6. Un gemido impregna el palacio

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
El dormitorio de la zarina (Octubre, Eisenstein)
Sesión del 02/02/2007
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 


Algo falla en los tiempos de la secuencia

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¿Es una escena caótica?

Aparentemente: ya hemos visto -y vamos a seguir viendo- que nos ofrece toda una antología de lo que los manuales del llamado lenguaje cinematográfico llamarían malos raccords.

Pero hemos constatado también como esos hiatos -pues tales son-, responden a una pauta: suponen distorsiones sistemáticas del espacio.

De un espacio que, siendo pequeño, es percibido como mucho mayor.

Y no menos sorprendente es la calculada simetría que comenzamos a aislar la semana pasada.


Con respecto a esa cama, les decía, hay dos espacios tras su cabecera.

A uno se accede por la derecha de la cama, y al otro por la izquierda.

Y bien, si hemos localizado dos habitaciones situadas tras la cabecera de la cama dormitorio de la zarina, es decir, justo detrás de las posiciones donde debieran encontrarse las cabezas de la zarina y del zar cuando durmieran juntos, ¿no les parece que debiéramos preguntarnos a qué lado de la cama dormía una y a qué lado el otro?

¿O debiéramos preguntarnos a qué lado de la cama dormían los padres del cineasta?

Pero sea cual sea la pregunta, la respuesta es evidente, pues sabemos que el lado izquierdo es el de las mujeres, y el derecho el de los hombres

Y debemos añadir, el primero es caracterizado como espiritual, mientras que el segundo, lo es como primario, corporal, prosaico y un tanto bestial.

Retornan entonces las soldados cautelosas pero decididas a disparar sobre sus enemigos. Es, no hay duda, justa su indignación -indignación, a la vez, de mujeres y de guardianas de la zarina.

Y una vez más puede constatarse como el cineasta apuesta por introducir un constante desconcierto en el desarrollo de la escena.

Pues en un primer momento entendemos que esta mujer ha sido alcanzada por las balas disparadas en el plano anterior.

Se trataría entonces del previsible raccord narrativo, de causa a efecto, tan característico de los films de acción. Mas no lo es. Se trata por el contrario, una vez más, de un falso raccord. La mujer no está herida, sino sólo asustada.

Pero hay, a pesar de todo, raccord: pues si no vemos a aquel contra el que esos disparos han sido realizados, vemos a alguien, una mujer, a la que, en cualquier caso, esos disparos han afectado.

¿Se trata entonces de la intercalación de un plano que mantiene abierto el suspense y así lo prolonga?

Podría serlo: lo hemos visto en muchas películas: tiroteos en los que, aunque predomina el montaje causal -alguien que dispara / efecto del disparo-, muchas veces se intercalan imágenes de otros personajes que contemplan agazapados y asustados el tiroteo.

Podría ser el caso, pero sabemos que no lo es, pues hemos visto la secuencia al completo. Y en todo lo que sigue de la película hasta su final, nunca se resolverá la balacera entre estas mujeres que guardan el dormitorio de la zarina y los marineros que lo asaltan. Por el contrario, a partir de cierto momento, sin la menor explicación, este hilo narrativo se extinguirá sin solución alguna.

Ahora bien, dense cuenta de a qué nos conduce todo esto: a la constatación del hecho de que los disparos que se realizan en el dormitorio de la zarina no producen nunca efecto en ningún otro personaje que en esta mujer.

Y no en forma de herida, sino en forma de… de un gesto de goce, de arrobamiento en lo que semeja un intenso éxtasis

que conduce al abrazo.

Y en el que reaparece, por tercera vez, el tema plástico del deslumbramiento.

Conviene recordarlo: esta mujer se encuentra centrada, tras la cabecera de la cama y en línea misma con ella.

Se trata por lo demás de un abrazo que el cineasta filma con extrema delicadeza,

tanto por lo que se refiere a las expresiones de las mujeres, como por lo que tiene que ver con la elaboración compositiva del plano: unas indeterminadas piezas blancas rodean y enmarcan meticulosamente el abrazo en el que ambas mujeres se funden.

Mientras, contra toda lógica, los marineros, al parecer inmunes a las balas,

tan sólo, y con notable retraso, oyen los disparos

Y se aprestan al combate.

Pero, decididamente, algo falla en los tiempos de la secuencia. Pues, ¿cómo es posible que estas mujeres tengan tiempo para marcharse antes de que los soldados lleguen hasta ahí?

¿Y por qué tarda tanto el marinero en llegar hasta aquí si estaba, por decirlo así, ahí mismo?

No es, desde luego, un error de montaje.


La jarra de los raccords truncados

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Por el contrario: el cineasta ha tomado buen cuidado en producir este efecto de inmediatez inverosímil.

Y lo ha hecho a través de un uso notablemente calculado de la jarra que pueden ver en ambos planos. De hecho, constituye una referencia espacial precisa y absolutamente contundente.

De manera que, a pesar de la intensa diferencia de posición de cámara entre ambos planos, la jarra ocupa en el encuadre una posición muy semejante en términos absolutos, constituyendo una referencia espacial precisa del lugar por el que pasan ambos personajes en el momento de su salida -la soldado- o de su entrada -el marinero- en cuadro.

Es posible aducir todavía una prueba suplementaria del carácter premeditado, netamente calculado, de esta extraña articulación entre los dos planos consecutivos.

Pues en el segundo plano el cineasta ha cambiado la ubicación de la jarra para hacerla netamente visible en cuadro.

Es decir, la ha desplazado ligeramente hacia la izquierda, de manera que en el segundo plano ya no se encuentra en el centro de la coqueta como en el primero, sino en su lateral izquierdo.

Por cierto que Eisenstein parece tener un especial interés por esta jarra, pues no dudó en hacerla presente también en la escena anterior del cuarto de baño:


Curiosa circulación la de esta jarra, que participa, también ella, de la contaminación entre dos de los tres espacios de la secuencia: el dormitorio y el cuarto de baño.

Pero atendamos ahora al nuevo salto de raccord va a producirse.

Observen que el marinero mira en la dirección en la que ha huido la soldado, es decir, en dirección opuesta a la cama, que se encuentra en este momento tras él.

Y, sin embargo, en el plano siguiente su posición es del todo diferente, como lo es también la de la cámara.

Y lo más curioso: aun cuando han cambiado ambas posiciones, se mantiene la misma angulación sobre el marino, produciéndose así un nuevo efecto desconcertante.

Si su posición estática en ambos planos -agachado, con rostro perplejo, de frente a cámara- hace pensar en dos planos dotados de estricta continuidad temporal, el cambio de decorado del fondo y el consiguiente cambio de posición de cámara obligan por el contrario a deducir la presencia, entre ambos planos consecutivos, de una pequeña elipsis.

Pero una elipsis mínima, pues el marino está en el mismo lugar, sólo que en dirección opuesta en cada uno de los planos: la jarra -en primer término en el plano de la izquierda y al fondo en el de la derecha- lo confirma.

Es como si un efecto mágico hubiera abducido al marino quien, de golpe, olvidara a las soldados a las que persigue para concentrarse absolutamente en lo que ahora tiene delante.

O también: como si eso que ahora tiene delante hubiera provocado esa abducción.


La locura del marinero

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¿Qué?

Obviamente: la cama de la zarina.

¿Qué espera encontrar ahí, entre las sábanas de la zarina?

Algo decisivo, sin duda.

El caso es que esa cama parece ahora convertida en el centro de todas las turbulencias, hasta el extremo de que el acto del marinero de levantar la colcha de la cama nos es mostrado dos veces, en dos planos sucesivos.

Si la primera es la prosecución, intensificada, de lo que ya vimos en un plano anterior del marino sacando las sábanas blancas del cesto de la ropa sucia

-¿será el blanco el color del crimen en Octubre?-, la segunda, en cambio, introduce un ángulo, una posición de cámara, que escapa del todo a la órbita del punto de vista del marinero.

La cama es ahora mostrada de manera muy próxima.

La cámara -la enunciación, el cineasta, que no el marinero- la observa desde muy cerca, fascinada por el brillo dorado de sus barrotes y, especialmente por esa esfera brillante que corona el lateral derecho del pie de la cama, que ha quedado emplazado en el centro absoluto del plano.

Dos elementos más se hacen, por un instante, acentuadamente visibles.

En primer término, la cuerda que sujeta la cortina.

Oscura, áspera, acentuadamente visible -por lo demás demasiado áspera, demasiado bronca como para denominarla cordón, pues los cordones suelen permitir curvas más suaves.

Y, al fondo, una vez más, el teléfono negro.

Pues bien, una suerte de ola gigante tiene lugar ahí.

Un maremoto que hace desaparecer los adornos dorados tanto como el teléfono, dejando sólo la cuerda, siempre visible, en primer término.

Pero volvamos a nuestro marinero, de cuyo punto de vista nos hemos visto apartados por un momento.

¿Qué pretende encontrar debajo de la cama? ¿A quién dirige esos incesantes culatazos?

Es probable que nuestro marinero se haya vuelto loco.

Pero un dato inesperado se manifiesta ahora: un inesperado movimiento del fondo de la imagen hace patente que tras la cabecera de la cama no hay una pared sino solo una tela, una suerte de gran cortina de la que cuelgan los iconos.

¿Por qué se mueve?

De hecho su movimiento no está justificado por los culatazos del enloquecido marinero, dado que estos no pueden alcanzarla.

Resulta obligado anotarlo: detrás de esa tela, justo detrás de la cabecera de la cama de la zarina, se encuentran las dos mujeres abrazadas.

Pero retornemos a la locura del marinero.

Pues el dato más palpable de su particular locura es el que ahora tiene lugar.

¿Se dan cuenta? Se sube de pie a la cama de la zarina como lo haría un niño

Y una vez ahí, golpea incesantemente la cama con la culata de su fusil.

El absurdo alcanza su máxima expresión.

Pues, obviamente, si lo que se pretende es averiguar si hay algo escondido en un colchón, resulta mucho más fácil golpearlo de pie junto a él, bien asentado en el suelo.

Nada tan absurdo como subirse a él para hacerlo: hay que inclinarse en exceso y uno arriesga caerse…


Un gemido impregna el palacio

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¿De qué se trata entonces?

Podríamos recurrir de nuevo a la metáfora y formularlo así: el marinero salta sobre la cama como los soldados revolucionarios saltan sobre el palacio de invierno.

Pues, por montaje paralelo, en un instante, el blanco de las sábanas se prolonga -se funde, rima- con el blanco de las explosiones.

Pero es tan abultada la desproporción entre uno y otro plano…

En cualquier caso la revolución alcanza su clímax al pie de la cama:

Y ese clímax coincide con el momento en el que la bayoneta del marinero hiende y desgarra el colchón de la zarina.

Entonces, un inesperado gemido impregna al palacio.

En cierto modo, esta mujer soldado pone rostro, da semblante, a la vez visual y sonoro, a ese desgarro.

Y lo hace con toda exactitud: pues, recordémoslo, se encuentra justo detrás de la cabecera de la cama y separada de ésta por sólo una cortina que, también ella, tiembla.

Pero lo más sorprendente es que después de esa imagen tan refinada que da semblante a la evidente resonancia sexual de la secuencia, siguen otras no menos explícitamente sexuales, pero sí, en cambio, ausentes esta vez de todo refinamiento, a la vez grotescas y brutales:

Véanlo: el marinero, con su fusil erguido, penetrando al colchón.

Y luego el colchón, como un cuerpo inmenso, monstruoso, penetrado… y vivo

La escena primaria alcanza, pues, su más plena expresión.

-Y por cierto que a tergo, como sucediera en el caso de El hombre de los lobos.

Llega entonces, en el marinero, un gesto de infinita perplejidad.

¿Y no es ésta la perplejidad misma del cineasta en el momento en que la revolución, es decir, el deseo que alimentaba el sentido tutor de su discurso, se realiza y, a la vez, muestra sus perfiles más inesperados?

Entiendan a lo que me refiero: el deseo que alimentaba el sentido tutor era, desde luego, el deseo de la revolución, el deseo de la aniquilación del orden zarista.

Pero cuando eso, la revolución, se realiza, emerge su lado oscuro, su resonancia inconsciente -y, en su núcleo, cristaliza, contra todo lo previsible, el fantasma de la escena primordial. n

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5. Turbulencias en torno al lecho de la zarina

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
El dormitorio de la zarina (Octubre, Eisenstein)
Sesión del 1226/01/2007
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 


El lado incestuoso de la Revolución

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Los disparos cruzados de los revolucionarios y la guardia zarista rompen las botellas de la bodega real. No hay duda de que la violencia puede ser embriagadora.

Ahora bien, también conviene invertir el orden de los términos. Pues muchas veces es necesario un determinado grado de embriaguez para poder llegar a cierto grado de violencia.

Y así, ese intenso aroma de ebriedad nos conduce al

dormitorio de la zarina, como anota bien explícitamente el cartel que abre la escena.

Bueno, no exactamente: el cartel no dice zarina, sino emperatriz.

Y yo estoy tentado a traducir -ya sé que no debe hacerse- la emperadora.

Pues si emperatriz es el femenino de emperador, la diferencia de ambas terminaciones establece una precisa jerarquía.

El emperador es el soberano, no la emperatriz.

La emperatriz es la mujer del emperador.

Si les hablo, entonces, de emperadora, es para intentar trazar una cuestión que nuestro texto, Octubre, suscita: que ya no hay emperador.

Que el emperador, la figura en la que residía la soberanía patriarcal de Rusia, ha caído, ha sido derrumbado.

La zarina, sin zar, la emperatriz sin emperador, sin embargo, sigue ahí.

Al menos sigue ahí su dormitorio.

Un dormitorio al que vamos a acceder libremente.

Y no sólo eso: también violenta y ebriamente.

¿No da eso un aspecto incestuoso a la revolución?


Distorsiones en torno a una cama gigante

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Y de hecho la secuencia nos sitúa de inmediato, desde su mismo comienzo, ante el corazón del dormitorio de la zarina.

Pues como la estatua del zar protagoniza la apertura de Octubre, la cama de su esposa, la zarina, protagonizará su desenlace, aun cuando, en un primer momento se encuentre oculta dentro de cuadro.

Son, en todo caso, cuatro mujeres soldado -pertenecientes al batallón femenino zarista- las que, con su presencia, la tapan.

Están, por lo demás, cuidadosamente encuadradas por unas cortinas de las que pronto sabremos que pertenecen a la misma cama.

Con ellas oímos el estrago de los disparos y las bombas del asalto al palacio.

Y así, lo femenino satura allí donde la cama, dentro de un instante, va a aparecer.

¿Huyen? ¿Se disponen a la defensa?

Nunca estará muy claro.

Pero, en cualquier caso, cuando salen de cuadro el brillo dorado de la barandilla del pie de la cama se impone ya a nuestra mirada.

Y al fondo, sobre la mesilla, un teléfono.

Tres de ellas se desplazan entre los valiosos objetos que pueblan el dormitorio de la zarina.

¿Hacia dónde se dirigen?

No es en un principio fácil localizar la ubicación de este nuevo plano con respecto al anterior, pues el cineasta evita ofrecernos un plano general que establezca referencias precisas del espacio de la secuencia. Le importa más, por el contrario, transmitir el vértigo de los acontecimientos que se acentúa en el contexto de esa incertidumbre espacial.

Sin embargo, un análisis más detenido de la escena permite constatar que este plano es contiguo al anterior, lo que puede deducirse de la presencia del teléfono en ambos.

De manera que las soldados estarían saliendo a otra habitación que se encontraría justo detrás la cabecera de la cama.

Pero si esto es así, supone necesariamente una distorsión temporal, pues fíjense que en el final del primer plano ya están saliendo de la habitación, mientras que en el segundo, en cambio, parecen estar recorriendo de nuevo el lateral de la cama que ya habían abandonado en el anterior.

Distorsión temporal que el espectador no procesa conscientemente, dado que carece de una percepción clara del espacio de la escena. Pero que no por por eso deja de traducirse, en su percepción, cuando menos, como un efecto de distorsión vaga e inmotivada.

Ahora bien: ¿Qué diría nuestra consciencia si llegara a procesarla?

Que esa cama tendría extraños poderes distorsionadores.

O que fuera más grande de que lo aparenta. Quizás gigante.

Y, de hecho, ahí se detienen en seguida.

Quiero llamarles la atención sobre el hecho de que este plano guarda con el anterior un eficaz efecto de raccord de movimiento apoyado en el desplazamiento de la mujer que sale de cuadro en el primero y entra en cuadro en el segundo.

Se trata de un raccord tan eficaz que impide al espectador tomar conciencia de que se ha producido una ruptura del orden de las mujeres que desfilan en ambos planos.

Esta mujer es la primera en salir de cuadro:

Y ésta es la segunda.

Sin embargo, en el siguiente plano, es está segunda la que ya está ahí. Y es la primera, en cambio, la que entra en segundo lugar.

¿Por qué me detengo en ello si acabo de decirles que esto es algo de lo que el espectador no llega a tomar conciencia?

Precisamente por lo mismo que en el caso anterior -pues acaba de aparecer un segundo elemento distorsionador del orden lógico del discurso- quiero decir: porque aunque eso sea así, aunque ese curioso desorden no cristalice en la conciencia del espectador, no deja de afectar a su percepción, aunque no sea más que como un leve hiato casi imperceptible.

Pero sólo casi: de hecho constituye la segunda manifestación de una larga serie de incoherencias que, como veremos, trufarán la secuencia en su conjunto.

Cuando entra en campo la tercera soldado se sitúan a la derecha, muy cerca de la que ha entrado en segundo lugar.

Y retengan ese otro dato espacial que acabamos de establecer: que se encuentran justo detrás de la cabecera de la cama de la zarina. Ya no se moverán de ahí.


Los elementos de la escena primaria

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Y atendamos ahora a la otra mujer, la que se encuentra a la izquierda del encuadre: ¿qué hace?

No hay duda: pegada a la cortina, escucha lo que sucede del otro lado.

Es decir: lo que sucede en el interior del dormitorio de la zarina.

Y es ésta -anotémoslo desde ahora mismo- una de las referencias más directas a la temática de la escena primaria: la emergencia de ruidos procedentes de la habitación de la madre.

El plano siguiente retoma la posición de cámara que abrió la secuencia. Una de las cuatro mujeres, la más gruesa, la oficial -así parecen indicarlo sus galones y medallas-, regresa junto a la cama.

Diríase que fuera éste un lugar de observación privilegiado.

Y con ello aparece el segundo elemento pertinente por lo que se refiere a la escena primaria: junto a los ruidos, y en relación con la cama, la mirada.

Me dirán que no es la cama lo que se mira, sino que es desde la cama desde donde se mira.

De acuerdo, pero yo les invito a invertir esos elementos. Y, a la vez, les invito a mantenerlos como están.

Pues en la escena primera no está sólo la mirada del sujeto hacia ella, sino el hecho de sentirse visto, descubierto, desde allí.

Y, en esa medida, localizado en su interior.

Así sucede, por cierto, en la primera figuración que, de ello, encontró Freud -pintada por el Hombre de los lobos, que además de célebre paciente de Freud era pintor.

Dense cuenta: la escena no contiene sólo el árbol y los lobos: contiene también, en contracampo, al que los mira, en la medida en que está siendo mirado por ellos.

O, dicho en términos cinematográficos: se trata de un plano subjetivo.

De modo que la escena primaria es, por decir así, una escena envolvente, cinematográfica.

Y hasta qué punto. Si atienden a la descripción hecha por el Hombre de los lobos, verán que ese árbol lleno de lobos es visto a través de una ventana.

Una ventana que, como el marco de la pantalla cinematográfica misma, está ahí, pero no se la ve.

Y bien, las cortinas de la cama de la zarina dibujan en cierto modo esa ventana.

Un estricto raccord de movimiento sobre esta mujer confirma lo que les decía hace un momento.

Esos dos espacios son contiguos.

Las dos mujeres que se han ocultado tras la cabecera de la cama de la zarina se asoman para observar como la oficial corre las cortinas de esa misma cama.

Y retornan a su posición -insisto en ello una vez más- justo detrás de la cabecera de la cama.

Mientras, la oficial corre las cortinas de esa misma cama.

He aquí nuestro tercer elemento relativo a la temática de la escena primaria, o si prefieren una inflexión del segundo.

Pues si el segundo suscitaba, en relación con la cama, la mirada, este tercero designa la ocultación de esa cama a la mirada.

Y bien, si esto es así, anotaremos que todos esos elementos aparecen invertidos: mirar desde la cama en vez de mirar a -lo que ocurre en- la cama; desvelar en vez de ocultar -lo que ocurre en- la cama.

Ahora bien ¿por qué cierra esa cortina? ¿Acaso para esconderse tras ella?

Parece absurdo. Es más: lo es, sin duda. Pero eso es sólo uno más de los absurdos que conforman esta secuencia.

El caso es que se produce entonces un extraño raccord:

el movimiento de las cortinas corridas por la mujer parece encontrar una continuidad directa en la entrada en cuadro, en el siguiente plano, de un soldado revolucionario.

De hecho, cortinas y soldado se desplazan exactamente en la misma dirección, quedando fundidos ambos movimientos.

Pero es este un raccord diferente al que hace un momento pivotaba sobre el giro de la oficial mientras se volvía, pues si aquel era un raccord de movimiento narrativo,

éste de ahora, en cambio, es un raccord de movimiento plástico, pero no narrativo.

Quiero decir: si tiene lugar en él una continuidad formal -cierta cantidad de movimiento abstracto pasa, digámoslo así, de uno a otro plano- ésta no es, sin embargo, una continuidad narrativa: pues, obviamente, la soldado zarista no es el marinero revolucionario, sino todo lo contrario.

Permítanme que insista en ello, porque el contraste entre ambos raccords sucesivos se desarrolla sobre un triple eje:

El primero formal: los oscuros uniformes de los marineros que se recortan sobre la notable iluminación general del plano, contrastan con los bastante más claros de las mujeres, sin embargo mostradas en planos mucho más oscuros.

Los otros dos contrastes son semánticos: uno afecta al enfrentamiento político: -marino revolucionario frente a soldado zarista- y el otro a la diferencia de sexo -me niego a usar el púdico eufemismo de moda-: el uno es hombre, la otra mujer.

Ahora bien, ¿Dónde se ubica este nuevo plano con respecto a los anteriores?

Pues, en el ámbito plástico, una abultada diferencia de luz y brillo opone a este plano con respecto a los tres anteriores, provocando un nuevo e inevitable efecto de desconcierto.

Y sin embargo si prestamos atención veremos que se trata de las mismas cortinas,

de manera que, en ambos casos, nos encontramos ante la cama de la zarina.

Podríamos decir, incluso, que en el plano de la oficial -el de la izquierda- la cámara se encuentra en una posición semejante a aquella en la que se encuentran los marineros -en el de la derecha.

De manera que, de nuevo, contra lo que pareciera a primera vista, la escena sigue desarrollándose en un espacio extraordinariamente pequeño y limitado.

No hay duda, entonces, del motivo del extraño tratamiento visual de este espacio: se trata de difuminar sus límites y sus dimensiones y, a la vez, distorsionar sus propiedades.

¿Qué podría conducir más eficazmente a darle el tono de un espacio fantasmático?

Ahora bien, ¿cuál es entonces la relación temporal entre los dos planos sucesivos?

Por una parte, ese efecto provocado por el raccord de movimiento plástico que acabo de señalarles hace percibir al espectador los dos planos como contiguos temporalmente.

Y sin embargo no pueden serlo, pues si en el segundo un marinero está entrando en cuadro desde contracampo, hay otro marinero que ya se encuentra ahí.

Por otra parte, está ese ya mencionado contraste de luz que en un primero momento hace pensar diferentes y distantes esos espacios que son, sin embargo, contiguos.

Estoy anotando el conjunto de rasgos desconcertantes que pueblan la secuencia.

Elementos, desde luego, en los que la conciencia del espectador no puede detenerse, dado su ritmo acelerado, pero también por ello mismo elementos casi imperceptibles que producen en él un larvado malestar.

Y todo invita a añadir uno más.

Pues, ¿de dónde procede esa inesperada luz que ilumina el rostro de la mujer en el instante mismo en que corre la cortina?

Diegéticamente es injustificable.

Y sin embargo, plásticamente, anticipa la nueva luminosidad que caracteriza al plano siguiente.

También: intensifica el contraste entre esa mujer, excepcionalmente aclarada por la luz, y los negros marineros.

Y bien: un rostro deslumbrado sugiere una visión deslumbrante. Nuevo elemento a la cuenta de la escena primaria.

Anótenlo, porque en seguida se repetirá este tema a través de las figuras de los marineros.


Una extraña danza

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Todo parece indicar que la escritura que el cineasta realiza a golpe de montaje pretende sugerir una extraña danza en la que las armonías y los contrastes se combinan de maneras múltiples e inesperadas.

Y, en cualquier caso, indigeribles cognitivamente para la percepción del espectador.

Una danza poblada por una cadena de discordancias que nos remiten de nuevo a ese pautado desorden que caracteriza a nuestros sueños.

Pero algo resulta, en cualquier caso, evidente: que esa danza tiene por centro la cama de la zarina. En torno a ella los tiempos se condensan tanto como se expanden.

Pues si nada anota la elipsis que debe haberse producido entre estos dos planos consecutivos, en cierto modo tenemos la sensación de que, en el segundo, las mujeres siguen ahí.

¿Dónde?

La respuesta obligada es, en sí misma, absurda: detrás de las cortinas.

Pero, en cualquier caso, no le parece absurdo al marino,

pues éste se esfuerza en mirar tras ellas, como si algo pudieran esconder.

Y sin embargo, ¿qué podrían esconder en un espacio tan diáfano como el que ahora se nos presenta?

Hay algo insistentemente absurdo, incluso farsesco, en como ese curtido y gigantesco marinero se esfuerza, incluso se retuerce, para mirar tras esas cortinas que, sin embargo, están descorridas.

Y resulta por lo demás evidente que mira justo hacía allí donde la mujer estaba cuando corría las cortinas.

Como les anticipé, también él ahora recibe una inesperada luz en el rostro.

Un nuevo raccord de movimiento tiene ahora lugar, apoyado esta vez sobre el desplazamiento del marinero.

Una vez más, a pesar de lo abigarrado de las imágenes, una mirada atenta nos permite localizarnos, pues observamos de nuevo, desde una nueva posición de cámara, las barras del pie de la cama.

De manera que los marineros están rodeando la cama de la zarina por el lateral izquierdo, es decir por el lateral opuesto a aquel por el que en el comienzo de la secuencia la rodearon las mujeres.

Recuerden:

Si ellas la rodearon por la izquierda, ahora los marinos lo hacen por la derecha.

Y al hacerlo, atraviesan un espacio poblado de retratos masculinos.

Podríamos decirlo, entonces, así: habría un lado derecho de la cama, el de las mujeres, que conducía a un espacio religioso, como hay ahora un lado izquierdo, el de los hombres -el propio zar se hace presente ahí, a través de su retrato-. Ahora bien, este lado izquierdo, el de los hombres, ¿a dónde conduce?

¿Dónde están ahora los marineros?

Por ahora resulta imposible saberlo, aun cuando deducimos, eso sí, que se encuentran muy cerca de la cama de la zarina.

Y muy cerca, también, de aquel espacio religioso donde han quedado situadas las dos mujeres.

Pero por el lado opuesto.

Y una segunda pregunta:

¿Qué hay en esa caja negra de madera que se encuentra en el centro superior del plano, inclinada como si estuviera colocada sobre un pequeño atril?

Resulta obligado llamar la atención sobre ella no sólo porque se encuentra en una posición visual privilegiada -insisto: en el centro de la zona superior del plano- sino porque constituye un enigma que habrá de resolverse en breve plazo.

¿Cuándo?

Cuando se resuelva el otro enigma que acabo de suscitarles: ¿en qué habitación, muy próxima al dormitorio de la zarina, y a la vez opuesta a esa otra habitación llena de relicarios e iconos donde se encuentran las mujeres, nos encontramos ahora?

Pero hay, todavía, otro motivo para prestar importancia a esa caja; pues, en cierto modo, traduce el enigma que late en la cabeza misma de este marinero.

Me refiero no sólo al muy evidente gesto de interrogación que su rostro manifiesta,

sino también al hecho de que ese gesto alcanza su máxima expresión cuando su cabeza ocupa el lugar mismo de esa enigmática caja.

Mientras tanto…

Pero, ¿qué hace ahí esa mujer?

¿Ha vuelto después de que el marinero mirara tras esa misma cortina -recuerden-,

o ha permanecido allí escondida sin que él lograra verla?

Por otra parte, ¿cómo esas cortinas podrían esconderla de los marineros revolucionarios?

Y además, ¿por qué no está corrida la cortina que corrió la oficial?

Como si esa fuera una cama gigantesca, en torno a cual fuera posible esconderse y perseguirse durante horas, tal y como hacen, en esta extraña farsa, las defensoras y los atacantes del palacio.

Y mientras tanto, las otras mujeres siguen escondidas en el que hemos dado en llamar el espacio religioso.

Todo parece sugerir que la suya fuera una relación amorosa.

Mientras tanto…

Mientras tanto esa cama parece ser siempre el mejor observatorio militar.

Pero es hora de detener por un momento el flujo de las imágenes para constatar el complejo montaje paralelo que ha venido organizándose a tres bandas.

Por una parte, los marineros. Por otra las dos mujeres que, abrazadas, esperan. Y, en tercer lugar, esas dos soldados que, por el contrario, permanecen acechantes, dispuestas al combate.

Y reparen en que los he ubicado en sus posiciones relativas con respecto a la cama, que constituye siempre la referencia central de la escena.

Cuando las mujeres soldado abandonan el plano,

descubrimos que de nuevo una de sus funciones ha sido ocultar lo que estaba en su centro:

la cama de la zarina y su resplandeciente almohada.

Y su negro teléfono.

Mientras tanto, los marineros registran la estancia en la que se encuentran.

Ahora bien, ¿dónde se encuentran ahora? ¿Y qué es lo que buscan?

¿Qué tesoro esperan encontrar entre la ropa sucia de la zarina?

Pero se trata en cualquier caso de la ropa blanca de su cama: son sus sábanas las que invaden la pantalla de un blanco que contrasta del todo con los negros uniformes de los marinos.


Escatologías

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Y la exploración prosigue.

Descubrimos entonces encontrarnos en el interior del cuarto de baño de la zarina.

Curioso el devenir de este discurso revolucionario que, progresivamente, se ve abocado hacia lo escatológico.

Y conviene tomar aquí esta palabra en su más amplia extensión semántica, pues cubre el conjunto de referencias que dan a la secuencia toda su magnitud.

Lo escatológico tiene que ver, sin duda, con lo relativo al cuerpo y sus excrementos, pero, igualmente, tiene que ver con lo sagrado -y es por lo demás del cuerpo de alguien sagrado, el de la zarina, de lo que aquí se trata.

Mas no acaba ahí la amplitud del concepto. Lo escatológico nombra, igualmente, lo que tiene que ver con el origen y con el final.

El origen: si el zar es el padre de todas las Rusias, su esposa la zarina es la madre.

Pero puede tratarse también del origen y del final histórico: si el Apocalipsis es el texto escatológico por antonomasia, Octubre no le va a la zaga: hace suya la tarea de hablar del final de la historia y del comienzo de una nueva edad de oro para los hombres.

Es en todo caso casi un niño el marinero que disfruta con esta indagación.

Y, añadámoslo, una indagación de la que nos quiere partícipes.

Su mano, acariciadora, vuelve ahí,escudriñando el negativo de los recovecos más íntimos del cuerpo de la zarina.

Y por cierto que lo escatológico expande su presencia, hasta casi asfixiar a ese marinerito:

Observen si no lo que se encuentra en la parte superior del plano, tras él: mágicamente, se ha abierto la misteriosa caja negra.

¿Recuerdan?

Podemos ya saber que lo que se encontraba y encuentra en su interior era una cuña.

Y una cuña que, hay que añadirlo, el cineasta se ha molestado en hacer visible en este plano, pues en el anterior, aun estando ahí, permanecía invisible, en la misma medida en que se hallaba cerrada la caja que la guardaba.

De manera que el cuarto de baño no nos aleja, pues, del tema mayor de la secuencia, que no es otro que el de la cama de la zarina.

Pues en él hemos encontrado sus sábanas y la cuña, aparato excrementicio específicamente destinado a ser empleado en su interior. n

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4. Arte, enunciación y experiencia

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
El dormitorio de la zarina (Octubre)
Sesión del 19/01/2007
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 


Enunciación: arte vs comunicación

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“We must now set about building a proletarian socialist state in Russia.” V.Ulyanov (Lenin)

Ahora bien, ¿de quién es esa mirada que se aleja incómoda y acaba instalándose ahí, al raso de la noche?

Sabemos que es la mirada del cineasta, pues es él quien mueve la cámara sin que nada desde el interior de la narración lo motive.

Y es, por eso mismo, la mirada de quien firma el film.


Bien, sí, sin duda: es su mirada. Pero hay que añadir: es también la nuestra. Pues somos nosotros los que miramos ahora.


Y esto viene a cuento de una cuestión que, en mi opinión, suele ser mal abordada.

Se trata de una cuestión de teoría de la enunciación.

Y de una idónea para deshacer un equívoco demasiado presente en los estudios textuales modernos.

Me refiero a aquel que concibe el arte como un hecho comunicativo y al artista como un comunicador.

Es costumbre entender las figuras del enunciador y del enunciatario como figuras diferenciales.

Supongo que todos conocen algo de la teoría de la enunciación; estudia cómo se escribe en el texto la figura de quien lo habla y de quien lo escucha, de quien lo da y de quien lo recibe.

Simplificando, podemos decir que el enunciador de un texto es la figura que en él puede reconocerse de quien lo escribe. Y, a su vez, el enunciatario es la figura que en el texto se reconoce de quien lo lee.

No son figuras de carne y hueso, sino textuales.

Nos bastará con esto, aunque creo que todo el mundo -todo el mundo que se dedica a estas cosas a las que nosotros nos dedicamos- debería leer a Emile Benveniste, el creador de la teoría de la enunciación.

Pues bien, sin duda tiene sentido concebir como diferenciales las figuras del enunciador y del enunciatario en los análisis de los procesos y los usos comunicativos.

Cuando le dicen a su frutero, póngame unas manzanas, por favor, sin duda el enunciador de su discurso es del todo diferente de su enunciatario.

El primero es un comprador, y el segundo un frutero.

Eso sucede así, de manera general, tanto en los discursos pragmáticos como en los publicitarios.

Pero sucede que no todos los usos del lenguaje son comunicativos. Los textos artísticos, por jemplo, son de una índole del todo diferente.

Y es precisamente en el campo de la enunciación donde la diferencia se hace más evidente.

¿Por qué?

Acabo de mostrarlo de manera práctica: el plano que analizamos no ubica a su enunciatario en un lugar diferente al de su enunciador sino, exactamente, en el mismo lugar.

Pues, ¿quién mira en ese plano sino, sucesivamente, el enunciador y el enunciatario?

Así, ante él, el espectador ocupa el mismo lugar que ocupara el cineasta, como, por lo demás, el lector ocupa siempre el lugar del escritor.

Y, muy exactamente, el mismo lugar.

Pero eso sí, hay que insistir en ello: si ambos se colocan en el mismo lugar en el espacio virtual del film, lo hacen en momentos diferentes del tiempo.

De manera que yo, espectador, estoy -visualmente- allí donde él, el cineasta, estuvo cuando rodó el plano.

Lo que nos sirve para situar, de un solo golpe, la idea básica de la concepción del arte que les propongo. Les decía: el arte no es comunicación. Lo que en un film se juega no es recibir un mensaje, ni descodificar la significación que en él nos sería ofrecida; ni siquiera se trata, en el límite, de descifrar un secreto que en él pudiera encontrarse escondido.


El texto artístico como experiencia cristalizada

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Por el contrario: se trata de una cosa bien diferente: de rehacer una experiencia.

El lector, en tanto que lee, rehace -y hace suya- esa experiencia que fue la del escritor mientras escribía.

Y si lo hace, quiero decir, si puede hacerlo, es, sencillamente, porque esa experiencia ha quedado ahí, en el texto, cristalizada.

Como ven, acabo de ofrecerles una definición del texto que en todo se aparta de los moldes comunicativos: les invito a concebir el texto como espacio de una experiencia cristalizada que aguarda ser revivida.

El lector rehace esa experiencia en tanto que deletrea las palabras que el escritor escribió.

E igualmente la rehace en tanto visita los lugares donde el cineasta rodó y mira las imágenes que el cineasta miró.

Por eso, cuando les invito a leer despacio, a deletrear, les propongo un principio metodológico que no procede del exterior del texto, sino del núcleo mismo de la experiencia artística que lo habita.

¿Qué por qué eso es así?

Porque sólo así es posible saber del sujeto.

Me refiero al auténtico sujeto que nos habita, que es cada uno de nosotros.


Subjetividad vs intersubjetividad: el lugar de lo real

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Pero debo advertirles que no me refiero a nada que tenga que ver con la intersubjetividad.

Las redes intersubjetivas son esas redes comunicativas a través de las cuales los sujetos intercambian significaciones.

En esas redes, los sujetos, la auténtica subjetividad que los habita, eso que yo les invitaría a denominar lo intrasubjetivo, sencillamente, se esconde.

¿Por qué? Porque es intransmisible. Y, por ello, de eso no es posible hacer un mensaje.

Puede parecerles opaco lo que les digo, pero ello se debe, sencillamente, a que se empeñan en entenderlo.

Hacen mal, porque eso de lo que les hablo es algo que no van a poder entender por más que se empeñen.

Y, sin embargo, es algo de lo que todos saben.

Y es que saber es algo muy diferente a entender.

Por ejemplo: ustedes saben a qué sabe una manzana.

Lo saben, pero no lo entienden.

Pues eso, el sabor de una manzana, es algo que no puede ser entendido. La prueba es sencilla: jamás podrán explicarle -comunicarle- a qué sabe una manzana a alguien que no la haya probado nunca.

De manera que, como ven, sólo se entiende lo que puede comunicarse. Y viceversa: solo puede comunicarse lo que se entiende.

Y, sin embargo, saben del sabor de la manzana. Lo saben porque lo han saboreado. Esa es la cuestión.

Permítanme otro ejemplo.

Hace algunas décadas que se ha puesto de moda decir que el sexo es comunicación, que las relaciones sexuales son relaciones comunicativas.

Y sin embargo hay una prueba evidente de que, en lo esencial, nada tienen que ver con eso.

Estriba en lo siguiente: no sólo no podrán explicar en que estriba el goce sexual a alguien que no lo haya experimentado nunca, sino que ése alguien, hasta que lo haya experimentado, dudará una y otra vez si eso de lo que le hablan le ha sucedido alguna vez.

Ya saben de lo que les hablo: ustedes también han sido adolescentes.

Y bien: el sexo está tan lejos de la comunicación como el arte mismo.

Y en ambos, por cierto, lo que está en juego no es el placer, sino el saber insólito de lo real.


Barthes y el origen de la literatura

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Por lo demás, todos saben de la impotencia que han experimentado ciertas veces, cuando intentaban comunicar a otro la más íntima, la más personal de sus experiencias.

Así explicaba Rolland Barthes el origen de la literatura a través de un ejemplo realmente expresivo. Hablaba de alguien que trataba de manifestar su sentimiento hacia un amigo que había perdido a su ser más querido.

Esa persona ensaya todas las fórmulas que el lenguaje le ofrece, pero siente que ninguna de ellas le permite transmitir fielmente su verdadero sentimiento.

Dice Barthes entonces: ante esa impotencia comunicativa, no queda otro remedio que inventar la literatura.

Pues bien, estoy del todo de acuerdo con Barthes en que ese es el origen de la literatura, pero no comparto la explicación teórica que da de ello.

Pues él pensaba que sólo la originalidad, y por tanto la reinvención del lenguaje, haría posible expresar de manera auténtica ese sentimiento.

De manera que la suya era, después de todo, una explicación que seguía entendiendo el arte como una actividad de índole comunicativa.


El núcleo incomunicable del ser

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Insisto en que estoy de acuerdo con Barthes en que el arte responde a esa problemática, pero estoy convencido de que lo hace de otra manera: no inventando nuevos signos, sino construyendo un espacio -y por cierto que uno densamente matérico- de experiencia.

Pues lo que constituye ese núcleo radicalmente singular, irrepetible, de nuestro ser -y de nuestra experiencia del ser- es siempre incomunicable.

¿Cómo podría ser transmitible a través de los signos nuestro ser irrepetible cuando lo propio de los signos es, precisamente, el poder repetirse? -De hecho, ellos son lo único que se repite en el mundo de lo real; por eso son la condición del pensamiento, la estructura misma del concepto.

Pero también por ello, lo que escapa al ser genérico del concepto deviene a la vez incomunicable e ininteligible.

Por eso el maestro zen no responde a las preguntas de su discípulo. Y pierde el tiempo éste si intenta interpretar los insólitos enunciados que su maestro le devuelve en su lugar.

Pues el principio básico de su método de enseñanza se reduce a esto: si quieres aprender lo que yo sé -viene a decir, sin decirlo, el maestro- no pierdas el tiempo interpretando lo que digo, y repite el camino que yo he hecho.

Pero ni siquiera eso dice, pues sabe que incluso eso, si es dicho, será mal interpretado.

Y ello porque el Yo cree que lo entiende todo. Motivo por el cual no se entera de nada.

Pero, después de todo, es posible también decirlo con palabras de Goya:

«El pretender que se comuniquen dos entendimientos es quimera: jamás puede concebirse por dos una misma cosa: la fuerza de la Imaginación sólo la explica el Pintor con la ejecución y excediendo la mano a aquélla ha logrado el efecto y consigue el fruto de su estudio mental. Esto se llama ser original y de otra forma copiador o mercenario.» n

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9. El punto de quiebra del discurso lacaniano

 


Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
Psycho y la Psicosis I – Marion
Sesión del 02/12/2011
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

El contenido de esta sesión puede encontrarse en el siguiente enlace:

  • El punto de quiebra del discurso lacaniano, en Trama y Fondo. Lectura y Teoría del Texto nº 32, 2012
  • 3. La hora de la Revolución

    Jesús González Requena
    Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
    El dormitorio de la zarina (Octubre)
    Sesión del 12/01/2007
    Universidad Complutense de Madrid

     

       

       


      Palabras mencheviques, risas bolcheviques

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      And… at the Congress… The Mensheviks “discoursed”.

      En el Congreso de los Soviets, los mencheviques hablan, discursean.

      We must try to settle this sad misunderstanding peacefully, without fighting, without bloodshed.

      Pero sus blandas palabras no nublan la lucidez de los auténticos revolucionarios. Tan sólo les hacen sonreír,

      hasta partirse de risa, a mandíbula batiente.

      A la vez que hacen que el sano pueblo campesino se adormezca de aburrimiento.

      El cineasta, no menos que el bolchevique -pues se quiere uno más de entre los bolcheviques: su portavoz cinematográfico- se burla igualmente de los mencheviques.

      Y lo hace a través de la parodia, mostrando su parecido con las formas del antiguo régimen.

      Los mencheviques son, nos dice, blandos como ángeles barrocos.

      Sus palabras son débiles como la música del arpa,

      sólo capaz de adormecer al pueblo, cuando no de incomodarlo con sonidos demasiado refinados que no puede comprender.


      Las vanguardias artísticas

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      La vanguardia artística quiere fundirse con la revolucionaria y por eso impugna el arte del pasado, como ésta impugna sus instituciones políticas.

      Y por cierto que éste es un hecho notable, al que, pienso, no se le ha prestado la debida atención.

      Me refiero a esa tendencia compulsiva, que caracterizara prácticamente a todas las vanguardias históricas, a despreciar, rechazar y atacar no sólo al arte del pasado, sino al arte mismo.

      Vean su equivalente, por ejemplo, en el cabeza de fila del surrealismo cinematográfico:

      Sólo dos años después de Octubre, La edad de oro, de Luis Buñuel ponía así en escena el rechazo vanguardista del arte.

      Late, en ello, la idea, insistentemente repetida a lo largo del siglo XX en las más diversas formulaciones, de que el arte sería algo esencialmente imaginario, algo que habría que colocar, por eso mismo, del lado de la mentira o, cuando menos, del espejismo.

      ¿Una suerte de opio, entonces, como la religión?

      ¿O como el discurso de los mencheviques?

      Tal es, al menos, lo que en Octubre puede leerse: el arte, la religión y los mencheviques son puestos del lado de la mentira.

      ¿Qué se pone entonces del lado de la verdad?

      O, para formular la cuestión con más precisión: ¿dónde se localiza la verdad?

      En seguida veremos como el film responde a esta cuestión.

      Pero antes debemos reparar en la insistencia de la presencia de los ángeles en Octubre.

      Y especialmente en la de éste que se encuentra en lo alto de la columna que preside la gran plaza del Palacio de Invierno.

      ¿Por qué esa insistencia?

      La respuesta es evidente: los ángeles son -y en cierto modo no son más- que mensajeros, portadores de palabras.

      Portadores de las palabras de Dios, como se manifiesta tan expresamente en esta imagen: lo que el ángel porta es la cruz, el símbolo central del cristianismo, de su mensaje de muerte y redención.

      Pero a la vez, nos dice Eisenstein, son sostenedores del poder zarista.

      Y ya saben que, de acuerdo con la tremenda simplificación bolchevique, en Octubre Kerenski y sus mencheviques -es decir: los socialdemócratas de la Rusia de entonces- no son más que defensores objetivos del antiguo régimen.


      El tiempo de las palabras ha terminado

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      Estamos todavía en el tiempo de calma que precede a la tormenta revolucionaria.

      Un silencio absoluto reina en el Palacio de Invierno,

      en el que reside el paralizado, enmudecido, Gobierno Provisional.

      En el Congreso de los Soviets bulle la pasión revolucionaria,

      mientras que los mencheviques hablan y hablan.

      Frente a ellos, los bolcheviques quieren forzar los acontecimientos históricos.

      No habrá paz.

      El bolchevique ríe de nuevo. Pues él sabe lo poco que valen las palabras. Tan poco como los ángeles barrocos o las arpas de la música clásica.

      Él sabe que lo que vale es otra cosa.

      ¿Qué?

      ¿Dónde localiza Octubre la verdad que no se da en el territorio del arte, los símbolos y las palabras?

      ¡Proletario, aprende a usar tu rifle!

      Escalofriante, ¿no les parece?


      ¡Proletario, aprende a usar tu rifle!

      Contra los ángeles barrocos, las harpas y las palabras, la vanguardia reclama los eficaces mecanismos de la modernidad.

      Y así, en el límite de la abstracción, Octubre nos ofrece, con su música visual fría y precisa, la apología del fusil de repetición.

      Y es que

      El tiempo de las palabras ha terminado.

      Nos lo dicen las vanguardias al unísono, la vanguardia política y la vanguardia artística: Ha llegado el tiempo de los cañones de la revolución.

      Del ocaso absoluto del mundo antiguo.


      La hora de la revolución

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      Es la hora de la victoria de la Revolución.

      Aproximadamente las 2 de la madrugada del 26 de Octubre de 1917.

      La hora de la revolución: con ella ha de acabar la oscuridad.

      Y llegar la luz.

      Pero, cabe añadir, se trata tan solo de luz eléctrica.

      Pues, como les decía, Octubre acaba de noche. Nunca veremos amanecer.

      Y recuerden como llega ese final.

      Aplauden, entusiasmados, los obreros.

      Aplauden los soldados.

      Lenin ocupa el estrado.

      Su mera presencia -el culto a la personalidad ha comenzado a emerger- despierta por fin a los campesinos, que se suman a los aplausos, también ellos entusiasmados.


      “Comrades! The Worker’s and Peasant ‘s Revolution, which the Bolsheviks have always deemed necessary, has been won!”

      Lenin proclama la victoria de la revolución.


      Wednesday, October 25 (November 7)

      Thursday, October 26 (November 8)

      Decree of peace.

      Hace aprobar los primeros decretos del nuevo poder soviético.

      Decree of land.

      “We must now set about building a proletarian socialist state in Russia.” V.Ulyanov (Lenin)

      Y declara llegado el momento de comenzar la construcción del Estado Proletario Socialista en Rusia.


      Posmodernidad

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      ¤

      Las masas le aplauden enfervorizadas. Y justo entonces, en el momento de la apoteosis revolucionaria, la cámara se aleja.

      Sale al exterior, quedándose ahí, ante la fachada del Instituto Smolny, esa sede del Congreso de los Soviets en cuyo interior los revolucionarios han comenzado la construcción del nuevo Estado y, sobre todo, aunque esto no se dice explícitamente en el film, esa otra construcción, mucho más inquietante, que es la del hombre nuevo.

      Como les decía, la revolución ha traído un nuevo Estado, pero no el amanecer.

      Pues el film acaba de noche.

      Un plano, les decía también, en extremo extraño para concluir un film que se pretende apología de la revolución, pues no hay en él ningún signo, ningún emblema de la revolución. Ni siquiera un simple revolucionario.

      Sólo una más de la multitud de fachadas neoclásicas que llenan el San Petersburgo imperial.

      Por lo demás, si de lo que se tratara fuera de mostrar el edificio donde estaba instalado el Estado Mayor de la revolución, la cámara estaría más lejos.

      Mas no. Está cerca del edificio, pero a la vez separada de los que se encuentran en su interior.

      Es pues la mirada de alguien que se siente separado y sólo, en una noche fría, sin amanecer y, por tanto, sin horizonte.

      ¿Pueden imaginar una imagen más apropiada, entonces, para perfilar esa desaparición del horizonte histórico que caracteriza a este periodo desconcertado que vivimos y que se ha dado en llamar posmodernidad?

      Se ha insistido en fijar el comienzo de la posmodernidad en los años ochenta, mas, por mi parte, no puedo por menos que expresar mi rotundo desacuerdo.

      Mi impresión es que la Posmodernidad comienza en el momento mismo en que la Modernidad comienza a realizarse con su asalto al poder político en los tiempos de la revolución francesa.

      Existe ya desde entonces la Posmodernidad, como la otra cara, oscura, de la Modernidad triunfante.

      Sus primeras figuras, por cierto que emblemáticas, fueron por eso Goya y Sade.

      Pero no es ahora el momento de tratar de convencerles de ello.

      Me conformo con hacerles ver hasta que punto Octubre, la crónica oficial de la revolución soviética realizada en 1927, es ya un film plenamente posmoderno, a pesar incluso de la voluntad de su cineasta, quien siempre quiso ser un buen revolucionario, aunque nunca pudo lograrlo del todo.

      Si lo consigo, seguramente acabarán por familiarizarse con mi idea de una posmodernidad que comienza en la revolución francesa.

      Pues, no se si lo han pensado alguna vez, la revolución rusa se parece mucho a la francesa, tanto en su cadencia, como en su combinación de bellos ideales y salvaje carnicería.

      En el final del film, entonces, ningún horizonte y ningún amanecer.

      En su lugar tan sólo este extraño plano que, como les mostraba en la sesión anterior,

      corresponde desde luego al Instituto Smolny,

      pero que, tal y como es mostrado,

      podría corresponder igualmente

      a la fachada lateral del edificio del Almirantazgo que se encuentra frente al jardín que el último zar hizo construir para su esposa en la fachada oeste del Palacio de Invierno.

      Ambivalencia radical la de la enunciación en el final de Octubre que, les decía, traduce muy bien la ambivalencia misma de la posmodernidad en su conjunto.

      No sólo la perdida de horizonte, sino también su fascinación por las formas artísticas del pasado, pero sólo una vez descontextualizadas, vaciadas de su sentido y, muchas veces, incluso parodiadas.


      El plano final

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      Ahora bien, ¿qué motiva ese movimiento de alejamiento?

      ¿Por qué, en un momento dado, el cineasta no ha podido permanecer ahí dentro y ha tenido que salir a este lugar imposible, entre el presente que de pronto parece ya no poder soportar y el pasado que también de pronto, inesperadamente incluso para él mismo, comienza a añorar pero al que ya le es imposible volver?

      ¿Qué ha sucedido?

      Algo ha cortocircuitado su entusiasmo revolucionario.

      Y eso sucede en el mismo momento en que la revolución derrumba el antiguo régimen y un instante antes de que comience la construcción del nuevo.

      Como si su deseo no pudiera ir más allá del movimiento destructivo de la revolución, es decir, como si le fuera imposible hacer suyo ese otro movimiento constructivo que ahora va a comenzar; como si no pudiera reconocerse en el hombre nuevo que, se supone al menos, va a nacer con él.

      Yo diría que si, de pronto, descubre que no soporta permanecer ahí, es porque descubre, inesperadamente, que no puede hacer suyo este entusiasmo.

      Que no puede participar de esta risa.

      Y que por eso se ve impulsado a tomar distancia, a alejarse de ella.

      Diría que, de pronto, le produce un escalofrío mucho mayor que el que inevitablemente va a sentir cuando, terminado el movimiento de alejamiento

      se encuentre solo ahí fuera, suspendido entre el futuro y el pasado.

      Desconcertado y solo.

      ¿Que ha visto, de pronto, en esa risa?

      Yo diría que algo que está directamente ligado al motivo que le empuja a acabar su film volviendo a esa noche negra de la pesadilla en la que -como en tantos otros textos de vanguardia- el final del film se enrosca con su comienzo.

      ¿De qué estoy hablando?

      ¿Pero es que no les recuerda a nadie este hombre de risa franca,

      hijo del pueblo y militante revolucionario?

      Fíjense en su sonrisa.

      Y sobre todo en esa mirada aparentemente risueña, pero sobre todo penetrante, fría y desconfiada.

      Podrían ser los rasgos de un paranoico.

      Sí, no hay duda: no siendo él, es esencialmente él.

      Ya está ahí.

      Ahora bien, la cuestión es: ¿en qué momento esa risa ha comenzado a parecerle insoportable a la enunciación del film?

      Podría decir al cineasta, pero prefiero decir a la enunciación del film, para mejor evitar que se entienda que estoy hablando de algo parecido a una decisión consciente por parte de Eisenstein.

      Pues es un hecho que durante cierto tiempo no sólo la soportó, sino que se entusiasmó con ella y con todo lo que tenía que ver con ella.

      Lo prueba el comienzo del film que han visto hoy, como lo prueba la apología del fusil de repetición.

      De hecho, todo parece indicar que Eisenstein la percibió, a esa mirada y a esa risa, como el modelo mismo de la franqueza revolucionaria.

      Entonces, ¿en qué momento eso cambió?

      Podríamos decir que eso debió suceder en la mesa de montaje.

      Y por cierto que conviene que tengan en cuenta esto: que en la mesa de montaje el cineasta está siendo el primer espectador del film en el momento mismo en que está terminando de ser su autor.

      Él, ahí, sentado ante la moviola, se encuentra en el lugar en el que ello, es decir, la cámara, es decir por tanto, la enunciación, estuvo.

      De manera que lo que ha provocado ese final se encuentra en el film mismo.

      En la experiencia misma del rodaje que, luego, debió rehacer en la moviola, y que, todavía más tarde, rehacemos, a nuestra vez, nosotros mismos como espectadores del film.

      Busquemos, pues, ese momento.


      El reloj y el búho

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      Pues, ¿no es sobre cierto momento sobre lo que gira todo en el film?

      Lo que nos devuelve a nuestro punto de partida de hoy.

      Un reloj que acusa un momento decisivo. ¿El de la revolución? Sin duda.

      Pero quizás también, simultáneamente, aquel en el que el deseo de la revolución muere. Y que puede ser también el momento en que la revolución se realiza.

      En todo caso, como les decía, la luz que la revolución enciende no es, para nada, la luz del amanecer, sino sólo una artificial y deficitaria luz eléctrica.

      ¿Y si la posmodernidad fuera el efecto mismo de la realización de la revolución?

      Por cierto que es ésta una imagen fuertemente expresiva de la nueva percepción relativista del tiempo y de las cosas que caracteriza a la posmodernidad.

      Todas, las horas, de todas partes, caben en este reloj de Octubre.

      ¿No localiza eso una falla radical en el origen?

      Y por otra parte, ¿acaso no es el reinado de la noche lo que atestigua este reloj mundial que tiene cara de búho?

      ¿O es que no se la ven? ¿Piensan que exagero?

      Quizás exagere, pero no soy yo quien lo hace, sino el cineasta, Sergei Mijailovich Eisenstein, pues es él quien ha visto, en este reloj, la cara del búho.

      Lo prueba el que, en otro momento del film, para expresar visualmente la proximidad del final de la tregua concedida por los asaltantes a los defensores del Palacio de Invierno, introduce está imagen:

      Y bien, el búho es una figura de la noche de larga y densa raigambre simbólica.

      Es, nos dicen por ejemplo Chevalier y Gheerbrant, símbolo de tristeza y oscuridad, de retirada solitaria y melancólica.

      Pero caray, esos son todos los rasgos con los que describíamos el otro día las connotaciones que emanaban de la imagen final del film.

      Pero es especialmente notable lo que el búho simboliza en la mitología de la China antigua,

      «En la China antigua el búho desempeña un papel importante: es un animal terrible supuestamente devorador de su madre. Simboliza el yang e incluso el exceso de yang. Se manifiesta en el solsticio de verano y se identifica al tambor y al rayo. […] Exceso de yang: el búho provoca la sequía; los niños nacidos el día del búho (solsticio) son de carácter violento (tal vez parricidas) […]. Sea lo que fuere, el búho siempre se considera animal feroz y nefasto.”

      «Chevalier y Gheerbrant: 1969: Diccionario de los símbolos, Herder.)

      Esto es algo que seguramente Eisenstein conocería, dada no sólo su proverbial erudición, sino también su especial interés por las culturas orientales.

      Un animal terrible, feroz y nefasto.

      Devorador de su madre.

      Parricida.

      Y hay que añadir: despierto durante la noche, insomne.

      ¿No nos devuelve eso todos los términos de la pesadilla que late en Octubre, esa pesadilla que es la otra cara de la Revolución, como la Posmodernidad es la otra cara de la Modernidad?

      Pero quizás conviniera cambiar el orden de los elementos suministrados por el diccionario de Chevalier y Gheerbrant y, así, referirlos por el orden en el que se presentan en Octubre: feroz y nefasto parricida, devorador de su madre e insomne.

      Parricida:

      Las masas, de pronto, han desaparecido.

      Es el film mismo el que, en un denso clima de pesadilla, pone en escena la mutilación y el descuartizamiento de aquel al que el pueblo ruso llamara el padrecito zar.

      ¿Acaso no fue uno de los tópicos de las vanguardias históricas la necesidad, falsamente atribuida a Freud, de matar al padre?

      El padre es descuartizado, castrado, convertido en un gigantesco muñón.


      Seis tesis sobre el texto artístico

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      Permítanme que, para acabar hoy, les resuma esquemáticamente los presupuestos teóricos fundamentales de lo que estamos haciendo y de lo que se hará tanto más visible según este seminario prosiga:

      Tesis 1:

      La experiencia estética no es un proceso comunicativo.

      Tesis 2:

      El texto artístico no es un mensaje, sino un espacio de experiencia.

      Tesis 3:

      El autor de un texto artístico quiere decir, pero no sabe qué.

      La creación del texto artístico es la experiencia de hacer emerger ese qué: el deseo inconsciente que habita a su autor.

      Tesis 4:

      En todo auténtico texto artístico existe una verdad: la verdad del deseo inconsciente de su autor.

      Tesis 5:

      El espectador no descodifica el mensaje que el texto ofrece, sino que rehace, y así hace suya, la experiencia del cineasta.

      Tesis 6:

      El espectador del film no es otro que el sujeto del inconsciente. n

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    2. Un acto fallido

    Jesús González Requena
    Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
    El dormitorio de la zarina (Octubre)
    Sesión del 01/12/2006
    Universidad Complutense de Madrid

     

       

       


      La objeción necesaria

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      Y bien: hoy alguien debería tomar la palabra para discutir la sesión del último día.

      Pero claro, sólo podría hacerlo quien se hubiera puesto a trabajar. ¿Hay alguien en condiciones de formular esa objeción necesaria?

      Atiendan a estas imágenes, que ponen en cuestión seriamente algunas de las afirmaciones que hice el primer día:

      No hay duda: el cartel,

      por utilizar el deíctico This y especialmente por los puntos suspensivos en que concluye su texto, identifica a la imagen que le sigue

      como la fachada del Smolny, sede del Congreso de los Soviets que se dispone a comenzar sus sesiones.

      La cosa es indiscutible.

      Con lo cual, resulta obligado admitir que la imagen que abre el plano final

      -aunque no lo cierra, pues, como les insistí en ello, ese plano acababa con el negro de una noche absoluta- es la imagen de la fachada del Smolny y no de la del Palacio de Invierno.

      Método experimental vs método experiencial

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      La letra del texto es inapelable.

      No hay duda de que me equivoqué cuando afirmé que esta imagen correspondía al Palacio de Invierno.

      Pero bueno, en todos los procesos de investigación se comenten errores. Y recuerden lo que les decía el otro día: este seminario es un laboratorio en el que se desarrolla una investigación…

      El asunto es, reconocida la confusión: ¿qué debemos hacer a continuación?

      Si el método de este seminario fuera experimental, deberíamos, sin más, desechar el error, corregir la hipótesis y seguir trabajando como si no hubiera pasado nada.

      Pero el método de este seminario no es experimental, sino experiencial. O en otros términos: no es un método que pretenda alcanzar la objetividad a costa de excluir la subjetividad.

      No podía serlo porque si en el análisis del texto artístico excluimos la subjetividad no queda nada de él.

      Quiero decir: quedan, por supuesto, sus aspectos comunicativos, sociológicos, ideológicos, etc., pero no queda nada de su dimensión estética, dado que ésta es netamente subjetiva.

      Evidentemente, si la dimensión estética es subjetiva, nuestro método de trabajo, aunque pretenda ser racional, no puede ser, sin más, objetivo, pues en tal caso se nos escaparía totalmente la índole específica de nuestro objeto.

      Pero no es esta una situación nueva en el campo de las ciencias humanas. Quiero decir: el problema que les planteo es el mismo que viene afrontado desde hace ya un siglo el psicoanálisis.

      Ahora bien, trabajar con la subjetividad no quiere decir que todo vale. El psicoanálisis en sentido estricto, freudiano, no participa del tópico de las múltiples de interpretaciones posibles de un texto.

      Y la teoría del texto que les propongo -y que concibe al psicoanálisis como una región central de una ciencia general de los textos- tampoco.

      En los textos está escrito lo que está escrito.

      Dense cuenta: he dicho que algo que dije el otro día era un error: que el texto lo desautorizaba. Que lo desautorizaba, al menos, dicho en la forma en que lo dije.

      Ahora bien: ese error es un error subjetivo que ha tenido lugar en el proceso de investigación, es decir, en el proceso de lectura, de experimentación subjetiva del texto.

      Lo que nos obliga a interrogarlo. Pues, en un proceso como éste, todo error puede ser un acto fallido y, por tanto, contener una determinada verdad.

      Procedamos, pues, a ello.


      Análisis de un acto fallido del analista

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      Para la preparación de la sesión del viernes pasado me concentré en la parte final del film, básicamente en la parte que les he mostrado hoy en al comienzo de la sesión.

      ¿Por qué empezar por ahí en esta nueva aproximación a Octubre?

      En el comienzo del seminario del año pasado visionamos tres películas: El gabinete del doctor Caligari, Metrópolis y Octubre. Mi intención era aproximarme a un nudo temático que hace tiempo vengo considerando esencial para comprender tanto el arte de las vanguardias como el cine postclásico contemporáneo.

      Se trata de la presencia simultánea y relacionada del desmoronamiento de la figura paterna y de la emergencia, directamente ligada con ello, de la presencia de un poderoso fantasma femenino, materno.

      Ya había tenido ocasión de constar ese conjunto temático en seminarios de años anteriores en obras tan diferentes como Léolo, El club de la Lucha o La edad de oro. -del primero publiqué con Amaya Ortiz de Zárate un libro hace ya algunos años, sobre los otros dos van a salir en breve plazo los libros correspondientes.

      Pero de los tres textos sólo dio tiempo a trabajar uno: El gabinete del doctor Caligari.

      Y, sólo al final, pudimos comenzar el análisis de Octubre, ocupándonos de la secuencia del comienzo, que conforma la más espectacular y poderosa de las escenografías del desmoronamiento de la figura paterna, encarnada por la efigie del zar.

      Me comprometí a comenzar este año prosiguiendo ese análisis y ocupándome de la otra cara de la cuestión: de la presencia de ese fantasma femenino, materno, que imponía su dominio en Octubre a partir de ese desmoronamiento.

      Tenía en la cabeza, desde luego, esta secuencia:

      Como ven, la película que comienza con una suerte de crimen ritual que descuartiza al padre zar, termina en otra en la que es violentada la cama de su esposa la zarina.

      Es notable el contraste entre el carácter centrífugo de la primera secuencia -los miembros del zar son arrancados y alejados de su cuerpo- y el carácter centrípeto de la segunda: tras dar varias vueltas en torno a esa cama, los revolucionarios, finalmente sintetizados en un marinero tan furibundo como desconcertado, termina por subirse a la cama de la zarina para hundir en ella su bayoneta.

      Y lo más notable: que ésta parece ser la única secuencia que se le ocurre al cineasta para dar imagen y culminación plástica a la victoria revolucionaria.

      Ese es el motivo por el que comencé a trabajar por el final del film.

      Y por eso acabé ocupándome del plano final, a la vez que asociaba a él el Palacio de Invierno en el que esa profanación tenía lugar.

      Ahora bien, ¿por qué llegue a convencerme de que esa imagen correspondía al Palacio de Invierno que, en el momento que el film presenta, es la sede del Gobierno Provisional nacido de la revolución de febrero, y no a ese otro edificio que se le oponía totalmente en el plano narrativo, el Instituto Smolny, donde se hallaba reunido el Congreso de los Soviets? ¿Por qué llegue a olvidar que existía ese preciso encadenamiento de esos dos planos que ponen nombre a esa fachada con la que se cierra el film?

      Porque la verdad es que he visto muchas veces Octubre

      De hecho en mi libro sobre Eisenstein -eso sí, es antiguo, fechado en 1988 aunque reeditado hace pocos meses- no sólo dedicaba un largo capítulo a esta película, sino que retornaba a ella en múltiples ocasiones pues, en mi opinión, la crisis estética decisiva en la vida de Eisenstein está escrita en su mismo interior.

      Tendremos ocasión de hablar sobre ello.

      Pero a lo que iba: con ese motivo vi la película muchas veces. Y volví a verla el año pasado, a propósito de un par de seminarios veraniegos que le dediqué nuevamente.

      Pero lo más notable es que, repasando todos esos datos, llegué a recordar que en alguna página web había visto algún edificio ligado a la familia real rusa que llegué a pensar que correspondía a esa fachada.

      Y llegué a recordar también, para mi sorpresa, que ya cuando escribí el libro había llegado a atribuir esa imagen final al Palacio de Invierno para luego descartarla por constar que en el film mismo era identificada como perteneciente al Smolny.

      De manera que era ya evidente que se trataba de un acto fallido.

      Pero, ¿de qué tipo? ¿Uno que encerraba una resistencia mía frente al texto? ¿O uno que traducía una percepción inconsciente de cierta verdad del texto de difícil acceso?

      Ambas cosas, probablemente.

      ¿Qué hacer?

      Decidí ponerme a investigar de nuevo toda la cuestión. Pues, en cualquier caso, constataba que algo en mí se empeñaba en ligar esa imagen con el Palacio de Invierno y la zarina.


      Cierta dificultad de ver

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      Y al reexaminar el texto desde este punto de vista lo primero que constaté es lo fácil que era confundirse a este propósito. Pues aunque narrativamente ambos edificios, el Palacio de Invierno y el Smolny, son antagónicos, no lo son tanto estéticamente.

      El Palacio de Invierno es en parte barroco tardío y en parte neoclásico y el instituto Smolny es netamente neoclásico.

      Ambos pertenecen al San Petersburgo zarista.

      Y cuando, procediendo a la contextualización histórica, se constata esto, resulta ya fácil relativizar en parte ese antagonismo narrativo.

      A fin de cuentas el presidente del gobierno provisional que ocupa el Palacio de Invierno es un menchevique -el propio Kerensky- y son mencheviques los líderes de la mayoría en el Congreso de los Soviets.

      Aunque se olvida con facilidad, conviene recordarlo: los bolcheviques dieron un golpe militar contra la voluntad de un parlamento democrático.

      Pero sobre todo: aunque los grandes edificios y estatuas del San Petersburgo zarista constituyen la escenografía constante del film, casi nunca son mostrados de día y sus edificios nunca son filmados completos.

      La única excepción por lo que se refiere al tratamiento de la luz es la secuencia de la apertura de los puentes, única que se desarrolla a plena luz del día.

      Pero por lo que se refiere a los dos edificios centrales del film, el Palacio de Invierno y el Instituto Smolny, nunca son mostrados ni de día ni completos.

      Por el contrario: son siempre filmados parcialmente y entre brumas.

      Veamos la primera aparición del exterior del Smolny:

      No se ve gran cosa, ¿verdad?

      Pues la única otra imagen exterior de este edificio es la que nos ocupa, que se repite tres veces en el film:

      00-50-47-08

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      Un imagen, no hay duda de ello, no sólo nocturna, sino acentuadamente parcial.


      Fragmentos del Palacio de Invierno

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      ¿Y qué sucede con el Palacio de Invierno?

      Es realmente notable que uno sólo termina de darse cuenta de ciertas cosas cuando se plantea ciertas preguntas.

      Quiero decir: sólo ante el problema generado por la discriminación de esta imagen he llegado a darme cuenta de hasta qué punto el Palacio de Invierno, el espacio central del film, nunca es realmente mostrado en Octubre.

      En un momento dado aparece Lenin en el interior del Smolny disfrazado

      Y totalmente concentrado en un plano del Palacio de Invierno.

      Esta es pues la primera aparición del palacio: no en sí mismo, sino solo a través de su representación en un mapa.

      Lo más notable es que será esta la única imagen que el film ofrecerá del edificio completo.

      A partir de aquí ya sólo nos será permitido ver fragmentos del mismo.

      Especialmente de su gran plaza.

      Pero el edificio que se muestra al fondo no es el palacio, sino otro que se encuentra frente a él.

      Del palacio, aquí, sólo vemos su puerta.

      Es decir: no vemos el palacio, sino que, en rigor, vemos desde el palacio.

      Más tarde se nos ofrecerán algunos fragmentos de ese edificio colateral, construido como primera sede del museo real, que es el pequeño Hermitage: parte colateral del conjunto del Palacio de Invierno, pero parte construida para museo y por tanto en la que no residía la familia real.

      Y, en lo que sigue, tanto más la narración se centra en el combate en el palacio, tanto más éste se difumina.

      Sólo vemos aspectos confusos de su fachada.

      Y sobre todo figuras femeninas que miran desde él.

      Hay en cambio, y esto no deja de ser notable, imágenes mucho más nítidas, aunque siempre oscuras, de su interior.

      Pero por lo que a su exterior se refiere, las Imágenes, por ser en extremo parciales, impiden absolutamente toda visión global del palacio.

      Ausencia que es en cierto modo subrayada por la imagen del mapa cuando retorna

      y que es designada, señalada por el lápiz del cineasta, como el centro absoluto del film.

      Es como si la enunciación de éste estuviera tan dentro del palacio que le resultara imposible mostrarlo desde fuera.

      Como si le resultara imposible poseer una visión de conjunto de él, como si le fuera imposible, con respecto a él, tomar la suficiente distancia.

      Como si, por eso mismo, su única imagen global pudiera ser esa abstracción extrema que es la imagen del mapa.

      Se nos muestra, entre brumas eso sí, mucho mejor algún otro edificio que por lo demás, recuerda al Smolny sin serlo.

      Se trata de uno cuya ubicación, solo unos instantes antes, nos ha sido mostrada en el plano:

      Una vez más, este edificio pertenece al entorno próximo al palacio, pero no es del palacio.

      Insisto: imágenes fragmentarias, y más interiores que exteriores.

      Sólo fragmentos de la fachada.

      Que retornan una y otra vez.

      Imágenes, muchas veces, casi indiscernibles.

      Ni siquiera en el momento crucial del asalto logra verse el edificio asaltado.

      Esta es la imagen más amplia -y es bien estrecha- de la fachada que se nos ofrecerá en todo el film.

      Y si en un momento dado logramos ver aceptablemente una fachada, ello se debe a que es la del edificio que se encuentra al otro lado de la gran plaza que se encuentra frente al palacio.

      Todo confirma, pues, que algo impide al cineasta mostrar el palacio mismo.

      Por más que el film avance, solo nos son dados a ver aspectos parciales.

      Uno, desde luego, central: su puerta exterior.

      De manera que, o se es de San Petersburgo -cosa que ni siquiera sucede a la mayor parte de los rusos- o no hay manera de saber cómo es el Palacio de Invierno a través del film que, sin embargo, lo constituye en su centro dramático absoluto.


      Smolny: el ser que ha estado ahí

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      Y ahora volvamos al Smolny.

      Esta es la imagen más amplia que se nos ofrecerá de él. Como ven, en estas condiciones no parece fácilmente diferenciable del palacio.

      Las suyas son también imágenes fragmentarias.

      Mientras, los obreros armados no cesan de llegar al Smolny.

      ¿Y esto que es?

      El Monasterio Smolny, parte de un conjunto urbanístico al que pertenece también el Instituto.

      En seguida llega la imagen del Instituto tal y como aparecerá más tarde al final del film,

      seguida de un fundido en negro que cierra este bloque y que da paso al día de la revolución.

      Permítanme que retroceda para llamarles la atención sobre el especial y extraño aislamiento de que es objeto esta primera aparición en el film de la imagen que habrá de cerrarlo.

      La imagen del perfil oscuro del Monasterio elimina a los soldados, a los tanques y a la ciudad misma haciéndonos olvidar el frenesí del presente de los acontecimientos urbanos.

      Y llega luego un plano que nos saca totalmente de la ciudad

      De manera que cuando vemos finalmente la imagen de la fachada queda así extrañamente alejado, en el tiempo y en el espacio, de ese lugar donde entran y salen incansablemente los revolucionarios.

      Y ese efecto de separación se ve intensificado a su vez con el fundido en negro que sigue.

      Es obligado reconocerlo: algo extraño, especialmente aislado, late en esta imagen que será la escogida para concluir el film.

      Trece minutos más tarde, llega la serie demostrativa:

      Esta sí inequívoca.

      Pero la siguiente -la tercera- reaparición de la imagen vuelve a ser extraordinariamente ambigua.

      Vemos como, en el interior del instituto, se prepara el próximo congreso de los soviets.

      Viene luego una imagen en negro -la forma más intensa de separación -de ruptura de la continuidad- que existe en cine y solo luego, por fundido, aparece la fachada.

      A la que siguen imágenes fragmentarias del Palacio de Invierno y de sus defensores.

      Pero no: corrijamos: de sus defensoras.

      Pues la iluminación tiene buen cuidado en subrayar sus rasgos acentuadamente femeninos.

      Veámoslo de nuevo:

      Esta vez es una apertura desde negro la que parece separar nuestra imagen de las anteriores del Smolny.

      Y, por el contrario, la ausencia de fundido en negro tras ella sugiere que esta fachada tuviera que ver con la serie que sigue, que, como les digo, presenta imágenes del palacio de invierno y de sus defensoras, tomadas con el mismo ángulo que nuestra fachada y que nos introducen progresivamente en el Palacio de Invierno.

      Como si algo, en suma, empujara al cineasta a separar esa imagen del mundo masculino de los soviets y a ligarla con el mundo femenino del palacio.

      Y llegamos así a la última aparición.

      “We must now set about building a proletarian socialist state in Russia.” V.Ulyanov (Lenin)

      Ésta vez sí ligado al Smolny y cerrando un movimiento de alejamiento.

      Las masas, decíamos, aplauden enfervorizadas a Lenin.

      Pero la cámara se aleja.

      Sale al exterior. Y una vez ahí deja de alejarse.

      Se queda sola, en una noche fría -pues, insisto en ello, ningún amanecer se atisba al final del film.

      Hablo de la posición de la cámara, pero hablo igualmente, por ello, de la posición de la enunciación.

      De manera que el final sigue siendo extraño, distante, insólitamente desapegado de la revolución de la que trataba de hacer la apología.

      Es obligado preguntarnos: ¿a qué se debe el estatuto tan ambivalente de esta imagen?

      Y por tanto, a la vez, ¿cuál es la posición y la emoción del ser que, en un momento dado, ha estado ahí, detenido en ese lugar?

      Pues el cine participa siempre de esta fórmula: Yo, espectador, estoy ahí donde ello, la cámara, ha estado.


      El deseo que se dibuja desde la cara oeste del Palacio Invierno

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      Tratemos de poner algo de luz al asunto.

      Comencemos por el Palacio de Invierno.

      Aquí aparece visto desde el río Neva, fachada que nunca será mostrada por el film.

      Esta es la fachada opuesta, desde la gran plaza en la que se pondrán en escena las imágenes de las masas asaltando el palacio.

      Y ocupémonos ahora del Smolny:

      Les decía que la silueta de la segunda imagen de esta última serie es la del monasterio Smolny, que, contra lo que parece en imagen, no es necesariamente siniestro:

      Y por cierto que eso me invitaba a la confusión, pues sin duda no se parece nada al plano cuarto de la serie que muestra la fachada del instituto, de la que está, además, separado por el plano tercero que ni siquiera los que conocen el entorno paisajístico del conjunto podrían interpretar con facilidad como perteneciente a los jardines que rodean a ambos.

      Veamos ahora el Instituto Smolny, que forma parte de ese conjunto más amplio que rodea al monasterio.



      Qué diferente se ve aquí, ¿verdad?

      Pero lo notable es que en mi indagación petersburguiana he averiguado que hay otros edificios parecidos al Smolny que nos muestra Octubre.

      Por ejemplo éste:

      Se trata de la Academia de la ciencia.

      Y este otro se parece todavía más:


      Se trata ahora del Palacio Mikhailovsky, una de las sedes del Museo Ruso.

      Y es que San Petersburgo es una ciudad llena de edificios neoclásicos.

      Vean ahora la fachada menor del edificio del Almirantazgo:

      Este edificio nos interesa especialmente por el lugar de su emplazamiento.

      Se encuentra frente a un jardín que lo une más que lo separa del edificio que hay frente a él y que no es otro que el mismísimo Palacio de Invierno.

      Véanlo ahora al fondo desde lo alto de la columna de la plaza del Palacio de Invierno.

      En primer término, a la derecha, tienen la fachada principal del palacio de inverno.

      El Almirantazgo es el edificio que se encuentra frente a él del otro lado de la gran plaza. El siguiente mapa les ayudará a ubicar el conjunto.

      La imagen anterior estaba tomada desde lo alto de la columna que se encuentra próxima a la posición 1.

      De manera que esto es lo que se ve desde la cara oeste del palacio de invierno:

      Obsérvenlo ahora desde lo alto del tejado del Palacio de Invierno,

      tal y como podría verlo una de esas esculturas femeninas del palacio que tanto entusiasmaran a Eisenstein.

      A la izquierda, la cara oeste del Palacio de Invierno.

      Frente a él hay unos jardines, y del otro lado, ese edificio tan notablemente parecido al Smolny.

      Así lo podría ver la estatua, y sin duda también así debió verlo la última zarina, Alexandra, pues ella y su marido, el zar Nicolás II, tenían sus habitaciones en esta cara Oeste del palacio que tenía por frente al Almirantazgo.

      Y por cierto que la ventana desde la que podría verlo se encuentra en el film:

      Recuerden:

      Pero queda algo pendiente.

      Pues es evidente que la imagen final de Octubre,

      incluso si mostrara esa fachada del Almirantazgo que se encuentra frente al Palacio de Invierno, no estaría mostrada ni desde el tejado de éste

      -la mirada de la estatua-, ni desde la ventana de la zarina.

      ¿Desde dónde, entonces?

      Desde algún lugar que se localizaría en ese jardín que se encuentra entre ambas fachadas.

      Por cierto que es este un jardín muy interesante para nosotros, pues aunque existía ya en 1900

      No existió durante la mayor parte del siglo anterior, durante la que el edificio presentaba este aspecto:

      El jardín sólo fue construido a finales del siglo XIX, por el último Zar, Nicolás II.

      Y no es difícil imaginar que por deseo de su esposa la zarina.

      El caso es que sólo fue abierto al público tras la revolución. Hasta entonces era un jardín privado del palacio. De manera que es fácil imaginar a la zarina paseando por él, frente a esa fachada del Almirantazgo.

      Y si lo hacía de noche, ¿no sería algo parecido a esto lo que vería?

      Y probablemente se sentara a descansar en un banco como éste:

      ¿O fue Eisenstein quien, durante el rodaje de Octubre, y seguramente antes también, lo viera así, quizás incluso sentado en ese mismo banco?

      No hay duda: es el Smolny.

      Pero no hay duda, tampoco, de su extraordinario poder para evocar el Almirantazgo y, así, situarse, fantasmáticamente, en el Palacio de Invierno.

      O más exactamente: para situarse fantasmáticamente en el jardín de la zarina, con el palacio de invierno en contracampo.

      Ese banco no sería en cualquier caso un mal sitio para reflexionar sobre los sentimientos contradictorios que asaltaban al cineasta. Pues tanto más buscaba identificarse con los revolucionarios poniendo en escena su asalto al Palacio de Invierno -tal es el sentido tutor del film-, tanto más se intuía cautivado estética, personal, inconscientemente, por el universo de ese mismo Palacio de Invierno.

      Y la contradicción entre ambos deseos, ¿acaso no encuentra su mejor expresión en la soledad que late en quien mira en este plano final que cierra Octubre

      un instante antes de retornar a la noche de la pesadilla?



       

    1. El último plano

    Jesús González Requena
    Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
    El dormitorio de la zarina (Octubre)
    Sesión del 24/11/2006
    Universidad Complutense de Madrid

     

     


    La imagen final

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    Con esta imagen acaba Octubre, el film sobre la Revolución soviética que rodara Sergei Mijailovich Eisenstein en 1927 con todas las facilidades imaginables, pues el autor de El acorazado Potemkin era el más prestigioso y mundialmente reconocido cineasta soviético y su nuevo film estaba destinado a convertirse en la película oficial del Estado Soviético sobre la revolución que lo fundó.

    Y sin embargo…

    Sin embargo es éste un extraordinariamente extraño, desconcertante final.

    Pues no parece ésta la imagen idónea para poner punto final a la crónica apologética de la revolución. E, insisto en ello, tal era lo que le había sido encargado al cineasta.

    Y, sin embargo, no hay duda de que Eisenstein creía apasionadamente en la revolución de la que quería ser el primer cronista cinematográfico.

    ¿Cómo explicar, entonces, este desconcertante final?

    Dado que éste es un seminario de análisis textual, explicitemos algunos aspectos metodológicos elementales.

    ¿Cómo pensar el valor textual de esta imagen?

    La imagen final de un film es, ciertamente, una imagen privilegiada, especialmente marcada, pues es la imagen final, la última imagen un instante antes de que el film acabe y toda imagen cese en la pantalla.

    La imagen, por eso mismo, de cierre, el punto final.

    Y todo el mundo sabe de la importancia del punto final. Como todo el mundo sabe del valor y del peso de la última palabra.

    El valor de un elemento de un texto se despliega en dos planos: el sintagmático y el paradigmático.


    Eje sintagmático y eje paradigmático

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    El plano sintagmático es el plano de las relaciones de cada elemento de un texto con el resto de los elementos que éste contiene.

    En el plano sintagmático, por tanto, el valor de un elemento de un texto viene determinado por el modo y la posición de su encadenamiento discursivo con los que le preceden y le siguen.

    Veamos, pues, como se encadenan los planos finales de Octubre:

    ®®®

    Dicho en otros términos: preguntarse por el valor textual de un elemento en el eje sintagmático es preguntarse por cómo se ve afectado por el lugar que ocupa en la cadena discursiva de la que forma parte.

    El hecho que hemos señalado en el comienzo, el valor especial del plano que nos ocupa por ser el último del film, el que lo cierra, se sitúa, por tanto, en este eje.

    El plano paradigmático, en cambio es el plano de las relaciones de cada elemento del texto con los elementos ausentes en el texto, es decir, con los que no estando presentes, podrían haber ocupado su lugar.

    Por tanto, preguntarse por el valor textual de un elemento en el eje paradigmático es preguntarse que cambiaría si en ese lugar, en vez de estar el elemento que efectivamente está, estuviera otro en su lugar.

    No hay mejor manera de ilustrarlo que ensayar a sustituirlo por otro.

    ¿Y bien, cuál podría haber sido la imagen más apropiada para sintetizar visualmente lo que la revolución significaba para el Estado que quería hacer su apología en Octubre?

    El film podría haber acabado, por ejemplo, así:

    ®®®

    Con la imagen del líder en la apoteosis de su victoria.

    Con ello, sin duda, cambiaría totalmente el cierre del film.

    Entronizaría a Lenin y confirmaría su discurso histórico elevándolo al estatuto de lo emblemático.

    O podría, también, haber acabado así:

    ®®®

    Con lo que se pondría el acento en el vértigo del presente en su extraordinaria resonancia mundial e histórica.

    O así:

    ®®®®

    siendo éste el más alegre y esperanzador de los films posibles si limitáramos las posibilidades a las imágenes presentes en el film.

    Todo cambiaría también si suprimiéramos la última imagen:

    ®®

    Es decir, si acabáramos en la inmediatamente anterior.

    Al menos, acabaríamos en el fragor de la victoria, en la apoteosis de la fusión de los revolucionarios con su líder.

    Pero, dado que ésta es la imagen escogida:

    seguramente el final más opuesto sería uno como éste:

    ®®®

    con, por ejemplo, un grupo de obreros exultantes celebrando, al amanecer, el triunfo de la revolución.

    Pero, sintomáticamente, debo reconocer que no he podido encontrar un plano como este en un film tan oscuro como Octubre, de modo que he debido ir a buscarlo a El acorazado Potenkin.

    Sucede, sin embargo, que el film hace todo lo contrario:

    acaba con la imagen más fría y oscura de la fachada del Palacio de Invierno.

    Y por otra parte, no la imagen de lo nuevo: del nuevo poder, sino la imagen del viejo poder que, se supone, ha sido derrocado.

    Incólume, no tocado, inmune al tiempo de la revolución, y a las transformaciones históricas que se supone debe imponer.

    Un final, pues, extraordinariamente extraño, y sin embargo, habría que añadir, uno al que la historia parece haber dado la razón.

    Pero nuestra cuestión, recuerden, es: ¿cómo es posible que una imagen como ésta se le deslizara a un cineasta tan entregado a la Revolución como era Eisenstein?

    He aquí una buena cuestión para el análisis.


    Plano sintagmático

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    Retornemos ahora al eje sintagmático.

    Si tal es la imagen que cierra el film, confrontémosla con la que lo comienza:

    Si confrontamos la primera imagen y la última, ¿qué sucede?

    Que, por muchos motivos, la revolución se ve desmentida.

    Pues el film que comienza en la noche y que hace del amanecer la metáfora de la revolución, sin embargo, concluye, de nuevo, en la noche.

    De manera que el amanecer de la revolución se vuelve imposible.

    Y por cierto que si quisiéramos atribuir este acabar de noche a las circunstancias históricas nos equivocaríamos.

    Es cierto que el asalto del Palacio de Invierno comenzó a las 21:45 del 24 de octubre de 1917 y concluyó sobre las 2 de la madrugada del 25 de noviembre, es decir, antes del amanecer.

    Pero no es menos cierto que el film no concluye con la toma del Palacio de Invierno, sino que se prolonga un par de días más para mostrarnos la aprobación de las leyes que dan comienzo a la realización del programa bolchevique:

    Wednesday, October 25 (November 7)

    La fecha entre paréntesis corresponde al calendario juliano entonces todavía vigente en Rusia.

    Thursday, October 26 (November 8)

    Decree of peace.

    Así, los decretos que proclaman la paz unilateral de Rusia en la Primera Guerra Mundial,

    Decree of land.

    y la reforma agraria.

    De manera que todo facilitaba a Eisenstein el haber introducido la imagen de un amanecer o, al menos, de una prometedora mañana soleada.

    Qué fácil habría sido introducirla por asociación, por ejemplo, con la reforma agraria. Así el campo soleado liberado de las vallas de la propiedad privada -estoy pensando, claro está, en imágenes de la posterior La línea general.

    Y sin duda Eisenstein hubiera querido hacerlo, pues su adhesión a la revolución, insisto en ello, era nítida, tan entusiasta como la de sus camaradas de partido.

    De hecho, en algunos momentos del film dedica su mejor arte de montador a proclamar ese entusiasmo.

    La enunciación del film aplaude, se entusiasma, quiere hacernos partícipes del vértigo de los acontecimientos históricos que transformaron el mundo.

    Y por eso hace suyas las palabras de Lenin que enmarcan esos dos primeros decretos del gobierno revolucionario.

    “Comrades! The Worker’s and Peasant ‘s Revolution, which the Bolsheviks have always deemed necessary, has been won!”

    Wednesday, October 25 (November 7)

    Thursday, October 26 (November 8)

    Como ven, esos decretos son la materialización misma de la palabra de Lenin.

    Decree of peace.

    Decree of land.

    “We must now set about building a proletarian socialist state in Russia.” V.Ulyanov (Lenin)

    Y son palabras que formulan la tarea que ha de comenzar a ser realizada de inmediato.

    Todos ovacionan a Lenin.

    En él, centrado en la parte superior del plano, se concentran todas las miradas en este masivo plano semisubjetivo de la masas que aplauden a su líder.

    Y entonces llega esta imagen, enfriándolo todo.

    ¿Cómo es posible entonces que Eisenstein concluya su film con esta imagen?

    ¿Cómo es posible que no introduzca la imagen del amanecer con el que comienza la construcción del Estado Proletario?

    Y todavía más: ¿cómo es posible que el film termine retornando a una noche como aquella en la que comenzó?

    La respuesta es evidente: si no lo hizo fue, sencillamente, porque no pudo hacerlo.

    Y dado que ninguna censura externa, se lo impidió -Stalin, quien le admiraba como cineasta, deseaba aún más que él un final esplendoroso- sólo queda deducir la actuación de una censura interna.

    Que no pudo proceder de otro lugar que del inconsciente mismo del cineasta.


    Teoría del Texto, Academia del Texto

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    Bienvenidos a este seminario.

    Les diré, para comenzar, que en él convergen tres tipos de personas. Por una parte los que hacen el Doctorado en Cine y Comunicación Audiovisual. Por otra los que hacen el Doctorado en Teoría Psicoanalítica. Y por otra, los que no hacen ninguno de los dos, sea porque ya los han acabado o porque no los han empezado nunca.

    Que la convergencia entre esos tres tipos de personas es no solo posible sino además productiva es algo que viene demostrándose desde hace bastante tiempo.

    Como saben, el nombre de este seminario es Teoría y Metodología del Análisis Textual.

    De manera que se dedica a eso: a practicar el Análisis Textual     y a desarrollar su teoría y su metodología.

    Y, en este enunciado, la palabra sobre la que ahora quiero poner el acento es desarrollo.

    No esperen por ello que me vaya a dedicar a exponerles sistemáticamente los principios de la Teoría del Texto en la que trabajo.

    Quien quiera conocerlos puede encontrarlos en la bibliografía de la asignatura y en Trama y Fondo, una revista teórica que nació hace ya 10 años en este seminario y en la que desde entonces se vienen publicando los principales desarrollos de nuestra línea de trabajo.

    Pueden leerla en papel si les interesa, pero también pueden acceder gratuitamente a ella descargándola de internet en www.tramayfondo.com

    Por lo que se refiere al tema de este año, les propongo dos primeras lecturas:

    Eisenstein, S.M.: Yo. Memorias inmorales: Siglo XXI, Madrid, 1988.

    González Requena, J.: Eisenstein. Lo que solicita ser escrito, Cátedra, Madrid, 1992, 2006.

    Bien entendido que estos textos no contienen lo que les voy a contar este año, sino que se los propongo como puntos de partida, digamos que previos, para el trabajo que vamos a realizar.

    Insisto, pues, en la palabra desarrollo: este no es un seminario de introducción, sino uno de investigación.

    Un seminario que empezó hace ahora unos 25 años y que prosigue. Y si nunca he repetido sus contenidos, no iba a empezar a hacerlo ahora.

    Pienso que eso les conviene, pues la mayor parte de ustedes, en tanto doctorandos, es de suponer que pretenden convertirse en investigadores.

    De manera que van a asistir en vivo al desarrollo de un trabajo de investigación.

    Y de hecho van a participar en él con su presencia. Pues este seminario es un laboratorio.

    ¿Cuáles son los materiales de investigación con los que se trabaja aquí?

    Los textos, de todo tipo.

    Y los sujetos que los leen. Más concretamente: la experiencia de esa lectura.

    El trabajo de ustedes consistirá, en primer lugar, en estar aquí: con la sola asistencia, aunque no digan una solo palabra en todo el año, formarán parte del trabajo de este laboratorio. -Y por cierto que no concedo más valor a la participación activa que a la pasiva; es más, estoy convencido de que esa idea peyorativa que alaba lo activo y condena lo pasivo es una de esas simplezas características de lo más ramplón de nuestra Modernidad.

    Y es que la presencia de ustedes aquí, quiero decir, la experiencia de ustedes en tanto sujetos implicados en los textos que analizamos -y que analizamos, dicho sea de paso, a cámara lenta- es uno de los elementos básicos que hacen de este seminario un laboratorio.

    Por eso este seminario es necesariamente presencial.

    Pues la Teoría del Texto con la que trabajo, aunque contiene un corpus teórico que puede ser transmitido a través de los libros, posee una dimensión específica que no puede ser transmitida por ellos.

    Se trata, muy exactamente, de la experiencia misma del análisis.

    Y esa es la otra cara de la Teoría del Texto, para la que conviene el nombre de Academia del Texto.

    Es, digámoslo así, su cara experiencial.

    Y por cierto que el término Academia le va especialmente bien, en el sentido originario y peripatético del término.

    Pues los textos, al menos los más grandes, hay que visitarlos, demorarse en ellos, pasearlos como paseaban Sócrates y sus discípulos por las calles de Atenas.

    Por eso, hablo de lectura, no de descodificación.

    Por supuesto que cuando leemos un texto lo descodificamos y, en esa misma medida, lo entendemos. Obtenemos de él cierta significación.

    Pero eso es lo de menos, ese es el aspecto secundario de nuestra relación con él.

    La prueba de ello es que los textos esenciales, los verdaderamente importantes para cada uno de nosotros, sean los que sean, nunca terminamos de entenderlos del todo.

    El que volvamos a ellos -el gesto del retorno es el que nos devuelve la verdad de la experiencia estética- es una de las manifestaciones de ello más evidentes.

    Pero nos engañaríamos si creyéremos que volvemos a ellos para terminar de entenderlos.

    No: volvemos a ellos por la experiencia que hacemos de ellos -en ellos.

    Por la experiencia que sabemos que en ellos nos aguarda.

    Por el sabor mismo de esa experiencia.

    Quiero decir con ello que la relación entre los sujetos y los textos que de verdad les importan es mucho más íntima que eso que damos en llamar una relación comunicativa.

    Diré más: es una relación fundante; pues eso que llamamos subjetividad es el efecto del atravesamiento de esos cuerpos reales que somos por los textos que los conforman.

    Textos orales, espaciales -arquitectónicos- rituales, escritos, visuales, musicales, literarios, cinematográficos…

    Si podemos hablar de sujeto es sólo en tanto que un individuo está sujeto a los textos que lo conforman.

    De manera que los textos constituyen -son- la materialidad de la cultura y de la subjetividad.

    Y bien, porque esa es una relación conformadora y fundante, la clave de su cristalización es inconsciente.


    Censura / cesura

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    Y en eso estábamos precisamente.

    Allí donde topábamos con una prueba inapelable de la existencia del inconsciente.

    Es sabido que Octubre fue censurado: Stalin exigió la desaparición en el film de toda huella de Trotsky. Mas esa fue una censura que no incomodó a la adhesión revolucionaria de Eisenstein. Por el contrario, él la asumió como una exigencia más de la revolución.

    Él no era trotskista. Sino -al menos así se pensaba a sí mismo- un auténtico revolucionario -que cada cual ponga las comillas donde lo considere más oportuno.

    Y sin embargo, algo censuró al censor que él mismo, animado de su entusiasmo revolucionario, había aceptado ser -y entiendo por tal ese deseo consciente que rige y da coherencia de superficie a un discurso: en este caso el deseo de adhesión a la revolución- sucede, digo, que el sentido tutor es siempre, en sí mismo, censor.

    Más exactamente: autocensor: censura, corta, poda todo aquello que amenaza con poner en cuestión el buen orden del sentido tutor.

    Pero sucede que inevitablemente, en toda auténtica obra de arte, algo traiciona al censor.

    (Y por cierto que esto nos permite una definición fácil de un tipo -hay otros, desde luego- de mala película: esa en la que todo se agota, sistemática y coherentemente, en el plano del sentido tutor: el perfecto panfleto, la película tan bienintencionada como chata que se agota en el mensaje consciente que su cineasta quiere ofrecer.

    Claro está que esa censura que censura la censura no es propiamente una censura, sino más propiamente una cesura.

    Pues la censura se caracteriza por su coherencia, por su voluntad homogeneizadora. Mientras que eso que se rebela contra la censura del sentido tutor es todo lo contrario: algo que emerge puntualmente hendiendo, quebrando el buen orden del discurso que la censura del sentido tutor intenta imponer.

    Pues ésta es una de las formas emblemáticas por la que el inconsciente emerge: desgarrando el buen orden de los discursos convencionales, coherentes, verosímiles.

    Así por ejemplo: desmintiendo la revolución que la conciencia de Eisenstein quiere afirmar, por la vía de hacer emerger, en ese momento crucial que es el del cierre del texto, una imagen que impone, para quien quiera verlo, la permanencia del edificio emblemático de eso contra lo que se había hecho la revolución.

    (…)

    Mucho liga a estas dos imágenes: ambas devuelven, en la noche, la escenografía del antiguo régimen: la estatua del zar y el Palacio de Invierno.

    Así, resultan evidentes algunos motivos de ligazón entre una y otra imagen. Se trata, bien evidentemente, del zar y de su palacio.

    Y es la noche la que los une.

    Pues como la imagen del zar emerge en el negro absoluto de la noche,

    la imagen oscura del palacio

    de paso al retorno a una oscuridad no menos absoluta.


    La caída de la estatua del zar

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    ¿Qué más, a propósito de estas dos imágenes?

    Parece obligado atender a lo que va de la una a la otra.

    El zar que llena la primera ya no está. Tras tambalearse, ha caído, ha sido derribado.

    Y por cierto que ese derrumbe tenía la forma de una pesadilla de mutilación.

    De castración

    Que hace del cuerpo del zar un gigantesco muñón.

    De manera que sólo queda ahí, finalmente, su pedestal vacío.


    El estado criminal

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    De manera que el zar ya no está, ha sido derribado, despedazado, aniquilado.

    Pero sigue ahí incólume, intocado, el palacio.

    Y no cualquier palacio, sino el más frío de los palacios: el Palacio de Invierno.

    Ahora bien, ¿qué es el palacio sin su zar?

    El emblema del poder, desde luego, pero eso no resuelve la cuestión pues, ¿de qué poder se trata si quien lo detenta y ejerce ha caído ya?

    Hoy sabemos, desde luego, que tras la caída del zar nacería el estado criminal más letal que ha llegado a conocer Rusia a lo largo de toda su historia.

    Y sabemos también que ese proceso cuajaría cuando fue erigido ese nuevo pedestal que pasaría a ser ocupado por un paranoico llamado Stalin.

    Y por cierto que el año pasado el análisis de El gabinete del doctor Caligari nos condujo de una manera inesperada al encuentro con la figura del otro gran paranoico del siglo XX: Adolf Hitler.

    De manera que estoy tentado a preguntarme en que medida Octubre podría permitirnos igualmente atisbar el contexto que hizo posible la emergencia del estalinismo.

    No se trata, desde luego, de pensar la historia a partir de la psicología de sus líderes.

    Todo lo contrario: se trata de pensar las condiciones históricas que hicieron posibles esos líderes y, más que ellos, los estados paranoicos que ellos lideraron.

    Y bien, ¿dónde podríamos hacerlo mejor que en los textos que precedieron a ese proceso?


    El palacio y el crimen fundacional

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    Pero no nos apresuremos.

    Volvamos a nuestro punto de partida.

    El zar y su palacio.

    Y bien, el palacio no es sólo la sede del poder.

    Es, a la vez, la casa del Zar.

    Y bien, si el palacio es la casa del zar… lo es también de la familia del zar.

    Por cierto que esa familia está presente en el film. Y lo está, han tenido ocasión de verlo hoy en el film, así:

    Resulta notable la versión de esta familia, la del zar, que nos ofrece Octubre, pues aunque utiliza para ello un cuadro presente en el Palacio, excluye a una parte considerable de sus miembros.

    El zar no sólo tenía un hijo, el zarevich Alexis. Tenía también cuatro hijas más.

    Todos fueron fusilados. Ese fue, por cierto, el crimen fundacional de la revolución: el exterminio completo de la familia del zar.

    En el extremo cuidado que los asesinos tomaron para hacer desaparecer absolutamente todo resto, hasta el último vestigio de los miembros de la familia real, se manifiesta claramente, al menos para una mirada antropológica, el carácter sagrado que la familia real poseía para quienes así la aniquilaron.

    Pues ese extremo cuidado que tenía por objeto la supresión absoluta de todo resto, partía de la convicción de que ese resto era ya en sí mismo una reliquia potencial.

    -Y anotemos de pasada que ya hay dos primeras supresiones absolutas, la de los cuerpos de la familia real y la de las imágenes de Trotsky, que iniciarían un proceso, siempre cada vez más amplio y extenso, de borrados y aniquilaciones, cuya lógica posee todos los rasgos -sólo que a escala social- del proceso de recusación característico de la psicosis.

    En cualquier caso, ese exterminio no está presente en el película -por lo demás sucedió bastantes meses después del periodo del que ella se ocupa.

    Tampoco están presentes en la película, no al menos explícitamente, esas cuatro hijas.

    Pero están presentes sin embargo en cualquier caso.

    Y es que el inconsciente es así.

    Quien tenga ganas puede empezar ya a buscarlas. En cualquier caso, llegado el momento, yo mismo se las mostraré.


    La casa, la mujer, la madre

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    Pero en el film, en cualquier caso, sólo aparecen el zar, la zarina y el pequeño heredero.

    Ahora bien, el zar ha caído. ¿Qué queda entonces?

    El palacio de invierno y la zarina.

    La casa, la mujer, la madre.

    ¿Hay motivos para establecer esta identificación?

    Los hay sin duda, en la enciclopedia: la ecuación metafórica entre la mujer y la casa es una constante antropológica, fundada en un dato real: el que el cuerpo de la mujer es el primer habitáculo de todo ser.

    El eje semántico nuclear que opone el adentro al afuera se asocia así, de manera estricta, con lo femenino y la masculino.

    De esa índole es, por lo demás, la diferencia más notable que, en lo real, opone el genital masculino, que es externo, al femenino que es interno.

    Pero sabemos -Freud insistió en ello, y es por cierto uno de sus puntos de oposición a Jung- que, por lo que se refiere a los símbolos, los diccionarios deben ser puestos en suspenso mientras que el texto analizado no los confirme.

    Si se toman el trabajo de buscarlos, encontrarán en el libro autobiográfico de Eisenstein que les he propuesto como lectura datos sobrados para confirmar esa ecuación.

    Pero, a este propósito, debo hacerles una advertencia: no se trata de buscar en la biografía del artista los datos que expliquen su obra.

    Si quieren saber la verdad de un artista, deben buscarla donde está escrita con mayor precisión e intensidad: en sus obras de arte.

    ¿De dónde si no iban éstas a obtener su poder y su fuerza? La biografía, por más que tendrá en su momento en ustedes el efecto probatorio más contundente, no debe ser tomada de otra manera que como un texto más -y por lo demás secundario- objeto de análisis.

    Y, por supuesto, igualmente vamos a encontrar esos datos, porque están ahí, al pie de la letra, en Octubre.

    Pues en Octubre hay algo que asocie la casa a la mujer -y por tanto, finalmente, a la zarina.

    Se encuentra en el centro mismo del palacio -tal y como éste es visualizado por el cineasta- y por cierto que de un modo que nos devuelve el aspecto más inquietante de lo femenino: la cabeza de Medusa:



     

    n

    16. La Diosa del Espejo y el gallo aniquilado

    Andrei Rublev, Solaris, El espejo, Nostalgia, Sacrificio, Leonardo da Vinci

     

     

    Jesús González Requena
    Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
    2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
    Sesión del 22/05/2009(2) (24/8/2009, 19/12/2009)
    Universidad Complutense de Madrid

     

     

     

     

     

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    La diosa del agua

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    Andrei Rublev:

    Guardia: ¿Qué hacen, chicos? ¿No pueden dominar a una mujer?

     

    ¿No pueden dominar a una mujer?

    Desde luego, no pueden.

    Pues en el universo tarkovskiano reina la Diosa del Agua.

     


    Guardia: ¿Adónde vas? ¡Ella te ahogará en un santiamén!

    Amigo de Marta: ¡Marta! ¡Huye nadando!


     

    No les extrañará, supongo, que les diga que esa Diosa del Agua es la madre. -Pero hay que añadir de inmediato: una madre arcaica, omnipotente, inmune a toda ley, no sometida, en suma, a la presencia limitadora del padre.

    El espejo:

     

     

    Nadie como Tarkovski -con la excepción de Buñuel y de Lynch- ha sido capaz de convertir con tanta intensidad lo cotidiano simultáneamente en espacio de fascinación y de horror.

     

     

    Y por cierto que -es hora de decirlo- la Diosa del Agua reina igualmente sobre el fuego.

    La prueba de ello es que, a ella, el fuego no la quema.

     

     

    ¿Es necesario añadir que nos encontramos ahora ante la escena primaria?

    Pues, en la escena primaria, la casa-madre gime, tiembla, parece desmoronarse.

    Quizá piensen -sé que tienen esa manía- que estoy haciendo una interpretación.

    Debo decirles, una vez más, que no es así.

    Retrocedamos:

     

     

    El niño Andrei, entre los tres y los cuatro años, despierta en la noche.

     

     

    Está solo en su habitación y siente angustia.

     

    Aleksei: Papá.

     

    Y de pronto percibe la inesperada presencia de su padre en esa casa que es la casa de su madre.

     

     

    Se levanta y acude a la fuente de los ruidos que le han despertado.

     

     

    Y ve -y vemos con él- saltar la ropa de su madre.

     

     

    Y su padre está ahí, desnudo.

    ¿Cubriendo a la madre?

    Eso sugiere la imagen en un primer momento.

    Pero en seguida nos es dado descubrir que su presencia es mucho menos lucida.

     

     

    Está ahí, tan sólo, ayudando a lavar el cabello de la Diosa.

     

     

    Y como les digo, porque esta es una escena primaria, la madre-casa tiembla.

    Con la salvedad anotada: que no es el padre quien infringe ese temblor.

     

     

    ¿Qué queda por añadir?

    Que la diosa del agua es también, obviamente, la diosa del espejo.

     

     

    Y que ahí, en ese punto siniestro, emerge ni más ni menos que la madre real, ya anciana, del cineasta.

     


    Una omnipotencia letal

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    Hay un modelo inicial de cumplimiento del deseo en la experiencia de Tarkovski.

     

     

    Lo conocemos por Marina, su hermana, quien contó una impresionante historia relativa a su madre.

     

     

    Durante la guerra, ésta debía hacer largas excursiones mercadeando para así obtener comida para sus hijos.

     

     

    En una de ellas le entraron ganas de fumar

     

     

    y llamó a la puerta de una casa pidiendo un carboncillo de la estufa para encender su cigarrillo.

    Pero su antipática dueña, aun cuando tenía la estufa encendida, no quiso darle.

     

    «Cuando ella se había marchado, en su cabeza apareció la imagen de un incendio y pasó por su mente un pensamiento extraño: “ahora tacañea por los carbones, sin saber que habrá mucho fuego!”.

    […]

    «Al día siguiente volvía camino de su casa. Paso por el pueblo, donde mi madre había pedido el carbón. En vez de la casa en la que había entrado el día anterior, vio entre los troncos quemados, una estufa rusa con la chimenea muy alta. Mi madre se sintió muy mal, se cayó estupefacta sobre sus trineos.

    «Al volver a casa nos había contado este acontecimiento, que se convirtió en una de las primeras místicas historias de la colección de Andrei.»

    [Tarkovski , Marina: Oskolki Zerkala, Ed. Dedalus, Moscú 1999. Traducción al español: Maia Gugunava.]

     

    En suma: que el pequeño Andrei recibió de su propia madre el relato que confirmaba su omnipotencia letal.

     


    Incesto sagrado

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    Figura de omnipotencia que, llegado el momento, le es devuelta la más paradójica amenaza -me matas a disgustos, moriré si no me amas: es el modo característico del chantaje amoroso de la madre al hijo.

    Sacrificio:

     

    Maria: ¿Qué está diciendo? Váyase, váyase a casa. ¿Quiere que le acompañe?

    Maria: Yo también tengo bicicleta.


    Alexander: No nos mates.

    Alexander: ¡Sálvanos, María!

     

    No nos mates, sálvanos, María.

    Retengan este dato: Alexander habla en plural: no nos mates, sálvanos.

    Luego ella puede matarle, sí, ¿pero a quién más?

     

    Maria: Pero… ¿Por qué?

    Maria: Pobre… ¡Pobre hombre! ¿Por qué? ¡No!

     

    Un gran plano detalle del ramo de flores que hay sobre la mesa escande la escena. Las flores a María, sin duda. Ahora bien, ¿No son ellas una pantalla destinada a ocultar otra cosa? Pues, en el momento en que atravesamos el umbral de la destrucción o de la regeneración atómica, cierta presencia se dibuja al fondo, tras ellas: ¿un abrigo, una chaqueta?

     

     

    Maria: ¿Qué es lo que le asusta tanto? Cálmese, cálmese. Ya comprendo, ya sé.


    Maria: Tiene que ver con su casa. La conozco, ella es malvada.

    Y ahora, ¿de quién se habla?, ¿de la esposa de Alexander?

    Sin duda.

    ¿Pero cómo diferenciar a la esposa de la madre, a la casa de la una de la casa de la otra?

     

     

    Es la esposa de Alexander la que protagoniza el sueño de este en la escena siguiente. Nos damos cuenta entonces de que su vestido remite al de la Virgen de la pintura de Leonardo.

     

     

    Y más en concreto a esa virgen que genera el pánico de los varones en Leonardo da Vinci.

     

    Como ven, todas las mujeres -incluida la hija- se reunen en una
    y, así, todas ellas remiten a la madre omnipotente en la que se resuelven todos los deseos.

     

     

    Escuchen la confirmación final:

     

    Alexander: ¡Mamá!

     

    Maria: La conozco. Ellos le han hecho daño, le han asustado.

     

    Y mamá le desnuda como se desnuda a un niño.

     

    Maria: No tenga miedo de nada. Toda va bien,… calma…

    Maria: No tenga miedo de nada. Todo va bien…

    Maria: Pobrecito mío.

    Maria: Vamos, vamos. No hay nada que temer. No tenga miedo.

    Maria: Aquí no te va a pasar nada.

    (Alexander llora)

    Maria: No llores, no llores. Todo irá bien. Ámame.

    Alexander: Sí.

    Pobrecito… ¿qué te han hecho?

     

    Como pueden ver: en el delirio, el incesto aparece como la salvación del mundo y como el fin del mundo a la vez.

     


    ¿Qué deseo debe cumplirse?

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    Ahora bien, a la luz de esta identificación radical, ¿cuál es exactamente el deseo que se cumple al acostarse con ella, es decir, con María, la virgen-bruja-madre?

    Si la identificación con ella es total, es entonces un deseo de ella el que se cumple.

    ¿Qué deseo?

    Sé que les va a chocar, pero les invito a que consideren esta hipótesis: que el deseo de esa madre que constituye el fantasma central del film es no haber tenido nunca un hijo.

    Y para que se tomen en serio su plausibilidad, debemos retornar a un breve fragmento de la película inmediatamente anterior de Tarkovski, Nostalgia, en la que un cura formula ese deseo como posible:

     

    Eugenia: ¿Y qué tiene que suceder?

    Cura: Todo lo que quieras. Todo aquello que necesites.

     

    El cura está hablando del poder de la Virgen para realizar cualquier deseo -como ven, ese tema que se repite una y otra vez en el cine tarkovskiano.

    Pero la respuesta no es evidente, como el cura mismo nos hace saber:

     

    Cura: ¿Tú también

    Cura: quieres un niño? ¿O quieres la gracia para no tenerlos?

     

    Como ven, cabe esa otra posibilidad: la de que el deseo sea el de no tener al hijo.

    ¿Y no sería eso lo que se realizaría en la escena por antonomasia de Sacrificio?

     


    (Alexander llora)

    Maria: No llores, no llores. Todo irá bien. Ámame.

    Alexander: Sí.

    Maria: Pobrecito… ¿qué te han hecho?

     

    Pues, aunque no se suele reparar en ello, esa es la otra cara más oscura del incesto: no tanto poseer a la madre, sino reintroducirse en ella y, en ella, desaparecer.

    En el contexto de esa regresión masiva de Alexander a la infancia, el acostarse con ella equivale a desaparecer en ella, restaurándola en su integridad anterior al embarazo.

    ¿No es acaso eso lo que se escribe en el tema de la ingravidez?

    Pues una mujer embarazada es una mujer grávida.

    Y aquí el incesto hace de esa mujer omnipotente, de esa madre-bruja-virgen, un ser que levita en una ingravidez absoluta.

     


    El espejo: La casa inaccesible de la madre

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    Les hablé, en su momento, de la casa inaccesible de la madre:

     

    […]

     

    Narrador: Cuando quiero entrar en la casa, algo me lo impide.

    Les dije, entonces, que había algo que nunca sucedía en El espejo: nunca tenía lugar el abrazo de la madre.

    Y les dije, también, que la casa se cargaba con el aroma del horror:

     

    Aleksei: Mamá.

     

    Les señalé que había un gallo que salía huyendo por la ventana:

     

     

    y les pregunté de qué gallo se trataba.

     

     

    Algo más sabemos de eso, pero no todavía lo suficiente.

     

    (sonido de viento y gozne que chirría).

     

    Y les pregunté también cuál era la fuerza hostil que acechaba a ese niño

     

     

    para el que no había refugio posible en esa casa.

     

     

    Y allí encontramos a la madre, armada con el cuchillo de la envidia.

     

     

    Nada completa mejor este cuadro que la pesadilla de la madre de Tarkovski, tal y como ella misma la dejó escrita en su diario personal:

     

    «Ya me di cuenta en qué consiste toda la pesadilla: Tengo una naturaleza creativa, es decir tengo todo lo que pueden tener los artistas, como la relación con el entorno, la capacidad de generalizar y filtrar, tanto en lo más peligroso, en la misma exigencia de la vida, como del creador. Solo falta una cosa- el talento- y toda la estructura esta patas arriba, y mis exigencias nunca podrán estar satisfechas porque son superiores a mis fuerzas. Cuando me dijo Tonia que soñaba con ser mi amiga y la segunda mano de algún gran hombre, eso me sorprendió porque yo siempre quería ser creadora. A la edad de 14 años, escribía: “Quiero la música salvaje y poderosa, quiero la vida ancha y peligrosa, no quiero por la tierra reptar, prefiero con ráfagas y tormentas volar “…

    «¡Ser comensal de talentos ajenos! ¡Hay que tener el don de abnegación! [… ] yo nunca podría ser niñera de nadie y por eso no puedo de ningún modo cambiar mi vida”…

    [del Diario de Maria Ivanovna, madre de Andrei tarkovski]

    «Esta era mi madre, -comenta Marina Arsenievna-, Andrei no ha leído estos diarios, pero si los sentía muy bien. Por eso al final de El Espejo la anciana madre que lleva los niños pequeños no tiene una imagen cariñosa y tierna, sino tensa y rigurosa. Ella está cumpliendo el deber maternal, ella ama a sus hijos, pero no es posible que su existencia en la tierra consista solo en eso. Lo más importante en su vida no se había realizado…»

    [Tarkovski , Marina: Oskolki Zerkala, Ed. Dedalus, Moscú 1999. Traducción al español: Maia Gugunava.]

     

     

    Accedamos ya, para cerrar este seminario, a ese que es el suceso por antonomasia de El espejo. Recuerden que hace varias sesiones les pregunté por él.

    Les dije: ¿cuál es el suceso por antonomasia de El espejo que está a punto de suceder?

    Y les advertí que eso comenzaba en la escena que seguía a este plano.

     


    Aliosha: Mamá, abren.

     


    El aborto y el gallo aniquilado

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    Maria: ¿Qué te pasa?

     

    Y por cierto que María se da cuenta de los nervios de su hijo.

     

    Maria: Buenas tardes.

    Nadezhda: Buenas.

    Aliosha: Buenas.

     

    Y más que eso: de su acentuada desconfianza hacia esa mujer a la que visita acompañando a su madre.

    Y no deben faltar motivos, a juzgar por el contraplano que sigue:

     

    Maria: ¿Usted es Nadezhda Petrovna?

     

    Por cierto, ¿cuándo ha empezado a llover?

     

    Nadezhda: Yo a usted no…

     

    Nada hay de acogedor en esta mujer de oscura silueta que, a pesar de la lluvia, parece bloquear su puerta aguardando todo tipo de explicaciones.

     

    Maria: Soy la hijastra de Matvei Ivanov.

     

    María sostiene en sus manos una caja metálica que no puede dejar de recordarnos la que aparecía al principio y al final de Solaris -pronto veremos que es sólo aquí donde aquella presencia encuentra su tardía motivación.

     

    Maria: Era amigo de su esposo.

    Nadezhda: ¿De qué Matvei?

    Maria: Él es médico, antes vivió aquí y después se mudó a Túrevets y pasó a ser perito judicial.

    Nadezhda: Ah.

    Nadezhda: ¿Usted es de la ciudad?

    Maria: Somos de Moscú, pero en Yúrevets tenemos un cuarto.


     

    Es, decididamente, una figura muy oscura.

    Y por cierto, ¿saben quién la interpreta?

    Larissa, la segunda esposa de Tarkovski.

    En la misma escena en la que da réplica a otra actriz que interpreta a la madre del cineasta.

     

    Maria: Nos evacuamos el otoño pasado.

    Maria: Bombardeaban Moscú, y como tengo dos hijos…

    Maria: Mamá tiene viejos conocidos aquí.


    Nadezhda: Mi esposo está en Moscú, fue a la ciudad.

     

    ¿Y este demorado plano que parece mostrar los árboles nocturnos que rodean la casa?

    El caso es que antecede a dos cosas muy especiales.

    La primera, un tono agrio que no conocíamos en la voz de María y que está dirigido a su hijo.

     

    Maria: ¡Deja de rascarte!

     

    Y luego, en seguida, un enunciado, también de María, que da a la escena todo su carácter enigmático.

     

    Maria: La necesito a usted. Tengo un secreto femenino.

     

    ¿Qué secreto femenino puede tener María?

    Sea lo que fuere, cuando de ello se habla, cambia de inmediato la actitud de la dueña de la casa.

    A lo que se ve, ella, aun cuando no conoce a su visitante, sabe de qué se trata.

     

     

    Vamos allá, parece decir.

     

    Nadezhda: Pasad, no esperéis aquí.

     

    Y bien, ¿de qué se trata?

    ¿No les parece que todo sugiere un aborto?

     

    Nadezhda: Limpiaos los pies. Masha lavó el piso.

     

    Descubrimos ahora que en el interior de la caja de María hay unos pendientes y anillos.

    Incluida la alianza que no lleva puesta.

     

    Nadezhda: Espera aquí. Sólo es para un rato.

     

    Y la sugerencia del aborto se acentúa cuando contemplamos a Nadezhda con esa toalla blanca en las manos.

    Un gran jarrón de leche parece rimar con ella.

     

     

    Pero, ¿cómo explicar esto?

    Este despilfarro de leche, un producto tan valorado en una sociedad campesina, y tanto más en tiempos de guerra. Ello también cuadra, metonímicamente, con la sugerencia del aborto.

     

     

    No hay duda de que es este un momento decisivo para Aliosha.

    Uno inolvidable, pues no olvidado, en el que choca con su propia imagen en el espejo.

    En el que descubre, con extrañeza, su propio rostro.

     

     

    ¿Está pensando en el hermano que podría pero no va a tener?

    ¿Está conmocionado por el absoluto poder de esa madre capaz de decidir que no nazca la vida humana que ya ha comenzado a existir?

    Ahora comprendemos por qué Alexander le decía a María: No nos mates, sálvanos, María.

     

     

    ¿Y este fuego?

     

    ¿Y de quien es la mano -de mujer, sin duda- que mueve este espejo?

     

    Una silueta masculina se aleja.

     

     

    Reconocemos a la bella muchacha pelirroja de la que el narrador del film dijo haber estado enamorado.

     

     

    ¿Se dan cuenta de que también aquí marca, con su presencia, el acontecimiento que va a tener lugar, conectándolo así con el niño desolado que se encuentra en el centro del film?

     

     

    Y bien, ¿qué hace la muchacha pelirroja ahí, junto al fuego?

    Sostiene algo que su mano tapa.

    ¿Podría ser un cuchillo?

     

     

    Y luego este extraño salto de eje.

     

     

    Inesperadamente, descubrimos donde David Lynch aprendió a hacer chisporrotear, encenderse y apagarse sus lámparas.

     

     

    Pero eso es ahora lo de menos: lo que importa es que el efecto de ello es semejante al de los aviones que anuncian la guerra atómica en Sacrificio.

     

     

    Finalmente, la luz se apaga.

    Se apaga del todo.

    Podría ser la metáfora de una vida apagada.

     

     

    ¿Qué ha pasado?

    ¿Porque ese vacío en el rostro de María?

     

     

    ¿Qué ha pasado?

     

     

    ¿Qué ha pasado de efectos tan desoladores para ese niño que, aunque no estaba ahí dentro, estaba ahí dentro?

    No hago un juego de palabras.

    Fíjense en lo que sigue:

     

     

    Nadezhda sale del cuarto en el que se encontraba con María y encuentra, del otro lado, a Aliosha.

    Y sin embargo, Aliosha estaba, a pesar de todo, en ese cuarto.

    En ese cuarto en el que ha pasado ¿qué?

     

    Nadezhda: ¿Qué haces a oscuras? ¿Se apagó? ¿Por qué no nos has llamado?

    Nadezhda: ¿Cómo te llamas?

    Aliosha: Aliosha.

    Nadezhda: También tengo un hijo, claro, no es tan grande.

    Nadezhda: Es difícil con los hijos ahora. La guerra…

    Nadezhda: Y aún quiero tener una hija.

    Nadezhda: ¿Queréis verlo? Duerme. Es increíble. Es un amor.

    Nadezhda: No hace mucho preguntó a su padre: “¿Por qué 5 kopeks es más grande que 10?”

    Nadezhda: Quedé de una pieza y su padre no encontró que decirle. El quería una hija.

    Nadezhda: Hasta le dio nombre.

    ¿Quería una hija el padre de Tarkovski?

     

    Nadezhda: Hice la canastilla rosada, preparé la cinta.

    María mira a Aliosha como si lo dicho le afectara a él.

     

    Nadezhda: Tuve que rehacer todo.

    Nadezhda: Nos armó problemas el polluelo.

    Nadezhda: ¿Te hemos despertado? Fíjate cómo es tu mamá, habla sin parar. ¿Quién ha venido a vernos? ¿Desconocidos?

    Nadezhda: ¿Qué, no te puedes despertar? Entonces duerme, muñequito.

     

    Y la náusea que siente ahora Maria mirando a ese niño refuerza la sugerencia del aborto.

     

    Nadezhda: ¿Se me ven bien? ¿Y la sortija?

    Nadezhda: ¿Qué le pasa?

     

    Maria: Me siento mal.

    Ella se siente mal: eso es lo que sabe el que sueña el sueño que sigue a esta escena y del que pronto habremos de ocuparnos.

     

    Nadezhda: Le cansó el camino y yo no pensé en eso.

    Nadezhda: Beba, para entrar en calor.

    Nadezhda: Estoy hablando más de la cuenta, hay que preparar la cena.

    Maria: No se preocupe, por favor.

    Nadezhda: No puedo dejaros ir así.

    Maria: Hemos comido antes de salir.

    Nadezhda: ¡Qué tos más mala tiene!

     

    Y, al fondo, la emergente tuberculosis que el Tarkovski adolescente contraería poco después.

     

    Maria: Corre por todas pares.

    Nadezhda: Mi esposo debe auscultarlo cuando venga.

    Maria: No, no podemos esperar, aún debemos andar dos horas.

    Nadezhda: ¿Y los zarcillos? El dinero lo tiene mi esposo.

     

    Y bien, escuchamos ahora que el médico y marido de esta mujer pagará esos pendientes que ella ahora tiene puestos.

    De modo que no han sido el pago de un aborto.

     

    Nadezhda: Mataremos al gallo. Sólo que quisiera pedirle…

    Nadezhda: Estoy en el cuarto mes, tengo náuseas… Hasta cuando ordeño me siento mal.

     

    Aquí tienen la confirmación de lo que había de inaudito en la imagen anterior de la leche derramada: esta mujer, incluso con nauseas, sigue ordeñando las vacas para obtener su valiosa leche que en ningún caso permitiría se derramara.

    Salvo, claro está, que sea otra la leche derramada.

     

    Nadezhda: Y el gallo… ¿Usted no podría?

    Maria: Yo tampoco…

    Nadezhda: ¡Ah! ¿Usted también?

     

    Y de pronto esa mujer de la que hemos llegado a sospechar que se dedicaba a practicar abortos no sólo nos dice que está embarazada, sino que pregunta a María si ella también lo está.

     

    Maria: No, simplemente nunca he hecho tal cosa.

    Nadezhda: Es una tontería. En Moscú, seguramente, comíais pollos.

    Nadezhda: Lo hago aquí, sobre el tronco.

    Nadezhda: Tenga el hacha. Mi marido la afiló esta mañana.

    Maria: ¿Aquí, en el cuarto?

    Nadezhda: Pondremos una palangana.

    Nadezhda: Y mañana les daré una gallina.

    Maria: No podré.

    Nadezhda: ¿Le pedimos hacerlo a Aliosha? Es un hombre.

    (sonido del gallo)

    Maria: ¿Por qué a él?

    Nadezhda: Sostenga con más fuerza, si no, saltará y romperá la vajilla.

     

    Obligado recordar Andrei Rublev:

     

     

    Les decía que Boriska había tenido aquello de lo que había carecido Andrei.

    Desde luego, la emergencia de la afirmación varonil que el gallo metaforiza resulta imposible para Aliosha.

    El gallo, ese gallo que debería apuntar a emerger en Andrei a sus doce años, es sacrificado para siempre.

    De modo que ya no podrá escapar.

     

    Nadezhda: Ay, me siento… ¿Y…?

    (estertor del gallo)

    (estertor del gallo)

     

    El agua, bien semejante a la que disolvía la Santísima Trinidad de Andrei Rublev, se hace visible al fondo de esta imagen donde algo en extremo siniestro emerge en el rostro de la madre.

     


     

    «Lo terrible está encerrado en lo bello, lo mismo que lo bello en lo terrible.»

    [Andrei Tarkovski : 1984: Esculpir en el tiempo: reflexiones sobre el arte, la estética y la poética del cine, Rialp, Madrid, 1991.]

     

    Nos mira.

    Y hay una amenaza extrema, cargada de odio, en su mirada.

    Y la violencia extrema de esa mirada nos atraviesa para alcanzar al padre en la nueva escena que comienza sin solución de continuidad:

     

    Y el padre se vuelve y mira hacia el vientre de su mujer.

     

    Maroussia: ¡Cálmate! Todo saldrá bien.

     

    ¿De qué se habla en este diálogo? ¿Qué es lo que tiene que salir bien?

     

    Maroussia: Lástima que te veo sólo cuando me encuentro muy mal.

     

    ¿Por qué ella se encuentra mal?

     

    Maroussia: ¿Me oyes?

    Padre: Sí.

    Maroussia: Ves, ahora vuelo.

    Padre: ¿Qué te pasa, María? ¿Te sientes mal?

     

    ¿Por qué habría de sentirse mal María?

     

    Maroussia: No te asombres. Yo te amo.

     

    ¿Por qué habría de asombrarse el hijo de saberse amado por su madre?

    Aunque esto último, no me lo negarán, rima de manera directa con la demanda de Alexander:

    ¿Podrías, por una vez, amarme, María?

    De nuevo sin solución de continuidad, el film retorna a la escena de la casa de Nadezhda:

     

    Nadezhda: ¿Se va? ¿Y los zarcillos? Ahora vendrá mi esposo.

    Nadezhda: El tiene el dinero.

    Maria: Hemos cambiado de opinión.

     

    ¿Por qué María abandona corriendo esa casa?

    ¿En qué ha cambiado de opinión?

     

    Nadezhda: Hasta el pueblo son 15 verstas. Y ya está anocheciendo.

    Maria: No es nada, no se preocupe.

     

    Pero lo más notable es cómo ese sueño de levitación se ha instalado en el interior de la escena de los pendientes, pues es esto algo excepcional en esta película tan poco urdida narrativamente y en la que resulta tan inciertas las relaciones temporales entre sus diversas escenas.

    Por una única vez la escena onírica en cuestión se encuentra encajada entre dos escenas inmediatamente ligadas por una precisa constancia espacial y una directa relación temporal.

    Como si en esta escena insertada

     

     

    estuviera la clave de la latencia esencial que habita a la que la rodea.

    Y bien: se nos ha dicho finalmente que no ha habido aborto, sino que de lo que se trataba era de vender los pendientes.

    Y por cierto que sabemos por varias referencias biográficas que esos pendientes azules existieron, sólo que fueron realmente vendidos.

    Y bien, negación por negación, si los pendientes que aquí no se venden fueron realmente vendidos, ¿no nos indica eso que el aborto tan acentuadamente señalado y luego inesperadamente negado hubo de suceder realmente?

     

    (estertor del gallo)

     


    Leonardo

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    Hemos tenido sobradas ocasiones, a lo largo de este seminario, de mostrar la intensa presencia de la obra de Leonardo da Vinci en el cine de Andrei Tarkovski.

     

    Pero cabe la posibilidad de que el motivo más profundo de esa influencia, por su misma intensidad, no termine de aflorar explícitamente por la vía de la cita, como sucede con los hasta aquí consignados.

    Sin duda, Maroussia, en su aspecto más duro y amenazante, está cerca de Ginevra de Benci.

     

     

    Pero todo parece indicar que está más cerca de la figura femenina más oscura de Leonardo, la Santa Ana de Santa Ana, la Virgen, el niño y San Juan.

     


    Pues, ciertamente, el lado más oscuro de la madre es el que se impone en ese punto donde se tambalea el acceso del hijo a la virilidad.

     

    Fin del seminario.n

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    15. ¿Podrías amarme, María?

    Andrei Rublev, Solaris, Stalker, Nostalgia, Sacrificio

     

     

    Jesús González Requena
    Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
    2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
    Sesión del 22/05/2009 (1) (24/8/2009, 19/12/2009)
    Universidad Complutense de Madrid

     

     

     

     

     

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    19/51

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    Rublev: Ven conmigo. Tú fundirás campanas y yo pintaré iconos. Vamos a la Santa Trinidad, vamos juntos.

     

    Y no hay duda que Andrei lo intentó.

    Así, en 1951, año en el que cumplió 19 años, Andrei Tarkovski se matriculó en el Instituto Arábico y Oriental de Moscú.

    Como ya sabemos, fue allí intentando seguir los pasos del padre, poeta y traductor de esas lenguas.

    Pero entonces algo sucedió que le llevó a abandonar también esos estudios -antes había abandonado ya los de arte y música.

    Sus biografías afirman que decidió enrolarse rumbo a Siberia en una expedición del Instituto de Metales No Ferruginosos y Oro.

    Pero cuando se atiende con más detenimiento a las fuentes biográficas se descubre que esa decisión fue tomada por su madre. Así lo dice uno de sus íntimos, Alexander Gordon, esposo de su hermana Marina:

     

    «Después de que dejara el instituto su madre le “exilió” a Kureika para que trabajara con los geólogos»

    [Alexander Gordón: Los años de estudiante, en Marina Tarkovski (Ed.): Acerca de Andrei Tarkovski, Ediciones Jaguar, Madrid. 2001.]

     

    Y una amiga de la madre, Natalia Baránskaya, lo cuenta con mayor prolijidad:

     

    «Se quejaba de su hijo: había comenzado a estudiar música, y lo dejó; empezó con el arte y lo dejó también. Al final se matriculó en el Instituto de Estudios Orientales. Fue su propia elección y obtuvo unas notas excelentes. María se puso contentísima. No muchos podían presumir de tan buena fortuna -una carrera definida, trabajo interesante y la oportunidad de viajar al oriente-. Pero Andrei sólo consiguió pasar el primer curso. Lo dejó todo hacia la mitad del segundo. María se enfadó muchísimo. Marina intentó calmarla: “¿Pensaste en serio que iba a acabar?”.

    «Recuerdo la conversación que tuve entonces con María. Cuando le pregunte qué era lo que Andrei iba a hacer, me contestó: “He acordado que se enrole en una expedición geológica en la taiga…”. Cuando después le pregunté con quién, qué ropa iba a llevar y qué zapatos tenía, me contestó enfadada:

    «”-¿Qué zapatos tiene?”

    «”-Zapatos normales de calle.”

    «”-Pero necesita botas…”

    «”-¿Y dónde las puedo conseguir?”

    «”-Pero cogerá un resfriado.”

    «”-¿Y qué me cuentas?”

    «”-Sus pulmones son muy débiles.”

    «”-Bueno, ¿y qué?”

    «Suspiró y estuvimos calladas durante un montón de tiempo; luego cambiamos de tema.

    «¡Estaba a punto de perder los nervios!»

    [Natalia Baránskaya: Noches de un verano, en Marina Tarkovski (Ed.): Acerca de Andrei Tarkovski, Ediciones Jaguar, Madrid. 2001.]

     

    Sabemos que los fracasados estudios de arte y música habían respondido al deseo de la madre.

    La novedad de la matriculación en el Instituto de Estudios Orientales -nuestra fuente lo acusa indirectamente al decir que ésta “fue su propia elección”- estribaba en que manifestaba la voluntad de seguir los pasos del padre.

    Pero también eso lo abandonó.

    19/51 significa por tanto, al menos, el fracaso del intento de seguir los pasos del padre.

    Y, como ven, su madre había perdido los nervios.

    Prueba de ello es que todavía no los había recuperado del todo cuando, más tarde, tuvo lugar esta conversación con su amiga.

    Hemos dedicado el comienzo de la sesión a contemplar las huellas de esas pérdidas de los nervios de la madre en el cine del hijo.

     

    El caso es que su madre le expulsa a un territorio que, como su propia amiga sugiere, podría suponer la muerte para un joven con tendencia a la tuberculosis.

    Ya hemos presentado las imágenes que atestiguan la experiencia de desolación que debió acompañar a aquella expedición:

     

     

    Fue allí, en cualquier caso, donde hubo de localizarse cierta escena delirante que él mismo contó tantas veces y de la que informan varios de sus amigos y, con más detenimiento, su propia hermana Marina:

     

    «Un día Andrei se ha encontrado solo en el bosque de Taiga. De repente se levantó un viento y empezó la tormenta. El ató su caballo a un árbol y se refugió en una casita de cazadores. En un rincón había un montón de heno y se tumbó en él, poniendo detrás de la cabeza su mochila. Fuera se escuchaba el aullido del viento. Estaba muy cansado y empezó a dormitar. Pero de repente oyó una voz que le decía: “¡Vete de aquí!” Él no se sintió bien pero seguía tumbado. Después de un rato la voz volvió a aparecer: “¡Vete de aquí!” Él ni se movía. Y cuando la escucha la tercera vez: “¡Te digo la última vez que te vayas de aquí!” El agarro su mochila y salió corriendo de la isba bajo la lluvia torrencial. En aquel instante sobre esta isba cayó una grandísima rama justo en aquel lugar donde estaba acostado Andrei y la destruyó por completo. El montó a su caballo y se fue a galope de aquellos lugares.»

    [Tarkovski, Marina: Oskolki Zerkala, Ed. Dedalus, Moscú 1999. Traducción al español: Maia Gugunava.]

     

    Marina piensa que es una historia inventada, ya que había preguntado a una participante de esa expedición, quien le había dicho que era imposible que tal cosa hubiera sucedido, pues Tarkovski nunca estuvo solo durante el viaje. Y añadió que, además, esa misma historia se la habían oído contar a un geólogo al que, desde luego, no creyeron.

    Añade finalmente Marina que Andrei no era mentiroso.

    Pues bien, si Andrei no era un mentiroso, sólo resta concluir que su relato versa sobre la experiencia de un delirio.

    Podríamos reconstruirlo así: expulsado de su casa, abandonado en Siberia, asaltado por la angustia, Andrei reconstruye su mundo con este injerto delirante; una voz masculina, divina, paterna, le empuja a salir de la casa en la que se vive eternamente atrapado.

    El árbol -la imagen paterna- destruye con una de sus ramas el poder apresante de la madre -la casa originaria.

     

    De Andrei Rublev a Solaris

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    ¿Qué sucede después de Andrei Rublev?

    No hay duda: el viaje a Solaris.

     

     

    Pero ese, como todos los viajes que siguen, invierte el mandato del relato clásico: en vez de abandonar la casa originaria, se convierte en un incesante retorno a ella.

     

     

    Un viaje deslumbrante que ha sido anticipado ya antes de su misma partida:

     

    Padre: Le parece que estorba nuestra despedida.

    Padre: Pero si él vino, es porque considera su asunto importante.

    Padre: Aunque no quisiera ver a nadie. ¡Hablamos tan poco nosotros dos!

     

    Como ven, en ese esfuerzo inútil de conversación con el padre que tiene lugar antes del viaje, está ya presente, interponiéndose, la madre, a través de su fotografía.

     

     

    El viaje a Solaris es pues un viaje de retorno hacia ella.

    Por eso Solaris es un planeta donde se abole el tiempo y donde todo entra en el ciclo de la permanente repetición:

     

    Kelvin: ¿Quién vino?

    Snawt: Hace 10 años que ella murió.

    Snawt: Tú viste la materialización de la idea que tienes de ella. ¿Cómo se llamaba?

    Kelvin: Hari.

     

    Solaris es el planeta del delirio, de la alucinación perpetua: en él se materializan los fantasmas -es decir: los deseos inconscientes- de cada cual.

     

    Kelvin: Pero no comprendo.

    Snawt: Por lo visto, el Océano sondeó de alguna forma muestros cerebros y sacó de ellos fragmentos de recuerdos.

    Kelvin: ¿Volverá ella?

    Snawt: Sí y no.

    Kelvin: ¡Ah! Hari segunda…

    Snawt: Pueden ser muchas.

     

    No es casualidad, por eso, que el círculo sea la forma mayor de la plástica del film.

    Kelvin, el protagonista, está atrapado por la circularidad del eterno retorno tanto como el propio Tarkovski.

    Y su nombre -Kelvin- parece hablar de su frialdad.

    Por eso, aunque no sea nombrada expresamente, aparece aquí por primera vez la idea insistente de un lugar donde se realizarían todos los deseos.

     

    El lugar donde se cumplen los deseos

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    En el cine de Tarkovski la idea de la existencia de un lugar donde se cumplen todos los deseos, retorna una y otra vez:

    Stalker:

     

    Profesor: Entonces se difundió el rumor de que en la Zona hay un lugar donde su cumplen todos los deseos.

     

    Nostalgia:

     

    Eugenia: Sólo he venido a mirar.

     

    Cura: Por desgracia, cuando hay alguien foráneo, externo a la invocación, no sucede nada.

    Eugenia: ¿Y qué tiene que suceder?

    Cura: Todo lo que quieras. Todo aquello que necesites.

     

    Sacrificio:

     

    Otto: Existe una solución.

    Alexander: ¡Otto!

    Otto: Sí, debes ir con María y acostarte con ella.

    Alexander: ¿Qué dices?

    Otto: Digo que vayas y te acuestes con María.

    Alexander: ¿Acostarme con María?

    Otto: Es muy fácil. Ella vive sola. Y sólo con que tengas un único deseo, como que todo esto termine, ¡va a terminar, sin más!

     

    El lugar donde se cumplen los deseos es la central eléctrica –Stalker-, la iglesia de la Virgen del Parto –Nostalgia-, la casa de María –Sacrificio.

    Es, en suma, esa casa de la que nunca se ha salido.

    Y esa casa de la que nunca se ha salido del todo es el cuerpo fantasmático de la madre.

    Solaris es, como sabemos, el planeta donde se realizan los deseos.

     

     

    ¿Pero cuál es el deseo que debe realizarse?

    ¿El de ese niño grande, inútilmente sexuado, que es también Kelvin, el protagonista de Solaris?

     

     

    El Océano, la mar originaria que lo baña, es irresistible, lo penetra todo, advierte hasta el más íntimo de sus sentimientos y de sus deseos.

     

    La realización siniestra del deseo

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    Si han visto el film, recordarán a esa bella y dulce jovencita enamorada de Kelvin:

     

     

    Pero no deberían olvidar lo siniestro de su imagen en su primera aparición:

     

     

    El plástico que cubre la almohada y las sábanas del personaje ayuda eficazmente a producir -por la vía de una sinestesia táctil- ese mismo tono de irrealidad que lo baña todo en Solaris.

     

     

    ¿Cómo diferenciar en ella lo amoroso de lo siniestro?

    La amable toquilla que cubre su espalda se convertirá, cuando se reduplique en el segundo retorno -ella, emanación de Solaris, es indestructible y reaparece sin recordar nada cada vez que Kelvin la expulsa al espacio-, en una manifestación ejemplar de las repeticiones siniestras de las que hablara Freud.

     

     

    Y de entre las repeticiones siniestras, la mayor, la más insistente, es esa que desdobla a la madre en la esposa, o que dobla la una en la otra:

     

     

    Así, la esposa que se desnuda para él, es vivida como la encarnación de la madre que está en el núcleo del deseo.

     

     

     

    En el núcleo del delirio: la escena de los 19 años

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    Y por cierto que la manzana del pecado se encuentra ahí, en ese vértice en el que la madre y la esposa intercambian sus papeles.

     

     

    Estamos en el núcleo del delirio, que conduce, llegado el momento, al retorno a la casa de la infancia:

     

     

    La escritura, la literatura, el mundo entero del arte, tal y como Tarkovski hubo de acceder a él, encuentra ahí, en esa manzana de la madre, su génesis:

     

     

    Pero hay algo en extremo ambivalente en esa manzana:

     

    Kelvin: Estoy muy solo ahora.

    Madre: ¿Por qué nos ofendes? ¿Qué esperabas? ¿Por qué no llamaste?

     

    ¿No será esto parte de la escena de los 19 años?

     

    Madre: Llevas una vida extraña. Andas mal vestido, sucio.

     

    Pero inmediatamente se superpone un registro temporal mucho más antiguo:

     

    Madre: ¿Dónde te pusiste así?

    Madre: ¿Qué es esto? Espera, ahora vengo.

     

    Pues sólo a un niño pequeño lava así su madre cuando vuelve a casa sucio por haberse caído de la bicicleta.

     

     

    Sólo que aquí la situación adquiere los tintes de una escena de seducción.

     

    Kelvin: ¡Mamá!

     

    Y a la seducción sigue, sin solución de continuidad, el abandono.

     

     

     

    Bicicleta

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    ¿Que por qué les he dicho que el niño viene sucio por haberse caído de la bicicleta?

    La respuesta se encuentra en Sacrificio:

     

    Maria: ¿Qué…? ¿Qué le ha pasado en las manos?

    Alexander: Ja, ja, ja. Me he caido de la bici.

    Maria: ¿Vino usted en bicicleta?

    Alexander: Ah… Sí me caí…

    Maria: Venga

    Maria: No puede ir por ahí con esas manos tan sucias.

     

     

     

    19

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    La cifra 19 retornará en Sacrificio:

     

    Víctor: ¡Julia!

    Víctor: Tráele una chaqueta a la señora; tiene frío.

    Adelaide: ¡Qué atento!

    Alexander: El niño… ¿Dónde está!

     

    Alexander observa a escondidas a su familia reunida en el jardín, mientras que se pregunta por el paradero de su hijo, ese niño solitario y sufriente que recorre la entera filmografía del cineasta.

     

    Marta: Mira, ha dejado una nota.

    Adelaide: ¿Qué dice?

     

    Y oye como Marta lee en voz alta la nota que él mismo les ha dejado.

     

    Marta: Queridos: esta noche he dormido mal, así que no me despertéis. Salid a dar un paseo.

    Marta: El chico os enseñará el árbol japonés que plantamos ayer.

     

    Marta: ¿O ha sido hoy? No me acuerdo, pero da igual. Besos a todos. He tomado mis pastillas.

     

    El tiempo, una vez más, se enrosca sobre sí mismo, confundiéndose en una cadena ingobernable de repeticiones. Y, a pesar de ello, la cosa encuentra su cifra:

     

    Marta: Disculpadme ahora mismo. 19 de junio de 1985. 10:07 a.m. Papá A.

     

    De modo que el día 19 Alexander prende fuego a su casa

     

     

    Pero, ciertamente, en nada alcanza la dignidad de lo sacrificial este acto loco

     

    que no produce otro efecto, al menos aparentemente, que el de introducir al personaje en la ambulancia -de número 151- que habrá de conducirle al manicomio.

     

     

    La bisagra de su angustia

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    En Sacrificio, Tarkovski escribe su monólogo interior a través del encuentro de dos personajes que son dos caras de sí mismo.

    El primero de ellos es, evidentemente, Alexander, a cuyo rostro en negro replica,

     

     

    igualmente en negro, su otra cara, la de Otto, el cartero que, como tal cartero, es portador de un mensaje.

     

     

    Y en el centro de ambos, en la bisagra de su angustia, La adoración de los Reyes de Leonardo da Vinci.

    Observen hasta qué punto Alexander es visualizado fundido con la Virgen de Leonardo.

     

     

    O podríamos decir incluso: habitado por ella, en la misma medida en que su figura aparece instalada, totalmente centrada, en su interior.

     

     

    Y observen, igualmente, el atuendo femenino de Alexander:

     

    (Golpecitos en el cristal)

     

    Habla de una identificación radical con esa figuración de lo femenino materno a la que habremos de volver más tarde.

     

    Alexander: ¿Qué pasa?

     

    La tarea del mensajero es la de despertar con su mensaje.

     

    Otto: Perdona que te despierte. ¿Estabas despierto?

    Alexander: ¿Qué pasa? ¿Por qué has venido?

    Otto: Todavía hay una oportunidad.

    Alexander: ¿Una oportunidad? ¿Qué tipo de oportunidad?

     

    Recuerdan que acaba de empezar una guerra atómica mundial. O para ser más exactos: en su locura a dos voces, Alexander delira el estallido de esa guerra atómica.

     

    Otto: Una oportunidad, una esperanza.

    Alexander: ¿Qué tipo de esperanza? ¿Qué te ocurre?

    Otto: No me ocurre nada, pero María puede. ¡María!

    Alexander: ¿María?

     

    Ahora bien, ¿Quién es María?

    ¿Quién es esa María que puede, es decir, que es invocada como la encarnación misma de la omnipotencia?

     

     

    Es, desde luego, esta mujer, una de las criadas de la familia, y a la vez alguien a quien Otto identificará como una bruja.

    Pero no deja de ser, también, esta otra

     

     

    Es decir, la Virgen María.

    Pero es necesario retener, igualmente, en un cine tan densamente autobiográfico como el de Tarkovski, que María fue igualmente el nombre de María Ivanova, la madre de Tarkovski.

    Ahora bien: la pregunta en este momento es: ¿por qué hay tanta angustia en los varones que rodean a la Virgen en La adoración de los Magos de Leonardo?

     

     

    Angustia.

     

     

     

    Torbellinos de angustia.

     

     

     

    En cierto modo, el propio Alexander resume en sí mismo toda la variedad de gestos de angustia que puebla la obra de Leonardo.

     

     

    Y siempre en relación directa con esa misma obra y, por tanto, con la figura femenina que la protagoniza.

     

     

    ¿Ocurre algo en su casa?

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    Cuando finalmente llega Alexander a casa de María, dispuesto a rogarle que detenga el fin del mundo, recibe de ésta una pregunta inesperada:

     

    Maria: ¿Ha pasado algo?

     

    Maria: ¿Por qué no me dice nada? ¿Ocurre algo en su casa?

     

    A decir de María, no es en el mundo sino en casa de Alexander donde ha pasado algo. Y más de una vez.

     

    Maria: Ha pasado algo en su casa otra vez. ¿No es cierto?

    Ciertamente, algo ha pasado, probablemente, muchas veces:

    Adelaide: Hombres, ¿por qué no decís algo?

     

    Me refiero, desde luego, al ataque de la esposa, que es también la madre, y que se desencadena con un grito contra la pasividad de los hombres.

     

     

    Un ataque insoportable, que dura nada menos que 4 minutos y medio,

     

     

    y que solo se interrumpe en la medida en que se recurre a una potente droga para sedar a la mujer.

    Pues bien, ¿por qué no ensayan a fundir en una metáfora eso que el film presenta en una secuencia narrativa?

     

     

    Quiero decir: ¿y si eso, el ataque de la mujer, de la madre, esa manifestación extrema de su profunda insatisfacción, de su desesperación, fuera vivenciado por el personaje como una guerra atómica capaz de aniquilar su universo psíquico?

     

     

     

    Las mujeres y sus ataques

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    ¿No era algo de esa índole lo que habitaba el sótano de la pesadilla de Iván?

     

    Somos 8 jóvenes, menores de 19 años. Dentro de una hora nos llevarán a matar. Vengennos.

    Podríamos recordar igualmente el llanto de la mujer de Andrei Rublev:

     

    O las crisis de Hari, la esposa del protagonista de Solaris, que se suicida una y otra vez:

     

    […]

     

     

    En su siniestra resurrección, el cuerpo de Hari anticipa la crisis de Adelaide en Sacrificio.

     

    Hari: ¿Soy yo?

    O la crisis de la esposa en “Stalker”, tan semejante a la de Sacrificio tanto en la recusación del varón como en esas manifestaciones convulsivas en el cuerpo de la mujer que Solaris había llevado a su extremo.

     

    Esposa: ¡Pues vete! ¡Y que te pudras allá! ¡Madito sea el día en que te conocí, cabrón!

    Esposa: ¡Dios mismo te condenó, con una hija así!

    Esposa: ¡Y a mí también por tu culpa, sinvergüenza!

    (gime)

    (gemidos y sonido del tren)

    El discurso requisitorio contra el varón alcanzará su máxima expansión en la Eugenia de Nostalgia:

     

    Eugenia: ¿Por qué tienes miedo de todo? Estás lleno de complejos. No eres libre. Parece que todos tengáis deseos de libertad. Habláis de libertad. Pero si os dieran más libertad no sabríais que hacer con ella.

    Eugenia: No la conocéis.

    Basta, basta, basta. Ya lo sé, debe ser este país. Sí. El aire que se respira aquí.

    Eugenia: Porque en Moscú tuve encuentros estupendos con hombres extraordinarios.

    Eugenia: ¿Se puede saber qué quieres de mí? ¿Quieres esto? No, tú no, entiendo. Tú eres una especie de santo, ten interesan las vírgenes. No, tú eres diferente.

    Eugenia: Uno que se hacía pasar por intelectual intentó tenerme encerrada en casa. ¡Ja! ¿Cómo es posible que nunca tenga una buena relación? No, no hablo de to.

    Eugenia: Tú eres el peor de todos. Pero te juro que seguiré adelante. Encontraré al hombre adecuado para mí. Es más, lo he encontrado. Me está esperando en Roma. Además, te vistes muy mal, eres aburrido hasta los zapatos. ¿Sabes qué es un aburrido? Te lo diré. Alguien con quien prefieres acostarte, a decirle por qué no.

    Andrei : ¿Qué dices, Eugenia?

    Eugenia: Lo entiendes, ¿no entiendes que me encuentro en una situación humillante?

    Eugenia: Basta, basta. ¡No puedo más!

    Eugenia: quiero dormir diez días seguidos y sacarte de mi cabeza. Quizás no haya nada que sacar, porque no existes. El problema es sólo mío.

    Eugenia: No sé por qué me gustan los imbéciles. Sí, resumiendo, los hombres sin verdadero encanto, porque, recuerda, puedo parecer joven, pero entiendo de encanto. Vete, vete, por favor. ¿Sabes?

    Eugenia: cuando te conocí, esa misma noche, soñé con un gusano suave, todo lleno de patas, que me había caído sobre la cabeza y me había picado entre el pelo. Era algo venenoso y yo intentaba golpearme la cabeza en todas partes, hasta que caía al suelo, y yo lo buscaba, quería aplastarlo antes de que llegase al armario, pero era inútil, porque siempre fallaba el golpe y no conseguía, no conseguía aplastarlo. Y desde esa noche siempre me toco el pelo. Menos mal que no ha habido nada más íntimo entre nosotros. Solo de pensarlo me entran arcadas.

     

    ¿Y en El espejo? ¿Qué escena ocupa el lugar equivalente al de estos otros estallidos de la violencia de las mujeres que les es dado padecer inevitablemente a los varones tarkovskianos?

    Nos tomaremos el tiempo necesario para responder a ello. Será, por lo demás, una buena manera de concluir este seminario.

     

    Para contener la catástrofe

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    Y bien, para contener la catástrofe que esa explosión atómica de la mujer supone, sólo hay -en el universo loco de Sacrificio– una solución:

     

    Otto: Existe una solución.

    Alexander: ¡Otto!

    Otto: Sí, debes ir con María y acostarte con ella.

     

    Sólo otra mujer, una bruja, parecer ser capaz de contrarrestar la catástrofe psíquica que la primera ha desencadenado.

     

    Alexander: ¿Qué dices?

    Otto: Digo que vayas y te acuestes con María.

    Alexander: ¿Acostarme con María?

    Otto: Es muy fácil. Ella vive sola. Y sólo con que tengas un único deseo, como que todo esto termine, ¡va a terminar, sin más!

     

    El arte, el deseo y el jardín de la madre

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    Y allí, en casa de María, se desencadena inevitablemente la rememoración de la madre.

     

    (Alexander toca el órgano)

    Alexander: De niño, ya tocaba este preludio. A mi madre le encantaba.

     

    Les dije en su momento que la relación de Tarkovski con el arte estaba del todo modelada por el deseo de la madre: ciertamente ese preludio le encantaba a la madre de Tarkovski, quien se empeñó en que su hijo aprendiera a tocar el piano.

     

    Alexander: Hace años, antes de casarme, iba a menudo a ve a mi madre… al campo.

    Alexander: Eso era cuando ella aún vivía.

     

    Les he señalado ya la irrupción de la demanda de la mujer, sólo un instante antes de que se desencadenara su ataque.

    Verán a continuación con que minuciosidad el film retorna a esa temática.

     

    Alexander: Su casa, una pequeña cabaña, estaba en medio de un jardín, un jardín pequeño…

    Se habla aquí, sin duda, del jardín de El Espejo, pero es también el jardín delirado en Solaris:

     

    Berton (desde fuera de campo): Cuando volví a mirar para abajo, vi algo parecido a un jardín.

    Kelvin: ¿Un jardín?

     

    Antes de partir rumbo a Solaris, Kelvin contempla con Berton una grabación de su informe sobre sus extrañas experiencias en el planeta.

     

    Berton: Vi unos árboles, vallas, acacias, caminos. Todos eran de esa misma sustancia.

    Y esa irrealidad a la vez densa y apabullante, tiene que ver con que todo está hecho de la misma sustancia: de la sustancia de Solaris, la madre, su cuerpo.

     

    -¿Tenían hojas esos árboles y plantas? ¿Los matorrales y las acacias?

    Berton: No, parecían

    Berton: ser de yeso, de tamaño natural.

     

     

    ¿Cómo llenar el vacío de la melancolía de la madre?

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    Alexander: un jardín pequeño, terriblemente abandonado y lleno de maleza.

     

    La madre entera, y su intensa melancolía, es dibujada por ese jardín que constituye su más precisa metáfora.

     

    Alexander: Nadie lo había cuidado en muchos años…

     

    Nadie, en muchos años, había cuidado el jardín de la madre.

     

    Alexander: creo que nadie siquiera había entrado en él.

     

    Nadie había entrado en ese jardín que es la encarnación del cuerpo sexuado de la madre.

     

    Alexander: Entonces, mi madre ya estaba muy enferma. Casi nunca salía de casa. Y aún así, en medio de toda aquella decadencia, había algo que era, a su manera, hermoso. Sí, ahora sé lo que era. Cuando hacía buen tiempo a menudo se sentaba en la ventana. y miraba el jardín. Incluso se había puesto un sillón junto a la ventana.

     

    ¿Cómo llenar el vacío de la melancolía de la madre?

     

    Alexander: Un día, se me ocurrió que tenía que poner orden en todo aquello. En el jardín, quiero decir.

     

    ¿Cómo podría el hijo hacerse cargo del tremendo deseo enterrado bajo la melancolía de la madre?

     

    Alexander: Cortar la hierba, quemar rastrojos, podar los árboles. Sí, sobre todo, crear algo según mis gustos, con mis propias manos. Todo para darle una alegría a mi madre.

     

    Satisfacer, en suma, con sus propias manos, a la madre.

     

    Alexander: Durante dos semanas seguidas, fui allí con las tijeras y la guadaña. Cavé, corté, segué y podé.

    Alexander: Viví con la nariz pegada a la tierra, literalmente. Me esmeré mucho para tenerlo listo lo antes posible.

     

    Alexander: Mi madre cada vez estaba peor. Pasaba el día en la cama. Yo deseaba que pudiera sentarse en su sillón para ver su nuevo jardín. Ah… Resumiendo, cuando hube terminado y todo estuvo a punto, tomé un baño, me puse muda limpia, una chaqueta nueva y hasta corbata. Y me senté en su sillón para verlo todo como a través de sus ojos.

     

    Para verlo todo como a través de sus ojos.

    Como ven, la identificación con la madre es absoluta.

    Y bien, ¿qué se ve desde allí?

    ¿Cómo ve desde allí, desde la mirada de la madre, su propia obra en el jardín de la madre?

     

    Alexander: Yo… me senté allí y eché un vistazo desde la ventana.

     

    Hasta el reencuadre dibujado por el marco de la ventana inscribe la mirada de la madre en la imagen mental que evocan las palabras de Alexander.

     

    Alexander: Me había preparado para disfrutar, miré por la ventana y vi ¿Qué fue lo que vi? ¿Dónde se había ido la belleza? ¿Y todo lo natural? Era tan repugnante. Todas aquellas huellas de violencia.

     

    Y bien, es en el lugar de esa repugnancia -no menor que la generada por el niño de cuatro metros o de cuatro años de Solaris, la edad más probable de la separación de los padres del cineasta- donde se localiza Alexander.

     

    Solaris: El niño más arcaico y repugnante

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    ¿-Quién era?

    Berton: Un niño.

    -¿Lo había visto usted antes?

    Berton: No, nunca.

    Berton: Cuando me acerqué a él, noté que algo no estaba bien.

    ¿-En qué sentido?

    Berton: Al principio no entendía de qué se trataba. Pero después comprendí que era demasiado grande.

    Berton: Tenía unos cuatro metros de altura.

     

    No puede tener cuatro años, pues es un bebé, pero esa cifra, cuatro, tan presente en la experiencia tarkovskiana, se manifiesta por esta otra vía, a la vez que queda anotada como una anomalía.

     

    Berton: Sus ojos eran azules y el pelo negro.

    -¿Tal vez se siente usted mal? Podemos aplazar la reunión.

    Berton: Continuaré. Estaba totalmente desnudo, como un recién nacido.

    Berton: Y mojado, mejor dicho, grasiento.

     

    Es decir, marcado con todos los signos de su inmediata vinculación al cuerpo de la madre del que procede y del que no termina de separarse.

     

    Berton: Su piel brillaba. El subía y bajaba junto con la ola, manteniéndose siempre encima. Independientemente de esto, avanzaba. Eso era repugnante.

     

    ¿Se dan cuenta de por qué es tan importante el padre?

    ¿Se dan cuenta del sentido de esa construcción que es la del Dios padre para filiar al hijo en el padre, más allá de la madre?

    Se trata de separarlo de ese cuerpo primario y absoluto: Solaris.

     

     

    Este personaje, el piloto Berton, como el propio Tarkovski, es un hombre que ha quedado fijado, detenido allí, en esa alucinación que le persigue.

     

    Berton: Cuando descendí por primera vez a 300 metros, me fue difícil mantener la altura

    Berton: porque comenzó a soplar el viento.

    Berton: Concentré toda mi atención en el pilotaje.

     

    En cualquier caso, ese niño gigante y monstruoso de Solaris confirma el carácter arcaico, netamente preedípico, de esas pasiones primarias que asolan el universo tarkovskiano, de las que la envidia que, como vimos el último día, constituye el otro motivo central de Andrei Rublev, es una de sus manifestaciones más expresivas.

     

    ¿Podrías amarme, María?

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    Alexander: ¿Y todo lo natural? Era tan repugnante. Todas aquellas huellas de violencia.

     

    Se cruza entonces, por asociación libre, una escena que implica al padre y en la que aparentemente la madre está ausente.

     

    Alexander: Recuerdo que una vez, cuando mi hermana era pequeña, fue al peluquero y se dejó el pelo corto, era la moda entonces. Su pelo era increíblemente hermoso. Dorado como el de Lady Godiva.

    Alexander: Volvió a casa toda contenta. Pero, cuando la vio, mi padre se echó a llorar. Creo que con el jardín pasó lo mismo.

     

    Como ven, hay un hilo latente que conecta esta escena, la de las lágrimas del padre, con la anterior del jardín de la madre.

     

    Maria: ¿Y su madre?

     

    Oportuna pregunta la de María.

     

     

    Tan oportuna que deja a Alexander del todo desconcertado.

    Pues, obviamente, la madre está, elidida, en el centro de ese recuerdo.

    Pues una niña pequeña, y más en aquellos tiempos, ni decide cortarse el pelo ni va sola a la peluquería.

    De modo que fue la madre la que tomó esa decisión que sumió al padre en un mar de lágrimas.

    ¿Por qué lo hizo?

    Si el padre llegó a llorar, sin duda antes habría alabado los que consideraría los bellos cabellos de su hija.

    ¿Tendría, la madre, celos de ella? ¿Desearía imponer su criterio al margen del de su marido? ¿Sucedió eso cuando ya el matrimonio se había separado?

    No tenemos, al menos por ahora, manera de saberlo.

    Pero se nos impone ahí, en todo caso, la imagen de un padre que llora, y la de una madre que maneja los instrumentos de cortar: instrumentos como esos otros -las tijeras, la guadaña- con los que Alexander, como él mismo nos decía hace solo un momento, del todo identificado con su madre, había sometido a tal violencia a su jardín.

    Ahora bien, si él se identifica con la madre, sentado en su sillón y mirando desde su ventana, ¿no se verá él mismo en ese jardín, como el objeto sobre el que ella realizara una semejante violencia normalizadora?

     

    (Suenan las campanas del reloj)

    Alexander: Son las 3. No nos queda tiempo.

     

    Diríase que la colisión de esas dos escenas, en la que refulgen la guadaña de la madre y las lágrimas del padre, convoca, por la vía de la cifra del relato, el paso al acto definitivo.

     

     

    Atiendan, al pie de la letra:

    Alexander se arrodilla ante María y dice:

     

    Alexander: ¿Podrías…? ¿Podrías amarme, María?

     

    ¿Busca refugio en la amada madre de la infancia?

    Pues, como les he dicho, esa mujer a la que recurre empujado por ese cartero que no es otra cosa que la imagen de su disociación interior, posee el mismo nombre de la madre: María.

    Pero decirlo así es no prestar atención a la diferencia que la letra introduce: si pregunta a María si podría amarle es porque parte de la experiencia de no haber sido amado por ella.

    Traté de mostrarlo en El espejo, esa película que recrea tan minuciosamente la infancia del cineasta: ni una sola vez nos es dado en ella ver a la madre abrazando a su hijo.

    Maria: ¿Qué está diciendo?

    Alexander: ¡Ámame, te lo suplico! Sálvame. Sálvanos a todos.

    Alexander: Sé quién eres. Él me lo ha contado. Por favor, por favor… Sálvanos, te lo suplico.

     

    Habla a la madre, instituida en el lugar, simultáneamente, de la Virgen y de la Bruja y, en esa misma medida, instituida como la figura de la omnipotencia. n

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    14. La diosa del agua

    Andrei Rublev

     

     

     

    Jesús González Requena
    Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
    2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
    Sesión del 08/05/2009(2)
    Universidad Complutense de Madrid

     

     

     

     

     

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    ¿Por qué no hay princesa en el trayecto de Boriska?

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    Y ahora ocupémonos de la otra cuestión: ¿por qué no hay princesa en el trayecto de Boriska?

    Me dirán quizás que la pregunta no es pertinente, que no todas las películas tienen por qué tener una historia de amor. Puedo concederlo, aunque no sin reticencias, pues es un hecho que el 98 por ciento de ellas la tienen.

    En todo caso, la cuestión a la que creo obligado prestar atención es esta: todo parece indicar que el sorprendente éxito, por lo que al habitualmente desolado universo tarkovskiano se refiere, del relato de la campana, de la aventura de su constructor, Boriska, está en relación con la ausencia total, en ella, de presencia alguna de la mujer.

    Y no me contradigo por haber señalado hace un momento la presencia de esa mujer vestida de blanco, pues ella sólo aparece una vez que los trabajos de la campana han concluido.

     

    Rublev: Pero, no sigas…

     

    Como les decía, es una mujer, no un monje.

     

     

    Mujer de la que Andrei retira la mirada, mas no porque no la haya conocido.

    Pues ella ha aparecido ya antes en esta escena y él, desde luego, la ha reconocido.

    ¿Cuándo?

    Justo en el instante en que, por fin, la campana ha sonado por primera vez.

     

     

    Y por cierto que es una irrupción marcada, apoyada en un intenso raccord de movimiento y de mirada.

     

     

    Exactamente en el instante en el que suena la primera campanada.

     


     

    Y esa presencia se ve además reforzada por el carácter subjetivo del plano, dado que se trata de un plano subjetivo de los dos Andrei -el pintor y el cineasta-: pues es al objetivo de la cámara del cineasta tanto como a los ojos del pintor donde mira esa mujer. -Recuerden que una de las cosas que más incomodaban a los directores de fotografía que trabajaron con Tarkovski era su empeño en mirar constantemente por la cámara, en construir desde ella su puesta en escena.

    Pero hay algo, todavía, más chocante.

    ¿Reparan en qué?

     

     

    La cosa es realmente notable: ¿por qué precisamente en el momento en que suena por primera vez la campana, Andrei, en vez de mirarla, mira hacia esa mujer que, patentemente, está frente a ella -pues todos esos otros espectadores que la rodean están contemplando el acontecimiento?

    Y bien, ¿no la reconocen?

    Es Irina Tarkoskaia -Irina Raush de nombre de soltera.

    Es decir: la primera esposa de Andrei Tarkoski que por eso llevaba todavía su nombre, aunque la relación entre ambos hacía tiempo que estaba muy deteriorada.

    -Así por ejemplo, Larissa Tarkoskaia, la segunda esposa de Andrei y ayudante de dirección en Andrei Rublev, escribió en su libro de recuerdos que fue durante el rodaje de esta película cuando mantuvo sus primeras relaciones sexuales con el cineasta.

    No cabe duda de que el clima del rodaje estaba lo suficientemente cargado: la primera esposa como actriz, la segunda como ayudante de dirección…

    Pero claro, podemos decirlo también así: comparece aquí, después de todo, la madre de Iván.

     


     

    ¿Habrá tenido algo que ver su aparición con el derrumbe de Boriska?

    De hecho, ella estaba ya allí algo antes de que Andrei la mirara y de que, por ello mismo, los espectadores supiéramos de su presencia.

    De hecho, ya había reparado en ella uno de los embajadores italianos.

    Merece la pena prestar atención a sus palabras, nunca traducidas ni subtituladas por Tarkovski y por tanto inaccesibles para el público ruso.

     

    Embajador italiano: Pero, ¿qué saldrá de toda esta baraúnda? ¿Tú que crees? En mi opinión no saldrá nada.

     

    Como pueden escuchar, su excelencia el embajador está convencido de que la campana no llegará a sonar.

     

    Acompañante: Excúseme, excelencia, pero creo que es mejor no anticipar los acontecimientos.

    Embajador italiano: esta campana no sonará, no podrá sonar.

    Acompañante: Excelencia, usted hace una… esta gente ha construido esta campana.

    Embajador italiano: Yo no llamaría a esto una campana.

    Acompañante: Y sin embargo, excelencia, se comprende perfectamente que

    Acompañante: el Gran Príncipe le cortará la cabeza si no suena.

     

    La cabeza de Boriska está en juego: la perderá si la campana no suena.

     

    Embajador italiano: Se diría que el imberbe está un poco emocionado en esta circunstancia.

     

    Y todavía aparece aquí ese que hemos reconocido como el tema secundario que recorre el film en su conjunto: la envidia.

     

    Acompañante: Su excelencia, ¿ha oído decir que el Gran Príncipe ha cortado la cabeza de su hermano?

    Acompañante: Eran gemelos.

     

    Y bien, justo entonces, y en la cadena que conecta el posible fracaso de la campana con el peligro de muerte de Boriska y la envidia de los príncipes, ella, la mujer, se hace presente:

     

    Embajador italiano: Mire que estupenda

    Embajador italiano: muchacha. ¡Dios mío!

     

    No hay duda de a quien puede referirse. Aunque no la veamos, es un hecho que ella está ya ahí.

     

     


    La pintura abstracta y la mujer

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    Y bien, esta mujer de la que sabemos que es la esposa de Andrei y la madre de Iván, ¿quién es en la narración del film?

    Su primera aparición se produce en la última escena de la primera parte, es decir, la que sigue al episodio en que, en el apoteosis de la envidia, los esbirros del Gran Príncipe sacan los ojos a los artistas.

     

     

    Y la pintura se derrama en el riachuelo.

     


     

    ¿Lo ha sabido Andrei?

    Es posible.

    El caso es que su crisis artística se ha agravado, lo que le pone en el umbral del arte abstracto moderno.

     

     

    Pero hay que añadir: Tarkovski hace visible la angustia que encierra ese mismo arte moderno, en su incapacidad y en su renuncia a dotar de forma simbólica al mundo.

     

    (Sonido de truenos y lluvia)

    Daniil: Sergio, lee las Santas Escrituras.

    Sergio: ¿Que parte?

    Daniil: La que quieras.

     

    Consciente de esa angustia, Daniil, el monje compañero de Andrei, hace leer las Santas Escrituras.

    Sergio, ese muchacho que morirá asaeteado en la guerra civil, ha preguntado qué parte debe leer, a lo que Daniil le ha respondido que cualquiera.

    ¿Eso quita importancia a lo leído?

    Yo diría que todo lo contrario: en la historia del cristianismo se mantuvo durante mucho tiempo la tradición de preguntar a la Biblia, en los momentos de zozobra, abriéndola al azar, para que fuera ella la que ofreciera la respuesta divina.

     

    Sergio: Los alabo, hermanos, porque recuerdan todo,

    Las manos de Andrei, manchadas de pintura y sumidas en la impotencia, dan forma al motivo de esa pregunta.

    Y justo entonces…

     

    Sergio: tal y como se lo transmití yo.

    Justo entonces entra la mujer en el templo.

     

    Sergio: Quiero que sepan que Cristo es la cabeza, o sea el amo, de todo marido, que el marido es la cabeza de su esposa y que Dios está por encima de Cristo.

    Y así, parece dar imagen a aquello de lo que hablan las Sagradas Escrituras.

     

    Sergio: Todo marido que rece con la cabeza tapada,

    Pues de lo que hablan es de la diferencia sexual.

     

    Sergio: afrenta a su cabeza. Toda esposa que rece con la cabeza destapada, afrenta a su cabeza. Esto es lo mismo que tener la cabeza afeitada.

    Andrei no puede verla todavía, pues tiene la cabeza vuelta hacia la pared.

    Sus manos se ven ahora todavía más manchadas de pintura.

     

    Sergio: Porque, si la mujer no quiere cubrir la cabeza, que la afeite.

    Y ella, sin embargo, está ahí: y está con tal intensidad que protagoniza el único plano subjetivo de la escena.

    Pues éste lo es. Ella es la que mira ese tronco reencuadrado por la puerta abierta.

    No está seco esta vez, pues algunos pequeños brotes salen del que ha sido uno de sus muñones.

     

    Sergio: Y si a la mujer le da vergüenza tener la cabeza rapada, que la tape.

    Sergio: Y bien, el marido no debe tapar la cabeza, porque él es la imagen y gloria de Dios. Y la mujer es la gloria del marido.

    Ella lleva la cabeza destapada.

    Y lleva en sus brazos un buen montón de paja sobre la que se podría yacer.

    Es una tonta -y a lo que parece en aquellos tiempos a los seres así se los tenía por sagrados.

     

    Sergio: Porque el hombre no provino de la mujer, sino la mujer del hombre.

    Notable enunciado éste que retoma lo escrito en El Génesis: que la mujer proviene del hombre y no el hombre de la mujer. ¿Cómo pudo nacer y cuajar en la mente de los hombres un enunciado como éste cuando todo, en la experiencia empírica, manifiesta lo contrario?Basta abrir los ojos: todo hombre, como toda mujer, provienen del cuerpo de una mujer. Y en ello se muestra bien como la emergencia de la religión patriarcal y monoteísta se afirmó como un desafío extremo contra lo real.

     

    Sergio: No es el marido quien fue creado para su mujer, sino la mujer para su marido. Por eso, la esposa debe tener en la cabeza una señal de la autoridad del marido, para los ángeles.

    Se trata del enunciado de la ley que proclama la autoridad del marido sobre la esposa.

    Para entenderlo es necesario atender al hecho de que el marido y la esposa son, en este contexto, antes que nada, padre y madre -lo que se percibe bien en el hecho de que sea un niño el que lee ahora las Escrituras.

     

    Sergio: Pero ni el hombre sin la mujer, ni ella sin él están en Dios, pues no…

     

     

    Es evidente que la presencia de ella ahí cortocircuita el discurso.

    En todo caso, sólo en este contexto encuentra su explicación ese tan desconcertante enunciado sobre el que acabo de llamarles la atención: de lo que se trata es de desposeer a la mujer de su producto, el hijo.

    El motivo del Dios padre, es decir, del Dios que comparece como soporte de la función del padre, es precisamente contener el poder real de la madre, su capacidad de, con su sola presencia, suspender el buen orden del discurso.

     

    Daniil: Sigue leyendo.

     

    Se hace imprescindible una orden para que el discurso siga.

     

    (Se oye un trueno.)

    Sergio: Pues tal y como la mujer provino del hombre,

    Sergio: el hombre, a través de la mujer, provino de Dios. Razonen ustedes mismos, ¿acaso es decoroso que la mujer rece a Dios con la cabeza destapada?

     

    Sergio: La naturaleza misma nos enseña

    Ella se dirige allí donde se encuentra la mancha de pintura que traduce la angustia de Andrei.

    ¿Una obra de arte? ¿O un fracaso en el lugar de la obra de arte?

    Es decir: una manifestación de la impotencia en el lugar de la obra de arte.

    Esto les chocará, sin duda, pero es lo que en la obra de Tarkovski puede leerse.

    Y por cierto que parece situarse en el mismo diapasón de la desconfianza que Freud experimentaba hacia el arte de vanguardia.

     

    Sergio: que si el marido deja crecer el cabello eso es un deshonor para él.

     

    En cualquier caso, ella dibuja visualmente la interrogación que acabo de verbalizar.

     

    Sergio: Pero si la mujer deja crecer su cabello, para ella eso es un honor, porque el cabello le es dado

    (Gemidos de la mujer)

     

    Pintura matérica, táctil -en la que, por cierto, Tarkovski, por la vía del cine, fue un auténtico maestro.

     

    Pero, a la vez, fracaso de forma: estallido de angustia

     

     

    que ella percibe de inmediato.

     

    (Llora.)

     


     

    Diríase que ella, porque está más cerca de lo real, vive más intensamente la necesidad de la forma.

     

     

    Y es eso lo que saca a Rublev de su marasmo.

     

    Daniil: ¿Por qué te callaste? Lee.

    Sergio: para ella eso es un honor, porque el cabello le es dado en lugar de…

    Andrei: ¡Daniel! ¡Oye, Daniel!

     

    La angustia con la que ella ha acusado la impotencia de él se convierte en el motivo del despertar de Andrei, en su nueva decisión de afrontar la pintura del templo.

     

    Sergio: ¡Estamos en fiesta! ¡De fiesta, Daniel! Y ustedes dicen… ¿De dónde sacan que ellas son pecadoras?

     

    Y entonces Andrei impugna el discurso bíblico sobre la mujer.

     

    Andrei: ¿Cómo puede ser ella una pecadora, incluso si no lleva puesto un pañuelo?

     

    ¿Ella no es pecadora aunque no lleve pañuelo?

     

    Andrei: ¡Encontraron a una pecadora!

     

    Ella está en el centro.

    Y es pecadora, como lo indica su estar en el suelo, entre la paja.

     

    Daniil: Déjalo, no le toques. Que ese siervo de Dios se arrepienta.

     

    Ella recoge su paja,

     

     

    se pone de pie y le sigue.

     

    (Truenos, lluvia)

     


     

    La imagen funde en negro.

    Acaba la primera parte de Andrei Rublev.

     

     


    La decepción de Andrei

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    Una voz: ¡Ahí vienen! ¡Príncipe! ¡Ya vienen los tártaros!

     

    La segunda parte comienza con la llegada, desde contracampo, de los tártaros.

     

    Príncipe: ¡Reúne a todos! ¿Me oyes, Bizco?

     

    Otra voz: ¡Eh, príncipe…!

     

    Seguida del asalto y la destrucción de la catedral.

     

     

    Una catedral que Rublev ha pintado, y en cuyo interior se encuentra con la mujer.

     

    […]

     

     

    La catedral ha sido arrasada.

    Y Andrei, para proteger a la muchacha, ha matado a un soldado que intentaba violarla.

     


     

    Pero no hay en ella ahora ningún alarido. Solo un gesto estúpido, mientras hace una trenza con el cabello de una muchacha muerta. -Imposible no reparar en que es del cabello de una mujer de lo que se trata, por segunda vez.

     

    […]

     

     

    Han pasado cuatro años.

    La muchacha permanece con Andrei.

     

     

    Tiene hambre.

    Y contempla embobada el pedazo de carne con el que un tártaro juega a provocar la pelea entre los perros del monasterio.

     

    […]

     

     

    No hay duda, la tonta encarna a la Rusia maltratada, degradada por las guerras civiles y las invasiones tártaras.

    Tal es, sin duda, el sentido tutor.

     

     

    Andrei contempla la escena.

     

     

    Contempla como el mundo de ella se limita a la carne y a…

     

     

    el espejo.

    Resulta sin duda sorprendente ver emerger aquí un espejo.

     

     

    Pero es todavía más sorprendente ver como ella, para poder contemplarse mejor en ese espejo que descubre en el cinturón del tártaro, conduce al caballo de éste…

    ¿Hasta dónde?

     

    Una voz: Un buen ruso como carne de caballo.

    Hasta la puerta misma de una iglesia como aquella que los tártaros arrasaron cuatro años antes.

    Y la cosa hay que tomársela muy en serio pues, aunque la iglesia sea otra, sigue siendo una iglesia rusa, cristiana y hortodoxa y, sobre todo, es el mismo tártaro que profanó aquella el que ahora es conducido hasta ésta.

     


    Oficial tártaro: ¿Quieres ir conmigo a la horda? Serás mi esposa. Ja, ja, ja.

    Oficial tártaro: Tengo siete esposas, pero ninguna rusa. Cada día vas a comer carne de caballo. Beberás leche de yegua fermentada y llevarás monedas en el pelo.

    Y ahí, por tercera vez, es suscitado el cabello de la mujer y su dimensión pecaminosa.

     

    […]


     

    Y así, ubicado en el centro del plano, justo debajo de una campana, le es dado a Andrei contemplar cómo la muchacha parte con el tártaro profanador de la iglesia que él pintó, en cierto modo, por y para ella.

     

     

    Y Andrei, humillado, decepcionado, vuelve la cabeza.

    Retornemos ahora al reencuentro que tiene lugar en el final del film:

     

     

    Podríamos formularlo así: la bruja ha estado todo el tiempo ahí. Pues recuerden que, en otro lugar del film, aparece una poderosa bruja:

     

     


    La diosa del agua

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    Que hubo padre, y que supo transmitir su secreto, es, en mi opinión, algo evidente por lo que a Boriska se refiere.

     

     

    Si no, insisto, ¿cómo habría podido construir la campana?

    ¿Qué no le transmitió su saber con palabras? Pero es que era ese un saber no cifrable en signos, no transmitible con palabras, pero sin duda sí convocado por palabras como éstas: ven conmigo, calla, permanece ahí mientras fundo la campana.

    Lo hubo, en suma, por lo que a Boriska se refiere.

    Más no lo hubo por lo que se refiere a Andrei.

    Y por eso, como les señalaba hace un par de sesiones, en un momento dado, la apoteosis de la transustanciación final se detiene y parece comenzar a llover sobre el Cristo de Rublev:

     

     

    La forma se hiende, la materia retorna.

    Y el agua lo disuelve todo.

     

     

    Y es que, en el universo de Andrei Tarkovski, hay alguien más fuerte que Dios: y es, no cabe duda, la Diosa del Agua.

    Volvamos a la escena en que la seductora bruja que sedujo a Andrei huye de los soldados de la inquisición:

     

    Guardia: ¿Qué hacen, chicos?

    Guardia: ¿No pueden dominar a una mujer?

     

    No soy yo quien lo dice, sino un aguerrido soldado.

     

     

    Y lo dice de manera todavía más insólitamente clara:

     

    Guardia: ¿Adónde vas? ¡Ella te ahogará en un santiamén!


    Una voz: ¡Marta! ¡Huye nadando!

    Andrei no se atreve ni siquiera a mirarla cuando pasa nadando junto a su barca. Es evidente que la desea tanto como la teme.


    n

     

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