13. La envidia

Andrei Rublev

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 08/05/2009
Universidad Complutense de Madrid

 

  • La mirada de Andrei
  • El sueño de Boriska
  • La envidia
  • Dios contra la envidia
  •  

     

     

    ir al índice del libro


    La mirada de Andrei

    volver al índice

    Les decía: hay, en el interior del ser, un núcleo ardiente, incandescente, para el que puede convenir la palabra alma, si es que es modelado de manera tal que su fragor puede llegar a cobrar la forma del sonido de la campana.

    Ahí está de nuevo Andrei.

    Y es difícil no ver una cruz en el modo en que se atraviesan esos dos maderos blancos.

    Diríase que la mirada de Andrei Rublev diera vigor a la lanza de Boriska.

    Boriska: Andreika.

    Boriska quiere compartir su dicha con su amigo Andreika.

    Y ello sucede así, aún cuando encuentre su contraste dramático en las huellas que ha dejado en el rostro de éste el castigo que recibió por orden de Boriska.


    A lo que sigue un plano subjetivo de Andreika.

    Lo que nos hace reparar en algo cuando menos curioso.

    Me refiero al hecho de que, a pesar de anotar tantas veces la presencia de Andrei Rublev observando a Boriska, nunca ha habido un plano subjetivo de éste en tal situación.

    Y sí lo hay, en cambio, de Andriuska.

    Sin embargo este plano subjetivo podría corresponder perfectamente al de Rublev de hace un momento, cuando contemplaba desde arriba a Boriska tratando de romper el molde.



    Pero el reparar en ello nos hace reparar, simultáneamente, en el hecho de que el muchacho al que se concede el plano subjetivo se llama Andreika, es decir, Andrei, como el propio Andrei Rublev. De modo que es -una vez más- al niño conmovido que le habita al que corresponde esa mirada.

     


    El sueño de Boriska

    volver al índice

    Jefe fundidor: ¡Tremendo será el día de mañana!

    Comienza entonces un espléndido acercamiento de cámara en grúa que posee el pálpito de un movimiento progresivamente introspectivo.

    Jefe fundidor: Dormiría ahora.

    Jefe fundidor: Boris, ¿Vámonos?

    Boriska: Ahora…

    Abstraído todo lo demás, ya sólo vemos la campana y Boriska, apoyado en ella, a la vez que es homogéneo con ella el color de su chaqueta. Y así duerme sumido en la promesa de su sonido.

    Boriska: Estoy aquí…

    Les llamé el otro día la atención sobre la insistencia en el dormir de Boriska.


    Y les señalé la diferencia esencial que separa a éste de Iván, pues Boriska duerme sin pesadillas.

    Ahora bien, ¿cuál es el contenido de su sueño?

    Se trata, sin duda, de San Jorge:

    El santo a caballo, hincando su lanza en el demoníaco dragón.

    Sólo que éste ahora no resulta visible, pues queda tapado por la figura de Boriska.

    Pero más tarde, en la escena del izado de la ventana, nos será dado verlo al completo:

    Momento en el que reclamará la mirada de Boriska:

    De modo que resulta obligado pensar la relación de Boriska con el dragón, y no sólo porque ahora lo mire, sino sobre todo porque antes Boriska lo tapaba y, en esa misma medida, se dormía ocupando su lugar.

    Jefe fundidor: ¡Tremendo será el día de mañana!

    Se hace así evidente el motivo de la decisión de que eso sea así: de que nada se vea del dragón ni por un sólo instante, de que Boriska lo cubra y ocupe del todo su lugar.

    Jefe fundidor: Dormiría ahora.

    Y es más: de que parezca que la lanza de San Jorge se hundiera en él, clavándose en su espalda.

    Jefe fundidor: Boris, ¿Vámonos?

    Boriska: Ahora… Estoy aquí…

    Ahí lo tienen, con la lanza en la espalda y la cabeza apoyada en el caballo.

    De modo que la forja de la campana ha supuesto a la vez el trabajo de doma de la fiera pulsional que habita en él.

     


    La envidia

    volver al índice

    Pero hay otra manera de responder a nuestra pregunta -¿qué sueña Boriska?

    Y es ver lo que inserta el film entre el momento en que le dejamos dormido y aquel otro, posterior, en que le veremos despertar.

    Diríase que Rublev estuviera en el infierno.

    Y bien, ¿qué hay ahí, en el infierno de Andrei?

    Kirill: Escúchame, Andrei

    Kirill: He estado todo este tiempo pensando y me decidí a decírtelo.

    La envidia.

    Kirill: Te envidiaba mucho, lo sabes muy bien. Era tanta mi envidia, que me envenenaba por dentro.

    Una envidia que no puede, por lo demás, extrañarnos, pues vimos todos sus síntomas cuando analizamos el capítulo que dedicata Tarkovski a La infancia de Iván en su libro Esculpir en el tiempo.

    Y, de hecho, la envidia parece invadirlo casi todo en el universo narrativo de Iván Rublev.

    ¿Cómo no recordar, por ejemplo, que es la envidia entre los dos príncipes gemelos la que lleva a cegar a los artistas?


    Hay, como ven, una falla radical de ley paterna entre los hermanos, de manera que ello lleva a uno de ellos a llamar en su ayuda a los tártaros y a provocar así, para apropiarse de la madre tierra rusa, la guerra civil que desolará el país.

    ¡Ay!


    ¡Ay!


    Dios mío… ¿Qué hacen? ¿Para qué?

    ¡Víboras!

    Momento oportuno para recordar que este templo arrasado mostrado en el comienzo de la segunda parte de Andrei Rublev, aunque ello nunca sea dicho explícitamente, es aquel en el que se disponía a trabajar el propio Andrei en el final de la primera parte.


    Y por cierto que es el tronco de un árbol el que lo acredita.

    Es más, si miran atentamente, verán que en esta catedral destrozada se reconocen algunos de los frescos que aparecerán al final en color. Así el de la Virgen:


    Y el del Cristo:

    ¡Ay!

     

    Un Cristo ardiente.

    Pues ciertamente las llamas de una imagen sintonizan bien con el amarillo y el rojo intenso de la otra.

    La matanza en el interior del templo motiva bien ese horror que Andrei Rublev constata como un dato básico del mundo y que acabamos de ver manifestarse con la más extrema crudeza:

    Dios mío… ¿Qué hacen? ¿Para qué?

    -¡Víboras!


    El aceite hirviendo vertido sobre la boca abierta del prisionero aniquila en él el órgano de la palabra un instante antes de que los caballos lo arrastren fuera del templo, todo ello bajo la mirada del príncipe cómplice.

    Y siempre hay un madero seco, el resto de un tronco, junto a los personajes masculinos cuando les asalta la angustia.

    Una angustia, en este caso, motivada por el apocalipsis que su envidia ha desencadenado:

    Finalmente, los tártaros llamados por el envidioso saquean los recubrimientos dorados de la cúpula de la catedral.

    Imágenes -pocas veces la expresión es tan precisa- dantescas.

    Pero que encuentran su más bella e insólita manifestación poco más tarde en la muerte de Tomás, el joven ayudante de Andrei:

    El agua primero,

    el tronco después.

    Las plumas de la flecha clavada en su espalda, ¿no sugieren las alas de un ángel?

    Por su gravidez y estatismo podría ser uno de los ángeles de Piero de la Francesca.

    Algo hay en él de parecido con éste:

    De hecho, diríase idéntico su vestido.

    Es el ángel que acompaña a la Madona del Parto que años más tarde presidirá la escena de la iglesia en Nostalgia:

    Y por cierto que cuando les decía que era la envidia de los príncipes gemelos la que llevaba a cegar a los artistas no estaba haciendo una metáfora. Pues cuando el Gran Príncipe se entera de que los artistas que han construido su palacio van a partir…

    Artista: Ya tenemos que irnos. Pues nos han contratado en otra construcción. Ya nos esperan en Zvenigorod.

    Gran Principe: ¿Dónde?

    Artista: Bueno, donde tu hermano, ya trajeron las piedras.

    Artista: Muy buenas piedras, más blancas que éstas. Cuando tu hermano vino a celebrar la Pascua nos contrató.

    Artista: “Hagan lo que quieran -dijo- que no me pesará pagar.”

    Gran Principe: “Sólo que mi palacio ha de tener los mejores aposentos”.

    ¡Si tienen que ir a Zvenigorod, váyanse para allá!

    Gran Principe: ¡Stephan!

    El gran príncipe llama al jefe de su guardia.

    No oímos sus palabras, pero vemos sus efectos:

    Y una vez más, un árbol seco anuncia la catástrofe.

    Artista: Al hermano menor le haremos un palacio mejor que éste.

    Artista 2: Allí… ¿Las piedras son mejores?

    Artista: Sí, son mejores.

    Y por cierto que los artistas que van a ser las más inmediatas víctimas de la envidia de los príncipes no por eso participan menos del circuito de esa envidia que ha de aniquilarles.

    Artista 2: ¡Mira! ¡El jefe de la guardia!

    Artista: ¿Qué querrá?

    Jefe de la guardia: A ver, espera, jefe de cuadrilla.

    Artista: ¡Ah!

    Una vez más, debo corregir un enunciado anterior: no era cierto, después de todo, que en el cine de Tarkovski el cuchillo apareciera sólo en manos de la madre y del pequeño Iván, pues es un hecho que también está aquí presente.

    Y lo está en el vértice mismo del desencadenamiento de una envidia literalmente cegadora.

    Y es que, como todo el mundo sabe, la envidia tiene mucho que ver con la mirada.

    Se envidia lo que la mirada localiza como objeto de deseo, tanto más si está investido por el deseo de la mirada de otro, y tanto más si es al otro al que ese objeto pertenece como una de sus posesiones.

    Jefe de la guardia: ¡Oye, cabrón! Ayúdale, hay que meterlo en el matorral.

    Jefe de la guardia: ¿Dónde está mi látigo?

    Y que la mirada y su pérdida está en juego es algo que enfatiza la pregunta insistente del siniestro jefe de la guardia del Gran Príncipe.

    Artista: ¡Mikola!

    Artista 2: ¡Dmitri!

    Jefe de la guardia: ¿Ha visto alguien mi látigo? ¡Qué diablos!

    ¿Ha visto alguien mi látigo? ¡Qué diablos!, eso, el látigo, es decir, el poder, es lo único que finalmente importa.

    Jefe de la guardia: Perdí el látigo. ¡Eh, cabrón! ¿Viste mi látigo?

    Habéis visto mi látigo y ya no veréis nunca nada más, parece decir este cruel jefe de la guardia que no deja de sugerir desde el pasado la figura del chequista estalinista.

    Artista: ¡Nikola! ¡Nikola!

    Que cerca está este niño de la desolación de Iván.

    La ceguera.

    Y la pintura.

    Pues los pigmentos de los artistas terminan finalmente -también ellos- disolviéndose en el agua.

    ¿Qué decir de la envidia?

    Que toda ella funciona en el eje del yo.

    En el plano de las turbulencias de la identificación primordial con -y contra- la madre.

    Melanie Klein tiene páginas notables sobre ello.

    Por eso es tan expresiva la semejanza de esos dos príncipes gemelos, por lo demás oportunamente encarnados por un mismo actor.

    Pero casi lo mismo podríamos decir de estos dos monjes

    que tan poco parecen diferenciarse en su particular infierno personal.

     


    Dios contra la envidia

    volver al índice

    Y bien: la campana es imprescindible: es una referencia exterior al espejo:
    La inscripción de una ley más allá del yo.

    Y la campana, finalmente, suena.

    Boriska se dirige entonces a ese lugar iconológicamente tan marcado en la filmografía tarkovskiana.

    Observen como tres cuerdas, a modo de líneas de fuga, señalan hacía allí como su necesario punto de encuentro.

    Mientras el gran príncipe parte con su séquito,


    Andrei busca a Boriska:

    (Llanto de Boriska)

    Y el hijo, una vez más, se encuentra bajo un poste de madera que podría ser -que es. después de todo- un árbol seco.

    Y una vez más está presente el agua, convirtiéndolo todo en barro.

    Boriska: No hace falta. (Llora)

    Es como si todo amenazase con revertir la épica del episodio de la campana: como si la campana desapareciera, el molde revirtiera en barro y éste en agua fangosa.

    Es para evitarlo para lo que ha acudido ahí Andrei Rublev.

    Boriska: Mi padre, esa bestia vieja, no me dijo su secreto. Se murió sin dármelo. Se lo llevó a la tumba, tacaño vetusto.

    Rublev no dice ni que sí ni que no, pero rompe a hablar después de muchos años de silencio autoimpuesto.

    Es decir: ocupa, ahí, en ese momento, el lugar del padre.

    Como tal, su palabra vale no por el contenido de su enunciado, sino por el vigor de la enunciación en su más alto registro: el de la promesa.

    Rublev: ¡Ves lo bien que salió! ¡Muy bien! ¿Por qué sigues? Ven conmigo. Tú fundirás campanas y yo pintaré iconos. Vamos a la Santa Trinidad, vamos juntos.

    Tú fundirás campanas y yo pintaré iconos.

    Rublev: ¡Mira que fiesta has dado a la gente, que alegres están y sigues llorando!

    Rublev: Bueno… basta… basta. Pero, no sigas…

    Mientras, al fondo, alguien les contempla al pasar.

    Pablo Capanna, uno de los estudiosos de Tarkovski, ha querido ver en ese figura a un “monje vestido de blanco que bien podría ser Teófanes”, refiriéndose al pintor griego tan admirado por Rublev.

    La cosa cuadraría bien con la interpretación religiosa de la escena que el autor pretende, si no fuera porque se trata de una interpretación que el texto hace imposible.

    Pues es una mujer.

    Y no sólo ella les contempla,

    sino que también Andrei repara en ella antes de centrar de nuevo su mirada en el lloroso Boriska.

    Rublev: Bueno ya basta… basta… Tranquilizate.

    Y a su vez la cámara del otro Andrei, Tarkovski, recorre el cuerpo de Boriska hasta sus pies,

    Rublev: Bueno, ya está bien, ya…

    donde estos parecen confundirse con los rescoldos de una hoguera aún humeante.

    Es entonces cuando tiene lugar la transubstanciación.

    Las cenizas cobran color en forma de un intenso rojo que da paso al ardiente rojo y amarillo de la Santísima Trinidad de Andrei Rubev.

    Pero quedan dos preguntas pendientes.

    La primera es, ¿por qué no hay princesa en el trayecto de Boriska?

    La otra sé que les va a extrañar, pero creo obligado plantearla: ¿hubo o no hubo padre para Boriska?

    Les choca porque han oído la acusación desesperada de Boriska:


    Boriska: Mi padre, esa bestia vieja, no me dijo su secreto. Se murió sin dármelo. Se lo llevó a la tumba, tacaño vetusto.

    Ahora bien, seamos realistas: si es cierto lo que dice, ¿cómo habría podido Boriska concluir con tal éxito el forjado de la campana?

    ¿Cómo pudo saber escoger el lugar donde excavar, la calidad del barro con el que modelar, o el tiempo apropiado para el vertido?

    En suma: si Boriska supo, es que había aprendido.n
     

    volver al índice

     

    ir al índice del libro

     

12. El relato clásico

Andrei Rublev, Nostalgia, Sacrificio

 


 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 24/04/2009
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

 

 

ir al índice del libro

 


El Relato clásico

volver al índice

Les decía el último día que, con algunos rasgos inquietantes, pero siempre contenidos y a los que volveremos más tarde, el episodio de la campana de Andrei Rublev se nos presenta como un relato clásico ejemplar.

Un destinador, el Gran Príncipe,

 

Soldado: ¿Quieres que el Gran Príncipe nos despelleje?

 

formula un mandato que reclama la realización de una tarea.

 

Soldado: ¡Hasta dónde hemos llegado! No hay quien pueda fundir una campana.

 

Y sus mensajeros, no sin dificultad, lo trasmiten.

¿Cuántos cuentos no comienzan con un edicto del rey anunciando que entregará en matrimonio a su hija la princesa a aquel que sea capaz de resolver la grave calamidad que padece su reino?

En ellos cuesta siempre encontrar al héroe capaz de hacerlo.

De hecho, muchos candidatos lo intentan y fracasan estrepitosamente. Incluso llega un momento en el que, para desesperación del rey, parece ya no quedar nadie capaz de asumir la tarea.

 

Soldado: ¿Esta es la casa de Nicolás, el fundidor?

Boriska: Esta.

Soldado: ¿Es tu padre?

Boriska: Mi padre.

Soldado: ¡Llámale!

Boriska: No está.

Soldado: ¿Dónde está?

Boriska: Murió.

Boriska: La peste se llevó a todos: a mi madre, a mi hermana y a mi padre también.

Soldado: ¿Y el fundidor Brabiel? ¿Vive en la isba de al lado?

Boriska: Gabriel también murió. Y el artífice Kasián también.

Boriska: Los tártaros se llevaron a Ivanote. Sólo queda Fiódor. Vayan a su casa, sólo que deben apurarse.

Boriska: Pues él está tumbado, se queja y no abre los ojos.

Boriska: En cualquier momento puede morirse.

 

Como ven, parece no haber nadie capaz de afrontar la tarea.

 

Soldado: ¡Hasta dónde hemos llegado! No hay quien pueda fundir una campana.

 

Y por cierto, ¿les parece importante o tonta la tarea que el Gran Príncipe quiere encomendar? -fundir una gran campana.

¿Por qué una campana?

No sé si se dan cuenta de hasta qué punto el molde del relato clásico tradicional, ese que Propp aisló precisamente en el folklore narrativo ruso, se encuentra presente en esta película que es, a todas luces, rusa.

Pues la demanda del Gran Príncipe no es gratuita: si la campana es importante, lo es para combatir esos males que afligen al reino y que han sido nombrados ya: la peste y los tártaros.

Hay algo de apocalíptico en el punto de partida de muchos de estos relatos: la comunidad podría perecer ante la gravedad de los males que la asaltan y sobre todo ante la ausencia de los héroes capaces de combatirlos.

Y es que el relato clásico es siempre portador de este saber: que lo humano es siempre frágil, pues está siempre amenazado por las masas de energía caótica que proceden de lo real.

Que cada nueva generación precisa, por eso, de héroes capaces de realizar la tarea necesaria.

Precisamente la necesaria para mantener la constancia de lo humano frente a la potencia desintegradora de lo real.

Y, si lo piensan bien, eso, tal y como el relato clásico lo configura, funciona siempre a la vez en la escala de lo colectivo y en la de lo individual: pues ¿dónde acaba la tarea social y empieza la individual cuando de lo que se trata es de mantener la dignidad de lo humano frente a la fuerza desintegradora de lo real?

Es decir -y esto es algo que en el mundo de Tarkovski se percibe de modo inmediato-, frente a la locura.

Pues, a escala de la narración, la desintegración que la locura supone es siempre desintegración del mundo, de la realidad, dado que es desintegración de la psique -vale decir: de la realidad psíquica.

Y por cierto que encontrar el relato clásico en Tarkovski nos permite vencer una de las dificultades con las que uno se encuentra cuando trata hoy, en la descreída posmodernidad que habitamos, de explicar la utilidad y la necesidad del relato clásico.

No hablo ahora de descreimiento religioso, sino de algo más básico: de ese descreimiento tan posmoderno en la posibilidad misma de la existencia de los héroes, vale decir, el descreimiento en la verdad de los relatos, a los que clasificamos bajo la peyorativa rúbrica de ficción.

Pues para hablar del relato clásico es necesario primero despejar ese prejuicio según el cual éste no consistiría en otra cosa que en una ficción conmovedora pero ingenua, no más que una ilusión reconfortante pero carente de respaldo real.

De modo que, cuando uno intenta remover este prejuicio, siempre corre el peligro de que le tomen por tonto.

Lo digo muy en serio, pues es uno de los síntomas más característicos de nuestra enfermedad actual: cuanto más descreído -e incluso cuanto más malo se muestra uno-, más posibilidades tiene de que los que le rodean le tomen en serio, como a una persona cabal e inteligente.

Pues bien: porque el universo tarkovskiano nos introduce tan de lleno en la experiencia de la psicosis, cuando en él emerge el relato clásico se hace absolutamente visible la necesidad a la que responde: construir, forjar, sujetar la realidad psíquica. Hacerla posible.

¿Y no es de ese orden el cambio milagroso que parece haberse producido en Iván, transformado ahora en la figura adolescente de Boriska?

 

 

Por cierto que en ello se localiza ese paso decisivo que es la sexuación tan expresivamente anotada, como veíamos el otro día, por ese orgulloso gallo que acompaña a Boriska en su presentación.

Pues bien, cuando ya todos los que han intentado realizar la tarea han fracasado y cuando los mensajeros del Gran Príncipe comienzan a desfallecer en su busca, aparece un jovenzuelo

 

Soldado: ¡Hasta dónde hemos llegado! No hay quien pueda fundir una campana.

 

Boriska: ¡Llévenme consigo!

 

que es aparentemente el menos apropiado para esa tarea.

 

Boriska: ¡Les fundo la campana!

Boriska: ¿Estás loco?

 

Y que, sin embargo,… triunfa allí donde todos los otros habían fracasado.

Y por cierto, ¿han observado en qué modo la campana puede ser útil para combatir los males extremos que afligen al reino?

 

Boriska: ¿Cavamos aquí?

Jefe fundidor: Aquí también se puede, solo que sería más cómodo cerca del campanario. Porque esto está muy lejos, para cargar con tanto peso

Boriska: ¿Acaso aquí no se puede? Aquí lo haremos.

 

La campana tiene un destino bien preciso: ubicarse en ese lugar que corona el templo cristiano: el campanario.

Y si se ubica ahí es no sólo para que su sonido sea bien oído por toda la comunidad, sino también para, desde el punto más alto de esa comunidad, congraciarse con ese al que ésta llama, no por casualidad, el Altísimo.

Tal es pues la índole de la tarea que el Gran Príncipe requiere: un héroe capaz, por su saber sobre el bien hacer de la fundición de las campanas, de restablecer el lazo perdido con la divinidad.

Ya hube de señalarles como el relato se ponía en marcha del modo preceptivo, como un viaje que exigía abandonar la casa originaria, ese territorio donde, indefectiblemente, se es hijo de la madre.

 

 


La promesa

volver al índice

 

Y luego se orquesta de la más materialista de las maneras, siguiendo meticulosamente el proceso de producción de la forja de la campana:

La búsqueda del lugar de la excavación.

 

 

La excavación misma.

 

 

Viene luego la busca del buen barro necesario para hacer el molde.

Y no vale cualquiera:

 

Jefe fundidor: ¿Para qué buscarlo? Aquí está.

Boriska: ¿Está?

Boriska: No, no es este tipo de barro.

Jefe fundidor: Siempre lo hemos cogido aquí.

Boriska: Pues sois unos tontos.

Boriska: ¿Verdad que es un barro malo?

Aprendiz: Malo.

Boriska: Ya lo ven, vamos.

Boriska: Buscaremos hasta que lo encontremos.

 

El héroe se distingue en que no se resigna, sino que se obceca.

Como Boriska se obceca en buscar.

Y por cierto que es insistente. Como rechazó la molicie de excavar junto al campanario y se empeñó en la busca de un lugar más apropiado,

 

Jefe fundidor: ¿A dónde vamos? ¿Qué buscamos? Si se puede cavar al lado del campanario.

 

-lo que, por cierto, le llevó a escoger el mejor lugar, el más enraizado:

 

Igualmente se obceca ahora en buscar hasta encontrar el mejor barro, el más adecuado.

 


Boriska: Buscaremos hasta que lo encontremos.

 

Buscaremos hasta que lo encontremos.

Parece obvio, pero no lo es.

Pues nada en lo real preconfigura un enunciado como éste.

Y por cierto que en este momento es la aspereza de lo real la que se impone en el paisaje.

La decisión de buscar hasta encontrar es una novedad humana en la que, en cierto modo, se resume toda la energética del relato: buscar hasta encontrar significa que se espera encontrar lo que se busca y que la busca está focalizada por ese encontrar que aguarda.

La flecha entera del sentido se manifiesta -si no es que nace- ahí.

 


Suceso / acto

volver al índice

Ahora bien, ¿qué puede introducir tal horizonte en el mundo aciago de lo real?

Sólo una cosa: la promesa.

Eso es lo que pone al padre en el punto de partida que da su horizonte al acto y que, en ese mismo sentido, lo funda.

Digo que lo funda porque, en sentido estricto, no hay acto sin ese horizonte de sentido que, como digo, lo funda.

En su ausencia no hay más que suceso.

Y de lo que habla Andrei Rublev no es del suceso sino del acto.

Tengan en cuenta que dos horas largas de película preceden esta última historia de Boriska y la campana.

En ellas hemos acompañado el errar aciago de Andrei Rublev por un mundo vacío de sentido y, en esa misma medida, poblado de sucesos.

Ha sido la brutalidad de esos sucesos la que le ha sumido en su silencio.

En su renuncia simultánea a hablar y a pintar.

 

Boriska: No es el lodo que necesitamos, ¿me entiendes?

Stepan: Otra vez. Está terminado Agosto y todavía no hemos encontrado el lodo.

 

Y dense cuenta de que no hay una universalidad del acto: el acto sólo lo es en un marco temporal preciso, concreto.

Por eso fracasa si se produce antes o después, como una y otra vez nos recordará el film.

De esa índole es el saber que está en juego:

 

Stepan: ¡Vámonos, Boris! ¡Se un buen muchacho!

Boriska: ¡No puedo! ¡Sé muy bien que no es este lodo!

Stepan: Entonces, ¿cuál es?

Boriska: Yo sé cuál.

 

Tan concreto es ese saber que no puede decirse.

Pero esto es siempre así: lo que de verdad se sabe nunca puede decirse, es decir, no puede convertirse en significación comunicable.

Sólo cabe, para transmitirlo, crear un campo de experiencia donde ese saber que es del orden del sabor pueda llegar a experimentarse.

Tal es precisamente la esencia de lo estético. Por eso les insisto tanto en que nada importan los temas de las obras, en que, en arte, todo se juega en la experiencia que en ellas tiene lugar.

 


Milagro: el despertar de Andrei

volver al índice

Les decía el otro día que en el episodio de la Campana, el cielo y la tierra, la tierra y el árbol, parecían poder articularse en un encuentro posible.

 

 

Y bien, lo mismo podemos decir del agua.

 

 

Pues el agua también comparece masivamente en el mundo de Andrei Rublev.

Pero aquí, llegado un momento dado, parece ordenarse positivamente en el camino que conduce a la campana

 

 

Y así, la tromba de agua procedente de lo real, lejos de desencadenar un suceso siniestro, da paso a un milagro:

 

Boriska: ¡Andreika!

Boriska: ¡Semión!

Boriska: ¡Lo encontré!

 

Diríase que esta vez, si es que el agua es femenina, materna, la Virgen hubiera obrado el milagro.

Espero que no les disuene esta idea, por lo demás del todo tarkovskiana.

Se lo recuerdo a los que se han tomado la molestia de ver Nostalgia:

 

 


Boriska: ¡Lo encontré!

 

Pero dense cuenta, en cualquier caso, de que si ha habido milagro ha sido porque una promesa, y con ella un relato, lo ha convocado.

 

Boriska: ¡El barro, tío Semión!

 

Un milagro que posee un doble efecto, pues su proclamación parece hacer despertar el oído primero

 

Boriska: ¡El barro, tío Semión! ¡El barro! ¡Aquí está el barro! ¡Stepán!

Boriska: ¡Andreika! ¡Andreika!

 

y luego la mirada de Andrei Rublev, desde hace mucho tiempo apartado del mundo y ensimismado en su mutismo.

 

 


El poder del verbo en la construcción del universo social

volver al índice

 


Boriska: ¿Dónde estáis?

 

Y así el agua, en vez de anegarlo todo, hace posible el barro que a su vez construye el molde de la más sólida campana.

Es necesario señalarlo, pues, mientras que aquí el agua permite moldear el barro que cuando seque cobrará la forma y la solidez de la campana de bronce, en Solaris y El espejo, los dos films inmediatamente posteriores, el agua vendrá a disolverlo todo en espejismos que harán imposible todo horizonte y que disolverían igualmente todo relato.

 

 

Impresionante la apertura del paisaje, tanto humano como espacial, que se desencadena en este poderoso movimiento de grúa.

 

 

Extraordinario el poder del verbo, es decir, de la palabra relato, de la palabra acción, para construir el universo social.

 

Boriska: ¡Váyase, padre! Le pueden golpear aquí. Lo van a matar de un trastazo.

 

Andrei también ha acudido allí, interesado por la energía que la promesa de la campana ha desencadenado.

Conviene recordar que Andrei Rublev se rueda en el contexto de la pronto frustrada tentativa apertura de Nikita Kruschev que siguió a la muerte de Stalin.

No es posible dudar que Andrei Tarkovski se localiza en Andrei Rublev, ese artista que mira la gesta de Boriska, tanto como en el propio Boriska que la realiza -¿no es después de todo semejante la tarea del forjado de la campana y la de la realización del film?

La presencia de Andrei, en segundo plano, se va a mantener constante en lo que sigue.

 

Boriska: No caven sin mí.

Stepan: ¡Borís!

Boriska: ¡Ya voy!

 

Es a él a quien dirige su mirada Boriska mientras desciende.

 

Boriska: ¿Qué pasa?

 


La dimensión temporal del acto

volver al índice

Stepan: No resistirá el molde. Aquí hay que trenzar otra capa más.

 

Y de nuevo, la dimensión temporal del acto.

 

Boriska: Ya es tiempo de recubrirlo con lodo, y todavía no han hecho el entramado.

Stepan: Hay que reforzarlo más, pero el junco se acabó.

Boriska: Recúbranlo para poder comenzar el quemado por la tarde.

Jefe fundidor: Si no se refuerza el molde como se debe, no resistirá al cobre, se rajará.

Boriska: ¿Y si vuelve a nevar mañana y no podemos comenzar la cocción?

 

¿Y si…?

Ahí tienen a la consciencia volcada a la interrogación por el momento del acto.

Pero dense cuenta del problema: el ajuste necesario debe realizarse, de manera precisa, con algo tan impreciso e imprevisible como lo real.

 

Boriska: Entonces no les azotarán a ustedes, sino a mí.

 

Andrei, el poeta, contempla atento las tribulaciones del héroe.

 

Jefe fundidor: El molde no aguantará aquí.

 

Y entonces, en ese momento decisivo del acto, ¿el sujeto aguantará? ¿Aguantará la campana?

 

Boriska: ¡Recubran el molde!

Boriska: ¿Me oyen o no?

Stepan: No lo haré.

 

Como ven, todo gira en torno al momento del acto.

 

Boriska: Ni falta que hace, puedes irte. Andresito, ponle el barro.

Jefe fundidor: Él tampoco lo hará.

Boriska: ¿Lo harás?

Stepan: ¡No aguantará!

Boriska: Hay que seguir enjucándolo.

Boriska: ¿Me harás caso? ¿Quién es el principal aquí?

 

¿Quién está al mando?

Es decir, como verán en seguida: ¿quién ocupa el lugar del padre?

 

Andresito: Hace falta una capa más.

Boriska: ¡Yoda! ¡Fiodor!

Fiodor: Aquí estoy.

Boriska: Azota a este. A ese no, a aquel.

Boriska: Se niega a trabajar, no hace caso de mis órdenes.

Boriska: ¡Les mostraré quien es el principal aquí!

Stepan: Tu padre no nos trataba así.

 

Aquí lo tienen.

Espero que comprendan que de lo que se trata ahora no es de la cuestión del poder, sino de la autoridad.

Es decir: del fundamento humano del poder.

 

Boriska: ¿Se acordaron de mi padre? Pues, en nombre de mi padre le azotarán.

Andresito: ¡Ay! ¡Ay!

Boriska: ¡Recúbranlo!

Andresito: ¡Ay! ¡Ay!

Una voz: ¡Boriska!

Boriska: ¡Caven sin mí!

Una voz: ¡Te esperamos!

Boriska: ¡Terminen de cavar sin mí!


Jefe fundidor: Ve y duerme un poco.

Andresito: ¡Ay!, ¡Ay!.

Boriska: ¿Qué miras? ¿Eh? ¿Te tragaste la lengua? ¿O estás sordo?

 

La mirada de Andrei es localizada.

 


 

Y por cierto que lo es en un acentuado eje de verticalidad.

Diría, para ser más exacto, en una posición intermedia entre el interior de ese agujero en el que se encuentra Iván, luchando por dar a luz su campana, y ese arriba extremo donde, hace no mucho -y eso volverá también más tarde- hemos localizado el punto de vista de Dios.

 

 



Boriska: ¿Qué, te da lástima?

Boriska: Ve, apiádate de él. Para eso vistes tu sotana negra.

 

Desde luego, siente lástima.

¿Pero por quién?

 

 

Oculta su rostro de nuestra mirada, para que esa interrogación encuentre su tiempo de articulación.

 

 

Siente compasión antes que nada por el propio Boriska.

Pero no siente menos emoción y asombro.

 

 

Y por eso, aunque esconde su rostro, ha decidido velar por él.

 



 

Y por cierto, ¿no les llama la atención esta insistencia en el dormir de Boriska?

 

 


La gran fiesta del fuego

volver al índice

 


 

¿Será todo un sueño?

Podemos contestar que, al menos, no es una pesadilla.

 

Jefe fundidor: ¡Boriska, despiértate!

Jefe fundidor: ¡Boriska!

Boriska: ¿Ah?

Jefe fundidor: Comencé la cocción.

 

Es como si la cocción hubiera procedido del sueño mismo.

 

Boriska: ¿Por qué sin mí?

Boriska: Si dije que me despertaran.

Boriska: ¡Yo mismo sé cuándo!

Una voz: Pedro, vinieron de parte del príncipe. ¡Preguntan por tí!

 

Y, con la cocción, la gran fiesta del fuego.

 

 

Viendo estas imágenes, respirando el entusiasmo que encierran, oyendo la intensidad del crepitar del fuego, uno comprende de pronto, inesperadamente, el sentido de aquel otro fuego,

 

 

el último, el de Sacrificio, que allí sin embargo resultará realmente incomprensible, absurdo e inútil, es decir: estéril.

 

 

En suma: loco.

 

 

Uno que no producirá otro efecto que el de introducir al personaje a la ambulancia que terminará por certificar su locura.

 

 

Qué distinto a éste.

 

Boriska: ¡Mira el calor que hace!

Boriska: ¡Oh, que calor!

 


El momento del acto

volver al índice

 


 

La fundición tiene dos ojos de fuego que miran a Boriska.

 

Stepan: Ya todo está listo. ¿Comenzamos?

 

Otra vez: el momento del acto.

 

Boriska: ¡Dale!

 

Y esta vez las resonancias alquimistas son más evidentes que nunca.

 

Boriska: ¡Vierte! ¡Anda!

 

El bronce incandescente se desliza por los canales previamente trazados para él.

 

Stepan: ¡Ahí va la colada! ¿Boriska! ¡Ahí va!

 

Y bien, ¿Cómo resistir ahí, en el momento del acto?

 


Stepan: Miren, que bien va.

 

¿En ese momento que es, por ello mismo, uno vacío de conciencia?

En ese momento en el que el bronce ardiente confluye en el lugar mismo en el que se encuentra Boriska.

 

Boriska: ¡Dios mío! ¡Ayúdame! ¡Que salga bien!

 

En ese momento, Boriska se encomienda a Dios.

Y bien: donde digo Boriska, pongan ustedes la conciencia.

Y donde digo Dios, pongan el inconsciente.

Pues sólo el inconsciente nos salva en el momento del acto.

Hay dos maneras de discutir la existencia de Dios. Una de ellas, básicamente improductiva, es la de discutir si en lo real existe una entidad metafísica que responda a ese nombre.

Improductiva y, en cualquier caso, impracticable desde un punto de vista científico.

Pero hay una segunda vía, propiamente materialista: pensar a Dios como eso que, en ciertos momentos, es invocado y que por tanto puede ser pensado por los efectos de esa invocación.

 

 

Y ese, precisamente, es el punto de vista de Andrei, quien por eso mismo decidirá volver a ser pintor:

 

 


 

En este momento, todo el ser de Boriska está puesto en su escucha.

 


 

Todo él está ahí, en eso ardiente que está más allá de su consciencia pero a la que ésta, excepcionalmente, ha logrado volverse porosa.

 

 

Exista o no exista Dios, en el interior del ser hay un núcleo ardiente, incandescente, para el que puede convenir la palabra alma, si es que es modelado de manera tal que su fragor pueda cobrar la forma del sonido de la campana.

 


n

 

volver al índice

 

ir al índice del libro

 

11. De la pesadilla al relato simbólico

La infancia de Iván, Andrei Rublev

 

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 17/04/2009
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

 

 

ir al índice del libro

 

¿Es la madre?

volver al índice

 

Terminada la Semana Santa, retomemos el hilo.

Un hilo que quedó detenido en el intenso debate del último día que hoy deberemos retomar oyendo a fondo sus resonancias.

 

 

El caso es que muchos de ustedes se negaban a reconocer en esta figura a la madre de Iván.

Pongámosla de pie.

 

 

Piensan que esta persona no puede ser la misma que ésta.

 

 


 

Diríase que no se parece.

¿Quién es entonces?

¿Iván?

 

 


 

Uno podría estar tentado a afirmarlo, como sucedió el otro día.

 

 

Pero la cosa es difusa.

Por lo demás, ¿a quién podría extrañarle que la madre y el hijo se parecieran?

Visto así, parece que gana Iván.

 

 

Pero visto así, la madre recobra una intensidad en la mirada que la aproxima a la figura central.

Y puestos a dudar,

 

 

¿es esta mujer la misma que ésta?

 

 

Uno de entrada tendería a decir que no.

 

 

Si no fuera por el lunar que tiene bajo el ojo izquierdo, estaríamos decididos a ponerlo en cuestión.

Y de hecho…

 

 

ahora la semejanza comienza a resultar visible:

 

 

Por tanto:

 

 


 

Hay que ver cuantos rostros hay en un rostro.

Sobre todo, si es de la madre de quien se trata.

Pero volvamos al punto de partida de hoy:

 

 

 

Y ahora un dato decisivo: fíjense en el pelo.

 

 

La ondulación del cabello de la figura central es del mismo tipo que el de la madre, y opuesto al de Iván.

Y ahora mírenlo desde este punto de vista:

 

 

¿No les parece ahora evidente que nuestra figura misteriosa se parece más a la madre que a Iván?

 

 

Incluso ahora las dos narices resultan igualmente respingonas.

No piensen que perdemos el tiempo.

Todo lo contrario: es necesario tomar consciencia de cuantos rostros posibles hay en un mismo rostro.

Lo que nos permite conocer en profundidad uno de los aspectos del trabajo del cineasta, pero también, simultáneamente, una de las propiedades más inquietantes de la imagen humana.

 

 

¿Quién diría que esta mujer fuera la misma

 

 

que ésta?

 

 

Y sin embargo lo son:

 

 

Para confirmarlo, basta con dejar que se ponga seria:

 

 


 

Es la misma, desde luego. Pero,

 


 

¿y ésta?

¿Tanto puede cambiar un rostro, incluso en un mismo plano?

 

 


 

Y por cierto, hablando de transformaciones, observen la notable transformación que tiene lugar en el final del film:

 

 

Ella, levantando la mano, se transforma en ese árbol seco que, por lo demás, no estaba ahí.

 


La posición tercera que falta

volver al índice

Pero volvamos a nuestra secuencia.

Vamos a probar a eliminar las transiciones entre los planos, con lo que la escena se convertirá en un plano / contraplano que hará desaparecer esa posición tercera de la cámara de la que hablábamos el otro día.

 

¿Qué queda entonces?

 

 

Queda Iván, asustado, contemplando como su madre muerta

 

 

se levanta

 

 

y avanza hacia él.

 

 

En esa serie, se intercala el plano del cuchillo

 

 

y del rostro asustado del niño:

 

 

Veamos la serie en su propio orden:

 



 

Como pueden ver ahora, la cadencia de transformación en el contraplano de ella es neto: se levanta, se yergue, se aproxima.

Y es esa proximidad la que desencadena el pánico y empuja a Iván hacia la campana.

Volvamos ahora a la versión completa de la escena:

 

 

¿Se dan cuenta de la utilidad de que haya alguien ahí, en la posición del tercero, afrontando esa mirada amenazante?

 

 

Alguien a quien odiar, para así no tener que odiar a la madre -a esa madre que, por estar investida por el aura de la Figura Primordial, está en el origen mismo del yo, de modo que odiarla a ella es odiarse a uno mismo.

A ello se debe, por cierto, la estructura de ese enunciado que resume tan bien la psicosis en su ausencia de mediación y en la imposibilidad de todo anclaje: Yo no soy yo.

Y por cierto que en cierto modo el desgarro de la vanguardias cristalizá con la traducción literaria de este enunciado, por obra de Arthur Rimbaud, como “Yo soy otro” -“Je suis un autre”.

 

 

Como les decía, es necesario un tercero, alguien capaz de lidiar con ella.

De mediar entre ella y yo.

 

 

Cabe preguntarse por la función del cuchillo en todo ello.

En primer lugar, desde luego, metáfora fálica a la que Iván se aferra.

Pero también, aquí, instrumento, cuando menos, de defensa.

¿Quizás de agresión?

Obligado suscitar ahora la paradójica, aparentemente contradictoria semejanza entre el cuchillo y la vela.

 

 

Podemos leerla con claridad a la luz de esta serie:

 

 

Y todo ello en el eje de la campana.

 

(Sonido de la campana)

 

Impresionante plano, netamente expresionista.

Diríase ahora que el cable del teléfono condujera al lugar mismo del que cuelga la campana.

Como ven, la campana es imprescindible.

Es necesaria para poder pedir ayuda.

Como confirmará Andrei Rublev, es necesario un Dios que sea juez y testigo de la desgarradora injusticia y de la brutal locura de los hombres.

Así, antes de introducirse en su juego pesadilla, Iván ha preparado la campana que, llegado el momento intolerable, pueda permitirle contenerla, pedir ayuda y, así, escapar de ella.

Aunque sería igualmente posible pensar que de lo que se trata es de hacer acallar el sonido de los gritos desesperados e insoportables que suenan en su cabeza.

Pero es, en cualquier caso, extremadamente ambivalente el modo en el que Iván toca la campana, pues al hacerlo con la misma mano que sujeta su cuchillo parece estar dando cuchilladas al fantasma que se encuentra frente a él.

 

 

Y por cierto que la cosa es exactamente tal como les digo.

Pues las cuchilladas se dirigen al lugar del fantasma.

Es decir: hacia esa esquina del muro de carga del sótano donde el fantasma ha cuajado.

 

 


Una falla cósmica

volver al índice

 

Y es que en el mundo subjetivo de Iván se da lo que podríamos llamar una falla cósmica. O si se prefiere: falta ese tornillo del que hablaba cierto célebre tango. Y así el agua se extiende por todas partes a la vez que hace imposible cualquier frontera:

 

 

invade el mundo, lo desdibuja y lo anega llenándolo de podredumbre. Pudriéndolo literalmente.

 

 

Y por eso en él no hay ningún viaje posible. O, al menos ninguno que no sea errático, pues ningún viaje lleva a ningún lugar.

 

 

De hecho, en los viajes por este río infinito sólo se intercambia el lugar del muerto.

 

Iván: ¿Quiénes son, Jolin, ¿quiénes son?

 

Jolin: Son nuestros exploradores. Liajov y Moroz. Ellos fueron detrás de ti la vez pasada.

De modo que a la vuelta es el muerto el que ocupa el lugar de Iván, quien en cierto modo estaba ya muerto desde el comienzo.

Algo ha fracasado en la construcción del mundo de Iván. Y en ese fracaso se disuelve toda frontera y toda diferencia. Por eso, llegado el momento, resulta del todo intercambiable el chaquetón soviético o el nacionalsocialista.

 

 

¿Acaso, por lo demás, no fueron ambos sistemas totalitarios en lo esencial equivalentes? De ahí la paradoja de que, en ese régimen de censura absoluta que fue el soviético, prácticamente ni un sólo día dejó de representarse, de ponerse en escena su propia barbarie a través de ese espejo paranoide que era el de la barbarie nazi.

Ahora bien, ¿dónde localiza La infancia de Iván el núcleo de esa falla? ¿Qué es lo que allí falta? ¿Qué señala Iván como lo decisivo?

Acabamos de verlo, pues latía en la intensidad de la pregunta del niño.

 

Iván: ¿Quiénes son, Jolin, ¿quiénes son?

 

Pues bien, en el juego de espejos del film, esta imagen nos reenvía a aquella otra:

 

 

Y es necesario atender también a esto. Este hombre vivía en el número 19 de su calle, aunque alguien, en algún momento dado, quiso escribir un 3 encima como intentando ocultarlo.

 

 

Un 19 tachado… semiescondido… Pero a la vez cuidadosamente focalizado por la cámara.

Lo mismo que sucedió también aquí:

 

 

Y bien, entremos:

 

Voz anónima: Él puede mostrar dónde ocurrió eso.

 

Una niña asesinada.

 

 

Una madre asesinada.

 

 

Un hijo asesinado.

 

Voz anónima: Por la noche el mató a su esposa y a sus hijas, y se suicidó.

 

Y un padre asesino y suicida.

 

Voz anónima: Está claro. Vámonos.

Iván: ¡Hurra!

Iván: ¡Rodeen el edificio! Presten atención, no les dejen escapar!

Iván: ¡Manos arriba! ¡Sal!

Iván: ¿Quieres esconderte? ¡No te esconderás de mí!

Iván: ¿Por qué tiemblas?

Iván: ¡Responde! Me las pagarás por todo… ¿Entendido? Yo te…

 

Es, sin duda, el temblor de Iván el que hace vibrar la imagen, pues es la luz de su linterna la que tiembla.

Pero, ¿de dónde procede ese temblor?¿Del temblor mismo del padre que en su momento hubo de hacerle huir y, así, desaparecer del mundo del niño? Es decir: quedar escondido para él.

Ahora bien, cabe preguntarse si en regímenes totalitarios tan represivos y aniquiladores como fueron el soviético y el nazi, construidos ambos sobre una censura extrema y sobre un culto absoluto a la personalidad del dictador, quedaba espacio alguno posible para que un padre real pudiera mantener su lugar y su dignidad.

Pues, es obligado reconocerlo, la dignidad mayor de un padre es la dignidad de su palabra.

 


La sangre del padre

volver al índice

 

 

La campana

 

 

e Iván, que ahora -en Andrei Rublev– se llama Boriska.

 

 

¿Y esto que és? Parece sangre seca sobre la nieve.

Sobre ella va a ser nombrado el padre.

 

Soldado: ¿Esta es la casa de Nicolás, el fundidor?

Boriska: Ésta.

Soldado: ¿Es tu padre?

Boriska: Mi padre.

 

Diríase que esa hemorragia coagulada sobre la nieve estuviera en relación con ese padre.

 

Soldado: ¡Llámale!

 

Y es un padre al que ya no se puede llamar, pues no está.

 

Boriska: No está.

 

Por cierto: ¿si esto fuera sangre, de dónde procedería?

En qué lugar de Andrei Rublev podríamos localizar su origen?

Sólo puede proceder de esa escena muy anterior del film que constituye, junto a la de El Evangelio según San Mateo, la más bella crucifixión de la historia del cine.

 


 


El padre: la palabra y el acto, el saber y el secreto

volver al índice

 


Soldado: ¿Dónde está?

Boriska: Murió.

Boriska: La peste se llevó a todos: a mi madre, a mi hermana y a mi padre también.

 

Como ven, en cierto modo, el punto de partida es el mismo de Iván, con sólo cambiar la guerra por la peste.

 

Soldado: ¿Y el fundidor Brabiel? ¿Vive en la isba de al lado?

Boriska: Gabriel también murió. Y el artífice Kasián también.

 

¿Y qué decir de ese gallo que queda al descubierto y reencuadrado por esa oscura ventana, una vez que se aparta el trasero del caballo?

No hay duda de su rima con Iván.

Es un gallo, como gallito es Iván cuando le habla al soldado que ha venido en busca de su padre.

Es de la masculinidad, en su primera afirmación, de lo que se habla, con tanta precisión como precisa es la colocación de ese orgulloso gallo reencuadrado sobre negro en la imagen.

 


Boriska: Los tártaros se llevaron a Ivanote. Sólo queda Fiódor. Vayan a su casa, sólo que deben apurarse.

 

Los tártaros: ¿los nazis, los estalinistas?

 

Boriska: Pues él está tumbado, se queja y no abre los ojos.

Boriska: En cualquier momento puede morirse.

 

Como ven, la muerte del padre se extiende a toda una generación de varones.

Ahora bien: la cuestión de fondo no es que el padre esté muerto, sino si su función simbólica pervive.

Pues la función simbólica del padre está vinculada a la muerte.

Tanto porque con su llegada, con su primera irrupción en la vida del niño, éste debe hacer la experiencia de esa primera muerte que es la pérdida de la imago primordial en la que se vive ser, como porque solo con su muerte su palabra puede ser realmente oída.

Pues sólo entonces el hijo está, por primera vez, en cierto modo, en la posición del padre, carente de la generación anterior que le defendía de la muerte.

 

Soldado: ¡Hasta dónde hemos llegado! No hay quien pueda fundir una campana.

Boriska: ¡Llévenme consigo!

Boriska: ¡Les fundo la campana!

Soldado: ¿Estás loco?

 

Los términos de la cuestión son precisos: ¿sabe o está loco?

 

Boriska: ¡Llévenme a dónde el príncipe! ¡Lo haré todo bien!

 

Y lo que está en juego es el acto: ser capaz de hacerlo bien en el momento justo.

 

Boriska: De todas maneras, no encontrarán a nadie más, todos murieron.

Boriska: ¡No encontrarán a nadie mejor que yo!

Soldado: ¡Vete!

Boriska: ¡Como quieran! ¡Para ustedes será peor! ¡Conozco el secreto de la fundición de campanas!

 

Y el acto aparece en relación directa con un secreto.

Es decir: un secreto regula la posibilidad de acertar en el momento del acto.

 

Boriska: ¡Lo sé, pero no lo diré!

 

¿Boriska lo sabe pero no lo quiere decir?

Eso es lo que afirma.

Pero sin saberlo es otra cosa lo que realmente dice: que eso es un saber que no puede ser dicho.

Volveremos a ello en su momento, pues es todavía pronto para desplegar lo que en ello está en juego.

El caso es que ese secreto está en relación directa con el padre y con su saber.

 

Boriska: Mi padre conocía el secreto de la fundición de campanas de cobre.

Boriska: Cuando moría me lo contó.

 

Como les decía, la cuestión no es si el padre está o no muerto, sino si está viva su función simbólica: pues Boriska invoca su actualidad y su presencia, apelando ni más ni menos que a la última palabra del padre, esa que se profiere en el umbral de la muerte y que obtiene, de ese umbral, su mayor intensidad, la acreditación más intensa de su verdad.

 


El tartamudeo de Boriska

volver al índice

 

Boriska: ¡No lo conoce nadie más! ¡Sólo yo lo sé! ¡Yo!

 

La última palabra de ese padre del que Boriska se declara heredero.

Pero entonces, justo entonces, Boriska tartamudea:

 

Boriska: Cuando moría, mi padre me lo… (tartamudea)

 

Imposible no recordar el tartamudeo que abre El espejo:

 

Doctora: ¿Cuál es tu nombre y apellido?

Yuri: Me… llamo… (tartamudea)

Yuri: Yuri… Zhari… (tartamudea)

Doctora: ¿De dónde has llegado?

Yuri: He llegado de Járkov.

 

Boriska: Cuando moría, mi padre me lo… (tartamudea)

 

Boriska tartamudea.

Y el tartamudeo es ya en sí mismo una falla en el momento del acto.

En el momento de ese acto que es el acto de la enunciación.

Obviamente, ello está en relación con ese desgarro abierto que ha cobrado la expresión visual del reguero de sangre helada sobre la nieve.

 


Soldado: ¿Esta es la casa de Nicolás, el fundidor?

Boriska: Ésta.

Soldado: ¿Es tu padre?

Boriska: ¡No lo conoce nadie más! ¡Sólo yo lo sé! ¡Yo!

Boriska: Cuando moría, mi padre me lo… (tartamudea)

 

Y justo en el momento en que ese tartamudeo interrumpe la enunciación de Boriska, aparece el nombre de Dios:

 

Soldado: ¿Nos llevamos a este siervo de Dios?

Soldado 2: ¿Qué tonterías estás contando?

Soldado: ¿Quieres que el Gran Príncipe nos despelleje?

Soldado 2: ¡Mentira! ¡No hay ningún secreto!

 

Esta es la cuestión: ¿hay o no hay secreto?

 

Soldado: Peor para él. ¡Ven acá!

 

Por cierto, si la madre y la hermana han muerto, ¿quién ha lavado y colocado ahí esas telas a secar?

 

 

Unas sábanas femeninamente colocadas que hacen caer a Boriska en el momento en que se le da la oportunidad de acceder al desafío del acto.

La misma caída que retornará en El espejo ante la llegada del padre:

 

 

Y ahí, sin duda, está la madre.

 

 


Soldado: ¡Móntate!

 

¿Y qué me dicen de esa cruz de nieve cuidadosamente colocada por Tarkovski al fondo?

Es este el momento de hacer una corrección a algo que dije en una sesión anterior: que la isba, la casa-cabaña, no aparecía en el cine de Tarkovski hasta después de Andrei Rublev.

Como ven, eso no era exacto: la isba está ahí, por más que reducida al mínimo y semidestrozada.

 

 

Y de hecho el propio Boriska la nombra:

 

Boriska: ¿Y la isba…?

Soldado 3: Móntate.

 

Pero está claro de lo que se trata; de eso que exige la trama de Edipo, es decir, el proto-relato de Occidente: de abandonarla, de salir y alejarse ella; de afrontar el viaje de la maduración cuyo horizonte está presidido por el acto que aguarda.

 

Soldado 2: ¿Bueno, qué? ¿Los convencieron?

Soldado: Je, je, je.

 

Boriska parte, pero la cámara parece no acompañarle sino quedarse ahí, haciendo que la isba crezca en peso visual tanto más cuanto los personajes se alejan.

 


Boriska invoca la palabra del padre

volver al índice

En lo que resta del film, el relato va a seguir paso por paso el proceso de construcción de la gran campana medieval.

Lo que exige, en primer lugar, buscar el lugar apropiado para la excavación.

 

Jefe fundidor: ¿A dónde vamos? ¿Qué buscamos? Si se puede cavar al lado del campanario.


Boriska: ¿Cavamos aquí?

Jefe fundidor: Aquí también se puede, solo que sería más cómodo cerca del campanario.

Jefe fundidor: Porque esto está muy lejos, para cargar con tanto peso.

Boriska: ¿Acaso aquí no se puede? Aquí lo haremos.

 

Una serie de actos, de decisiones, que se encadenan eficazmente hacia el objetivo final del que dependerá el sentido de cada uno de ellos.

Y en cada uno de ellos, Boriska deberá invocar la palabra de ese padre del que se reclama heredero:

 

Boriska: Bueno, ¿cavamos juntos?

Jefe fundidor: No somos cavadores sino fundidores.

Jefe fundidor: ¿Y nosotros tenemos que cavar la tierra?


Boriska: ¿Sabes lo que me dijo mi padre antes de morir?

Boriska: “De eso me di cuenta -me dijo- sólo cuando se acercó mi vejez.” Dijo así y se murió.

 


El árbol, su raíz y la mirada de Dios

volver al índice

 

Y junto al acto, el secreto y el padre, la raíz que da, al árbol, su sentido como símbolo paterno:

 


 

¿Recuerdan?

 

 

Lo que ahora, en Andrei Rublev, emerge con la intensidad de un descubrimiento:

 


 

Potente conjunción la de estos dos planos sucesivos.

Pues si es evidente que entre uno y otro se ha introducido una acentuada elipsis temporal, no lo es menos que los planos están ligados por un raccord de mirada a posteriori: feliz con su trabajo, Boriska sigue mirando el árbol al pie del cual, bajo su protección, podríamos decir, ha cavado ese espectacular agujero.

 

 

Un ave atraviesa entonces el plano, aumentando el efecto oxigenante del travelling de retroceso en su progresiva apertura.

Introduciendo, también, una sinestesia neumática -me refiero al pneuma– que nos devuelve el hálito mismo del Espíritu Santo.

 

 

¿No tiene ello que ver con el punto de vista que aquí se afirma y que es, propiamente, uno de vista de pájaro?

 

 

¿No ancla aquí la cámara su mirada en el punto de vista de Dios?

Un punto de vista que integra de manera armónica el gran árbol paterno con el agujero abierto en la tierra materna.

 


n

 

volver al índice
 

ir al índice del libro
 

10. La pesadilla: el grito mudo, la madre y la campana

La infancia de Iván

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 13/03/2009
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

 

 

ir al índice del libro

 


Temor y temblor

volver al índice

 

 

En la parte final de La infancia de Iván somos introducidos en el Berlín ocupado a través de imágenes incontestablemente documentales.

 


 

Y, llegado el momento, somos invitados a penetrar en una terrible casa:

 

-Él puede mostrar dónde ocurrió eso.


-Por la noche, mató a su esposa y a sus hijas, y se suicidó.

-Está claro. Vámonos.

 

El nazismo forma parte por derecho propio de la pesadilla de Iván.

Pero, ciertamente, no es solo -ni esencialmente- la barbarie nazi la causante de la brutal devastación que aniquila a Iván e impone la desolación de su universo.

Y, por lo demás, no es un uniforme nazi aquel hacia el que se dirige la ira de Iván:

 

Iván: ¡Rodeen el edificio! ¡Presten atención, no les dejen escapar!

Iván: ¡Manos arriba! ¡Sal!

Iván: ¿Quieres esconderte? ¡No te esconderás de mí!

Iván: ¿Por qué tiemblas?

 

Impresionante, ¿verdad?, esta referencia al temblor.

Pues es sin duda el temblor mismo de la mano de Iván que sostiene la linterna el que produce, en ese chaquetón militar, el efecto de temblor que el niño, en su delirio, acusa como procedente del fantasma que lo vestiría.

Pero, en cualquier caso, ahí se localiza el origen del temblor. -Lo que sugiere, de fondo, el título de la obra de Kierkegaard, Temor y temblor, que, como ustedes saben, tenía por objeto el sacrificio de Isaac.

 

Iván: ¡Responde! Me las pagarás por todo… ¿Entendido? Yo te…

 

Pero no nos desviemos de la cuestión central: les decía que la chaqueta hacia la que se dirige la ira de Ivan no es la nazi,

 

 

sino ésta:

 

 

Y ésta es también una chaqueta militar, desde luego, mas no nazi, sino soviética.

Quizás ustedes tiendan a no darle importancia al asunto, a decirse que el niño construye su juego con lo que tiene más a mano.

Pero yo podría responderles que nada habría costado al cineasta motivar la presencia ahí de una chaqueta militar alemana, procedente, por ejemplo, de un prisionero de guerra.

De modo que la acusación que Iván formula en ese sótano que ha sido centro de encierro, tortura y aniquilación, va dirigida a alguien caracterizado por su uniforme soviético, tanto como al Estado del que éste es emblema.

Y no dejen ustedes que la evidencia de la acusación que alcanza a ese Estado -soviético- vele la otra, la dirigida al hombre singular que vistió ese uniforme.

 


El juego y la pesadilla de Iván

volver al índice

Así pues, es un anónimo chaquetón soviético el escogido para localizar y en cierto modo encarnar el motivo del odio ante el que el pequeño Iván, a pesar de toda su dureza, tiembla y, finalmente, se desmorona.

 

Iván: ¿Crees que yo no comprendo? ¡Yo seré tu juez! Yo te… te…(llora)

 

Es desde luego escalofriante la escena que así acaba. Y lo más terrible de ella es, precisamente, que se trata de la escena del juego de un niño. Pero de un juego que no se diferencia casi en nada de su desgarradora realidad inmediata como correo de guerra. Retornemos, pues, a su comienzo:

 

 

Ahora bien, ¿por qué la escena comienza precisamente así, con esta campana y con el intenso esfuerzo del niño por alzarla?

 

 

Imposible no pensar en la siguiente película de Tarkovski, Andrei Rublev, que acabará con una larga secuencia destinada al izado de la gran campana en la torre de una iglesia medieval.

Pero no conviene anticipar la respuesta. Llegado el momento, se impondrá de modo inevitable.

 

 

El plano es, en su comienzo, de una simetría absoluta.

Y en cierto modo esa simetría se refuerza cuando la campana asciende y su badajo se hace visible en la vertical central del encuadre, a la vez que el fondo se muestra igualmente dispuesto en simetría, con ese muro de carga que divide la estancia en dos zonas de extensión equivalente.

 

 

Pero emerge igualmente, a la vez, la asimetría que la presencia de Iván introduce con su ubicación en uno de esos dos lados, tanto como esa tensa cuerda, netamente iluminada, con la que alza la campana.

Y resulta igualmente obligado prestar atención a esa vela extrañamente sujeta sobre la pared. La vela, lo sabemos, es otro de los motivos constantes de la poética tarkovskiana.

Está, también, ese violento desconchado de la pared, precisamente del lado de Iván, como amenazándole con la aspereza de su textura.

Y entre lo uno y lo otro, entre Iván, el desconchado de la pared y la vela, el badajo de la campana.

Iván se recorta, intensamente iluminado, sobre un fondo absolutamente negro.

De modo que lo intenso de su mirada, lo maníaco de su gesto, se hace netamente visible a pesar de la amplitud del encuadre, que nos lo muestra en plano general.

Pero sucede que el otro lado del muro de carga, el iluminado, es aquél que conduce a la cama y a la pintada de pesadilla que la preside: ese grito mudo que va a estallar en esta misma secuencia y que no puede por menos que estar en relación con esta campana por ahora también enmudecida.

 

 

Y no menos impactante es la manera en la que, de pronto, el rostro de Iván desaparece en la sombra, como tragado por ese violento desconchado del muro, a la vez que su mano, aferrada a esa cuerda tan tensa como iluminada, concentra nuestra mirada.

Sin duda, está en relación directa con la vela -a la que por otra parte conduce la línea compositiva del antebrazo del niño.

 


 

Luego, cuando retorna el rostro de Iván, emerge con él ese gran cuchillo que empuña en su mano derecha.

 

 

Iván mira entonces hacia nosotros, con su brillante mirada maníaca, tan brillante al menos como el filo de su cuchillo.

Nos mira, mira al objetivo de la cámara.

Pero, ¿dónde está la cámara?

¿Qué hay en la posición que ella ocupa que concita la disposición violenta del niño, decidido a todo, con su cuchillo en la mano?

Pero es necesario atender también a la otra manifestación del niño que esta imagen nos brinda.

Pues junto al niño armado y dispuesto al ataque, está la vela que visualiza su fragilidad y su candor, un instante antes de que el mismo se sumerja en la oscuridad.

Lo que se ve además intensificado por la semejanza de tamaño y de forma de esos dos objetos tan opuestos: la vela y el cuchillo.

 

 

El cuchillo alcanza su máximo brillo en el instante que precede inmediatamente a la inmersión absoluta de Iván y de su cuchillo en la oscuridad absoluta.

No hay duda, pues. Es del mundo de las sombras de lo que se trata.

 

 

Así, después de hundirse en la sombra, Iván emerge de la sombra y como sombra.

 

Iván: Así… así… con cuidado.

 

Como niño que es, Iván está jugando.

Pero no es menos cierto, y eso es lo escalofriante, que juega a ser el comando que realmente es.

 

Iván: Lo principal es tener contención.

(Sonido de cristales rotos)

 

Como tal, arroja una botella sobre la vela, sumiendo en la oscuridad el espacio que le rodea.

¿Por qué lo hace? ¿Por qué golpea la vela que él mismo es?

Yo diría que quiere deshacerse de todo atisbo de fragilidad y, en el límite, de todo resto de humanidad.

Y porque quiere hacerlo y, sin embargo, no puede lograrlo, sabemos que Iván no es un psicópata.

Su perfil es, por contra, propiamente maniaco depresivo.

 

Iván: Bueno, bueno… cuidado. Sólo que tengan en cuenta que hay que cogerlo vivo. ¿Entendido?

 

Pero, ¿A quién hay que coger vivo?

¿A quién pretende Iván capturar en esa oscuridad absoluta en la que se sumerge?

 

 

Su linterna explora entonces la habitación.

 

 

En la oscuridad, busca con su linterna la verdad.

Y es así como accedemos a la terrible revelación:

 

Somos 8 jóvenes, menores de 19 años.

 

Sólo ahora, inmersos en la pesadilla real de Iván, compartiendo su plano subjetivo, leyendo lo que su linterna ilumina, nos es dado leer las palabras que aparecieron escritas ahí, sobre la pared, en el comienzo mismo del film y que luego desaparecieron para retornar sólo ahora y luego más tarde, cuando comience el último viaje de Iván.

De modo que su realidad es la del delirio.

Ya les he señalado lo chocante -lo propiamente inverosímil- de que esas palabras se encuentren ahí, en la habitación del cuartel soviético en el que se desarrolla la mayor parte de la película.

Claro está, debemos entender que los alemanes estuvieron allí y utilizaron ese cuarto como calabozo -lo que por lo demás confirma la datación de la narración entre los años 1943 y 1944, cuando ya el ejército soviético había comenzado la reconquista.

Pero precisamente: si los alemanes convirtieron ese espacio en calabozo y centro de tortura y ahora los soviéticos lo han reconquistado, resulta evidente que estos, si pretendían dormir ahí, se habrían visto obligados a hacer desaparecer esas terribles palabras bajo las que todo sueño resultaría imposible.

 

Somos 8 jóvenes, menores de 19 años.

Gritos)

Dentro de una hora nos llevarán a matar. Vénguennos.

 

¿Y cómo dejar de anotar esas tres cifras: 8, 19 y 1?

 


El eje de la locura

volver al índice

En este punto, coagula la locura de Iván.

Por eso es desde esa locura desde donde nos mira ahora.

 

 

Pero no es sólo él quien nos mira.

Y por cierto que acaba de producirse otra de esas transiciones inesperadas, difusas, que tanta presencia tienen en el cine de Tarkovski.

Pues creyendo encontrarnos en un plano subjetivo de Iván, hemos debido sufrir el efecto de extrañeza y de violencia provocado por descubrirnos, sin solución de continuidad alguna, no sólo frente a él, sino localizados por su mirada, mitad aterrortizada, mitad amenazante.

Retrocedemos para comprender mejor el procedimiento utilizado:

 

 

En este instante ha tenido lugar el cambio de plano, sobre esta imagen en negro.

Pero la eficacia del efecto se ha debido al juego anterior realizado con la sombra de Iván, cuando el plano se transformaba de subjetivo en semisubjetivo.

Retrocedamos de nuevo:

 

 

Hasta aquí, percibíamos el plano como subjetivo, pues la cámara, móvil, en mano, estaba en el lugar del niño sosteniendo su linterna.

 

 

Pero en este momento el plano se convierte en semisubjetivo, en la medida en que Iván, o su sombra, se introduce en el escorzo.

 

 

Así, cuando llega la imagen negra del momento -invisibilizado- del corte, tendemos a imaginar que es de nuevo la sombra de Iván la que ha producido el oscurecimiento.

 

 

Y sin embargo ahí nos aguarda ya, del otro lado, el más inquietante Iván.

Ahora bien, entonces, ¿de quién es subjetivo este plano?

Pues toda la retórica del plano subjetivo sigue presente -foco de la linterna, la cámara en mano, la mirada a cámara…

Y este plano subjetivo, sea de quien sea, se prolonga durante un segmento considerable en el que nuestra mirada se abisma en el delirio:

 


 

Descubrimos entonces la presencia de una mujer, su madre.

De modo que desde allí, desde el interior de ese calabozo de la pesadilla de Iván, es igualmente su madre la que le -y nos- mira. Por lo que somos ubicados exactamente ahí, en el eje de la locura que atraviesa las miradas de Iván y de su madre.

 

 

Pues la madre ocupa ahora todos los lugares en esa densa oscuridad de pesadilla que rodea al niño -algo muy semejante a lo que sucederá en Solaris, donde el científico que investiga los extraños fenómenos que tienen lugar en el planeta-oceano descubre que éste tiene la capacidad de realizar los deseos de sus visitantes, lo que le hace encontrarse una y otra vez con la imagen de su esposa muerta.

Insoportables llantos de mujer invaden entonces la banda sonora.

 

(sonido de la campana)

 

Sólo cuando Iván toca la campana parece cesar esa aterrorizante presencia fantasmal.

 

 

Escalofriante, por lo demás, la angustia con la que el niño se aferra a la campana.

El picado y el gran angular hacen de Iván un ser diminuto e indefenso ante las sombras que le rodean.

Pero lo realmente insólito es la doblez del gesto del niño mientras toca compulsivamente la campana.

Pues, dado que toca la campana -algo que asociamos con la pureza de un sonido armónico que se eleva en el aire- con la misma mano con la que sostiene el cuchillo, diríase que apuñalara el aire mismo o los posibles fantasmas que en él podrían materializarse.

De modo que tocar la campana es, a la vez, dar cuchilladas al fantasma.

Pero volvamos al plano subjetivo anterior: ese en el que una mirada que no es la de Iván ni la de su madre se hace presente en el foco mismo de la enunciación, convertida en un personaje más de la escena.

De hecho, eso empezó aquí:

 

 

Y si atendemos detenidamente al tejido de tan largo plano comprendemos que contiene toda una serie de puntos de montaje ocultos por transiciones en negro.

 

 

Aquí está el primero:

 

Somos 8 jóvenes, menores de 19 años.

 

Segundo.

 

 

Tercero.

 

 

Cuarto.

 

 

Quinto.

 

 

Sexto.

 

 

Séptimo.

 

 

Octavo. n

volver al índice

 

ir al índice del libro
 

9. La casa originaria

Solaris, El Espejo, Stalker, Nostalgia, Sacrificio
 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 13/03/2009 (19/12/2009)
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

 

 

 

ir al índice del libro


Un símbolo para cifrar el espejo

volver al índice

 

Maria: Fue pura casualidad que le oyera llamar. El queroseno se acabó y me levanté a llenar la lámpara.

 

El espejo y, en él, la bruja y el padre loco.

 

Y justo sobre ellos, a la vez que proyectando sobre ellos su sombra, el crucifijo.

 

Un símbolo, entonces, para cifrar el espejo.

 

Para frenar la eterna repetición alucinatoria y especular que caracteriza al eterno retorno.

 

Pues, si lo piensan bien, se darán cuenta de que el eterno retorno es la invasión del tiempo por la lógica del espejo: habría una imagen especular de todo suceso: todo habría sucedido ya y todo habría de volver a suceder de manera idéntica.

 

Y dado que el tiempo es infinito, a su vez esas repeticiones lo serían igualmente.

 

¿Acaso la plenitud del espejo no conduce al abismo que se abre cuando se colocan dos espejos frente a frente, de modo que todo lo que en ellos se muestra se repite idéntico hasta el infinito?

 

Depende pues del símbolo que se pueda salir del espejo y de su eterno retorno para que haya tiempo y, por tanto, genealogía.

 

Y por cierto que las fotos que rodean a ese espejo y se encuentran a los pies de ese crucifijo son precisamente eso: eslabones de una genealogía familiar.

 

Ahora bien, ¿qué es necesario para que eso, el tiempo y la genealogía, tengan lugar?

 

 

Maria: ¿Ha pasado algo?

 

 

No hay duda: hace falta que suceda algo. Que suceda algo de verdad.

 

Hace falta que haya acto y no repetición.

 

¿Qué mejor, entonces, que un sacrificio?

 

Y de hecho estamos ante la imagen del Cristo crucificado, es decir, de Cristo en su sacrificio.

 

Lo que no puede pasarnos desapercibido en un film que tiene por título, precisamente, Sacrificio.

 

Y bien, en Sacrificio, ¿ha pasado algo?

 

Ésta es, por lo demás, la pregunta obligada en toda narración: ¿que es lo decisivo que sucede en ella? ¿Cuál es la magnitud de ese suceso? ¿Cuál es su valor, su densidad, su eficacia simbólica?

 

¿Qué ha pasado? ¿Ha estallado la guerra atómica, como parecen creer los personajes del film?

 

Ciertamente no, eso no es más que un delirio de Alexander, pero uno que impregna al relato en su conjunto y, por esa vía, a todos sus personajes.

 

 

El cambio de plano abre bruscamente el espacio, hasta el punto de que la acumulación de objetos del plano anterior no parece cuadrar con el despojamiento de este espacio tan amplio y casi vacío.

 

Y la cámara se mueve con una extraordinaria lentitud, acompasando en todo momento su desplazamiento con el del personaje masculino que se encuentra en su eje y sobre el que pivota.

 

 

Realmente, la cámara -la enunciación- es una con el personaje.

 

O en otros términos: la enunciación se observa y se piensa a sí misma a través del personaje.

 

Y se observa y se piensa gravitando en torno al otro personaje, la mujer, que porta el quinqué con el que ella misma se funde.

 

 

Es notable que en un espacio tan amplio el cineasta escoja este encuadre en el que la figura de Alexander queda casi totalmente oculta por la de Maria.

 

No hay casualidad posible por lo extraordinariamente compuesto y centrado del plano. Así, por ejemplo, esa pequeña ventana de la izquierda que, por la intensidad de su luz, viene a equilibrar la puerta de la derecha.

 

En el centro, la mesa camilla, llena de esa luz que el quinqué justifica -y que se equilibra, a su vez, con las flores que ocupan un volumen de espacio prácticamente idéntico.

 

Y luego, sin duda, ese órgano que aguarda a Alexander.

 

Pero sobre todo: el largo tiempo en el que esta figura única en la que se funden ambos se mantiene unificada -lo que anuncia, en el comienzo de la escena, la unificación final de ambos, en el abrazo amoroso y levitante con el que la escena habrá de concluir-: nada menos que 16 segundos.

 

Pero es evidente: él se esconde en ella, tras ella y, a la vez -pues está agazapado a su espalda- se esconde de ella.

 

Maria: ¿Por qué no me dice nada? ¿Ocurre algo en su casa?

 

La pregunta de María es precisa: señala el lugar donde la cosa ocurre.

 

Pues la cosa que ocurre, como confirmará el final del film, no es desde luego la guerra atómica.

 


El reflejo de la casa en el espejo del agua

 

volver al índice

O en todo caso: si ocurre una guerra atómica, una destrucción ciega e incontenible, es la que se produce en el interior de su casa.

 

Retengan el su: no en cualquier casa, sino en la casa suya.

 

En la casa más suya, en la única, la originaria.

 

Una casa que le es esencial, pero ante la que siente la más extrema extrañeza:

 

 

Impresionante plano, ¿verdad?

 

Pero lo que conviene retener ahora es la extrañeza que lo impregna todo y que tan palpablemente se manifiesta en el rostro del personaje.

 

Seguimos en el territorio de las ideas extrañas, que son ideas extrañadas, cargadas de un aroma siniestro. Y tanto más siniestro cuanto más familiar. Retrocedamos:

 

 

Alexander frente a la casa.

 

 

Pero también la casa en su misma cabeza.

 

 

Y luego el reflejo de la casa en el espejo del agua.

 

 

Cuaja entonces, atravesado ese espejo, la alucinación.

 

 

¿La casa es diminuta y él un gigante?

 

¿O la casa está muy lejos?

 

Yo diría que ambas cosas.

 

Junto a la distancia extrema de una casa inaccesible, una sensación no menos extrema de extrañeza corporal: un cuerpo desmesurado, desmedido, desubicado, deslocalizado.

 

 


El eterno retorno y el reinado de lo imaginario

volver al índice

 

Es obviamente, la casa de la infancia la que retorna de mil maneras en la filmografía tarkovskiana.

 

Apareció por primera vez en Solaris, ya rodeada por el agua y, a la vez, reflejada -duplicada, desdoblada- en ella.

 

 

Les decía el otro día, a propósito de Sacrificio, que la casa materna que retorna una y otra vez es invencible porque es imaginaria, que no hay fuego que pueda con ella.

 

Cuando se acerca el final de Solaris, su compañero en la base espacial le dice a Kelvin, el protagonista, que ha llegado el momento de que vuelva a la tierra.

 

Snaut: Me parece que ya es hora de que retornes a la Tierra.

Kelvin: ¿Así lo crees?

 

El plano que sigue muestra una planta sin duda traída de la Tierra, imagen a partir de la cual se elude el viaje de retorno para mostrarnos a Kevin ya de regreso, visitando la casa de sus padres.

 


 

Si sabemos que ya estamos allí, es porque este plano que omite todo un viaje interplanetario es muy semejante al del comienzo absoluto de la película, en el que el protagonista visitaba también esa misma casa:

 

 

Claro está, entonces todavía no lo sabíamos.

 

Por el contrario, explorábamos un paisaje desconocido y en cierto modo ilocalizable.

 


 

Sólo más tarde, con dificultad, encontramos al protagonista allí.

 

 

Y en sus manos se encontraba ya la caja cerrada que no volveremos a ver hasta el final del film, entonces abierta, y con la planta en su interior.

 

 

Pero es prácticamente imposible que recordemos que esa caja aparecía al principio, y por tanto que podamos leer lo que espera ahí ser leído: que esa caja aparecía al principio por que el personaje, ante la proximidad de su viaje espacial, quería llevarse un recuerdo vivo de su tierra natal.

 

Imposible que nos diéramos cuenta, desde luego, en un primer visionado.

 

Y sin embargo, en el segundo, la idea puede ya cristalizar.

 

Retengan este dato que nos habla de un en cierto modo obligado segundo visionado.

 

Y a la vez, atiendan a esto otro, no menos notable: ¿cómo es posible que esa planta, que es acuática, pueda sobrevivir así, fuera del agua?

 

Pero la respuesta a ello es evidente: el planeta Solaris es un planeta oceano, todo él agua viva e inteligente.

 

Inteligente, eso sí, hasta provocar la locura de los hombres que lo visitan.

 

 

¿Y qué me dicen de la chaqueta del personaje? ¿No les da la impresión de que desentona con -que hiere cromáticamente- ese paisaje?

 

 

Y en su rostro, el eterno gesto de extrañamiento de los personajes tarkovskianos.

 

 

Es entonces, esta vez como subjetivo, cuando entra un plano del todo semejante al plano que abre la secuencia final:

 


 

Una vegetación exuberante.

 

Que podría ser agobiante.

 

 

Como les sugería hace un momento, la chaqueta de Kevin desentona: no armoniza cromáticamente con el universo verdoso que le rodea.

 

Cosa excepcional en un cineasta como Tarkovski, dotado de un sentido extraordinario del color.

 

Salvo, claro está, que, como es el caso, sea un efecto netamente buscado, para intensificar la extrañeza, la exterioridad, la imposibilidad del personaje de encontrar su lugar en ese paisaje.

 

 

Y bien: el lago,

 

 

el espejo de agua

 

 

y la casa

 

 

Volvamos al final:

 

 

Como ven, en uno como en otro caso, algas mecidas por el movimiento del lago

 

 

La misma chaqueta chirriante.

 

 

Y el mismo lago.

 

 

Sólo que ahora, en el final, todos sus árboles parecen secos.

 

 

La misma mirada extrañada.

 

 

Y la casa.

 

Junto a ella, una hoguera humeante.

 

Retengan su presencia, pues habremos de volver a ella.

 


 

Decididamente, algo va mal.

 

El agua cae en el interior de la casa.

 

Y algo más que sólo percibiremos si miramos atentamente cuando el primer término obtiene el foco.

 


 

Hay que fijarse mucho, pues tendemos a mirar al personaje, y éste no mira a esa caja metálica que, contra toda lógica, se encuentra ahí, en el interior de la casa, en primer término.

 

Pero ¿no se había quedado en Solaris?

 

Y si él la hubiera traído, debería tenerla en su mano, pues todavía no ha entrado en la casa.

 

 

Dentro de la casa, el padre.

 

Pero, sobre todo, el agua que chorrea por todas partes.

 

 

Sin embargo el padre no parece darse cuenta de ese agua que le empapa de manera extrañamente humeante.

 

 

¿Arde de agua el padre?

 

La idea, insólita, la hemos encontrado ya.

 

¿Recuerdan dónde?

 

Sin duda: en el final de Sacrificio, donde el árbol seco, rodeado de agua, parecía arder por los rayos que desde el mar se reflejaban sobre él.

 

 


 

Ahora ya la centralidad compositiva de la caja se impone.

 

 

Y ahí, en la puerta de la casa, el encuentro con el padre.

 

 

¿Por qué Kevin se arrodilla ante él para abrazarle?

 

¿Quizás por el entusiasmo de que esté ahí, de que no se haya ido como el padre de El espejo, es decir, como el propio padre de Tarkovski?

 

 

Pero entonces la cámara empieza a alejarse.

 

 

Como si el Alexander de Sacrificio estuviera mirándola.

 

 

La hoguera sigue ahí, humeante.

 

 

Pero el alejamiento se vuelve excesivo.

 

 

¿Quién puede mirar desde ahí?

 

 

Y por fin lo comprendemos todo.

 

No hemos salido de Solaris. Seguimos en el planeta océano.

 

De modo que ese lago, esa casa y ese padre no son más que construcciones imaginarias generadas por el océano que corporeiza y realiza los deseos de sus visitantes.

 

 

Fin.

 

Pero claro está, si no hemos salido de Solaris, es que probablemente hemos estado en Solaris desde el principio.

 

De modo que la película conduce a su repetición incesante.

 

Y, así, comprendemos que el eterno retorno no es otra cosa que el reinado de lo imaginario allí donde ningún orden simbólico lo frena.

 

Allí, en suma, donde no ha habido acceso a la trama de Edipo.

 

 


La casa

volver al índice

 

No hay casa ni en La infancia de Iván ni en Andrei Rublev, dato en sí mismo notable, significativo.

 

La casa sólo aparece por primera vez con Solaris.

 

 

Y luego asienta su presencia, con extrema intensidad, en El espejo.

 

 

Y desde entonces ya siempre estará presente.

 


 

Conocen la importancia que le doy al centro.

 

Pues bien, recuerden que El espejo es la película central de la obra de Tarkovski.

 

La cuarta de las siete que había de -y que llegó a- realizar.

 

¿Se encontrará en ella, entonces, ese suceso por antonomasia sobre el que pregunta Maria en Sacrificio?

 

Maria: ¿Ha pasado algo? ¿Ha pasado algo?

Maria: ¿Por qué no me dice nada? ¿Ocurre algo en su casa?

 

Y por cierto que el encadenamiento de estas dos preguntas –¿Por qué no me dice nada? ¿Ocurre algo en su casa?– nos remite al comienzo de El espejo, a esa escena anterior a los créditos y protagonizada por un muchacho tartamudo: como si eso que hubiera ocurrido en su casa hubiera bloqueado su posibilidad de decir.

 


El poder hipnótico de la mujer

volver al índice

 

Doctora: ¿Cuál es tu nombre y apellido?

 

La pregunta por la identidad abre El Espejo.

 

Por el apellido -es decir, el patronímico, el nombre del padre- y el nombre propio, el nombre que localiza, en la cadena del padre, al ser singular.

 

 

Y esa pregunta asalta a Andrei desde el espejo del televisor.

 

Pues éste es Andrei y es a la vez el hijo de Andrei, aunque tenga ahora otro nombre:

 

 


Yuri: Me… llamo… (tartamudea)

Yuri: Yuri… Zhari… (Tartamudea)

 

Y, completando el arco de la identidad, junto a la pregunta por el nombre, la pregunta por el origen:

 

Doctora: ¿De dónde has llegado?

Yuri: He llegado de Járkov.

 

De modo que el foco de angustia es identificado con total precisión.

 

Doctora: ¿Dónde estudias?

Yuri: Estudio en una escuela profesional.

Doctora: Ahora llevaremos a cabo una sesión.

 

Lo que sigue es una sesión de hipnosis, en la que no deja de ser relevante que la hipnotizadora, la bruja, por decirlo así, sea una mujer.

 

Doctora: Mírame fijamente.

Doctora: Mírame a los ojos. Hacia adelante.

Doctora: Vuélvete de espaldas.

Doctora: Concentra tu atención en mi mano. Mi mano te atrae hacia atrás.

Doctora: Abre las manos.

 

Como sabemos, las manos, y especialmente las manos abiertas y anhelantes, están por todas partes en el cine de Tarkovski:

 

Doctora: Concéntrate. Toda la tensión en las manos. ¡Las manos se atiesan!

 

Y ahora nos es dado ver como ese gesto, a la vez que anhelo, encierra una intensa impotencia, directamente ligada al mandato de una mujer.

 

Doctora: Toda tu voluntad, todo tu ardiente deseo de triunfar lo concentras en tus manos.

 

¿Todo tu ardiente deseo de triunfar?

 

¿Fue ese, pues, el deseo dictado recibido desde el origen?

 

Doctora: Las manos se tensan más y más. Se ponen rígidas. Más. Mira tus dedos. Los dedos se tensan. Toda la tensión pasa de aquí a tus dedos. Mira tus manos. Yuri, concéntrate. Cuando diga “tres” tus manos quedarán inmóviles. ¡Uno, dos, tres! Las manos están inmóviles.

 

Tres, lo digo siempre, es la cifra del acto.

 

Pero aquí, sin embargo, es la cifra de la parálisis.

 

Tres es también la cifra del padre, pues él irrumpe como el tercero en ese mundo de dos fundidos en uno que es el de la madre y su bebé.

 

Pero aquí, es bien patente, no hay padre.

 

Ni acto.

 

Sólo el mandato de una mujer.

 

Y uno que dicta ese ardiente deseo de triunfar.

 

¿Se dan cuenta del extraordinario poder de la mujer?

 

Un poder que está directamente vinculado a su mirada como eje nuclear de la identificación primordial sobre la que se construye el yo. Recuerden lo que acaban de ver:

 

Doctora: Mírame fijamente.

Doctora: Mírame a los ojos, hacia adelante.

 


La lengua materna, lengua del espejo

volver al índice

 

Un poder absoluto, pues, el de esa doctora que abre El espejo y que, sin embargo, ya no volverá a aparecer en todo el film, como tampoco lo hará su paciente. Pero eso, lejos de quitarle importancia a esta escena inaugural, la incrementa, pues le confiere el carácter de una obertura en la que se despliega y anticipa el tema central.

 

Doctora: Tú no puedes mover las manos. Intentas moverlas, pero están inmóviles. Tratas de hacer un leve movimiento y no puedes.

Doctora: Ahora quitaré tal estado y tú hablarás nítida, libre y fácilmente.

 

Toda la vida hablarás en voz alta y con claridad.

 

Doctora: Mírame.

Doctora: Quito la tensión de tus manos y de tu habla. ¡Uno, dos, tres!

Doctora: Di en voz alta con claridad: “Yo puedo hablar”.

Yuri: Yo puedo hablar.

 

Ya puede hablar, pero sólo puede hablar la lengua materna, es decir, la lengua del espejo.

 

 

¿Se dan cuenta de la importancia de que en el principio sea el Verbo?

 

Recuerden el final de Sacrificio:

 

Gossen: En el principio era el Verbo. ¿Por qué, papá?

 

En el principio del tiempo, pues el tiempo sólo llega con la palabra.

 

No es que no haya nada antes de la palabra, pues en ese antes ya estaba ahí el niño con su madre, en ese universo narcisista que era el de la identificación originaria.

 

Pero allí no había tiempo, sino espejo.

 

Sólo el Verbo, con su irrupción tercera y paterna, instaura el corte y con él el tiempo, que es tiempo de la pérdida, pero también, por ello mismo, tiempo del ser.

 


Lo que nunca sucede en El espejo

volver al índice

 

Que la casa es la madre, su metáfora y su expansión espacial, es algo inapelable, propiamente literal, en El espejo.

 

 

Pero, en esa misma medida, es una casa inaccesible:

 

 

¿Qué es lo que nunca sucede en El espejo?

 

a tus dominios insondables por la otra parte del espejo. Y al llegar la noche me fue regalada la piedad, se abrió la puerta del altar y brilló, brilló en la oscuridad

 

la desnudez de su lento declinar. Y al despertar: “¡Bendita seas!”

 

Algo que tiene que ver con el hecho de que la leche esté siempre desparramada.

 

dije y supe que era audaz mi bendición: dormías tú y se extendía la lila para tocar tus párpados con el azul del Universo

 

Y los párpados que el azul tocó quietos eran y la mano, tibia. Y pulsaban los ríos en el cristal,

 

De que la madre está siempre sumergida en el pozo de su melancolía.

 

Que está siempre alejada, alejándose.

 

 

Que nunca abraza a sus hijos.

 


Nací sobre la mesa de comer: oralidad

 

volver al índice

 

Narrador: Siempre veo un mismo sueño.

Narrador: Como si el sueño quisiera obligarme a volver

Narrador: a aquellos lugares amados hasta el dolor donde estaba la casa de mi abuelo donde hace 40 años nací sobre la mesa de comer.

 

He aquí uno de esos datos biográficos atestiguados: Andrei Tarkovski nació sobre la mesa en la cabaña de Yúrevits, en un parto asistido por el padrastro de María, su madre.

 

Ahora bien, ¿por qué esa mesa, de entre sus múltiples utilidades, es declinada como mesa de comer?

 

Es sin duda una inscripción radical de oralidad la que es así marcada.

 

Lo que se presenta sobre la mesa de comer es algo que se come, como si en su origen hubiera tenido lugar una devoración.

 

Narrador: Cuando quiero entrar en la casa, algo me lo impide.

Narrador: A menudo veo ese sueño.

Narrador: Y cuando veo las paredes de troncos y la oscuridad

Narrador: del zaguán, ya en sueños sé que sólo es un sueño. Y la alegría se ensombrece a la espera de despertar.

Narrador: A veces ocurre algo y no vuelvo a soñar con la casa y los pinos en torno a la casa de mi infancia. Entonces me hace falta

Narrador: y espero con impaciencia ese sueño, en el que volveré a ser niño. Y volveré a sentirme feliz sabiendo que todo lo tengo por delante, que todo es aún posible.

 

¿Que todo es posible?

 

¿Que se cumplen todos los deseos como en Solaris o en la Zona de Stalker?

 

¿O más bien todo lo contrario?:

 

 

He ahí la mesa del origen, pero expulsada de la casa.

 

 

Y he ahí la casa, que ahora se nos antoja como la casa del terror.

 

Alyosha: Mamá.

 

Frente a la cual el sujeto se vive como un frágil arbolillo.

 

 

Una mano femenina abre la puerta, pero el niño no entra.

 

 

Y un gallo, sale huyendo por la ventana, rompiendo el cristal.

 

¿De qué gallo se trata?

 

(sonido de viento y de gozne que chirría).

 

¿Y cuál es la fuerza hostil que acecha al niño?

 

 

Les decía por buenos motivos que ésta era la mesa del origen: ahí tienen el pan.

Pero un vendaval la arrasa.

 

 

Eso mismo que persigue al niño que corre junto al pozo cuyo cubo, también él animado, parece estar a punto de golpear su cabeza.

 

 

La importancia de ese cubo es tal que el cineasta suspende en él su mirada mucho tiempo después de que el niño haya quedado fuera de cuadro.

 

 

Pero no hay refugio posible, la puerta está cerrada.

 

 

¿Por qué está cerrada?

 

¿Porque está inundada y paralizada por las lágrimas de la madre?

 

¿Son esas lágrimas el motivo del agua que invade los universos tarkovskianos y que ahora rezuma en la parte inferior de la puerta?

 

 

Una puerta que, sin embargo, se abre, pero sólo en la medida en que el niño renuncia a entrar en ella.

 


Ahí está la madre, que no le llama.

 

La melancolía lo impregna todo. Y se percibe bien que la melancolía de Tarkovski hacia el hogar originario es un derivado de la melancolía de esa madre que, inmersa en sí misma, bloqueba el acceso.

 

Y ahí está también el cuchillo, que es el de ella.

 

Se trata de una escena que coloca al niño rechazado en el lugar del padre:

 

(Chirrido de puerta que se abre.)

 

Oímos el chirrido de la puerta abriéndose.

 

Padre: ¡María! ¡Y¿Y los niños?

Padre: ¿Dónde están los niños?

 

Ella, la madre, tiene el cuchillo.

 

En cambio a él, el padre, le falta una pierna.

 

Sabemos, por lo demás, por fuente de Larissa, la segunda esposa de Tarkovski, que una vez Arseni quiso volver con María, pero que ella le rechazó.

 

Como ven, el contraplano de la madre es esencialmente el mismo tanto para el plano del padre en su visita como para el del niño en su sueño:

 


 

Y por cierto: el suceso de El espejo está a punto de suceder.

 

De hecho comienza en la escena que sigue a este plano.

 

¿Recuerdan de qué se trata?

 

 

Búsquenlo, pues aún tardaremos en ocuparnos de él.

 

 

La casa y la diosa

volver al índice

 

 

En Stalker la casa está siempre ya allí.

 

Pues es lo único que ha sobrevivido al apocalipsis.

 

 

Rodeada, eso sí, de la eterna, y cada vez más espesa, tela de araña.

 

 

 

Y, ante ella, el Stalker, que la venera, se desmorona lleno de angustia.

 

 

De modo que todo lo que sigue en la película serán los rodeos para llegar lo más tarde posible a su interior -a ese lugar donde, se nos dice, se cumplen todos los deseos.

 

 

El asombroso plano final de Nostalgia muestra bien ese estar atrapado de Andrei -tal es el nombre del personaje, que, a su vez, es el mismo actor que interpretara a Arseni en El espejo– por el poder gravitatorio de la casa.

 

Si se toman el tiempo suficiente para ello, terminarán por darse cuenta de que este plano posee una estructura simbólica muy semejante a éste:

 

 

 

En el espejo del agua, contra todo lo previsible, no se refleja la casa, sino tres arcos que devuelven la cifra 3.

 

Y por lo demás, la evolución de este inaudito plano lo confirma:

 

 

Son los tres arcos de un templo gótico y, por tanto, cristiano, los que ahora rodean y encuadran la casa.

 

 

Se trata, sin duda, de una solución negociada entre el poder imaginario de la casa originaria, materna, y el templo paterno del Dios patriarcal.

 

Podríamos ver en ello, desde luego, algo semejante a la solución cristiana de entronizar a la Virgen en el panteón -y en el altar cristiano- desposeyéndola del rango divino.

 

Es decir, sometiéndola al dominio del Dios patriarcal, uno y trino.

 

Pero sucede que aquí el agua está en su interior.

 

 

Y no hay techo, de modo que puede penetrar por todas partes.

Y, en el lugar relevante, en ese que debería ser el altar, se encuentra la cabaña rodeada de un bosque de árboles.

 

De modo que en este templo no parece haber Dios, de la misma manera que no hay techo.

 

Y de la misma manera que la naturaleza no está excluida de él, sino que se ha instalado en su mismo interior.

 

Así pues, todo se invierte: no hay cifra, el tres es un espejismo.

 

La diosa tierra, la diosa madre Naturaleza lo ha tomado al asalto con su poder devastador y ahora se enseñorea en su mismo interior.

 

Es esa misma diosa que domina el universo entero de Tarkovski, y que, en Stalker, recibe el nombre de la Zona:

 

Stalker: La Zona es un sistema complejo

Stalker: Con sus trampas, todas mortales. No sé qué pasa aquí cuando no hay ningún ser humano.

Stalker: Pero basta que entren personas, para que todo se ponga en movimiento. Desaparecen las trampas viejas y aparecen nuevas.

Stalker: Lugares que eran seguros se hacen intransitables.

Stalker: El camino se pone fácil o complejo hasta lo imposible. Esto es la Zona.

 

Esto es la Zona. Es decir, la Diosa. Es decir, lo Real.

 

La parálisis del personaje de Nostalgia, su tartamudez simbólica, tiene que ver con ello.

 

 

Tarkovski dedica su película a su madre que acaba de morir.

 

Y en cierto modo, la pronta muerte del propio Tarkovski se adivina ya aquí, en la muerte de este personaje llamado Andrei -recuerden que ha tenido un ataque al corazón al terminar de recorrer la piscina con la vela encendida. n

volver al índice

 

ir al índice del libro

 

8. El eterno retorno


Sacrificio, Así habló Zaratustra, Solaris, Stalker

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 27/02/2009 (19/12/2009)
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

 

 

ir al índice del libro


Un espejo crucificado

volver al índice

En el punto de partida de la escena de Sacrificio en la que Alexander visita a María -con la esperanza de que ella detenga el fin del mundo- se encuentra la Virgen y, junto a ella, un florero de cerámica rosa lleno de flores -no esperemos encontrar árboles aquí: este es un espacio netamente femenino.

Maria: Fue pura casualidad que le oyera llamar.

Y, en seguida, un espejo.

Aunque tardamos en reparar en él, porque nuestra mirada se fija primero en el crucifijo que tiene delante. Y luego, en seguida, en las fotografías familiares que lo rodean.

Sólo cuando aparece una luz en su interior y con ella ciertos movimientos, el espejo se impone a nuestra mirada.

Maria: El queroseno se acabó y me levanté a llenar la lámpara.

Tiene dos rasgos esenciales.

El primero es que es un espejo borroso.

El segundo, que esa borrosidad está en relación directa con la neta definición del bien iluminado y definido crucifijo que hay delante de él.

Es, podríamos decir, un espejo crucificado.

Resulta evidente, en cualquier caso, que la posición de ese alto crucifijo delante de él y pegado a su marco lo inhabilita como espejo en el que uno pueda mirase a sí mismo.

Y, así, este especial espejo se convierte en marco de ese crucifijo.

De modo que, quien se coloque ahí, frente a él, no tanto se verá a sí mismo, como se verá a sí mismo mirando a ese crucifijo.

Como si Cristo, entonces, tuviera la función de contener el espejo.

De frenar la eterna repetición alucinatoria y especular que amenaza siempre al universo tarkovskiano.

 


El susurro siniestro del enano

volver al índice

Retrocedamos ahora al comienzo del film, solo un instante después del monólogo sobre el árbol seco y la leyenda del monje.

En su camino de retorno a casa, Alexander y su hijo se encuentran con Otto, el cartero, quien no trae otro mensaje que el de su propia vivencia de desrealización:

Otto: Siempre me he sentido como si… me encontrara en una estación de tren. Y siempre he sentido que lo que sucedía no era la vida real, sino una espera… una espera por algo real.

La vivencia de desrealización, es decir, de falta de realidad, es una de las características más comunes de la psicosis -y, dicho sea de paso, recorre toda la obra de ese cineasta con cuyo equipo realizó Tarkovski Sacrificio: Ingmar Bergman.

Otto: A veces pienso en cosas extrañas, te lo aseguro.

A veces pienso en cosas extrañas.

Curioso enunciado éste.

No lo es, por ejemplo, este otro: un hombre me ha contado cosas extrañas.

Pues en este caso es otro hombre el que lo cuenta y las cosas que cuenta, cuando las escucho, al reconocerlas como diferentes a las mías, las siento extrañas.

Pero en cambio, en este enunciado –A veces pienso en cosas extrañas– soy yo quien las piensa, y por eso, porque proceden de mí, esas cosas que pienso no deberían resultarme extrañas.

De modo que esa extrañeza, la de sentirme habitado por ideas que no son mías, posee un cierto aroma siniestro.

Otto: Como en aquel enano, por ejemplo. Aquel enano de mala fama

Mientras oyen como se despliega la larga mención de Otto a Así habló Zaratustra, no pierdan de vista la casa del fondo, referencia visual constante de la secuencia.

Alexander: ¿Qué enano? Ahora sí que has logrado dejarme descolocado.

Otto: Sabes a quien me refiero: al jorobado. El de Nietzsche. El que hizo que Zaratustra se desmayase.

Alexander: ¿que se desmayase? ¿Qué dices? Pero, ¿conoces a Nietzsche?

Otto: No, personalmente, no.

Otto: No lo he estudiado tan a fondo. Pero… Me interesa, no puedo negarlo.

Alexander: ¿Y?

Otto: A veces le doy vueltas a cosas como el eterno retorno.

La cita es explicita. Y resulta bien evidente su motivo, pues el eterno retorno es la invasión del tiempo por la lógica del espejo: habría una imagen especular de todo suceso; todo habría sucedido ya y todo habría de volver a suceder de manera idéntica una y otra vez.

Y dado que el tiempo es infinito, a su vez esas repeticiones lo serían igualmente.

De hecho, lo hemos contemplado, realizado, en El espejo: allí, Andrei es el retorno de su padre Arseni, como su hijo lo es de él mismo.

Y lo mismo por lo que se refiere a su madre, que retorna y se repite en su esposa.

Otto: Vivimos, tenemos nuestras preocupaciones… tenemos esperanzas… esperamos algo,

Otto: tenemos esperanzas, las perdemos, nos acercamos a la muerte. Finalmente morimos. (Se escucha un trueno). Y nacemos de nuevo, pero sin recordar nada.

Otto: Y todo comienza de nuevo, desde cero.

Otto: No exactamente igual, ligerísimamente diferente.

Otto: Pero aun así, es tan desesperanzador y no sabemos por qué.

Otto: Sí… no, de hecho… es exactamente igual, literalmente lo mismo.

Otto: Una representación de la misma obra, por así decirlo.

Otto: Si lo hubiera podido crear yo mismo, lo habría hecho así. Suena cómico, ¿verdad?

Aparentemente Alexander escucha sin interés el diálogo de su amigo el cartero.

Pero, sin embargo, no se aparta de él más que Nietzsche de su enano. De hecho, avanzado el film oiremos decir de él a su hija mayor:

Marta: Dice que él y el chico fueron japoneses en una vida anterior.

Otto: Una representación de la misma obra, por así decirlo.

Otto: Si lo hubiera podido crear yo mismo, lo habría hecho así. Suena cómico, ¿verdad?

Suena cómico, pero suena igualmente siniestro.

De hecho, como tal lo vivió Nietzsche: como una idea aterrorizante que se le impuso en uno de sus paseos campestres.

Al parecer, nada más volver, se lo contó a Lou Andreas Salome en un susurro, como si tuviera miedo de sus propias palabras -como, precisamente, si esas palabras no fueran suyas y tuvieran un poder aniquilante.

Y de hecho, este rasgo revelador -el del susurro asustado- quedó escrito en Así habló Zaratustra.

Repasémoslo: es un intertexto directamente suscitado por Sacrificio:

«Sombrío caminaba yo hace poco a través del crepúsculo de color de cadáver, sombrío y duro, con los labios apretados. Pues más de un sol se había hundido en su ocaso para mí.»

[Friedrich Wilhelm Nietzsche, 1883-1885: Así habló Zaratustra, traducción de Andrés Sánchez Pascual. Alianza Editorial, 2006]

El paisaje mismo descrito por Nietzsche es siniestro, no solo sombrío, pues, ¿cómo es un crepúsculo de color de cadáver? ¿Quizás así?:

¿O así?:

«Un sendero que ascendía obstinado a través de pedregales, un sendero maligno, solitario, al que ya no alentaban ni hierbas ni matorrales: un sendero de montaña crujía bajo la obstinación de mi pie.

«Avanzando mudo sobre el burlón crujido de los guijarros, aplastando la piedra que lo hacía resbalar: así se abría paso mi pie hacia arriba.”»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

¿Qué es un sendero maligno?

¿De qué índole de malignidad se trata?

El caso es que del mundo entono empieza a emerger un murmullo maligno y burlón.

 


Desdoblamiento, circularidad

volver al índice

«Hacia arriba: a pesar del espíritu que de él tiraba hacia abajo, hacia el abismo, el espíritu de la pesadez, mi demonio y enemigo capital.

«Hacia arriba: aunque sobre mí iba sentado ese espíritu, mitad enano, mitad topo; paralítico; paralizante; dejando caer plomo en mi oído, pensamientos-gotas de plomo en mi cerebro.

«Oh Zaratustra, me susurraba burlonamente, silabeando las palabras, ¡tú piedra de la sabiduría! Te has arrojado a ti mismo hacia arriba, mas toda piedra arrojada – ¡tiene que caer!»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

Es aquí donde aparece el enano, como un desdoblamiento del propio narrador.

Su primera manifestación es la de un demonio enemigo que arrastra hacia el abismo.

Pero la cosa es ambigua, pues se manifiesta sentado sobre él, de modo que su cabeza, la del enano, ha de estar junto a la suya propia.

El rasgo mayor de su presencia, más allá de su aspecto a medio camino entre sátiro y demonio, es el poder extremadamente doloroso de sus palabras, que son vividas como plomo derretido que perfora los oídos de Nietzsche.

Y los perfora con palabras extrañas, como las que asaltan a Otto, el cartero.

De modo que, ¿no es Otto el enano de Alexander?

Lo más notable es que es el enano el que introduce el tema de la circularidad:

«¡Oh Zaratustra, tú piedra de la sabiduría, tú piedra de honda, tú destructor de estrellas! A ti mismo te has arrojado muy alto, – mas toda piedra arrojada – ¡tiene que caer! Condenado a ti mismo, y a tu propia lapidación: oh Zaratustra, sí, lejos has lanzado la piedra, ¡más sobre ti caerá de nuevo!» […]»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

Lo que sube baja, lo que echas fuera sobre ti retorna, la piedra que arrojas acaba golpeándote en la cabeza.

«Yo subía, subía, soñaba, pensaba, mas todo me oprimía. Me asemejaba a un enfermo al que su terrible tormento lo deja rendido, y a quien un sueño más terrible todavía vuelve a despertarlo cuando acaba de dormirse.»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

Nietzsche se describe -pues no otro es, obviamente, Zaratustra- como un enfermo.

Y más exactamente como un enfermo psíquico, pues su tormento está relacionado con los pliegues del sueño allí donde estos conducen a la pesadilla.


Iván: Mamá, allí hay un cuco.

«Yo subía, subía, soñaba, pensaba, mas todo me oprimía. Me asemejaba a un enfermo al que su terrible tormento lo deja rendido, y a quien un sueño más terrible todavía vuelve a despertarlo cuando acaba de dormirse.»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

Los estudios filosóficos sobre Así habló Zaratustra no suelen detenerse en estos rasgos narrativos del texto, por considerarlos una mera investidura poética.

En mi opinión, sin embargo, muestran con claridad como la locura del filósofo ya había comenzado. Pues Zaratustra aparece como una construcción delirante de sí mismo, una figura gigantesca -nada menos que el profeta del superhombre, y en cierto modo ya el primer superhombre- que, a su vez, se desdobla en la figura grotesca del enano.

«Pero hay algo en mí que yo llamo valor: hasta ahora éste ha matado en mí todo desaliento. Ese valor me hizo al fin detenerme y decir: «¡Enano! ¡Tú! ¡O yo!» […]

«”¡Alto! ¡Enano!, dije. ¡Yo! ¡O tú! Pero yo soy el más fuerte de los dos -: ¡tú no conoces mi pensamiento abismal! ¡Ése no podrías soportarlo!”»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

Un desdoblamiento que es vivido como un tormento intolerable.

«Entonces ocurrió algo que me dejó más ligero: ¡pues el enano saltó de mi hombro, el curioso! Y se puso en cuclillas sobre una piedra delante de mí. Cabalmente allí donde nos habíamos detenido había un portón.»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

El enano salta, se desplaza fuera del radio corporal de Nietzsche, y así, éste se observa a sí mismo desde otro lugar: son los rasgos de una experiencia de bilocación.

 


El enano habla el eterno retorno

volver al índice

 

Dispone entonces Nietzsche los términos de la elegante metáfora espacial con la que va a describir su teoría del eterno retorno.

«”¡Mira ese portón! ¡Enano!, seguí diciendo: tiene dos caras. Dos caminos convergen aquí: nadie los ha recorrido aún hasta su final.

«Esa larga calle hacia atrás: dura una eternidad. Y esa larga calle hacia adelante es otra eternidad.

«Se contraponen esos caminos; chocan derechamente de cabeza: -y aquí, en este portón, es donde convergen. El nombre del portón está escrito arriba: ‘Instante’.

««Pero si alguien recorriese uno de ellos – cada vez y cada vez más lejos: ¿crees tú, enano, que esos caminos se contradicen eternamente?”»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

Como ven, lo que está en juego es el valor y el sentido del instante presente -es decir, el instante del acto: pues hay ahí un portón que debe ser atravesado- flanqueado por los dos caminos opuestos e infinitos del pasado y del futuro.

La respuesta del enano introduce entonces la idea del eterno retorno:

«”Todas las cosas derechas mienten, murmuró con desprecio el enano. Toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo.» «Tú, espíritu de la pesadez, dije encolerizándome, ¡no tomes las cosas tan a la ligera! O te dejo en cuclillas ahí donde te encuentras, cojitranco, – ¡y yo te he subido hasta aquí!”»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

¿Qué papel asume el enano en este exordio filosófico?

Desde luego, no uno socrático. Pues no hay dialéctica ni antagonismo alguno.

Como acabo de señalarles, ha sido la respuesta del enano la que ha anticipado la teoría del eterno retorno que Nietzsche va a formular: Todas las cosas derechas mienten […] Toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo.

De modo que en algun punto del infinito esos dos caminos se encuentran y funden, y así todo está destinado a ser repetido.

¿A qué viene entonces la ira con la que Nietzsche le insulta?

Sencillamente: a la disociación esquizoide que atraviesa su discurso.

Pues, de hecho, a continuación, sin solución de continuidad, el propio Zaratustra hace propia y prosigue la sugerencia del enano.

«¡Mira, continué diciendo, este instante! Desde este portón llamado Instante corre hacia atrás una calle larga, eterna: a nuestras espaldas yace una eternidad.

«Cada una de las cosas que pueden correr, ¿no tendrá que haber recorrido ya alguna vez esa calle? Cada una de las cosas que pueden ocurrir, ¿no tendrá que haber ocurrido, haber sido hecha, haber transcurrido ya alguna vez?

«Y si todo ha existido ya: ¿qué piensas tú, enano, de este instante? ¿No tendrá también este portón que haber existido ya?»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

Si lo piensan bien, creo que llegarán a la misma conclusión que yo: que es el enano el que habla; que Zaratustra oye retumbar en su interior su discurso con tal intensidad que se ve obligado a recitarlo y, así, hacerlo suyo.

 


La puerta: la angustia del yo en el instante del acto

volver al índice

«¿Y no están todas las cosas anudadas con fuerza, de modo que este instante arrastra tras sí todas las cosas venideras? ¿Por lo tanto, incluso a sí mismo?

«Pues cada una de las cosas que pueden correr: ¡también por esa larga calle hacia adelante tiene que volver a correr una vez más!

«Y esa araña que se arrastra con lentitud a la luz de la luna, y esa misma luz de la luna, y yo y tú, cuchicheando ambos junto a este portón, cuchicheando de cosas eternas ¿no tenemos todos nosotros que haber existido ya?

«Y venir de nuevo y correr por aquella otra calle, hacia adelante, delante de nosotros, por esa larga, horrenda calle – ¿no tenemos que retornar eternamente?»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

Y esa araña.

Esa araña que se arrastra con lentitud a la luz de la luna…Stalker

«Y esa araña que se arrastra con lentitud a la luz de la luna, y esa misma luz de la luna, y yo y tú, cuchicheando ambos junto a este portón…»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

Escritor: Aquí… ¡aquí hay una puerta!

Ante esa puerta del instante que aguarda se detienen una y otra vez los personajes de Stalker cuchicheando sus inagotables temores.

Stalker: ¡Ahora, hay que ir para allá! ¡Abra la puerta y entre!

«Y esa araña que se arrastra con lentitud a la luz de la luna, y esa misma luz de la luna, y yo y tú, cuchicheando ambos junto a este portón, cuchicheando de cosas eternas…”

«¿No tenemos todos nosotros que haber existido ya?”»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]


Escritor: ¿Otra vez yo? ¿Tengo que entrar yo?

Y lo que de eterno aquí comparece es la indecisión constante del yo ante el instante mismo del acto.

Quizás eso nos explique el motivo nuclear del delirio del eterno retorno: ¿no se tratará de un delirio destinado a permitir al individuo burlar la angustia del momento del acto?

Pues si todo acto ha sido ya repetido, ya no depende de él y, en el límite, no significa nada, dado que en su repetición se agota todo su sentido.

Pero claro está, el efecto de esa negación del acto es necesariamente demoledor: la calle, llena de puertas como esa, se torna horrenda:

«Y venir de nuevo y correr por aquella otra calle, hacia adelante, delante de nosotros, por esa larga, horrenda calle – ¿no tenemos que retornar eternamente?»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

Horrenda porque de ella no hay escapatoria posible: es la suya una repetición absoluta que aniquila toda libertad y que convierte todo instante en una farsa de sí mismo.

Les decía que no hay diferencia entre las palabras del enano y las de Zaratustra.

De hecho, ha sido él el que ha anticipado la topología necesariamente circular de esas dos calles:


«”Todas las cosas derechas mienten, murmuró con desprecio el enano. Toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo.”»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

 


Circularidad: yo no soy yo

volver al índice

 

La misma circularidad está presente en la configuración espacial de Solaris, donde la vida de la nave se organiza en torno a un pasillo circular:

Hari: ¡Te debo dar asco!


Si han visto el film, sabrán que eso está en relación directa con el núcleo de la historia.

Se trata de un planeta de agua, todo él un inmenso océano dotado de inteligencia, que realiza los deseos de los investigadores que lo estudian, dando vida a los objetos de su deseo.

Tal es el caso de Kelvin, el protagonista, cuya joven esposa se suicidara años atrás en la tierra,

y de cuyo recuerdo el océano de Solaris genera una dúplica que reaparece una y otra vez por más que el protagonista trate de deshacerse de ella y por más, incluso, que ella misma intente suicidarse.

La escena que ahora les muestro responde precisamente al retorno de ella a la vida tras haber tratado de darse muerte.

Quizás haya ocasión de volver a ello más detenidamente. Pero ahora conviene que nos detengamos en los demoledores efectos psíquicos del eterno retorno: si todo se repite, yo no soy yo, sino tan solo la sombra de otro que ya ha sido.

De ello precisamente habla el fragmento de la escena inmediatamente anterior al que acabamos de contemplar:


(Grito gutural de Hari.)

Hari: ¿Soy yo?

Hari: ¿Qué…? ¿Qué…?

Hari: ¿Por qué? ¿Por qué?

Hari: No… Esta no soy yo… Esta…

Yo no soy yo: he aquí el enunciado mayor que nos devuelve la esquicia central de la psicosis.

Hari: yo… no soy Hari…

Pero claro, si yo no soy yo, puede que nada sea lo que parece ser.

Hari: ¿Y tú…? ¿Puede que tampoco seas tú?

Puede, en suma, que no haya un tú con el que sustentar un intercambio simbólico.

Kelvin: No sigas, Hari.

Hari: ¡No soy Hari!


Hari: Quizás tu aparición debe ser un tormento, o una concesión del Oceano… ¡No sé!

Kelvin: ¡Pero te aprecio más que a todas las verdades científicas!

Hari: ¿Me parezco mucho a ella?

Kelvin: Te parecías.

Kelvin: Ahora no eres ella, la verdadera Hari.

Terrible, ¿no?, lo que le dice cuando intenta animarla.

Pero es que claro, en el régimen del eterno retorno, es decir, en el régimen de lo imaginario desbocado en un abismo de espejos, nada puede ser verdadero.

Hari: Dime, ¿te repugna mucho que yo sea así?

Hari: ¿Me aborreces?

Kelvin: No.

Hari: ¡Mientes!

Kelvin: ¡Cállate!

Hari: ¡Te debo dar asco!

Sucede que la aborrece tanto como la ama, la odia tanto como no puede vivir sin ella.


 


Miedo de los propios pensamientos

volver al índice

En la misma media en que se abisma en esa horrenda calle, el pánico invade a la enunciación:

«Así dije, con voz cada vez más queda: pues tenía miedo de mis propios pensamientos y de sus trasfondos. Entonces, de repente, oí aullar a un perro cerca.»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

Tiene miedo de sus propios pensamientos, en tanto los reconoce como extraños.

Son los pensamientos del enano que habita en él y que, sin embargo, se quiere gigante.

¿Y qué me dicen de ese perro al que oye aullar cerca? Podría ser el que habita la Zona de Stalker:

Yo diría, en cualquier caso, que es una figura del todo equivalente al enano -a fin de cuentas, como él, le hiere a través de sus oídos-: se oye aullar de desesperación en él.

No interpreto. Nietzsche lo dice con todas las palabras: tiene miedo de sus propios pensamientos, son sus propios pensamientos, por extraños, los que hieren sus oídos como si fueran plomo derretido o los más agudos aullidos de un perro.

El perro de Stalker, si no aúlla, se hace presente al fondo con un mensaje no menos inquietante. Pues es Anubis, el dios egipcio de las ceremonias funerarias.


«¿Había oído yo alguna vez aullar así a un perro? Mi pensamiento corrió hacia atrás. ¡Sí! Cuando era niño, en remota infancia: entonces oí aullar así a un perro. Y también lo vi con el pelo erizado, la cabeza levantada, temblando, en la más silenciosa medianoche, cuando incluso los perros creen en fantasmas: de tal modo que me dio lástima. Pues justo en aquel momento la luna llena, con un silencio de muerte, apareció por encima de la casa, justo en aquel momento se había detenido, un disco incandescente, detenido sobre el techo plano, como sobre propiedad ajena: esto exasperó entonces al perro: pues los perros creen en ladrones y fantasmas. Y cuando de nuevo volví a oírle aullar, de nuevo volvió a darme lástima.

«¿Adónde se había ido ahora el enano? ¿Y el portón? ¿Y la araña? ¿Y todo el cuchicheo? ¿Había yo soñado, pues? ¿Me había despertado? De repente me encontré entre peñascos salvajes, solo, abandonado, en el más desierto claro de luna.

«¡Pero allí yacía por tierra un hombre! ¡Y allí! El perro saltando, con el pelo erizado, gimiendo, – ahora él me veía venir – y entonces aulló de nuevo, gritó: – ¿había yo oído alguna vez a un perro gritar así pidiendo socorro?”»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

El paisaje descrito es, en lo esencial, el mismo que rodea al Stalker -basta, para percibirlo, con considerar que el suyo es un desierto de agua.

Y, llegado el momento, el delirio se disuelve.

Entonces se hace evidente que esos sentimientos extraños le habitan a él, por más que él no pueda reconocerse en ellos.

De modo que el sabor siniestro de la cosa se impone inevitablemente.

Pero atendamos ahora a la emergencia de ese recuerdo de la infancia.

Supongo que perciben la desolación de ese niño que se identifica en el perro que aúlla.

Es decir: que se vive como un perro abandonado que aúlla.

¿Fue esa su primera experiencia de disociación, desdoblándose en ese perro que, tan humano en su temblor y terror, no sólo gemía, sino que incluso gritaba pidiendo socorro?

 


El niño del espejo

volver al índice

De la Visión y el enigma se encuentra casi al comienzo de la Tercera parte de Así habló Zaratustra.

Y en cierto modo corresponde así a otro fragmento del texto que se encuentra en el comienzo de la Segunda parte: El niño del espejo.

«Una mañana se despertó (Zaratustra) antes de la aurora, estuvo meditando largo tiempo en su lecho y dijo por fin a su corazón:

«”¿De qué me he asustado tanto en mis sueños, qué me ha despertado? ¿No se acercó a mí un niño que llevaba un espejo?»

«”Oh Zaratustra -me dijo el niño-, ¡mírate en el espejo!”

«Y al mirar yo al espejo lancé un grito, y mi corazón quedó aterrado: pues no era a mí a quien veía en él, sino la mueca y la risa burlona de un demonio.

«En verdad, demasiado bien comprendo el signo y la advertencia del sueño: ¡mi doctrina está en peligro, la cizaña quiere llamarse trigo!»

[Nietzsche: Así habló Zaratustra]

Les invito a hacer todo lo contrario a lo que hacen los nietzscheanos, que se toman en serio el último párrafo, para no ver en el resto más que una metáfora de la conciencia alerta del filósofo.

Les invito, en suma, a que vean en ese último párrafo la reacción persecutoria con la que se deshace del contenido de la escena anterior, que hay que tomarse al pie de la letra, pues en ella se mira en el espejo y no se reconoce, ve en él la mueca y la risa burlona de un demonio, de ese demonio extraño que él mismo siente ser.

Esa psicosis que emerge en Nietzsche directamente asociada al desarrollo de su andadura filosófica debe ser tomada en serio.

Pues es precisamente en este momento álgido cuando se formula un enunciado que va a resquebrajar los pilares de nuestra civilización.

Me refiero, desde luego, al que proclama la muerte de Dios.

Ahora bien, si Dios ha muerto, ¿qué podría llegar a contener la potencia imaginaria del espejo?

¿Les extraña esta pregunta?

En cualquier caso, es una de las preguntas mayores del texto tarkovskiano. n

volver al índice

 

ir al índice del libro

7. El Loco, la Bruja y la Virgen


La infancia de Iván, Sacrificio

 
 

 


Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 13/02/2009 (19/12/2009)
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

 

ir al índice del libro

 


De Iván a Sacrificio: árboles secos e inundados

volver al índice

Es impresionante el modo en el que la obra de Tarkovski se cierra sobre sí misma.

Los dos cubos del comienzo, los de La infancia de Iván, retornan al final, en la última escena de Sacrificio.

Dos cubos esencialmente semejantes a aquellos y que, como pueden ver, definen todo el trayecto del niño: de un cubo al otro, siendo los dos demasiado pesados para él.

Y junto a los dos cubos, una casa.

Claro está, es otra casa, pues Alexander ha quemado la suya; pero sigue siendo, en lo esencial, la casa invulnerable de la madre.

Tan invulnerable como imaginaria, y por eso colocada ahí, al fondo de la dirección que las líneas del camino trazan, recortándose sobre un horizonte de agua.

Porque hay demasiada agua por todas partes para protegerla, no hay fuego que pueda con ella.

Y un árbol seco.

Uno que cierra la filmografía que se abriera con un árbol vivo:

(Canto del cuco.)

Y hasta qué punto aquel era el árbol de Tarkovski:

Ésta es una fotografía de Tarkovski a los 20 años, cuando, tras su fracaso en el Instituto de Lenguas Orientales, se enroló -aunque hay quien dice que fue su madre la que lo hizo- en el instituto de Metales No Ferruginosos y Oro y participó en un equipo de exploración de la Taiga siberiana.

Sabemos que en cuanto Iván despierta de su sueño, es un bosque de árboles a la vez secos e inundados lo que le aguarda.

La idea es en sí misma extraordinaria y demoledora: un mundo de árboles secos por exceso de agua.

Como le sucede también al árbol final de Sacrificio.

 


La encrucijada final: una madre bruja y un padre loco

volver al índice

 

Y había allí, además, una madre bruja.

Y un padre loco.

¿Les parece que hago una interpretación cuando digo que esta mujer es una madre bruja? Cambiarán de opinión cuando revisen esta otra escena del film:

María: Pobrecito mío.

María: Vamos, vamos. No hay nada que temer. No tenga miedo.

María: Aquí no te va a pasar nada.

El caso es que como ven, tiene el poder de la levitación.

(Alexander llora)

Maria: No llores, no llores. Todo irá bien. Ámame.

Alexander: Sí.

Maria: Pobrecito… ¿qué te han hecho?

Y así, abrazados, levitan sobre la devastación de un mundo que parece haber alcanzado su final.

Por cierto, sabemos por Layla Alexander-Garrett, la traductora personal de Tarkovski en el rodaje de esta película realizada en Suecia, que estas imágenes proceden de un sueño que el cineasta tuvo durante aquellos días y que forzó a incluir en el film a pesar de la oposición inicial de los productores.

Alexander: ¡Mamá!

Como ven, es el propio protagonista quien identifica a María con su madre.

A la vez que identifica a su madre con su esposa y con la mismísima Virgen María:

Y por lo que se refiere al hecho de que sea una bruja, eso es una verdad sagrada, como en otro momento declara el mensajero, Otto:

Otto: No entiendes nada de nada. ¡Es verdad!

Otto: Una verdad sagrada.

Como ven, tengo pruebas:

Otto: Ella tiene poderes especiales. Tengo pruebas, ¡Es una bruja!

Por lo demás, el primer título que Tarkovski pensó para la película era precisamente este: La bruja.

Así pues, hay una madre bruja y un padre loco.

De modo que todos los elementos se atraviesan en esta encrucijada final de Sacrificio.

En los flancos, la madre, la casa, los cubos.

Entre ellos, el padre loco, el árbol seco y el hijo mudo.

Hay encrucijada, pero no hay despedida alguna.

¿Qué podría decir el padre loco al hijo mudo? Todo se lo ha dicho ya.

Supongo que lo recordarán, porque así empezaba Sacrificio.

 


Sacrificio: la parábola y su degradación

volver al índice

Pues Sacrificio comienza con la imagen de un hombre, Alexander, que se empeña en plantar y hacer revivir un árbol seco, a la vez que pretende implicar a su hijo en la tarea.

Alexander: Hijo, ven y ayúdame.

Imposible no atender a las resonancias simbólicas de la escena, en la que se juega ni más ni menos que la transmisión de la palabra simbólica del padre como fundamentadora de un horizonte narrativo para el deseo el hijo.

Sin embargo, desde el primer momento, cierta vaga extrañeza embarga la escena.

La introduce la falta de concordancia entre la escala del plano visual y la del plano sonoro: el sonido se oye más cercano de lo que, visualmente, se encuentra su fuente, es decir, la figura de Alexander, en este gran plano general.

Y por otra parte, ¿dónde está ese hijo al que Alexander llama?

Esté donde esté, debe encontrarse demasiado lejos para oír las palabras de su padre, dado que no resulta visible en el gran plano general que visualiza los esfuerzos de éste.

Y, sin embargo, como la cámara, las oye.

Alexander: Érase una vez, hace mucho tiempo, un anciano monje que vivía en un monasterio ortodoxo.

Sólo ahora aparece el hijo.

Diríase que reclamado por esa que es la forma canónica del comienzo del relato: Érase una vez.

¿Dónde estaba hasta ahora?

Fuera de campo, a la izquierda. A una distancia del padre semejante a la que se encuentra la cámara -también ella, obviamente, fuera de campo.

Alexander: Se llamaba Pamve.

En el mismo momento en el que el niño cruza el camino la cámara comienza a moverse.

Les invito a preguntarse por el sentido del lento travelling que así comienza.

Alexander: Plantó un árbol seco en la montaña. Como éste de aquí.

Alexander: Luego le dijo a su discípulo, un monje llamado Ioann Kolov,

Y el hijo comienza a participar de la tarea que el padre le asigna.

Alexander: que regara el árbol cada día hasta que reviviese.

Como ven, es una bella historia, que ha comenzado con toda la resonancia mitológica del Érase una vez.

Es decir: Érase una vez, en el tiempo inmemorial y absoluto de los mitos.

Y por cierto que es una historia toda ella volcada sobre el eje de la donación -doy por hecho que a estas alturas conocen la bibliografía básica donde establezco el modo de uso de estos conceptos- y en la que, por tanto, un Destinador otorga una Tarea a un Destinatario.

Y, por lo demás, el mito se actualiza como rito:

Alexander: Pon alguna piedras ahí, ¿quieres?

Alexander involucra a su hijo en la tarea que narra, del mismo modo que lo hace el padre que involucra al hijo en la construcción ritual del belén a la vez que le cuenta el relato mítico de los Reyes Magos.

Alexander: Así que cada mañana temprano, Ioann llenaba un cubo con agua y partía.

Lo que no puede por menos que inquietarnos, al menos a nosotros, ya buenos conocedores del texto Tarkovski, es que haya un cubo de agua involucrado en todo ello.

Alexander: Subía a la montaña con un cubo de agua y regaba aquel tronco seco y por la noche, en plena oscuridad, regresaba al monasterio.

Incluso comparece, como en los Reyes Magos, que eran necesariamente 3, la cifra canónica del relato simbólico.

Alexander: Hizo esto durante tres años, Y un buen día subió a la montaña y vio que todo su árbol estaba lleno de flores.

Sin duda, un hermoso relato sobre el poder de la palabra en la forja de la voluntad humana frente a lo real.

Lo malo es… lo que sigue.

Alexander: Digan lo que digan, un método, un sistema, es algo muy bueno.

Pues los mitos no tienen moraleja.

Y aquí, en cambio, aparece una moraleja en la que el padre, desde el primer momento, hace patente su locura.

Alexander: ¿Sabes? A veces me planteo que si una persona, cada día, exactamente a la misma hora, hiciera la misma cosa, como un ritual, inmutable, sistemático, cada día a la misma hora, el mundo cambiaría. Algo cambiaría, por fuerza.

El desastre llega con el ejemplo que cierra la moraleja:

Alexander: Pongamos que alguien se levantase cada mañana las siete en punto, fuese al cuarto de baño, llenase un vaso de agua del grifo y lo vertiese en el retrete… solo eso.

¿Sólo eso? ¿Pero qué?

Nada.

Y por el camino, la parábola simbólica se ha deshecho, como si nos encontráramos en el universo de Léolo, ante uno de sus patéticos rituales excrementicios.

Como ven, ese tema central de nuestro siglo que es la crisis de la función paterna, es también un tema central en el cine de Tarkovski.

Bien es cierto que no digo el tema central, sencillamente porque es sólo la mitad de ese tema.

La otra mitad es el poder extremo de la madre.

Nos encontramos, no sé si se dan cuenta ustedes de ello, con los elementos básicos de la psicosis.

 


Un extraño travelling

volver al índice

Retomemos ahora la pregunta que les hacía hace un momento.

¿Por qué este largo travelling lateral?

¿Cuál es su sentido?

Pues bien: les voy a formular una hipótesis que, en principio, les va a resultar peregrina.

Sencillamente: porque por más que el padre trata de sacar al niño del lado izquierdo, en el que se encuentra la casa, para así lograr separarle de ella, será imposible que lo logre porque la casa, entonces, va a echar a andar siguiéndole.

Veámoslo. El plano empezaba así.

Y luego fue modificándose, lentamente, así:



Como no se les ocurre otra explicación, háganme el favor de retener ésta, siquiera provisionalmente.

Y es que hay buenos motivos para ello.

Pues con la llegada del cartero, y tras una fase de estatismo, el travelling inicia un desplazamiento en sentido opuesto, en el que la casa siempre se mantendrá en cuadro, por mucho que quieran alejarse los personajes.

 


Un terrible testamento

volver al índice

Saltemos ahora del comienzo al final de Sacrificio.

Es un hecho que la locura del padre envuelve al hijo.

El plano se despeja, desaparecen de él tanto Maria con su bicicleta, como el padre y su ambulancia.

Pero el niño permanece ahí con la casa y el árbol seco, en un mundo donde manda la casa y el agua que lo asfixia.

Y, ya solo, el hijo riega el árbol seco del padre con el eterno cubo de la madre.

Como pueden ver, el derrumbe del padre posee dos manifestaciones inmediatas: la castración -el árbol seco plantado en un lugar arenoso y húmedo donde nunca podrá enraizar- y la locura.

Mientras ella, la bruja, observa

y luego parte, en línea recta hacia el mar.

¿Ven hasta qué punto retornan todos los elementos de Iván?

Y no sólo el cubo, sino también la arena.

Por lo demás también había allí, al final del film, un árbol seco.

Gossen: En el principio era el Verbo.

Gossen: ¿Por qué, papá?

¿Por qué, papá, por qué en el principio era el Verbo si tu palabra está rota, desgarrada por la locura?

Del mismo modo que tu árbol está seco, asfixiado por el agua y la arena.

Hay una cosa evidente: en su final absoluto, el cine de Tarkovski desmiente la parábola.

Pues el árbol no florece, sino que permanece seco.

Y en cambio, el agua, ella sí viva, brilla a su alrededor.

¿Acaso no da incluso la impresión de ser capaz de abrasarlo con su brillo?

Esta película está dedicada a mi hijo Andriushka.

Terrible el testamento con el que el film -y la obra entera de Tarkovski- acaba, ¿no les parece?

 


Iván: el padre y la Virgen

volver al índice

 

Y no sólo eso, pues como en Sacrificio, también en La infancia de Iván estaba presente la Virgen.

Busquémosla.

(Sonido de disparo de ametralladora)

Iván: ¡Mamá!

Iván: ¿No ha llegado todavía?

Iván despierta agitado.

Gálstev: No. Duerme. Cuando lleguen te despertaré.

Iván: ¿Estaba usted aquí, cuando yo dormía?

Gálstev: Estaba, ¿y qué?

Iván: ¿Hablaba yo en sueños?

Gálstev: No, ¿por qué?

No es seguro que Iván no hablara en sueños.

De hecho, algo ha debido motivar que Gálstev se acercara a él mientras dormía, tanto como el gesto de preocupación -y de compasión- con el que le contemplaba en el plano anterior:

Iván huye de su sueño-pesadilla del cubo que la madre deja caer sobre él y del agua con la que él, desde el interior del pozo, la ataca, despertando para esperar la llegada del padre.

Iván: ¿Estaba usted aquí, cuando yo dormía?

Gálstev: Estaba, ¿y qué?

Iván: ¿Hablaba yo en sueños?

Y teme que alguien oiga sus pensamientos, escuche su pesadilla.

Teme que se desdibuje del todo la línea que separa la vigilia de la pesadilla.

Gálstev: No, ¿por qué?

Iván: Por nada.

Iván: Antes yo no hablaba, pero ahora… no sé. Estoy algo nervioso.

Y de pronto emerge el niño encerrado en Iván.

Jolin: ¡Iván!

Iván: ¡Jolin! ¡Jolin!

Pues llega Jolin, el representante y mensajero de 51, el teniente coronel Griaznov.

¿Se han dado cuenta de cómo ha puesto en escena Tarkovski esa llegada? ¿De cuál ha sido el elemento que la ha anunciado?

Necesariamente el más opuesto al agua: el fuego; la puerta de la estufa se abría sola haciendo visible el fuego de la madera que ardía en su interior:

Jolin: ¡Iván!

Se abre la puerta de la estufa como se abre la puerta del sótano en el que se encuentran los personajes, doble apertura que Tarkovski marca, igualmente, en la banda sonora, con dos sonidos inmediatos y semejantes.

Deletreemos los elementos que conforman la metáfora: se abre la puerta de la estufa y llega el fuego como se abre la puerta del sótano y llega Jolin.

De manera que Jolin, figura paterna en la estela de 51, es fuego, tanto como la madre es agua.

Ahora bien, si eso es así, ¿se dan cuenta de la resonancia que alcanza esa otra metáfora que es la de la vela de Iván?

La frágil llama de la vela de Iván está obviamente amenazada por el agua y por tanto debe ser protegida por el fuego.

Jolin: ¡Iván!

Por cierto, tampoco ahora aparece en el muro el grito mudo. Pero claro, ¿cómo iba a estar?

Si alguna vez hubieran sido escritas ahí esas palabras, ¿quién podría imaginar que esos soldados rusos fueran capaces de soportar vivir junto a ellas sin borrarlas?

Pero es que esas son las palabras mismas de la pesadilla.

Jolin: Katasónich te espera en Dikovka, al lado del árbol seco, ¡y tú estás aquí!

Y desde luego, viniendo de ver Sacrifico, esta cita de la que aquí se habla no deja de ser impresionante.

El árbol seco.

¿Qué es lo que seca el árbol? Lo mismo que impone la ley del espejo. A fin de cuentas, en el agua, todo se refleja: ya hemos visto hasta qué punto el agua contiene potencialmente un espejo.

Iván: Allí están los alemanes, no hay forma de acercarse a la orilla. Vine nadando. En el medio del río perdí las fuerzas y me entró pánico. Creí que era el fin.

El agua helada del pánico.

Jolin: ¿Acaso viniste nadando?

Iván: Sí, no me regañes.


Iván: Toda la orilla es custodiada, y nuestro “Pequeño As” no se ve en la oscuridad.

Jolin: Alguna vez te podrían capturar.

No hay duda: Jolin encarna al padre amoroso.

Jolin: Has crecido mucho. Y estás tan flaco que se te ven los huesos.

Jolin: (a Gálstev) Ve, acerca más el automóvil.

¿Y esta referencia al automóvil? ¿Un simple detalle realista que anuncia el viaje al cuartel general?

Jolin: Dile al centinela que no deje entrar a nadie.

Jolin: Vístete.

Obviamente es mucho más que eso: se trata de la motivación de la escena que sigue:

Gálstev: Dale, dale.

Gálstev: ¡Está bien!

¿Una escena del todo innecesaria?

Veamos, antes de responder, la escena que sigue, pero manteniendo esta pregunta en la recámara.

Jolin: (a Gálstev) ¿Dónde te habías metido?

¿No les parece absurda esta pregunta? De hecho Gálstev no ha hecho otra cosa que obedecer a Jolin -Ve, acerca más el automóvil.

El caso es que, tanto más incomprensible resulta, tanto más queda señalada la escena anterior cuyo sentido constituye el motivo de nuestra pregunta pendiente.

Jolin: ¿Qué haces?

Gálstev: Voy a echarle keroseno.

Iván: ¿Para qué? Si ya nos vamos.

¿Para qué si ya nos vamos? -dice Iván.

Pero hay que añadir: Iván ha revivido al mundo del calor y del afecto, como lo indica la vibrante luz del fuego que ilumina la escena.

Una escena de calor netamente masculino, donde Iván es invitado a brindar con alcohol, como un hombre.

Imposible no percibir el ensueño de iniciación varonil puesto en juego.

Jolin: Por el encuentro.

Pero incluso ahora hay una latencia oscura: algo va mal al fondo:

Iván: Jolin, Katasónich sigue esperándome cerca del árbol seco.

Ciertamente, la pesadilla del árbol seco atraviesa la filmografía tarkovskiana desde su comienzo hasta su final.

Iván: Por su regreso.

(Iván tose)

Fundido en negro.

Y luego, la escena del cuartel general.


Griaznov: El 2 escucha. Habla el 51. Oye, Malyshev, ustedes tenían una discusión allí.

A mitad de esta secuencia que así comienza, veremos entrar a Iván en la habitación. Con lo que resultará totalmente elidido el viaje en coche hasta este cuartel general. Conviene señalarlo, pues ello nos permite ceñir mejor la pregunta por esa breve escena intercalada que había sido, a la vez, marcada por la pregunta absurda de Jolin.

Volvamos a ella:

Gálstev: Dale, dale.

Gálstev: ¡Está bien!

¿Por qué esta escena en la que nada sucede?

No hay duda de qué se trata, porque no hay duda de qué se encuentra en su centro. Busquémoslo:

Gálstev: Dale, dale.

Diríase que la mano de Gálstev tuviera por función menos guiar al coche que retrocede marcha atrás que señalar a esa figura que se impone progresivamente en el centro del cuadro.

Y luego el coche mismo participa de esa operación de centrado.

Gálstev: ¡Está bien!

Todo señala hacia esa Virgen con el niño que es el único resto de la iglesia que hubo una vez ahí.

Y digo todo: Gálstev con su posición, el techo del coche, incluso esos tubos o vigas que atraviesan el muro, tanto por arriba como abajo.

Hacia allí va Gálstev: no hay duda, la habitación en la que se desarrolla buena parte de la película es el sótano de lo que fuera una iglesia derruida, de la que solo pervive ese muro donde se encuentra la pintura de la Virgen.

No podemos ignorarla: es uno de los motivos escenográficos mayores del film.

Así, más tarde, veremos a Jolin detenerse a encender un cigarrillo junto a ella después del bombardeo.

Y su papel protagónico en el film es tal que para entonces habrá merecido ya incluso el primer plano solo un instante antes de que comience ese bombardeo tras cuyo final Jolin ha encendido su cigarrillo.

Y ahora, atiendan a la topología que de pronto ha quedado revelada.

Acabamos de averiguar que la habitación en la que viven y sufren sus pesadillas los personajes del film se encuentra en un sótano sobre el cual se ubica esta pintura de la Virgen con el niño.

¿No les dice nada eso? ¿No les remite a otra disposición topológica?


Pero entonces, ¿no es ese sótano una suerte de pozo?

Tales son los términos de la clausura incestuosa que reina en la filmografía -pero sería lo mismo decir: en la fantasmática- tarkovskiana:


n

volver al índice

 

ir al índice del libro
 
 
 

6. El pozo y el espejo


La infancia de Iván, Stalker, Sacrificio, El espíritu de la colmena

 
 

 


Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 13/02/2009 (24/8/2009)
Universidad Complutense de Madrid

 
 

 

 

 

ir al índice del libro
 


Un río inmenso y de turbios confines

volver al índice

Pero retornemos a La infancia de Iván.

Su topología posee una demarcación mayor: se trata del río casi insalvable que separa las posiciones de los soviéticos y los alemanes.

De hecho, todo el film, excepción hecha de su coda final, se sitúa entre las dos travesías de ese río que realiza Iván.

Es un río inmenso y de turbios confines:

Uno que, por eso mismo, hace borrosa la línea del frente hasta desdibujarla totalmente.

Es decir: uno que difumina la pretendida oposición entre lo uno y lo otro, el nacionalsocialismo y el comunismo estaliniano.

Diríase que el río lo invadiera todo e hiciera de todo un mundo podrido y confuso.

Y bien: en esa insoportable y sucia confusión habita Iván, ese niño que, para asombro de todos, es capaz de cruzar ese inmenso río a nado.

Griaznov: ¡Lo cruzó a nado!

Katasónich: Pero si… No todo hombre fornido lo resiste, y él…

Hay algo inaudito en ese niño.

Algo que tiene que ver con la energía de su odio. Y también con el saber que ese odio encierra.

Un saber de lo otro absoluto, de un infernal territorio de muerte:

Gálstev: Responde de donde viniste, si quieres, que yo informe, en general, sobre ti.

Iván: De la otra orilla.

Gálstev: ¿Qué?

Gálstev: ¿Cómo llegaste aquí? ¿Cómo demuestras que viniste de la otra orilla?

En su momento les indiqué que resultaba imposible dejar de escuchar la resonancia mitológica de esta expresión:

La otra orilla es la del Hades, pues en la mitología grecolatina el territorio de la muerte se encuentra al otro lado de un oscuro río que es necesario cruzar en barca.

Iván: ¿Quiénes son? Jolin, ¿quiénes son?

Jolin: Son nuestros exploradores. Liajov y Moroz. Ellos fueron detrás de ti la vez pasada.

El film insiste una y otra vez en lo inaudito de esa posición que Iván encarna:

Gálstev: Así pensé yo… Compañero capitán, él dice que vino de la otra orilla.

Capitán: ¿Cruzó el río en una alfombra mágica? Te contó un cuento y le hiciste caso.

Por eso, en el momento de la despedida, su rostro y su figura entera se convierten en sombra.

Jolin: Te acompañaré un poco.

Iván: No, tú eres grande, nos pueden descubrir.

Jolin: ¿Quizás voy yo contigo? Aunque sea hasta el barranco. Allí hay fango. Te llevaré en brazos.

Iván: Ya lo dije, iré solo.

Jolin: Bueno, hasta la vista.

Iván: Hasta la vista.

Jolin: ¡Hasta más ver! Lo más importante es que tengas cuidado. Si nos marchamos, esperamos en Fedórovka. ¿Entendido?


Iván: ¡Hasta pronto!

Gáltsev: ¡Hasta luego, Ivanito!


Como ven, allí, en ese fondo borroso, Iván se difumina del todo, en la misma medida en que se funde con él.

Algo raro en el espacio

volver al índice

Conviene recordar todo esto a propósito del momento en el que nos encontrábamos el último día.

Gálstev: Lávate. Pronto volveré.

Pues ello puede permitirnos comprender hasta qué punto el agua, su sonido, llama a Iván.

De hecho, su sonido comienza a escucharse antes de que el pie del niño entre en contacto con ella.

Les dije en su momento que el agua no respetaba la línea que separa, en La infancia de Iván, la realidad del sueño.

Vemos ahora como eso se manifiesta en lo concreto, disolviendo la línea que diferencia esos dos planos.

Iván: Gracias.

Iván, agotado, se queda dormido.

Y Gálstev, cada vez más conmovido, le lleva en brazos a la cama.


Ahora bien, ¿no han notado nada extraño en estas imagenes?

Hay algo que no cuadra en el espacio.


¿No les parece que esas dos camas que se encuentran tras los personajes están demasiado cerca la una de otra?

Ello no resulta congruente con la escena anterior del baño de Iván: entre esas dos camas difícilmente cabría el barreño en el que el baño tuvo lugar.

Volvamos allí:


De hecho, aquí diríase que una de las camas ni siquiera existiera.

Aunque, de hecho está, pero mucho más alejada de la otra.


Gálstev: Lávate. Pronto volveré.

Aquí la tienen.

Y por cierto que su brillo no puede dejar de recordarnos al de esa otra cama que será la del hijo enmudecido del protagonista de Sacrificio:

Pero volvamos a lo que ahora nos interesa.

Y es que, no hay duda de ello, esa cama ha sido alejada para hacer espacio al barreño.

Un barreño humeante entre dos camas. Localizado por tanto en el centro mismo del sueño.

Y esa incongruencia espacial nos lleva a otra, más relevante. ¿Dónde está el texto escrito de las víctimas?

Pues debería estar aquí.

Y no es que Gálstev lo oculte.

No, sencillamente ha desaparecido.

Por eso, tampoco está aquí:

Ahora bien, ¿dónde estaba?

¿Y dónde estará cuando vuelva a aparecer?

Esto es, después de todo, lo notable: debería estar, estuvo y estará, justo encima de ese barreño:

También en esto se sabe que el sueño ha comenzado, precisamente porque ese texto ha sido borrado.

No hay salida en el universo carcelario de La infancia de Iván.

Pues ese texto volverá a estar ahí cuando Iván parta para su última expedición.

No hay otra salida, para él, que el río de la muerte.

Tal es su cruz.

El pozo y el espejo

volver al índice

El agua, entonces, siempre.

Porque, en cierto modo, Iván vive en el interior de un negro pozo.

Como le sucede, y esencialmente por los mismos motivos, a la Ana de El espíritu de la colmena -Víctor Erice, 1973.

¿Les sorprende si les digo que se trata, en lo esencial, del mismo pozo?

En él, una vez más, el agua aparece en el centro de la amenaza.

Estamos en su interior, y el agua lo invade todo.

Les hablé de la importancia de las manos en La infancia de Iván.

Es otra manifestación de la esencial conexión entre Gálstev e Iván a través, precisamente, del sueño: pues esta mano mojada que ahora vemos colgar del borde de una cama no puede por menos que recordarnos a la del oficial cuando salía de su propio sueño.

Como les decía, el uno es el reverso del otro.

Y más exactamente: Iván es la pesadilla del cineasta, a través de Gálstev, la figura que lo inscribe en el film.

Manos como las que Alyosha contemplará -como las que Andrei contempló- en el libro de láminas leonardianas de su madre:


La banda sonora está llena de agua, como lo está la imagen.

Y el agua importa aquí, en primer lugar, por su capacidad disolvente.

Les hablo del pozo que habita Iván. Y como puede constatarse ahora, no es ésta una metáfora exterior al film, sino una que forma parte de su tejido más íntimo. Pues nos encontramos en un pozo muy hondo.

Iván: ¡Es muy hondo!

Madre: Claro está.

¿Ahora bien, donde está el agua si esa pluma que deja caer Iván atraviesa el pozo hasta llegar a su fondo sin encontrar resistencia alguna?

La respuesta es evidente: en todas partes. Por eso la pluma no puede chocar con ella.

Conocen las poderosas resonancias que hacen del pozo una metáfora de lo femenino y materno: el pozo es un orificio abierto al interior más húmedo de la tierra.

Y la tierra es siempre, de una o de otra manera, la madre tierra.

De modo que este sueño habla de la madre, de la relación con ella. Y, dado que Iván está siempre aprisionado en el interior del pozo, de su apresamiento en ella.

Tres ejes semánticos se atraviesan en él; los que oponen el arriba y el abajo, lo abierto y lo cerrado y la luz y la oscuridad. Son todos ellos valores directamente suscitados por el pozo y que dibujan un espacio semántico extraordinariamente pregnante.

Pero la lentitud del encadenado en el que se resuelve este plano anuncia que, como sucediera con la línea del frente que el río debía trazar, también aquí van a disolverse todas las diferencias y todas las fronteras.

Lo poéticamente más asombroso de la escena estriba en que esa disolución va a venir propiciada por otra de las propiedades del pozo: aquella que hace de él, a su vez, un espejo.

Madre: Si un pozo es muy hondo, siempre se puede ver en él una estrella, incluso en el día más soleado.

Iván: ¿Qué estrella?

Madre: Cualquiera.

Iván: ¡Veo una, mamá, la veo!

Madre: Si, sí, allí está.

Y así ahora el agua aparece al fondo para hacer de espejo en el que el hijo y la madre se reflejan.

 
 

El espíritu de la colmena, Stalker y Sacrificio

volver al índice

Es el momento de mostrar la semejanza entre el negro pozo de Iván y el de Ana, la protagonista de El espíritu de la colmena -1973-, film 12 años posterior.


Resulta en extremo probable que Erice viera La infancia de Iván, y que su huella quedara presente, de fondo, en esa particular infancia de Ana que es El espíritu de la colmena.

Y no lo es menos que, a su vez, años más tarde, Tarkovski viera El espíritu de la colmena, pues su huella parece haber quedado no menos intensamente impresa en su posterior Stalker -1979:

Escritor: A juzgar por el tono, parece que nos va a volver a predicar.

Stalker: Que se cumpla lo previsto. Que ellos den crédito y se rían de sus pasiones. Lo que ellos llaman pasiones realmente no es una energía anímica, sino un roce entre el alma y el mundo exterior. Lo principal es que crean en sí. Y estén desamparados, como niños, porque la debilidad es grande, y la fuerza fútil.

Y es, por lo demás, como ven, de la infancia de lo que se habla en uno y otro lugar.

Otro año trabajamos aquí detenidamente el film de Erice y entonces llegamos a la conclusión de que el pozo negro en el que se hundía Ana era el pozo de la melancolía de su madre.

Y era allí un piano el instrumento destinado a devolvernos el tono de esa melancolía.

Uno que no puede por menos que hacernos recordar el órgano que tocará años más tarde Alexander en Sacrificio.

Alexander: De niño, ya tocaba este preludio. A mi madre le encantaba.

¿Les sorprenderá entonces si les digo que se trata, en lo esencial, de un mismo pozo? -Y de una misma melancolía.

La estrella y el agua originaria

volver al índice

Atendamos al diálogo entre la madre y el hijo:


Madre: Si un pozo es muy hondo, siempre se puede ver en él una estrella, incluso en el día más soleado.

Iván: ¿Qué estrella?

Madre: Cualquiera.

Iván: ¡Veo una, mamá, la veo!

Madre: Si, sí, allí está.

Es posible quitar la coma y leer veo una mamá, veo una mamá que es una estrella, mi estrella.

Como les decía, ese espejo que habita todo pozo amenaza con confundir absolutamente el eje de la verticalidad -el arriba y el abajo-, el de la interioridad -el adentro y el fuera-, y el de la luminosidad -la luz y la oscuridad, pero también el día y la noche:

Iván: ¿Por qué se la ve?

Madre: Porque para ella ahora es de noche.

Madre: Y ella salió, como todas las noches.

Todo está confundido, nada es lo que parece, todo se vuelve en su contrario, de manera que no hay referencia alguna que ordene el universo psíquico de Iván.

Y ello a causa del espejo.

Pero claro, como ya hemos señalado: este es un espejo de agua.

Y tal es el poder disolvente del agua en el universo tarkovskiano que ni siquiera es posible establecer el lugar donde se encuentra su superficie especular.

Como ven, podría estar muy abajo, en el fondo, o muy arriba, a ras de su embocadura.

De modo que resulta imposible establecer la buena distancia con ese agua que es el agua originaria de la madre.

Iván: ¿Acaso ahora es de noche? Ahora es de día.

Ni siquiera la diferencia entre el día y la noche sobrevive.

Madre: Para ti y para mí es de día.

Madre: Pero para ella es de noche.

De modo que esa luz resplandeciente que rodea a la madre y que, procedente de ella, pareciera iluminar el mundo, podría ser falsa.

Y por lo demás sabemos que lo es, como quedará acreditado en el sueño central del film -el del calabozo, el cuchillo y la campana- que será ya, en todos sus términos, una pesadilla:

Por eso, nada escapa al pozo.

Madre: Para ti y para mí es de día.

Madre: Pero para ella es de noche.

Y así un aroma claustrofóbico comienza a invadirlo todo también aquí.

Y también, por eso, el agua lo inunda todo.

Una vez más, la mano, como expresión extrema del anhelo, ocupa el centro de la imagen. El anhelo de la estrella, es decir, de la madre. Pero sucede que esa estrella está en el fondo del pozo. Y es una estrella empapada en agua.

Pero alto aquí: ¿una estrella empapada en agua? ¿Tiene eso sentido?

Yo diría que lo tiene, si es que estamos tocando fondo.

Y el fondo, por decirlo así, absoluto.

Piénsenlo bien, si ese agua posee tan extraordinarios poderes, si aparece sólo relacionada con la madre y el hijo, ¿de qué agua podría tratarse?

¿De cuál sino del agua originaria?

Ese agua de la que se habla cuando se habla de romper aguas. Ese agua de la que es necesario desprenderse para poder nacer y, así, llegar a ser un ser diferenciado.

 
 

La dimensión mortífera del agua

volver al índice

El cubo que ahora vemos ascender por el pozo es el mismo que aparecía en el sueño del comienzo, aquel en cuyo interior se oía al cuco.

De pronto se oye el sonido de un disparo de ametralladora.

(Sonido de disparo de ametralladora)

Iván: ¡Mamá!


Se confirma la dimensión mortífera del agua.

El agua mata.

Pues si hemos oído ametralladoras, es el agua lo que vemos golpear el cuerpo de la madre.

El plano final del sueño reúne de otra manera ese contraste entre el fondo oscuro del pozo -ahora condensado en ese cubo que es, insistamos en ello, ese en cuyo interior se oía el canto del cuco- y el brillo resplandeciente del vestido de la madre.

Imagino que lo que les digo les parecerá contradictorio: ¿cómo ese agua originaria de la vida podría destruir a la madre?

Pero dense cuenta: ese agua que ha golpeado a la madre procedía del fondo del pozo en cuyo interior está el hijo.

¿No latirá entonces, en el fondo más oscuro de este sueño que acaba en pesadilla, una tan profunda como inexpresada hostilidad hacia la madre amada?

Sé que esto les parece inconcebible, que piensan que nada en este film en el que el hijo localiza en su madre todo su anhelo puede apoyar esta idea.

Pero eso sucede porque no deletrean este plano:

Es el agua que procede del interior del pozo en cuyo interior se encuentra Iván la que golpea y mata a la madre.

Es asombroso con qué facilidad el espectador de La infancia de Iván olvida lo que estalla en el juego de Iván una vez que éste se convierte en delirio -en algo, en suma, que tiene todos los rasgos del brote psicótico:


Somos 8 jóvenes, menores de 19 años.


Dentro de una hora nos llevarán a matar. Vengennos.

Ésta de Iván no es una mirada amorosa.

Y menos lo es esta otra de la madre, que más bien se encuentra a medio camino entre el terror y la amenaza.

¿Y no les llama la atención la firmeza con la que Iván sostiene su cuchillo en presencia de su madre?

¿Y qué me dicen de esta otra mirada?

Y ésta de ahora es todavía mucho menos amorosa.

Resulta imposible no reconocer lo acentuado de su dureza.

Frente a ella, la mirada del pequeño Iván zozobra entre el odio y el pánico.

De modo que, en esta pesadilla, nos vemos ubicados en el eje de la locura que atraviesa las miradas de odio de Ivan y de su madre.

Es justo en ese momento, es decir, por tanto, inmediatamente después de esta acerada mirada de la madre,

cuando Iván ya no puede soportar más y recurre a la campana.

Ahora bien, ¿no ha sido desde siempre la función de las campanas llamar al Dios Padre desde lo alto de los campanarios?

(Sonido de la campana.)

 
 

Una pequeña cicatriz

volver al índice

¿Les he convencido?

Puedo todavía darles una prueba suplementaria.

Pero antes de ello quiero llamar su atención, una vez más, de que lo que realmente importa está en el texto artístico.

Todos los demás datos, los que obtenemos de otros textos no artísticos -esos que damos en llamar biográficos- son secundarios y, de hecho, en el límite, innecesarios.

En mi opinión al menos, si un dato biográfico de la vida de un artista no deja su huella en su obra es que es un dato falso o, al menos, uno, para ese artista, irrelevante.

Pero, claro está, esos datos son los que al público no avisado les parecen más convincentes.

Y es que no terminan de darse cuenta de dónde está la verdad.

Pues la verdad, por lo que al arte se refiere, no está en otro lugar que allí donde el texto artístico nos toca.

Quiero decir: donde toca nuestro inconsciente y, por eso, nos conmociona.

Y bien, establecidas todas las salvedades, vamos a ello.

Lean este testimonio que la segunda esposa de Tarkovski, Larissa, dio de una escena que le contara la madre de su marido:

«María Ivanova me contó también otros dos recuerdos que la atormentaron durante toda su vida. A parte de en esos momentos de desesperación, ella no había golpeado nunca a sus hijos.»

«Está lavando a Andrei y a Marina en su pequeña bañera de latón.»

 

Les suena eso de la bañera de latón, ¿verdad?

 

«Acaban de volver a su habitación en el apartamento comunitario. No hay agua corriente. El jabón estaba siempre racionado.

«Ha terminado de enjabonar a Marina y la está aclarando con agua limpia. Le toca ahora el turno a Andrei. Justo en ese instante, éste tira agua de la bañera de agua enjabonada salpicando a Marina. Es preciso comenzar de nuevo. Y no quedará agua suficiente para lavar a Andrei.

«Con la jarra (le quart) de aluminio que utilizaba para verter el agua, Marina Ivanova golpea a Andrei en la cabeza. Un chorro de sangre inunda la frente del niño, quien conservará de ello una pequeña cicatriz. »

[Tarkovski, Larissa: 1998: Andrei Tarkovsky, Calmann-Lévy, Francia, 1998.]

Los franceses -el texto que les presento lo he traducido directamente del francés- llaman quart a una pequeña jarra que usan, por ejemplo, para servirse el vino durante la comida –un quart du vine-: la denominan por tanto, por su medida; literalmente: un cuarto.

Pero lo que más nos interesa de ella ahora es que es, como el cubo, de aluminio.

Y se usa como Gálstev ha usado el cubo de agua.

(disparo de ametralladora)

Iván: ¡Mamá!

Caray con el agua.

Y caray con el cubo.

Podría abrirnos la cabeza.

Pues de hecho éste es un plano subjetivo y ese cubo de la madre va a abrirnos la cabeza.


n

volver al índice

 

ir al índice del libro

5. Resistencias. La carta, el agua y el fuego


La infancia de Iván, Rebecca

 

 


Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 06/02/2009 (24/8/2009)
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

 

ir al índice del libro
 


A propósito de algunas objeciones

volver al índice

 

Jaime López me ha escrito las siguientes consideraciones relacionadas con el trabajo de las últimas sesiones:

 

«El 51.

«En el cuento original de Bogomolov, el “51” aparece 10 veces.»

«Podemos pensar que el 51 es muy importante para Bogomolov. El hecho de que Tarkovski lo haya respetado, aunque no lo incluya tantas veces, podría hacer pensar que también para él lo es. En Esculpir en el tiempo dice que el director es el responsable absoluto de la obra.»

 

Por ahora, totalmente de acuerdo. Pero no lo estoy, en cambio, en lo que dice a continuación:

 

«Pero también podríamos pensar que lo ha respetado por ser fiel al original.»

 

Pues si algo tuvimos ocasión de constatar en la lectura de Esculpir el tiempo que nos ocupó el último día fue precisamente la decisión de Tarkovski de no respetar la obra de Bogomolov. O, más exactamente, su necesidad de apropiarse de ella.

 

«Como, por ejemplo, respeta el nombre del protagonista. ¿Hubiera cambiado Tarkovski su nombre? Parece improbable, ya que la dirección de La infancia de Iván es un mandato del Instituto de Cine soviético. ¿Se arriesgaría a enfrentarse al Goskino por cambiar el nombre de la película, basada en el bestseller que tantos soviéticos conocían? Parece más probable que, aunque otros nombres fueran más significativos para él, respetara el nombre del protagonista, así como el del resto de los personajes, para ser fiel, en esto, al cuento y no levantar las protestas del Goskino.

«Si en el caso del nombre respeta el cuento, podríamos pensar que, por la misma razón, también respeta, como así hace, otros elementos del mismo, como el 51.»

 

Que cambiar el nombre de Iván, por más que Tarkovski lo hubiera creído necesario, hubiera sido imposible, me parece evidente.

Pero eso, lejos de ser una objeción a la importancia que concedo al 51 es un argumento que lo apoya.

Sencillamente porque podemos estar seguros de que Goskino no habría puesto la menor objeción a que desapareciera esa cifra o a que fuera cambiada por cualquier otra.

Y dado que hemos podido establecer la decisión de Tarkovski de apropiarse de la historia, ello nos permite deducir que si conserva el 51, algo tan fácil de cambiar, es porque lo reconoce como propio.

Podríamos pensar incluso que el hecho de encontrarse en esa novela una cifra que fuera íntimamente propia sería una condición idónea para desencadenar ese proceso de asociaciones que Tarkovski llama poéticas y que, aunque sin duda lo son, prefiero llamar inconscientes, pues eso explica bien los poderosos efectos que pueden tener sobre los procesos creativos.

Con el valor añadido de que esa cifra queda a la vista de todos, escondida en cuanto cifra propia, pues queda atribuida a la subjetividad del novelista.

Y digo ante todos, pues ese todos podría incluir al propio cineasta. Todo podría haberse desarrollado en él, sin más, como un proceso que escapara a su consciencia.

Pero, desde luego, es igualmente posible lo contrario: que hubiera sido el resultado de una decisión consciente.

 


Rebecca, du Maurier, Hitchcock

volver al índice

Para aclarar esta cuestión, voy a contarles un caso realmente asombroso que descubrí hace ya cierto tiempo.

Es relativo a la relación de Alfred Hitchcock con Rebecca, la novela de Daphne du Maurier que llevó al cine.

 

Winter es el apellido del protagonista masculino de la novela -Max de Winter.

Y dado que es un hombre de abolengo, posee una gran mansión en el campo que es conocida como la mansión de Winter.

Pues bien, sucede que antes de que Hitchcock leyera la novela, siendo ya un cineasta británico de éxito, se había comprado una gran casa de campo que se llamaba, precisamente, mansión de Winter.

¿Casualidad?

Sin duda, fue una casualidad que la casa que él poseía y la casa de la novela llevaran el mismo nombre.

Aunque quizás no del todo: quizás el nombre de esa mansión hubiera sido uno de los motivos de la decisión de la compra de Alfred Hitchcock, pues había en él algo de invernal y nada de primaveral.

¿Es también una casualidad que el fantasma central de la novela -esa mujer fascinante y letal a la que ama y odia su protagonista- fuera el mismo fantasma central del propio cineasta?

No hablaría yo aquí ya de casualidad, pues sucede que, como vengo mostrando desde hace unos cuantos años, ese ha sido y sigue siendo el fantasma central del occidente postclásico.

Me imagino que Hitchcock debió sentirse absolutamente impactado cuando leyó la novela y encontró en ella su fantasma y el nombre de su propia mansión.

Aunque, al mismo tiempo, estoy convencido de que no terminó de tener consciencia plena de todo ello. Probablemente él mismo hablaría de casualidad y haría todo tipo de comentarios irónicos sobre ello.

Y es igualmente fácil imaginarle alagado por ser él mismo señor de Winter, como el refinadísimo aristócrata de su novela.

Hitchcock tuvo con la novela Rebecca relaciones en extremo ambivalentes.

Le propuso a David O’Selznick llevarla al cine y de hecho ese fue su primera película en América y el motivo inmediato para abandonar Inglaterra.

Pero son célebres las discusiones entre ambos hombres, los dos de fuerte carácter.

Hitchcock quería llenar su película de comentarios humorísticos y burlones, al modo de, por ejemplo ¿Quién mató a Harry?

O’Selznick, en cambio, le exigió que hiciera una adaptación fiel de la novela.

Y gracias a ello Hitchcock hizo una de sus mejores películas, lo que demuestra, sea dicho de paso, que O’Selznick hizo en cierto modo, para Hitchcock, de psicoanalista: no le permitió distanciarse humorísticamente de la novela que él había escogido, sino que le obligó a asumir esa elección hasta sus últimas consecuencias.

Que Hitchcock no era todavía consciente de hasta qué punto su fantasma central se encontraba ahí, lo demuestra el hecho de que durante muchos años hablara mal de Rebecca, echándole a O’Selznick la culpa de no se sabe que debilidades de la película.

Pero que ahí se encontraba su fantasma central por más que él no estaba todavía en condiciones de afrontarlo, lo demuestra el hecho de que muchos años más tarde, a la altura de Vertigo, Psycho y The Birds, ese mismo fantasma llegó a protagonizar sus más intensas películas.

Y esta vez, creo, con una notable consciencia de ello.

Pero hay más, y, si cabe, algo todavía más asombroso.

Y es que la novela que Hitchcock leyó en Inglaterra -pues las conversaciones con O’Selznick sobre ella empezaron desde allí- le ofreció a Hitchcock la anticipación misma, el guion, por decirlo así, de lo que él mismo haría con su propia madre.

Ya saben la importancia que la casita de la playa tiene en Rebecca: en ella murió la propia Rebecca, cuyo cadáver quedaría enterrado en el mar dentro del yate del sr. de Winter que él mismo hundiría para borrar las huellas del suceso que le incriminaba.

Pues bien, también la propiedad de Winter de Hitchcock, como la de su homónimo, constaba de dos casas: una mansión grande y una casita pequeña.

Y qué cosa tan notable: cuando Hitchcock partió para América, vendió la mansión y conservó la casita, donde instaló a vivir a su madre en el mismo momento en que se separó de ella para siempre, poniendo un océano de distancia entre ambos.

Y por cierto, desde ese momento el mar -que hasta entonces había sido símbolo de la libertad que el joven Hitchcock ansiaba, como lo manifestaba el hecho de que se sabía de memoria los horarios de los barcos que atracaban en Londres-, se convirtió, en su cine, en la referencia de la culpa y el crimen, dado que como tal él debió vivir ese abandono.

(Un desarrollo más detenido y justificado de todo ello puede encontrarse en El fantasma primordial, Presentación del libro de Basilio Casanova Varela: Leyendo a Hitchcock. Análisis textual North by Nortwest: Castilla, Valladolid, 2007.)

 


51 y 19

volver al índice

Sigue diciendo Jaime:

 

«Por otra parte, si en la biografía de Tarkovski buscamos el número 51, es probable que hallemos muchas veces este número como significativo. Por ejemplo, leyendo una breve biografía suya de internet, en 1951 inicia sus estudios de lenguas orientales pero no los termina porque cae enfermo. Tras ello, emprende sus estudios cinematográficos. O, si profundizáramos, probablemente hallaríamos muchos más.»

 

Y aparece así un dato notable, pero en el que no se profundiza porque es la resistencia la que se impone, por vía de la cortina enmascaradora de esos muchos más que probablemente hallaríamos.

¿Probablemente hallaríamos muchos más si profundizamos? Lo dudo. No es probable. Y porque no es probable, es significativo.

 

«Te mencioné, por ejemplo, al término del pasado seminario, que podría ser el número de teléfono de su casa natal, o de la casa paterna, porque, al ver la secuencia de Iván, me vino a la mente el número de teléfono de mi casa cuando era pequeño, tal vez por la relación niño-teléfono. O podría ser el número de su casa, o su número de clase en el colegio. Pero, ¿es esa la razón por la que respeta el “51”? La pregunta es: ¿Cómo podemos saber que la asociación de ese número con un dato de su biografía es lo que le ha llevado a conservarlo? ¿Cómo podemos confirmar la hipótesis? A otra persona puede que le sugiera otra cifra significativa en su vida.»

 

Es curioso como aquí se solapan dos planos muy diferentes entre sí. Pues una cosa es que la cifra esté presente en la biografía del cineasta y otra muy diferente que esté presente en la biografía del analista.

Pero eso no debe llevarnos a desinteresarnos de tal emergencia, quiero decir de la emergencia de esa conexión entre estos dos planos, pues siempre está necesariamente en juego y, bien manejada y contenida, siempre es fecunda.

Y ello porque si una película nos interesa es porque nos toca, porque nos afecta, es decir, porque moviliza nuestro inconsciente.

De modo que explorarla es explorar nuestro propio inconsciente en ella involucrado, tocado por lo que ha emergido desde el inconsciente del otro, el del cineasta.

Y por lo demás, esta relación, entre el mundo del autor y el del analista no es en lo esencial diferente a esa otra con la que nos hemos encontrado en el punto de partida: la del cineasta con respecto al novelista cuya novela adapta.

De modo que ese tipo de sugerencias pueden ser útiles.

Pueden o no conducir a algún sitio.

El asunto es que hay que contrastarlas: en primer lugar, en el texto, y en segundo lugar en esos otros textos del cineasta que constituyen la realidad textual de su biografía -pues dense cuenta: no por ocuparnos de datos biográficos abandonamos el análisis textual: esos datos sólo existen textualmente.

De modo que hay que contrastarlos.

Ese es, por lo demás, el modo de proceder de la ciencia.

Pues, ¿cuántos descubrimientos científicos no se han producido así, inspirados por intuiciones de todo tipo, por asociaciones desencadenadas desde el inconsciente?

Por asociaciones poéticas, como las llama Tarkovski -lo veíamos el otro día.

¿No pertenecía a ese tipo la célebre manzana de Newton?

Caray: de un árbol le cayó una manzana; fue tentado por Eva, la madre naturaleza.

A saber qué resonancias tenía la manzana en su vida subjetiva.

 

«Por otra parte, si en la biografía de Tarkovski buscamos el número 51, es probable que hallemos muchas veces este número como significativo. Por ejemplo, leyendo una breve biografía suya de internet, en 1951 inicia sus estudios de lenguas orientales pero no los termina porque cae enfermo. Tras ello, emprende sus estudios cinematográficos. O, si profundizáramos, probablemente hallaríamos muchos más.»

 

La cuestión no es si es probable o no. La cuestión es si es o no es.

Quiero decir: tiene sentido hablar de probabilidad cuando no se puede establecer un dato con exactitud. Pero si podemos establecerlo con exactitud, pierde todo interés hablar de probabilidad.

Pero démosle la vuelta a la cuestión de la probabilidad.

Como saben, existen 90 combinaciones posibles de dos cifras. De manera que la probabilidad de que aparezca una en vez de las otras 89 es 1/90.

Y bien, en La Infancia de Iván, hasta donde yo recuerdo ahora, sólo aparecen tres combinaciones de dos cifras.

Una de ellas es 13 -ni más ni menos que el número de la mala suerte. Pero sólo aparece una vez.

El 51, que aparece nada menos que 7 veces.

Y luego está el 19, que aparece tres veces escrita y una pronunciada.

Es decir, 4 veces.

Pero resulta que, como tuvimos ocasión de constatar el último día, el 19 es estrictamente reversible con el 51, pues Tarkovski cumplió 19 años en 1951.

De manera que hacen piña, por decirlo así, sumando 11 presencias.

 

Lo que late al fondo de las objeciones que se plantean es la idea de que todo puede ser una coincidencia.

Pero claro, si aceptamos la idea de la coincidencia, de la casualidad a propósito del 51, entonces deberíamos extenderla a todos y cada uno de los demás elementos del texto.

¿Estarán en una película por casualidad todos los elementos que forman parte de ella?

Como ven, no hay nada como operar por reducción al absurdo para llegar a la conclusión de que el 51 es importante.

Tan importante como cualquier otra cosa que esté presente en el texto 11 veces.

Esto en términos cuantitativos. Porque si pasamos al plano de lo cualitativo, siempre más importante, vemos que el 51 es la cifra del deseo más intenso que manifiesta Iván, el protagonista de la película, en su vida de vigilia.

Y que tiene que ver con una figura paterna.

Pero caray, más que eso: lo vieron en El espejo: tiene que ver con su padre.

Quiero decir, con el padre del cineasta.

 

«Vemos que aparece el 151 en su última película. Podemos pensar que confirma la importancia para él del 51. Y ligado a la locura. Pero también podemos pensar, por ejemplo, que, en su última película, quiere aludir a la primera mediante la presencia del “51”, anteponiendo el 1 como referencia a la primera cerrando así su obra. La cuestión vuelve a ser: ¿Cómo podemos saber que estamos en lo cierto cuando afirmamos una u otra cosa? Se me ocurre escribirle a alguien que participara en la película Sacrificio y que pudiera saber por qué puso el número 151 en la ambulancia. Pero, si nadie recordara o supiera por qué lo hizo, ¿cómo podemos afirmar que lo incluyó por tal o cual razón, por mucho que nos cuadre con otras observaciones sobre el cineasta y su obra?

«Sólo podemos conjeturar, por más que sintamos como cierta una u otra respuesta. En este sentido, creo que debiéramos, en general, mantener una humildad freudiana, como cuando Freud afirma, en sus textos (como en Lo siniestro, o su análisis del chiste, por ejemplo), que él ha analizado un determinado hecho de una forma, pero que bien pudiera estar equivocado, o que necesitaría de datos que no posee para confirmarlo.»

 

¿Que podemos equivocarnos? Desde luego.

Ahora bien, también podemos acertar.

Y lo que va de lo uno a lo otro son, desde luego, los datos.

En eso estamos.

Pero la verdad es que tenemos muchos.

Lo que pasa es que el inconsciente de cada cual se resiste contra esos datos como gato panza arriba.

Veámoslo:

 

«Vemos que aparece el 151 en su última película. Podemos pensar que confirma la importancia para él del 51. Y ligado a la locura. Pero también podemos pensar, por ejemplo, que, en su última película, quiere aludir a la primera mediante la presencia del “51”, anteponiendo el 1 como referencia a la primera cerrando así su obra. La cuestión vuelve a ser: ¿Cómo podemos saber que estamos en lo cierto cuando afirmamos una u otra cosa?»

 

He aquí en ejemplo perfecto de resistencia.

Los tres elementos señalados los enuncié yo el día anterior a la recepción del mensaje: que el 151 de la ambulancia confirmaba la importancia del 51, que estaba ligado a la locura y que aludía a la primera película mediante la presencia del 51.

Y es que los tres se refuerzan mutuamente.

Sin embargo, presentados así, parecieran relativizarse o incluso excluirse.

De modo que, donde yo ponía una conjunción copulativa aparece aquí un pero que actúa como disyunción: o lo uno o lo otro. Y así lo uno relativizaría a lo otro y viceversa.

Es ahí donde se ha deslizado la resistencia.

Pues de hecho no son contradictorios y por tanto, como les decía, los tres datos se suman y se refuerzan.

Eso es precisamente a lo que se refería Freud cuando hablaba de sobredeterminación.

Y podemos añadir más: el 151 aparece al final de la última película como el 51 aparece al principio de la primera. Y en ambos casos esas apariciones están explícitamente relacionadas con la locura.

Y en ambos casos están relacionadas con el padre o al menos con una figura paterna.

Y por cierto que el propio Jaime nos ofrece un dato suplementario:

 

«Por otra parte, si en la biografía de Tarkovski buscamos el número 51, es probable que hallemos muchas veces este número como significativo. Por ejemplo, leyendo una breve biografía suya de internet, en 1951 inicia sus estudios de lenguas orientales pero no los termina porque cae enfermo.»

 

Claro está: en 1951, con 19 años, Tarkovski entra en esa escuela: llegado el momento -pero eso va a tardar- podremos comprobar la importancia de esa fecha y de la pronto frustrada entrada en esa escuela.

Cuando los datos comienzan a saturar así, atravesamos el umbral que permite hablar de prueba.

¿Me dirán que eso no es objetivo sino tan sólo muy probable?

No tengo objeción en reconocerlo.

Pero eso si recuerdan ustedes algo que hoy reconocen todos los científicos serios de las llamadas ciencias duras -no así, sin embargo, muchos de los de las blandas, que creen que les imitan y sin embargo, esto lo demuestra, no les leen-: que no existe causalidad absoluta posible para los enunciados científicos, que, a propósito de ellos, sólo puede hablarse de grados de probabilidad.

 

Podría parecer injustificado hablar aquí de resistencia, dado que lo que está en juego no son datos relativos a la experiencia del espectador, sino a la del cineasta y su obra. Pero, cuando así se piensa se olvida el punto donde la experiencia de ambos -la del espectador y la del cineasta- se encuentran.

Y es que la película ha afectado emocionalmente a su espectador, ha tocado su inconsciente. Y, desde ese mismo momento, la conciencia de éste tiende a rebelarse contra todo avance del análisis, pues teme que ese avance ponga al descubierto esos elementos inconscientes movilizados. Tales son las condiciones que ponen en movimiento la resistencia al análisis emprendido, sin duda el principal obstáculo que debe afrontar el analista de textos artísticos.

 


La identificación imaginaria con el padre

volver al índice

 

Griaznov: ¡Mete lo que escriba en un paquete y envíalo inmediatamente para aquí!

Griaznov: ¿Comprendiste?

Gálstev: Comprendí.

 

No hay duda de que toda la luz del plano tiene por objeto esculpir el impresionante nudo que esas dos manos trazan: la mano que se dirige, anhelante, hacia el padre, y la que se interpone cerrando el paso a ese contacto.

 

 

Gálstev encarna esa interposición.

Y por cierto que su uniforme y su aspecto no están muy lejos de los del padre de Tarkovski en El espejo.

 

 

Supongo que, tras haber visto El espejo, no me objetarán que sea poco serio, tras haber insistido tanto en que Gálstev es uno de los rostros de Tarkovski en su film, señalar ahora su semejanza con su padre.

Pues la identificación de Tarkovski con su padre recorre todo el film, no menos que la identificación-confusión de la esposa y la madre o la del todo equivalente entre el Tarkovski niño y su propio hijo.

Sólo una cosa hay que añadir: que la identificación de Tarkovski con su padre no es una identificación simbólica, sino todo lo contrario: es una identificación imaginaria, es decir, una identificación-confusión como todas las otras.

O en otros términos: su modelo está en el espejo, no en el árbol.

Pues como les decía, el espejo anula el tiempo devolviendo lo idéntico, mientras que, en el árbol, el tiempo y la jerarquía se escriben en la diferencia de grosor y de posición entre el tronco y sus ramas, entre las ramas principales y las secundarias, y así sucesivamente.

 

 

Imposible dejar de insistir en ello: cierta locura está inscrita en el rostro de Iván.

En su armada frialdad.

En su instalación en la idea fija del deber militar.

En esto, sin duda, se diferencia del hijo de El Espejo:

 

 

Pues éste llora a la vez que se abraza al pecho de su padre.

Mas no deja de inscribirse algo de la locura en su mirada asustada y al acecho. Y, por otra parte, pronto veremos emerger la ternura en el rostro de Iván.

 

Gálstev: ¿Quieres comer?

Iván: Después.

 

De hecho, si miramos atentamente, descubrimos el extremo sufrimiento que late debajo de esa fría armadura.

Un sufrimiento que está más allá de las lágrimas.

Uno, por eso mismo, absolutamente resignado.

Ese es el contexto en el que Iván se dispone a escribir su carta.

 

Ser escritor

volver al índice

 

 

El plano se abre ahora a un espacio todavía no conocido de la habitación.

Hay al fondo una suerte de escenario.

Pero uno que permanecerá vacío casi toda la película.

Lo que importa ahora es el enigma de Iván,

 

 

esa figura negra, de espaldas y oscura, hacia la que la cámara va a avanzar en travelling de manera directa.

 

 

Y, ahí, la página en blanco.

¿Será Iván un escritor?

Sin duda. -Y, por extensión, un artista.

Y lo será porque ese es el dictado que ha recibido, aparentemente, del padre:

 

Griaznov: ¡Ah! Ante todo dale papel y lápiz. Mete lo que escriba en un paquete y envíalo inmediatamente para aquí.

 

Retrocedamos para localizar el nudo:

 

Griaznov: ¿Comprendiste?

Gálstev: Comprendí.

 

Ahí lo tienen: el nudo.

El dictado de la escritura.

 

 

Un dictado, por tanto, atribuido al padre, quien, por lo demás, como saben, era un reputado poeta.

 

 

Y por cierto que Tarkovski intentó cumplir ese dictado -¿pero era verdaderamente un dictado del padre? Nos llevará cierto tiempo aclararlo.

Intentó cumplirlo matriculándose, cuando tenía 19 años, es decir, en 1951, en la Escuela de Lenguas Orientales para estudiar árabe, siguiendo los pasos del padre que había sido un prestigioso traductor de ese idioma.

Pero del fracaso de ese intento rinden cuentas las imágenes que siguen. Como ven, a estas alturas la combinación 51-19 es ya algo más que una interpretación: es un dato con la contundencia de una prueba.

 

 

Son realmente insólitos, a la vez que hermosos y conmovedores, los elementos de la escritura de Iván.

Y, a la vez, intensamente matéricos y, por eso, en cierta medida cinematográficos.

 

 

¿Encierran un secreto?

Todo parece indicarlo, pues los esconde de la mirada del oficial.

 


Gálstev: No temas, no miraré.

Gálstev: Póngame con el 13. Vasiliev, llena dos cubos con agua caliente y tráelos para aquí. ¿Qué? Sí, voy a lavarme. Claro, quiero lavarme.

 

Como ven, además del 51 y el 19, está el 13.

Y atiendan a esto: ese número de la mala suerte aparece asociado al agua.

 

 

Como les decía el otro día, no es que yo preste demasiada atención a las cifras.

Es el film el que lo hace.

A escala de plano detalle, nos invita a contar con el propio Iván.

9.

 

 

8.

 

 

7

 

 

¿Y esto?

¿16? ¿32?

Parece que, cuando Iván empieza a contar, cierto caos amenazara con invadirlo todo.

 

 

6.

 

 

3.

 

 

Extraña, indescifrable cábala,

 

 

que constituye un mensaje, y que por eso se convierte en carta.

Pero en una carta en la que ninguna palabra sentida cuaja.

Y al fondo, justo tras Iván, el muro del grito mudo, a su vez también él cifrado.

 

 


El cubo, el pozo y la madre

volver al índice


 

¿Y ese cubo brillante que Gálstev introduce ahora?

¿Cómo no darle importancia, si ha quedado marcado con el número 13, y es un elemento central tanto de La infancia de Iván como de El espejo?

 

 

Ese cubo está presente en La infancia de Iván desde el principio:

 

 

Y en su final:

 

 

Pero su dimensión esencial sólo emerge en el sueño que comienza comienza cuando Iván se duerme agotado tras la escritura de su carta:

 


(disparo de ametralladora)

Iván: Mamá!

 


 

Y recuérdenlo: ese cubo, el cubo de la madre, ha quedado marcado con el número 13 –Gálstev: Póngame con el 13. Vasiliev, llena dos cubos con agua caliente y tráelos para aquí. ¿Qué? Sí, voy a lavarme. Claro, quiero lavarme.

 

Gáltsev: Lávate. Pronto volveré.

 

Y esa carta incomprensible pasa de Iván a Gálstev.

 

 

Y cuando se ha desprendido de esa carta, Iván queda desnudo y herido.

 

 

¿Lavándose? ¿Purificándose? ¿O quedando de nuevo atrapado por el agua?

 

El agua, el fuego y el sueño

volver al índice

 

 

Y por corte directo, del agua al fuego.

De modo que son suscitados los dos elementos opuestos y hostiles -el agua apaga el fuego, el fuego evapora y hace desaparecer el agua- que hemos encontrado presentes en la escena del pozo y el incendio de El espejo. Sólo falta, para completar la ecuación, la presencia de la madre; pero ésta llegará enseguida, en el sueño de Iván.

 

 

¿Ha secado ese fuego a Iván?

 

 

Y luego está ese aspecto amoroso, dulce y femenino de Gálstev.

 

 

Ante él, el delicado antebrazo y la mano de Iván.

 

Iván: Gracias

 

Iván y esa vela que es su metáfora.

 

 

Está agotado.

Que la vela haya quedado fuera de cuadro, no le quita nada de su importancia y en nada disminuye su relación metafórica con Iván.

Pues la caída de su cabeza que el sueño va a producir en Iván dentro de un instante va a ser metafóricamente visualizada por esa vela:

 


 

Nuevamente el Gálstev amoroso.

 

 

Que lleva al niño a la cama y le acuesta.

 

 

El sueño del pozo va a comenzar.

Ahora bien, cabe una pregunta: ¿va a comenzar o ha comenzado ya?

¿Saben por qué lo digo?

 

 

El rasgo mayor de este sueño es, sin duda, el agua: ese agua procedente del Volga que contra toda previsibilidad se infiltra aquí, en el sótano de esta iglesia a la vez que calabozo en el que duerme Iván.

No sólo la vemos, también la oímos con acentuada intensidad.

 

 

Empapa todo el tiempo a Iván.

Ahora bien, ¿han reparado en qué momento hemos empezado a oírla?

El asunto es que estaba presente ya aquí.

 

 

De modo que el sueño ya había comenzado.

 

 

Pero lo más sorprendente es que estaba presente antes todavía, aunque probablemente la mayoría no habíamos reparado conscientemente en ello. Sigamos, pues, retrocediendo:

 

Iván: Gracias.

 

¿Cómo deberíamos formularlo entonces?

¿Deberíamos decir que el agua estaba ya ahí antes de que Iván se durmiera y comenzara su sueño?

¿O bien deberemos decir que el sueño ya había comenzado antes, y entonces Iván soñaba que se dormía, que un Gálstev amoroso le acostaba y que entonces soñaba que soñaba con un pozo…?

Parece obligado entonces preguntarse cuando ese sonido ha comenzado. Sigamos retrocediendo.

 

 

Descubrimos entonces que el sonido en cuestión, y el agua, por tanto, estaba ahí desde el comienzo mismo de la secuencia.

Lo que nos conduce entonces a la secuencia anterior:

 

 

Claro, el sonido ya estaba aquí.

Y de hecho no había desaparecido en ningún momento.

 

 

Así, comprendemos que estaba también en este plano, solo que tapado por el sonido del fuego.

De un fuego, entonces, que no excluye el agua, que no la vence, sino que, como mucho, la tapa, que sólo es capaz, en suma, de actuar como su pantalla.

 

 

Y bien, entonces, ¿cuándo empezó ese sonido?

 

 

¿Cuando Iván se introdujo en ese gran barreño?

 

 

No, claro está, mucho antes:

 

 

Y es que, como les anticipé, ese cubo, el de la madre, tiene toda su importancia.

 

 

Digo el de la madre, pues, aunque hay dos, son diferentes.

¿Se dan cuenta de la importancia de que esos dos cubos sean diferentes?

Si un director pide un par de cubos a producción, lo más probable es que el encargado de atrezo se presente con dos cubos iguales.

Pero aquí la diferencia traza la huella de la madre, pues en las escenas de la madre sólo hay un cubo.

 

 

Es éste, el de la madre, no puede haber duda sobre eso, el que introduce el sonido del agua.

 

 

Y por cierto que lo hace de una manera estruendosa.

 


n

volver al índice

 

ir al índice del libro
 
 
 

4. La fotografía, el espejo y la carta del padre. Lo real, lo imaginario y lo simbólico


La infancia de Iván, Sacrificio, El Espejo

 

 


Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 16/01/2009 (24/8/2009)
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

 

 

ir al índice del libro
 


Cuando se han quebrado todos los textos de la cultura

volver al índice

 

 

¿Es posible ensayar a pensar La infancia de Iván como un trayecto de maduración?

Si lo fuera, lo sería sólo a propósito de Gálstev, pues, a todas luces, no hay maduración posible para Iván: él está definitivamente arrasado desde el comienzo mismo del film.

De modo que el destino de Gálstev no es otro que el de aproximarse a ese fondo de horror extremo que es el de Iván.

No me parece que para nombrar eso, la palabra maduración sea la apropiada. Para ese punto de llegada creo que es más apropiado hablar de calcinación.

 

 

Nada de victoria hay en el final de La infancia de Iván. Sólo desolación.

 


Gálstev: ¿Será posible que esta no sea la última guerra en la Tierra?

 

Diríase que la transformación interna del plano respondiera a la pregunta de Gálstev.

Pues las palabras que la formulan comienzan a escucharse sólo un instante después de que en la parte superior de la imagen haya comenzado a hacerse visible esa negra forma nazi que amenaza desplomarse sobre el mundo.

Es más, diríase que el extremo de lo que bien podría ser el ala imperial germánica sirviera para localizar la posición del personaje, apoyado al fondo junto a la gran ventana gótica.

Por lo demás, todas las líneas compositivas apuntan hacia allí:

 

 

Este esfuerzo de localización del personaje permite dar al plano su extraña resonancia: pues mientras Gálstev se encuentra al fondo, en gran plano general reforzado por el acentuado gran angular escogido, oímos sin embargo su voz en un primer plano sonoro.

Y en el campo de resonancia que abre esa contradicción entre el plano visual y el plano sonoro, encuentra su lugar el otro elemento decisivo del plano.

 

 

Me refiero a ese brutal desgarro del suelo que se hace presente en primer término como si se tratara del borde de un cráter.

¿Será por eso que nuestro personaje oye voces que nombran su locura?

 

Jolin: ¡Qué neurasténico estás, Gálstev! Debes curarte, hermanito, a tí mismo.

Gálstev: ¡No, Jolin, espera…! Si tú estás muerto.

Gálstev: Y yo estoy vivo. Debo pensar en eso.

 

Debe pensar en eso: debe contener, con el arte del buen entendimiento, las voces locas y muertas que hablan en su interior.

Ahora bien, ¿cómo lograrlo si todos los libros del mundo parecen, también ellos, rotos, todas sus hojas sueltas y desmembradas?

 

 

Quiero decir: ¿cómo puede un sujeto contener, sujetar su monólogo interior si se han quebrado y roto todos los textos de su cultura?

Lo que tiene que ver, sin duda, con ese cráter que desgarra el suelo en el primer término de la imagen.

De él son sacados fajos de libros que, cuando caen, justo en su borde, suenan como si se hubiera producido un latigazo.

 

 

Sólo cuando las voces callan accedemos al primer plano visual.

El fondo desolado ilumina el rostro que no vemos, pero que adivinamos conformado por la imagen de destrucción que llena su campo visual.

Se trata, sin duda, de una fotografía. Pero ello en nada debilita su impacto, pues se trata de una fotografía documental: una huella real de la devastación que sufrió Berlín durante los últimos días de la Segunda Guerra Mundial.

Resulta obligado anotarlo porque, en lo que sigue -y de hecho en toda la filmografía tarkovskiana-, la fotografía va a desempeñar siempre un papel fundamental.

 

Soldado: Fusilada.

 

Como un autónoma, Gálstev avanza hacia el borde de ese cráter que escribe el desgarro del mundo.

En él, en ese borde, se encuentran, los dossiers de la Gestapo. Esos que -dicho sea de paso- se han convertido en los únicos textos indiscutibles para la sociedad descreída salida de la guerra mundial: pues ellos son la crónica de la realidad del horror.

 

Soldado: Ejecutado. Fusilada. Ejecutado.

 

Ahí tienen, de nuevo, la fotografía en acción: imponiendo toda su potencia documental. Es decir: inmediatamente real.

 

Soldado: Fusilado. Fusilada. Ejecutado.

 

Ahora las líneas compositivas de las barandillas del fondo convergen… ¿Dónde?

 

 

No hay duda: en el punto donde va a situarse la próxima fotografía.

 

Soldado: Ejecutado.

 

Esta vez esa convergencia no es tan neta como en el caso anterior.

O para ser más exactos: lo es totalmente por lo que se refiere a las líneas de la izquierda, pero no así por lo que se refiere a las de la derecha.

Hay, sin embargo, un buen motivo para ello: esta es una composición dinámica, de modo que esas líneas de la derecha señalan el lugar donde la foto va a ser colocada en seguida:

 

Soldado: Fusilado.

Soldado: Ejecutado.

 


 

Y en ese proceso, la foto de Iván va a ser colocada todavía un paso más allá, aún más cerca del borde de ese cráter en el que se encuentran sentados los personajes.

 

 

Un cráter, un agujero siniestro, que parece tener el poder de absorberlo todo.

 


El segundo despertar de Gálstev

volver al índice

Gálstev, en el punto de llegada de su trayecto, ha de descender al interior del pozo negro, siniestro, que ha devorado a Iván:

 

 

La cámara, con su propio movimiento, anticipa ese descenso, ese último salto que Gálstev debe dar.

 

 

Sus dedos están anticipadamente heridos en la misma medida en que han de colocarse en ese desgarro del mundo en el que siempre ha vivido Iván.

 

 


 

Tiene lugar así el último encuentro de Gálstev con Iván.

 

 

Y esta vez, aun cuando la intensidad del rostro del segundo sigue siendo mayor que la del primero, resulta obligado reconocer que ahora el de éste se ha transformado considerablemente con respecto a la escena inicial del film.

 

 

No hay ya en él ninguna pregunta y ningún temor.

Ninguna ingenuidad tampoco.

Podríamos decir que, en cierto modo, se ha petrificado.

Y es que ahora tiene delante, en el dossier que sostiene en sus manos, algo que equivale de manera directa a aquello que entonces tenía detrás y que no veía, a pesar de que dormía a su lado.

No es éste mal momento para recordar las fechas que están en juego y que hacen palpable el desdoblamiento de la enunciación del film.

 

Andrei Arsenyevich Tarkovski, 4 de abril de 1932

 

1944 / 1961

1932 + 12 = 1944 1961 – 1932 = 29

 

Ya saben: el Tarkovski que en 1944, año en el que se ambienta el film, tenía, como Iván, 12 años, y el Tarkovski que en 1961, año en que se rueda el film, tiene ya 29, la edad que podría corresponder a Gálstev.

 

 

Perdida su ingenua dulzura del comienzo, Gálstev se aproxima ahora considerablemente en su dureza a la del pequeño Iván, tanto en las cicatrices que exhibe su rostro como en la nueva dureza de su mirada.

Pero señalada la semejanza, resulta obligado atender a los dos aspectos que marcan la diferencia radical.

 

 

El primero, la mirada a cámara de Iván, que es, no lo pierdan de vista, una mirada dirigida a los nazis que, tras realizar esa fotografía -él debía saberlo a la perfección- habrían a torturarle hasta la muerte, pero que no deja por ello de ser también una mirada a los ojos del espectador.

 


Está viva la muerte en esa fotografía

volver al índice

La otra estriba en el hecho de que es una fotografía lo que nos devuelve el rostro de Iván, cuyo radical estatismo contrasta necesariamente con el movimiento, no por mortecino menos vivo, que posee la imagen del teniente.

 

 

Un estatismo, el de esa fotografía, que adquiere un paradójico suplemento de intensidad por el movimiento exterior del que esa fotografía es objeto.

Un efecto éste, tan contundente, que nos impide reparar en que nada en la situación concreta lo motiva, pues podemos constar que esa fotografía se halla bien sujeta sobre el dossier que Gálstev sostiene.

¿Cómo traducir el efecto? ¿No deberemos decir que está viva la muerte en esa fotografía?

Es difícil no recordar aquí la historia de la fotografía que cuenta Otto, el cartero de Sacrificio.

 

Otto: En Königsberg, vivía una viuda con su hijo. La guerra estalló, y el chico fue reclutado.

Otto: Tenía 18 años. Decidieron guardar una foto de recuerdo y fueron a un fotógrafo.

Otto: La madre y el hijo se hicieron la foto juntos. Luego mandaron…

Otto: mandaron al chico al frente. Días después, le mataron.

Adelaide: ¡Dios mío!

Otto: En medio de tanta conmoción y desgracias, la viuda, claro, se olvidó de las fotos.

Adelaide: ¿Claro? ¿Cómo pudo olvidar tal cosa?

Victor: Eso no es esencial.

Otto: No, la causa no es importante. El hecho es que la mujer nunca recogió las fotografías.

Cartero: La guerra terminó y ella se mudó a una ciudad lejos de sus recuerdos.

Adelaide: Pero, ¿ni siquiera intentó encontrar al fotógrafo? Era la última foto de su hijo.

Victor: Déjale que vaya al grano.

Adelaide: Ah

Victor: Perdón.

Marta: ¡Mamá!

Adelaide: Ya me callo, perdón.

Otto: Ja, ja, ja. No importa. Al cabo de un tiempo… creo que fue en 1960…

Otto: La viuda fue a un fotógrafo a hacerse una foto. La quería enviar a una amiga.

Otto: Le hicieron la foto, y cuando fue por las copias vio que no estaba sólo ella en las fotos, sino que su hijo muerto también salía. Él salía con 18 años, y ella salía con su edad de entonces, con la que se hizo la última foto.

Adelaide: ¿De veras ocurrió así? ¿Tal como no cuentas?

Otto: Sí. Así es como ocurrió.

Victor: ¿Cómo lo comprobaste?

Otto: Hablé con la mujer. Y tengo la foto en la que sale ella en 1960 y su hijo con el uniforme de 1940.

Adelaide: ¡Ah! ¡Oh, Dios santo!

Otto: Además, tengo una copia del certificado de nacimiento del hijo. Y una copia compulsada del parte de defunción.

Victor: ¿Nos toma el pelo?

Otto: No, en absoluto.

 

En absoluto, porque la fotografía, lo radical que habita su huella fotográfica, captura lo real -también: lo incomprensible, lo inconcebible- del incidente. Y algo de esa índole es lo que sucede en los momentos más fulgurantes -que son multitud- de la cinematografía tarkovskiana.

 


Otto: Tengo unos 300 incidentes imilares.


Otto: 248, para ser exactos.


Otto: Simplemente estamos ciegos. No vemos nada.


Otto: ¿Eh?

 

Y tal es la intensidad de esa huella que llega a arrebatar el sentido.

 

 

Pero queda todavía una última cosa que decir del modo en el que se conectan estos dos planos.

Es algo chocante.

Me refiero a la palpable ausencia de raccord de mirada entre el plano de Gálstev y el que le sigue de Iván.

Cualquiera, en la mesa de montaje, hubiera interrumpido el primer plano en el momento en el que Gálstev mira todavía la fotografía.

 

 

Por ejemplo aquí.

Pero Tarkovski no.

Tarkovski mantiene el plano hasta el momento en el que el personaje aparta la mirada.

 

 

Y por contra, lo que reduplica el efecto de choque, en el plano que sigue, Iván, desde la fotografía, mira a cámara, provocando el más inusual raccord de mirada a posteriori.

 

 


 

Claro está: Gálstev está recordando.

Pero cuando recuerda ve lo que seguramente ve siempre, pues se trata de esa imagen de Iván instalada en su interior que sin duda le acompaña permanentemente y que ahora la fotografía viene a reeditar.

Lo que está en juego es la densidad absoluta del instante capturado y fijado para siempre por la fotografía.

Un instante que, así, alcanza una presencia absoluta y se vuelve infinito, actualizando por una vía inesperada la reflexión de San Agustín sobre el infinito y el instante. -De eso precisamente, recuérdenlo, hablaba el cartero de Sacrificio poco antes de perder el sentido.

 


Revelación siniestra

volver al índice

La cámara de Tarkovski se abisma y nos abisma entonces en ese pozo de horror.

 

 

En él, y en un contexto de texturas erosionadas que es el que ha dominado en las artes plásticas durante la última parte del siglo XX, asistimos a una revelación siniestra.

 

 

El cuerpo, en su ausencia, lo protagoniza todo. Pues todo lo que se nos muestra se nos impone por su capacidad para hostilizarlo.

 

 

Hay, en ello, un fondo loco que impregna a Gálstev tanto como le deslumbra, mientras que la imagen establece una precisa y violenta rima entre sus cicatrices y las púas del alambre de espino.

 

 

Y no falta la referencia cristológica en el sucesivo plano subjetivo. El punto de vista de Gálstev se acentuará a partir de aquí cada vez con mayor intensidad.

Su mirada se desplaza a continuación hacia la izquierda, a la vez que avanza en esa misma dirección.

 

 

La última puerta es de acero.

Y tiene un sórdido agujero que apunta hacia la última escena.

 


 

Impresionante transición, por la que la imagen documental -pues ésta lo es- se inserta a modo de flash en el plano subjetivo anterior.

En el momento en el que la puerta comienza abrirse tiene lugar un fundido en negro disimulado por extrema proximidad a la cámara.

Pero ese fundido no queda invisibilizado del todo, de modo que la apertura desde negro tiene el efecto de una nueva iluminación siniestra.

Todo ello traduce eficazmente el efecto de flash que su contenido tiene sobre la mirada del personaje.

Pues sigue tratándose de un plano subjetivo, como se confirma esta vez a posteriori.

 

 

El que este sea un plano escalofriante y brutal no debe evitarnos contar.

Hay ocho lazos que pueden ser horcas, o que pueden servir también para atar a los individuos en las más crueles posturas.

Pues bien, recuerden: 8 era la cifra con la que se identificaba Gálstev ante sus superiores.

 

Gálstev: Póngame con el 3.

Gálstev: Compañero capitán, informa el 8. Aquí tengo a Bóndariev.

 

Y ocho era también la cifra de los asesinados que clamaban venganza:

 


Somos 8 jóvenes, menores de 19 años.

Dentro de una hora nos llevarán a matar. Vengennos.


 

 

De modo que podríamos decir que Gálstev ha llegado a su destino.

 

 

Andrei Arsenyevich Tarkovski, 4 de abril de 1932

 

1944

1932 + 12 = 1944 1961 – 1932 = 29        

 

Curiosa cifra el 8: puede ser concebida como la suma de 4 y 4 y así ser reconocida como la cifra del año 44 -nos referimos así frecuentemente a los años, nombrándolos por sus dos últimas cifras, ¿no es cierto?

Y si por otra parte tenemos en cuenta que las otras dos cifras, las dos primeras, 1 y 9, están igualmente escritas en ese muro…

 

 

Y, por otra parte, esas dos cifras en que se descompone el 8, 4 y 4, corresponden a la fecha de nacimiento del cineasta -el 4 de abril, es decir, 4 del 4.

 

 

Por lo demás, en cierto modo, el 51 también se encuentra ahí, pues en 1951 Tarkovski tenía 19 años.

 

Andrei Arsenyevich Tarkovski, 4 de abril de 1932

 

1944

1932 + 12 = 1944 1961 – 1932 = 29

1951 – 1932 = 19

De modo que convendría tomarse muy en serio lo que pudo haber sucedido en los 19 años de la vida del cineasta.

 


 

En un momento dado indiscernible -otra vez una de esas asombrosas transiciones de las que ya hemos hablado- la mirada mareada, aturdida, a punto de perder el sentido de Gálstev se convierte, sin solución de continuidad, en la mirada de Iván en el último instante de su vida, cuando su cabeza, cercenada por la guillotina, había comenzado a rodar.

 

 

Imposible, entonces, no perder la cabeza, en un mundo que está todo él abierto, desgarrado y boca abajo.

Impresionante este último plano.

Pues bien: es todavía más insoportable puesto del derecho, ya que, así, la sensación de muerte se hace inmediata y brutal.

 

 

Devolvámoslo, por tanto, a su posición en el film para recuperar el tránsito, sin solución de continuidad, con el último sueño que cierra La infancia de Iván.

 

 

La madre sonríe.

Y él sigue ahí.

 

 


Una frágil bombilla

volver al índice

 

Retornemos a los tiempos del primer despertar de Gálstev.

 

Iván: Ahora mismo dé parte al teniente coronel Griaznov que yo estoy aquí. O yo mismo llamaré.


Gálstev: “Baical”, póngame en contacto con el 51, con “Volga”.

Gálstev: Compañero teniente coronel, informa el teniente mayor Gálstev. Aquí tengo a Bóndariev. El exige…

Griaznov: ¿Bóndariev? ¿Vino solo?

Griaznov: ¡Gálstev! Gálstev, oye, préstame atención.

 

Junto a la imagen de Griaznov el cineasta introduce esa bombilla cálida y sucia, a la vez que hace plenamente perceptibles los últimos detalles de su filamento.

También ella es frágil. Y tanto como ella nos sorprende la emoción entusiasmada, cargada de afecto, del coronel.

 

Griaznov: No le preguntes nada, ni hables con él. ¿Entendido?

¡Griaznov: ¡Jolin!

Griaznov: Jolin va ahora a buscarlo. Mientras, acomódalo como puedas. Trátalo con delicadeza. Ten en cuenta que es un chico con carácter.

Griaznov: ¡Ah! Ante todo dale papel y lápiz. Mete lo que escriba en un paquete y envíalo inmediatamente para aquí.

 

Se está hablando de una carta a la que se concede total prioridad y, por tanto, máxima importancia.

 


La carta del padre

volver al índice

 

El espejo:

 

 

Los padres de Tarkovski se separaron cuando él era todavía muy niño.

¿Qué edad tenía entonces exactamente? El afirmó que tres, cifra que por eso retienen la mayor parte de los estudiosos de Tarkovski.

 

 

Aunque alguno de ellos -me refiero ahora a Pablo Capanna- anticipa considerablemente esa fecha:

 

«El matrimonio de sus padres duró poco. Dos meses después de nacer Andrei, Arseni se marchó a Moscú para no regresar más. La pareja siguió viéndose cada tanto en la capital, hasta que en 1934 decidieron separarse definitivamente. Arseni volvió a casarse, pero Maria, una mujer de carácter sumamente independiente, prefirió no hacerlo.»

[Capanna, Pablo: 2003: Andrei Tarkovski: El ícono y la pantalla, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, .2003]

 

Como ven, sugiere una crisis permanente de la pareja y una ruptura que se remonta a los dos años del cineasta.

Por el contrario, Marina, la hermana del cineasta, atrasó esa ruptura hasta los cuatro años de Tarkovski.

Cifra muy probable, dado que en esa edad, como hemos visto, situaba el propio Tarkovski el sueño que abre La infancia de Iván.

 

 

Y todo parece indicar que aquello hundió a la madre en una intensa melancolía.

 

 

Ahora bien, ¿no era lo absolutamente inverso a la melancolía

 

 

lo que nos extrañaba en la exultante sonrisa de la madre sólo un instante antes de que el sueño de Iván diera paso a la realidad de la pesadilla?

¿Perciben entonces la solidaria inversión entre uno y otro film?

La infancia de Iván elimina, de la madre, su insondable tristeza melancólica, para teñir con ella el más desolado paisaje de la infancia.

El Espejo, en cambio, concentra la devastación melancólica en la madre, dibujando entonces una imagen paradisíaca de la infancia.

Y ambas son, en cualquier caso, películas de amor y de terror.

 

 

En cualquier caso, a los doce años de Tarkovski había pasado ya un tiempo considerable desde esa ruptura.

 

 

Y tengan en cuenta que a los doce años un niño varón se encuentra sumido en las turbulencias de la pubertad,

 

 

momento en que la presencia de un padre cobra una urgencia máxima.

En esa etapa, el niño necesita un progenitor de su mismo sexo que le permita pensar y reconciliarse con la geografía sexuada de su cuerpo que ha comenzado a manifestarse con la intensidad de una explosión difícilmente manejable.

La madre de Tarkovski y sus dos hijos -al modo de lo que se da en llamar ahora familia monoparental- vivían en Moscú. Pero, como saben, cuando llegó la guerra hubieron de refugiarse con la abuela en Yúrievets.

Marina, la hermana, nos informa de que allí, durante la guerra, Andrei recibió una carta de su padre:

 

«Durante la guerra Andrei recibió una carta en Yúrievets, adonde habíamos sido evacuados. Era de nuestro padre desde el frente.

«”Mi querido Andryusha, feliz cumpleaños. Estoy enfermo en el hospital, pero saldré pronto. ¡Recuerdo tan bien como naciste! (…) Luego naciste y te vi. Salí y estuve solo. Podía oír como se resquebrajaba el hielo que había sobre el río Nyomda. Era de noche, el cielo estaba perfectamente claro y vi la primera estrella. Lejos, podía escuchar el acordeón. Esto fue hace once años.”»

[Marina Tarkovski: El principio, en Marina Tarkovski (Ed.): Acerca de Andrei Tarkovski, Ediciones Jaguar, Madrid. 2001.]

 

 

Es fácilmente imaginable la angustia con la que hubo de vivir el niño la noticia de esa enfermedad del padre.

Tanto como el anhelo con el que hubo de intentar reanudar la comunicación con ese padre enfermo, esquivo y distante.

 

Griaznov: ¡Ah! Ante todo dale papel y lápiz. Mete lo que escriba en un paquete y envíalo inmediatamente para aquí.

Griaznov: ¿Comprendiste?

Gálstev: Comprendí.

 

¿Ha comprendido?, pregunta 51 al joven oficial.

¿Qué ha comprendido? ¿Cuál es la distancia entre ese hijo y ese padre?

Ese es uno de los temas centrales de El espejo: la conciencia de la distancia, de la lejanía del padre perdido.

 


El Espejo: la visita del padre

volver al índice

Allí le encontramos haciendo una breve visita inesperada a sus hijos.

 

Padre: ¡María! ¡Y¿Y los niños?

Padre: ¿Dónde están los niños?

 

Es en extremo fija e intensa la mirada que la madre -armada de un cuchillo- dirige a ese padre que llega.

 

 

Tanto que él no parece poder afrontarla.

 

Hermana: Andreiuska, diré que robaste un libro ajeno.

Andreiuska: ¿Qué?

Hermana: Se lo diré.

 

Un libro sobre Leonardo da Vinci encuadra este episodio del encuentro con el padre.

¿Por qué Leonardo? ¿Y qué sentido tiene que la hermana diga que ese libro no es suyo sino que lo ha robado?

 

Hermana: ¡De todas maneras se lo diré!

 

¿Pero a quién se lo dirá? ¿Y por qué lo dice entre sollozos?

Por lo que sabemos ese libro era de la madre. De modo que a ella se lo habría robado Andrei.

Pero eso desentona del todo con lo que sabemos: que era la madre la que animaba a leer a su hijo guiando en todo momento sus lecturas.

¿Puede hablarse, en tal caso, de robo? E insisto, ¿por que los sollozos de la niña?

Una cosa podría justificarlos: que de lo que esté hablando Marina es del robo mismo de la madre. Que Andrei le estaría robando el cariño de su madre.

De modo que no hay robo alguno de libros.

Y sin embargo la verdad de los sollozos de la niña permanece ahí.

Sólo una cosa puede justificarlos: que de lo que está hablando Marina es del robo mismo de la madre, de su cariño, por su hermano mayor.

Que Andrei le robaría el cariño de esa madre.

Sabemos que María llevó un diario del nacimiento y los primeros meses de su hijo mayor, pero nunca escribio uno equivalente sobre su otra hija, Marina.

¿Ante quién denunciaría Marina ese robo?

¿Ante la madre? Obviamente, sólo podría ser ante ella, pues el padre no estaba allí. Pero sin duda es al padre al que necesitaría para poder realizar esa denuncia. Y de pronto, milagrosamente, su presencia se materializa allí.

 

Padre: ¡Marina!

Padre: ¡Marina!


 

Diríase que fuera el punto de vista de Leonardo el que presidiera la escena. ¿Cómo no recordar, a este motivo, el célebre trabajo de Freud sobre el pintor y, sobre todo, el núcleo de su malestar que hubo de localizar en la difícil relación con su madre?

Y es también, desde luego, el punto de vista de alquien que contempla ese libro sobre Leonardo, y desde la distancia que ese libro que contempla concede, observa con ojos de Leonardo -y con ojos tan tristes como los del Leonardo en este autorretrato- lo que entonces sucedió.

 

 

¿Es un anhelo excesivo el que hace caer a Andrei en su carrera? ¿O es todo lo contrario?

 


 

Y hay otro punto de vista en la escena.

El punto de vista del odio desolado de la madre abandonada.

¿Será la tensión entre ese anhelo por el padre y esa desolación de la madre lo que le ha hecho caer?

 


 

En el frente -nos informa Pablo Capanna- Arseni Tarkovski obtuvo la Estrella Roja.

Pero el coste de esa medalla fue la pierna amputada a causa de la gangrena que, sin ser designada en el film, late necesariamente en este plano.

 

 

¿En qué piensa ahora Andrei con tanta intensidad?

 

 

Seguramente en la presencia a la que ahora mira.

Y que ha de ser la de esa madre a la que hace un instante hemos visto apartar la mirada.

 

 

¿Se siente culpable ante ella?

En cualquier caso, se refugia en el pecho -y en el corazón- del padre.

¿Y qué más hay ahí, en ese corazón y en esa cabeza?

 


El espejo y árbol, lo imaginario y lo simbólico

volver al índice

 

 

Un árbol.

El árbol, siempre ligado al padre, que recorre la entera filmografía de Tarkovski.

Pero que es también un árbol eclipsado por la presencia de la madre.

 

 

Se trata del Retrato de Ginevra de Benci, pintado por Leonardo entre 1478 y 1480, y que es introducido por Tarkovski como transición entre la escena de la visita del padre y la que le sigue y en la que el protagonista del film -el propio cineasta, ya adulto- habla con su esposa, de la que está separado, del hijo de ambos.

 

 

Es evidente el parecido de Ginevra de Benci tanto con la actriz que interpreta a la esposa y a la madre de Tarkovski como con las auténticas madre y esposa del cineasta, dado que la actriz, Margarita Terekhova, fue escogida, entre otros motivos, por ese parecido.

Ahora bien, ¿cuál es el rasgo dominante del retrato?

¿La tristeza o la dureza?

Pienso que no hay duda de que se impone la dureza.

Pero lo realmente impresionante de este film que lleva el muy preciso título de El espejo es que en él un incesante juego de espejos conduce a la abolición total del tiempo.

Pues en él todo está repitiéndose continuamente: la madre siempre está ahí y está siempre confundida con la esposa, y lo mismo sucede, lo veremos en seguida, con el padre y el hijo.

Y son por cierto dos espejos lo que hay detras de la esposa en esta escena en la que habla con el cineasta.

 

Esposa: Ven más a menudo, sabes cómo le haces falta.

 

Como les digo, todo se repite en este juego de espejos en el que la madre y la esposa se confunden en un lazo incestuoso que anula el tiempo absolutamente.

 

Tarkovski: Que Ignat viva conmigo.

Tarkovski: ¿Hum?

 

Infinito el desprecio que late en su mirada.

Un desprecio que -todo parece indicarlo- es el resultado de la caída absoluta del deseo que una vez esa mujer sintiera por ese hombre.

Aunque la voz que escuchamos no sea la del propio Tarkovski -su voz se oye en cambio en el film cuando recita los poemas del padre y, así, se funde con él- resulta obligado acusar el hecho de que él es un personaje activamente presente en en escena.

Ese es el motivo de que, aunque se encuentra en contracampo, ella no mire al objetivo de la cámara: todo parece indicar que está mirando al cineasta que, desde el contracampo, se encuentra frente a ella y le habla.

 

Esposa: ¿hablas en serio?

Tarkovski: Tú misma habías dicho que él quería.

Esposa: No se te puede decir nada.

Tarkovski: ¿Crees que lo he inventado por placer?

 

Desde luego, ella lo cree.

Sabe que lo que late en esta inesperada propuesta de su exmarido no es sólo la culpa de haber abandonado a su hijo como hizo con él su padre, ni tampoco el recuerdo de su sufrimiento como hijo así abandonado.

Sabe que además de todo cierto placer perverso y desesperado está en juego.

Y él también lo sabe, pues lo ve en la mirada de ella. Y no obstante juega ese juego.

 

Tarkovski: Le preguntaremos a él. Que él decida. Además para tí será más fácil.

Esposa: ¿En qué me será más fácil?

Tarkovski: Ignat.

 

Quizás el único gesto de pudor de El espejo sea evitar nombrar al hijo por su nombre real -Arseny.

En cualquier caso, el escogido, Ignat, parece contener una ignición permanente.

 

Esposa (dirigiéndose a Ignat): ¿Has ordenado los manuales?

Esposa: Ve, despídete de tu padre.

Tarkovski: Ignat, tu madre y yo queríamos preguntarte

 

Y como hay ahora tres personajes, tenemos ya tres espejos.

Difícil no anotar el narcisismo de un hombre que vive solo en una casa llena de espejos. Mas no entiendan esto en el sentido convencional con el que esta palabra se usa en el lenguaje cotidiano. Sino en el que permite localizar el origen más arcaico del malestar que aqueja a ese ser del que, decíamos hace bien poco, carece del arte -terciario, simbólico- de la mediación.

 

Ignat: ¿Qué?

 

Como pueden ver, cuando está en juego la relación entre el padre y el hijo, el árbol está siempre presente.

 

 

Y por cierto que el árbol es en cierto modo todo lo contrario del espejo.

Pues el espejo duplica, devuelve lo idéntico y, en esa misma medida, abole el tiempo y anula el trayecto: devuelve lo que ya hay.

Es por eso una de las más expresivas metáforas de lo imaginario.

El árbol, en cambio, se enraíza y ramifica: es por eso la metáfora del tiempo y la genealogía; no es casualidad que los hombres desde antiguo lo hayan utilizado para pensar su inscripción en la sucesión de las generaciones.

Y es por eso, a su vez, una de las mejores metáforas de lo simbólico.

 

Tarkovski: ¿Tal vez sería mejor que vivas conmigo?

 

Les hablaba de narcisismo y de perversión. Parece obligado hacerlo, igualmente, de crueldad.

Pues hay una indiscutible crueldad en el hombre que juega a ese juego con su hijo. Y la perversión se escucha en este momento en lo amanerado de la voz, tan aparentemente vacía de emoción, con la que juega.

 

Ignat: ¿Cómo?

Tarkovski: Viviremos juntos, ¿Has hablado con mamá de eso? ¿No?

Ignat: ¿De qué? ¿Cuándo? No, no quiero.

 

Y ante esa interpelación perversa, el árbol es devorado por el espejo.

Es decir: lo imaginario invade y asfixia lo simbólico.

Nada nuevo, por lo demás:

 


 

Como les decía, el árbol es eclipsado por el efecto fascinador del rostro de la madre en el que se asienta la construcción imaginaria del yo del sujeto desde los tiempos del narcisismo originario.

 

 

De ahí procede su fuerza y su dureza.

Tanto como su larvado pero siempre presente desprecio al padre e incapacidad absoluta de ocupar su lugar.

 

 

Y por cierto: ésta que pueden ver al fondo, tras la actriz, es una foto de la auténtica madre de Tarkovski en su juventud,

 

 


 

como esta otra que un instante después contempla la actriz en esta escena lo es también de ella en su vejez, es decir, en la época misma en la que, contra su voluntad, se interpreta a sí misma en la película de su hijo.

 

Esposa: Es verdad, nos parecemos mucho tu madre y yo.

 

Sin duda: eso es verdad.

Y lo es tanto como lo que se afirma a cotinuación:

 

Aleksei: No tenéis nada en común.

 

Se parecen mucho y nada.

Y por eso es imposible la relación con la esposa, siempre deficitaria con respecto a ese objeto incestuoso originario que fue la madre.

A ese objeto del que -de eso se hablará en seguida- ni siquiera la propia madre real puede parecerse ya.

Pero esas son, en cualquier caso, verdades imaginarias que tan solo certifican el atrapamiento absoluto del deseo del cineasta en el lazo incestuoso que, por ello mismo, hace imposible toda verdad verdadera.

Es decir: toda verdad simbólica que permita al sujeto ser.

Ser en el único campo en el que el sujeto encuentra el anclaje que le permite, propiamente, ser.

Claro está: me refiero al campo de la palabra en esa su máxima dignidad simbólica que es la de la promesa. n

volver al índice

 

ir al índice del libro