3. Rear Window: en el filo del delirio


 

 

Jesús González Requena

Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual

Psycho y la Psicosis

Sesión del 28/10/2011

Universidad Complutense de Madrid

   

 

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La queja de ella y el poder paralizador de la Imago Primordial

 


Lisa: How far does a girl have to go before you’ll notice her?

¿Escuchan la queja de ella?

Les sorprenderá más tarde constatar hasta qué punto esta pregunta prefigura el desenlace del film.

Pero por ahora, en la escena que así comienza, lo importante es comprobar hasta qué punto esta queja de ella va a ser insistente. A este propósito les preguntaba: ¿cómo es posible que él ignore ese espléndido objeto que se ofrece a su deseo? ¿Por qué su mirada, es decir, su deseo, busca en otra dirección?

Les invito a ensayar esta respuesta:

 


Ya les he llamado suficientemente la atención sobre el poder fascinador de esa imago. Les invito a que se planteen ahora lo que en ella puede haber, también, de poder paralizador:

 


Lisa: How far does a girl have to go before you’ll notice her?

Quizás piensen que esto desmiente lo que acabo de anunciarles, quizás les parezca que ella no tiene ningún poder. Pero miren, quien no tiene ningún poder es la mujer real que desea a ese hombre que la desatiende. Pero no pierdan de vista esta posible paradoja: que si esta bella mujer real no tiene ningún poder, ello puede deberse precisamente a que esté, para él, investida en exceso por la imago primordial.

Es posible que sea precisamente el poder de esa imago primordial lo que le paralice dejándola a ella sin poder alguno sobre su deseo.

 


Jeff: Well, if she’s pretty enough, she doesn’t have to go anywhere.. She just has to be.

 


Lisa: Well, ain’t I? Pay attention to me.

No es, desde luego, que él no la mire. Pero es evidente que no la mira con su deseo. Y ella reclama saberse mirada por su deseo.

 


Jeff: I’m not exactly on the other side of the room..

 


Lisa: Your mind is… and when I want a man, I want all of him…

Se dan cuenta, ¿no? de lo que ella echa en falta. Eso que hace que él no esté entero para ella. No hay duda de qué se trata: muy exactamente, de la erección que no comparece. Ella está lo suficientemente cerca de él como para darse cuenta de que eso no se da.

 


Jeff: Don’t you ever have any problems?

 


Lisa: I have one now.

Jeff: So do I.

Lisa: Tell me about it.

 


Jeff: Why? Why would a man leave his apartment three times on a rainy night with a suitcase, and come back three times?

Como ven, la escena fantasmática en la que él está, nada tiene que ver con la escena en la que está ella.

Y anoten, de paso, que en Rear Window la cifra tres tiene una presencia fuerte -de hecho el tres atraviesa el film de cabo a rabo: tres ventanas, escenas que se repiten tres veces…


Y si ciertamente el tres es la cifra del relato, aquí, sin embargo, aparece más bien como su negación: en vez de marcar el momento conclusivo -ya saben, planteamiento, nudo y desenlace, a la tercera va la vencida- es éste un tres que se enrosca sobre sí mismo, como los desplazamientos de ese hombre que sale tres veces de su casa para retornar tres veces a ella.


Lisa: He likes the way his wife welcomes him home..

Ella sigue a lo suyo.

Se dan cuenta, sin duda, de lo que este fino diálogo no deja de decir todo el tiempo: tanto más ella reclama a este hombre, tanto más él se instala en la fantasía de una mujer no sólo asesinada, sino, más exactamente, descuartizada.


Jeff: No, no. No this salesman’s wife. And why didn’ he go to work today?


Lisa: Homework. It’s more interesting.

Y vean cómo la escena que él fantasea esboza ya en cierto modo la escena de Pyscho:


Jeff: What’s interesting about a butcher knife and a small saw wrapped in newspaper?


Lisa: Nothing, thank heaven.

Jeff: Why hasn’t he been in his wife’s bedroom all day?

Lisa: I wouldn’t dare answer that.


Jeff: Well, listen. I’ll answer it, Lisa. There’s something terribly wrong.

Hay, como ven, algo terrible en medio de ellos dos.

Aunque también podríamos decir -de hecho lo hemos dicho ya- que lo terrible es lo que no hay en medio de ellos. De hecho ella lo percibe a la perfección.



Lisa: And I’m afraid it’s with me…

Jeff: What do you think?


Lisa: Something too


Lisa: frightful to utter.

¿El motivo?

¿Por qué no ensayan la hipótesis que les he planteado hace un rato? Que ello sea la otra cara de ese extremo poder de fascinación…


En cualquier caso, lo bello y lo horrible comparecen en el mismo lugar como el motivo de fondo de la parálisis muscular del personaje.

Ensayen, por ejemplo, a plantearse la cuestión en términos tan concretos como estos: que, del todo prendado de la belleza de ese rostro que parece ser el paradigma mismo de la plenitud, nuestro personaje tenga pánico a dar con su cara B.

¿Saben de lo que les hablo?


Jeff: He went out a few minutes ago


Jeff: in his undershirt, hasn’t come back.

Y, muy patentemente, su mirada se aparta, se focaliza en otra dirección.


En la cabeza de él hay otra escena -pueden adivinarla en sus ojos.

 

El cine y la topología del aparato psíquico

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No sé si saben que el título español de la película, La ventana indiscreta, no es demasiado exacto, pues introduce una connotación picarona que para nada está en el original:


No es La ventana indiscreta, sino La ventana de atrás o La ventana trasera.

Un título excelente para referirse a ese elemento central del inconsciente que es la escena fantasmática.

Y también, por cierto, un título igualmente apropiado para hablar del cine mismo, pues en éste todo tiene que ver con una ventana de atrás que remite, de manera directa, a un espacio inconsciente de la sala cinematográfica: aquel en el que se encuentra el proyector, esa máquina en la que está cargado el celuloide quemado, es decir, lleno de huellas, del que les hablaba el otro día:


¿No les parece que el cine nos devuelve un buen despliegue de la primera topología freudiana del aparato psíquico?

Como ven, el Yo está descentrado del lugar donde se encuentra la huella. Y se ve en esa pantalla donde se identifica y se reconoce.

¿Quién, sin embargo, no se ha vuelto alguna vez hacia esa ventanita de atrás de la que sale el haz de luz que llena la pantalla?

¿No les parece que ese volverse es la mejor expresión de la interrogación del sujeto cuando se pregunta ¿quién soy yo?

Esa es, desde luego, la pregunta por el inconsciente: pues cuando uno se la hace se ubica inevitablemente en ese quién para el que la palabra yo no es la respuesta, sino su enmascaramiento.

Hagan la pregunta en voz alta.

Cuando la hacen, ¿no les parece que ese quién se localiza en un lugar interior que no es el del Yo?

 

Lo que diferencia a la mujer de la manzana

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Esta chica que come su manzana -la bailarina de uno de los apartamentos de enfrente-, parece ya convertida un objeto más deseable -entiéndanlo también en el sentido de más soportable, precisamente porque se encuentra más lejos.

Y sobre todo, del otro lado de ese foso infranqueable que es el patio -el patio de butacas.

De modo que él sólo entra en contacto con su imagen, a la vez que se encuentra a salvo de su cuerpo -ya saben a qué me refiero: de lo real de su cuerpo.

Por cierto que el cruce de los listones de la ventana parece hacer de ella un objetivo.

Y ya que nos hemos encontrado con esa eterna metáfora de la manzana del deseo que, como saben, es, desde Eva misma, metáfora de la mujer deseable, ¿se han preguntado alguna vez en qué se diferencia -desde el punto de vista del deseo, claro está- una manzana de una mujer?

La cuestión es del todo pertinente en este momento en el que intentamos acceder a la teoría de lo imaginario y de su relación con lo real.

Tiene que ver, sin duda, con esa cuestión crucial que es la de la castración.

La respuesta es evidente: la manzana es del todo redonda, carece totalmente de fisuras, da mucho mejor gestalt que la mujer.

 

Descuartizamiento: un acto sexual / el acto sexual

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Jeff: That would be a terrible job


Jeff: to tackle.

¿Y no podría estar en ello el motivo de la pasión descuartizadora de nuestro personaje?

Mírenlo en términos de mecanismo mitad proyectivo mitad psicopático: si ella no es perfecta como una manzana, si posee una hendidura que le amenaza, ¿qué mejor que pasar de lo pasivo a lo activo y, en vez de dejarse invadir por ella, ser el protagonista de su conversión en un cuerpo absolutamente hendido, totalmente despedazado?


(Música de piano)


Jeff: Just how would you start to cup up a human body?

Este es pues el acto que está en el centro del film.

¿Es un acto sexual? Sí, en tanto que tiene que ver con el cuerpo. Pero, desde luego, no es el acto sexual.

La diferencia entre lo uno y lo otro es lo que delimita el campo de las perversiones en el psicoanálisis.

Ella, lógicamente, se asusta ante la intensidad loca de la pasión que percibe en él.


Jeff, I’ll be honest with you. You’re beginning to scare me.

Y por el camino, acaban de oírlo, ha comenzado a sonar un piano.

¿No les parece que una película podría estar a punto de comenzar?


Jeff, did you hear what I said?


Lisa: You’re beginning to scare

Jeff: Shh! He’s coming back!


Y bien, la película ha comenzado.

Ahí tienen la pantalla que se abre a esa escena fantasmática de nuestro personaje -ese personaje que se llama tanto Jeffrey como Alfred: en él se ve entregado a las más oscuras vías de su propio goce.


 

La mirada pornográfica: la fotografía y lo real

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Y por cierto que, como sucederá en Psycho, la parálisis del pene del personaje encuentra su contrapartida en una extraordinaria erección ocular.


Como ven, la mirada -el deseo- del protagonista de Rear Window, a la vez que huye de ese espléndido objeto de deseo que no cesa de ofrecérsele, focaliza su deseo cada vez con mayor intensidad en la escena del crimen.


Como ven, ya está aquí, escondido en algún lugar, el cadáver despedazado de una mujer.


Pero claro está, hay una diferencia radical en el modo de estar en uno y otro sitio.

El salto de lo implícito y sugerido a lo radicalmente explícito sólo se da en Psycho, película que se estrena en 1959, instantes antes, por decirlo así, de ese salto antropológico en nuestra relación con las imágenes que va a operarse en los años sesenta: la irrupción de la pornografía como fenómeno de masas.

Pero no les hablo de pornografía dibujada, que siempre es mucho menos pornográfica: les hablo de esa pornografía radical que es la fotográfica y la cinematográfica. Radical pues está habitada por lo radical fotográfico; se hace con las huellas -reales- de los cuerpos reales.


¿Constatan la relación potencial de la fotografía con lo real, tanto mayor cuanto mayor sea el poder del objetivo?

Para evitarles confusiones, les señalo que nunca encontrarán en Lacan el menor comentario que relacione la fotografía con lo real. Y es que su definición de lo real como lo imposible, cortocircuita todo avance en esa dirección.



E igualmente podemos decir que también aquí cierta locura ha penetrado ya en el campo de la mirada.

 

Ella en la escena: la angustia, el goce y la ley

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De hecho, el deseo del personaje está todo él instalado en esa escena de descuartizamiento -que sólo llegará a rodar cinco años más tarde, en Psycho- y el film avanza en esa dirección como el más preciso mecanismo de relojería. Así, llegado el momento, Lisa decide entrar en la escena fantasmática de él, para así hacerse visible para su deseo.


Les señalé, al principio, que eso había sido anunciado:


Lisa: How far does a girl have to go before you’ll notice her?

De modo que él no debería tener motivos para extrañarse como lo hace:


Jeff: Lisa, what are you doing? Don’t go…

Pero ya saben ustedes: el inconsciente es así.

Él no es consciente de que ha estado todo el tiempo empujándola hacia allí.


Por lo demás, vean como la identificación cabalga: nuestro personaje no puede evitar hablarles a los personajes de su película, por más que estos no puedan oírle.


Jeff: Li…

Y su angustia no cesa de crecer.


En la misma medida en que se enardece su deseo.

Si me lo permiten, les diré que es un error de Lacan oponer el deseo al goce. Si tal oposición fuera cierta, esta escena resultaría imposible. Y la verdad es que funciona muy bien.


¿Ven con qué intensidad él la mira ahora?


Jeff: Come on, come on! Get out of there.


(…)


Jeff: Precint Six, Sergeant Allgood. Hello. Look, a man is assaulting a woman at 125 West Ninth Street,

Por favor, que venga la policía. Es decir: que actúe la ley.

Y vean su primer efecto aquí: la policía, en tanto encarnación de la ley, permite localizar los lugares, tomar consciencia de las posiciones que frenan el salto de la identificación al delirio.


Jeff: second floor, at the rear.

Permite, igualmente, localizar la propia identidad


Jeff: Make it fast!

Allgood: ¿Your Name?

Jeff: L.B. Jeffries.

y así ubicarse fuera del delirio.


Algood: Phone number?

Jeff: Chelsea 2-55-98.

Algood: Two minutes.


Lisa: The door was open.


Se dan cuenta, ¿verdad?, Psycho, en cierto modo, nace del movimiento de atravesar ese patio -el patio de butacas, en esta película que con tanta precisión dibuja la posición del espectador ante la pantalla-, de atravesar ese patio y entrar en la escena.


Lisa: I told you…

Jeff: Oh, no!


Lisa: Let go of me! Jeff!


Jeff: Oh, no!

Lisa: Jeff! Jeff!


Jeff: Lisa! Stella, what do we do?


Lisa: Jeff! Jeff! Jeff!

Una escena, desde luego, insoportable. Pues, evidentemente: en su núcleo cesa el deseo.

Tan insoportable que, por favor, venga la policía.


Stella: Here they come.


 

Manierismo / Postclásico

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Rear Window no es un film postclásico. Tampoco es un film clásico. Es uno manierista: aun cuando la economía del relato clásico se mantiene vigente, una patente hipertrofia de la representación mina esa vigencia. Y, por lo demás, el lugar del héroe está igualmente minado, como hemos tenido ocasión sobrada de constatar hasta aquí.

Pero no estamos, todavía, ante un film postclásico. Pues el primero de ellos será Psycho.

Percibimos bien las diferencias mayores entre lo uno y lo otro. En Psycho ni hay patio de butacas que mantenga a cierta distancia la escena del delirio, ni, desde luego, llega a tiempo la policía. Y la lógica del delirio nos invade con esa pregnancia extrema que destroza el buen orden del relato clásico.

Pero, de nuevo, podemos decir que también eso se esboza ya en el final de Rear Window:


 

La certeza del psicótico: disolución de la realidad en lo imaginario

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Stella: What’s she trying to do? Why doesn’t she turn him in?


Jeff: She’s a smart girl.


Stella: “Smart girl? She’ll be arrested.

Jeff: It’ll get her out of there, won’it?


De pronto, la pantalla empieza a hacerle guiños a su espectador.

¿Cuantas psicosis no se manifiestan así? ¿Cuantos psicóticos no reciben mensajes desde la pantalla?


Jeff: Look. The wedding ring!



¿Recuerdan lo que les decía de esta imagen? Que ustedes se sentían mirados y deseados, pero que sabían que ella ni les miraba ni les deseaba. Les llamaba la atención sobre el hecho de que ese saber en nada obstaculiza el funcionamiento del mecanismo imaginario y, por tanto, el disfrute de ustedes.

Ahora debemos atender a la otra cara del asunto: aunque se sienten mirados, se saben no mirados. No pierden pie en la realidad. Pero el psicótico si la pierde.


Y entonces se siente y se sabe mirado.

Entiende que eso es absurdo, pero posee la certeza de ello -esa certeza, lo recordarán, la describe muy bien Lacan.

Y bien, en el cine postclásico, esto sucede todos los días: no digo, desde luego, que los espectadores sean psicóticos, pero digo que la distancia, la posición tercera que caracteriza el relato, se disuelve, y el delirio se le echa encima a su espectador.


Jeff: Turn off the light! He’s seen us!

Él ha sido descubierto… por su propio deseo asesino tal y como ha cristalizado en la pantalla.

Se trata, por tanto, de un mecanismo de proyección paranoica ejemplar.


Jeff recibe entonces dos llamadas.

La primera es de su amigo policía.


(Telephone Ringing)

No nos importa su contenido, que viene a resumir todo lo que sabíamos hasta ahora, sino su posición en la estructura. Pues lo que importa es que, en cuanto acabe esta llamada, recibirá otra. Pero sí importa su tono. Lo que se escucha en el tenso, cargado de ansiedad, tono de su discurso.

¿De qué se trata?


Jeff: Just a minute.


Jeff: Hurry up!


Jeff: Jeffries.

Doyle: What is it now?

Jeff: Doyle, I’ve got something really big for you.


Doyle: Why did I have to return you call? Look! Don’t louse up my night with another mad killer.

Jeff: Listen to me! Listen to me! Lisa’s in jail. She got arrested.

Doyle: Your Lisa?

Jeff: My Lisa. Boy, you should have seen her. She got into Thorwad’s apartment,


Jeff: but then he came back and the only way I could get her out, was call the police.

Doyle: I told you –

Jeff: I know you told me. She went in to get evidence, and she cabe out with evidence.

Doyle: Like what?


Jeff: Like Mrs. Thorwalds’ wedding ring. If that woman was alive, she’d be wearing that ring, right?

Doyle: Hm. It’s possibility.

Jeff: A possibility? It’s a fact. He killed a dog last night because the dog was scratching around in the garden. You know why?


Jeff: Because he had something buried in that garden that the dog scented.

Doyle: Like an old ham bone?

Jeff: I don’t know what pet names Thorwald had for his wife, but I’ll tell you this: all those trips at night with that metal suitcase,


Jeff: he wasn’t taking out his possessions, because his possessions are still up in the apartment.

Doyle: Do you think perhaps it was old ‘ham bone?

Jeff: And I’ll tell you somthing else.


Jeff: All the telephone calls he made were long distance, all right? Now, if he called his wife long distance on the day she left, after she arrived in Merritsville, why did she write a card to him saying she arrived in Merritsville? Why did she to that?

Esto es lo que se oye en su discurso -en un discurso de impecable estructura lógica, perfectamente semiotizado-: que él no ha sido, que todo prueba que lo que cuenta es verdad, que el asesino ha sido el otro.

Una estructura proyectiva perfecta: no yo, él.


Doyle: Where’d they take Lisa?

Jeff: Precinct six. I sent somebody over sith the bail money..

Doyle: Maybe you won’t need it. I’ll run it dons, Jeff.

Jeff: All right. Hurry up, will you? This fellow knows he’s being watched. He’s not gonna wait around forever. Hurry up.

Doyle: If that ring checks out, we’ll give him an escort. So long, Jeff.

Jeff: So long.


Y en cuanto acaba la primera llamada, llega la segunda.


Jeff: Hello, Tom. I think Thorwals’s left. I don’t see…

¿Se dan cuenta de lo que está pasando?

La llamada de la policía y la del asesino se confunden, se convierten la una en la otra, produciéndose esa disolución de la realidad en lo imaginario que tan expresivamente describe Lacan, precisamente porque el lenguaje, en vez de introducir distancia en el orden de lo imaginario, se ve atrapado por sus distorsiones especulares.


Hello…

(Line Disconnects)


(Sonido de una puerta cerrándose)

La pantalla, el patio de butacas, todo eso ha desaparecido.

Ahora él viene a por mí.


Está aquí mismo.


(Pasos aproximándose)

Cada vez más cerca.


(Pasos cada vez más cercanos)


(Footsteps Get Louder, Stop)


Curiosa arma la suya, curiosamente sexualizada.


(Picaporte abriéndose)

 

Ruptura del punto de vista

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(Sonido de la puerta cerrándose)


En este momento se produce la única ruptura del punto de vista, que hasta ahora había sido, a lo largo de toda la película, el de Jeff, dándose paso al punto de vista del otro.

Y antes del combate, tiene lugar el más preciso diálogo:


What do you want from me?

¿Qué quieres de mí?

Como les anticipaba, el diálogo ha entrado totalmente en el circuito de lo imaginario: imposible diferenciar al yo del tú.


Thorwald: Your friend, the girl, could have turned me in. Why didn’t she?


Thorwald: Say something! Tell me what you want!


Pero, ¿cómo nombrar el único deseo que ha circulado en la película? ¿Ese deseo que no era otro que el de verla a ella descuartizada?

 

El anillo de matrimonio

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Thorwald: Can you get me that ring back?

Y entonces se menta el anillo.

Ocasión idónea para recordar en qué momento cristalizó el delirio. Retrocedamos:


Jeff: Look. The wedding ring!

Como ven, no es un anillo cualquiera, es el anillo de matrimonio.

Es ahí, en el eje de esa interpelación que procede de la mujer que ha accedido a subir a la escena, donde se desencadena todo.

Pueden, si quieren, quitarle importancia a la cosa diciéndose que es un chiste hitchcockiano sobre el matrimonio -sobre la obsesión de ella por cazarle. Todo lo que ustedes quieran.

Pero es un hecho que es en ese momento cuando el eje de acción del relato se funde con el eje de la mirada del espectador:




n

 

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2. De los textos yoicos a los textos simbólicos


Teoría del Texto, semiótico/simbólico, Rear Window

 

 

 

 

 

Jesús González Requena

Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual

Psycho y la Psicosis

Sesión del 21/10/2011

Universidad Complutense de Madrid

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Teoría del Texto: semiótico, imaginario, real

 


 

Porque el texto posee tres tipos de componentes -los signos, las imagos, las huellas-, porque participa de tres ámbitos -el de lo semiótico, el de lo imaginario, el de lo real-, necesariamente, ustedes lo afrontan en esos tres ámbitos, y se ven obligados a entrar en contacto con sus tres tipos de componentes.

Así, el aparato cognitivo, semiótico, de ustedes, procesa, descodifica la significación que el film contiene.

El aparato perceptivo-gestáltico reconoce las imagos que le son ofrecidas, se identifica con ellas y se deja atrapar en las redes de deseo que enhebran.

Y el cuerpo de ustedes, empezando por sus propios ojos, padece el bombardeo de las huellas lumínicas que emanan de la pantalla.

Y como les sugería el otro día, la teoría del texto que les propongo permite clasificar los textos por el grado de presencia y de dominancia o de sometimiento de unos u otros ámbitos.



El texto cibernético

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Así, el otro día les ponía este ejemplo de un texto en el que domina netamente el ámbito semiótico:

<Global.Microsoft.VisualBasic.CompilerServices.DesignerGenerated()> _
Partial Class fPresentación
 Inherits System.Windows.Forms.Form
 <System.Diagnostics.DebuggerNonUserCode()> _
 Protected Overrides Sub Dispose(ByVal disposing As Boolean)
 Try
 If disposing AndAlso components IsNot Nothing Then
 components.Dispose()
 End If
 Finally
 MyBase.Dispose(disposing)
 End Try
 End Sub
 Private components As System.ComponentModel.IContainer
 <System.Diagnostics.DebuggerStepThrough()> _
 Private Sub InitializeComponent()
 Me.SuspendLayout()
 Me.AutoScaleDimensions = New System.Drawing.SizeF(6.0!, 13.0!)
 Me.AutoScaleMode = System.Windows.Forms.AutoScaleMode.Font
 Me.BackColor = System.Drawing.Color.Red
 Me.ClientSize = New System.Drawing.Size(800, 600)
 Me.FormBorderStyle = System.Windows.Forms.FormBorderStyle.None
 Me.Location = New System.Drawing.Point(5, 5)
 Me.Name = "fPresentación"
 Me.StartPosition = System.Windows.Forms.FormStartPosition.Manual
 Me.Text = "presenación"
 Me.ResumeLayout(False)
 End Sub
End Class

 

El que ustedes no entiendan nada, es lo de menos.

Este es un texto semiótico impecable, como lo demuestra el hecho de que hay una máquina capaz de procesarlo, es decir, de descodificarlo y, por eso, de interactuar con ello.

Y ahora vean un ejemplo menos radical:

Sigue siendo un discurso intensamente semiótico, pero en el que algunos de sus signos son ya icónicos y, por tanto, tienen ya una cierta configuración.

Por cierto, espero que no hayan empleado GoogleMaps para llegar hasta aquí, porque les habrá costado mucho trabajo. Y es que el mapa ubica mal esta Facultad.

Lo que nos pone en contacto con este rasgo tan propio de lo semiótico: su posibilidad de generar equívocos.



Signo: equívoco / mentira

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A ello se refería Umberto Eco en su célebre definición de signo: signo es todo aquello que sirve para mentir.

Pero ésta es, a mi modo de ver, una mala definición. Pues es demasiado amplia por una parte y demasiado estrecha por otra.

Demasiado amplia porque hay cosas que sirven para mentir mucho mejor que los signos: ya lo habrán adivinado ustedes: las imagos -en seguida nos ocuparemos de ellas.

Y como les digo es, a la vez, una definición demasiado estrecha, pues esa posibilidad de los signos para confundir, para generar equívocos, no es más que la otra cara del poder del orden semiótico para generar eso que llamamos la realidad -y que es algo muy diferente de lo real.

Por otra parte, esa definición de Eco puede producir la confusión de pensar que se miente con signos, y eso, sencillamente, no es cierto.

Los signos sirven para mentir, pero sólo en la medida en que se materializan en palabras que alguien pronuncia.

De modo que son las palabras -y dense cuenta que en esto se diferencian las palabras de los signos-, las palabras de los sujetos -pues no hay otras-, las que mienten o dicen la verdad. Los signos, por sí solos, solo pueden producir equívocos, como sucede con el ejemplo que ustedes tienen en pantalla.



El texto publicitario

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Vean ahora un ejemplo de texto con neto dominio del ámbito de lo imaginario:


Hay significantes, desde luego, pero la imagen se vuelca no del lado del signo icónico, sino del lado de la imago, de ese que les señalaba el otro día como su poder de identificación-seducción.

Atiendan, de nuevo, a esa doble cara: no sólo la ven a ella como un esplendoroso objeto de deseo, sino que se identifican a través de la mirada de ella, como alguien por ella deseado.

Como les anunciaba, las imagos sirven para mentir mucho mejor que los signos. Y no piensen que esto funciona sólo con las mujeres o con los hombres guapos. Puede suceder con cualquier objeto:


Como ven, no le falta potencia alguna al reloj cuando es promovido en el campo de lo imaginario: también él tiene una buena gestalt capaz de capturar con su brillo nuestra mirada deseante.

Por lo demás, no sólo había un rostro bello en el ejemplo anterior.


También está junto a él, el objeto publicitado mismo.

Y no pueden negarme que comparece como en sí mismo deseable, pues está cargado por el halo que la imago de ella desprende.

Y eso sin entrar hoy a llamarles la atención sobre la relación metonímica, netamente fálica, que carga a ese objeto en relación con esa bella mujer.

Quizás piensen que es incuestionable que estas chicas son muy guapas. Pero,


¿y el reloj?



Fotografía: campo de batalla entre la imago y la huella

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Piénsenlo bien, incluso hay una industria fotográfica dedicada a demostrar lo contrario.


Piensen en la relación de las fotografías que se rompen con lo real.


Seguramente Nicole Kidman hubiera querido destruir esta foto. Y también su compañera -su compañera en el, al parecer, más intenso odio. ¿No les dan miedo esas dentaduras acechantes?

Y por cierto que esa compañera es, aunque les sorprenda, Catherine Zeta-Jones.


Sorprendentes los poderes imaginarios de las imágenes, ¿no les parece?


Como ven, toda fotografía puede ser concebida como un campo de batalla entre la imago y la huella, entre lo imaginario y lo real.

Se dan cuenta entonces de que acabamos de aislar otro tipo textual, el de los textos, digámoslo así, amarillos, que van desde la prensa del corazón a la televisión más encanallada, y en los que, aun cuando la función imago aparece, aparece sólo para ser aniquilada de inmediato por la emergencia de la huella más brutal y erosionadora.



Semiótico, imaginario, real

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¿Cuál es el funcionamiento del orden semiótico en estos discursos que estamos explorando?

Pues bien, es la suya una posición secundaria, puesta al servicio del registro dominante.


Lo que es evidente en este caso, donde el nombre mismo del producto, Dior, vale por su sugerencia: Dior, d’or, de oro, dorado. Y la segunda palabra en importancia, forever, señala el poder absoluto y la presencia eterna de la imago primordial.


Y vemos la misma posición secundaria y complementaria en este segundo caso, sólo que ahora señalando en diferente dirección que no puede ser otra, esta vez, que la de la huella: La gran fiesta de los oscar. Es decir: lo real que hay bajo el satinado con el que se encubren las estrellas de los óscar.

Como ven, es un discurso vindicativo: estas revistas apelan al odio de clase de los feos contra los bellos.



Textos yoicos

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Si me detengo en todo esto es para que mejor puedan comprender la diferencia esencial de los textos artísticos, es decir, lo que constituye la dimensión estética en sí misma.

Ahora bien, dado que los textos artísticos vienen a ocupar hoy un lugar semejante al que, en el pasado, ocuparan los textos míticos y sagrados, deberán hacerse a la idea de que esa dimensión estética es una de las formas de la dimensión simbólica.

Fíjense que ante los diversos tipos de textos que hasta aquí les he presentado hoy, el sujeto, en su densidad esencial, inconsciente, no es para nada suscitado.

Así, frente al texto cibernético, el sujeto se ve reducido al estatuto de mero operador cognitivo de un orden de significantes que se cierra sobre sí mismo.

Y nada esencial del ser inconsciente del sujeto se suscita en el texto publicitario de índole seductora, por más que sea un tópico muy extendido pensar lo contrario -por aquello, ya saben ustedes, de la sexualidad encubierta de la publicidad, como si a estas alturas existiera algo de eso, cuando la erotización de la publicidad contemporánea se exhibe con la más absoluta explicitud.

Por eso, ante él, el sujeto se ve reducido al estatuto de un yo fascinado, capturado por el objeto en el que se identifica, pero sin que nada de índole propiamente inconsciente actúe en esa captura: de hecho, ante la seducción publicitaria, ustedes se saben capturados y disfrutan con ello.

Y el que ahí, en ello, se movilice cierta imago primordial, no es un dato específicamente inconsciente.

Como la etología ha demostrado -y Lacan ha insistido en ello oportunamente- todos los animales de un cierto grado de complejidad, aun cuando no tienen inconsciente, participan de esos procesos gestálticos.

Y por lo que se refiere al espectáculo televisivo o fotográfico de lo real, aun cuando en él tiene lugar un obvio consumo pulsional, este convoca a un yo maníaco, casi psicopático, que realiza un goce de la miseria -de la basura- del otro que excluye la menor empatía.

De modo que tampoco en él nada se sitúa en el campo del sujeto del inconsciente.


Esto es entonces lo que, a pesar de -o precisamente por- sus extremas diferencias, tienen en común estos tres tipos de textos: que nada en ellos convoca la dimensión en la que el sujeto realmente es.

Y ello porque ninguno de esos textos invita al sujeto a desplazarse del lugar de su yo. Por el contrario: le convocan a una extrema afirmación yoica: sea la del yo descodifico, la del yo seduzco/soy seducido, o la del yo gozo de la miseria del otro.

Discursos, todos ellos, pues, afirmativos, que no dejan espacio alguno para la interrogación. Y sin embargo, la de la interrogación es precisamente la dimensión del sujeto.



El texto artístico: copresencia e interacción de las tres dimensiones

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El texto artístico, en cambio, participa de una economía opuesta: no la del yo, sino precisamente, la de la interrogación: la interrogación por el ser en ese plano constitutivo que no es el del yo.

Ese es, por cierto, el motivo de que proliferen los bares en torno a los cines. La gente necesita hablar esa interrogación que la película le ha suscitado, por más que, en ese habla que comienza cuando la película ha acabado, el yo cognitivo quiera recuperar el mando y pretenda cerrar la interrogación lo antes posible.

Eso es, por otra parte, lo que hacen la mayor parte de los analistas: y así, cuando dicen que analizan una película, lo que realmente hacen es deshacerse de ella. Lo que se manifiesta claramente en el hecho de que la película ya no está presente cuando ellos hablan.

Nosotros haremos todo lo contrario: tendremos la película aquí, constantemente presente, para mantener vivo su poder de interrogación.

De esto empezaba a hablarles el otro día.

Y tiene que ver con el modo de presencia de esas tres dimensiones que configuran el texto, la de lo semiótico, la de lo imaginario y la de lo real.

Pues si en los textos que hemos considerado hasta ahora se daba un claro predominio de una dimensión, a costa del sometimiento o incluso del desvanecimiento de las otras, en el texto artístico se da, en cambio, la copresencia y el entrecruzamiento de las tres dimensiones.

De modo que los signos y las imagos se encarnan y exhiben la tensión, inevitablemente encarnizada, de esa encarnación.

Quizás nadie haya llegado tan lejos a la hora de hacer patente ese foco de tensión esencial, al menos en la historia de la escultura, como Miguel Ángel:

Y visto desde este punto de vista, ¿no les parece semejante esa posición interrogativa a la que estructura la sesión clínica en la práctica psicoanalítica?

O dicho para simplificar: ¿no es esa la posición característica del diván?

Ahora bien, ¿cómo se conforma en el texto esa interrogación?



Interrogación, subjetividad, simbólico

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Y ello es lo que genera esa interrogación de la que les hablo y que constituye la auténtica experiencia de subjetividad.

Y digo, por cierto, experiencia de subjetividad y no, simplemente, experiencia. Pues, para que hubiera experiencia hubiera bastado, sin más, el choque con lo real. Pero en tanto ese trozo de lo real está organizado como texto, articulado por una serie de significantes y configurado por una serie de imagos -como ven, escojo mis palabras: lo propio de los significantes es articular, como lo propio de las imagos es configurar, o si prefiere, conformar– esa experiencia real deviene subjetiva.

Pues si lo real coexiste con los signos y con las imagos, si estos no pueden reducirlo y hacerlo desvanecerse, la interrogación dramática sobre el ser del sujeto frente a lo real emerge de manera inevitable.

Esa es, precisamente, la dimensión de lo simbólico -vale decir, la dimensión misma de la subjetividad: una suerte de cuarta dimensión que cristaliza por un determinado modo de atravesamiento de las otras tres.

Y esa es por cierto la dimensión del sujeto en el sentido más concreto y material.

Pues un sujeto es un cuerpo real conformado por ciertas identificaciones y articulado por ciertos conjuntos de signos -desde el vestido a la gestualidad.

Y para que nuestro cuadro resulte completo, deberemos poner una palabra en la casilla que falta. Creo que es el lugar idóneo para la palabra lectura, inspirándonos en el uso que Roland Barthes le daba.



Lo simbólico lacaniano: una concepción reductora del lenguaje

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Les llamo la atención sobre la diferencia de lo simbólico tal y como lo propongo frente a la articulación lacaniana.

Para Lacan, como para la psicología cognitiva y la semiótica en su conjunto, pues todos ellos comparten el mismo postulado wittgesteiniano, el orden simbólico es el orden constituido por el conjunto de los códigos de los que disponen los seres humanos.

Y, así definido, lo simbólico es, por definición, opuesto a lo real: absolutamente a ello refractario, pues siendo el orden de las categorías abstractas que fundan la inteligibilidad, es siempre inaccesible al ser y al acontecimiento singular.

El problema es que esta definición de lo simbólico supone, al menos en mi opinión, una concepción reductora del lenguaje.

Una en exceso estructural, para la que los actos de habla no son otra cosa que efectos prefigurados e inexorables de esas estructuras que son las de los códigos.



El acto simbólico y lo real: la dimensión del habla

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Por mi parte, pienso, en cambio, que la dimensión del habla, la del acto del lenguaje, es una dimensión esencial que no puede para nada ser reducida a un epifenómeno de la otra.

Y es de hecho, al menos desde que existen los ordenadores, la dimensión humana esencial.

Pues los ordenadores no hacen actos de habla; son ellos los que no saben hacer otra cosa que ejecuciones del código.

En mi opinión, la dimensión simbólica no es la del código -la de la lengua-, sino el de la enunciación -el habla. Es, en suma, la dimensión del acto de lenguaje.

Y el acto de lenguaje es siempre un acto real: no sólo involucra ciertos signos, sino que esos signos deben materializarse en palabras reales, realmente pronunciadas por cuerpos reales en momentos igualmente reales -es decir: irrepetibles- del tiempo.

Y por eso un símbolo -concepto, en todo caso, secundario desde mi punto de vista- no es otra cosa que la cristalización de uno de esos actos en los que todo lo humano se haya involucrado.

Les daré un ejemplo.

Lo que hace de la cruz un símbolo no es que sea un signo icónico, o más o menos analógico, como dicen unos -los semiólogos tradicionales-, ni que nombre la nebulosa de significación asociada a las cosas del cristianismo, como dirían otros -en este caso Eco y sus discípulos. Tampoco que remita a una entidad enigmática o mistérica, como dirán, finalmente, los junguianos.

Lo que hace de la cruz un símbolo es que en ella cristalizó la agonía sacrificial de un hombre que dijo ser hijo de un dios que, a partir de entonces, sería el único Dios.

Si quitan ustedes lo real de esa agonía, el símbolo se queda en nada. En un mero icono de los que se venden en las esquinas.

Ven en este sentido cómo la posición de los símbolos frente a lo real es diferente a la de los signos. Los signos son refractarios a lo real: son categorías que nada saben de su singularidad.

Los símbolos, en cambio, en tanto signos encarnados, participan de lo real y permiten localizarlo. Símbolos son, por ejemplo, esas palabras recibidas que dejan en nosotros una huella indeleble, propiamente configuradora.

Y si lo piensan bien, ¿qué es el sujeto sino los símbolos que lo constituyen?

Si les digo que la noción de símbolo es secundaria a la noción de acto simbólico y no al revés es porque trato de hacerles ver que algo no es un acto simbólico porque contenga un símbolo, sino que, por el contrario, algo sólo es un símbolo en tanto que participa de un acto simbólico.

Sigamos con nuestro ejemplo.

La cruz sólo es un símbolo para el cristiano al que otro cristiano se la ha dado -y ese es el acto simbólico: esa donación. Para los demás, como les decía, no es más que un icono más o menos decorativo.

Así, el símbolo nunca podrá ser separable del acto de donación que lo ha constituido en tal.



Dimensión semiótica y la dimensión simbólica: paranoia

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Por lo demás, a poco que lo piensen, creo que me darán la razón si les digo que la mejor prueba de la operatividad de la diferencia teórica, en el interior del lenguaje, de esas dos dimensiones que les propongo, la dimensión semiótica y la dimensión simbólica, nos la ofrece la paranoia, por más que Lacan no lograra darse cuenta de ello.

No sé a qué ritmo van sus lecturas del Seminario III de Lacan, pero creo que, atendiendo a ella, pronto se darán cuenta de la contradicción en la que incurre Lacan.

Pues, ¿cómo es posible que la paranoia tenga que ver con una falla esencial en el orden simbólico si el paranoico no cesa de demostrar un perfecto dominio de los procesos cognitivos del lenguaje?

Por el contrario, si aceptan la diferencia que les propongo, verán qué fácil es abordar la cuestión: el paranoico, ciertamente, domina el orden semiótico del lenguaje, pero algo ha fallado en su acceso al orden simbólico.

Por eso, aunque entiende y usa perfectamente los signos, fracasa en el ámbito de las palabras, quiero decir: en ese ámbito del sentido que sólo las palabras trazan.

Y es que las palabras densas de sus delirios no son realmente palabras, sino autoparodias desesperadas de las palabras que le faltan.



El sujeto, el fondo de lo real, el punto de ignición

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Y bien, porque en el texto artístico se suscita esa dimensión simbólica, en él el sujeto se siente sujeto: se sabe sujeto. Hace la experiencia de su drama de sujeto.

Por cierto que eso, en Psycho, ustedes tuvieron ocasión de hacerlo incluso en exceso: así sufrieron, en ese ámbito, el de lo real, la caída de esa imago principal que, durante los primeros 47 minutos había conducido y complacido su mirada.

Y, con ello, la emergencia de un fondo insoportable, el fondo mismo de lo real, una vez que el objeto de deseo que lo velaba hubo desaparecido definitivamente.

Y bien, esa presencia de lo real, en el texto artístico, cobra la forma de un punto de ignición: de una quemadura que focaliza nuestra mirada y carga de intensidad eléctrica los significantes que la rodean.

Esa quemadura es nuestra guía en el análisis -y en ello, les repito, se distingue del análisis semiótico.

Pues aunque recorreremos los signos y sus significaciones, lo que nos importará realmente será constatar como esos signos se manifiestan polarizados y, en ese mismo sentido, ciñen, acotan, rodean y localizan ese punto de ignición que da su intensidad real a nuestra experiencia del texto.

Pienso que, desde este punto de vista, las piezas de mi exposición que han tenido ocasión de contemplar -el próximo día verán el resto-, tienen la utilidad inmediata de focalizar los puntos de ignición que recorren la filmografía de esos dos cineastas.



Rear Window: la Imago Primordial

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Les dije que nos ocuparíamos hoy del devenir de Rear Window, más allá de ese arranque tan intensamente volcado al ámbito de lo imaginario.

Pero para que puedan comprender lo que ahí sucede, conviene que tomen consciencia del poder extraordinario de esta imago inicial capaz de investirlo todo con su pregnante presencia

Se dan cuenta, por cierto, de como la noción freudiana de investimiento alcanza aquí una manifestación extraordinariamente concreta?


Y supongo se dieron cuenta también del ralentí que introduce aquí el cineasta para mejor producir el efecto de ese poder mágico que parece acompañar a la caricia de su figura.


Lisa: ¿How’s your leg?

No hay duda de que ella se ocupa totalmente de él. Pero la otra cara de ese ocuparse total es la proclamación de un dominio absoluto sobre él, sobre ese ser que todavía carece de la menor autonomía motora.


Jeff: It hurts a little.

Lisa: And your stomach?

Como les decía, la investidura visual se ve acompañada, tras la caricia, de las demandas reales que proceden del interior del cuerpo.

Jeff: Empty as a football.

Lisa: And your love life?

De modo que la vida amorosa lo es todo en el origen.

Jeff: Not too active.

Lisa: Anything else bothering you?

Jeff: Mm-hm. Who are you?

En este plano, el de la identificación primordial, no existe cuestión de identidad. El yo está, totalmente, en el otro.



Rear Window: el tejido semiótico de la realidad / lo real

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Lisa: Reading from top bottom:

Y es ese otro que se halla investido por la imago primordial quien introduce al individuo en el orden semiótico, que es en primer lugar un orden discursivo –top to bottom– donde todo comienza a fijarse para la percepción en la medida en que aparecen los significantes que lo permiten.

Lisa: Lisa…

Nace así la realidad, como un universo configurado por objetos que encuentran su constancia en el hecho de que hay significantes que los fijan, y que encuentran su luz en la que la imago ha depositado sobre ellos: una realidad, en suma, de objetos parciales que retienen parte del brillo de la imago primordial.

Lisa: Carol…

Lisa: Fremont.

Jeff: Is this the Lisa Fremont who never wears the same dress twice?


Lisa: Only because ut’s expected for her.

Lisa: It’s right off the Paris plane.

Lisa: Do you think it’ll sell?

Jeff: That depends on the quote.

La escena nos devuelve con extraordinaria capacidad de síntesis ese doble aspecto de los objetos que pueblan la realidad: siendo bellos, son también significantes y su significación puede medirse con los significantes mismos del mercado -ese es el lugar del precio.

Y si eso es la realidad, seguramente se preguntarán ustedes: ¿dónde está lo real?

Pues miren, justo ahí detrás, no lo ven, pues el brillo de la figura lo tapa. Pero recuérdenlo: estaba ahí antes. ¿No recuerdan la oscuridad que vino a desaparecer con la llegada de esa Imago Primordial?

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1. El texto: semiótico, imaginario, real


Teoría del Texto, Psycho, Rear Window, Vertigo

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
Psycho y la Psicosis I
Sesión del 14/10/2011
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

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Las películas se recuerdan mal (consciente, preconsciente, inconsciente)

 

Comencé a explicarles el otro día por qué era necesario ver aquí, al comienzo del seminario, el film completo, aun cuando ustedes ya lo hubieran visto antes.

Retornaremos hoy a esos motivos que les aducía, pues están en relación directa con la metodología analítica que voy a proponerles.

El primero es que las películas se recuerdan muy mal.

Y no me refiero a las películas malas, esas que, por su falta de interés, dejan muy poca huella en la memoria. Me refiero a las mejores películas. A esas que, por serlo, nos afectan profundamente.

Por supuesto, si nos afectan profundamente, dejan una profunda huella en nosotros.

Entonces, ¿por qué digo que las recordamos mal? Sencillamente, porque esa huella, muchas veces, resulta inaccesible a nuestra memoria.

Y es que, contra lo que suele pensarse, la memoria no es un depósito, sino una función: la función de lo que, en un momento dado, recordamos o estamos en condiciones de recordar.

Digámoslo en términos freudianos: lo que recordamos, en un momento dado, es lo que ocupa nuestra consciencia.

Y lo que estamos en condiciones de recordar, aunque no ocupe nuestra consciencia en un momento dado, constituye lo pre-consciente: lo que está disponible, accesible a la consciencia.

Y, finalmente, hay recuerdos, huellas mnésicas inaccesibles a nuestra consciencia, excluidas de nuestra memoria. Huellas que se encuentran, por tanto, en nuestro inconsciente.


Desplazamiento de las cargas emocionales

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Así, como les decía, tendemos a recordar mal las películas que más intensamente nos han afectado.

No se trata de que nos olvidemos de ellas, pero sí de que olvidemos partes de ellas y, muchas veces, las partes que más intensamente nos han afectado.

Actúa entonces un mecanismo de represión parcial que Freud describió muy bien: se trata del desplazamiento de las cargas emocionales.

Así, muchas veces sucede que recordamos mejor y con mayor intensidad escenas que, en el momento del visionado, vivimos con menor intensidad y, en cambio, tendemos a olvidar las que en ese momento fueron las que más intensamente nos afectaron.

O quizás las recordamos pero más vagamente, desconectadas de esa intensa emoción que en su momento -el del visionado- produjeron en nosotros.

Como ven, y tal es lo propio del desplazamiento, actúa la lógica de la metonimia: o bien olvidamos lo que nos afectó y sin embargo recordamos lo que, estando a su lado, nos afectó menos, o bien recordamos lo que nos afectó, pero descargado de ese afecto, que tendemos a localizar en lo que está a su lado y que, por tanto, nuestra consciencia recuerda con mayor intensidad.


Psycho: la memoria y la angustia

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Y por cierto que, a este propósito, Psycho es un buen ejemplo.

¿Qué es lo que ustedes recordaban mejor de la película antes de verla de nuevo el otro día?

Seguramente la cadena que va del robo

al viaje,

a la llegada al motel

y a la escena de la muerte de Marion en la ducha.

;

Y desde luego, también, la escena del descubrimiento del cadáver de la madre.

Escenas excelentes, sin duda, todas ellas, pero escenas todas ellas, sin embargo, secundarias por lo que se refiere a la huella imborrable que el film dejó en ustedes.

Si esas fueran las escenas esenciales por lo que se refiere al impacto de la película en ustedes, entonces la película habría sido, necesariamente, un fracaso.

Porque fíjense:

Marion está ya muerta en el minuto 00:47:05 y la película sin embargo se prolonga hasta 01:43:55, es decir, dura todavía 56 largos minutos más, casi una hora.

Y así, la siguiente escena intensa que recordaban, la del descubrimiento del cadáver de la madre, sólo se produce en 01:36:38

De modo que entre una y otra escena median largos 49 minutos.

Podemos atribuir al arte del suspense esos 49 minutos… pero eso es decir bien poco.

Realmente fue una apuesta bien difícil la que se planteó Hitchcock en esta película. Pues mantener el interés del público después e haber matado en el minuto 47 a la protagonista con la que éste -es decir, ustedes y yo- estaba totalmente identificado era algo realmente difícil.

El caso es que lo logró: nos mantuvo intensamente interesados durante esos largos 49 minutos que se prolongaron entre esos dos momentos de impacto, la muerte de Marion y el descubrimiento del cadáver de la madre.

Pero olvídense por un momento del arte del cineasta y plantéense la cosa desde el punto de vista de su experiencia, -la de ustedes mismos, quiero decir.

Y me refiero no tanto, aunque también, a su experiencia de espectadores. Me refiero principalmente a su experiencia como seres humanos: ¿qué fue de ustedes durante esos casi 50 minutos de sus vidas? ¿No se vieron obligados a soportar la más intensa angustia?

Tuvo que ser así, porque sólo la más intensa angustia podía mantenerles interesados en el film una vez que habían experimentado el impacto de la muerte de su protagonista.

Quiero decir: esa angustia debía ser, al menos, tan intensa como ese impacto, pues, de lo contrario, habría decaído su interés por el film.

Les decía que hablar de suspense explica bien poco. Sólo pone un nombre –suspense– donde se requiere una explicación. De modo que la pregunta es: ¿cuál es la verdad de esa angustia que vivimos durante esos 49 minutos que hemos olvidado?

Y de hecho, ustedes no sólo habían olvidado esos 49 minutos, sino que también, en cierto modo, habían olvidado su angustia.

Lo que recordaban era dos grandes sustos: el de la inesperada muerte de Marion y el del descubrimiento de que la madre, aparente asesina, estaba muerta.

De modo que todo parecía reabsorberse en términos cognitivos: acceso sorpresivo a dos datos ignorados.

Y así el recuerdo de la intensidad de esos dos sustos/descubrimientos opaca el recuerdo de lo que, realmente, hizo inolvidable esta película para ustedes: ni más ni menos que la angustia que vivieron entre lo uno y lo otro.

De modo que repito la pregunta: ¿cuál es la verdad de esa angustia?

Y lo mismo podríamos decir del final. Pues sucede que aunque la memoria de la mayor parte de ustedes localizaba el final en el descubrimiento del cadáver de la madre, sucede que, sin embargo, después de este descubrimiento, que termina en 01:37:15, la película todavía se prolonga 6 largos minutos más, para sólo acabar en 01:43:51.

Y sin embargo, ello no sucede al modo de lo que se viene produciendo en la mayor parte de los psycothrillers actuales, en los que tras una escena de impacto aparentemente final, la película parece sugerirnos que todo ha acabado ya para, pocos minutos después, darnos un último susto: así el asesino que parecía muerto no había muerto y le agarra por el tobillo al protagonista, o bien descubrimos que detrás de ese asesino había otro desconocido y más asesino todavía…

Aquí no, nada de eso. Y sin embargo… la película sobrevive a la prolongada y un tanto tediosa explicación del psiquiatra narcisista -sus golpes de efecto a veces recuerdan a los de Lacan en l’Ecole Normal Superieur– para conducirnos a esa extraña e inquietante penúltima imagen del film.

Nada se añade aquí desde el punto de vista cognitivo, ningún susto ni sorpresa, ningún conocimiento nuevo después de todo lo explicado por el psiquiatra.

Y, sin embargo… Sin embargo la angustia lo invade todo, de nuevo, en esta imagen final.


Más allá de los límites de la semiótica: experiencia emocional del film

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De modo que las películas que nos afectan las recordamos mal. Y hay algo más. En la misma medida en que el tiempo pasa y el recuerdo se distorsiona, los agujeros van siendo suturados y finalmente tapados por construcciones ideológicas, tópicos discursivos que parecen explicarlo todo.

De hecho, uno de ellos lo hemos introducido ya: Hitchcock el mago del suspense. Alguien que sabe todos los trucos para hacernos pasar miedo.

Él sabe esos trucos, esos trucos existen. Todo es un artefacto para producir miedo.

Todo es un artificio, no hay ahí nada real. Y así terminamos de olvidar del todo lo que de real ha habido allí.

¿Qué? Ya lo he dicho: esa angustia real, verdadera, porque era nuestra.

Nuestra propia angustia.

Y hay, todavía, otro motivo para comenzar el análisis viendo la película completa y no conformarnos con ver y analizar el comienzo y seguir así, trozo a trozo, hasta el final.

Como les decía el otro día, ver la película completa, es decir, rehacer la experiencia de ver la película, es conectar de inmediato, en directo, con nuestra experiencia emocional del film para que sea esa experiencia la que guíe nuestro análisis.

Y es que, aunque vamos a utilizar herramientas semióticas, entre otras, el nuestro no puede ser un análisis semiótico.

Y ello porque el análisis semiótico quiere ser un análisis objetivo, es decir, desubjetivizado, sólo interesado por levantar acta de las estructuras de significación presentes en el texto. De modo que concibe la metodología como un instrumento de exclusión de la subjetividad del analista.

El procedimiento no es malo, pero no es malo cuando se trata de analizar otras cosas.

Es, en cambio, extraordinariamente malo cuando pretende ocuparse de obras de arte, pues éstas están, en sí mismas, abocadas al campo de la subjetividad.

Cuando esto se olvida, cuando se concibe el texto artístico como no otra cosa que un campo de significación, resulta inevitable terminar concluyendo que todo en él es un artificio.

Y este es, por cierto, el punto de vista de los enfoques deconstructivos. Olvidan lo fundamental: esa verdadera experiencia emocional, subjetiva, que el espectador hace cuando ve la película.

Insisto: esa experiencia es el punto de referencia que debe guiar nuestro análisis, pues esa experiencia es la que da su sentido -o su sinsentido- a las significaciones que el texto contiene.

Tal es nuestra diferencia con el análisis semiótico, a pesar de que, como les digo, no dejaremos de utilizar muchas de sus herramientas: las utilizaremos, como los semióticos hacen, para levantar acta de las constelaciones de significantes y de significaciones que el texto contiene, pero nosotros lo haremos desde otra perspectiva, porque nuestro objetivo será tomar consciencia de la experiencia subjetiva, y por eso mismo inconsciente, del lector del texto -en este caso el espectador del film-: una experiencia, sin duda, ligada a la travesía tejida por esos significantes y esas significaciones, pero una experiencia, en cualquier caso: la de un sujeto.

Para decirlo de manera rápida: nuestro objetivo no es establecer cuál es la significación de Psycho, sino tomar consciencia de la experiencia subjetiva del espectador que la ve.


Lo semiótico: la significación

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El error de la semiótica consiste en no ver en un texto otra cosa que un espacio de significación.

No porque no lo sea, sino porque no es sólo eso.

En un texto hay, desde luego, significación, es decir, significantes articulados de modo que devuelven determinada significación.

Y por cierto que Psycho, en un momento dado, nos ofrece la más precisa síntesis de esa significación: me refiero a esa larga escena en la que el psiquiatra lo explica todo de la manera más minuciosa.

Esta escena discursiviza verbalmente toda la significación psicológica que la película ha ido introduciendo. Y lo más notable es que, de hecho, no añade información alguna: toda la información que nos ofrece la poseíamos ya una vez que había concluido la secuencia del descubrimiento por Laila del cadáver de la madre.

Con lo cual, hace inútil el esfuerzo de un análisis del film destinado a establecer su significación: el propio Hitchcock se anticipa a ello haciéndolo él mismo.

Y haciéndolo de manera burlona: poniendo un exceso de teatralidad en ese psicólogo que se empeña en protagonizar la escena -aunque no es él quien constituye el centro de gravedad de la escena.

Pero no hay, desde luego, en Psycho, tan sólo eso.

La mejor prueba de ello es que, en la escena que sigue, y aunque ésta no añade significación alguna, aunque no nos da sorpresa alguna, posee la mayor capacidad de impacto en el espectador: relanza su angustia.

Inquietante y paradójico final, dicho sea de paso. Pues aunque todavía se introduce la palabra fin -aunque Hitchcock ya está empezando a prescindir de ella en este periodo- el movimiento de emergencia del coche desde el interior de la ciénaga parece contradecirlo.

Por lo demás, la prueba de que el texto no se agota en la significación que contiene es el interés con el que volvemos a ver la película, a pesar de que ya poseíamos, desde el primer visionado, esa significación.

Veamos un ejemplo extremo de discurso totalmente dominado por el orden semiótico:

<Global.Microsoft.VisualBasic.CompilerServices.DesignerGenerated()> _
 Partial Class fPresentación
 Inherits System.Windows.Forms.Form
 <System.Diagnostics.DebuggerNonUserCode()> _
 Protected Overrides Sub Dispose(ByVal disposing As Boolean)
 Try
 If disposing AndAlso components IsNot Nothing Then
 components.Dispose()
 End If
 Finally
 MyBase.Dispose(disposing)
 End Try
 End Sub
 Private components As System.ComponentModel.IContainer
 <System.Diagnostics.DebuggerStepThrough()> _
 Private Sub InitializeComponent()
 Me.SuspendLayout()
 Me.AutoScaleDimensions = New System.Drawing.SizeF(6.0!, 13.0!)
 Me.AutoScaleMode = System.Windows.Forms.AutoScaleMode.Font
 Me.BackColor = System.Drawing.Color.Red
 Me.ClientSize = New System.Drawing.Size(800, 600)
 Me.FormBorderStyle = System.Windows.Forms.FormBorderStyle.None
 Me.Location = New System.Drawing.Point(5, 5)
 Me.Name = “fPresentación”
 Me.StartPosition = System.Windows.Forms.FormStartPosition.Manual
 Me.Text = “presenación”
 Me.ResumeLayout(False)
 End Sub
 End Class

El discurso cibernético: en él la materia del texto se desvanece para quedar todo él reducido a un preciso encadenamiento de significantes netamente eficaces, incluso performativos.

Pues no hay en él, tampoco, constelación de imagos alguna independientemente de que está aparezca más tarde, en forma de eso que se da en llamar interfaz amigable.

Ustedes saben que son esos discursos los que hacen funcionar, por su propia cuenta, buena parte de nuestras modernas ciudades.


Lo imaginario: imagos, identificación

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Pues hay, también, imagos.

Y cuando digo imagos no quiero decir, sin más, imágenes, pues las imágenes pueden funcionar -y a veces reducirse- a espacios de significación.

Así, por ejemplo, ésta:

Podemos traducirla en significación: decir: es una mujer, rubia, atractiva, que viste una camisa blanca, etc.

Pero esa traducción deja siempre fuera algo, aun cuando ese algo la acompañe latente, del lado del poder de lo que las palabras, sin decir, sugieren.

Quiero decir: esa mujer es, para mi mirada, una figura que puedo desear y, a la vez, una en la que puedo reconocerme.

Y porque ambas cosas quedan suscitadas de inmediato con su mera presencia, el orden de lo imaginario se activa en nuestra relación con el film, desencadenándose de inmediato intensos mecanismos de identificación.

Y ustedes saben de la intensidad de esa identificación, pues ha sido tal que han hecho suyo su viaje.

Y la angustia que después ha llegado, una vez que ella ha muerto, está necesariamente en relación, como en su momento veremos, con ello.

De modo que en un texto hay, además de signos, de significantes y significados, imagos que suscitan nuestro deseo y nuestra identificación.


Lo real: huella, acontecimiento

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Pero no es eso todo.

En un texto está también la materia real que lo constituye.

La reconocerán con sólo prestar atención a la singularidad real del ser irrepetible que, en un instante igualmente irrepetible del tiempo, ha estado ahí, delante de la cámara, y que por eso ha dejado su huella en el celuloide.

Dejen que ella se vuelva, se desplace en el espacio para que esa huella se haga más patente: la de ella como la de ese edificio que se encuentra al fondo o la de cada uno de los pliegues de su camisa.

Pero lo real del film no se agota ahí; tiene que ver, también, con el hecho mismo del rodaje: un suceso que ocurrió un día y cuyas huellas quedaron, igualmente, ahí.

De modo que está también presente, ahí, en contracampo, ese ser real que en un momento irrepetible del tiempo, sentado en su silla de director, dirigía el proceso de captura de esas huellas que ahora nos es dado ver.

Y no sólo las disponía para nuestra mirada sino que, en primer lugar, las miraba él mismo, siendo, por ello mismo, el primero que realizaba esa experiencia de la visión que más tarde hemos hecho nosotros.

Y estamos también, del lado de lo real, nosotros, en la medida en que en otro momento -uno no menos real, no menos irrepetible- nos situamos frente a esas huellas y padecemos su impacto.

Es decir: hacemos la experiencia de su impacto.

Como ven, porque un texto es algo real, era necesario que eso ser real aconteciera aquí.

Y cuando digo aquí me refiero a este aula, constituida en el laboratorio de la investigación de análisis textual que vamos a emprender.


Lo imaginario: Rear Window, la imago originaria

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O piensen en un discurso esencialmente dominado por el orden de las imagos: piensen, por ejemplo, en esos espots publicitarios que se limitan a ofrecernos imágenes fascinantes que capturan de un sólo golpe nuestra mirada a la vez que la funden con el objeto publicitado constituido, él mismo, en objeto de deseo.
Podría ponerles, para ilustrarlo, muchos espots, pero ganamos tiempo si les pongo una imágenes hitchcockianas que han inspirado infinidad de esos espots seductores:

se eclipsa, en la misma medida en que ella aparece.



Es difícil encontrar una mejor visualización de la idea freudiana de la constitución del yo por identificación con la figura materna.

Ella llena todo el campo visual, su fascinante armonía expulsa todo rastro de angustia -tanto más cuando invisibiliza el fondo mismo de la angustia.




Ella es la imagen en la que él se ve -y así el rostro de él se disipa en la sombra tanto más cuando el de ella es perfilado por el brillo de la luz

Y el espacio entero es iluminado por los destellos de su figura.

Un espot impecable, ¿no les parece?

Pero si han visto la película recordarán que no es allí donde se localiza la verdad del deseo del protagonista de Rear Window.


Lo imaginario: Vertigo: espejismos del enamoramiento

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Veamos otro no menos célebre ejemplo.

Y por cierto que pueden situarlo en continuidad psicogenética con el anterior.

Pues si el anterior visualizaba admirablemente la identificación primaria, esa primera captura en la que el yo se conforma, éste visualiza con no menor brillantez el eterno poder de esa primera captura, tal y como se produce en los procesos de enamoramiento.

La cámara despliega la mirada del hombre, una mirada que busca el retorno de esa imago primordial que constituye el presupuesto de todo otro objeto de deseo.

Y lo encuentra porque lo busca. Y lo encuentra tanto mejor cuanto menos de lo real ve.

Y así, le -y nos- descubrimos ya del todo enamorados de una mujer que no hemos visto todavía.

Por cierto que esa psicogénesis de la que les hablo pueden incardinarla con precisión en el propio cineasta.

Hitchcock estuvo intensamente enamorado de Grace Kelly, la protagonista de Rear Window, y soñó hacer Vertigo con ella.

Pero para entonces Grace Kelly estaba en camino de convertirse en princesa de Mónaco, de modo que el cineasta hubo de contentarse con Kim Novak, quien nunca llegó a satisfacerle del todo en ese papel.

Ella imanta nuestra mirada, y su deseabilidad se descubre tanto mayor cuando ella es localizada como perteneciente a otro. ¿Se dan cuenta de la intensidad con la que, entonces, arde nuestro deseo? De hecho el rubio cabello de ella que destaca sobre el fondo rojo de la pared devuelve la constelación cromática de las llamas.

Una plena captura en lo imaginario.

El poder del encuadre fija y a la vez distancia el poder llameante de la Figura.

Y es tal el fulgor incandescente del objeto que obliga a retirar la mirada.

¿Ven como brilla? Brilla tanto más cuanto no es mirada, sino imaginada.

Por lo demás, ¿no han pensado nunca en la función del vestido como facilitador del enamoramiento?

Insisto: es tanto más bella

cuanto más él aparta la mirada.

Porque si no la apartara, podría llegar incluso a verla más bien fea:

Y así él vuelve a mirarla cuando ella escapa ya a su mirada, deslizándose en el interior de un espejo que termina por declararla espejismo.

Si me he detenido en ilustrarles -y así familiarizarles con- la función imaginaria a través de estas espléndidas escenas hitchcockianas de Rear Window y de Vertigo, ha sido también para llamarles la atención, si quiera por contraste, sobre el hecho notable de que Hitchcock decidiera rodar en 1958 Psycho en blanco y negro, cuando estas dos películas anteriores, la una del 53 y la otra del 57, las había rodado en un espléndido color. n
 

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