2. El análisis: lo clínico y lo textual

 

Jesús González Requena
Edipo II. Del odio a la promesa
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2015/2016
sesión del 14/10/2015 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2016

 

 

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El artista, su vida y su obra

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Ricardo me ha enviado un par de cuestiones. Ésta es la primera:

 

«En el seminario del año pasado, comentando Melancholia (…) apuntó usted que la razón por la que la cámara se movía de forma errática e inestable tenía que ver con que así era la mirada misma del cineasta. Entonces me pareció una interpretación probable… pero me surgió la duda sobre la posibilidad de verificar la corrección de esta clase de hipótesis. (…) Le lancé en clase la pregunta y usted me contestó más o menos en estos términos: “No podemos estar seguros de si Lars von Trier pretendió realmente eso o no con ese movimiento de cámara. No podemos meternos en la mente del cineasta. Nosotros analizamos textos, analizamos lo que está en el texto y nada más” (…) No obstante, este pasado viernes, uno de los temas que surgió fue el de la relación entre el cineasta y su obra, y establecimos que no se podía independizar la una de la otra, pues la obra del artista es una parte sustancial de su vida. (…)

 

«Entonces, tengo la duda: ¿el ámbito del análisis de una película debe ser el que queda recogido dentro de los límites explícitos del texto (…) con independencia de cuanto sepamos o podamos indagar de la vida del cineasta? ¿O debemos abordar dicho análisis sin perder de vista cuanto podamos haber investigado previamente sobre él (…)? ¿cómo reaccionaríamos en caso de que los elementos encontrados en un texto recomendaran una determinada interpretación que no encuentre apoyo en la cronología vital del cineasta o incluso que encuentre en ella algo que la contradiga? ¿Qué prevalecería?»

 

 

Creo que no lo dije exactamente así.

 

Así escrito, el asunto queda planteado en términos causales: el modo de ser de la mirada del cineasta sería la causa -la razón- de que la cámara se moviera de forma errática e inestable.

 

No creo haberlo formulado así, aunque es posible, seguramente, que no lograra expresarme con la suficiente claridad -por eso agradezco las objeciones puestas por escrito: me ayudan a mejorar mi trabajo.

 

Y no olviden -porque hoy se olvida demasiado-, que la claridad es uno de los objetivos mayores del trabajo teórico.

 

Pienso que no hay relación causal, no porque lo uno no tenga que ver con lo otro, sino porque lo uno es lo otro: el modo de moverse de la cámara es el modo de moverse de la mirada misma del cineasta. Y lo es porque lo que hace cineasta al cineasta es precisamente esto: que mira a través de la cámara.

 

Lo que me permite redundar en lo que les señalaba el otro día: un cineasta es alguien que pasa muchas horas de su vida haciendo precisamente eso -mirar a través de la cámara.

 

Por eso, cuando les decía que la mirada de la cámara de von Trier era errática e inestable, no hacía una interpretación, no formulaba una hipótesis, sino que, simplemente, realizaba una constatación: la constatación de un hecho textual. Cuando añadía que la suya era una mirada llena de angustia, tampoco hacía una interpretación, sino que me limitaba a constatar otro hecho: pues ustedes, en tanto espectadores de Melancholia, en tanto la contemplan, sienten angustia. Una angustia real.

 

Y esa angustia real que ustedes sienten posee la verdad de la angustia misma del cineasta quien, porque es un gran cineasta, ha logrado transmitirla.

 

Quiero decir: esa angustia es verdadera. Ustedes lo saben, porque la experimentan.

 

Otra cosa es que prefieran negarlo, diciendo que eso es una interpretación entre infinitas posibles, etc. Es lógico, no me opongo a ello, lo comprendo. Los seres humanos nos pasamos la vida intentando conseguir precisamente eso: negar nuestra propia angustia.

 

Pero como negarla del todo termina siendo algo paralizador, acabamos yendo al cine precisamente para eso, para conectar, de alguna manera, con esa angustia que negamos.

 

«No podemos estar seguros de si Lars von Trier pretendió realmente eso o no con ese movimiento de cámara. No podemos meternos en la mente del cineasta. Nosotros analizamos textos, analizamos lo que está en el texto y nada más” (…) No obstante, (…) establecimos que no se podía independizar la una de la otra, pues la obra del artista es una parte sustancial de su vida. (…)»

 

 

Por mi parte, yo eliminaría este no obstante. Ciertamente, no podemos meternos en la mente del artista -aunque, por otra parte, una de las cosas que caracteriza a un artista es, precisamente, que es alguien capaz de hacernos visitar el interior de su mente-, pero sí podemos estar seguros de que Lars von Trier pretendió realmente eso, sencillamente porque lo hizo. Y los hombres hacen siempre lo que -realmente- pretenden.

 

De lo que no podemos estar seguros es de si tenía conciencia clara de que lo pretendía.

 

Y por lo que se refiere a la pregunta:

 

«¿el ámbito del análisis de una película debe ser el que queda recogido dentro de los límites explícitos del texto (…) con independencia de cuanto sepamos o podamos indagar de la vida del cineasta? (…) ¿cómo reaccionaríamos en caso de que los elementos encontrados en un texto recomienden una determinada interpretación que no encuentre apoyo en la cronología vital del cineasta o incluso que encuentre en ella algo que la contradiga? ¿Qué prevalecería?»

 

 

Diré que, en mi opinión, manifiesta una cierta confusión: no se trata de confrontar los textos con la vida del artista, sino unos textos con otros textos, porque lo que sabemos de la vida del artista no llega a nosotros de otra manera que como textos: entrevistas, declaraciones autobiográficas, biografías…

 

Sobre lo que no debe quedar la menor duda es sobre lo que debe prevalecer: la obra, sin duda, porque en ella se encuentra la huella más íntima de la verdad del artista.

 

Siempre, claro está, que se trate de una gran obra. Es decir: siempre que sea verdadera.

 

¿Qué cómo sabemos que es verdadera? Se lo he dicho a ustedes ya varias veces: porque duele. Porque les duele.

 

Porque ustedes reconocen su verdad en tanto que saben de la verdad emocional con la que les alcanza.

 


el análisis: lo clínico y lo textual

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Veamos ahora la segunda cuestión:

 

«este pasado viernes salió la idea de que cuando una buena película “nos toca”, lo hace, de algún modo, en el inconsciente. (…) quizás, a través de un análisis (más propio ya del ámbito de la clínica), podría investigarse y quizás determinarse la causa inconsciente del desencadenamiento de esa emoción en un determinado sujeto. Pongamos que, a partir de ese momento, el sujeto sería consciente de la razón por la que ha experimentado esa emoción. (…) La pregunta que me surge es: Si viéramos una película que nos provocara una emoción y nosotros tuviéramos para ella una explicación probable, una que nos pareciera razonable y que por tanto se encontraría en nuestra consciencia, ¿podríamos considerarla correcta (al menos posible) o deberíamos descartarla directamente? Es decir, ¿debemos pensar que esa causa, por el mero hecho de estar localizada en nuestra consciencia sin análisis (clínico), no será la verdadera razón de esa emoción?»

 

 

No veo necesidad ni motivo para oponer un análisis a otro, el clínico al… ¿cómo llamarlo?

 

¿No clínico? ¿textual?

 

La primera opción –no clínico– no sirve porque es meramente negativa. La segunda tampoco, porque el análisis clínico no deja de ser análisis textual, con la única salvedad de que lo que se analiza en él es el texto mismo del paciente.

 


Psicoanálisis: mística sacerdotal vs ciencia

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No quiero, con esto, negar la diferencia entre lo uno y lo otro, pero sí relativizarla.

 

O, dicho en otros términos, me niego a sustantivizarla como tratan de hacer una y otra vez aquellos psicoanalistas que, al modo sacerdotal, difunden cierta mística según la cual la experiencia psicoanalítica solo se daría en el diván -lo que viene a querer decir, en la práctica, en su diván.

 

Todo lo demás, todo lo que sucede fuera de su diván, no sería psicoanálisis.

 

¿Se imaginan ustedes que un médico dijera que posee, en su clínica, un saber del cuerpo del que el biólogo no puede saber nada?

 

Se demuestra en ello lo muy poco que conocen la obra de Freud. Y de hecho nada como el desarrollo de esa pseudomística sacerdotal ha paralizado tanto el desarrollo del psicoanálisis como ciencia.

 

Puede incluso que ustedes se hayan dejado impregnar por ese tópico, difundido por los psicoanalistas sacerdotales, según el cual el psicoanálisis no sería una ciencia, sino otra cosa -y aquí la mística- que se transmitiría por vía oral y hermética -claro está: en su diván.

 

Es sorprendente hasta qué punto -se lo digo a ustedes para evitar confusiones- el propio Lacan, quien inició su carrera reclamando la cientificidad del psicoanálisis contra los sacerdotes de entonces, cuando alcanzó el éxito y se hizo el amo de su escuela invirtió su discurso hasta llegar a hacer el más radical de los discursos sacerdotales.

 

Fue entonces cuando llegó decir que el inconsciente sólo existía en la sesión psicoanalítica.

 

Pero no, miren, inconsciente hay en todas partes donde hay cultura. Es más -y esto toca de lleno a El malestar de la cultura– no podría haber cultura sin inconsciente.

 

 

Hay inconsciente en todas partes donde hay cultura, y lo hay, especialmente, en la experiencia cinematográfica.

 

No olviden, por eso, que en la expresión análisis clínico, la palabra clínico no es un sustantivo, sino un adjetivo. El sustantivo es análisis.

 

Lo que ese adjetivo –clínico– añade no es otra cosa que la referencia a un contexto concreto del análisis, no a lo sustantivo de su ciencia y de su método: hace referencia al contexto concreto del tratamiento terapéutico de un paciente. Pero ese es -lo sabe todo el que haya leído seriamente a Freud- solo uno de los contextos posibles del psicoanálisis.

 

Y éste, el del análisis de un texto artístico, es otro de esos contextos.

 

Vayamos pues al núcleo de la pregunta:

 

«Si viéramos una película que nos provocara una emoción y nosotros tuviéramos para ella una explicación probable, una que nos pareciera razonable y que por tanto se encontraría en nuestra consciencia, ¿podríamos considerarla correcta (al menos posible) o deberíamos descartarla directamente?»

 

 

La pregunta es buena y se respondería a sí misma solo permitiéndose un poco de porosidad entre los dos ámbitos en juego: el de la consciencia y el del inconsciente.

 

¿Una explicación razonable? ¿Y eso qué es exactamente?

 

Quiero decir que la cuestión estriba en si se trataría o no de una racionalización.

 


Racionalización

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Una racionalización es una explicación razonable que uno emplea para protegerse de sus propios contenidos inconscientes.

 

Pero lo notable de las racionalizaciones es que se pueden construir con términos en sí mismos conceptualmente apropiados.

 

Por ejemplo: podemos decir que lo esencial de Melancholia es la angustia que contiene o que lo esencial de The Searchers es la densidad con la que escenifica el Edipo y utilizar estos dos enunciados, ambos a mi entender correctos, como racionalizaciones.

 

Es decir: como etiquetas abstractas con las que deshacernos de la experiencia concreta con la que la angustia y el Edipo nos tocan -y nos duelen- en esos films.

 

Pues bien, mientras hagamos así, nuestro análisis no avanzará un palmo.

 

Y cuando digo ahora nuestro análisis, digo simultáneamente el nuestro -el de cada uno de nosotros- y el del film, por la sencilla razón que no hay otra vía posible para el acceso a la dimensión estética del film: sólo nuestra experiencia del film nos permite saber de la verdad de la experiencia que el film contiene.

 

 


Punto de vista, mujer, hogar

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Teníamos algunas imágenes pendientes.

 

 

Y las imágenes, si aparecen en el momento justo, pueden abrir la puerta a los conceptos.

 

¿No les parece que todos ellos -independientemente del grado de intensidad de esos actores y de esos cineastas- han visto, saben de algo que ha dejado una huella indeleble en su mirada?

 

Y bueno, eso se manifiesta excepcionalmente bien aquí:

 

 

Les hablé, también, de la estructura del punto de vista en True Detective, y les dije que se podía sintetizar así:

 

 

El que mira al otro y se pregunta -cuyo punto de vista compartimos. Y el otro, el que habita la roca dura de la interrogación donde ya ha cesado toda pregunta y que vive abismado en ella.

 

Les decía, finalmente,que era, en lo esencial, la misma estructura de The Searchers.

 

 

Y, en ambos casos, todo gravitaba en torno a un hogar -que es lo mismo que decir, una mujer- perdido definitivamente.

 

 

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CC1606268219285, 2016

 

 

1. Fordianos. El cine en el diván

 

Jesús González Requena
Edipo II. Del odio a la promesa
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2015/2016
sesión del 09/10/2015
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2016

 

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En el diván: el cine y el sueño

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Si algunos de ustedes son ya psicoanalistas, quiero decir, si tienen experiencia práctica en el ejercicio de esa función, sabrán por experiencia propia la importancia que el cine ha alcanzado en el diván.

 

Los pacientes hablan en él una y otra vez de las películas que han visto, que les han afectado o les han emocionado.

 

Y es lógico, porque pocas cosas se parecen tanto a un sueño como una buena película.

 

Lo que por cierto se manifiesta en el interés que los psicoanalistas han comenzado a tomarse por el cine. Aunque, lamentablemente, suelen hacerlo mal. Y ello porque solo atienden a las películas como ilustraciones de sus teorías o de sus casos clínicos. Que es justo lo que un psicoanalista no debería hacer.

 

Lo que un psicoanalista debe hacer con una película es, muy exactamente, lo que vamos a hacer aquí, es decir: analizarla como se analiza un sueño.

 

Y a este propósito, ¿quieren conocer una buena vía de acceso a su inconsciente?

 

Pues bien: consiste en localizar esa película que les impresionó a ustedes especialmente cuando eran niños. Es posible que ni siquiera recuerden su nombre, pero eso no sería más que una confirmación secundaria de su importancia para ustedes.

 

Búsquenla, vuelvan a verla, analícenla. Verán hasta qué punto eso les ayuda a acceder a su inconsciente.

 


Fordianos

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No sé si les gustó la película que les hice ver el otro día.

 

Quizás a algunos les pareciera muy antigua. O a otros no les guste el western… O…

 

Déjenme que intente motivarles.

 

Y, para ello, díganme: ¿les hubiera gustado más si les hubiera puesto… qué se yo… una película de Jean-Luc Godard como Al final de la escapada (À bout de souffle) o Pierrot le fou?

 

 

O una de Steven Spielberg como Tiburón (Jaws), La lista de Schindler (Schindler’s List) o Minority Report.

 

 

O quizás hubieran preferido una de Martin Scorsese, y entonces podría tratarse de Taxi Driver o de Shutter Island.

 

 

O puede incluso que sus gustos sean todavía más modernos y prefirieran ver, qué se yo, Breaking Bad, de Vince Gilligan, o True Detective de Joji Fukunaga y Nic Pizzolatto?

 

 

Y observarán que pongo en primer término a Fukunaga y dejo el segundo para Pizzolato. El motivo es obvio: en la segunda temporada Pizzolatto ha prescindido de ese notable cineasta que es Fukunaga y, convertido en hombre orquesta, ha cometido el error tan habitual en las series televisivas modernas de utilizar a directores diferentes para cada uno de los episodios, con lo que esa segunda temporada ha terminado resultando francamente decepcionante.

 

Pero bueno, dejemos esto. Volvamos a nuestro asunto.

 

 

¿Por qué les hablo de todas estas otras películas y de estos otros cineastas?

 

Pues bien, les contestaré con otra pregunta.

 

¿Por qué, a propósito de la posible incomodidad que a algunos de ustedes les puede haber producido el visionado de The Searchers -y más aún que eso, la perspectiva de pasarse un semestre estudiando tal película, aunque no sea para tanto: Io de semestre es uno de esos eufemismos de moda hoy en día; realmente la cosa se queda en un cortito cuatrimestre-, les hablo de todas estas películas que puede que a más de uno de ustedes les gusten más que The Searchers?

 

 

La respuesta es fácil. Todos los cineastas de los que acabo de hablarles admiran profundamente a John Ford. Y, del conjunto de su cine, repleto de obras maestras, consideran que The Searchers es la más importante.

 

Según avancen en la lectura del seminario del año pasado -y les animo una vez más a que lo hagan lo antes posible- verán que estoy de acuerdo con ellos.

 

Y no porque piense que The Searchers sea mejor que El hombre que mató a Liberty Valance o La taberna del irlandés, sino porque pienso -y ello desde el psicoanálisis- que es la película decisiva en su trayectoria personal, artística y biográfica.

 


La vida y la obra. El espejo y su reflejo

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Y por cierto, aprovecho la cuestión para decirles que -aunque se haya puesto de moda afirmar lo contrario- en todo gran artista estas dos dimensiones, la de la biografía y la de la obra artística, son, sencillamente, indisociables.

 

No crean a aquellos que insisten en decir que la vida del artista no tiene importancia, que lo único que debe importar es su obra.

 

No les crean porque, desde un punto de vista psicoanalítico, eso es, sencillamente, insostenible.

 

La fuerza estética de una obra procede -¿de dónde podría proceder si no?- del inconsciente del artista.

 

Y el inconsciente de cada cual es el palimpsesto de las heridas que ha sufrido y de los símbolos que, mal que bien, le han permitido suturarlas.

 

Pero no me malentiendan: no les estoy diciendo que la obra de arte sea el reflejo de la vida del artista. Eso, si me permiten que lo diga de una manera coloquial, no me parece más que una tontería.

 

Nada es el reflejo de nada, ni siquiera el reflejo del espejo.

 

Y ello porque todo lo que es, es.

 

Nada lo prueba mejor, precisamente, que el espejo y su reflejo.

 

La mejor prueba de ello es hasta qué punto nos confundimos cuando nos miramos en un espejo y nos decimos que eso que vemos en él no es otra cosa que nosotros mismos, y añadimos, como si eso lo explicara todo, nosotros mismos, reflejados en el espejo.

 

La de tonterías y disparates que hacemos después, y que proceden de la equivocación de confundirnos a nosotros mismos con lo que hemos visto en el espejo y a lo que hemos quitado toda densidad llamándolo, sin más, reflejo.

 

Les insisto: todo lo que es, es.

 

Incluso el reflejo, pues en tanto que es, es más y otra cosa que el reflejo de otra cosa.

 

Es. Claro que es. Miren la prueba más sencilla. Ustedes no se miran en el espejo para verse, sino para disponerse, para trabajarse, en suma, para diseñar y elaborar su puesta en escena en la escena de la vida.

 

Ensayan, se estudian con una u otra ropa, se maquillan, de una u otra manera.

 


Los textos prefiguran la realidad

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Pues bien, esto les prueba que nada es el reflejo simple e inmediato de otra cosa.

 

Y por eso el arte no es el reflejo ni de la sociedad en que se hace ni del artista que lo hace.

 

Por el contrario: cada obra de arte es una parte sustantiva de la sociedad en la que se hace tanto como de la vida del artista que la crea.

 

De lo primero les citaré dos ejemplos que utilizo con frecuencia.

 

Primer ejemplo: las torres gemelas de Nueva York empezaron a ser derrumbadas cuando David Fincher puso en escena su derrumbe en El Club de la Lucha.

 

Segundo ejemplo: durante la Segunda Guerra Mundial, el desembarco norteamericano en el Norte de África comenzó cuando Michael Curtiz rodó Casablanca en un plató de Hollywood.

 

Y estoy por añadir esta temporada un tercer ejemplo: la tragedia aérea de Germanwings -sabemos que no podemos llamar a eso accidente, pues fue más exactamente, a la vez, un crimen y un acto loco- en cierto modo comenzó cuando Damián Szifrón puso en escena una fantasía semejante en Relatos Salvajes.

 

Por supuesto, no les estoy diciendo que esos cineastas fueran conscientes de ello. Pero lo que sí les digo es que los seres humanos nunca llevan a cabo nada que no hayan escrito previamente, de una u otra manera.

 

O formulado el asunto en los términos teóricos de este seminario: los textos no reflejan la realidad, sino que la prefiguran.

 

Y más que eso: los textos son parte sustantiva de eso que llamamos realidad.

 

De la segunda idea que acabo de proponerles, esa que afirma que la obra de arte es parte sustantiva de la vida del artista que la crea, encontrarán pruebas sobradas en el seminario del curso pasado que se supone han comenzado ya a leer.

 

Y, de nuevo, cabe aquí también decir que es más que eso: la obra del artista no es un reflejo de su vida, sino, bien por el contrario, el pedazo más sustantivo y relevante de esa vida de la que, por tanto, resulta absolutamente inseparable.

 

 

Si piensan que no siempre es así, que hay artistas en los que eso no es así, les responderé que tienen razón tanto como se equivocan, porque esos no son auténticos artistas sino otra cosa. Llamémosles, por ejemplo, artesanos del mercado del arte.

 


Breaking Bad

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Y bien, les decía: todos esos cineastas de los que les he hablado, Godard o Scorsese, Spielberg, Gilligan, Fukunaga o Pizzolato, antes que cineastas fueron espectadores.

 

Espectadores profundamente interesados, diré más, intensamente afectados por The Searchers.

 

¿No les parece ya sólo eso un buen motivo para que nos preguntemos por ese poder de afección?

 

Si dudan de lo que les digo, les daré un par de pruebas contundentes.

 

Lean la primera:

 

 

«In interviews he did with Stephen Colbert and others earlier this Breaking Bad creator Vince Gilligan cited The Searchers, a 1956 film that starred John Wayne and was directed by John Ford, as having inspired the show’s much-discussed finale.

«”A lot of astute viewers who know their film history are going to say, ‘It’s the ending to The Searchers.’ And indeed it is,” Gilligan told Entertainment Weekly. “It’s always a matter of stealing from the best.”»

 

[uproxx.com/tv/2013/10/breaking-bad-the-searchers-glenn-frankel]

 

 

It’s always a matter of stealing from the best.

 

Pueden traducirlo como:

 

La cuestión es siempre robar al mejor, apropiarse de lo mejor.

 

De modo que para Gilligan el mejor es John Ford y lo mejor se encuentra en The Searchers.

 

Como ven, es el mismo creador de Breaking Bad el que declara que el impactante final definitivo de su serie está directamente inspirado en The Searchers.

 

En suma, que ha recurrido a The Searchers para poner punto final a ese trabajo al que ha dedicado tantos años de su vida -dado que la serie ha durado cinco largas temporadas.

 


True detective

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Y no va sorprenderles menos esta segunda prueba:

 

Cohle: There’s not gonna be a bunch of people

Cohle: coming in and out of this place, is there?

Marty: What do you think, Rust?

(Grunts)

 

Marty: Practical terms, we’re doing an identify and locate.


Marty: Now, I can’t afford to subscribe to all the databases that I used to,

Marty: but I got Auto Track XP

Marty: for motor vehicle records.

Marty: I got Flat Rate Info

Marty: for the QI National People Locator,

Marty: public records, of course.

Cohle: All right.

Cohle: That sounds good.


Cohle: How you been? Ahem. You know, besides work, what do you do?

Marty: I’m sorry, I just– I don’t ever remember you asking me a personal question before.

Marty: Uh… you know,

Marty: I just stay busy, uh, fish, girlfriends.

Cohle: You seeing anybody?

Marty: Not really. Some dates.

Marty: You know, it’s all pretty casual.

Marty: I did have something going for a while, this Filipino girl, but that didn’t pan out.

Marty: Quiet life. I don’t stay out late. I just– I go home.

 

Ven qué película contempla Marty por la noche, cuando cena solo en su apartamento.

 

No es la pantalla lo que vemos, aunque vemos la imagen de The Searchers con toda nitidez. Lo que vemos es su reflejo en ese gran espejo, casi imperceptible, que se encuentra tras Marty y que coloca las imágenes que éste contempla tras él mismo, como constituyendo su fondo, como sugiriendo que ese relato está instalado en el interior del personaje, más allá y más dentro que esa pantalla a la que llamamos conciencia.

 

Y tengan en cuenta que en la película que Marty ve ahora se encuentra, en el primero de los dos planos que nos son dados a ver, un personaje que se llama como él, Marty. Y no nos es mostrado en cualquier escena de The Searchers, sino precisamente en aquella en la que se dispone a disparar un arma por primera vez en su vida.

 

Recordarán, supongo, que, en el primer episodio de True Detective, una de las hijas de Marty le preguntaba a Cohle si había llegado a usar su arma alguna vez. Cohle respondía que sí, mientras que la niña nos informaba de que su padre no había tenido nunca ocasión de utilizar la suya.

 

Sabemos también -pues nos encontramos ya en el séptimo episodio- que más tarde habrá de usarla, en la investigación que desarrolla con Cohle.

 

El caso es que tenemos ahora a Ethan en pantalla. Es él quien, literalmente, hace levantar su mirada a Marty.

 

 

Y no menos notable es el hecho de que, cuando le mira, nosotros dejamos ya de verle en el espejo, como si cierto espacio fuera de campo radical llegara con él.

 

En suma: Ethan está en la posición de Cohle, quien por eso aparece a continuación como quien ha hecho que Marty chocara con aquello que no quería ver.

 

(Bottles clattering)

Marty: You?

Cohle: Ah, I’m about the same.

Cohle: No girlfriend.

Cohle: Just go to work, go home.


 

Y observen la notable diferencia de punto de vista que adopta el cineasta hacia uno y otro personaje.

 

 

Está, en primer lugar, la inaccesibilidad del punto de vista de Cohle, que sólo percibimos desde el punto de vista, éste sí más próximo y accesible, de Marty.

 

Se trata, en lo esencial, de la misma estructura de organización del punto de vista que encontráramos en The Searchers:

 

 

Y bien, lo que saben, es decir, lo que han vivido Ethan y Cohle -pues, reparen en ello, no les hablo de lo que entienden, sino de lo que saben por efecto de su experiencia que es siempre irreductiblemente personal-, es lo que hace inaccesibles sus puntos de vista tanto como lo que motiva el interés, a la vez que el miedo, de los dos Martys hacia ellos.

 

Supongo que habrán prestado la debida atención al tema de la conversación inmediatamente anterior entre Marty y Cohle:

 

Cohle: what do you do?

Marty: I’m sorry, I just– I don’t ever remember you asking me a personal question before.

Marty: Uh… you know, I just stay busy, uh,

Cohle: You seeing anybody?

Marty: Not really. Some dates.

Marty: fish, girlfriends. You know, it’s all pretty casual.

Marty: I did have something going for a while, this Filipino girl, but that didn’t pan out.

Marty: Quiet life. I don’t stay out late. I just– I go home.

 

Se dan cuenta: hablan de su soledad, del hogar perdido, de la mujer que no está -pues, obviamente, la de la foto no es ella, sino alguien irrelevante que nunca podrá ocupar su lugar.

 

 

De eso hablan ambos en esa encrucijada que encuentra, en The Searchers, su cifra.

 

(Actors speaking on TV)

Cohle: (Bottles clattering)

Marty: You?

Cohle: Ah, I’m about the same. No girlfriend.

 

No hay mujer.

 

Cohle: Just go to work, go home.

 

No hay hogar.

 

El home que aquí se nombra doblemente señala, precisamente, la común carencia de ambos.

 

 

Ninguna casa en la que entrar, porque el hogar ha ardido definitivamente.

 

 

 

 

Podría aducirles muchos más detalles de la intensa presencia de The Searchers en True Detective.

 

Así, por ejemplo, el hecho de que Cohle ha perdido a su hija pequeña y desde entonces entrega su vida a la búsqueda de las niñas perdidas de los otros.

 

O que el enemigo que las roba y violenta es reconocible por el rasgo que da nombre al enemigo de Ethan: Scar, es decir, Cicatriz.

 


La locura y el odio, el acto y lo real

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Pero vayamos a lo sustancial, porque la cosa, desde luego, no acaba ahí.

 

 

Hay algo más.

 

¿Qué?

 

Un tema central ante el que se ven confrontados todos estos cineastas.

 

Si prestan la suficiente atención, se darán cuenta de que las imágenes responden por sí mismas.

 

Pero, eso sí, podemos ayudarlas un poco.

 

 

¿Lo ven mejor ahora?

 

Pero, claro está, lo verán mucho mejor si despejo una cierta dificultad. Se debe a que las imágenes de Jean Claude Belmondo, en las dos películas de Godard, disuenan con lo que hay de común denominador en todas las otras.

 

De modo que quitémoslas por ahora.

 

 

Seguro que ahora lo ven mucho mejor.

 

Atiendan a las miradas de todos esos hombres.

 

Y les hablo ahora de los hombres no en el sentido amplio del término, capaz de reunir en su interior tanto a varones como a mujeres, sino en el sentido restringido de la palabra, que hace referencia tan sólo a los varones.

 

Y bien, ¿no ven ustedes, en todas y cada una de esas imágenes, a un varón confrontado al acto, y a un acto tan intenso y decisivo que le coloca en el umbral mismo de la locura?

 

En cierto lugar, añadámoslo, donde el oscuro aroma del odio amenaza con impregnarlo todo.

 

La diferencia que existe entre ellas y las imágenes de los films de Godard nos permiten, de un solo golpe, trazar una frontera que separa con nitidez al cine americano del europeo.

 

 

Y es que deberán reconocerme que ese joven Belmondo que ven en ellas carece de la dureza de los otros: se le ve, desde el primer momento, derrotado.

 

Diríase que el cine europeo, del cual sin duda Jean-Luc Godard es un emblema indiscutible -y aun siendo el propio Godard un igualmente indiscutible admirador del cine de Ford-, diríase que diera por resuelto -y por eso renunciara a formular- el problema que todas las otras películas, americanas, afrontan de manera directa.

 

¿Qué problema?

 

El problema del acto, es decir, el problema del héroe.

 

O si prefieren: el problema del acto heroico, ceñido por esos dos umbrales ensombrecedores que son el de la locura y el del odio.

 

Y es que, ciertamente, en el llamado cine de autor europeo, desde Godard a Antonioni, desde Buñuel a Bergman, la cuestión del acto es dada por resuelta como cuestión imposible -como sucede también, dicho sea de paso, en el psicoanálisis lacaniano.

 

Por cierto que ese podría ser uno de los motivos por el que los grandes públicos se han alejado siempre de esos, por lo demás extraordinarios, cineastas, no sintiéndose concernidos por sus películas.

 

Nada de eso sucede en esos otros cineastas, norteamericanos, cuyas películas han alcanzado, todas ellas, gran impacto entre los grandes públicos.

 

Y bien, tienen que reconocerme que, si de eso se trata, es difícil llegar tan lejos como lo hace John Ford en The Searchers:

 

 

La locura y el odio, el acto y lo real: ya tienen aquí los cuatro conceptos fundamentales que van a ocuparnos este año.

 

Lo que justifica, por sí solo, la elección del texto de Freud que les invito a incorporar a sus lecturas: El malestar en la cultura.

 

Pues de esto es de lo que, en lo esencial, trata este texto decisivo de Freud.

 

 


El malestar en la cultura

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Y a propósito de El malestar en la cultura.

 

¿Lo han leído ya? ¿Lo han empezado, al menos? ¿Se han dado cuenta de cómo comienza?

 

«Uno no puede apartar de sí la impresión de que los seres humanos suelen aplicar falsos raseros; poder, éxito y riqueza es lo que pretenden para sí y lo que admiran en otros, menospreciando los verdaderos valores de la vida.»

 

 

Quizás hayan pensado que este comienzo no tiene mayor importancia, que no es más que una introducción dirigida por Freud a un amigo suyo.

 

Pues bien, tengo que llamarles la atención: deben tomarse este comienzo absolutamente en serio.

 

Porque Freud está hablando muy en serio.

 

Piensen que cuando lo escribe tiene 73 años -una edad en la que no se está ya para tonterías- y que lo escribe en el frontispicio de un libro que muchos han querido hacer pasar como una de las obras mayores de la deconstrucción.

 

Lo que indica, desde luego, que no se han tomado en serio este inicio sobre el que, precisamente, les estoy llamando la atención.

 

Pues en él Freud, en 1929, cuando ya los discursos de la deconstrucción impregnaban Europa, afirma que existe eso mismo que los abanderados de la deconstrucción han descartado como ilusiones caducas.

 

Freud, por el contrario, comienza su libro afirmando la existencia de unos verdaderos valores de la vida.

 

Y señalando, además, que eso que los deconstructores consideran los únicos valores realmente existentes -el poder, el éxito y la riqueza– no son otra cosa que falsos valores.

 

De modo que, para comprender la aventura intelectual que Freud emprende en 1929 y cuyo conflictivo decurso se manifiesta en todo lo que sigue, deben tener en todo momento este inicio muy presente. Vean como prosigue:

 

«Uno no puede apartar de sí la impresión de que los seres humanos suelen aplicar falsos raseros; poder, éxito y riqueza es lo que pretenden para sí y lo que admiran en otros, menospreciando los verdaderos valores de la vida. Mas en un juicio universal de esa índole, uno corre el peligro de olvidar la variedad del mundo humano y de su vida anímica. En efecto, hay hombres a quienes no les es denegada la veneración de sus contemporáneos, a pesar de que su grandeza descansa en cualidades y logros totalmente ajenos a las metas e ideales de la multitud. (…)

«Uno de estos hombres eminentes me otorga el título de amigo en sus cartas. Yo le envié…»

 

 

Y a su vez, para comprender todo lo que en ello se pone en juego, no pueden conformarse con leer El malestar en la cultura.

 

Por el contrario, resulta obligado leer a continuación ese otro texto en el que prosigue y se intensifica el diálogo de Freud con ese hombre eminente al que se hace referencia aquí.

 

Se trata de un texto siete años posterior, muy breve pero también muy denso, cuyo título es: Carta a Romain Rolland (Una perturbación del recuerdo en la Acrópolis) (1936).

 

 

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