10. La pesadilla: el grito mudo, la madre y la campana

La infancia de Iván

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 13/03/2009
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

 

 

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Temor y temblor

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En la parte final de La infancia de Iván somos introducidos en el Berlín ocupado a través de imágenes incontestablemente documentales.

 


 

Y, llegado el momento, somos invitados a penetrar en una terrible casa:

 

-Él puede mostrar dónde ocurrió eso.


-Por la noche, mató a su esposa y a sus hijas, y se suicidó.

-Está claro. Vámonos.

 

El nazismo forma parte por derecho propio de la pesadilla de Iván.

Pero, ciertamente, no es solo -ni esencialmente- la barbarie nazi la causante de la brutal devastación que aniquila a Iván e impone la desolación de su universo.

Y, por lo demás, no es un uniforme nazi aquel hacia el que se dirige la ira de Iván:

 

Iván: ¡Rodeen el edificio! ¡Presten atención, no les dejen escapar!

Iván: ¡Manos arriba! ¡Sal!

Iván: ¿Quieres esconderte? ¡No te esconderás de mí!

Iván: ¿Por qué tiemblas?

 

Impresionante, ¿verdad?, esta referencia al temblor.

Pues es sin duda el temblor mismo de la mano de Iván que sostiene la linterna el que produce, en ese chaquetón militar, el efecto de temblor que el niño, en su delirio, acusa como procedente del fantasma que lo vestiría.

Pero, en cualquier caso, ahí se localiza el origen del temblor. -Lo que sugiere, de fondo, el título de la obra de Kierkegaard, Temor y temblor, que, como ustedes saben, tenía por objeto el sacrificio de Isaac.

 

Iván: ¡Responde! Me las pagarás por todo… ¿Entendido? Yo te…

 

Pero no nos desviemos de la cuestión central: les decía que la chaqueta hacia la que se dirige la ira de Ivan no es la nazi,

 

 

sino ésta:

 

 

Y ésta es también una chaqueta militar, desde luego, mas no nazi, sino soviética.

Quizás ustedes tiendan a no darle importancia al asunto, a decirse que el niño construye su juego con lo que tiene más a mano.

Pero yo podría responderles que nada habría costado al cineasta motivar la presencia ahí de una chaqueta militar alemana, procedente, por ejemplo, de un prisionero de guerra.

De modo que la acusación que Iván formula en ese sótano que ha sido centro de encierro, tortura y aniquilación, va dirigida a alguien caracterizado por su uniforme soviético, tanto como al Estado del que éste es emblema.

Y no dejen ustedes que la evidencia de la acusación que alcanza a ese Estado -soviético- vele la otra, la dirigida al hombre singular que vistió ese uniforme.

 


El juego y la pesadilla de Iván

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Así pues, es un anónimo chaquetón soviético el escogido para localizar y en cierto modo encarnar el motivo del odio ante el que el pequeño Iván, a pesar de toda su dureza, tiembla y, finalmente, se desmorona.

 

Iván: ¿Crees que yo no comprendo? ¡Yo seré tu juez! Yo te… te…(llora)

 

Es desde luego escalofriante la escena que así acaba. Y lo más terrible de ella es, precisamente, que se trata de la escena del juego de un niño. Pero de un juego que no se diferencia casi en nada de su desgarradora realidad inmediata como correo de guerra. Retornemos, pues, a su comienzo:

 

 

Ahora bien, ¿por qué la escena comienza precisamente así, con esta campana y con el intenso esfuerzo del niño por alzarla?

 

 

Imposible no pensar en la siguiente película de Tarkovski, Andrei Rublev, que acabará con una larga secuencia destinada al izado de la gran campana en la torre de una iglesia medieval.

Pero no conviene anticipar la respuesta. Llegado el momento, se impondrá de modo inevitable.

 

 

El plano es, en su comienzo, de una simetría absoluta.

Y en cierto modo esa simetría se refuerza cuando la campana asciende y su badajo se hace visible en la vertical central del encuadre, a la vez que el fondo se muestra igualmente dispuesto en simetría, con ese muro de carga que divide la estancia en dos zonas de extensión equivalente.

 

 

Pero emerge igualmente, a la vez, la asimetría que la presencia de Iván introduce con su ubicación en uno de esos dos lados, tanto como esa tensa cuerda, netamente iluminada, con la que alza la campana.

Y resulta igualmente obligado prestar atención a esa vela extrañamente sujeta sobre la pared. La vela, lo sabemos, es otro de los motivos constantes de la poética tarkovskiana.

Está, también, ese violento desconchado de la pared, precisamente del lado de Iván, como amenazándole con la aspereza de su textura.

Y entre lo uno y lo otro, entre Iván, el desconchado de la pared y la vela, el badajo de la campana.

Iván se recorta, intensamente iluminado, sobre un fondo absolutamente negro.

De modo que lo intenso de su mirada, lo maníaco de su gesto, se hace netamente visible a pesar de la amplitud del encuadre, que nos lo muestra en plano general.

Pero sucede que el otro lado del muro de carga, el iluminado, es aquél que conduce a la cama y a la pintada de pesadilla que la preside: ese grito mudo que va a estallar en esta misma secuencia y que no puede por menos que estar en relación con esta campana por ahora también enmudecida.

 

 

Y no menos impactante es la manera en la que, de pronto, el rostro de Iván desaparece en la sombra, como tragado por ese violento desconchado del muro, a la vez que su mano, aferrada a esa cuerda tan tensa como iluminada, concentra nuestra mirada.

Sin duda, está en relación directa con la vela -a la que por otra parte conduce la línea compositiva del antebrazo del niño.

 


 

Luego, cuando retorna el rostro de Iván, emerge con él ese gran cuchillo que empuña en su mano derecha.

 

 

Iván mira entonces hacia nosotros, con su brillante mirada maníaca, tan brillante al menos como el filo de su cuchillo.

Nos mira, mira al objetivo de la cámara.

Pero, ¿dónde está la cámara?

¿Qué hay en la posición que ella ocupa que concita la disposición violenta del niño, decidido a todo, con su cuchillo en la mano?

Pero es necesario atender también a la otra manifestación del niño que esta imagen nos brinda.

Pues junto al niño armado y dispuesto al ataque, está la vela que visualiza su fragilidad y su candor, un instante antes de que el mismo se sumerja en la oscuridad.

Lo que se ve además intensificado por la semejanza de tamaño y de forma de esos dos objetos tan opuestos: la vela y el cuchillo.

 

 

El cuchillo alcanza su máximo brillo en el instante que precede inmediatamente a la inmersión absoluta de Iván y de su cuchillo en la oscuridad absoluta.

No hay duda, pues. Es del mundo de las sombras de lo que se trata.

 

 

Así, después de hundirse en la sombra, Iván emerge de la sombra y como sombra.

 

Iván: Así… así… con cuidado.

 

Como niño que es, Iván está jugando.

Pero no es menos cierto, y eso es lo escalofriante, que juega a ser el comando que realmente es.

 

Iván: Lo principal es tener contención.

(Sonido de cristales rotos)

 

Como tal, arroja una botella sobre la vela, sumiendo en la oscuridad el espacio que le rodea.

¿Por qué lo hace? ¿Por qué golpea la vela que él mismo es?

Yo diría que quiere deshacerse de todo atisbo de fragilidad y, en el límite, de todo resto de humanidad.

Y porque quiere hacerlo y, sin embargo, no puede lograrlo, sabemos que Iván no es un psicópata.

Su perfil es, por contra, propiamente maniaco depresivo.

 

Iván: Bueno, bueno… cuidado. Sólo que tengan en cuenta que hay que cogerlo vivo. ¿Entendido?

 

Pero, ¿A quién hay que coger vivo?

¿A quién pretende Iván capturar en esa oscuridad absoluta en la que se sumerge?

 

 

Su linterna explora entonces la habitación.

 

 

En la oscuridad, busca con su linterna la verdad.

Y es así como accedemos a la terrible revelación:

 

Somos 8 jóvenes, menores de 19 años.

 

Sólo ahora, inmersos en la pesadilla real de Iván, compartiendo su plano subjetivo, leyendo lo que su linterna ilumina, nos es dado leer las palabras que aparecieron escritas ahí, sobre la pared, en el comienzo mismo del film y que luego desaparecieron para retornar sólo ahora y luego más tarde, cuando comience el último viaje de Iván.

De modo que su realidad es la del delirio.

Ya les he señalado lo chocante -lo propiamente inverosímil- de que esas palabras se encuentren ahí, en la habitación del cuartel soviético en el que se desarrolla la mayor parte de la película.

Claro está, debemos entender que los alemanes estuvieron allí y utilizaron ese cuarto como calabozo -lo que por lo demás confirma la datación de la narración entre los años 1943 y 1944, cuando ya el ejército soviético había comenzado la reconquista.

Pero precisamente: si los alemanes convirtieron ese espacio en calabozo y centro de tortura y ahora los soviéticos lo han reconquistado, resulta evidente que estos, si pretendían dormir ahí, se habrían visto obligados a hacer desaparecer esas terribles palabras bajo las que todo sueño resultaría imposible.

 

Somos 8 jóvenes, menores de 19 años.

Gritos)

Dentro de una hora nos llevarán a matar. Vénguennos.

 

¿Y cómo dejar de anotar esas tres cifras: 8, 19 y 1?

 


El eje de la locura

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En este punto, coagula la locura de Iván.

Por eso es desde esa locura desde donde nos mira ahora.

 

 

Pero no es sólo él quien nos mira.

Y por cierto que acaba de producirse otra de esas transiciones inesperadas, difusas, que tanta presencia tienen en el cine de Tarkovski.

Pues creyendo encontrarnos en un plano subjetivo de Iván, hemos debido sufrir el efecto de extrañeza y de violencia provocado por descubrirnos, sin solución de continuidad alguna, no sólo frente a él, sino localizados por su mirada, mitad aterrortizada, mitad amenazante.

Retrocedemos para comprender mejor el procedimiento utilizado:

 

 

En este instante ha tenido lugar el cambio de plano, sobre esta imagen en negro.

Pero la eficacia del efecto se ha debido al juego anterior realizado con la sombra de Iván, cuando el plano se transformaba de subjetivo en semisubjetivo.

Retrocedamos de nuevo:

 

 

Hasta aquí, percibíamos el plano como subjetivo, pues la cámara, móvil, en mano, estaba en el lugar del niño sosteniendo su linterna.

 

 

Pero en este momento el plano se convierte en semisubjetivo, en la medida en que Iván, o su sombra, se introduce en el escorzo.

 

 

Así, cuando llega la imagen negra del momento -invisibilizado- del corte, tendemos a imaginar que es de nuevo la sombra de Iván la que ha producido el oscurecimiento.

 

 

Y sin embargo ahí nos aguarda ya, del otro lado, el más inquietante Iván.

Ahora bien, entonces, ¿de quién es subjetivo este plano?

Pues toda la retórica del plano subjetivo sigue presente -foco de la linterna, la cámara en mano, la mirada a cámara…

Y este plano subjetivo, sea de quien sea, se prolonga durante un segmento considerable en el que nuestra mirada se abisma en el delirio:

 


 

Descubrimos entonces la presencia de una mujer, su madre.

De modo que desde allí, desde el interior de ese calabozo de la pesadilla de Iván, es igualmente su madre la que le -y nos- mira. Por lo que somos ubicados exactamente ahí, en el eje de la locura que atraviesa las miradas de Iván y de su madre.

 

 

Pues la madre ocupa ahora todos los lugares en esa densa oscuridad de pesadilla que rodea al niño -algo muy semejante a lo que sucederá en Solaris, donde el científico que investiga los extraños fenómenos que tienen lugar en el planeta-oceano descubre que éste tiene la capacidad de realizar los deseos de sus visitantes, lo que le hace encontrarse una y otra vez con la imagen de su esposa muerta.

Insoportables llantos de mujer invaden entonces la banda sonora.

 

(sonido de la campana)

 

Sólo cuando Iván toca la campana parece cesar esa aterrorizante presencia fantasmal.

 

 

Escalofriante, por lo demás, la angustia con la que el niño se aferra a la campana.

El picado y el gran angular hacen de Iván un ser diminuto e indefenso ante las sombras que le rodean.

Pero lo realmente insólito es la doblez del gesto del niño mientras toca compulsivamente la campana.

Pues, dado que toca la campana -algo que asociamos con la pureza de un sonido armónico que se eleva en el aire- con la misma mano con la que sostiene el cuchillo, diríase que apuñalara el aire mismo o los posibles fantasmas que en él podrían materializarse.

De modo que tocar la campana es, a la vez, dar cuchilladas al fantasma.

Pero volvamos al plano subjetivo anterior: ese en el que una mirada que no es la de Iván ni la de su madre se hace presente en el foco mismo de la enunciación, convertida en un personaje más de la escena.

De hecho, eso empezó aquí:

 

 

Y si atendemos detenidamente al tejido de tan largo plano comprendemos que contiene toda una serie de puntos de montaje ocultos por transiciones en negro.

 

 

Aquí está el primero:

 

Somos 8 jóvenes, menores de 19 años.

 

Segundo.

 

 

Tercero.

 

 

Cuarto.

 

 

Quinto.

 

 

Sexto.

 

 

Séptimo.

 

 

Octavo. n

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