirma el párrafo final de su libro:

 

«Las configuraciones culturales del sexo y el género podrían entonces multiplicarse o, más bien, su multiplicación actual podría estructurarse dentro de los discursos que determinan la vida cultural inteligible, derrocando el propio binarismo del sexo y revelando su antinaturalidad fundamental. ¿Qué otras estrategias locales que comprometan lo “no natural” podrían conducir a la desnaturalización del género como tal?»

 

[Judith Butler: 1990, EI género en disputa, Prefacio (1999), p. 288]

 

 

La afirmación -que se formula como una condena- de que el binarismo del sexo -es decir: la suposición de que existen dos sexos- sería de una antinaturalidad fundamental, supone, como presupuesto que pueda darle sentido, la idea de la existencia de lo natural y es más, de lo fundamentalmente natural.

 

Ahora bien, ¿en qué consistiría eso?

 

 

La cosa más notable es que Butler, cuando quiere criticar algo, recurre siempre a la misma argumentación: que eso que critica ha sido socialmente construido y luego, por la vía de su naturalización, dado como natural e inevitable, lo que encubriría su carácter no natural sino cultural.

 

Por lo demás, lo natural es el concepto que nunca se define en el discurso de Butler. Pueden comprobar que ni siquiera aparece en el índice analítico que cierra el libro.

 

Notable falta de rigor porque si se recurre constantemente al concepto de naturalización y se acusa a la postulación de la existencia de dos sexos de una antinaturalidad fundamental, resultaría obligada una definición precisa del concepto de naturaleza.

 

Y miren, no hay manera más rápida de comprender la estructura de un discurso que localizar sus puntos ciegos fundamentales: esos puntos que nunca son definidos y sin embargo en torno a los cuales todo pivota.

 

Pero lo más llamativo de todo es el uso del adjetivo fundamental.

 

Pues de tal uso se deduce que las identidades de sexo que del binarismo del sexo se deducen -la masculina y la femenina- serían más antinaturales que cualesquiera otras.

 

Lo que obliga a deducir que cualquier otro tipo de sexo o de género sería menos antinatural y, por tanto, más natural: con lo que Butler incurre exactamente en lo mismo que critica.

 

Lo sorprendente es que no se dé cuenta de que está haciendo ella misma eso que critica continuamente en los otros: acusar a lo que no le gusta de ser antinatural, pues tal es el motivo que ella misma reconoce constantemente en los procesos que denuncia de naturalización de las normas: convertir en naturales ciertas normas culturales tendría por objetivo precisamente eso: acusar a lo que queda fuera de ellas de antinatural y, por esa vía, calificarlo de monstruoso.

 

El caso es que ese es, precisamente, el punto al que, sin darse cuenta de ello, termina por llegar ella misma.

 

Y es que, como les vengo diciendo con Freud, los seres humanos son incapaces de ocultar nada.

 

Y así, Butler cierra su libro confesando que a ella lo masculino y lo femenino le parece monstruoso.

 


Naturaleza / cultura

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¿Qué sería lo natural?

 

Es evidente que Butler no lo sabe, pero porque no lo sabe, debería renunciar a acusar a algo de antinatural.

 

¿Qué sería lo natural? ¿Lo propio de la naturaleza?

 

¿Y qué sería la naturaleza?

 

Ya saben cómo la define la antropología: por oposición a lo cultural.

 

Y es que, por más que le moleste a Judith Butler, todo eje semántico se estructura en términos binarios: la oposición, el contraste entre los opuestos, es la infraestructura misma del lenguaje tanto como de la inteligencia humana que éste hace posible.

 

De modo que Naturaleza y Cultura son dos conceptos que se recortan mutuamente, es decir, que se definen por oposición.

 

Pero ya les he señalado en otras ocasiones la objeción que le encuentro al término naturaleza: lleva implícitos presupuestos muy discutibles de una racionalidad y bondad natural, de modo que calificar de natural algo significa postularlo como bueno o mejor por oposición a lo cultural que aparece entonces como peor, malo y artificial.

 

Por eso les invito a trabajar con esta otra oposición: la cultura vs lo real.

 


Los datos de la biología

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Y bien, ¿cómo se sitúan los datos de la biología con respecto a ella?

 

La biología es una ciencia, es decir, un aparato conceptual, discursivo, que explora lo real.

 

Y lo hace fabricando, artificialmente, esas herramientas que son los conceptos.

 

Así, por ejemplo, los conceptos de gen o cromosoma: son, sin duda, conceptos construidos, como todos los demás, mas no por ello dejan de ser útiles para operar sobre lo real.

 

Y así sucede, también, con los de pene y vagina, rasgos mayores de la definición de esos otros conceptos biológicos que son los de hombre y mujer.

 

De ellos, del pene y la vagina, la biología postula que están relacionados tanto con la reproducción de nuestra especie como con la obtención de ciertas experiencias más o menos placenteras.

 

¿Quiere esto decir que todo ser de nuestra especie tiene una cosa u otra?

 

Desde luego que no.

 

Hay seres de nuestra especie que tienen las dos o ninguna de ellas o todo tipo de variantes intermedias entre una y otra.

 

Y eso es, como les decía hace un momento, lo propio de lo real: que en lo real se da de todo, y por tanto también todos los casos intermedios, y ese es el motivo por el que lo real siempre se escapa, de una manera u otra, a las categorías con las que tratamos de aprehenderlo.

 

Lo que afecta, igualmente, a la categoría misma de especie humana.

 

En el eje semántico de lo vivo, la humano se define por oposición a lo animal, pero los límites son siempre difusos pues, como les digo, en lo real se da de todo.

 

Y bien, ese es el territorio de lo percibido como monstruoso: percibimos como monstruoso todo lo que amenaza el orden de nuestras categorías, y por tanto también todos esos individuos reales que se encuentran entre lo humano y lo animal, o entre el sexo biológico masculino y el femenino.

 

Dense cuenta que no estoy haciendo un juicio moral, sino tan solo constatando el hecho de que eso es percibido así, como monstruoso, y si lo percibimos como monstruoso es precisamente porque -permitanme la paradoja- no logramos percibirlo en tanto que escapa a nuestras categorías perceptivas.

 

 

Pero ahora atendamos a la otra cara de la cuestión -esa que Butler olvida con tanta facilidad-: que en lo real se da de todo y que los conceptos de la biología sean conceptos, categorías culturalmente producidas -como la ciencia misma en su conjunto- no quiere decir que no sean útiles y eficaces.

 

Permiten no solo clasificar y así comprender determinadas conductas humanas, sino también realizar intervenciones curativas sobre el cuerpo. Así por ejemplo, en las últimas décadas han permitido disminuir de manera extraordinaria la mortalidad en el parto.

 

Y tan útiles como estas categorías biológicas -y por eso construidas, no naturales- son las categorías psíquicas -igualmente construidas- de posición masculina y posición femenina o, si prefieren, deseo masculino y femenino. O si prefieren todavía, aunque no me parece una buena elección lexical, género masculino y femenino.

 

Precisamente por ello pienso que es un retroceso intelectual negar la autonomía de ambos planos -el biológico y el psíquico- e identificar el sexo -biológico- con el género, es decir, con la declinación del deseo, como hace, con más desenvoltura que argumentación, Judith Butler.

 

«De hecho se demostrará que el sexo, por definición, siempre ha sido género.»

 

[Judith Butler: 1990, EI género en disputa, p. 57]

 

 


Lo real y la angustia

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A lo que hay que añadir, para que se haga perceptible lo que está en juego en el fondo del debate: nada produce tanta angustia en el ser humano como chocar con esa diferencia y esa variabilidad infinita propia de lo real.

 

Por eso lo monstruoso nos aterra.

 

De hecho, como Freud estableció -ya les dije que esa era la idea central de su teoría de la percepción-, la percepción humana quiere, de lo real, percibir lo menos posible.

 

Lo que la percepción humana quiere es reconocer: reencontrar lo ya conocido.

 

Lo que, por otra parte, si volvemos al símil del código, tiene esta traducción en teoría de la comunicación: la significación es repetición, redundancia, negentropia.

 

Si esto les parece muy abstracto, intentaré traducírselo con un ejemplo bien concreto.

 

Después de un día agotador, mientras ustedes caminan bajo el frío de una noche de invierno, quieren que, llegado el momento, su casa se encuentre a la vuelta de la esquina.

 

¿Qué es lo real?

 

La posibilidad de que den la vuelta a la esquina y su casa ya no esté ahí.

 

Eso, ¿sucede poco?

 

Depende.

 

Más en los países que tienen terremotos o maremotos con frecuencia.

 

Más todavía en aquellos que están en guerra.

 

Pero incluso también en algunos donde alguien ha podido descuidar el mantenimiento del sistema de canalización del gas.

 

Y con esto que les digo no me alejo nada de la temática psicoanalítica.

 

Piensen en el caso de ese psicótico que, enfrentado a su casa, es incapaz de reconocerla.

 

Dirán ustedes que porque su delirio se lo impide, y sin duda puede ser así. Pero no si está en la fase del brote, pues en ésta puede que la esté viendo con más intensidad que nunca, puede que se esté abismando en esa rugosidad real de su materia que antes no había querido nunca observar y que, al verla por primera vez, no logre reconocerla.

 

Porque lo real del cuerpo está ahí, la noción de género es útil no solo para la medicina, sino también para el equilibrio psíquico de los individuos humanos. Y no porque sea una noción esencialista, universal o metafísica, sino porque nombra una producción cultural de primer valor para ellos: la vía estructurante de la textualización de su cuerpo.

 

Les hablaba de eso el otro día.

 

Les hablaba de la angustia con la que en ciertos momentos de su vida que quizás incluso ya hayan olvidado observaron sus cuerpos desnudos en el espejo, aterrados ante su irreductible singularidad.

 

Ya saben, algo del tipo de lo que está en el punto de partida en La metamorfosis.

 

Les llamé la atención sobre la satisfacción creciente con la que, con el tiempo, empezaron a reconocer ante el espejo cierto personaje dotado de una identidad de género en el que podían acomodarse con mayor o menor dificultad.

 


El lenguaje es performativo

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Judith Butler cree que ha descubierto algo cuando afirma el carácter performativo del género, pero en el fondo su idea es muy ingenua, pues no se da cuenta que toda palabra, todo acto de lenguaje, incluso el lenguaje mismo es performativo.

 

A lo que habría que añadir que ese es el presupuesto mayor -y netamente materialista, dicho sea de paso- de nuestra mitología, por más que Butler la menosprecie por falogocéntrica -pardiez que palabra tan fea-: el Génesis es precisamente eso; un mito que afirma el poder performativo del lenguaje: ya saben, en el principio fue la palabra, y la palabra dijo y, al decir, quedó separado el cielo de la tierra.

 

O en otros términos: eso que los deconstructivos llaman despectivamente logocentrismo es precisamente la conciencia del poder performativo del lenguaje.

 

Si el lenguaje es performativo es porque se enfrenta a eso otro que Butler ignora -dado que se permite establecer grados de antinaturalidad-: lo real.

 

Si frente al lenguaje se encontrara lo natural, no haría falta performatividad alguna: el lenguaje se adaptaría al orden de lo natural, sería su directa emergencia como, por lo demás, tiende a pensar el empirismo.

 


Deconstrucción y pasión por el poder

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Tal es por cierto, aunque no tenga clara conciencia de ello, lo que Butler pretende: impugna -dice deconstruir– buena parte de las categorías construidas para pensar lo humano y lo hace siempre apelando a los mismos criterios -lo que, a mí al menos, me resulta un tanto cansino-: todas ellas serían categorías construidas, naturalizadas, normativas, opresivas

 

Y por cierto que lo hace con una notable ingenuidad.

 

Vean un ejemplo:

 

«la coherencia y la continuidad de la persona no son rasgos lógicos o analíticos de la calidad de persona sino, más bien, normas de inteligibilidad socialmente instauradas y mantenidas.»

 

[Judith Butler: 1990, EI género en disputa, Prefacio (1999), p. 71]

 

Como ven, opone los rasgos lógicos o analíticos a las normas de inteligibilidad socialmente instauradas y mantenidas.

 

Y así olvida algo tan obvio como que las operaciones lógicas y analíticas son, precisamente, construcciones socialmente instauradas y mantenidas cuyo funcionamiento normativo es el presupuesto mismo de todo discurso racional.

 

¿O es que piensa Butler que la lógica y el análisis no nacieron en un momento histórico-social dado -la Grecia clásica, dicho sea de paso-, sino que serían cosas naturales?

 

¿Preexistencias metafísicas?

 

 

Pero más allá de esto -que no deja de manifestar su escasa cultura filosófica-, lo realmente notable es que su discurso se agota en el movimiento de deconstrucción, pues a lo largo de todo su libro no propone ni una solo categoría alternativa. No propone teoría explicativa alguna, sino que todo su texto está volcado a deconstruir los conceptos y las teorías explicativas existentes.

 

No sólo el género, sino también el sexo, las nociones de hombre, mujer y persona… y un largo etcétera.

 

Claro está que no lo hace en nombre de la ciencia, sino en el de la política.

 

Es decir: el suyo es un discurso que se declara abiertamente político y que es por eso netamente ideológico; es decir: uno que en aras de un ideal político de liberación -que en mi opinión es netamente imaginario, pero eso no hace ahora al caso- rechaza todas las categorías por construidas.

 

Por eso es un discurso -como el leninista, que es una de sus más evidentes matrices de fondo- obsesionado por el poder -si lo dudan, no tienen más que cuantificar las apariciones de la palabra poder en el libro.

 

Y por cierto que también como en el discurso leninista el poder comparece como un término neutro, pues está regido por otro término que es, él sí, el término mayor de su discurso: el término subversión -que jamás es definido y que opera como un término mágico-: es bueno todo lo subersivo y malo todo lo que se opone a la subversión.

 

La pregunta obvia es: ¿habrá que subvertir también la subversión?

 

¿No es el de subversión un concepto histórico, social, etc., etc.?

 

Y sobre todo: ¿habrá que subvertir también los derechos humanos?

 

¿No? Pero si el concepto de ser humano es un concepto construido…

 

 


Ideología contra razonamiento

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Volvamos a nuestro punto de partida der hoy.

 

«mi atención se centraba en criticar un supuesto heterosexual dominante en la teoría literaria feminista. (…) rebatir los planteamientos que presuponían los límites y la corrección del género, y que limitaban su significado a las concepciones generalmente aceptadas de masculinidad y feminidad. Consideraba y sigo considerando que toda teoría feminista que limite el significado del género en las presuposiciones de su propia práctica dicta normas de género excluyentes en el seno del feminismo, que con frecuencia tienen consecuencias homofóbicas. Me parecía -y me sigue pareciendo- que el feminismo debía intentar no idealizar ciertas expresiones de género que al mismo tiempo originan nuevas formas de jerarquía y exclusión (…) El objetivo no era recomendar una nueva forma de vida con género que más tarde sirviese de modelo a los lectores del texto, sino más bien abrir las posibilidades para el género sin precisar qué tipos de posibilidades debían realizarse. Uno podría preguntarse de qué sirve finalmente abrir las posibilidades, pero nadie que sepa lo que significa vivir en el mundo social y lo que es “imposible”, ilegible, irrealizable, irreal e ilegítimo planteará esa pregunta.»

 

[Judith Butler: 1990, EI género en disputa, Prefacio (1999), p. 8]

 

 

Si releen atentamente esta cita se darán cuenta de que la propia Butler ha debido intuir lo objetable de su punto de partida: Uno podría preguntarse de qué sirve finalmente abrir las posibilidades…

 

Pero lo realmente notable es que ella, en vez de responder a esa posible objeción, la suprime por una llamada de índole emocional, mitad política y mitad moral: nadie que sepa lo que significa vivir en el mundo social y lo que es imposible, ilegible, irrealizable, irreal e ilegítimo planteará esa pregunta.

 

Les llamo la atención de nuevo sobre la impostura que acompaña a la pretensión de ser, a la vez, el héroe y el poeta, el teórico y el político comprometido.

 

Como ven, la afirmación de una posición política cierra el paso a la justificación teórica necesaria.

 

En suma: tiene lugar un explícito desplazamiento de la teoría a la ideología.

 

Me dirán ustedes que en todo discurso hay ideología. Desde luego que sí: y eso, en general, no es malo. Pero, en el campo de la teoría, conviene que haya la menos posible.

 

De hecho, llamamos ciencia a los discursos dotados de procedimientos de objetivación discursiva que permitan controlar al máximo la presencia de presupuestos ideológicos.

 

Y, por eso mismo, lo que la ciencia no puede aceptar en su interior son discursos que opten por fundamentarse en presupuestos ideológicos.

 

Si nos ocupamos de los géneros sexuales, una reflexión teórica debe pasar necesariamente por proponer una u otra definición de la noción de género y analizar el funcionamiento de uno o más sistemas de géneros.

 

Tarea que, por supuesto, siempre ha practicado la antropología: piensen, por ejemplo, en los célebres estudios de Margaret Mead en Samoa o en Las estructuras fundamentales del parentesco de Lévi-Strauss.

 

Pero no hay teoría en la disolución de la noción de género que realiza Butler: en ello solo hay rechazo ideológico, en ausencia de proposición de toda teoría alternativa.

 

Les voy a dar otro ejemplo de ese funcionamiento ideológico de su discurso, que se produce de inmediato en el Prefacio que nos ocupa:

 

«El texto también pretendía destruir todos los intentos de elaborar un discurso de verdad para deslegitimar las prácticas de género y sexuales minoritarias.

«Esto no significa que todas las prácticas minoritarias deban ser condenadas o celebradas, sino que debemos poder analizarlas antes de llegar a alguna conclusión. Lo que más me inquietaba eran las formas en que el pánico ante tales prácticas las hacía impensables. ¿Es la disolución de los binarios de género, por ejemplo, tan monstruosa o tan temible que por definición se afirme que es imposible, y heurísticamente quede descartada de cualquier intento por pensar el género?»

 

[Judith Butler: 1990 EI género en disputa, Prefacio (1999), p. 8-9]

 

¿Qué puede querer decir un discurso de verdad?

 

Ya sé que muchos de ustedes tienden a dar por buena la expresión, por eso de que la verdad, en la deconstrucción, está mal vista.

 

Pero antes de acomodarse en esa posición, ensayen también aquí el sano ejercicio de la reducción al absurdo: un discurso de verdad se opondría a un discurso de mentira.

 

Ahora bien, ¿qué sería eso?

 

De modo que aquí la palabra verdad sobra: entenderán el enunciado mejor si la quitan.

 

Pero no la quiten, porque está ahí para que comparezca como sospechosa.

 

Ahora bien, ¿no les parece un poco fuerte el verbo que abre la frase? –pretendía destruir todos los discursos…

 

Butler, en esto muy poco liberal, se manifiesta dispuesta no ya a discutir o rebatir ciertos discursos, sino a destruirlos, y más que eso: a destruir no solo esos discursos, sin incluso los intentos de elaborarlos.

 

¿No les parece que esto debería darnos un poco de miedo?

 

Claro está que excusa su violencia destructiva en la acusación que dirige a esos discursos de deslegitimar las prácticas de género y sexuales minoritarias.

 

El problema es, ¿quién establece los discursos que son deslegitimadores de esas prácticas y, por tanto, destruibles?

 

¿La señora Butler?

 

Y no olviden, porque lo han leído en la cita anterior, que el primer blanco de sus críticas no era algo así como el Opus Dei, sino las feministas a las que la señora Butler consideraba demasiado poco radicales.

 

Dice a continuación que Esto no significa que todas las prácticas minoritarias deban ser condenadas o celebradas, sino que debemos poder analizarlas antes de llegar a alguna conclusión.

 

Quizás esto les parezca un gesto más liberal -en todo caso no hay duda que a la autora se lo parece-, pero ciertamente no lo es: pues si dice que no todas las prácticas minoritarias deban ser condenadas o celebradas, dice también, implícitamente, que algunas sí deberán serlo condenadas o celebradas-, no directamente, desde luego, sino después del análisis que ella misma va a hacer.

 

En suma, que está decidida a hacer eso de lo que acusa a los otros pero de manera más radical: pues ella no se contenta con legitimar o deslegitimar, sino que está decidida a celebrar o condenar.

 

¿Condenar?

 

Me reconocerán ustedes que deslegitimar es algo menos fuerte que condenar.

 

Y basta con que lean un poco más para que vean lo primero que va a ser condenado: esos binarios de género cuya disolución le parece tan deseable.

 

Realmente es curioso -pero quizá fuera mejor decir inquietante- que ahora que estamos consiguiendo que el conjunto de los heterosexuales acepten respetar las conductas homosexuales, ciertos homosexuales radicales reclamen la disolución de los binarios de género con los que organizan su vida esos heterosexuales que les respetan.

 

Dicho esto, ¿qué les parece si volvemos a ese binario de género que es el del Edipo?

 

Aunque creo que me reconocerán ustedes que suena mucho mejor referirse a ello como la simbólica de la diferencia sexual.

 

 

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5. El mensajero de lo real

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 17/10/2014 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

 

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Debbie y la manta india

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Younger Debbie: Quiet, Prince.


 

El perro ladra: de modo que no reconoce al que llega -otra manera de decir que ha sido mucho el tiempo pasado- como tampoco le reconoce la niña quien, sin embargo, parece deducir de quién se trata.

 

 

En su brazo izquierdo, la muñeca que, a lo largo del relato, será la metonimia de su ausencia.

 

El azul de su vestido conecta a esta muñeca tanto con el azul del vestido de Debbie como con el de Martha, su madre.

 

Pero el conjunto de estos tres elementos de tanta resonancia en lo que sigue del relato -niña, perro, muñeca- se encuentra ligeramente descentrado, hacia la derecha, para que comparta su protagonismo en el plano con esa manta india que se encuentra al fondo, intensamente iluminada por el sol:

 

 

Es, sin duda, la misma manta india que hace un instante vimos sobre el poste de los caballos y, como tal, desde ahora mismo, escribe el destino de la niña. Un destino del que ella misma, todavía, nada puede saber -de hecho le da, ignorante, la espalda.

 

Supongo que se darán cuenta de que el espectador, cuando salga del cine, nada recordará de esta manta, a pesar de la intensidad visual de su presencia.

 

Es en suma una manta invisible en su acentuada visibilidad.

 

Y es que es una cifra tan significativa como todavía indescifrable, pues no solo escribe el destino de la niña, sino que anuncia lo que en ese destino se cruza con ese otro personaje que, como ella, aparece aislado en el plano.

 

Anotado el hecho de que esa misma manta india vincula a la niña con el hombre que llega -dado que son los únicos dos personajes que aparecen solos en plano con ella, estando esa manta en la misma posición absoluta del encuadre- es obligado anotar lo que les diferencia: si la niña no puede ver esa manta india que se encuentra a su espalda, si nada puede saber de lo que anuncia, es del todo diferente la posición, con respecto a ella, del hombre que llega a caballo y que, por eso mismo, la ve y avanza hacia ella.

 

De modo que, en el eje del saber, aparecen como opuestas sus posiciones.

 


 

Aarón oculta la manta con su cuerpo cuando se aproxima, desde el lado de acá de la barra, a recibir a Ethan.

 

¿No podríamos formular así, entonces, lo que opone a ambos personajes por lo que al mundo del hijo se refiere?

 

Aarón -tal es el nombre del que recibe- está del lado de la ocultación de la manta india, como Ethan- -el que llega-, está del lado de su inevitable afrontamiento.

 


Ethan es el mensajero de lo real

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Sé que esto les resultará demasiado abstracto, de modo que, para que vayan elaborándolo, permítanme que anticipe ciertas imágenes posteriores:

 

Aaron: Quiet, boy.

 

¿Se dan cuenta?

 

La manta ahora no está aquí.

 

Aaron: Think I’ll see if I can’t take off a couple of sage hens before supper.

Martha: Yes, you do that, Aaron.

Lucy: My, the days are getting shorter.

Martha: Lucy, we don’t need a lamp yet. Let’s just enjoy the dusk.

Ben: lt’s all right, Ma. I been watching.

Ben: Only–

Martha: What, Ben?

Ben: l wish Uncle Ethan was here. Don’t you, Ma?

 

Y, como ven, tampoco está aquí:

 

 

La manta ya no está, porque los indios están por todas partes.

 

Pero lo realmente notable es esto otro:

 

 

Los indios llegan por el mismo lugar que Ethan.

 

Lo que hace de Ethan el mensajero de lo real: pues eso es lo que su llegada anticipa.

 


De la plenitud de la omnipotencia al temblor del deseo

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Con su llegada, ella ya no es todo, sino alguien a quien, como a cualquier otro, algo le falta.

 

Ya no es la plenitud de la omnipotencia, sino el temblor del deseo.

 

Con su llegada acaba el tiempo sin tiempo de la identificación fusional en la Imago Primordial y llega el tiempo -no paramos de hablar de eso el otro día- que es el de la pérdida y por eso también el del saber de lo real.

 

Lucy: That’s your Uncle Ethan.

 

Y, a pesar de todo, la casa proclama entusiasmada la llegada del tío Ethan.

 

Puede chocarles este entusiasmo ante la llegada del mensajero de lo real, pero pienso que su motivo se hace del todo perceptible tras el análisis de Melancholia, pues allí no hay mensajero alguno de lo real y nada bueno de ello se deduce.

 

Y es que lo real está siempre ahí.

 

Justine, tanto más se abisma en su depresión melancólica, tanto más instalada está en lo real.

 

De modo que para que le sea dado al individuo un acceso vivible a ello es necesario que exista, de ello, un mensajero.

 

Un mensajero: alguien que dé aviso de lo real, alguien que engrane lo real al signo, que haga posible, para ello, un acceso simbólico.

 

That’s your Uncle Ethan. El lazo de parentesco queda así establecido: el que llega es identificado como tío, sabremos pronto que hermano de ese padre que ha salido a recibirle.

 

Y junto a la filiación, el nombre propio, pronunciado por segunda vez, sonoro y opaco, a modo de deíctico que escapa a toda significación.

 

Una opacidad que, por lo demás, encuentra su eco en lo que estas palabras no dicen o en aquello que las imágenes que las preceden y las siguen hacen visible.

 

Pues el anhelo, el deseo de la madre, sitúa al recien llegado como otra cosa que hermano de su marido y tío de sus hijos.

 


 

Es realmente asombroso el sentido compositivo de Ford: ¿se han dado cuenta de cómo la cabeza de cada hombre se asemeja a la montaña que le hace eco al fondo? Unas ampliaciones lo harán más visible:

 

 

Hombres y montañas, mujeres y casas.

 


 

¿Quién mira en este plano?

 

¿Cómo se configura, en él, el punto de vista?

 

Es, en primer lugar, sin duda, un plano semisubjetivo de Aaron.

 

Pero es, también,

 

 

un plano semisubjetivo, apoyado por raccord de mirada, de Lucy y Ben.

 

Y es, igualmente, un plano semisubjetivo de Debbie

 

 

Y es, sobre todo, un plano subjetivo de Martha: es, en suma, la casa entera la que mira.

 

 

Sólo atisbamos los ojos de Ethan en el momento en que gira su cabeza para mirar a Martha: en este plano se movilizan todos los puntos de vista posibles, menos el del hombre que llega y que constituye, como les decía, el objeto de esa mirada de todos los habitantes de la casa.

 

Hecho que está acentuado por el modo en el que el ala del sombrero ha cubierto los ojos de Ethan en el plano anterior.

 

 

Y es ella, Martha, radiantemente blanca -pues en el ínterin ha descendido las escaleras y ahora el sol hace resplandecer su figura- la que protagoniza visualmente el plano en cuyo centro absoluto se encuentra el hombre que ha llegado y que es objeto de la mirada de todos.

 

 


El hombre deseado y el no deseado

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Dos hombres y dos montañas.

 

Pero dos hombres opuestos, pues uno está del lado de la casa -es el no deseado-, cuya virilidad es sugerida como dudosa, pues nunca será capaz de salir de ella.

 

El otro, en cambio -el deseado- está del lado del exterior.

 

Momento apropiado para comenzar a abordar esa pregunta doble de la que les hablé antes:

 

 

«¿Es imprescindible que la función-madre y la función-padre del Edipo las desempeñen respectivamente una madre y un padre? ¿La estructura edípica (y la inscripción de la diferencia sexual) sólo tiene lugar ante un deseo anatómicamente heterosexual? ¿Tiene sentido hablar de función-padre?»<

 

 

«Si el niño fuera alimentado por el padre también (sacándole la leche a la madre y que se la diera el padre) ¿sería algo positivo para el desarrollo del niño? ¿Podrían ser ambos más o menos iguales en importancia?»

 

 

Cabe preguntarse: en la manera en que los discursos dominantes reclaman al hombre que se funda con la casa, que la limpie y que en ella cocine, que cuide del bebé, le alimente y le ponga los pañales, que asuma, en suma, todos los roles que despliegan la simbólica femenina de la casa, ¿no se está dificultando, con ello, tanto su deseabilidad para la mujer como, por ello mismo, su visibilidad para el hijo?

 

¿No se está, en ese mismo momento, dificultando que pueda responder al deseo femenino como lo otro radical de lo femenino?

 

No me malentiendan: no digo que los hombres no deban hacer esas tareas -yo mismo las he hecho- lo que les digo es que con su incorporación a esas tareas aparece el riesgo de su difuminación en ellas, del desvanecimiento de su masculinidad, salvo que se encuentren otras vías para afirmarla.

 

Y ello no porque las metáforas femeninas, maternas, de la casa y de la alimentación sean, como se da en pensar hoy en día, banales e irrelevantes, sino todo lo contrario: porque, en el origen, en el tiempo arcaico de la identificación fusional con la Imago Primordial, son de un poder absoluto.

 

Permítanme que les recuerde que todo ser humano, hombre o mujer, procede del interior de una mujer.

 

Que su primera morada fue el cuerpo de una mujer y que su primer alimento fue, aún antes de nacer, pero también durante un tiempo considerable después, procedente de esa mujer.

 

Estas son cartas que nos vienen dadas por lo real.

 

Por eso la casa es la Imago Primordial misma, el universo de ese primer yo que -recuerden lo que decía Freud en El malestar en la cultura- contiene todo lo placentero y rechaza todo lo displacentero.

 

Y qué decir del primer alimento, en torno al cual no solo se suscitan todos los primeros placeres orales, sino que es el signo de la incorporación misma a través de la cual tiene lugar esa primera identificación fusional.

 

El bebé que mama, sostenido en brazos de su madre, está en la casa de la omnipotencia; en ella se afirma y se reconoce por primera vez.

 

Si hay ahí una madre lo suficientemente buena, el niño tiene, sin duda, mucho ganado. Pero el problema, en cualquier caso, es cómo puede salir de ahí, de esa relación fusional e indiferenciada, para que pueda llegar a convertirse en un sujeto.

 


El padre amoroso: objeto transaccional

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Decía en el seminario de Melancholia que si Justine no sucumbió al autismo o a una temprana esquizofrenia fue porque Dexter, su padre, y Claire, su hermana, realizaron con ella un maternaje sustitutivo.

 

La propia película rememora como una y otro le dieron el biberón

 

 

la enseñaron a bailar

 

 

y aplaudieron sus primeros éxitos psicomotores.

 

Habrán visto ya, por lo demás, como el bueno de Dexter reclama los emblemas de su abnegada tarea con las cucharas que exhibe a modo de condecoraciones.

 

 

Sin duda, la madre puede sacarse leche y el padre puede dársela al niño en biberón.

 

Y eso hará de éste un padre amoroso, como Aaron o como Dexter.

 

Pero con ello solo actuará como una figura complementaria de la imago primordial que antes de nada es, como les digo, morada nutricia.

 

De modo que, si su presencia se mantiene en ese ámbito, el padre solo puede ser percibido por el niño como una emanación suplementaria de la Imago Primordial,

 

 

no llegando a ser, para él, más que otro de los objetos transaccionales que ella brinda.

 

 

De manera que no le servirá como soporte de la función paterna, es decir: la de ese ser diferente a la madre e introducido por su deseo capaz de actuar como soporte de la ley simbólica, que le es imprescindible al niño para poder separarse de la madre.

 

Y, por lo demás, una madre puede estarle agradecida al marido que posee esa cuchara para dar de comer al hijo de la que Dexter hace su emblema, pero -y este es el asunto central- nunca llegará a desearle por eso.

 

De modo que, solo por eso, nunca lo introducirá, en el mundo del niño, a través de su mirada deseante.

 

Y, así, nunca llegará a existir para el hijo como el padre simbólico que necesita cuando llega la hora del encuentro con lo real.

 


El padre simbólico

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Todo lo contrario es el hombre que llega en el comienzo de The Searchers.

 

Su relevancia en el campo del deseo aumenta en la misma medida en que, al avanzar hacia cámara, su figura crece:

 

 

Hay una palpable dificultad en el estrecharse la mano de los dos hombres.

 

La anota el descenso de la cabeza de Ethan hacia la mano que estrecha.

 

Pero ese gesto tiene también otra función: conducir nuestra mirada hacia el sable que él porta en su mano izquierda y del que carece el otro hombre, el que le recibe.

 

No hay duda posible sobre ello: el que llega del exterior es el portador del falo.

 

¿Se dan cuenta de lo diferente que es su emblema del que Dexter exhibe?

 

 

El tiene lo que ni ella ni esa emanación suya que es el padre amoroso tienen:

 

 

Esa espada que ella no tiene y que es condición de su dolor y de su goce.

 

¿Se dan cuenta ahora del motivo de la valorización del falo en la simbólica conformadora del deseo?

 

Si ella mira en otra dirección

 

 

es porque desea,

 

 

y si desea es porque hay algo de lo que carece.

 

Algo en extremo valioso

 

 

precisamente por -y solo en la medida en que- ella, la imago primordial, lo desea.

 

Y esta es precisamente la percepción que la pobre Justine no tuvo nunca: pues igual que nunca fue mirada con amor por su madre, tampoco vio nunca a su madre señalar con su deseo hacia alguien capaz de rebajarla de su omnipotencia originaria.

 

Pero volvamos a esa vía central que es la del Edipo.

 

Precisamente en la medida en que ella desea, la Imago Primordial, aunque permanecerá ya para siempre guardada en la memoria como el paradigma del placer y de la belleza, ha empezado, simultáneamente, a desmoronarse de la estatura de omnipotencia donde había sido colocada en su comienzo.

 

Apareciendo en su lugar,

 

 

la madre, como mujer, incompleta, y a la vez encarnación del primer objeto de deseo.

 

Y, simultáneamente, el yo-todo-objeto del comienzo ha recibido la primera herida en su narcisismo y ha comenzado a nacer el sujeto del deseo.

 

Este es el motivo por el que les decía que antes de este momento decisivo carece de sentido hablar de objeto en la misma medida en que no había, todavía, sujeto.

 

Lo único que Dexter logró,

 

 

después de todo,

 

fue introducir una pincelada de amor en esa infinitamente fría Imago Primordial que fue la de Justine.

 

Y si eso la libró del autismo, no le sirvió para nacer como sujeto diferenciado de una Imago Primordial caída de su prestigio y convertida en objeto de deseo.

 

Y, así, Justine sigue ahí, nunca ha salido de la órbita de su letal Imago Primordial.

 

 

No ha habido, en su mundo, un padre capaz de hacer caer a la Imago Primordial de su invulnerabilidad originaria.

 

Podría decírselo a ustedes también así: no ha habido, para Justine, una escena primaria en la que el padre haya sido capaz de infringir la castración a la imago primordial.

 


La casa de la que ella es encarnación

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Pero volvamos al asunto del plano subjetivo de Martha:

 

 

resulta obligado constatar que si Ethan, cuando la mira, aparta su mirada del eje de cámara,

 

 

no podemos hablar en rigor de plano subjetivo de ella.

 

Pero sucede que, con todo, es un plano subjetivo de ella, quiero decir: de la casa de la que ella es encarnación.

 

Sólo ahora, una vez que Ethan ha pasado al otro lado del madero de atar los caballos y se aproxima al porche, la cámara nos ofrece un plano general, fuertemente simétrico, de la casa, con el conjunto de los personajes reencuadrados por ella, y los tres principales doblemente reencuadrados por las columnas de madera que sostienen el porche a la vez que les separan de los hijos.

 

¿Se dan cuenta, dicho sea de paso, de que cada una de las mujeres está en relación con una de las aberturas de la casa?

 

Martha con la principal, que es la puerta de entrada.

 

Y cada una de las hijas con una de las ventanas.

 

Hay un motivo preciso para que sólo ahora la casa sea mostrada en plano general: la exclusión total, en esta escena inicial, del punto de vista del hombre que llega; una exclusión que queda confirmada por la presencia, en primer término, del madero de atar los caballos.

 


Espacio real vs espacio simbólico

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Y por cierto, ¿dónde está la manta india? ¿Y dónde el caballo?

 

Ciertamente estorbarían ahora, distraerían nuestra mirada de lo esencial, que es el modo como la casa acoge al recién llegado.

 

Ahora bien, detengámonos en ello: ¿deberían estar ahí?

 

En rigor no, pues la manta se encontraba sobre el madero de la izquierda, del que solo su extremo aparece en la izquierda del plano, y es en él en el que ha sido atado el caballo.

 

Pero lo que introduce la confusión cuando planteamos la cuestión -porque si no la plantemos nadie habría reparado en ello- es el hecho de que ahora Ethan y Aaron no deberían estar ahí, justo en el centro, a la altura de la puerta de la casa, sino a la izquierda, delante del otro madero de atar los caballos.

 

Fíjense:

 

 

Como ven, Ford ha reordenado el espacio a su gusto.

 

En el punto de partida, le convenía que cuando la puerta se abriera

 

 

las montañas se encontraran al fondo cerrando el paisaje, para que así éste se abriera progresivamente según salía la mujer.

 

Y le convenía igualmente que la figura que llega se viera reforzada por las dos montañas aisladas del fondo,

 

 

en vez de aplastada por el bloque compacto del comienzo.

 

 

Esta disposición prosigue cuando entra en campo Aaron:

 

 

-lo que redunda en eso que vengo diciéndoles, que Aaron no deja de ser otra cosa que una emanación de Martha.

 

Pero luego, al final,

 

 

para expresar tanto el modo en que la casa se abre y ofrece al hombre que llega, como la centralidad de éste con respecto a ella, le convenía un plano frontal y simétrico que obligaba a esa pequeña distorsión de la posición final de Ethan y Aaron.

 

Los estudiosos del cine, si se dan cuenta de algo como esto, hablan de fallo de raccord.

 

Y los fallos de raccord se explican siempre así: ha habido un despiste durante el rodaje y se ha falseado la conexión relativa entre dos planos consecutivos.

 

Pero si hacen ustedes el esfuerzo de situarse en el espacio real del rodaje, se darán cuenta de que no ha sucedido ningún despiste, sino todo lo contrario.

 

 

Si se piensan ustedes ahí, durante el tiempo del rodaje, y toman conciencia de la complejidad que supone realizar cada plano, colocar cada vez la cámara, los actores, las luces y los filtros…, resulta del todo evidente que el despiste era imposible.

 

Todo lo contrario, el cambio solo pudo ser posible como producto de una decisión del cineasta que hubo de emerger contra la percepción inmediata que él mismo tenía del espacio que le rodeaba.

 

Pues insisto: él estaba ahí, entre esa casa y esas montañas.

 

De modo que la escena que ha construido sólo ha podido surgir como resultado de una violencia que ha operado sobre su percepción inmediata del espacio.

 

En suma: cierta voluntad simbólica le ha empujado a violentar el espacio real que percibía para construir, con los elementos que ese espacio le ofrecía, el espacio simbólico que mejor tradujera la que para él era la verdad esencial de la escena -y como ya les advertí, siempre que me escuchen hablar de verdad entiendan que les estoy hablando de verdad subjetiva, en este caso de la verdad subjetiva del cineasta, no de una verdad universal atribuible a lo real.

 

Y lo más notable es que, si hay una verdad subjetiva -simbólica- poderosa en ello, el espectador no percibe ningún fallo, sino que hace suyas, con toda su intensidad emocional, las resonancias simbólicas puestas en juego: que la mujer es la casa que se abre, que se ofrece, centrada, al hombre al que desea.

 

Y todavía más que eso: que el padre es el que, con su llegada, hace temblar la casa.

 


No hubo, para Justine, escena primaria

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Y bien, nada parecido a ese temblor existió nunca en la casa de Justine.

 

 

Su madre, Gaby, fue siempre ese astro frío e inexorable que, en el delirio, retorna en forma de planeta de destrucción.

 

 

No hubo, para ella, escena primaria, por más que ella hubiera nacido de un abrazo sexual de sus padres: pero la casa que vivió fue siempre tan fría como el palacio en el que más tarde se casaría.

 


Síntoma y símbolo

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Antes de proseguir, permítanme que les llame la atención sobre las netas resonancias psicoanalíticas que posee la operación de escritura fílmica que acabamos de analizar.

 

En ella se rompe la coherencia de superficie determinada por la disposición espacial real para obtener un efecto semántico -y dramático- de especial intensidad.

 

Pues bien, así funciona el acto fallido o el síntoma: cierta coherencia de superficie se quiebra para que cierto sentido reprimido se escriba.

 

La diferencia estriba en que aquí no estamos ante un acto fallido o un síntoma, sino ante un enunciado simbólico.

 

Pero esto comparte lo simbólico con lo sintomático: que en ambos casos cierta verdad subjetiva se afirma hendiendo un cierto orden lógico, semiótico, de superficie.

 


La duplicidad de lo femenino

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A la distancia del plano general, esa mujer parece más joven de lo que en realidad es, como grácil es todavía su silueta.

 

Se hace así visible, en la distancia, la imagen deseable de una bella mujer joven y enamorada que sin duda late todavía en el interior del ama de casa que ahora da la bienvenida al recién llegado.

 

Y es, ciertamente, la misma imagen la que late también, todavía, en la memoria del hombre que llega.

 

Así, el tiempo pasado impone su presencia, su peso dramático sobre esta primera secuencia del film que obtiene, de ello, su extraordinario lirismo.

 

Pues nosotros, espectadores, sabemos lo que nadie nos ha dicho, lo que, por lo demás, nunca será verbalizado, pero que sin embargo se nos impone por la larga cadena de indicaciones que hemos venido anotando: que el que llega ha sido durante mucho tiempo esperado; que en el pasado hubo una densa historia de amor por algún motivo imposible y, así, condenada a permanecer ya para siempre no solo irrealizada, sino incluso impronunciable.

 

Y por cierto que por esa vía retorna la duplicidad de lo femenino: lo más blanco y brillante, lo que más intensamente reclama la mirada, y lo más oscuro e interior, de hecho totalmente negro, como ese rectángulo de la puerta ante la que se haya detenido el recien llegado.

 

Asombrosa la figuración que ahora alcanza la dialéctica de lo masculino

 

 

y lo femenino:

 

 

Podemos sintetizarla así: él tiene eso que hace figura para el deseo -la espada- y ella se ofrece a cambio de ello como figura erguida y brillante a la vez que aguarda como interior oscuro.

 


 

¿Hacia quien hace Ethan su gesto de saludo descubriéndose la cabeza?

 

¿Hacia el rectángulo negro, carente en absoluto de figura, que se abre hacia el interior o hacia la figura esplendorosamente blanca que le recibe junto a él?

 

Martha: Welcome home, Ethan.

 

Finalmente, el enunciado sonoro verbaliza lo que el enunciado visual ha escrito.

 


 

Es el más puro beso de amor del caballero a su dama -les decía el otro día que el western es la última versión de la tradición anglosajona del relato de caballerías, solo que pasada por la revolución democrática norteamericana.

 


 

¿Ven hasta qué punto ella aspira ese beso?

 

 

¿Y ven el femenino gesto de pudor con que lo acoge?

 


 

¿Y el amoroso guiño de complicidad con que vuelve la mirada hacia él?

 

Y oyen la entrada, netamente lírica, de los violines,

 


 

mientras ella se vuelve, para situarse frente a él a la vez que se funde con la casa a la que le brinda acceso.

 

 


La escena primaria completa

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Estamos ante la escena primordial, en suma.

 

Pero para que puedan tomar plena conciencia de ello, y para que puedan comprender su extraordinaria intensidad, es necesario que comprendan, igualmente, que es solo su comienzo.

 

De modo que permítanme que, de manera violenta, les inyecte el resto de la escena completa:

 

Martha: Close that shutter, Ben , like–

Martha: Good boy.

Lucy: Ma, I can’t–

Martha: Lucy!

(Screams)




 

Martha! Martha!

 




Martin: Aunt Martha.

Martin: Let me in.

Ethan: Don’t go in there, boy.

Martin: I wanna see them. Let me in, I wanna–

Ethan: Don’t go in.

Martin: Don’t let him look in there, Mose.

Ethan: Won’t do him any good.

 

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