9. Freud, el arte, la estética

 

Jesús González Requena
Edipo II. Del odio a la promesa
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2015/2016
sesión del 13/11/2015 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2016

 

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El arte: dar la forma justa a una verdad subjetiva

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Argumentalmente, The Searchers, la película de John Ford, es bastante fiel a la novela del mismo título de John LeMay, de la que constituye eso que se da en llamar una adaptación cinematográfica.

 

Y sin embargo, como muchas veces sucede en la historia del cine, de una novela más o menos interesante pero en lo esencial irrelevante surge, como sucede aquí, una obra maestra.

 

Cuando tal cosa tiene lugar, el análisis comparado de la película y la novela de referencia resulta en extremo interesante, tanto desde un punto de vista estético como desde uno psicoanalítico.

 

Por lo que al segundo se refiere, la atención a los cambios, mayores o menores, pero siempre relevantes que la película introduce con respecto a la novela de la que parte resultan, como les digo, muy interesantes, pues, por una parte, evidencian lo que de esa novela le ha interesado al cineasta y que por eso conserva, y por otra permiten entender el modo en el que se apropia de ello, pues ese modo se materializa en las modificaciones que ha debido realizar para terminar de amoldar eso que le ha interesado a su propio mundo subjetivo.

 

Y por lo que al otro aspecto, el estético, se refiere, esas modificaciones resultan no menos dignas de interés -y tanto más cuanto más pequeñas son-, pues permiten estudiar en lo más concreto de qué índole es lo que hace, de un determinado texto, una gran obra de arte.

 

Uno se da cuenta entonces de que el argumento es siempre muy poco, de que lo decisivo, desde un punto de vista estético, tiene que ver no tanto con los sucesos narrados como con el modo como estos se perfilan y encadenan para lograr dar la forma justa a una determinada verdad subjetiva.

 

Aunque quizás esta expresión que acabo de proponerles sea redundante y a la vez confusa.

 

Pues, ¿cómo podría ser diferente la verdad subjetiva de la forma que la enuncia?

 

Una cosa es la experiencia real -en sí misma singular, irrepetible e incomunicable- del cineasta, y otra la verdad subjetiva con la que éste logra, cuando lo logra, expresarla en su film.

 

¿Y no es de la misma índole, después de todo, lo que sucede en el diván, cuando tiene lugar ese suceso a la vez dramático y feliz por el que el paciente logra articular, verbalizar, es decir, dotar de forma verbal, a cierto segmento de su experiencia que ha permanecido en su inconsciente como una herida abierta que hasta entonces sólo llegaba a expresarse por la vía, siempre torturadora, de los síntomas?

 

Pueden constatar una vez más como los mecanismos que operan en la experiencia de la cura psicoanalítica y lo que lo hacen en la experiencia estética son en extremo semejantes.

 

Y pasan siempre por la forma. No necesariamente por la forma bella, pero sí por la forma justa.

 


El arte, la estética en “El malestar en la cultura”

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Aprovecho para llamarles la atención sobre la pobreza de las argumentaciones sobre el arte y la estética que realiza Freud en El malestar en la cultura.

 

No confundan lo que vengo diciéndoles con lo que Freud dice allí.

 

Lo chocante es que ninguno de ustedes haya señalado en las sesiones anteriores la evidente contradicción entre lo que leían en Freud y lo que yo les venía diciendo aquí.

 

¿Cómo es posible que nadie lo señalara? Me reconocerán que esto es síntoma de que algo va mal. Les insisto: solo comprenderán un texto cuando sean capaces de localizar sus contradicciones.

 

El asunto es que en El malestar en la cultura Freud reduce la temática estética al campo de la belleza:

 

«Las satisfacciones sustitutivas, como las que ofrece el arte, son ilusiones respecto de la realidad, mas no por ello menos efectivas psíquicamente, merced al papel que la fantasía se ha conquistado en la vida anímica.»

 

[Sigmund Freud: El malestar en la cultura]

 

 

Lo que le conduce a postular del arte un suave efecto embriagador:

 

«Aquí puede situarse el interesante caso en que la felicidad en la vida se busca sobre todo en el goce de la belleza, dondequiera que ella se muestre a nuestros sentidos y a nuestro juicio: la belleza de formas y gestos humanos, de objetos naturales y paisajes, de creaciones artísticas y aun científicas. Esta actitud estética hacia la meta vital ofrece escasa protección contra la posibilidad de sufrir, pero puede resarcir de muchas cosas. El goce de la belleza se acompaña de una sensación particular, de suave efecto embriagador. Por ninguna parte se advierte la utilidad de la belleza; tampoco se alcanza a inteligir su necesidad cultural, a pesar de lo cual la cultura no podría prescindir de ella.»

 

[Sigmund Freud: El malestar en la cultura]

 

 

Idea ésta, la del carácter ilusorio del arte, que, dicho sea de paso, Lacan seguirá a pies juntillas, como pueden leer, por ejemplo, en su seminario sobre la Ética del psicoanálisis.

 


Cultura y narcosis

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Resulta curioso que, a continuación, Freud se interrogue por la ausencia de utilidad de la belleza –Por ninguna parte se advierte la utilidad de la belleza; tampoco se alcanza a inteligir su necesidad culturalo por su función cultural, cuando de hecho él mismo ha dado ya la respuesta: su utilidad para la cultura consistiría, precisamente, en ese efecto embriagador, en el particular tipo de narcosis que sería el suyo.

 

Y es que sin duda hay, en la cultura, una tendencia a la narcosis que parece escapársele a Freud aún cuando no se le escapa del todo desde el momento en que acusa el hecho de que la cultura no podría prescindir del poder embriagador de la belleza.

 

Y, por otra parte, ¿acaso no versa el capítulo II de El malestar en la cultura sobre las mil formas culturales con las que los hombres tratan de escapar al dolor que el mundo les causa?

 

Allí todo se mezcla, desde los avances de la ciencia y la técnica hasta las escuelas de sabiduría, pasando por todas las formas imaginables de intoxicación, el trabajo, el arte y el amor.

 

Todo se mezcla, como les digo. Se mezcla todo lo que, por una u otra vía pueda servir para suavizar o enmascarar -¿pero donde acaba lo uno y comienza lo otro?- las aristas ásperas -es decir, hirientes- de lo real.

 

De hecho, si lo piensan bien, se darán cuenta de que cuando el arte, la decoración, la publicidad, vuelven el mundo más bello, es decir, más amable, se encuentran con la ciencia y la tecnología que fabrican casas más cómodas y alimentos más saludables, o que curan las enfermedades que, además de ser dolorosas, afean el cuerpo hasta volverlo monstruoso.

 

¿Acaso no es lo feo doloroso para la mirada?

 

¿Dónde acaba el alimento placentero y comienza el saludable?

 

No les cuento nada nuevo: la confusión entre la salud, la belleza y la bondad se remonta, al menos, al pensamiento griego.

 

 

Por tanto, no hay duda, la narcosis es una tentación de la cultura, si es que la cultura, como el propio Freud la define, es todo aquello con lo que tratamos de protegernos del sufrimiento:

 

 

«comoquiera que se defina el concepto de cultura, es indudable que todo aquello con lo cual intentamos protegernos de la amenaza que acecha desde las fuentes del sufrimiento pertenece, justamente, a esa misma cultura.»

 

[Sigmund Freud: El malestar en la cultura]

 

 


Sin embargo…

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Y sin embargo… sin embargo hay en Freud, sin que él mismo termine de darse cuenta de ello, otra concepción del arte.

 

Pues es un hecho que esta concepción del arte y la estética como belleza y embriaguez está muy lejos y se queda muy corta con respecto a lo que ofrecen sus potentes análisis de obras de arte.

 

Piensen en El delirio y los sueños en la “Gradiva” de W. Jensen (1906), en El “Moisés” de Miguel Ángel (1913), en Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci (1916) o en Dostoievski y el parricido (1928).

 

Claro está, en todos estos imprescindibles trabajos Freud se cura en salud afirmando que al psicoanálisis no le compete el problema del arte, que si va a analizar esas obras no pretende aportar nada relevante sobre los que hace de ellas obras de arte sino tan solo analizar ciertos aspectos de la vida de sus artistas que el psicoanálisis está en condiciones de dilucidar…

 

Se cura en salud: la teoría del arte para los teóricos del arte, viene a decir defendiéndose por anticipado de las críticas de intrusismo que sin duda estos habrían de dirigirle, siguiendo desde siempre los criterios corporativos tan al uso en los medios universitarios.

 

Y así da por buena la ya en su tiempo caduca definición de la estética como ciencia de lo bello y, en un exceso de modestia, encubre las aportaciones decisivas que el psicoanálisis está en condiciones de realizar para la comprensión de lo que constituye el núcleo mismo de la experiencia estética.

 

 


El “Moisés” de Miguel Ángel

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El mejor, el más idóneo de los textos que acabo de citarles para ilustrar lo que ahora nos ocupa es seguramente El “Moisés” de Miguel Ángel.

 

Léanlo; es un texto breve y apasionante.

 

Por lo demás, les sorprenderá, llegado el momento, cuando les muestre la profunda relación de ese Moisés -el de Miguel Ángel- con Ethan.

 

Pero limitémonos hoy a esto: en el análisis de la escultura de Miguel Ángel que Freud realiza para nada se suscita la cuestión de la belleza y de sus efectos narcóticos.

 

Por el contrario: todo se centra en la comprobación de que el conjunto de la obra se organiza de modo que logra traducir, con el mayor vigor y la mayor precisión, la decisión de Moisés de proteger la ley.

 

Y esa ley, claro está, no es otra que la ley simbólica. Pues la otra, la ley jurídica, es precisamente la ley egipcia con la que Moisés rompió cuando se rebeló y abandonó el reino de Egipto.

 


La más honda intelección del artista

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Pero dejémoslo aquí.

 

Por ahora nos contentaremos con la cuestión de la precisión, de la exactitud con la que la obra de arte logra dar forma a cierta magnitud experiencial.

 

Pues también eso puede encontrarse en El malestar en la cultura.

 

No, desde luego, cuando habla en general del arte y la estética, pero sí cuando se ocupa de lo que para él es la aportación principal del artista:

 

«si la cultura es la vía de desarrollo necesaria desde la familia a la humanidad, entonces la elevación del sentimiento de culpa es inescindible de ella, como resultado del conflicto innato de ambivalencia, como resultado de la eterna lucha entre amor y pugna por la muerte; y lo es, acaso, hasta cimas que pueden serle difícilmente soportables al individuo. Le viene a uno a la memoria la sobrecogedora acusación del gran poeta a los poderes celestiales:

 

Nos ponéis en medio de la vida,

dejáis que la pobre criatura se llene de culpas:

luego a su cargo le dejáis la pena;

pues toda culpa se paga sobre la Tierra.

 

«Y uno bien puede suspirar por el saber que es dado a ciertos hombres: espigan sin trabajo, del torbellino de sus propios sentimientos, las intelecciones más hondas hacia las cuales los demás, nosotros todos, hemos debido abrirnos paso en medio de una incertidumbre torturante y a través de unos desconcertados tanteos.»

 

[Sigmund Freud: El malestar en la cultura]

 

 

Como ven, cuando aquí como en otros tantos lugares de su obra se refiere Freud al que para él es el poeta por antonomasia, Goethe, para nada hace referencia a la belleza y sus efectos narcóticos, sino, precisamente, a todo lo contrario: habla de su capacidad de alcanzar la más honda intelección -es decir: la formulación más profunda y exacta- de cierta experiencia humana -de cierta verdad subjetiva- que tiene que ver, no con la belleza del mundo, sino, bien por el contrario, con el dolor con el que el mundo real hace penar al ser humano.

 

luego a su cargo le dejáis la pena;

pues toda culpa se paga sobre la Tierra.

 

 

Y bien, ¿que decir de este aspecto de la cultura que lejos de combatir, amortiguar o encubrir las fuentes del penar las nombra y las afronta?

 

Como ven, de pronto, la definición misma de cultura que el propio Freud se da resulta insuficiente, como insuficiente, y con la misma cadencia, se ha manifestado su caracterización del arte.

 

En el límite, ambas definiciones -la de la cultura como vía para amortiguar el dolor y la del arte como vía para embriagarse de belleza- resultan insuficientes y se abre, inevitablemente, un más allá: el de la cultura como dolorosa gestión de la agresividad y el arte como exploración de lo real.

 

En ambos casos: son movimientos conceptuales que apuntan más allá del principio del placer y participan, en esa misma medida, de la pulsión de muerte.

 


 

 

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