13. Aporías de la deconstrucción 3: Zizek y el significante lacaniano

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 2014-11-28 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

 

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Complicidad vs teoría

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Con motivo de la última sesión, en la que, como recordarán, nos ocupamos de la noción de falo, me ha llegado de uno de ustedes este texto y he entendido que me invitaba con ello a entrar en discusión:

 

«En lo relativo a la manipulación de la esencia misma de la sexualidad, la intervención científico-médica directa, queda perfectamente reflejada en la triste historia del Viagra, esa píldora milagrosa que promete recuperar la potencia sexual masculina de un modo puramente bio-químico, obviando toda la problemática de las inhibiciones psicológicas. (…) Por decirlo con los términos de la crítica de Adorno contra la mercantilización y la racionalización: la erección es uno de los últimos vestigios de la auténtica espontaneidad, algo que no puede quedar totalmente sometido por los procedimientos racional-instrumentales.

«Este matiz infinitesimal (el que no sea nunca directamente “yo”, mi Yo, el que decide libremente sobre la erección), es decisivo: un hombre sexualmente potente suscita atracción y deseo no porque su voluntad gobierne sus actos, sino porque esa insondable X que decide, más allá del control consciente, la erección, no le plantea ningún problema.

 

«La cuestión esencial aquí es distinguir entre el pene (el órgano eréctil en sí) y el falo (el significante de la potencia, de la autoridad simbólica, de la dimensión -no biológica sino simbólica- que confiere autoridad y/o poder). Del mismo modo que un juez, que bien puede ser un individuo insignificante, ejerce autoridad desde el momento en que deja de hablar en su nombre para que la Ley hable a través de él, la potencia del varón funciona como indicación de que otra dimensión simbólica se activa a través de él: el “falo” indica los apoyos simbólicos que confieren al pene la dimensión de la potencia. Conforme a esta distinción, la “angustia de la castración” no tiene, según Lacan, nada que ver con el miedo a perder el pene: lo que genera ansiedad es, más bien, el peligro de que la autoridad del significante fálico acabe apareciendo como una impostura. De ahí que el Viagra sea el castrador definitivo: el hombre que tome la píldora tendrá un pene que funciona, pero habrá perdido la dimensión fálica de la potencia simbólica -el hombre que copula gracias al Viagra es un hombre con pene, pero sin falo. (…) Por decirlo en términos un tanto machistas, ¿qué empeño pondrá la mujer en resultarle atractiva a un hombre, en excitarlo de verdad? Por otro lado, la erección o su ausencia, ¿no es una especie de señal que nos permite conocer el estado de nuestra verdadera actitud psíquica?»

 

[Slavoj Zizek: En defensa de la intolerancia, La sexualidad hoy, p. 98-99]

 

 

Lo que acepto en seguida, pues nos ayudará a contrastar la caraterización de esa noción tal como pudimos ponerla en juego en The Searchers.

 

Como prólogo, debo decirles que me incomoda tanto el título del libro –En defensa de la intolerancia– como el marco explícitamente político en que se escribe y que repite muchos de los tópicos -y de las paradojas- subversivos que ya tuvimos ocasión de poner en cuestión en los dos días anteriores a propósito del discurso de Judith Butler.

 

Así, en su introducción, podemos leer:

 

«Pero, ¿y si este multiculturalismo despolitizado fuese precisamente la ideología del actual capitalismo global? De ahí que crea necesario, en nuestros días, suministrar una buena dosis de intolerancia, aunque sólo sea con el propósito de suscitar esa pasión política que alimenta la discordia. Quizás ha llegado el momento de criticar desde la izquierda esa actitud dominante, ese multiculturalismo, y apostar por la defensa de una renovada politización de la economía.»

 

[Slavoj Zizek: En defensa de la intolerancia, Introducción, p. 11-12]

 

 

Dejemos ahora la discusión sobre el multiculturalismo al margen -saben ustedes que mi enfoque no va precisamente por ahí-, dejemos igualmente esa más que discutible -y un tanto inquietante- identificación de la política con la discordia, pero díganme: ¿qué se obtiene proclamando que el libro que uno escribe es de izquierdas -o de derechas?

 

Pienso que es evidente: la complicidad -de los de izquierdas o de los de derechas, según el caso.

 

Eso no dudo que sea bueno para las luchas políticas, pero sin duda no lo es para el trabajo teórico, porque la complicidad moviliza inevitablemente un campo de acuerdos y de prejuicios, a la vez emocionales e implícitos, que son necesariamente perjudiciales para el trabajo teórico, pues, desde el mismo momento en que son implícitos y emocionales, se vuelven incontrolables.

 

El ideal del trabajo científico -difícil de alcanzar, desde luego, como todo ideal- requiere de todo lo contrario: definiciones explícitas, objetivadas y rigurosas.

 

Aprovecho la ocasión para llamarles la atención de que ese es el motivo de que el usted sea idioma oficial en este seminario: el tuteo favorece la complicidad; el trato de usted, en cambio, ayuda a neutralizarla, pues ayuda a mantener las distancias.

 

Y ese es el motivo de que les invite a poner por escrito sus dudas y sus objeciones: poner por escrito una idea es tomar con respecto a ella la primera distancia que nos pone en condiciones de juzgarla.

 

No se fíen de lo que creen entender y pensar mientras que no lo hayan puesto a prueba por la vía de la escritura.

 

 

Dicho sea de paso: en mi opinión la tarea prioritaria de un director de tesis consiste en ayudar al doctorando a explicitar los presupuestos de su discurso y a controlar el grado de su rigor y de su coherencia.

 


Freud y el sueño

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Por cierto, Zizek hubiera necesitado un buen director de tesis que le hubiera obligado a leer a Freud en vez de imaginárselo:

 

«Cabe recordar aquí esa distinción propuesta por Freud entre el pensamiento onírico latente y el deseo inconsciente expresado en el sueño. No son lo mismo, porque el deseo inconsciente se articula, se inscribe, a través de la “elaboración”, de la traducción del pensamiento onírico latente en el texto explícito del sueño. Así, de modo parecido, no hay nada “fascista” (“reaccionario”, etc.) en el “pensamiento onírico latente” de la ideología fascista (la aspiración a una comunidad auténtica, a la solidaridad social y demás); lo que confiere un carácter propiamente fascista a la ideología fascista es el modo en el que ese “pensamiento onírico latente” es transformado/elaborado, a través del trabajo onírico-ideológico, en un texto ideológico explícito que legitima las relaciones sociales de explotación y de dominación.»

 

[Slavoj Zizek: En defensa de la intolerancia, ¿Por qué las ideas dominantes no son las ideas de los dominantes?, p. 20]

 

 

Notable amalgama.

 

Pero no me voy a detener ahora a mostrarles la falta de rigor con la que se utilizan los términos freudianos para dar apariencia de cientificidad a una reflexión sobre la ideología donde esos términos carecen de utilidad y de competencia.

 

Solo quiero, como les decía, llamarles la atención sobre el hecho de que Zizek no parece haber leído una sola línea de Freud relativa a los sueños.

 

No digo ya la Interpretación de los sueños, sino incluso el Esquema del psicoanálisis.

 

Pues entonces se habría dado cuenta de lo que ya saben ustedes: que la distinción freudiana es otra:

 

«aquello por nosotros recordado como sueño tras el despertar no es el proceso onírico efectivo y real, sino sólo una fachada tras la cual el sueño se oculta. Es nuestro distingo entre un contenido manifiesto del sueño y los pensamientos oníricos latentes

 

[Sigmund Freud: 1940 [1938] La psique y sus operaciones, V. Un ejemplo: La interpretación de los sueños]

 

En suma: que la distinción que Zizek atribuye a Freud no es tal, pues el pensamiento onírico latente es el deseo inconsciente expresado en el sueño.

 

«esa moción inconciente es el genuino creador del sueño, costea la energía psíquica para su formación. Como cualquier otra moción pulsional, no puede aspirar sino a su satisfacción, y en verdad la experiencia que hemos adquirido en la interpretación de los sueños nos muestra que ese es el sentido de todo soñar. En todo sueño debe figurarse como cumplido un deseo pulsional

 

[Sigmund Freud: 1933 [1932] Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, 29ª conferencia: Revisión de la doctrina de los sueños]

 


La esencia de la sexualidad auténticamente espontánea

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Pero volvamos al párrafo del libro que me han invitado a analizar:

 

«En lo relativo a la manipulación de la esencia misma de la sexualidad, la intervención científico-médica directa, queda perfectamente reflejada en la triste historia del Viagra, esa píldora milagrosa que promete recuperar la potencia sexual masculina de un modo puramente bio-químico, obviando toda la problemática de las inhibiciones psicológicas. (…) Por decirlo con los términos de la crítica de Adorno contra la mercantilización y la racionalización: la erección es uno de los últimos vestigios de la auténtica espontaneidad, algo que no puede quedar totalmente sometido por los procedimientos racional-instrumentales.

«Este matiz infinitesimal (el que no sea nunca directamente “yo”, mi Yo, el que decide libremente sobre la erección), es decisivo: un hombre sexualmente potente suscita atracción y deseo no porque su voluntad gobierne sus actos, sino porque esa insondable X que decide, más allá del control consciente, la erección, no le plantea ningún problema.

 

«La cuestión esencial aquí es distinguir entre el pene (el órgano eréctil en sí) y el falo (el significante de la potencia, de la autoridad simbólica, de la dimensión -no biológica sino simbólica- que confiere autoridad y/o poder). Del mismo modo que un juez, que bien puede ser un individuo insignificante, ejerce autoridad desde el momento en que deja de hablar en su nombre para que la Ley hable a través de él, la potencia del varón funciona como indicación de que otra dimensión simbólica se activa a través de él: el “falo” indica los apoyos simbólicos que confieren al pene la dimensión de la potencia. Conforme a esta distinción, la “angustia de la castración” no tiene, según Lacan, nada que ver con el miedo a perder el pene: lo que genera ansiedad es, más bien, el peligro de que la autoridad del significante fálico acabe apareciendo como una impostura. De ahí que el Viagra sea el castrador definitivo: el hombre que tome la píldora tendrá un pene que funciona, pero habrá perdido la dimensión fálica de la potencia simbólica -el hombre que copula gracias al Viagra es un hombre con pene, pero sin falo. (…) Por decirlo en términos un tanto machistas, ¿qué empeño pondrá la mujer en resultarle atractiva a un hombre, en excitarlo de verdad? Por otro lado, la erección o su ausencia, ¿no es una especie de señal que nos permite conocer el estado de nuestra verdadera actitud psíquica?»

 

[Slavoj Zizek: En defensa de la intolerancia, La sexualidad hoy, p. 98-99]

 

 

Debo decirles que el texto empieza mal, dado que presupone la existencia de una esencia de la sexualidad que ni justifica ni siquiera define.

 

Y continúa peor cuando presupone la existencia de una auténtica espontaneidad que él no duda en asociar con la erección.

 

De modo que nos encontramos con la esencia de la sexualidad auténticamente espontánea

 

Como ven, ya se ha deslizado aquí esa naturalidad buena de lo buenamente natural que sería envilecida por la sociedad, la cultura… y el capital.

 

Da gusto contar con el capital para poder echarle la culpa de todo.

 

Pero miren, eso no llega muy lejos: en la Edad Media se echaba la culpa de todo al demonio.

 

No se trata ahora de estar a favor o en contra del capital o del demonio -cosas que, por lo demás, de una manera o de otra, existen, como todas aquellas cosas para las que existen palabras que las nombran.

 

Sobre lo que les trato de llamar la atención es sobre el hecho de que en esta invocación al Capital -al que, por supuesto, se escribe con mayúsculas- cierra el círculo de las complicidades inauguradas con la proclamación de ser de izquierdas: nosotros, los de izquierdas, luchamos contra el capital.

 

Estupendo.

 

Pónganlo ahora de derechas: nosotros, los de derechas, luchamos contra el colectivismo.

 

Estupendo, también, sólo que para los otros.

 

El asunto es que con este juego de adhesiones y rechazos se evita comenzar el trabajo teórico que pasa por definir los conceptos en juego.

 

Por cierto, cuando vean una palabra escrita con mayúscula, sospechen de ella: suele ser uno de los más viejos trucos para hacer pasar como concepto algo que nunca es definido.

 

La esencia de la sexualidad auténticamente espontánea.

 

Como ven, estos deconstructores que pretenden deconstruir todo acaban deteniéndose siempre ante la Diosa.

 

¿Qué Diosa?

 

La Diosa madre: la Naturaleza.

 

 

Por eso hemos decidido en Trama y Fondo organizar un congreso sobre el asunto.

 

La siguiente objeción: no es aceptable en términos psicoanalíticos -tampoco en términos nietzscheanos- reducir la voluntad a la voluntad consciente, sencillamente porque eso convierte el inconsciente en una insondable X,
y no, como pensaba Freud, en el campo de una voluntad, la del deseo, que escapa al control de la conciencia, pero que no por ello deja de ser voluntad.

 

Y precisamente por eso, porque es la voluntad inconsciente la que está en juego, me parece una expresión tan desenfadada como inapropiada esa que afirma que eso -la erección-, a no se sabe qué tipo de hombres, no les plantea ningún problema.

 

No existe tal tipo de hombres.

 

Y, si existieran, ellos serían la encarnación de la máquina biológica que el propio Zizek quiere poner en cuestión a propósito del ejemplo de la viagra.

 


La definición de significante

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«La cuestión esencial aquí es distinguir entre el pene (el órgano eréctil en sí) y el falo (el significante de la potencia, de la autoridad simbólica, de la dimensión -no biológica sino simbólica- que confiere autoridad y/o poder).»<

 

 

Estoy de acuerdo en la necesidad de diferenciar los conceptos de pene y de falo, aunque no me parece que la mejor manera de hacerlo sea definir al pene como el órgano eréctil porque, como se sabe, muchas veces no lo es.

 

Y el asunto es que si no hay erección, hay pene, pero no hay falo.

 

¿Es el falo un significante?

 

Ustedes piensan, de entrada, que sí, porque no paran de hablarles todo el día de significantes… Pero antes de darlo por hecho, plantéense la cuestión.

 

Si lo hacen, se verán obligados a preguntarse primero: ¿qué es un significante?

 

¿Ven lo que les decía antes? Exactamente así funciona la teoría: exigiendo definiciones precisas, pues, de lo contrario, es imposible avanzar con rigor.

 

Y bien, ¿quién quiere definirlo?

 

Poseemos la definición saussuriana: el significante es la cara formal, acústica, reconocible, del signo.

 

Y, como tal, en el signo, está asociado a determinado significado que es su otra cara, su cara semántica.

 

¿Es esta la definición lacaniana de significante a la que hace referencia aquí Zizek?

 

Desde luego que no.

 

Ahora bien, ¿cuál es la definición lacaniana de significante?

 

¿Alguien podría dárnosla? ¿Cómo, no la recuerdan?

 

Lacan sólo da una -y es algo notable, porque si algo no se suele dar en la obra de Lacan son definiciones-:

 

«Un significante es lo que representa al sujeto para otro significante.»

 

[Jacques Lacan: 1962-1963, Seminario 10, La angustia, sesión de 1963-02-27]

 

 

¿Qué les parece esta definición?

 

Les sorprende esta pregunta, porque seguramente han oído esta definición muchas veces, pero siempre sin ella.

 

Quiero decir: como una definición contundente, incuestionable.

 

Y es que cada vez más los modos de la conducta religiosa sustituyen a los propiamente racionales, científicos, en el campo de las ciencias humanas -quizás sea un síntoma bien expresivo de ello la sustitución de esta expresión, tan exigente, ciencias humanas, por la de estudios culturales.

 

El caso es que, si en vez de aceptarla como una verdad revelada -e incomprensible-, la examinan, se darán cuenta de que es un ejemplo perfecto de definición inaceptable porque, como todo el mundo sabe excepto los lacanianos, el término definido no puede entrar en su definición, pues si lo hace ésta queda convertida en una mera tautología: el significante es el significante.

 

Ahora, eso sí, permítanme que insista: en los discursos religiosos suelen abundar tautologías como esta.

 

El caso es que hay definiciones incorrectas en las que se utiliza el término a definir que, al menos, son inteligibles.

 

Pero no es éste el caso.

 

Ésta nadie la entiende, aunque todos ponen cara de entenderla. Es decir, encadenan frases a continuación, como si entendieran.

 

Pero nadie la explica, sencillamente porque es una frase que carece de sentido.

 

Y ello porque en ella se combina el verbo representar y el adverbio para de manera semánticamente incorrecta.

 

Me explicaré: alguien, pongamos que Juan, compra un mantel para una mesa.

 

Eso es viable y semánticamente aceptable: Juan puede comprar un mantel para la mesa de su comedor.

 

Pero, en cambio, Juan no puede representar un papel para una mesa. Tampoco puede interpretarlo. En suma, son absurdos enunciados como Juan interpreta un papel para una mesa o Juan representa un papel para una mesa.

 

Y ello porque no se interpreta ni se representa para las cosas: solo se puede interpretar o representar para las personas -así, por ejemplo: Juan interpreta un papel para Margarita– y, por extensión, para los seres vivos que puedan comportarse, de una manera u otra, como tales.

 

Y ello porque una condición mínima para que alguien pueda ser receptor -espectador, si prefieren- de una representación es que tenga una capacidad perceptiva, interpretativa, mínima.

 

Podemos extenderlo a ciertas máquinas, pero con la condición de que sean inteligentes: así lo ordenadores, por ejemplo.

 

Del mismo tipo es el verbo engañar, el verbo mentir o el verbo decir.

 

Se le puede decir algo a Juan o a Margarita, al perro o al ordenador, pero no se le puede decir nada ni a la mesa, ni a la silla, ni a una piedra, ni a una célula -como mucho a una planta, según algunos.

 

Tampoco a un signo, ni a un significante.

 

Sencillamente porque todas estas cosas son cosas, no entidades inteligentes.

 

Y por cierto: ya saben lo que se dice de los que se empeñan en hablar con las piedras o con las mesas: que están locos.

 

 

En la práctica, cuando en psicoanálisis se dice que algo es un significante, lo que se entiende es que ese algo, digamos X, no siéndo, per se, signo de otra cosa, digamos Y, pasa, sin embargo, a comportarse como signo de Y.

 

En suma: que X significa otra cosa de lo que es él mismo.

 

Así, por ejemplo, el dolor de piernas de una histérica puede significar -es decir, ser significante de- su identificación con su padre paralítico, su deseo de ser atendida por un médico al que desea, o muchas otras cosas.

 


Falo y significante

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El caso es que, Zizek afirma que el falo es el significante de la potencia, de la autoridad simbólica, de la dimensión -no biológica sino simbólica- que confiere autoridad y/o poder.

 

Pero, ¿qué es lo que no dice?

 

No dice cuál es el significante.

 

Quiero decir: no nos dice cuál es el significante, qué es lo que, en concreto, hace de significante de eso otro –la potencia, etc.

 

Ustedes podrían pensar que es el pene en erección el que hace de significante de todo eso -de hecho sería perfectamente plausible- pero Zizek dice expresamente que no: que el falo es otra cosa que el pene, que no es el órgano eréctil… que es el significante de…

 

¿Se dan cuenta del sinsentido?

 

Pero no le culpen a él especialmente, pues sólo repite el tópico lacaniano.

 

Pues Lacan, después de decir que esto y aquello -el dolor de piernas de la histérica o el compulsivo lavarse las manos del obsesivo- son significantes de otra cosa -enunciado en sí mismo correcto, que solo añade al pensamiento freudiano la elección lexical de la expresión significante-, da el salto a decir que algo que no se sabe qué es –el falo (lacaniano), por ejemplo, del que solo se sabe lo que no es, pues no es el pene con o sin erección- es significante de otra cosa -del deseo, por ejemplo.

 

Si el primer uso es del todo coherente con la lingüística, el segundo no tiene nada que ver con ella excepto la apariencia lexical, por más que, por el camino, se haya pretendido autorizar en la lingüística algo que no tiene nada que ver con ella.

 

Pues en lingüística un significante es algo concreto, manifiesto, que significa otra cosa de lo que es.

 

Lacan y Zizek llaman significante a todo lo contrario: a algo que no se sabe lo que es, que solo se sabe lo que no es, pero de lo que se dice que es un significante.

 

La mejor manera de percibir el artefacto es eliminar la palabra significante de la cita:

 

«La cuestión esencial aquí es distinguir entre el pene (el órgano eréctil en sí) y el falo (la potencia, de la autoridad simbólica, de la dimensión -no biológica sino simbólica- que confiere autoridad y/o poder).»

 

 

Como ven, no se pierde nada, el significado no solo se mantiene, sino que la frase resulta mucho más comprensible.

 

O bien, pueden cambiar la palabra significante por la palabra símbolo.

 

La cuestión esencial aquí es distinguir entre el pene (el órgano eréctil en sí) y el falo (el símbolo de la potencia, de la autoridad simbólica, de la dimensión -no biológica sino simbólica- que confiere autoridad y/o poder»

 

 

Claro que entonces se desvanece el pedigrí lingüístico que se obtiene con la palabra significante. Pero todo sigue siendo mucho más claro y comprensible.

 

Y claro, también sigue siendo necesario definir cuál es la manifestación concreta de ese símbolo… que es lo que nunca terminan de decir.

 


El significante del falo

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Piensen en nuestro ejemplo: el sable de Ethan.

 

Si yo les digo que el sable de Ethan es un significante del falo, ustedes lo entienden perfectamente.

 

Pero se dan cuenta que en esta frase el falo aparece no como un significante, sino más bien, como un significado y más propiamente como un símbolo -les propongo definir el símbolo como una constelación de significados objeto de un acto de donación.

 

Si he podido mostrarles hace un momento que la frase resultaba mucho más legible si quitábamos la palabra significante es porque de hecho la única manera de entender lo que Zizek dice del falo es reconocerlo como el significado de no se sabe qué significante -pero en la práctica, aunque Zizek diga que no, en la mente de ustedes aparece inevitable y sensatamente el pene en erección.

 

De hecho, ¿cómo podría el falo sugerir la potencia y la autoridad si no fuera antes y primero el pene en erección?

 

Ustedes lo entienden así si es que entienden algo, a pesar de que Zizek -y Lacan- les digan que no es eso, que no es el pene en erección, sino un significante.

 

Y sin embargo no presentan ningún significante, pues niegan la única cosa que en esto podría actuar como tal.

 

De modo que hablan de un significante que no es un significante: un significante que no existe es entonces el que remite a esos significados de la potencia y la ley.

 

La cosa parece absurda.

 

Yo diría, en rigor, que lo es.

 

Pero si hay muchos que la toman en serio, pienso que es porque ofrece beneficios secundarios.

 

¿Cuáles?

 

Precisamente: el romper la relación entre el pene en erección y los significados de los que es significante.

 

Nada lo muestra mejor que lo que sigue:

 

«Del mismo modo que un juez, que bien puede ser un individuo insignificante, ejerce autoridad desde el momento en que deja de hablar en su nombre para que la Ley hable a través de él, la potencia del varón funciona como indicación de que otra dimensión simbólica se activa a través de él: el “falo” indica los apoyos simbólicos que confieren al pene la dimensión de la potencia.»

 

 

En el campo de la ley jurídica, es decir, meramente legal, puramente semiótica, eso puede funcionar, pero solo en los periodos de estabilidad.

 

Mas no puede durar indefinidamente. Solo tienen que pensar en la Alemania nazi y en la Rusia estalinista: todos los jueces insignificantes miraban para otro lado en un mundo regido por voluntades criminales.

 

Este párrafo es un buen ejemplo de la tendencia estructuralista a sobredimensionar el poder de las estructuras y a minusvalorar el de los sujetos, a los que, por ello mismo, se reduce a la condición de agentes.

 

Aunque el juez sea un tipejo insignificante, se nos dice, la ley funcionará a través de él. Pues miren, no: cuando se multiplican los tipejos insignificantes, nadie sostiene la ley y la corrupción se infiltra por todas partes.

 

Y, por otra parte, si lo que nos ocupa es el falo, no estamos en el campo de la ley jurídica, sino en el de la ley simbólica.

 

Es especialmente reveladora, aquí, la palabra insignificante: un tipo in-significante, es un tipo incapaz de ser significante, es decir, de sustentar su palabra.

 

Un tipo in-significante es también un tipo no significante: no puede, no se le levanta.

 

El campo de la ley simbólica es, les insisto, el de la palabra encarnada. Y, en el campo de la escena sexual, esa encarnación pasa por la erección.

 

¿Ven, entonces, cuál es el beneficio secundario?: los héroes no existen, que nadie espere nada de mí.

 


La definición del falo

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La definición del falo que les ofrecía el otro día -de la cual el sable de Ethan era un expresivo significante, una apropiada manifestación simbólica- es, a la vez, más amplia y más concreta, más real y más simbólica que todas las confusas divagaciones lacanianas.

 

Clayton: When did you get back? I ain’t seen you since the surrender. Come to think of it, I didn’t see you at the surrender.

Ethan: Don’t believe in surrenders.

Ethan: Nope, I still got my saber, Reverend.

Ethan: Didn’t turn it into no plowshare neither.


 

El falo no es el pene, pero tampoco es algo que el pene no es -un significante, por ejemplo- y ello porque, si el falo no puede ser reducido al pene, sin embargo lo incluye necesariamente.

 

Es decir: sin pene, no hay falo.

 

El falo no es el pene en erección pero lo incluye necesariamente -e ídem: sin ello tampoco puede haberlo, y así sucesivamente.

 

El falo es el pene en erección en cuanto herramienta de un acto, pero no de cualquier acto: la masturbación masculina, por ejemplo, siendo un acto que implica al pene en erección, es muy poco acto para ser falo.

 

El falo es el pene en erección en tanto que penetra a una mujer y desencadena su goce -ahí se concreta su potencia y de ahí procede su poder y su autoridad.

 

Ven ustedes, dicho sea de paso, por qué no es un significante: sencillamente porque con un significante no se puede hacer el acto.

 

Y lo es tanto más si es capaz de volver a hacerlo con la misma mujer -lo que, como las propias mujeres saben, no es nada fácil: basta pensar, por ejemplo, en el caso de Don Juan, que entraba en pánico y huía de cada mujer en la siguiente.

 

Y es mucho más falo si, además de todo ello, es capaz de dejarla embarazada.

 

Y lo es todavía más aún si es capaz de quedarse ahí, protegiéndola a ella y a su prole y dándoles, a todos, sus apellidos.

 

Como ven, no he inventado nada: sólo les he recordado las implicaciones simbólicas del falo en nuestra cultura, tal y como aparecen admirablemente sintetizadas en The Searchers.

 

En su núcleo aparece algo más que la vitalidad de un órgano: el salto simbólico a una palabra encarnada en forma de deseo y proyectada en un relato.

 

Porque se habrán dado cuenta de que la definición que les he ofrecido es una definición narrativa.

 

La definición del falo es la definición misma de la virilidad, dado que nos devuelve la constelación de los significados de la masculinidad y dado que, además, el falo es la herramienta del varón.

 

La definición del falo es por tanto la definición del héroe, y es finalmente la definición del padre.

 

Sí, la del padre, porque el padre, se diga lo que se diga de él, es alguien que fue capaz de hacerlo.

 

 

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12. The Searchers: la fórmula completa del falo

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 21/11/2014 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

 

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Él

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Les decía el otro día:

 

 

Porque ella le mira, él llega portando su espada.

 

Ésta es una manera de tratar de nombrar lo que el niño ve, pero quizás no sea la lexicalización idónea, pues introduce el pronombre Ella antes que el pronombre Él.

 

Y, sin embargo, el orden es el opuesto: Él precede a Ella, puesto que hasta que Él no aparece no hay ninguna Ella,

 

 

sino sólo la Imago Primordial.

 

Y la Imago Primordial, dado que lo es todo, no tiene ni género ni sexo.

 

 

Por eso su dialéctica se limita al yo y el tú, donde ambos son intercambiables,

 

 

pues son las dos caras de la elipsis del narcisismo primordial.

 

Debiéramos mejor decir entonces:

 

 

porque la mirada se hace visible, llega él,

 

 

Y en tanto llega él la Imago Primordial cae, y aparece Ella,

 


 

objeto carente -pues no tiene espada- y prohibido.

 

Pero que ella, la madre, sea a partir de ahora el objeto prohibido, no quiere decir que ella sea deseada -por el niño como por la niña- como el ser carente que ha comenzado a ser.

 

Si ella es deseada lo es, por el contrario, como la sede de la Imago Primordial que aunque caída, sigue ahí, a pesar de todo, presente, como una exigencia irrenunciable del principio del placer.

 

Este es el motivo, bien sensato, de la prohibición del incesto: que prohíbe un imposible y, al prohibirlo, empuja a aceptar la realidad de su imposibilidad, de su inexistencia.

 

No pierdan de vista esta paradoja del objeto de deseo en tanto imaginario: lo que se desea en él es la reinstauración de la Imago Primordial y, con ella, la cancelación de la división entre el sujeto y el objeto.

 

De modo que ésta es la paradoja de la madre: que, a la vez que aparece como quien no tiene, sigue no obstante siendo la sede desde la que mana el halo de la Imago Primordial.

 

Lo que, por lo demás, se combina bien con la presencia y la ausencia del padre: si el padre está y ella le mira, entonces manifiesta su debilidad y su carencia, pero si él no está y ella me mira me captura en la mirada de la Imago Primordial con la que cesa toda debilidad y toda carencia.

 

Esta ambivalencia está intensamente presente en ese periodo en el que el niño se encuentra instalado en el Edipo. Pero no pierdan de vista que, durante un primer tiempo, la niña está en la misma posición: ella también quisiera expulsar al padre que le arrebata su imago primordial.

 

En esta primera parte en la que el Edipo comienza, para el niño como para la niña, primero es el dos en uno de la identificación en la Imago Primordial, que concluye con la llegada de Él desgajando el yo del tú, con lo que aparece Ella y el yo recibe un nombre sexuado: José o Josefina.

 


 

Y ciertamente así aparecía Ethan en la primera escena: como un Él en principio distante

 

 

cuyo punto de vista, por ello, resultaba totalmente inaccesible, mientras que eran movilizados los puntos de vista de todos los demás:

 

 

no solo el de Martha,

 

 

sino también los de Aaron,

 

 

Lucy, Ben

 

 

y Debbie.

 

Aunque, de hecho, todos ellos se reunieran en el de Martha, como encarnación de la casa familiar.

 

Sólo al final de la escena el punto de vista se invertía,

 

 

y se nos daba acceso al punto de vista de Ethan, desde el cual Martha aparecía como el objeto de su deseo.

 

Y eso prosigue después, dentro de la casa

 


 


Martha y la luz

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Reapareciendo finalmente en el punto en el que nos detuvimos él último día:

 

Ethan: So?


 

Martha se aleja llevándose toda la luz que importa para Ethan.

 


 

Mientras que Aaron pierde definitivamente toda dignidad guardando el dinero bajo su trasero.

 


 

Ethan da dos pasos hacia delante para tratar de seguir con la mirada a Martha, pero ella ya está fuera de su campo visual, de modo que a él solo le queda imaginarla.

 

 

Nosotros, sin embargo, podemos verla todavía, llenando con su luz ese espacio al que -ya se lo advertí a ustedes en su momento- ni Ethan ni la cámara llegarán a entrar nunca.

 

 

Y bien, es justo ahora cuando nos es dado saber dónde se encuentra la puerta de entrada principal: del otro lado de esa puerta que conduce al dormitorio de Martha.

 

Es coherente, ¿no les parece? Si ese dormitorio se opone a la entrada principal, es porque define el espacio interior principal.

 


Ethan en el porche

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Ethan está ahora en el mismo lugar en el que antes estuvo Martin.

 

Pero se dan cuenta de la diferencia:

 

 

para él sólo hay una luz, la lunar.

 

Nada de ese rayo de luz cálida que provenía del interior de la casa cuya puerta, a pesar de la prohibición que ha llegado ya para Martin, sigue constituyendo una promesa de calidez abierta para él.

 

Incluso la ventana que arriba desprendía una luz tan amarilla en el plano del joven, en el de Ethan, estando también presente -a la altura de su cabeza, a su izquierda- casi no presenta luz alguna.

 

Aquí tienen una enésima muestra de hasta qué punto no rigen las llamadas leyes de continuidad sobre los que descansan los manuales de realización cinematográfica.

 

La cámara está más baja y más ladeada, de modo que la noche exterior -el cielo raso del desierto- se hace más visible para él, a la vez que la puerta de la casa queda fuera de campo.

 

Y la otra gran diferencia es la que sigue:

 

 

Pues Ethan vuelve su mirada hacia el interior

 


 

y Ford introduce por primera vez un plano subjetivo suyo.

 

Dos puertas y un doble reencuadre: el primero constituido por el marco de la puerta exterior y principal de la casa; el segundo, por el que da paso al dormitorio del matrimonio, que por obra de ese doble reencuadre aparece como doblemente interior, aunque, en rigor, dado que existe ese otro umbral que se abre al interior mismo de Martha, deberíamos reconocer como triplemente interior.

 

Dos reencuadres, entonces, que delimitan tres espacios: el exterior en el que Ethan y la cámara se encuentran, el intermedio del salón familiar y el interior del dormitorio matrimonial.

 

En la simbólica de lo masculino y lo femenino, porque se articula no solo sobre el eje de lo activo y lo pasivo sino, antes que eso y en primer lugar, sobre el de lo interior y lo exterior, el dormitorio, en tanto espacio interior, lo es de la mujer.

 

Y ciertamente nosotros sabemos que Martha ya ha entrado ahí, pues la hemos visto hacerlo; y la luz, especialmente resplandeciente que atisbamos ahora en ese dormitorio es la suya, la que solo ella introdujo cuando entró allí.

 

 

Una luz tan resplandeciente como su vestido.

 

Se dan cuenta, espero, de la sabia diferenciación de la luz que recibe cada uno de esos tres espacios: fría, lunar, azulada, la del exterior, cálida, amarillenta, la del salón, y brillante, resplandeciente -como el vestido y la tez de Martha- la del dormitorio.

 


 

De modo que Ethan ve como Aaron entra en el dormitorio de Martha y cierra la puerta.

 

 

Y supongo que ven con toda claridad -pues de nuevo están cuidadosamente iluminadas- esas grandes vigas del techo que nuevamente dibujan -o más bien esculpen, con toda la densidad de su volumen y de su peso- la cruz que pesa sobre Ethan -también: la cruz de la que él sabe y que él acata, que alcanza ahora su más dramática expresión.

 

Pues esa puerta se cierra para su deseo tanto como para el de Martha, quien -¿cómo dudarlo?- hubiera deseado que fuera él quien entrara ahí, en ella.

 

Pero se dan cuenta de qué es lo que lo impide, pues está lo suficientemente visualizado: el salón familiar, el espacio de los hijos, la ley familiar en suma.

 


Puerta, ley, prohibición

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¿Cuál es el enunciado mayor que de ello se deduce?

 

Para poder aislarlo en profundidad es necesario atender primero a la magnitud de lo que es la puerta en el campo de lo humano.

 

 

Pues una puerta no es solo la abertura que conecta dos espacios diferentes, sino también el operador que restringe el acceso a cada uno de ellos.

 

Y esos espacios no son casi nunca equivalentes, sino que se ordenan sobre ese eje mayor que es el de lo interior y lo exterior.

 

De manera que la puerta, en tanto posee la propiedad de estar abierta o cerrada, se convierte en el instrumento que permite o impide el acceso al interior o la salida al exterior.

 

Y así se constituye en motivo de inaccesibilidad o de encierro.

 

O en otros términos: la dialéctica semántica de la puerta es -que le vamos a hacer, señora Butler- netamente binaria: permite o impide tanto el acceso como la salida: de modo que es un cuando está abierta y un no cuando está cerrada.

 

Es por eso también la más directa e inmediata materialización de la ley en el espacio.

 

O dicho de manera más clara: la puerta cerrada es la materialización misma de la prohibición.

 

Sitúense ahora en el territorio temporal del Edipo, cuando el niño es expulsado de la cama y de la habitación de la madre, y recluido en ese espacio forjador de su subjetividad que es su propio dormitorio.

 

La puerta por antonomasia no es, desde luego, la de su dormitorio, sino la del dormitorio de la madre que ahora está cerrado para él.

 

Obviamente, entonces, la puerta del dormitorio de la madre es la expresión misma de la ley del padre en tanto agente de la prohibición del deseo incestuoso.

 

Y atiendan a las implicaciones de todo esto en ese otro campo textual que es el arquitectónico: pues la casa es también un texto; no sólo una máquina funcional para vivir, sino un espacio material simbólicamente configurado.

 

Y, desde este punto de vista, ¿no les parece que ese espacio ahora inaccesible por prohibido podría ser el fundamento mismo del inconsciente?

 

Pues lo que sucede en esa habitación de los padres -la escena de su abrazo- pasa a constituir el núcleo del inconsciente del niño.

 

Me dirán ustedes: pero Ethan no es ningún niño. ¿A qué viene entonces toda esta disquisición sobre el Edipo? Es más, ¿no estábamos diciendo que Ethan era el padre simbólico? Entonces, ¿qué hace aquí? ¿No debería haber sido él el que entrara ahí?

 

Debería haberlo sido, sin duda. Pero no lo es.

 

¿Por qué?

 

Sencillamente porque la ley rige también para él.

 

Y es que el padre no es -como se ha puesto de moda decir en los últimos tiempos con una absoluta falta de rigor- el poder absoluto.

 

El padre no es el jefe de la horda. Él no es el amo irrestricto de todas las mujeres.

 

Es, como ya les dije el otro día, todo lo contrario: la encarnación misma de una ley que, por existir, le afecta también, en primer lugar, a él.

 

El padre, tal y como se declina en la cultura cristiana, tiene su expresión mayor en la figura de San José; recuérdenlo: el padre no es el amo del hijo, porque el hijo es hijo de Dios.

 

¿Algo más que decir?

 

Sí: el perro.

 

 

Nos conduce a Debbie.

 

La posición de ambos en el plano es la misma, y ambos se encuentran en yuxtaposición con el perro.

 

Observen con que intensidad brilla en ambos el palenque de la izquierda.

 

Son diferentes desde luego sus posiciones en el espacio narrativo: Debbie está, con respecto al porche, situada más a la izquierda, en su extremo.

 

Ethan, con respecto a él, está más centrado, pero a la vez en su borde más exterior: de modo que ambos se encuentran en los límites del porche, ya sea por su extremo o por su centro.

 


Dialéctica de las dos puertas

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(dog barking)

 

En el centro Martha y Lucy, atareadas con sus labores domésticas.

 

Pero es un centro enmarcado por dos puertas: a la derecha, ladeada, la del dormitorio de Martha; a la izquierda, frontal, la del cuarto de Ethan.

 

Abierta la primera, cerrada la segunda.

 

Y privilegiada la segunda por todas las líneas de perspectiva que apuntan hacia ella: no solo las de la mesa, también la de la alfombra y las de los tablones del suelo.

 

Pero esa privilegiada visibilidad tiene por contrapartida su silenciamiento:

 

(pounding on door)

Clayton: Aaron, open up! lt’s Sam Clayton.

 

Cuando se oye la voz de Sam Clayton, Martha se dirige hacia la otra puerta

 

Martha: Aaron.

 

y en dirección a ella llama a Aaron -en su calidad de dueño de esa puerta.

 

Pero vean como el contraste se mantiene:

 


 

en la misma medida en que esa puerta es nombrada por el nombre de su dueño, es expulsada de cuadro mientras que la otra aumenta su presencia visual.

 


 

Lucy cuida de su imagen -se ocupa de su deseabilidad- mientras que desde fuera de campo se oyen ya los pasos de Aaron.

 


 

La puerta principal se abre -si Aaron es el padre de familia, es, al menos oficialmente, el guardián de las puertas.

 

Aaron: Reverend. Come on in!

Clayton: Good morning, Aaron.

 


Capitán y reverendo

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Clayton: Good morning, Sister Edwards.

 

Y una poderosa figura se centra en el espacio: sumen a su considerable tamaño, aumentado por su sombrero de copa, el beis muy claro de su abrigo.

 

Y también el rifle brillante que se encuentra sobre su cabeza.

 

Martha: Good morning, Reverend.

Clayton: Morning, Ben and Debbie.

Martha: Good morning, Charlie.

Martha: What is it, Reverend?

 

La bivalencia -no digo ambivalencia- de esta figura es establecida por el contraste entre la palabra por la que es nombrado –reverendo– y la placa que dentro de un instante va a hacerse visible en su pecho.

 

Clayton: Lars says somebody

Clayton: busted in his corral last night and run off his best cows.

 

Como ven, es la parte visual de su respuesta verbal -todo parece indicar que el actor ha recibido la orden de colocar su mano en el bosillo de su chaleco para así hacer visible su placa de sheriff.

 

Jorgensen: Yeah. Next time I raise pigs, by golly!

 

Una de las ventajas de la versión original es que permite escuchar los acentos: Jorgensen, como su apellido sugiere, es un emigrante procedente del norte de Europa.

 

Jorgensen: You never hear anyone running off pigs, l bet you.

 

Y no pierdan de vista que el centro absoluto del plano permanece ocupado por Marta -cuya figura devuelve siempre la luz más intensa-: como ven, ella es la casa, y el centro de la casa es ella misma.

 

Martha: Coffee’s ready if you’d like some.

Clayton: Coffee will be just fine. Morning, Lucy.

Lucy: Morning, Reverend.

Clayton: Debbie, you been baptized yet?

Younger Debbie: No, sir. No.

Clayton: Aaron, get Martin.

Aaron: Martin!

 

El reverendo, con total desenvoltura, ocupa la presidencia de la mesa.

 

Es, y está acostumbrado a ser, la doble autoridad de la comunidad: a la vez sacerdote y jefe de policía.

 

Por eso, inmediatamente después de preguntar a los niños por su bautismo, reclama a los hombres para el destacamento que está formando.

 

Como ya anticipamos esta escena, me conformaré con recordarles la nítida presencia de la puerta cerrada del fondo, justo a espaldas de Clayton, y cuidadosamente iluminada.

 

Clayton: Oh, thank you, sister.

Clayton: I can sure use that coffee. Pass the sugar, son.

Clayton: Fine, fine.

Clayton: Wait a minute, sister.

Clayton: I didn’t get any coffee yet.

 

A Martin le es concedido el honor de recortarse sobre esa puerta

 

Clayton: Just– Oh, doughnuts. Thank you, sister.

 

Y de manera sostenida.

 

Clayton: I’m sure fond of them doughnuts.

Clayton: Aaron! Martin, come on up here.

Clayton: Come on. Raise your right hand–

 

Y, como les dije, la mano del representante de la ley que reclama el juramento se recorta sobre la puerta de Ethan.

 

Aaron: Martin.

Martin: Yes, sir.

Clayton: Raise your right hand.

Clayton: You are hereby voluntary privates in Company A of the Texas Rangers.


Clayton: -You will faithfully–

 

Y, como también les advertí, es el movimiento de Martha el que hace abrirse la puerta de Ethan justo cuando se coloca delante de ella.

 

Ben: Sir, can I go with you?

 

Fíjense como su tez blanca se perfila y se hace tanto más visible cuanto la puerta se ha abierto tras ella y un fondo negro sustituye al marrón de hace un momento.

 

Es solo un instante, pero es como si su preocupación despertara a Ethan.

 

Clayton: Shh! Quiet!

Aaron: Go get my shirt,

 

Así, en el mismo instante en que ella se aparta, Ethan se hace visible al fondo.

 

Llamado, como les digo, por la preocupación de Martha, pero también por el hecho mismo del juramento.

 


Ethan y la puerta de la ley

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Aaron: boy.


 

Y en la misma medida en que ella desaparece en imagen entra en la habitación Ethan.

 

Clayton: Where was I?

Younger Debbie: “Faithfully fulfill.”

 

La puerta de la ley se ha encarnado en Ethan.

 

¿Será que él estará destinado a sustentar la ley cuando esta flaquee, cuando sus representantes oficiales abandonen su tarea?

 

Clayton: You will faithfully discharge–

Jorgensen: Mrs. Edwards–

Clayton: Shut up!

Clayton: You will faithfully discharge your duties as such

Clayton: without a recompense or monetary consideration.

Clayton: Amen. That means “no pay.” Better get a shirt on, Aaron.

Martin: I ain’t volunteering till l’ve had coffee.

Martin: Drink your own, Reverend.

Clayton: Just call me “captain.”

 

Y como también les dije, el diálogo que sigue entre Ethan y Clayton se constituye en relación a esa puerta que sigue ocupando el centro de la escena.

 

Ethan: Captain. The Reverend Samuel Johnson Clayton.

Ethan: Mighty impressive.

 

El Capitán se sorprende, se alegra un instante, luego, inmediatamente, contiene su alegría.

 

De modo que, además de Capitán y Reverendo, fue un amigo de juventud.

 

Clayton: Well,

Clayton: the prodigal brother.

 


El sable y el arado

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Clayton: When did you get back? I ain’t seen you since the surrender.

 

No te he visto desde la rendición.

 

Ethan: Don’t believe in surrenders.

Ethan: Nope, I still got my saber, Reverend.

 

Les hablaba de esto el otro día: ha sido derrotado pero no se ha rendido.

 

Él todavía tiene su sable.

 

Ethan: Didn’t turn it into no plowshare neither.

 

No lo convertiré en una reja de arado.

 

Se dan cuenta de la intensidad que cobra en este diálogo la presencia misma del falo: eso que él tiene y que está a la vez del lado de la dureza y la violencia -el falo no es el pene, pero eso no hace de él algo imaginario que finalmente nadie tiene, como afirman los picoanalistas posmodernos, con Lacan a la cabeza.

 

No hay falo sin la dureza de la erección y sin la violencia de la penetración.

 

Pero no acaba ahí el despliegue de sus atributos simbólicos: es también el arado capaz de fecundar y finalmente -eso no ha sido suscitado todavía, pero lo será en seguida- la palabra que compromete al sujeto con la mujer a la que fecunda y con los productos de esa fecundación.

 

Aunque, en rigor, debo desdecirme, pues eso ha sido introducido ya aunque solo más tarde se desplegará y explicitará.

 

Lo ha sido por una palpable contradicción en la que, al menos aparentemente, acaba de incurrir Ethan.

 

Pues acaba de decir que todavía conserva su sable cuando, sin embargo, en una escena anterior, le hemos visto dárselo al niño.

 

Ben: l was just gonna ask Uncle Ethan what he’s gonna do with his saber.

Ethan: Well, l kind of figured to give it to you.

(…)

Ethan: Nope, I still got my saber, Reverend.

 

Y bien, ¿hay o no hay contradicción?

 

Les formularé la cuestión en modo de acertijo: ¿qué es aquello que se conserva cuando se da y que sólo se da realmente cuando se conserva?

 

Sólo una cosa: la palabra en su mayor densidad simbólica: la promesa, el juramento.

 

Quiero decir: la densidad simbólica de la palabra que introduce el sentido en el mundo porque forja un relato que contiene una promesa que abre su horizonte.

 


La palabra de honor y el escote palabra de honor

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Antes se la llamaba palabra de honor.

 

Y como ustedes han visto el seminario de Lima, les llamaré la atención sobre la relación de esta expresión –palabra de honor– con ese escote que en España se da en llamar precisamente así: escote palabra de honor.

 

Michael: I wasn’t going to give you this until

Michael: tomorrow.

 

Ella lleva un escote palabra de honor.

 

No digo que lo sepa, digo que lo lleva.

 

Y las jóvenes que visten escotes palabra de honor no es que lo sepan, pero sí intuyen que eso es algo especial, que reconocen que cierto honor está en juego.

 

Quiero decir: el escote palabra de honor reclama una palabra de honor.

 

 

Pero no la que Michael ofrece a Justine.

 

Pues él se ofrece como huerto, y lo que el escote palabra de honor reclama es el falo completo.

 

Les insisto: firmeza, violencia, fecundidad, palabra.

 

Palabra de honor.

 

 

En principio, ella no entiende nada.

 

Michael: I found our plot of land.

 

 

Pero luego, cuando él hace ese sumiso gesto de adoración, reconoce la posición perversa de él

 


 

y se afirma en la posición sádica de la relación sadomasoquista sobre la que se sostiene la relación de ambos.

 


Mose y Ethan, Tiresias y Edipo

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Ethan: Nope, I still got my saber, Reverend.

Ethan: Didn’t turn it into no plowshare neither.


 

Impresionante cambio de plano.

 

No me cansaré de decirles que ella es el centro mismo de la casa: vean como su vestido blanco la hace irradiar luz en el centro de ese conjunto de hombres de ropas más oscuras y homogéneas, como si fuera una novia permanente.

 

Y bien, ella quisiera que fuera así: que el sable de Ethan hubiera acabado siendo la reja de su arado.

 

Lo hubiera querido con todas sus implicaciones: que él no se hubiera convertido en un forajido, sino en un honrado campesino y padre de familia, que su arado hubiera surcado y fecundado la tierra que es ella misma.

 

 

Pero ambos saben que eso es imposible.

 

Mose: The lnjuns did it, Mrs. Edwards.

Mose: Caddos or Kiowas. Old Mose knows. Yes, sir.

 

Mose es la versión inglesa de Moisés, el profeta bíblico.

 

Es notable que se encuentren en el film dos nombres bíblicos tan relacionados entre sí como son Moisés y Aaron.

 

Espero que sepan quien fue Moisés, el profeta que condujo al pueblo judío en la travesía por el desierto rumbo a la tierra prometida y también el que recibió de Dios las tablas de la ley.

 

Lo que le convirtió en el fundador de la religión hebrea.

 

Pero supongo que no sabrán que Aaron era su hermano, a quien el propio Moisés nombró jefe de los sacerdotes.

 

En principio, parece muy alejada de la figura bíblica el Mose de The Searchers, aunque sin duda el desierto no deja de estar ahí.

 

Pero hay, con todo, un rasgo que asocia al Moisés bíblico con Mose.

 

Y es que nunca entró en la tierra prometida -como tampoco, dicho sea de paso, Ethan, con quien tiene tanto que ver.

 

Lo que, a su vez, conecta a Moisés con Tiresias, ese sabio ciego de la mitología griega cuyo saber estaba directamente asociado a su exterioridad absoluta -vale decir también, a su exclusión- de la polis.

 

Hay un buen motivo para la exclusión de Tiresias de la polis. En ella, nadie quiere saber nada de Tiresias, porque su saber es insoportable.

 

Si leen Edipo rey, la tragedia de Sófocles, tendrán una percepción clara de lo que les digo: cuando la peste invade Tebas, Edipo, marido inconsciente de su madre, Yocasta, hace llamar a Tiresias y éste le advierte: no me preguntes, no quieras saber, el saber del que soy portador te resultará insoportable.

 

 

Y por cierto, ahí le tienen, a este Moisés loco sentado en la mecedora que tanto añora y que es la misma en la que vimos sentado a Ethan el último día.

 

Mose recuerda lo que el propio Ethan sabe: que lo indio, es decir, lo real, el foco de la locura, está ahí fuera.

 

Una locura, entonces, que está en el mismo registro del saber de lo indio.

 

Y saben ustedes hasta qué punto el odio de Ethan, en crecimiento constante a lo largo del film, está en relación directa con ello.

 

Y bien, esta relación entre Mose y Ethan tiene la misma cadencia que la de Tiresias y Edipo, pues Edipo se arrancará los ojos y, ya ciego como Tiresias, abandonará la polis como él.

 

Por cierto, alguien me comentaba hace poco que Ethan le resultaba odioso.

 

Ese tipo tan duro…

 

Ethan: Fella could mistake you

Ethan: for a half-breed.

 

Pero, ¿cómo podría ser de otra manera si, como les decía el otro día, la ley que con él irrumpe es, para quien debe acatarla, injusta e incomprensible?

 

De modo que lo odioso es una dimensión inseparable del padre simbólico.

 

Y mírenlo desde el punto de vista del niño pequeño: ¿no es el padre para él un gigante que con su sola presencia se interpone entre él y el objeto de su deseo?

 

Lo que trato de decirles es que su misma presencia, en tanto que se interpone, es percibida como violenta por el mismo hecho de su interposición infranqueable.

 

Por lo demás, esos rasgos odiosos de Ethan, ¿no les parece que funcionan como una barrera a nuestra tendencia de espectadores a empatizar con él? Retornan periódicamente cada vez con más fuerza según el film avanza, interrumpiendo todos esos momentos en los que, a pesar de todo, empezamos a sentir cierto afecto por él.

 

Con lo que la enunciación del film le mantiene en la posición de ese Él del que les hablaba antes, ese él que irrumpe desbaratando todas nuestras posiciones en lo imaginario.

 

Charlie: Oh, shut up, Mose.

 

De eso que Moss sabe es, en todo caso, de lo que no quieren saber los discursos convencionales de la polis.

 

Eso es lo que estos hacen callar siempre que pueden.

 

Mose: Thank you.

Jorgensen: My cattle’s been–

Aaron: Ethan, l’m counting on you to look after things while l’m gone.

 


La ley que Clayton encarna

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Ethan: You’re not going.

Clayton: He sure is going.

Clayton: l already swore him in.

Ethan: Well, swear him out again.


 

¿Se han dado cuenta del cambio notable que se ha producido entre el plano anterior y éste?

 

 

No es sólo cuestión de escala, sino también, y sobre todo, de composición.

 

Si en el anterior era Ethan quien ocupaba el centro, es ahora Clayton quien se encuentra en él.

 

Y lo curioso, sin embargo, es que Ethan va a ser quien finalmente se imponga: pues, como saben, será él quien vaya, no Aaron.

 

Ethan: I’ll go with you.

Aaron: l don’t think l should–

Ethan: Stay close, Aaron.

Ethan: lt might be this is rustlers.

Ethan: Might be that this doddering old idiot ain’t so far wrong. Could be Comanche.

 

Ethan le da la razón a ese loco cuyo desarraigo comparte tanto como comparte su deseo por la mecedora que nunca tendrá.

 

Mose: Kind words, Ethan. Thank you kindly.


 

Y, como ven, ahora se refuerza todavía más esa posición central de Clayton, además potenciada por su abrigo beis, mucho más luminoso que la camisa roja que viste Ethan, y por la bien iluminada viga central que se encuentra sobre su cabeza.

 

¿Por qué esta centralidad de Clayton si es Ethan quien impone su decisión?

 

Porque, no obstante, es ahora Clayton quien encarna la ley.

 

Él es quien encarna la ley que Ethan respeta: observen, por ejemplo, que no le ha dicho a Aaron que rompa su juramento,

 

Clayton: l already swore him in.

Ethan: Well, swear him out again.

 

si no que le ha dicho a Clayton que se lo levante.

 


 

Pero no es eso lo fundamental.

 

Lo fundamental es esto otro:

 

 

¿Ven lo que trato de decirles?

 

Clayton está en el eje mismo de la ley -y de la cruz- que separa a Ethan de Martha -y que alinea a Martha con Aaron y con la puerta del dormitorio, tanto como sitúa a Ethan del otro lado, del de la puerta que conduce al exterior de la casa.

 


 


El héroe sabe de lo real

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Como les decía, Ethan acata esa ley que el Reverendo encarna.

 

Prueba de ello es que, convirtiendo en activa la posición pasiva en la que la ley le pone, pero sin por ello violarla, sino todo lo contrario, declara que es él quien debe irse, y que es Aaron quien debe permanecer ahí.

 

¿Entienden lo que les digo?

 

No se va porque sea el más duro e imponga su voluntad, sino que se va porque acepta la ley que le prohíbe permanecer ahí cuando Aaron, el marido de Martha, no esté.

 

Martha: Children, go with Lucy.

Ben: Oh, Ma, I want–

Martha: Ben.

Clayton: Comanche, huh?


 

Clayton medita.

 

¿Qué es lo que le obliga a ello?

 

Es evidente: él, el representante oficial de la ley, sabe que, si de lo indio se trata, el que sabe es Ethan.

 

Mejor contar con él.

 

Cuando de lo real se trata, la comunidad recurre al héroe, pues el héroe sabe de lo real.

 

Pero no pierdan de vista la contrapartida de esto: cuando la comunidad puede olvidarse de lo real prefiere deshacerse del héroe, pues le recuerda eso de lo que no quiere saber nada.

 

Clayton: All right. l’ll swear you in.


Ethan: No need to.

 

¿Qué es lo que está en el centro del plano ahora?

 

No hay duda: la mano misma del juramento.

 

Pero no pierdan por ello de vista que Ford sigue reforzando la presencia visual de Clayton frente a la de Ethan: al mantener su cuerpo en tres cuartos frente al perfil de éste, su volumen aumenta en plano.

 

Además, sigue localizado en el lugar donde se cruzan las vigas del techo.

 


Crimen y punto de vista

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Ethan: Wouldn’t be legal anyway.

Clayton: Why not? You wanted

Clayton: for a crime, Ethan?

 

No hay duda: Ethan ha cometido un crimen.

 

El rostro de Aaron lo sospecha, y el de Martha lo reconoce.

 

Ahora bien, ¿de qué índole?

 

Puede tener que ver con el dinero que ha obtenido y entregado a su hermano, ciertamente, pero podría tener que ver, igualmente, con esa puerta -la del dormitorio- de la que Aaron es el guardián -pues no en balde se encuentra parado delante de ella.

 

Martha: Coffee, Ethan.

 

Contente, Ethan, viene a decirle Martha.

 

Ethan: Thank you, Martha.

Ethan: You asking me as a captain or a preacher, Sam?

 

No sé si les parecía excesiva la sugerencia que les hacía hace un momento, pero, como ven, la pregunta burlona de Ethan viene a confirmarla.

 

¿Se lo pregunta como capitán o como reverendo?

 

Porque el crimen que interesaría al capitán sería el robo de dinero, pues el otro crimen posible, el relativo al dormitorio de Martha, no es de su competencia, sino de la del reverendo.

 

Nunca sabremos exactamente de qué crimen se trata.

 

Nunca se nos contará más sobre el conflicto que provocó la partida de Ethan, ni sobre lo que le sucedió en los tres años que siguieron al final de la guerra civil.

 

Tal desconocimiento constituirá para nosotros un núcleo de opacidad en el personaje que nos hará imposible acceder a su punto de vista narrativo.

 

Todo lo contrario a lo que sucede con Martin, ese personaje que todavía tan poco ha aparecido pero del que sin embargo tenemos la impresión de saberlo todo aunque no se nos haya dicho casi nada de él.

 

¿Cómo es esto posible?

 

Porque el acceso al punto de vista narrativo de un personaje no tiene tanto que ver con informaciones concretas que se nos dan sobre él, como con el grado con el que compartimos con él el saber o el no saber sobre los acontecimientos suscitados por el relato.

 

Y bien: con respecto a Ethan y a Martha, Martin no sabe exactamente lo mismo que nosotros no sabemos.

 

De modo que podríamos decir que, aunque todavía no podamos tener consciencia de ello, el punto de vista narrativo que domina en estas escenas es el punto de vista de Martin.

 

Más tarde, en la segunda parte de la película, cuando la narración se ordene sobre la carta de Martin que Laurie lee, esto se convertirá en un dato explícito del film.

 

De modo que si nos preguntamos quien es el narrador de esta historia, deberemos deducir que es Martin. Pero no el Martin que escribe la carta, sino un Martin mucho más mayor, que recuerda a esa figura paterna que fue Ethan para él y con la que, a través de su recuerdo, logra finalmente reconciliarse.

 

Ello, por lo demás, es lo que motiva el tono elegíaco de estas primeras escenas que, en esa misma medida, responderían a la reconstrucción que habría hecho Martin de su pasado.

 

Dicho eso, atendamos al otro aspecto -netamente simbólico- del crimen aquí nombrado y nunca explicado: ¿no es de esa índole para el niño la escena primaria, esa escena de la que sabe sin entender y que más tarde olvida totalmente?

 

¿Llegaron a tener relaciones sexuales Ethan y Martha?

 

No hay manera de saberlo. Pero ello no tiene después de todo gran importancia.

 

Sucede lo mismo que con la cuestión de si el niño llegó a ver o no la escena primaria.

 

La hubiera visto o imaginado, en cualquier caso forma parte esencial de su realidad psíquica.

 

Hayan tenido o no relaciones sexuales Martha e Ethan, sus relaciones sexuales míticas, digámoslo así, forman parte de la realidad psíquica de Martin.

 

Ese Martin que, no lo olviden, no es hijo ni de Ethan ni de Martha, pero que es a pesar de todo su hijo en la medida en que Ethan lo encontró -lo rescató de una muerte segura- y se lo dio a Martha quien, por tanto, de él lo recibió y como tal le amó.

 

Esta separación entre lo real-biológico y lo simbólico tal y como se da en el film nos permite, precisamente, aislar lo simbólico en su dimensión específica que es, por lo demás, propiamente, mítica.

 

¿Dónde, en qué texto mitológico se da una disociación equivalente entre lo real-biológico y lo simbólico?

 

No hay duda posible sobre ello: en el cristiano, allí donde el embarazo de la Virgen es atribuido a la palabra de Dios.

 

Se hayan consumado o no tales relaciones, el crimen mítico, pues, está presente.

 

El crimen mismo del pecado original, por el cual Adán y Eva, los primeros padres, fueron expulsados del Paraíso terrenal.

 

Y, se mire como se mire, no hay otro paraíso terrenal que la Imago Primordial.

 

De modo que sí: Ethan sabe, ha probado del árbol del bien y del mal.

 

Clayton: I’m asking you as a Ranger of the sovereign state of Texas.

 

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11. Aporías de la deconstrucción 2: Butler, Rivière y Lacan

 

 

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 21/11/2014 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

 

 

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Patriarcado vs valores humanos

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Hoy comenzaremos con un buen ejemplo de esa falta de rigor conceptual de la señora Butler sobre la que les llamaba la atención el otro día:

 

 

«El libro de Orlando Patterson Slavery and Social Death plantea que una de las instituciones que la esclavitud eliminó para la población afroamericana fue el parentesco. El señorito era invariablemente el dueño de las familias esclavas, funcionando como un patriarca que podía violar y coaccionar a las mujeres de la familia y feminizar a los hombres; las mujeres de las familias esclavas estaban desprotegidas de sus propios hombres y éstos eran incapaces de ejercer su rol de proteger y gobernar a las mujeres y a la descendencia. (…)

 

«La “muerte social” es el término que Patterson da al estatus de ser un ser humano radicalmente privado de todos aquellos derechos que debe tener cualquier y todo ser humano. Lo que queda en interrogante en su punto de vista, que pienso que reaparece en sus planteamientos actuales sobre políticas familiares, es precisamente su oposición al hecho que los hombres esclavos estuvieran privados de un lugar patriarcal ostensiblemente “natural” en la familia.»

 

[Judith Butler: El grito de Antigona, Capítulo 3 Obediencia Promiscua, p. 100-101]

 

 

Ciertamente, el lugar patriarcal no es natural, es una construcción histórica, social y cultural.

 

Pero eso, en sí mismo, no lo vuelve ni bueno ni malo.

 

Y sin embargo Butler la condena precisamente por eso: por no ser natural.

 

Ahora bien, lo más llamativo es lo otro: que acepta como naturales todos aquellos derechos que debe tener cualquier y todo ser humano, olvidando -o ignorando- que son igualmente construcciones históricas, sociales y culturales -tanto el hecho mismo de la existencia del derecho como el de la noción de ser humano– y que, precisamente, son la mejor prueba de que las construcciones históricas, sociales y culturales pueden ser no solo buenas, sino estupendas.

 

Yo diría que no ha leído La genealogía de la moral. Pero lo han hecho tan pocos, incluso entre los que se dicen nietzscheanos…

 


Butler, Riviere y Lacan

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Y ahora voy a presentarles una cita que constituye un motivo estupendo para una reflexión en términos de sociología de la cultura:

 

«El ensayo de Joan Riviere “Womanliness as a Masquerade”, (21) publicado en 1929, incorpora la noción de feminidad como mascarada desde la perspectiva de una teoría de la agresión y la resolución de conflictos. Al principio esta teoría parece alejarse del análisis de la mascarada que plantea Lacan en términos de la comedía de las posiciones sexuales. Riviere comienza revisando de forma respetuosa la tipología de Ernest Jones del desarrollo de la sexualidad de la mujer en formas heterosexuales y homosexuales. No obstante, se basa en los “tipos intermedios” que desdibujan los contornos entre lo heterosexual y lo homosexual y que refutan de manera implícita la capacidad descriptiva de la tipología de Jones. En una afirmación que parece influida por la referencia fácil de Lacan a la “observación”, Riviere acude a la experiencia o al conocimiento mundanos para legitimar su visión de estos “tipos intermedios”: “En la vida cotidiana con frecuencia hay tipos de hombres y mujeres que, aunque son fundamentalmente heterosexuales en su desarrollo, revelan claramente rasgos fuertes del otro sexo” [pág. 35].»

 

[Judith Butler: 1990 EI género en disputa. Capltulo 2: Prohibición, psicoanálisis y la producción de la matriz heterosexual. Lacan, Riviere y las estrategias de la mascarada, p. 125-126]

 

 

¿No encuentran en este párrafo algo realmente notable?

 

La cosa es sencilla: en 1929 Jacques Lacan todavía estaba preparando su tesis doctoral que leería tres años más tarde, en 1932, y no había escrito ni una línea de psicoanálisis.

 

Por lo demás, el único texto de Lacan al que cita Butler en su libro -y al que evidentemente se refiere cuando habla de la influencia de Lacan en Riviere- es La significación del falo, conferencia que impartió Lacan en 1958 y que aparecería publicada por primera vez en Escritos, en 1966.

 

Todo parece indicar que éste es él único texto de Lacan que conocía Butler cuando escribió su libro pues no sólo es el único que cita, sino que no lo cita a partir de la edición de los Escritos, sino de una recopilación feminista que lo incluye:

 

«16. Jacques Lacan, “The Meaning of the Phallus”, en Feminine Sexuality: Jacques Lacan and the École Freudienne, Juliet Mitchell y Jacqueline Rose (Nueva York, Norton, 1985), págs. 83-85.»

 

[Judith Butler: 1990 EI género en disputa, Capltulo 2: Prohibición, psicoanálisis y la producción de la matriz heterosexual, Lacan, Riviere y las estrategias de la mascarada, nota 16]

 

 

Resulta evidente que no se molestó en echar un vistazo a la fecha del artículo así recopilado.

 

¿Qué pudo haber sucedido?

 

Es evidente que había oído decir por ahí que ese famoso francés, Jacques Lacan -y ya saben ustedes como les ponen los intelectuales franceses a los intelectuales norteamericanos- hablaba de la mascarada de la feminidad, de lo que dedujo que, si esa tal Riviere que no le sonaba de nada hablaba de máscara, seguro que era lacaniana.

 

Lo que manifiesta bien el notable desconocimiento del psicoanálisis de Judith Butler, lo que sin embargo no le impide dedicar un largo capítulo a Lacan y Riviere y otro a Sigmund Freud.

 

Pero miren, sucede que Joan Riviere, era una solvente psicoanalista inglesa que se había psicoanalizado con Ernst Jones y con el propio Sigmund Freud y que había colaborado con Strachey en la traducción de las obras completas de Freud.

 

Fue, por ejemplo, la analista de Susan Isaacs y del mismo Donald Winnicott.

 

Y si Butler se hubiera tomado la molestia de leer entero el artículo de Joan Riviere, por lo demás bastante breve, habría podido darse cuenta de que, lejos del imposible cronológico de ser lacaniana, su discurso, en 1929, era definidamente kleiniano.

 

El problema es que eso sólo se manifiesta a partir de la segunda mitad del artículo, lo que hace evidente que Judith Butler tenía demasiada prisa en acabar su libro y consideró que con lo que había leído en la primera parte tenía suficiente para hacerse una idea.

 

De modo que les invito a no dar por hecho que los intelectuales famosos, por serlo, sean necesariamente intelectuales rigurosos.

 

Es más, empiezo a sospechar que en una sociedad espectacular como la nuestra puede suceder todo lo contrario: que los intelectuales de éxito sean, sencillamente, los que fabrican los eslóganes de mayor impacto publicitario.

 

Pero este disparate del que les doy cuenta no informa sólo de la falta de rigor teórico de Judith Butler, sino igualmente de la de tantos intelectuales que conceden extrema atención a una autora que, como les estoy mostrando, habla con demasiada soltura de temas y autores que desconoce.

 

Sí, porque fíjense: como la propia autora señala con orgullo en su prefacio de 1999, el libro, publicado en 1990, fue un gran éxito de ventas.

 

Y bien, ¿cómo es posible que ninguno de los intelectuales que lo leyeron y que lo aplaudieron con tanto entusiasmo llamara la atención de la autora sobre esta huella de su palpable desconocimiento de las obras de Riviere y de Lacan?

 

La respuesta es obvia: porque ellos mismos las desconocían.

 

Y es que miren, la gente del gremio suele leer mucho menos de lo que dice haber leído.

 

Preocupante, ¿no?

 


Lo específicamente femenino

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Como les decía, puestos a deconstruir, se puede deconstruir todo:

 

«la noción de un concepto generalmente compartido de las “mujeres” (…) ha sido (…) difícil de derribar. Desde luego, ha habido numerosos debates al respecto. ¿Comparten las “mujeres” algún elemento que sea anterior a su opresión, o bien las “mujeres” comparten un vínculo únicamente como resultado de su opresión? ¿Existe una especificidad en las culturas de las mujeres que no dependa de su subordinación por parte de las culturas masculinistas hegemónicas? (…) ¿Hay una región de lo “específicamente femenino”, que se distinga de lo masculino como tal y se acepte en su diferencia por una universalidad de las “mujeres” no marcada y, por consiguiente, supuesta? La oposición binaria masculino/femenino (…) es el marco exclusivo en el que puede aceptarse esa especificidad (…)»

 

[Judith Butler: 1990 EI género en disputa, Capítulo 1: Sujetos de sexo/género/deseo, Las “mujeres” como sujeto del feminismo, p 51]

 

 

Existen ciertas afirmaciones que, por el modo con el que contradicen datos básicos de la experiencia -en este caso biológica- bordean el delirio.

 

Es el caso de estas dos preguntas retóricas que reclaman ser leídas como afirmaciones netas –dado que, aunque haya sido difícil de derribar, Judith Butler declara finalmente derribada la noción de un concepto generalmente compartido de las “mujeres”-: ¿Comparten las “mujeres” algún elemento que sea anterior a su opresión, o bien las “mujeres” comparten un vínculo únicamente como resultado de su opresión? ¿Hay una región de lo “específicamente femenino”, que se distinga de lo masculino como tal y se acepte en su diferencia por una universalidad de las “mujeres” no marcada y, por consiguiente, supuesta?

 

Ciertamente, Jacques Lacan le había abierto el camino con aquella peregrina afirmación que tanto éxito encontró entre ciertos sectores feministas de los setenta según la cual la Mujer no existe.

 

Idea, dicho sea de paso, que participaba de la cadencia de la deconstrucción: el concepto universal de la mujer era insostenible, venía a decir Lacan. Y en eso tenía, desde luego, razón. Lo que pasa es que se le olvidaba añadir su inevitable correlato: que, igualmente, el concepto universal de hombre era igualmente insostenible -idea que, por cierto, cien años antes Karl Marx había establecido con suficiente claridad.

 

Sólo existen hombres y mujeres históricos, diferentes entre sí como las mismas épocas y sociedades a las que pertenecen. Pero claro, dicho así, se quedaba en nada el atractivo -evidentemente erotizado- de la afirmación lacaniana.

 

Ahora bien, Lacan -sin duda un gran fabricante de eslóganes- nunca llegó a dar el paso que, con tanta soltura, dan Butler y sus correligionarios.

 

Produce una inevitable vergüenza ajena tener que recordar los indiscutibles rasgos de la anatomía femenina sobre los que la biología afianza su definición de la mujer. Y con todo, por lo que hay de delirante en su negación, conviene que nos detengamos aquí a recordarlos.

 

Ello tiene que ver -insisto que me remito a los términos de la biología- con las características del órgano sexual-reproductor de la mujer por una parte, y, por otra, con los más inestables pero nada desdeñables rasgos sexuales secundarios.

 

Y bien, vayamos al núcleo del asunto: lo que hay de delirante en la negación butlerina está en relación con el dato central de la existencia de ese órgano sexual-reproductivo.

 

Es decir, en suma: con lo que hace posible que la mujer devenga madre.

 

Ciertamente, no todas las mujeres acaban siéndolo. Pero eso no evita que la dimensión de la maternidad pese psíquicamente de una manera u otra sobre toda mujer por el sencillo hecho de que todo ser humano, hombre o mujer, procede del cuerpo de una mujer que fue su madre.

 

Deberán reconocer que en ello se aísla con toda evidencia algo específicamente femenino.

 

Y bien, se darán cuenta que en ello se apoya la construcción simbólica -y por tanto psíquica- que caracteriza la posición femenina como interior frente a la masculina como exterior: el cuerpo de la mujer, para todo ser humano, es, antes que cualquier otra cosa, cuerpo de cuyo interior se procede.

 

Cuerpo que, por tanto, ha sido casa -la primera morada.

 

Y si combinan ese dato con esa evidente peculiaridad anatómica del coito que es la penetración, se darán cuenta de que también aquí esa conformación psíquica, simbólica, encuentra una sólida base.

 

Quizás me digan ustedes que no tiene por qué ser así, que se puede hacer el sexo de muchas otras maneras.

 

A lo que deberé contestarles dos cosas.

 

La primera, que, desde luego, se puede hacer el sexo de otras maneras, pero que no son muchas, que la idea de muchas es puramente imaginaria, pues con esto del sexo pasa como con la baraja española: todo se acaba en una serie muy limitada de variaciones: sota, caballo y rey.

 

Y la segunda, que es la realmente importante, es esta otra: que, por supuesto, puede tenerse sexo de otras maneras, pero si nadie o solo unos pocos lo hacen por la vía del coito heterosexual, se acabó la película: en cuestión de poco tiempo, ya no habrá nadie que escriba libros de sexualidad ni nadie que pueda leerlos, porque ya no habrá nadie.

 

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10. The Searchers: Símbolo / Signo

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 14/11/2014 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

 

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¿Quién soy?

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Porque ella le mira

 

 

él llega portando su espada.

 

Se dan cuenta que este enunciado trata de nombrar lo que el niño ve y los tiempos en los que eso se produce.

 

 

Y el que así ha llegado dice: tú no eres el que crees ser, esa omnipotencia en la que te reconocías ha acabado para ti.

 

 

Eres indio.

 

Ella no te pertenece,

 

 

pues es mía.

 

Pero entonces yo -se pregunta el sujeto-,

 

 

¿Quién soy yo?

 

¿Cuál es mi lugar?

 

¿Cuál es mi lugar en la mesa ahora que hay una mesa que me separa de ella, ahora que ella ya no es mi espacio y mi alimento?

 

Y por lo mismo:

 

 

¿Cuál es mi cama, ahora que la cama de ella ya no es mi cama por que él me ha expulsado de allí?

 

De modo que la ley simbólica mayor, la prohibición del incesto, ha llegado, se ha impuesto con toda su violencia, con toda su injusticia y con toda su incomprensibilidad.

 

¿Por qué yo no tendría derecho a poseer el objeto que más deseo y amo? ¿No les parece que algo de este registro late en la recusación queer de la prohibición del incesto?

 

Ciertamente, el yo, que hasta ahora era ese yo-todo-placer identificado en la Imago Primordial y que no conocía otra dinámica que la del principio del placer, ha sufrido su primera herida, destinada a introducirle en la realidad -es decir: en la lógica del principio de realidad.

 

Un auténtico regalo, si lo miran bien, dado que el destino de todo ser humano es afrontar lo real.

 

Pero les insisto en la arista más dura de esta primera ley: es inexplicable. No me malentiendan: es perfectamente explicable a posteriori, como hacemos ahora, pero es imposible explicársela al niño en el momento en que le debe ser impuesta.

 

No hay posibilidad alguna, en ese momento, de esa explicación y ese diálogo que, al decir de cierta pedagogía amorosa moderna, debe presidir todo proceso educativo.

 

 

Ella es suya.

 

Y Ella, por más que brille, hay algo que no tiene, justo eso que tiene ese otro al que ella desea.

 

 

¿Y entonces yo?

 

¿Yo que me veía en ella, que viéndome en ella cuando ella lo era todo, me sentía omnipotente?

 

Si no soy ella, si la Imago Primordial ya no me recubre, ¿qué soy yo?

 

En ese estremecimiento nos detuvimos el último día.

 

Cierto, el niño puede buscar una respuesta en el espejo, pero, ¿qué ve cuando en él contempla su cuerpo desnudo?

 

Desde luego, nada que le permita pensarlo, vivirlo, apropiárselo.

 

Y es que el espejo le devuelve una imagen real, tan real que su singularidad irrepetible, y por eso incomprensible, se le impone con la misma brutalidad de la huella cinematográfica tal y como se manifiesta en el cine pornográfico.

 

Para manejar eso, para poder vivirlo, para poder apropiárselo, necesita, precisamente, poder no abismarse en esa singularidad que lo separaría absolutamente del mundo de los otros como un ser indeseable.

 

Necesita, en suma, poder reconocerse en un patrón de deseabilidad.

 

Esta idea puede parecerles extraña, pero deja de serlo si recuerdan lo que acabo de decirles, es decir, que el primer yo del niño ha nacido por identificación con -más exactamente en- la imago primordial.

 

El cuerpo que ahora aparece en el espejo, tenga o no pene, se impone por su carácter deficitario e inhomologable: no más que un resto, un desecho corporal.

 


Deseo que retorna mediado por la ley

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Porque la imago primordial ha caído, porque la mujer deseable que se ha hecho visible con su caída desea a otro,

 

 

es fundamental para el niño que en ese momento ese otro, ese tercero cuya presencia ha introducido la prohibición, le reconozca en el campo del deseo.

 

 

Que por vía de él -y por tanto de manera mediada- retorne sobre su yo el deseo de ella.

 

Pero dense cuenta: ahora ese deseo vuelve no directamente, sino mediado por ese tercero que encarna la ley que, como tal, asume la tarea de decirle al niño si tiene o no tiene el objeto que ella, la madre, prestigia con su deseo.

 

Les insisto que eso no puede resolverse en el espejo. ¿Acaso no saben de esas jóvenes anoréxicas que están en los huesos pero que, cuando se miran en el espejo, siguen viéndose gordas? ¿O esos muchachos cargados de anabolizantes y de musculatura inflamada que siguen viéndose escuálidos en el espejo?

 

Necesitan que alguien les diga lo que tienen y lo que son.

 

Ben: l was just gonna ask Uncle Ethan what he’s gonna do with his saber.

Ethan: Well, l kind of figured to give it to you.

 

«Alteraciones en la proporción de mezcla de las pulsiones tienen las más palpables consecuencias. Un fuerte suplemento de agresión sexual hace del amante un asesino con estupro; un intenso rebajamiento del factor agresivo lo vuelve timorato o impotente.»

 

[Freud: 1938, Esquema del psicoanálisis. Parte I. (La psique y sus operaciones), II. Doctrina de las pulsiones]

 

 

Tengo la esperanza de que la lectura de El compendio del psicoanálisis les haya hecho ver la utilidad de que los niños jueguen con espadas que les hayan sido otorgadas por sus padres o, en su defecto, por otros varones adultos que puedan ocupar su lugar de donantes simbólicos: pues sin cierta agresividad no hay acto posible.

 

El asunto, como en todo, es que ésa sea una agresividad controlada, medida, contenida.

 

Conviene pues que los niños comiencen pronto el entrenamiento. Pero con la contención y el sentido de la medida propia de un oficial y caballero.

 

Pues si la espada ha sido recibida de un padre con el que puede identificarse, el niño incorporará también en su relación con la mujer que llegue a ser la suya el respeto con el que vio como él trataba a su madre.

 


Los símbolos invisten el cuerpo

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Los símbolos invisten el cuerpo, literalmente lo visten, lo textualizan, en la misma medida en que simbolizan la identidad sexual.

 

La ropa de hombres y mujeres no solo oculta los genitales, sino que los escribe simbólicamente.

 

Supongo que no dudan de qué simbólica participa la corbata o la falda. -¿Que por qué no llevo corbata? No la necesito, soy lo suficientemente calvo.

 

Pero por Dios, no entiendan con esto que yo les esté diciendo que deban llevar faldas o corbatas.

 

Pueden estar seguros de que siempre defenderé su derecho a llevar lo que les dé la gana, siempre que eso no atente contra los demás.

 

Sólo les llamo la atención sobre como los cuerpos textualizan la diferencia sexual. Y de paso les recuerdo que esa textualización es, a la vez, una vía de erotización.

 

Younger Debbie: Uncle Ethan, Lucy’s wearing the gold locket you gave her when she was a little girl.

Ethan: Oh.

Younger Debbie: She don’t wear it much on account of it makes her neck green.

 

Y los símbolos son más que signos: surcan lo real y por eso dejan su huella -manchan.

 

Lucy: Deborah.

Younger Debbie: Well, it does.

Younger Debbie: But l wouldn’t care if you gave me a gold locket if it made my neck green

Younger Debbie: or not.

Martha: Debbie.

Ethan: A gold locket.

 

Y bien, Ethan tiene lo necesario.

 

Ethan: Lucy, where are my saddlebags?

 


La diferencia sexual

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Younger Debbie: Ooh!

 

Se dan cuenta de que no es un adorno femenino sino una medalla militar.

 

Pero así es el bricolaje simbólico. Y, después de todo, ¿qué mejor adorno femenino que una medalla al valor?

 

 

¿Que por qué las mujeres se ponen adornos brillantes?

 

Espero que nadie se ofenda por una frase como esta.

 

En todo caso proclamo formalmente -¿tiene por ahí alguien una grabadora para registrar mi declaración?- que en este contexto, cuando hablo de las mujeres, me refiero a los seres humanos, de uno u otro sexo biológico, que asumen posiciones femeninas en la dialéctica de la relación heterosexual.

 

Y que cuando hable de hombres me referiré a los seres humanos, de uno u otro sexo biológico, que asumen posiciones masculinas en la dialéctica de la relación heterosexual.

 

Se dan cuenta, el asunto es que decirlo así cada vez resulta demasiado largo y tedioso…

 

Prosigamos: las mujeres se ponen adornos brillantes precisamente porque carecen del objeto brillante.

 

¿Que por qué les digo que el falo es un objeto brillante?

 

 

Porque el niño como la niña vieron el reflejo de su brillo en la mirada de la madre en la misma época en la que descubrieron que ella sólo tenía una hendidura oscura en su lugar.

 

Una vez oí a una mujer mayor, de pueblo, decirle a una jovencita a la que le encantaban los pendientes y los collares: hay que ver cómo te gusta todo lo que cuelga.

 

¿Que por qué los varones se adornan mucho menos?

 

Porque tienen lo que adorna.

 

De modo que son las mujeres, las que no lo tienen, las que se adornan.

 

Hay quienes, así los lacanianos, se refieren a eso como la mascarada de la feminidad, pero les diré que eso me parece conceptualmente inapropiado, por todo lo que de peyorativo hay en la palabra mascarada.

 

Por mi parte, preferiría hablar de sacerdocio, pues esa escenografía erótica que las mujeres asumen como propia tiene por objeto conducir a los varones hacia el encuentro sexual.

 

Creo que los psicoanalistas que como Lacan hablan tanto del misterio de lo que la mujer desea se confunden en lo fundamental.

 

Lo que la mujer desea está muy claro: desea lo que su madre señaló como el objeto del deseo.

 

Es mucho más problemático el caso del varón.

 

¿Por qué?

 

Precisamente porque él vio lo mismo.

 

Y cuando le dijeron que él lo tenía, se infló de orgullo como un pavo real. Y comenzó a inquietarse cuando tenía cerca de sí uno de esos seres tan raros, las niñas, cuya mera existencia le hacía plausible la posibilidad de perder su tan estimada propiedad.

 

Ese es, por cierto, el motivo de que el estado de latencia se prolongue en los niños y se acorte en las niñas.

 

Y ese es también uno de los efectos inesperados de la escolarización mixta: que durante al menos un par de años los niños son víctimas del acoso sexual de las niñas de su edad.

 

Pero volvamos a lo sustantivo: ¿no les parece que un broche que es una medalla es un perfecto emblema de la feminidad, es decir, de la valentía con la que la niña debe aceptar la realidad de su castración y de la decisión con la que va comprometerse en guiar el más frágil deseo del varón?

 

Younger Debbie: Look at my gold locket!

 

Y Debbie la reconoce como su medalla dorada.

 

Recibida de un héroe.

 

Como les he anticipado, que es más que un signo, que es un símbolo, que tiene la fuerza de la palabra simbólica, se manifiesta bien en sus efectos sobre el cuerpo:

 

Younger Debbie: She don’t wear it much on account of it makes her neck green.

(…)


Younger Debbie: But l wouldn’t care if you gave me a gold locket if it made my neck

Younger Debbie: green

Younger Debbie: or not.

 

Porque no es un mero significante sino una palabra, un símbolo, real, necesariamente roza y mancha, deja una huella indeleble en el cuerpo que la recibe.

 

En cierto modo, lo quema.

 

Martha: Oh, it is pretty.

Martha: Ethan, I think she’s too young–

Ethan: Oh, let her have it.


 

Así, ante lo real del sexo, lo masculino y lo femenino comparecen como dos significantes dotados de densidad simbólica:

 

 

una espada

 

 

y un broche.

 

Es decir, un adorno que brilla, que atrae la mirada, y una espada capaz de apuntar hacia allí y atravesar ese adorno, guiada por su brillo.

 

Queda con ello anticipada, más allá de la dialéctica fálica -que se declina por la oposición tener / no tener-, la dialéctica genital que se declina en términos de hacer y padecer -pero en la que no deben perder de vista, para no malinterpretarla, que la posición del padecer es la del goce.

 

Y una advertencia conceptual: tal y como la formulo –hacer versus padecer– no la encontrarán en Freud, pero llegado el momento creo que podré demostrarles hasta qué punto se encuentra allí.

 

Donde no se encuentra de ninguna manera en Lacan, pues en su discurso todo se detiene en la fase fálica y en la dialéctica del tener y el no tener -como se manifiesta bien en esos dos enunciados lacanianos que rezan la relación sexual no existe y no hay acto sexual.

 

Ethan: It doesn’t amount to much.

 

No vale gran cosa para él, el soldado derrotado en el frente.

 

Pero lo vale todo para la niña que lo recibe, no tanto por lo que significa en sí mismo, sino por quién y cuándo se lo da.

 

Aaron: Bed, young ladies.

Martha: Yes, Daddy.

Younger Debbie: Thank you, Uncle Ethan.

 


Ethan, Martha, Aaron

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(dog barking)


 

Poderoso siempre el sentido compositivo de Ford.

 

Ella es el tema del conflicto mudo entre los dos hermanos.

 

Y ella reina en la casa desde la cocina.

 

Ya sé, les parecerá un tópico, pero dejará de parecérselo desde el momento que, con el psicoanálisis, tomen conciencia de la importancia decisiva del lazo que, en torno al alimento, se crea en el origen -en esa etapa que Freud designa como la fase oral.

 

Ethan: Passed the Todd place coming in. What happened?

 

Reparen en que Ethan está sentado en una mecedora.

 

Hablaremos de ella cuando aumente su protagonismo en el final de la escena.

 

Aaron: Gave up, quit, went back to chopping cotton.

Aaron: So did the Jamisons.


 

¿Se dan cuenta de que el arco de la espalda de Ethan traza una curva que concluye en la cabeza de Martha?

 

Y desde allí la mirada a la vez amorosa y preocupada de ella conduce hacia él, quien está adivinando su presencia, su proximidad.

 

Aaron: Without Martha…

Aaron: She just wouldn’t let a man quit.

Aaron: Ethan, I saw it in you before the war.

Aaron: You wanted to clear out.

Aaron: You stayed beyond any real reason. Why?

 

Retrocedamos para atender al tejido de miradas de la escena:

 


 

Martha mira a Ethan.

 

Ethan lo adivina y gira su cabeza hacia ella.

 

Aaron: Without Martha…

 

La mirada de ambos se encuentra en el momento en que Aarón, desde fuera de campo, pronuncia el nombre de ella

 


 

lo que hace que ella baje la mirada primero

 

 

y luego la dirija a Aaron, reconociéndole como su dueño.

 


 

Y por cierto que Aaron está orgulloso de su propiedad.

 

Pero está, igualmente, enamorado, de modo que ella, a su vez, es dueña de su deseo.

 

Aaron: She just wouldn’t let a man quit.

 

Y que eso es así, es algo que él mismo verbaliza.

 

La versión española lo traduce como: Ella no me permitiría que abandonara.

 

Lo que ciertamente no es la solución idónea, pues escamotea muchas cosas del original.

 

Especialmente la manera como él mismo comparece en su frase como un hombre. Es decir: queda señalado el poder de ella, como mujer, por lo que se refiere a la identidad de él como hombre.

 

De modo que si el renunciara como los otros, si abandonara sus tierras y retornara al Este para volver a ser el peón agrícola que una vez fue, perdería, ante la mirada de ella, su condición de hombre.

 

No puede extrañarles, por ello, que la espada de Ethan presida el salón familiar colocada sobre la chimenea.

 

Se dan cuenta de lo trágico del asunto: dado que si ella ha impuesto quedarse allí ha sido porque no ha dejado de esperar el retorno de Ethan.

 


 

Ethan sigue mirando a Martha.

 

De modo que Aarón reclama su propiedad:

 

Aaron: Ethan,

 

Ethan mira a Aaron, Martha vuelve a mirarle a él.

 

Aaron: I saw it in you before the war.

Aaron: You wanted to clear out.

 

Hubo un tiempo en que tú también quisiste irte.

 

Aaron: You stayed beyond any real reason. Why?

 

Evidentemente, Aaron está preguntando a Ethan por su deseo.

 

Pero, más que eso, le está señalando su propiedad, quiero decir, está reclamando la ley que hace de Martha su mujer.

 


 

Observen el cambio de plano.

 

Lo motivan dos cosas: una, la entrada de Martha en su intento de mediación entre los dos hermanos.

 

Martha: Aaron, please–

Ethan: You

Ethan: asking me to clear out now?

 

El otro motivo es el que responde a la pregunta de Aaron.

 

Quiero decir: a su auténtica pregunta, que no es por qué quiso irse, sino por qué ha vuelto ahora.

 

Retrocedamos, porque la respuesta ya ha sido escrita:

 

Aaron: You stayed beyond any real reason. Why?


 

Lo ven, ¿verdad?

 

Se trata de la mecedora.

 

Ford ha querido que ahora no solo se centre en cuadro sino también que reciba una luz que no tenía hace un momento:

 

 

Cosas del cine. Si hace un momento ninguna luz la iluminaba,

 

 

ahora recibe la luz suficiente para que descubramos que su respaldo es amarillo.

 

Sintonizando entonces con el fuego de la chimenea con el que, sin duda, hace tan buena pareja una mecedora.

 

De modo que por eso ha vuelto: no solo porque ama a Martha, sino también porque comienza a sentirse viejo y desea tener una mecedora junto al fuego.

 


Ethan, Moss y la mecedora

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Se dan cuenta de que ese es un hilo que tiene su alcance en el film, pues ese deseo coloca a Ethan muy cerca de Moss -es decir: Moisés- el loco.

 

Ethan: Couldn’t be two like that in the whole world.

 

La escena que ahora les muestro -situada mucho tiempo después en el film- comienza con una pincelada humorística, pero eso en nada resta dramatismo a lo que sigue.

 

Ethan: Mose!

Ethan: Mose Harper!

(speaks ln spanish)

(Mose whooping)


 

Moss está loco, ¿quién lo duda?

 

Martin: Hey , Mose! Sure is good to see you!

Ethan: Mose, you look mangier than ever.

 

Moss, estás más sarnoso que nunca, le dice Ethan.

 


Ethan: How about a drink?

Mose: Yes, sir. Thank you kindly.

Ethan: Tequila.

Mose: Ain’t been too good.

 

Moss se lamenta de sí mismo.

 

Mose: No, sir. Not too good.

Mose: Getting old.

 

Está envejeciendo y lo sabe.

 

Ethan: You were born old.

 

Y no es verdad que siempre haya sido viejo.

 

Es Ethan quien quisiera verle así, para no tomar conciencia de su propio envejecimiento.

 

Mose: Been helping you, Ethan. Been looking all the time.

Ethan: Well, reward still stands


 

La recompensa, el dinero, ya no significa gran cosa para Moss.

 

Atiendan a como asoma la tristeza en el rostro de Ethan.

 

Mose: Don’t want no money, Ethan.

Mose: No money, Marty.


 

De modo que Moss proclama su deseo.

 

Y al hacerlo nombra el deseo de Ethan.

 

Mose: Just a roof over old Mose’s head…


 

Solo quiere un techo sobre su cabeza.

 

 

-observen de nuevo el rostro de Ethan-

Mose: and a rocking chair by the fire.

 

y una mecedora junto al fuego.

 


Mose: My own rocking chair by the fire, Marty.

 


El signo, el símbolo y lo real

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Martha: Aaron,

Martha: please–

Ethan: You

Ethan: asking me to clear out now?

Aaron: You’re my brother, Ethan. You’re welcome to stay as long as you have a mind to.

Aaron: That right, Martha?

Martha: Of course it is.

Ethan: I expect to pay my way.

Ethan: There’s 60 Double Eagles in there.

Ethan: And twice that much here. Yankee dollars.

 

Martha decide interponerse y poner fin a la velada.

 


 

Sus manos se tocan mientras que Aaron contempla extasiado las monedas.

 

Aaron: That’s fresh minted.

Aaron: There ain’t a mark on it.

 

Monedas demasiado nuevas, recién salidas de fábrica.

 

Ya les he dicho que su condición de monedas demasiado nuevas es uno de los precisos indicios de la condición de forajido de Ethan.

 

Pero no se agota en ello el sentido que en el texto alcanzan estas monedas tan absolutamente nuevas.

 

¿Con qué otra cosa del texto correlacionan?

 

No hay duda, con los símbolos recibidos por los niños:

 

 

Es la oposición del signo y el símbolo: de lo semiótico a lo simbólico.

 

El signo, el significante, es limpio, sin marcas, pura diferencialidad.

 

Cualquiera puede enunciarlo, pero como signo, es independiente de toda enunciación.

 

Y por eso mismo, posee significado, pero carece de sentido.

 

El símbolo, la palabra, en cambio, es real: sólo existe cuando alguien lo enuncia, y de ello, y del momento en que es pronunciado, depende su sentido.

 

Como les decía: el símbolo conforma al sujeto, dejando en él una huella indeleble.

 

Todo lo contrario al signo, y todo lo contrario especialmente a la que sería su expresión más pura: el dinero, significante universal y abstracto y por eso mismo absolutamente vacío de sentido.

 

Pero hay todavía en este asunto de la oposición entre los símbolos y los signos, tal y como se manifiesta en el contraste entre la espada y la medalla frente al dinero, un aspecto más importante si cabe.

 

¿Cuál?

 

Ese dinero, a la vez que nuevo, contante y sonante, es el resultado de una victoria: Ethan ha triunfado arrebatándoselo a sus enemigos.

 

Todo lo contrario sucede por lo que se refiere al sable y la medalla, que bien patentemente proceden de una derrota.

 

Pero, en este contexto, hay que manejar con cuidado la palabra derrota: sin duda, Ethan, como soldado, en la guerra, ha sido derrotado, su narcisismo guerrero ha recibido, con ello, una herida.

 

Pero, en tanto que la ha soportado, en tanto que la ha incorporado, como sujeto, en esa que es la dimensión del sujeto y que no es, por tanto, la narcisista, yoica, sino la simbólica, ha estado a la altura de su prueba: frente a lo real, ha dado la talla, ha luchado, no se ha rendido.

 

¿Que no ha vencido?

 

Pero es que a lo real no se lo vence nunca.

 

Lo real, tarde o temprano, necesariamente, nos derrota.

 

De modo que el héroe no es el que lo vence, sino el que le hace frente.

 

Por eso el sujeto, el héroe, se forja en sus derrotas. Mientras que de las victorias, en cambio, nadie aprende nada.

 

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CC1506014235678 , 2015

 

 

9. Aporías de la deconstrucción: Judith Butler y el género

 

 

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 14/11/2014 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

 

 

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Judith Butler: anatema en lugar de argumentación

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Como alguno de ustedes ha abierto la discusión sobre la autodenominada teoría Queer y su más reconocida representante, la señora Judith Butler, y como me ha dado la impresión que el resto seguían el debate con interés -pero díganme si me equivoco- acepto el envite por la vía que corresponde a este seminario, que no es otra que la del análisis textual.

 

¿Qué mejor, entonces, que abrir el libro más famoso de la autora por su comienzo, máxime cuando éste cobra la forma de un largo y meditado Prefacio escrito nueve años más tarde de su publicación original?

 

«mi atención se centraba en criticar un supuesto heterosexual dominante en la teoría literaria feminista. (…) rebatir los planteamientos que presuponían los límites y la corrección del género, y que limitaban su significado a las concepciones generalmente aceptadas de masculinidad y feminidad. Consideraba y sigo considerando que toda teoría feminista que limite el significado del género en las presuposiciones de su propia práctica dicta normas de género excluyentes en el seno del feminismo, que con frecuencia tienen consecuencias homofóbicas. Me parecía -y me sigue pareciendo- que el feminismo debía intentar no idealizar ciertas expresiones de género que al mismo tiempo originan nuevas formas de jerarquía y exclusión (…) El objetivo no era recomendar una nueva forma de vida con género que más tarde sirviese de modelo a los lectores del texto, sino más bien abrir las posibilidades para el género sin precisar qué tipos de posibilidades debían realizarse. Uno podría preguntarse de qué sirve finalmente abrir las posibilidades, pero nadie que sepa lo que significa vivir en el mundo social y lo que es “imposible”, ilegible, irrealizable, irreal e ilegítimo planteará esa pregunta.»

 

[Judith Butler: 1990 EI género en disputa, Prefacio (1999), p. 8]

 

 

Y bien, ¿Qué les parece?

 

Suena bien… lleno en principio de buenas intenciones -especialmente, claro está, para aquellos que consideren el supuesto heterosexual como sospechoso y sobre todo para aquellos que acepten ligarlo de manera automática y mecánica con la homofobia.

 

Pero es ésta una ligazón, permítanme que les llame la atención sobre ello, insostenible per se, dado que es sabido que ese supuesto y esas concepciones generalmente aceptadas, al menos desde Freud -pero esta es una idea que comparten la mayor parte de esas feministas a las que Butler critica- diferencian sexo biológico de sexo psíquico y defienden el respeto a aquellos que, poseyendo un sexo biológico determinado, manifiestan una identidad sexual no coincidente con él.

 

Butler puede considerar que esa es una conceptualización errónea, pero es del todo improcedente que acuse de homofóbicos a tales planteamientos.

 

 

Y les invito sobre todo a que presten atención a la operación discursiva que en ello se pone ya en funcionamiento, porque es una que recorre el libro de Butler de principio a fin: en vez de argumentar teóricamente lo que considera erróneo en ese enfoque, lo anatematiza desde un punto de vista ideológico.

 

De modo que ella se arroga el derecho a hablar en nombre de las víctimas de la homofobia, y desde esa posición política estigmatiza de homófobos a todos los que no comparten sus planteamientos teóricos.

 

Supongo que se darán cuenta de que se manifiesta en ello un buen ejemplo de los peligros que acompañan a esa impostura sobre la que ya les he advertido: la de proclamarse, simultáneamente, héroe y analista.

 

 


La noción de género y su supresión

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Pero no es aquí donde quiero centrarme, sino en el modo en que el párrafo citado aparece ya la idea central del discurso de Judith Butler -y observen que les digo el discurso, no la teoría, porque como ya he comenzado a mostrarles, hay, en ello, muy poca teoría y demasiada ideología:

 

«abrir las posibilidades para el género sin precisar qué tipos de posibilidades debían realizarse.»

 

 

Como les decía, suena bien… pero no resiste el examen vía reducción al absurdo. Porque si no se precisan qué tipos de posibilidades de género se reconocen, no se abren las posibilidades para el género, sino que, sencillamente, se suprime la noción misma de género.

 

Pues la noción de género, en cualquier campo en que se use -ya sea en botánica o en biología, en lingüística o en sociología-, supone un patrón de rasgos identificadores que permiten agrupar a determinados individuos de una especie -ya se trate de plantas, animales, palabras o personas- por oposición a otros patrones dentro de un sistema de géneros que puede ser binario o no, pero que es necesariamente no solo finito, sino limitado.

 

Si decimos que son posibles todos los géneros que queramos puede parecer que estamos dando una libertad absoluta, pero lo único que hacemos es vaciar de todo contenido a la noción misma de género.

 

En suma: supone renunciar a ella como herramienta conceptual.

 

Tomen distancia y pregúntense: ¿qué sería de la botánica si suprimiéramos la noción de género? Pues, sencillamente, que acabaríamos con ella.

 

Quizás alguno de ustedes me diga indignado: ¡pero los seres humanos no somos plantas!

 

Desde luego, los seres humanos no somos plantas: pero eso no evita que, para pensarnos a nosotros misos, necesitemos, igualmente, de categorías.

 

Y suprimir los géneros -o lo que es lo mismo: abrir las puertas a todo tipo de géneros- es lo mismo que quedarse sin categorías para pensar las formas y los procesos humanos.

 

Desde luego: los seres humanos no somos plantas. Pero eso no excluye que, para pensarnos, sean necesarias las categorías, sencillamente porque en ausencia de categorías ya no hay pensamiento. Por más que el narcisismo de cada cual tienda a vivir como una humillación el ser considerado como miembro de una determinada categoría.

 

Más que nadie, los adolescentes. Y, sin embargo, paradójicamente, nadie más que ellos buscan ser reconocidos como miembros de una tribu capaz de conferirles identidad.

 

Si elevan esa reclamación narcisista al estatuto de presupuesto que deba regir las ciencias humanas -llámenlas estudios culturales, si ustedes quieren- lo único que lograrán es hacerlas imposibles. Y, por tanto, acabar con ellas.

 


El símil del código: código / real

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Permítanme un símil que les ayudará a aclarar la cuestión.

 

Mucha gente -y desde luego también Butler- tiende a considerar la noción misma de código como restrictiva, incluso como opresora.

 

Y es que todo código debe ser aprendido y, para que la comunicación con él funcione, debe ser respetado.

 

Lo que no quiere decir que eso excluya absolutamente su modificación: bien por el contrario, puede dar cabida a pequeñas modificaciones que lo enriquezcan y lo sutilicen, pero deben ser necesariamente pequeñas cada vez, para que puedan ser reconocidas en su novedad y encuentren su valor en su interacción con el conjunto estructurado del resto de los elementos del código.

 

Pero lo que es estrictamente inviable es abrir las puertas a que cada cual invente sus palabras, sencillamente porque entonces ya no habría código ni comunicación posible.

 

Un código de elementos infinitos -como un sistema de géneros que cuente con géneros infinitos- es sencillamente un no código, un no sistema de géneros, pues nadie podría aprenderlo ni hablarlo, de modo que nadie podría comunicarse con él.

 


Butler no sabe nada de lo real: antinaturalidad

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Vean, por esta vía, a donde llegamos: a ningún otro sitio que a lo real.

 

Pues solo lo real es tendencialmente infinito: en lo real se da de todo, todo está siempre en permanente modificación, todo es siempre diferente e irrepetible. Y, precisamente por eso, en lo real nada tiene sentido.

 

Pero el problema es que Butler no sabe nada de lo real, como lo confirma el párrafo final de su libro:

 

«Las configuraciones culturales del sexo y el género podrían entonces multiplicarse o, más bien, su multiplicación actual podría estructurarse dentro de los discursos que determinan la vida cultural inteligible, derrocando el propio binarismo del sexo y revelando su antinaturalidad fundamental. ¿Qué otras estrategias locales que comprometan lo “no natural” podrían conducir a la desnaturalización del género como tal?»

 

[Judith Butler: 1990, EI género en disputa, Prefacio (1999), p. 288]

 

 

La afirmación -que se formula como una condena- de que el binarismo del sexo -es decir: la suposición de que existen dos sexos- sería de una antinaturalidad fundamental, supone, como presupuesto que pueda darle sentido, la idea de la existencia de lo natural y es más, de lo fundamentalmente natural.

 

Ahora bien, ¿en qué consistiría eso?

 

 

La cosa más notable es que Butler, cuando quiere criticar algo, recurre siempre a la misma argumentación: que eso que critica ha sido socialmente construido y luego, por la vía de su naturalización, dado como natural e inevitable, lo que encubriría su carácter no natural sino cultural.

 

Por lo demás, lo natural es el concepto que nunca se define en el discurso de Butler. Pueden comprobar que ni siquiera aparece en el índice analítico que cierra el libro.

 

Notable falta de rigor porque si se recurre constantemente al concepto de naturalización y se acusa a la postulación de la existencia de dos sexos de una antinaturalidad fundamental, resultaría obligada una definición precisa del concepto de naturaleza.

 

Y miren, no hay manera más rápida de comprender la estructura de un discurso que localizar sus puntos ciegos fundamentales: esos puntos que nunca son definidos y sin embargo en torno a los cuales todo pivota.

 

Pero lo más llamativo de todo es el uso del adjetivo fundamental.

 

Pues de tal uso se deduce que las identidades de sexo que del binarismo del sexo se deducen -la masculina y la femenina- serían más antinaturales que cualesquiera otras.

 

Lo que obliga a deducir que cualquier otro tipo de sexo o de género sería menos antinatural y, por tanto, más natural: con lo que Butler incurre exactamente en lo mismo que critica.

 

Lo sorprendente es que no se dé cuenta de que está haciendo ella misma eso que critica continuamente en los otros: acusar a lo que no le gusta de ser antinatural, pues tal es el motivo que ella misma reconoce constantemente en los procesos que denuncia de naturalización de las normas: convertir en naturales ciertas normas culturales tendría por objetivo precisamente eso: acusar a lo que queda fuera de ellas de antinatural y, por esa vía, calificarlo de monstruoso.

 

El caso es que ese es, precisamente, el punto al que, sin darse cuenta de ello, termina por llegar ella misma.

 

Y es que, como les vengo diciendo con Freud, los seres humanos son incapaces de ocultar nada.

 

Y así, Butler cierra su libro confesando que a ella lo masculino y lo femenino le parece monstruoso.

 


Naturaleza / cultura

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¿Qué sería lo natural?

 

Es evidente que Butler no lo sabe, pero porque no lo sabe, debería renunciar a acusar a algo de antinatural.

 

¿Qué sería lo natural? ¿Lo propio de la naturaleza?

 

¿Y qué sería la naturaleza?

 

Ya saben cómo la define la antropología: por oposición a lo cultural.

 

Y es que, por más que le moleste a Judith Butler, todo eje semántico se estructura en términos binarios: la oposición, el contraste entre los opuestos, es la infraestructura misma del lenguaje tanto como de la inteligencia humana que éste hace posible.

 

De modo que Naturaleza y Cultura son dos conceptos que se recortan mutuamente, es decir, que se definen por oposición.

 

Pero ya les he señalado en otras ocasiones la objeción que le encuentro al término naturaleza: lleva implícitos presupuestos muy discutibles de una racionalidad y bondad natural, de modo que calificar de natural algo significa postularlo como bueno o mejor por oposición a lo cultural que aparece entonces como peor, malo y artificial.

 

Por eso les invito a trabajar con esta otra oposición: la cultura vs lo real.

 


Los datos de la biología

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Y bien, ¿cómo se sitúan los datos de la biología con respecto a ella?

 

La biología es una ciencia, es decir, un aparato conceptual, discursivo, que explora lo real.

 

Y lo hace fabricando, artificialmente, esas herramientas que son los conceptos.

 

Así, por ejemplo, los conceptos de gen o cromosoma: son, sin duda, conceptos construidos, como todos los demás, mas no por ello dejan de ser útiles para operar sobre lo real.

 

Y así sucede, también, con los de pene y vagina, rasgos mayores de la definición de esos otros conceptos biológicos que son los de hombre y mujer.

 

De ellos, del pene y la vagina, la biología postula que están relacionados tanto con la reproducción de nuestra especie como con la obtención de ciertas experiencias más o menos placenteras.

 

¿Quiere esto decir que todo ser de nuestra especie tiene una cosa u otra?

 

Desde luego que no.

 

Hay seres de nuestra especie que tienen las dos o ninguna de ellas o todo tipo de variantes intermedias entre una y otra.

 

Y eso es, como les decía hace un momento, lo propio de lo real: que en lo real se da de todo, y por tanto también todos los casos intermedios, y ese es el motivo por el que lo real siempre se escapa, de una manera u otra, a las categorías con las que tratamos de aprehenderlo.

 

Lo que afecta, igualmente, a la categoría misma de especie humana.

 

En el eje semántico de lo vivo, la humano se define por oposición a lo animal, pero los límites son siempre difusos pues, como les digo, en lo real se da de todo.

 

Y bien, ese es el territorio de lo percibido como monstruoso: percibimos como monstruoso todo lo que amenaza el orden de nuestras categorías, y por tanto también todos esos individuos reales que se encuentran entre lo humano y lo animal, o entre el sexo biológico masculino y el femenino.

 

Dense cuenta que no estoy haciendo un juicio moral, sino tan solo constatando el hecho de que eso es percibido así, como monstruoso, y si lo percibimos como monstruoso es precisamente porque -permitanme la paradoja- no logramos percibirlo en tanto que escapa a nuestras categorías perceptivas.

 

 

Pero ahora atendamos a la otra cara de la cuestión -esa que Butler olvida con tanta facilidad-: que en lo real se da de todo y que los conceptos de la biología sean conceptos, categorías culturalmente producidas -como la ciencia misma en su conjunto- no quiere decir que no sean útiles y eficaces.

 

Permiten no solo clasificar y así comprender determinadas conductas humanas, sino también realizar intervenciones curativas sobre el cuerpo. Así por ejemplo, en las últimas décadas han permitido disminuir de manera extraordinaria la mortalidad en el parto.

 

Y tan útiles como estas categorías biológicas -y por eso construidas, no naturales- son las categorías psíquicas -igualmente construidas- de posición masculina y posición femenina o, si prefieren, deseo masculino y femenino. O si prefieren todavía, aunque no me parece una buena elección lexical, género masculino y femenino.

 

Precisamente por ello pienso que es un retroceso intelectual negar la autonomía de ambos planos -el biológico y el psíquico- e identificar el sexo -biológico- con el género, es decir, con la declinación del deseo, como hace, con más desenvoltura que argumentación, Judith Butler.

 

«De hecho se demostrará que el sexo, por definición, siempre ha sido género.»

 

[Judith Butler: 1990, EI género en disputa, p. 57]

 

 


Lo real y la angustia

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A lo que hay que añadir, para que se haga perceptible lo que está en juego en el fondo del debate: nada produce tanta angustia en el ser humano como chocar con esa diferencia y esa variabilidad infinita propia de lo real.

 

Por eso lo monstruoso nos aterra.

 

De hecho, como Freud estableció -ya les dije que esa era la idea central de su teoría de la percepción-, la percepción humana quiere, de lo real, percibir lo menos posible.

 

Lo que la percepción humana quiere es reconocer: reencontrar lo ya conocido.

 

Lo que, por otra parte, si volvemos al símil del código, tiene esta traducción en teoría de la comunicación: la significación es repetición, redundancia, negentropia.

 

Si esto les parece muy abstracto, intentaré traducírselo con un ejemplo bien concreto.

 

Después de un día agotador, mientras ustedes caminan bajo el frío de una noche de invierno, quieren que, llegado el momento, su casa se encuentre a la vuelta de la esquina.

 

¿Qué es lo real?

 

La posibilidad de que den la vuelta a la esquina y su casa ya no esté ahí.

 

Eso, ¿sucede poco?

 

Depende.

 

Más en los países que tienen terremotos o maremotos con frecuencia.

 

Más todavía en aquellos que están en guerra.

 

Pero incluso también en algunos donde alguien ha podido descuidar el mantenimiento del sistema de canalización del gas.

 

Y con esto que les digo no me alejo nada de la temática psicoanalítica.

 

Piensen en el caso de ese psicótico que, enfrentado a su casa, es incapaz de reconocerla.

 

Dirán ustedes que porque su delirio se lo impide, y sin duda puede ser así. Pero no si está en la fase del brote, pues en ésta puede que la esté viendo con más intensidad que nunca, puede que se esté abismando en esa rugosidad real de su materia que antes no había querido nunca observar y que, al verla por primera vez, no logre reconocerla.

 

Porque lo real del cuerpo está ahí, la noción de género es útil no solo para la medicina, sino también para el equilibrio psíquico de los individuos humanos. Y no porque sea una noción esencialista, universal o metafísica, sino porque nombra una producción cultural de primer valor para ellos: la vía estructurante de la textualización de su cuerpo.

 

Les hablaba de eso el otro día.

 

Les hablaba de la angustia con la que en ciertos momentos de su vida que quizás incluso ya hayan olvidado observaron sus cuerpos desnudos en el espejo, aterrados ante su irreductible singularidad.

 

Ya saben, algo del tipo de lo que está en el punto de partida en La metamorfosis.

 

Les llamé la atención sobre la satisfacción creciente con la que, con el tiempo, empezaron a reconocer ante el espejo cierto personaje dotado de una identidad de género en el que podían acomodarse con mayor o menor dificultad.

 


El lenguaje es performativo

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Judith Butler cree que ha descubierto algo cuando afirma el carácter performativo del género, pero en el fondo su idea es muy ingenua, pues no se da cuenta que toda palabra, todo acto de lenguaje, incluso el lenguaje mismo es performativo.

 

A lo que habría que añadir que ese es el presupuesto mayor -y netamente materialista, dicho sea de paso- de nuestra mitología, por más que Butler la menosprecie por falogocéntrica -pardiez que palabra tan fea-: el Génesis es precisamente eso; un mito que afirma el poder performativo del lenguaje: ya saben, en el principio fue la palabra, y la palabra dijo y, al decir, quedó separado el cielo de la tierra.

 

O en otros términos: eso que los deconstructivos llaman despectivamente logocentrismo es precisamente la conciencia del poder performativo del lenguaje.

 

Si el lenguaje es performativo es porque se enfrenta a eso otro que Butler ignora -dado que se permite establecer grados de antinaturalidad-: lo real.

 

Si frente al lenguaje se encontrara lo natural, no haría falta performatividad alguna: el lenguaje se adaptaría al orden de lo natural, sería su directa emergencia como, por lo demás, tiende a pensar el empirismo.

 


Deconstrucción y pasión por el poder

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Tal es por cierto, aunque no tenga clara conciencia de ello, lo que Butler pretende: impugna -dice deconstruir– buena parte de las categorías construidas para pensar lo humano y lo hace siempre apelando a los mismos criterios -lo que, a mí al menos, me resulta un tanto cansino-: todas ellas serían categorías construidas, naturalizadas, normativas, opresivas

 

Y por cierto que lo hace con una notable ingenuidad.

 

Vean un ejemplo:

 

«la coherencia y la continuidad de la persona no son rasgos lógicos o analíticos de la calidad de persona sino, más bien, normas de inteligibilidad socialmente instauradas y mantenidas.»

 

[Judith Butler: 1990, EI género en disputa, Prefacio (1999), p. 71]

 

Como ven, opone los rasgos lógicos o analíticos a las normas de inteligibilidad socialmente instauradas y mantenidas.

 

Y así olvida algo tan obvio como que las operaciones lógicas y analíticas son, precisamente, construcciones socialmente instauradas y mantenidas cuyo funcionamiento normativo es el presupuesto mismo de todo discurso racional.

 

¿O es que piensa Butler que la lógica y el análisis no nacieron en un momento histórico-social dado -la Grecia clásica, dicho sea de paso-, sino que serían cosas naturales?

 

¿Preexistencias metafísicas?

 

 

Pero más allá de esto -que no deja de manifestar su escasa cultura filosófica-, lo realmente notable es que su discurso se agota en el movimiento de deconstrucción, pues a lo largo de todo su libro no propone ni una solo categoría alternativa. No propone teoría explicativa alguna, sino que todo su texto está volcado a deconstruir los conceptos y las teorías explicativas existentes.

 

No sólo el género, sino también el sexo, las nociones de hombre, mujer y persona… y un largo etcétera.

 

Claro está que no lo hace en nombre de la ciencia, sino en el de la política.

 

Es decir: el suyo es un discurso que se declara abiertamente político y que es por eso netamente ideológico; es decir: uno que en aras de un ideal político de liberación -que en mi opinión es netamente imaginario, pero eso no hace ahora al caso- rechaza todas las categorías por construidas.

 

Por eso es un discurso -como el leninista, que es una de sus más evidentes matrices de fondo- obsesionado por el poder -si lo dudan, no tienen más que cuantificar las apariciones de la palabra poder en el libro.

 

Y por cierto que también como en el discurso leninista el poder comparece como un término neutro, pues está regido por otro término que es, él sí, el término mayor de su discurso: el término subversión -que jamás es definido y que opera como un término mágico-: es bueno todo lo subersivo y malo todo lo que se opone a la subversión.

 

La pregunta obvia es: ¿habrá que subvertir también la subversión?

 

¿No es el de subversión un concepto histórico, social, etc., etc.?

 

Y sobre todo: ¿habrá que subvertir también los derechos humanos?

 

¿No? Pero si el concepto de ser humano es un concepto construido…

 

 


Ideología contra razonamiento

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Volvamos a nuestro punto de partida der hoy.

 

«mi atención se centraba en criticar un supuesto heterosexual dominante en la teoría literaria feminista. (…) rebatir los planteamientos que presuponían los límites y la corrección del género, y que limitaban su significado a las concepciones generalmente aceptadas de masculinidad y feminidad. Consideraba y sigo considerando que toda teoría feminista que limite el significado del género en las presuposiciones de su propia práctica dicta normas de género excluyentes en el seno del feminismo, que con frecuencia tienen consecuencias homofóbicas. Me parecía -y me sigue pareciendo- que el feminismo debía intentar no idealizar ciertas expresiones de género que al mismo tiempo originan nuevas formas de jerarquía y exclusión (…) El objetivo no era recomendar una nueva forma de vida con género que más tarde sirviese de modelo a los lectores del texto, sino más bien abrir las posibilidades para el género sin precisar qué tipos de posibilidades debían realizarse. Uno podría preguntarse de qué sirve finalmente abrir las posibilidades, pero nadie que sepa lo que significa vivir en el mundo social y lo que es “imposible”, ilegible, irrealizable, irreal e ilegítimo planteará esa pregunta.»

 

[Judith Butler: 1990, EI género en disputa, Prefacio (1999), p. 8]

 

 

Si releen atentamente esta cita se darán cuenta de que la propia Butler ha debido intuir lo objetable de su punto de partida: Uno podría preguntarse de qué sirve finalmente abrir las posibilidades…

 

Pero lo realmente notable es que ella, en vez de responder a esa posible objeción, la suprime por una llamada de índole emocional, mitad política y mitad moral: nadie que sepa lo que significa vivir en el mundo social y lo que es imposible, ilegible, irrealizable, irreal e ilegítimo planteará esa pregunta.

 

Les llamo la atención de nuevo sobre la impostura que acompaña a la pretensión de ser, a la vez, el héroe y el poeta, el teórico y el político comprometido.

 

Como ven, la afirmación de una posición política cierra el paso a la justificación teórica necesaria.

 

En suma: tiene lugar un explícito desplazamiento de la teoría a la ideología.

 

Me dirán ustedes que en todo discurso hay ideología. Desde luego que sí: y eso, en general, no es malo. Pero, en el campo de la teoría, conviene que haya la menos posible.

 

De hecho, llamamos ciencia a los discursos dotados de procedimientos de objetivación discursiva que permitan controlar al máximo la presencia de presupuestos ideológicos.

 

Y, por eso mismo, lo que la ciencia no puede aceptar en su interior son discursos que opten por fundamentarse en presupuestos ideológicos.

 

Si nos ocupamos de los géneros sexuales, una reflexión teórica debe pasar necesariamente por proponer una u otra definición de la noción de género y analizar el funcionamiento de uno o más sistemas de géneros.

 

Tarea que, por supuesto, siempre ha practicado la antropología: piensen, por ejemplo, en los célebres estudios de Margaret Mead en Samoa o en Las estructuras fundamentales del parentesco de Lévi-Strauss.

 

Pero no hay teoría en la disolución de la noción de género que realiza Butler: en ello solo hay rechazo ideológico, en ausencia de proposición de toda teoría alternativa.

 

Les voy a dar otro ejemplo de ese funcionamiento ideológico de su discurso, que se produce de inmediato en el Prefacio que nos ocupa:

 

«El texto también pretendía destruir todos los intentos de elaborar un discurso de verdad para deslegitimar las prácticas de género y sexuales minoritarias.

«Esto no significa que todas las prácticas minoritarias deban ser condenadas o celebradas, sino que debemos poder analizarlas antes de llegar a alguna conclusión. Lo que más me inquietaba eran las formas en que el pánico ante tales prácticas las hacía impensables. ¿Es la disolución de los binarios de género, por ejemplo, tan monstruosa o tan temible que por definición se afirme que es imposible, y heurísticamente quede descartada de cualquier intento por pensar el género?»

 

[Judith Butler: 1990 EI género en disputa, Prefacio (1999), p. 8-9]

 

¿Qué puede querer decir un discurso de verdad?

 

Ya sé que muchos de ustedes tienden a dar por buena la expresión, por eso de que la verdad, en la deconstrucción, está mal vista.

 

Pero antes de acomodarse en esa posición, ensayen también aquí el sano ejercicio de la reducción al absurdo: un discurso de verdad se opondría a un discurso de mentira.

 

Ahora bien, ¿qué sería eso?

 

De modo que aquí la palabra verdad sobra: entenderán el enunciado mejor si la quitan.

 

Pero no la quiten, porque está ahí para que comparezca como sospechosa.

 

Ahora bien, ¿no les parece un poco fuerte el verbo que abre la frase? –pretendía destruir todos los discursos…

 

Butler, en esto muy poco liberal, se manifiesta dispuesta no ya a discutir o rebatir ciertos discursos, sino a destruirlos, y más que eso: a destruir no solo esos discursos, sin incluso los intentos de elaborarlos.

 

¿No les parece que esto debería darnos un poco de miedo?

 

Claro está que excusa su violencia destructiva en la acusación que dirige a esos discursos de deslegitimar las prácticas de género y sexuales minoritarias.

 

El problema es, ¿quién establece los discursos que son deslegitimadores de esas prácticas y, por tanto, destruibles?

 

¿La señora Butler?

 

Y no olviden, porque lo han leído en la cita anterior, que el primer blanco de sus críticas no era algo así como el Opus Dei, sino las feministas a las que la señora Butler consideraba demasiado poco radicales.

 

Dice a continuación que Esto no significa que todas las prácticas minoritarias deban ser condenadas o celebradas, sino que debemos poder analizarlas antes de llegar a alguna conclusión.

 

Quizás esto les parezca un gesto más liberal -en todo caso no hay duda que a la autora se lo parece-, pero ciertamente no lo es: pues si dice que no todas las prácticas minoritarias deban ser condenadas o celebradas, dice también, implícitamente, que algunas sí deberán serlo condenadas o celebradas-, no directamente, desde luego, sino después del análisis que ella misma va a hacer.

 

En suma, que está decidida a hacer eso de lo que acusa a los otros pero de manera más radical: pues ella no se contenta con legitimar o deslegitimar, sino que está decidida a celebrar o condenar.

 

¿Condenar?

 

Me reconocerán ustedes que deslegitimar es algo menos fuerte que condenar.

 

Y basta con que lean un poco más para que vean lo primero que va a ser condenado: esos binarios de género cuya disolución le parece tan deseable.

 

Realmente es curioso -pero quizá fuera mejor decir inquietante- que ahora que estamos consiguiendo que el conjunto de los heterosexuales acepten respetar las conductas homosexuales, ciertos homosexuales radicales reclamen la disolución de los binarios de género con los que organizan su vida esos heterosexuales que les respetan.

 

Dicho esto, ¿qué les parece si volvemos a ese binario de género que es el del Edipo?

 

Aunque creo que me reconocerán ustedes que suena mucho mejor referirse a ello como la simbólica de la diferencia sexual.

 

 

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8. El origen de Martin y la reclamación de Debbie

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 07/11/2014 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

 

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Martin y Edipo

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Aaron: lt was Ethan who found you, squalling under a sage clump after your folks had been massacred.

 

Es muy poco lo que sabemos de Martin, pero sabemos, sobre todo, que es incierto su origen: que él, como Edipo, fue encontrado abandonado, llorando en el campo.

 

Y, en cierto modo, como un Edipo cristianizado, pues fue encontrado bajo una mata ardiente, dado que las llamas de la masacre, necesariamente, la rodeaban.

 

Fueron los indios -se nos confirmará más tarde- los que perpetraron la masacre. Lo real, pues, se encuentra en su origen. Y si los indios son lo real, la masacre confirma que el trauma es su sello.

 

Con respecto a ello, encontramos de nuevo ese doble papel de Ethan que ya anotamos el otro día a propósito de su relación con Debbie, sólo que esta vez en orden invertido.

 

El que ahora llega como mensajero de lo real fue en otro momento rescatador desde lo real.

 

 

Y por cierto que como confirmándolo, les diré lo que ahora no pueden todavía reconocer: que la que se encuentra ahora tras la figura de Ethan es la puerta principal de la casa.

 

Ethan: lt just happened to be me. No need to make more of it.

 

La traducción decía aquí: Una casualidad, créeme, no tiene la menor importancia.

 

Es una traducción correcta, pero que diluye la intensidad y la aspereza del original: eso ocurrió. Sucedió con la contundencia de lo real. Eso me tocó a mí. No hagas de ello otra cosa que lo que fue.

 

Les decía que Ethan es el mensajero de lo real: es pues de lo real de lo que habla a Martin.

 

Imposible no reconocer que este personaje enigmático que es Ethan se nos descubre odioso. Cargado de un odio opaco, macizo, por ahora inmotivado. Y por eso, desde luego, más odioso.

 

Ciertamente, más tarde, ese odio será motivado.

 

 

Sabremos que Ethan odia a los indios,

 

 

y compartiremos su emoción cuando le veamos ante la casa arrasada por ellos.

 

 

Pero si lo piensan bien se darán cuenta de que la motivación es escasa, sencillamente porque los indios no explican nada.

 

 

Son, como les insisto, la inscripción de lo real en el texto.

 

Por eso, lejos de explicar nada, localizan el lugar de lo inexplicable.

 

Y bien, esa condición de inexplicable de lo real es vivida por cada cual como algo injusto. Les repito: lo real es lo que se deduce del hecho de que el mundo no está hecho para nosotros, ni para responder a nuestras expectativas ni para satisfacer nuestros deseos.

 

El padre amoroso quisiera ocultarle al hijo lo que de dolorosamente real hay en el mundo. Pero si insiste en hacerlo le desarma. Queriendo protegerle le desprotege, pues no le ayuda a endurecer su yo para los embates que le aguardan.

 

El padre simbólico le obliga, en cambio, a tomar consciencia de su veinte por cierto de sangre india.

 

Se lo está diciendo ahora mismo a Martin: tú no eres ese yo-todo-placer que creías ser, sino el portador de un cuerpo real, indio, que marca la condición de tu soledad que se manifiesta en el hecho de que yo esté aquí,

 

 

interponiéndome entre tu madre y tú.

 

Como les digo, el padre amoroso no quiere que el hijo sufra, y por eso no duda muchas veces en cederle su lugar en la cama de la madre -no les digo que eso no deba hacerse alguna vez, lo que les digo es que hay un momento en que eso debe dejar de hacerse.

 

El padre simbólico, en cambio, sabe que el sufrimiento es inevitable y que por tanto debe ser anunciado.

 

Y no pierdan de vista el beneficio secundario de la posición del padre amoroso: al proteger al hijo de la angustia se protege a sí mismo de la angustia del hijo.

 

 

Por cierto: el quinqué acentúa esa separación entre los dos grupos, a la vez que metaforiza la posición de ese nuevo sujeto, separado, que está comenzando a ser Martin.

 

Martin: Thank you, Lucy.

 

Martin se resiste.

 

Quién te has creído que eres, le responde el gesto de Ethan.

 


 


Martin en el umbral: la represión y el deseo

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Impresionante elipsis. E impresionante encadenado.

 

La llegada de Ethan ha producido su efecto: Martin se encuentra ahora en el borde exterior de ese umbral expandido que es el porche, justo en la línea que traza el rayo de cálida luz amarilla que sale de la puerta de entrada abierta y que acaba donde él está sentado, pero sin que ese rayo le ilumine a él mismo más que muy parcialmente.

 

Martin mira hacia el interior: diríase que ese rayo de luz cálida guía su mirada. Y quizás la sustenta.

 

Y al igual que está en ese vértice entre el adentro y el afuera, está en el vértice de dos luces opuestas: cálida a la derecha, la de esa luz procedente del interior de la casa de la que acabo de hablarles, y fría, lunar, a la izquierda, del lado del exterior.

 

 

El padre simbólico es el padre de la ley, y la primera ley es la prohibición del incesto.

 

Pero la prohibición del incesto no es la prohibición del deseo, sino el nacimiento del deseo como deseo prohibido.

 

Pues la primera prohibición es freno a la pulsión. De modo que la ley funda y hace posible el deseo, en tanto vía humanizada de la pulsión.

 

 

Es difícil visualizarlo mejor: el sujeto, separado, y a la vez deseante, de un objeto del que carece y que, a la vez, le guía y le ilumna.

 

No piensen, en todo caso, que el padre simbólico no ame al hijo.

 

Al menos no es eso lo que está escrito en el film:

 


 

¿Lo ven?

 

Lo que el cadenado muestra es que Martin está en el corazón mismo de Ethan.

 

La diferencia fundamental entre el padre simbólico y el padre amoroso es que el primero es capaz de soportar la angustia del hijo.

 

 

Podemos también visualizar la situación así:

 

 

Y podemos recomponer así el origen de Martin: hubo un trauma, lo indio irrumpió dejando a Martin abandonado.

 

Fue entonces rescatado por Ethan, quien se lo entregó a Martha, la mujer a la que ama.

 


El fuera de la ley

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Martin: Good night, Aunt Martha.

Martha: Good night, Martin.

Martin: Uncle Aaron. Good night, Martin.

Martin: Good night, Uncle Ethan.

Ethan: Good night.

Martin: Come on, Ben.

Ben: Night, Ma. Night, Pa.

Ben: Uncle Ethan, will you tell us about the war?

Aaron: The war ended three years ago, boy.

Ben: It did? Then why didn’t you come home before now?

Martha: Ben, go on with Martin. March.

 

Se dan ustedes cuenta de que la pregunta de Ben ha tocado un lugar sensible: ¿Por qué no ha vuelto antes el tío Ethan?

 

Nunca se dirá, pero es fácil deducirlo. Ethan no ha entregado su espada, que por eso se encuentra ahora frente a él, sobre la chimenea. No hay duda de que fue uno de esos rebeldes que se negaron a rendirse y que, no aceptando la derrota, constituyeron las partidas de sudistas que prolongaron la guerra por su propia cuenta. No hay duda, igualmente, que de ahí proceden esas monedas nuevas que dentro de un momento entregará a Aarón.

 

De modo que es, o ha sido, un fuera de la ley. Un forajido. Por cierto, quizás hayan visto una espléndida reelaboración de este tema que hizo años más tarde Clint Eastwood y que se llamaba precisamente así: El fuera de la ley. Sin ser un remake, retomaba buena parte de los elementos y los personajes de esta historia, incluida una india muy parecida a Look.

 

Pero volvamos a The Searchers.

 

No hay duda de la decisión con la que esa mujer de carácter que es Martha cierra el asunto.

 

Martha: Ben, go on with Martin. March.

 

Y, en ese mismo movimiento, se alinea con Ethan.

 

 


La reclamación de Debbie

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Y bien, llega el momento de la reclamación de Debbie.

 

Ella también quiere un don que la nombre y le permita, en su caso, declinarse del lado de la feminidad.

 

Younger Debbie: Uncle Ethan, Lucy’s wearing the gold locket you gave her when she was a little girl.

 

Como ven, sabe que ha llegado su momento.

 

Quiere una medalla, un broche que la abroche como mujer.

 

En cierto modo piensa -y no sin razón- que fue la recepción de la medalla que Ethan dio a Lucy lo que hizo de ella una mujer.

 


El cuerpo, lo monstruoso y lo real

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Y les insisto en que hay fundamento para esa intuición de la niña: precisamente porque ese ser mujer al que me refiero que la niña reclama no es un dato real: como real, no hay más que un cuerpo singular, irrepetible y por eso mismo inhomologable.

 

Ese es el motivo de las angustias relativas al cuerpo que invaden en ciertos momentos -los de la pubertad- a los adolescentes.

 

Hay una amplia literatura que los describe en su extremosidad: va desde Frankenstein de Mary Shelley en literatura y James Whale en cine hasta El hombre elefante de David Lynch pasando por la Metamorfosis de Kafka.

 

Por supuesto, hay cuerpos que se alejan demasiado de los tipos biológicos y que, como tales, son percibidos como monstruosos. Aprovecho la ocasión para recordarles que en ello pueden reconocer bien lo propio de lo real: en lo real se da de todo, todas las variantes, todas las monstruosidades posibles. Piensen, por ejemplo, en el síndrome de Proteus de El hombre elefante -pues la película se inspiró en un caso real.

 

Pero sobre lo que trato de llamarles la atención ahora es sobre el otro lado de la cuestión: sobre el hecho de que todo ser humano, al chocar con lo real de su cuerpo, con su singularidad extrema que lo separa siempre inevitablemente de los cánones de su tiempo, tiende a percibirse como monstruoso. Y eso sucede con especial intensidad cuando choca con esas erupciones de la sexualidad que se manifiestan de manera tan sorpresiva en la pubertad.

 

Independientemente de que El hombre elefante sea un caso real, es en sí mismo notable la facilidad con la que ustedes se identifican con él. Y es posible escuchar su historia como la de alguien que nunca ha sido nombrado de otra manera que como monstruo por aquel que es su amo. Su humanización sólo comienza cuando el Dr. Merrick se hace cargo de él y comienza a reconocerle como tal, es decir, como un ser humano: lo que no puede pasar por otra vía que por la de la interpelación; propiamente, le interpela como ser humano.

 

Piensen ahora en La metamorfosis: la historia de ese joven que se despierta una mañana percibiéndose a sí mismo como un insecto gigante ¿no les parece que podría ser entendida como la psicosis que se desencadenaría en un sujeto carente del aparato simbólico que le permitiera reconocerse como ser humano? -pueden encontrar en mi web, en la sección de literatura, un análisis de la novela en este sentido. Lo Grotesco, lo Siniestro, la Psicosis (La metamorfosis, de Franz Kafka).

 

Pasen ahora a Frankenstein y lean el monólogo que, en la novela de Mary Shelley, dirige el monstruo a su creador; su queja es de una lucidez estremecedora y puede reducirse a esto: tú que me has creado te has negado a ser para mí el padre que necesito, el padre capaz de humanizarme. -También pueden encontrar material sobre el asunto en mi web, en un seminario dedicado a Shelley y Whale. El Monstruo y la Diosa (James Whale, Mary Shelley)

 

¿Que por qué ese estremecimiento llega con la pubertad y se extiende durante toda esa larga y conflictiva fase que es la de la adolescencia?

 

Si atendemos a su comienzo y a su fin comenzaremos a comprenderlo.

 

El comienzo, como les digo, coincide con el fin de la fase de latencia tal y como lo proclaman las erupciones del cuerpo sexuado: poluciones en los varones, menstruación en las mujeres.

 

El final viene dado por ese momento en que unos y otras logran construirse un personaje sexuado, de hombre o de mujer, tras una serie de conflictivos ensayos tanto ante el espejo real como ante ese otro espejo, más decisivo, que es la mirada de los otros.

 

Y bien, un buen día las poses, los vestidos y los peinados ensayados cuajan y uno comienza a acomodarse en ellos y a olvidarse de ellos: todo eso se convierte en una segunda piel, pero no deberíamos olvidar nunca que se trata de una segunda piel textual: la de la textualización de nuestra identidad sexuada.

 


Sexuación y angustia

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¿Por qué es tan difícil, tan conflictiva, incluso tan dramática esta textualización sexuada?

 

Precisamente porque debe incorporar algo que no estuvo presente en el yo narcisista del origen, ese yo-todo-placer que se obtuvo de la imago primordial y que era, precisamente, un Yo-todo, al que nada faltaba.

 

El nuevo yo necesario es ya un yo sexuado y ese yo sexuado es un yo no-todo, sino modelado por la diferencia que se obtiene de El o de Ella.

 

Traducido en mis esquemas, es necesario pasar de aquí:

 

 

a aquí:

 

 

Es decir, acusar, incorporar la diferencia sexual de la que, hasta ahora, nada se sabía.

 

Y de la que, dicho sea de paso, es tan fácil olvidarse cuando uno dice yo, porque, como les insisto una y otra vez, yo carece de género.

 

De pronto, la imago primordial se descubre hendida y aparece, fuera de ella, ese objeto prestigioso que es simultáneamente lo que ella desea y de lo que carece.

 

Sin duda, el niño y la niña se interrogan con respecto a ese objeto valioso, se preguntan si lo tienen o no lo tienen.

 

Cuando logran responderse, el niño respira aliviado y orgulloso constatando tenerlo, y la niña se siente decepcionada y humillada por no tenerlo.

 

Pero antes de eso hay, para el niño como para la niña, un común momento de angustia en el que se ven absorbidos, ambos, por esa hendidura que desbarata ese escudo soberbio que ha sido su yo-todo-placer.

 

Esa hendiduda les deja sin escudo y les confronta brutalmente con lo real de su cuerpo.

 

Pueden, sin duda, mirarse en el espejo: pero el espejo no da otra respuesta que la imagen de su cuerpo real, en cuanto tal, incomprensible. De manera que no encuentran en él nada que pueda responder verdaderamente.

 

Necesitan un vestido que les vista, pero ya no como un yo-todo, sino como un yo-hombre -un yo como él- o un yo mujer -un yo como ella.

 

De manera que la identidad sexual solo puede ser recibida como algo externo al cuerpo, como una suerte de injerto simbólico.

 

Como algo, en suma, recibido como una donación.

 

Y una advertencia temporal: para que la adolescencia sea atravesable, es necesario que esa donación simbólica haya sido recibida con anterioridad; concretamente: entre los 3 y los 6 años, es decir, en los tiempos del Edipo.

 

El asunto es que nada de eso se recuerda, precisamente porque la fase de latencia lo ha sumergido en la represión y el olvido. Pero que eso ha sucedido lo demuestra el hecho de que, cuando acaba la fase de latencia y estallan los volcanes de la pubertad, existe en el inconsciente un engrama de la sexuación que -aún con todas las dificultades propias de lo hostil de lo real- permite al individuo reconocerse, vivirse, como hombre o como mujer.

 

Precisamente eso, ya saben, que le falta a Justine.

 

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7. Tú no eres quien crees ser

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 07/11/2014 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

 

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Justine y el esterotipo

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«Estereotipia (stereotypy)

«1. f. (Psiquiatría/Psicol.) Repetición involuntaria de expresiones verbales, gestos y movimientos que ocurren en algunas enfermedades neurológicas y psiquiátricas.

«2. f. (Psiquiatría/Psicol.) Estereotipia psicomotriz: Actividad motriz, organizada, repetitiva, no propositiva, que se lleva a cabo exactamente de la misma forma en cada repetición; frecuente en el autismo.»

 

[www.dicciomed.eusal.es]

 

 

Ven el motivo por el que me resisto a utilizar la expresión estereotipo que alguno de ustedes me propone para caracterizar las posiciones simbólicas que estamos analizando.

 

En psiquiatría, la noción de estereotipia designa conductas repetitivas, mecánicas y, sobre todo, vacías de calidad expresiva.

 

En sociología, nombra percepciones esquemáticas y discriminadoras que se atribuyen a ciertos grupos.

 

Michael: I believe that I’m the luckiest man on Earth.

Michael: I love you.

Michael: That’s kind of it. That’s all I have.

Claire: Hello, everyone, we’re going to move to the living room

Claire: so that we can clear some tables.

Claire: Then the newlyweds will dance.

Claire: And then, at eleven thirty, the bride and groom will cut the cake in here.

 

 

 

 

No podemos decir que haya estereotipias en la conducta de Justine, desde luego, pero sí hay veces que su conducta y su gestualidad nos resulta estereotipada. Me refiero a casos como éste

 

 

o como este.

 

 

Nos da entonces la sensación de que Justine estuviera interpretando, poniendo en escena, un estereotipo: el estereotipo de la novia femenina y enamorada. Es decir, una imagen convencional que carece de auténtico arraigo en ella.

 

Cosa que se confirma tanto en el latente gesto burlón con el que participa en esa representación

 

 

-fíjense en sus ojos-, como en los momentos en los que sale de foco y se hace evidente el cansancio que supone para ella la representación de ese estereotipo:

 

Cuando su lado maníaco predomina

 

 

puede soportar el estereotipo que tan evidentemente se manifiesta aquí

 

 

por la vía de ese distanciamiento que le permite la burla.

 

Burla hacia el estereotipo mismo y hacia su novio que lo acepta como verdadero. Lo que se percibe bien aquí

 

 

tanto como se hace también perceptible el cansancio con el que ese estereotipo pesa en ella y que aflora netamente cuando queda fuera de foco:

 

 

Pero miren, el problema de Justine es precisamente que solo puede vivir esa posición, la de la novia el día de su boda, como un estereotipo:

 

Claire: It’s just that I thought you really wanted this.

Justine: But I do.

Claire: Michael has tried to get through to you all evening

Claire: to no avail.

Justine: That’s not true.

Justine: I smile and smile and smile…

Claire: You’re lying to all of us.

 

Se dan cuenta de hasta qué punto ella quisiera vivir como verdadero eso que solo logra vivir como un estereotipo.

 

Como ven, ese es el motivo que nos impide aceptar el uso del concepto de estereotipo aquí: si llamamos estereotipo a esa posición que ella quisiera ocupar sin poder hacerlo, nada comprenderíamos de su drama.

 

O en otros términos: esa posición, en sí misma, no es un estereotipo, pero ella, cuando intenta alcanzarla, colocarse en ella, solo puede vivirla como un estereotipo.

 

Ahora bien, resulta evidente que si esa posición no fuera otra cosa que un estereotipo, no habría drama.

 

O en otros términos: si hay estereotipo aquí

 

 

no lo hay aquí:

 

 

Por tanto, insisto: no es apropiado llamar estereotipo a la posición en la que se encuentran tanto Martha como Justine.

 

Y ello en la medida en que en ambos textos reconocemos la presencia de esa misma posición, que sin embargo sólo en uno de ellos se manifiesta como estereotipada.

 

 

Por eso les invito a caracterizar esa posición, la posición femenina tal y como la reconocemos en ambos textos, como una posición simbólica.

 

Insisto: el problema de Justine, su desastre subjetivo, se produce, precisamente, en la medida en que, aunque lo intenta, no puede vivir esa posición como verdadera, y solo logra ocuparla de manera estereotipada.

 


Martin, Ethan, Martha

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Desde el interior de la casa, a través del reencuadre-umbral de cierta puerta de la que sin duda sabemos que no es la principal, aunque sigamos sin saber dónde se localiza esa puerta principal, vemos a un joven que cabalga a lo indio, sin montura, que salta ágil del caballo y se detiene en ese mismo umbral.

 

Que algo tiene que ver con Ethan lo anota tanto el modo de su llegada

 

 

-ambos a caballo, procedentes del desierto exterior, asociados a lo indio-, como el encadenado,


 

que hace emanar la figura de Martin de la de Ethan en el plano anterior y con la que, por ello, se superpone durante unos instantes.

 

 

Difieren desde luego en su velocidad, que traduce tanto la diferencia de edad como el contraste entre la agilidad del más joven y la gravedad del más viejo.

 

 

Pero hay otra semejanza que debe ser igualmente suscitada:

 

 

Ambos detenidos no en el mismo pero sí en muy semejante lugar, con semejante contraluz que presenta a las dos figuras idénticamente negras, ambas detenidas en su respectivo umbral y apoyándose en él.

 

Incluso hay un equivalente palenque al fondo de cada uno de ellos.

 

Pero en posiciones inversas -tan inversas que podríamos incluso calificarlas de especulares-, pues si ella mira hacia afuera, él mira hacia dentro; si ella apoya su mano izquierda, él apoya la derecha.

 

Y bien, ¿no les parece que podríamos deducir de todo ello

 

 

tanto el común origen, la confusión inicial -esa confusión fundante del yo por la que el individuo encuentra su yo en la Imago Primordial-, como el comienzo mismo de la separación,

 

 

del corte, de la diferenciación?

 

 

Y hay también, en ese joven que llega cabalgando con total despreocupación, una palpable interrogación que podríamos verbalizar así: si ella mira en otra dirección, si ella desea, entonces

 

 

¿quién soy yo?

 


 

Y la pregunta, de inmediato, queda prendida en ese padre simbólico que se hace presente aquí por primera vez como quien está detrás de ella, a la vez que ella, con él, aparece del otro lado del espacio en el que ahora se encuentra Martin: la cocina, un territorio lleno de alimentos -frascos, ollas, pan…- separado de ese otro, el de la mesa de comer, donde se encuentra el grupo familiar.

 

De modo que a Martin le aguarda un lugar en esa mesa.

 

Younger Debbie: Marty,

 

Como ven, Ford sigue constelando la familia en dos agrupaciones latente pero netamente diferenciadas: a un lado Ethan, Martha y Debbie, al otro -del lado en el que ahora se encuentra Martin- Aaron, Lucy y Ben.

 

Y no es menos útil anotar esto otro: que Martin y Ethan se encuentran ahora en los dos polos opuestos, pues tal es, como les decía hace un momento, el arco que dibuja la interrogación de Martin por su identidad.

 

Younger Debbie: here’s Uncle Ethan.

 

¿Quién es tío Ethan?

 

Se dan cuenta que esta pregunta que ahora se hace Martin es la otra cara de su pregunta esencial -¿quién soy yo?

 

 

De modo que las dos interrogaciones quedan conectadas.

 

Y la interrogación se temporaliza, es decir, se narrativiza: si la Imago Primordial es un presente absoluto, con el padre llega el tiempo en forma de pregunta por el origen.

 

 

La separación espacial visualizada por el marco de la cocina prolonga todavía su presencia y su utilidad.

 

Y, ciertamente, hay un momento en el que el niño debe pasar de vivir en el mundo del alimento inmediato a instalarse en ese otro mundo que es el del alimento mediado, reglado, cultural, que encuentra su ámbito apropiado en el comedor.

 

Martha: Debbie, sit down.


Martin: Evening, Uncle Ethan. Welcome home,

 

¿Cómo mira ahora Martin a Ethan?

 

Yo diría que entre ilusionado, admirado y asustado.

 

Martin: sir.

 

Y no le faltan motivos, pues tío Ethan no parece reconocerle.

 


 

Lo que casi asusta a Martha, quien interviene en seguida:

 

Martha: Martin. Martin Pawley.

 

Es casi una orden lo que hace oír el tono de voz de Martha, mujer que sin duda no carece de energía.

 

 

Pero Ethan no la acepta.

 

Ciertamente no es un padre amoroso.

 


 

Lo que nubla la mirada del muchacho

 

Martin: l’m sorry for being late, Aunt Martha.

 

El desplazamiento de la mirada de Martin, de Martha a Ethan, coloca a la primera en el lugar de mediadora entre ambos varones:

 

Martin: l’m sorry for being late, Aunt Martha.

 


La Virgen en el Juicio Final de Miguel Ángel

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Y por cierto que esa es la posición de la Virgen en el Juicio Final de Miguel Ángel:

 

 

Es posible que alguien piense: ¡Machismo! ¡Es Jesucristo quien está en el centro! ¡Deberían estar en plano de igualdad!

 

Y yo les responderé: no se apresuren, la cosa es más complicada.

 

Empecemos por el final: ¿qué ganaríamos poniéndoles en plano de igualdad?

 

Creo que nada: sólo conseguiríamos dificultar la simbolización de la diferencia.

 

Y ahora vayamos a lo otro: él, sin duda, ocupa el lugar central, erigido en el lugar de la ley.

 

Ella, en cambio, está ligeramente desplazada de ese centro, ocupando el lugar de la mediadora, de la intercesora ante la ley.

 

Pero no olviden lo otro.

 

¿Qué? Que la falda de ella, esa falda azul que cubre sus piernas y sus poderosas caderas es el azul mismo del cielo que está al fondo de todo, sólo que un poco más intenso y brillante,

 

 

haciendo que,

 

 

con solo entrar en la Capilla Sixtina,

 

 

su figura destaque de una manera extraordinaria:

 

Y bien, cuando se repara en esto, ¿no les parece que es ella la que está al fondo de todo, en el origen de todo, de modo que es él, en cambio, quien actúa de mediador entre ese origen absoluto y el mundo de los hombres?

 


Tú no eres quien crees ser

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Pues bien: tal es el papel de la ley.

 

De la ley simbólica, que no deben confundir con la ley jurídica, pero mucho menos con el poder.

 

Pues la ley es, por principio, limitación del poder.

 

Nada lo demostró mejor que el nazismo y el estalinismo: no había entonces ley alguna y por eso había un poder absoluto, propiamente totalitario.

 

Y lo confirma igualmente la corrupción: el corrupto sabe que solo burlando la ley podrá incrementar su poder y el goce canalla que de él reclama.

 

 

Como ven, tiene un largo alcance el azul del vestido de Martha, que encuentra su prolongación en la vajilla desplegada sobre la mesa.

 

Y qué bien rima el gesto duro del Dios juzgador con el de Ethan.

 

 

La manera con la que el plano se vacía traduce bien la desilusión de Martin.

 

Martin: Uncle Aaron.

 

Y no pierdan de vista este otro hecho: por lo que a Martin se refiere, todos son tíos: tío Ethan, tía Martha, tío Aaron.

 

 

 

 

 

Dos bloques, de nuevo.

 

A un lado Aarón, Lucy, Ben y Martin.

 

Al otro Ethan y Martha.

 

Pero ahora el acento no está puesto en la presencia mediadora de Martha sino en la presencia disruptiva de Ethan:

 

 

Por cierto que en la medida en que el conflicto es puesto en Martin, Debbie queda elidida.

 


Ethan: Fella could mistake you

Ethan: for a half-breed.

 

Muchacho, podrían tomarte por un mestizo.

 

Martin: Not quite. l’m eighth Cherokee. And the rest is Welsh and English.

 

Una octava parte de sangre cheroky y lo demás de galés inglés.

 

Martin: At least that’s what they tell me.

 

Por lo menos eso es lo que me han dicho.

 

Ven como se despliega la interrogación por la identidad, que es siempre, inevitablemente, interrogación por el origen.

 

Ven en acción, también, la función del padre simbólico, que podríamos verbalizar así: ¿quién te has creído que eres? Tú no eres quien crees ser; lo indio te habita.

 

Y que es la palabra de la ley la que está siendo pronunciada lo acredita el hecho de que la puerta de la ley encuadra la cabeza de Ethan.

 

Ethan: Grown some.

 

Has crecido: te ha llegado la hora de apearte de tu narcisismo infantil.

 

No eres quien crees ser. No eres ese Yo-todo-placer que has sido durante cierto tiempo.

 


 

El padre amoroso se apresura a suavizar las tensiones.

 

Aaron: lt was Ethan who found you, squalling under a sage clump after your folks had been massacred.

 

Vean por qué no usamos la versión doblada.

 

En este caso traducía así estas palabras de Aaron: Fue Ethan quien te encontró chillando debajo de un árbol después de perder a los tuyos.

 

Pero lo que Aaron dice es esto otro: Fue Ethan quien te encontró chillando bajo una mata de salvia después de que los tuyos fueran masacrados.

 

Se pierde, en la versión doblada, la mención a la masacre localizada en el origen, tanto como su contrapunto: esa mata de salvia a la que siempre se han atribuido propiedades curativas.

 

Hay pues, un enigma por lo que se refiere al origen de Martin.

 

Se nos dice muy poco de ello, pero ese poco coincide con lo que Martin sabe: precisamente lo que los que le rodean le han dicho.

 

¿Y qué otra cosa puede saber alguien sobre su propio origen? Ni más ni menos que eso: lo que los otros le han dicho -el relato que, de ellos, ha recibido.

 


Enunciación, discurso, texto

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Como ven, el enunciador de mi discurso es el enunciatario del discurso de los otros: el yo de yo soy es el del tú eres.

 

Y ese es el motivo de que el ámbito del sujeto de la enunciación no pueda ser reducido al del enunciador, sino que deba incluir la relación entre ambos, el enunciador y el enunciatario.

 

No conviene llamar sujeto al individuo mientras que no nace como enunciador de su propio discurso. Y eso solo sucede después de haber nacido como enunciatario del discurso de los otros.

 

Pero, en mi opinión, sería más correcto hablar aquí de texto que de discurso y decir que el sujeto nace como enunciador de su propio texto. Y ello porque pienso que no conviene identificar ambos conceptos, el de texto y el de discurso.

 

Hace tiempo que vengo proponiendo llamar discurso al plano semiótico del texto, es decir, al plano de los signos gramaticalmente articulados y de la significación que contienen y ponen en movimiento.

 

Pues el texto no se reduce a ese plano: en él, además de esos signos discursivamente articulados hay cierta constelación de imagos que valen por su deseabilidad o indeseabilidad, no por su significación, y hay también materia: la materia real en la que se encarnan esos signos y esas imagos.

 

 

Los personajes del film no son sólo signos, no son sólo significado, independientemente de que en ellos podamos reconocer ciertos significados –hombre, maduro, vaquero… mujer, taza, seriedad… y todo lo que ustedes quieran.

 

Pero, antes que eso, hay ahí una huella fotográfica real de un ser irrepetible en un momento irrepetible del tiempo, y eso es siempre, en el límite, irreductible a esos significados que podemos enumerar.

 

Y hay, a la vez, una figura que nos moviliza en el campo del deseo, en tanto que, como imago, suscita en nosotros relaciones de identificación que, igualmente, son irreductibles a esos significados.

 

Si en el film solo hubiera signos, en él no sucedería nada y nada de nuestro deseo se movilizaría. Con lo que el film quedaría convertido en eso a lo que la semiótica y la teoría de la comunicación tienden a reducirlo: no más que un mensaje, un contenedor-transmisor de cierta significación.

 

Pero todo cambia si lo concebimos como un texto en el sentido que les propongo den a este concepto.

 

Pues en un texto los signos están materializados en lo real y constelados por imagos identificatorias y deseantes.

 

O atiendan a este otro ejemplo: ustedes mismos, cada uno de ustedes.

 

Cada uno de ustedes es un texto: es decir, una determinada materia -corporal, biológica- en la que se hayan encarnados determinados signos -no solo porque ustedes hablan, sino porque hacen gestos, adquieren actitudes, llevan ciertas ropas, se mueven y disponen de acuerdo con determinados códigos.

 

 

Y además, se conforman a partir de determinadas identificaciones.

 

Y por cierto, ¿se dan cuenta de la importancia que en ese texto que son cada uno de ustedes tiene la declinación sexual?

 

No me refiero ahora al sexo biológico, sino al cultural: las diferencias de maquillaje y vestuario, de las maneras de estar de pie o de sentarse, de moverse, de mover la cabeza o las manos, de mirar y de sonreír.

 

Son realmente muchísimas, aunque ustedes se olvidan de ellas cuando se ponen a pensar, sobre todo cuando se encuentran aquí, en la universidad.

 

Sencillamente porque entonces pasan a primer plano los discursos cognitivos, dominados por la lógica semiótica del lenguaje: en ella ustedes, como agentes discursivos, aparecen como yoes que intercambian sus mensajes con tus.

 

Y ya les tengo dicho que yo y tu son dos palabras muy peculiares, pues carecen de género.

 

De modo que les invito a concentrarse en el asunto: obliguen a su conciencia a levantar acta de las mil diferencias por las que nuestros cuerpos se declinan en posición masculina o femenina con independencia del sexo biológico de cada cual.

 

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6. El eje del deseo y el eje de la ley

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 31/10/2014
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

 

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Enunciado y enunciación

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Comenzaremos hoy nuevamente respondiendo a una cuestión que he recibido desde la última sesión. Es ésta:

 

 

«Tengo una inquietud respecto al uso que usted hace de las nociones “enunciado” y “enunciación”. Entiendo que esa oposición se ha empleado principalmente dentro de la lingüística, con el ánimo de trasladar la atención desde el discurso (el texto), objeto central del formalismo y el estructuralismo, a las condiciones de producción del discurso, asunto adicional que le interesa a la pragmática. La oposición enunciado/enunciación en ese contexto es clara; sin embargo, cuando se traslada a los discursos literarios y cinematográficos, la oposición se hace opaca.

 

«Algunos analistas que emplean estas categorías toman al personaje como un hablante y analizan lo que dice (enunciado) y las circunstancias en que lo dice (enunciación). Otros hablan del enunciado como lo que cuenta el narrador y de la enunciación como la instancia en la que narra. Otros, finalmente, sitúan la enunciación en la esfera del quehacer del escritor. Esta última opción entraña un problema: parece obviar toda la teoría (desde Lukács hasta los teóricos de la autoficción) según la cual entre el punto de vista del autor y el punto de vista del narrador debe tener lugar algún grado de distanciamiento. Es decir, no se puede inferir que el punto de vista del narrador es el mismo punto de vista del autor (al narrador, como a los personajes, lo ‘inventa’ el autor)..

 

«Por todo lo anterior sería muy útil si aclara cómo entiende usted la relación enunciado/enunciación y dónde queda el distanciamiento, por ejemplo, cuando dice en su seminario sobre Melancolía que la mirada inestable de la cámara se corresponde con la mirada del cineasta. ¿Sería entonces inestable también la mirada del cineasta o el cineasta ha dado instrucciones para que, tanto en la filmación como en la edición, las imágenes y las secuencias tengan esta inestabilidad, con el fin de producir un efecto, perfectamente planeado, de caos, probablemente con el fin de focalizar en la percepción de la protagonista?»

 

Les diré, antes que nada, que mi modo de abordaje del asunto procede del texto canónico sobre teoría de la enunciación de Emile Benveniste.

 

«Benveniste, Emile: (1966) Problemas de lingüística general. II vols., Siglo XXI, México, 1971. »

 

 

Y si quieren conocer más detenidamente el modo en que me apropio de ella les remito a un antiguo artículo mío que pueden descargar de mi web:

 

«González Requena, Jesús (19878) Enunciación, punto de vista, sujeto, en Contracampo nº 42, 1987.»

 

Pero vayamos directamente al núcleo del asunto: la manera en que lo plantea quien ha hecho la pregunta es correcta y sin duda es el punto de vista más extendido en la actualidad, pero voy a tratar de decirles en qué medida yo no lo comparto.

 

Es sin duda una opción conceptual plausible dejar la enunciación del lado de la pragmática -si quieren ustedes, del de la sociolingüística- y reducir el discurso al plano del enunciado. Pero pienso que es más apropiado reconocer, como hacía Benveniste, dos planos del discurso: uno correspondiente al enunciado y otro correspondiente a la enunciación.

 

El plano de lo enunciado es el plano de lo dicho en el discurso, es decir, de aquello que, en el discurso, remite a cierto mundo exterior y que comparece, precisamente, como mundo enunciado.

 

El plano de la enunciación, en cambio, es aquel que, en el discurso, remite al acto de enunciación que lo constituye.

 

Desde este punto de vista, la enunciación no es la prehistoria o la condición del discurso, sino la presencia, en el discurso mismo, de su prehistoria y de su condición.

 

Veamos dos ejemplos:

 

«yo te digo que la tierra es redonda»

 

 

Este enunciado se despliega en dos planos: uno corresponde al plano del enunciado –la tierra es redonda- y el otro al plano de la enunciación – yo te digo que

 

Nos encontramos entonces con una enunciación enunciada, es decir, explicitada.

 

Atiendan ahora a este segundo ejemplo:

 

«la tierra es redonda»

 

 

El asunto es que este segundo ejemplo no se reduce a lo que muestra, pues en él hay algo implícito.

 

¿Qué? Precisamente esto:

 

«(yo te digo que)»

 

 

Sí, porque miren, el enunciado no se reduce a lo que es explícito en él, sino también a lo que en él se manifiesta de manera implícita: así, del sujeto que habla en este enunciado, aunque no se escriba explícitamente, sabemos que es alguien que no afirma que la tierra es cuadrada o plana.

 

No cuestiono -no, al menos, en principio- la diferencia entre el autor y el narrador.

 

Pero el asunto es que, si hay narrador, ese narrador es el enunciador, o es, al menos, la manifestación de la enunciación en el plano narrativo, porque el discurso no puede reducirse a ese plano.

 

La del enunciador es sin duda una figura discursiva que no coincide con la del autor real.

 

Esto resulta especialmente visible si analizamos la mentira.

 


Teoría de la mentira

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El autor del enunciado puede mentir y, aun pensando que la tierra es plana, para engañarnos, puede llegar a afirmar que la tierra es redonda.

 

Ciertamente.

 

Pero miren, nada tan útil para rendir cuenta de ello que la noción de la enunciación como construcción discursiva, dado que nos permite obtener esta interesante definición semiótica de la mentira: la mentira es el resultado de un discurso cuyo enunciador -es decir: la imagen discursiva de quien en él habla- no coincide con su destinador empírico.

 

Pues, ciertamente, la mentira eficaz es la prueba no de que existe una figura discursiva que es autónoma de la realidad empírica del individuo que habla.

 

La mentira no está nunca, por lo demás, en el plano del enunciado. En el plano del enunciado podremos constatar, como mucho, un error, pero no hay mentira sin intención de mentir. Por eso la mentira exige la diferenciación entre el autor y el enunciador.

 

Y bien, creo que ahora se darán cuenta de por qué resulta obligado reconocer la enunciación como un plano del discurso: sencillamente porque si la confundimos con el autor real, resulta imposible una comprensión semiótica de la mentira y, además, queda invisibilizado un campo del discurso realmente existente: ese que permite que la mentira sea convincente; la construcción del enunciador del discurso como una imagen convincente de un autor del mismo que diría la verdad aun cuando el autor real sea un mentiroso.

 

 

Como ven, creo que les he ofrecido una buena teoría semiótica de la mentira.

 

Pero ahora toca ponerle ciertos límites obligados.

 

Porque esta teoría padece de la misma limitación que padece la semiótica en su conjunto, y es que está supeditada a una concepción comunicativa -y por tanto instrumental- del lenguaje, de acuerdo con la cual el lenguaje sería un instrumento que utilizaría un sujeto, preexistente al instrumento mismo, para transmitir determinadas significaciones.

 

Pero sucede que esa visión instrumental olvida que no existen significaciones anteriores al lenguaje, sino que es la malla del lenguaje las que las genera y hace posibles.

 

Sucede, en segundo lugar, que tampoco hay sujetos anteriores y exteriores al lenguaje, sino que el sujeto solo nace cuando un cuerpo real es investido por él.

 

Y, en tercer lugar, sucede que existen los actos fallidos, los síntomas y los sueños, y de su existencia se deduce que los hombres terminan siempre diciendo su verdad -incluso cuando no quieren.

 

Si hay un campo donde el uso del lenguaje se aparta más intensamente de su reducción instrumental ese es precisamente el del arte.

 

Pues el artista no es un comunicador que sabe lo que tiene que decir y utiliza el instrumento del lenguaje para decirlo de la manera más eficaz. El artista es todo lo contrario: es alguien que no sabe qué decir, pero que sabe que necesita desesperadamente decir algo, dar forma, por vía de la escritura, a algo que le atormenta en su interior.

 

Por eso solo es artista aquel que lo logra: aquel que logra dar forma a lo que necesita decir, para sobrevivirlo.

 

Y por lo que se refiere a la pregunta sobre la mirada del cineasta en Melancholia, responderé que sí, que es ella misma inestable. Es decir: que von Trier ha logrado dar forma a la angustia que habita su mirada.

 

Sabemos que eso es verdad por la intensidad angustiante con la que su texto nos alcanza.

 


La mujer, imagen y la palabra

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Sólo una última cosa que todavía no hemos dicho sobre la primera escena y que, sin embargo, es en extremo relevante: ¿cuál es la primera imagen?

 

 

No hay duda, ¿verdad?

 

La de Martha.

 

 

Y bien, ¿cuál es la primera palabra?

 


Aaron: Ethan?

 

Ven entonces como las posiciones canónicas de la madre y del padre dibujan los planos de lo imaginario y de lo simbólico en su dimensión más inmediata.

 

 

Y para que tomen consciencia de la resonancia histórica de esta simbólica en nuestra civilización, les llamo la atención sobre el hecho de que se encuentra en el núcleo de ese tema narrativo de tanta resonancia plástica en la pintura europea, que es el de La Anunciación.

 

 

Como estamos en el año del Greco les presento ésta pintura, pero podría mostrarles otras miles, dado que éste es uno de los temas más pintados en la historia del arte occidental.

 

Esto es lo central del tema: que la palabra de Dios desciende sobre la mujer.

 

Pero miren, dado que el Dios cristiano es definido como la palabra misma, podemos reducir así la fórmula: el tema de la anunciación es el de la palabra que desciende y penetra en la mujer.

 

La mujer es la imagen, pues el ángel no es más que el mensajero de la palabra que, por ser palabra, no puede pintarse, aunque sí figurarse simbólicamente en forma de la paloma del Espíritu Santo.

 

Pero observen ustedes que, desde el mismo momento en que la palabra se figurativiza por esa doble vía, la del ángel mensajero y la de la paloma, se feminiza y simultáneamente la mujer, siendo imagen, se espiritualiza.

 

 

Que la mujer es el tema de la pintura por antonomasia lo prueba la coincidencia entre el aniconismo y la expulsión de la Virgen del panteón: así sucede en el mundo hebreo y en el islámico, pero también, en buena medida, en el protestante.

 

Y la contrapartida: la pintura del barroco católico, aquel que hizo bandera de la Virgen y de su inmaculada concepción, pudo, por ello mismo, alcanzar las más altas cotas de sensualidad y de erotismo.

 

La idea tan repetida por el feminismo de la invisibilidad de la mujer es sostenible a propósito del mundo protestante, pero en ningún caso a propósito del católico, en el que la presencia de la mujer domina absolutamente el paisaje visual.

 

Si lo dudan, no tienen más que entrar en cualquier iglesia barroca.

 

Y como sé que este tema, de natural, se les atragantará a muchos de ustedes, les recordaré dos cosas. Primero: que les propongo el tema como texto mitológico, no como creencia religiosa.

 

Segundo: que la Virgen era virgen, pero solo provisionalmente.

 

Si se toman la molestia de leer los Evangelios, práctica cultural desgraciadamente abandonada en la actualidad, podrán constatar que después de haber alumbrado a Jesucristo, la Virgen se quedó embarazada de San José reiteradamente y tuvo unos cuantos hijos más.

 

 

Pero les insisto: los sustantivo era lo otro, lo primero; el carácter mitológico del tema; el énfasis en la inmaculada concepción tuvo por objeto el introducir, en el ámbito de lo carnal que es el obviamente suscitado por al abrazo sexual de los cuerpos, el espacio de la palabra; esa fue la vía por la que lo divino logró ser introducido en lo humano.

 

De lo que se trataba era de que el ser humano alcanzara una condición diferente a la de lo real.

 

Y el efecto fue, como les decía el otro día, que, a partir de ese momento, por la mediación de ese acto inconcebible que fue la divina concepción, toda concepción humana, carnal, pasó a partir de entonces a alumbrar un ser portador de lo divino en su interior.

 


Martha y Debbie

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Martha: Welcome home, Ethan.

Ethan: Lucy . You ain’t much bigger than when l last saw you.

Younger Debbie: l’m Deborah. There’s Lucy over there.

Ethan: Deborah. Debbie.

 

De nuevo, como ven, el tiempo y los espejismos que tratan de negarlo.

 

Pero no sólo eso: hay una íntima relación entre este plano que inaugura la nueva escena y el penúltimo plano de la anterior.

 

 

Ven, supongo, a lo que me refiero.

 

El abrazo que Debbie recibe es en buena medida la sublimación del que Ethan hubiera querido dar a Martha.

 

No es casualidad, a este propósito, que Martha y Debbie tengan el mismo color de cabello y vistan esencialmente los mismos colores -azul celeste y blanco.

 

Lo que, por otra parte, va a quedar confirmado de inmediato, cuando sepamos que la mirada de Martha preside la escena:

 


 

Aquí la tienen.

 

 

Por lo demás, nada hace tan palpable esa conexión como la oposición de ambas, Martha y Debbie, con Lucy:

 

Ethan: And you’re

Ethan: Lucy?

Lucy: Yeah, l’m Lucy.

 

Se dan cuenta de la diferencia: Lucy es pelirroja y viste en suaves tonos amarillos.

 

 

Hasta el punto de que uno debería preguntarse: ¿cómo es posible una confusión entre dos chicas tan diferentes que no parecen hermanas?

 

Pero nada ilustra mejor el dato básico de la percepción que Freud puso sobre la mesa: que la percepción humana prefiere siempre reconocer, que procura, de lo real, ver lo menos posible.

 

Y está, por otra parte, lo que relaciona este alzamiento de la niña con el que tendrá lugar al final del film:

 


Ethan: Let’s go home, Debbie.

 

Como ven, todo el arco entero del relato cabe entre estos dos alzamientos, tan semejantes y tan distintos a la vez.

 

Es realmente notable, por lo demás, la disposición simétrica de ambas escenas.

 

Pues la primera se encuentra en el comienzo de la segunda escena del film, mientras que la segunda se encuentra en el final de su penúltima escena.

 

 

Se dan cuenta de lo que los distingue: el destino indio de Debbie, que estaba escrito desde el comienzo, pero que tanto Debbie como el espectador ignoraban todavía, se realizará en el final totalmente.

 

Y también en ello Ethan aparece como el mensajero de lo real, tanto como el rescatador de lo real.

 

 

Reparen, además, en la puerta que se encuentra al fondo, a la izquierda.

 

¿De qué puerta se trata? Quizás piensen que es la puerta principal de la casa. De hecho, a estas alturas del film, no hay manera de saberlo, porque sólo hemos visto entrar a los personajes en la casa desde fuera, no desde dentro.

 

Tardaremos mucho en saber de qué puerta se trata, y tardaremos mucho en saber dónde se encuentra la puerta principal de la casa que, les anticipo, no es esa.

 

Lucy: l’m mighty glad to see you, Uncle Ethan.

 

Observen como Ford dispone a sus personajes.

 

Sin duda la posición más centrada y relevante es la de Debbie -las líneas de perspectiva de la mesa señalan hacia ella-, quien aparece casi del todo fundida con Ethan en una sola figura. Ahora bien, observen que no ocupan del todo la posición central, pues el cineasta ha optado por construir dos grupos, uno formado por Ethan, Debbie y Martha, el otro por Aaron, Lucy y Ben.

 

De hecho, el centro absoluto del encuadre está dibujado al fondo por el madero del marco de esa puerta que se encuentra en último término, y que ahora enmarca a Debbie.

 

¿De qué puerta se trata, a qué habitación se abre? Pueden deducirlo ya, aunque, como les digo, el espectador tardará mucho en saberlo.

 


La puerta de Ethan y el juramento

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Solo siete escenas más tarde, cuando ya haya llegado el Capitán de los Rangers y predicador, sabremos que se trata de la habitación de Ethan.

 

Clayton: Come on. Raise your right hand–

Aaron: Martin.

Martin: Yes , sir.

Clayton: Raise your right hand.

 

Y pueden darse cuenta, por cierto, de la dimensión extraordinaria que esa puerta alcanza: es la puerta que enmarca y da su profundidad al juramento.

 

Pero es pronto para ocuparnos de ello, conformémonos ahora con constatar la importancia de este eje mayor de esta serie de escenas que, en un instante, va a actualizarse confundido con el desplazamiento mismo de Ethan.

 

Clayton: You are hereby voluntary privates in Company A of the Texas Rangers.

Clayton: -You will faithfully–

 

Y observen como, cuando esa puerta se abre, Martha pasa por delante de ella

 

Ben: Sir, can I go with you?

 

quedando enmarcada por ella en el instante mismo en el que sale Ethan: tal es la en extremo íntima relación entre el héroe y la mujer.

 

Y, en la misma medida en que Ethan se hace visible, Martha desaparece al fondo, quedando oculta detrás de Martin y Aaron.

 

Clayton: Shh! Quiet!

Aaron: Go get my shirt,

 

Ahí le tienen: en el eje mismo del juramento.

 

Aaron: boy.

Clayton: Where was I?

Younger Debbie: “Faithfully fulfill.”

Clayton: You will faithfully discharge–

Jorgensen: Mrs. Edwards–

Clayton: Shut up!


 

Como si Ethan fuera el auténtico soporte -o la emanación misma- del juramento.

 

Clayton: You will faithfully discharge your duties as such

Clayton: without a recompense or monetary consideration.

Clayton: Amen. That means “no pay.” Better get a shirt on, Aaron.

Martin: I ain’t volunteering till l’ve had coffee.

Martin: Drink your own, Reverend.

Clayton: Just call me “captain.”

Ethan: Captain. The Reverend Samuel Johnson Clayton. Mighty impressive.

 

Y no es posible subestimar a este otro personaje, el capitán y reverendo, dado que ambos enmarcan esa puerta que, como les he dicho, se ha manifestado como la puerta de la ley.

 


Don simbólico

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Ben: She’s got a fella. Kisses him too.

 

¿Se dan cuenta de cuál es la cuestión que se le plantea a Ethan nada más llegar?

 

La de la diferencia sexual: ella, Lucy, tiene un amigo al que besa -y de hecho pronto veremos ese beso.

 

Lucy: Ben , would you–?

Martha: That’s enough.

 

Martha interrumpe el tema.

 

Pero díganme, ¿qué es lo que se va a suscitar de inmediato?

 

Martha: Go on with Lucy and help with supper.

 

¿Lo han visto?

 

Digo visto, no oído.

 

Pues Martha ha hablado de la sopa. Pero Ben ha señalado con su mirada el tema que tiene en su mano.

 

Si Lucy besa, Ben quiere ser reconocido como quien puede tener un sable.

 

Martha: Deborah, you too.


 

Cuando Debbie desciende de la silla, se hace bien patente la puerta que se encuentra al fondo, pues en ella concluyen ahora las líneas de perspectiva de la mesa: situada en el centro del plano, cerrada.

 

Es así como Ethan, incluso en su ausencia, ha presidido siempre las comidas familiares.

 

Martha: Ben.


 

Y Ben formula su reclamación:

 

Ben: l was just gonna ask Uncle Ethan what he’s gonna do with his saber.

 

Como no sé qué tal andan de historia de los Estados Unidos les recordaré que la película comienza fechada:

 


 

Es decir: tres años más tarde del final de la Guerra Civil estadounidense que se prolongó entre 1861 y 1865.

 

 

El uniforme que viste Ethan es el de los derrotados, el confederado, y el sable le acredita como oficial.

 

De modo que no hay mejor destino para ese sable que el obsequiárselo a su sobrino adolescente:

 

Ethan: Well, l kind of figured to give it to you.

 

Pero ello no debe hacerles ignorar lo sustancial del asunto, que estriba en que ese sable que ha sido probado en la guerra constituye un don simbólico que Ethan otorga a su sobrino.

 

Y es que, como ven, y contra lo que podría esperarse, es Ethan, no Aaron, la figura autorizada para conceder los dones simbólicos.

 

Ethan, no Aaron. ¿Por qué? Sencillamente, porque es Ethan quien se halla investido por el deseo de Martha.

 

 

Y así, en ese universo en el que, con su llegada, la Imago Primordial ha comenzado a caer de su pedestal, en el que la madre ha empezado a aparecer como un ser que, aunque conserva el halo de la Imago Primordial, comienza a ser percibida como un ser carente, el individuo se ve confrontado a la existencia de ese falo, del que el padre es portador, y se examina como quien lo tiene o no lo tiene.

 

Pero no basta su autoexamen, porque no hay nada tan precario, tan incierto, como el autoexamen: tanto más para el ser que padece el haber visto su primer Yo allí donde no es.

 

Por eso es tan importante que ese tercero dotado del prestigio fálico reconozca lo que tiene o lo que no tiene, es decir, le nombre y así le permita asumir su identidad sexual.

 

 


La cruz y el héroe

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Ben: Thanks. Thanks, Uncle Ethan.


Aaron: How was California?

 

La escena se reconfigura con el alejamiento de los niños -que sin embargo se mantendrán siempre presentes al fondo dando vida al entorno familiar.

 

Pero antes de ocuparnos de la nueva configuración que presenta el nuevo plano, conviene atender a un aspecto realmente notable del modo en el que se ha producido ese cambio.

 

Como han visto, la transformación procede del alejamiento del niño y del desplazamiento de Aaron, pues Ethan y Martha se mantienen quietos.

 

La decisión más notable del cineasta a este propósito se hace bien visible cuando se atiende al momento escogido para realizar el raccord:

 

 

La pregunta es: ¿qué es lo que ha querido Ford que no sucediera?

 

Lo que habría sucedido con solo que el plano uno se hubiera prolongado un poco más y el raccord se hubiera producido un poco más tarde: que Aaron habría alcanzado, en el plano 1, la posición central, colocándose delante de esa puerta del fondo que la fija en el plano.

 

De hecho, en términos absolutos, no hay duda de que en el plano 2 Aaron ha alcanzado esa posición, pero sucede que el cambio de posición de cámara en este nuevo plano impide que eso se sustancie en términos compositivos: cuando podría haber quedado centrado, es descentrado para ubicar a Ethan en el centro absoluto tal y como ese centro es reconfigurado en el plano 2.

 

Y es que no hay centralidad posible para Aaron, como hay una centralidad total para Ethan.

 

Así no sólo está en el centro, sino que su centralidad se ve absolutamente reforzada por esas dos tremendas vigas de madera que se encuentran justo encima de su cabeza.

 


Ethan: California? How should l know?

 

Él es el héroe -y les decía: sólo el héroe está a la altura del deseo de esa mujer.

 

Como pueden ver ya a estas alturas, éste no es un enunciado arbitrario, sino uno literalmente escrito en el texto que nos ocupa.

 

Y observen que el que haya sido derrotado en la guerra nada mengua esa dimensión -en cierto modo, como veremos más adelante, es todo lo contrario: le concede una verdad suplementaria.

 

Se dan cuenta de que el cineasta ha escogido ahora una posición baja de cámara, en contrapicado. Pero esto obedece no tanto a una voluntad de enaltecer al personaje como a la de hacer patente la cruz que pesa sobre él y cuyas dimensiones y magnitud son acentuadas por la iluminación que recibe.

 

Él soporta su cruz, podríamos decir.

 

Pero podemos decir que, igualmente, él soporta la casa en su conjunto.

 

Y como, a su vez, la casa es la metáfora de la civilización, el héroe alcanza su fórmula social: pues es aquel que, con su esfuerzo y su sacrificio, sostiene la civilización.

 

Les hablaba de ello el primer día: uno de los dos motivos de la salida del héroe era combatir y sacrificarse para sostener la morada humana. A la vez la casa y la civilización.

 

Aaron: Well, Mose Harper told us–

Ethan: Mose Harper?

Ethan: ls that old goat still creaking around?

 


Las dos puertas: el deseo y la ley

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Ethan: Why ain’t somebody bury him?


 

En seguida retorna el silencioso diálogo de las miradas amorosas.

 

Ethan: No, l ain’t been to California. Don’t intend to go either.

Martha: Supper will be ready as soon as you wash up.

Martha: Let me take your coat for you, Ethan.

 

Y de los gestos amorosos.

 

 

Y observen que solo ahora que nos encontramos en el interior de la casa nos es dado acceder al punto de vista de Ethan,

 


 

pues el plano se torna semisubjetivo.

 

Aaron: Welcome home, Ethan.

 

Aaron da, finalmente, la bienvenida a su hermano.

 


 

Y sus manos se estrechan justo sobre el fondo de esa puerta del fondo que, como les vengo diciendo, es la puerta de Ethan.

 

Ethan: Thanks, Aaron.

 

Este es el momento en que la figura de Aaron obtiene mayor relevancia visual, encontrándose casi en condiciones de igualdad con la de Ethan.

 

Pero solo casi: pues la frontalidad de Ethan hace que su presencia en plano duplique a la de Aaron.

 

Por lo demás se encuentra más centrado que el otro y sus ropas claras le dan más luz y visibilidad frente a las oscuras de su hermano que le aproximan a los tonos marrones -puertas y vigas, como su chaleco- y rojos -ladrillos, como su camisa.

 

Más allá del afecto que ambos se mantienen, se hace evidente la existencia de un conflicto en el pasado que parecen dispuestos a olvidar ahora.

 

Y ello le concede a Ethan un lugar en la casa, el de esa puerta del fondo que, siendo la central compositivamente, es una puerta absolutamente descentrada por lo que se refiere al lugar que constituye el centro más íntimo de la casa.

 

Supongo que saben ustedes cual es, pues, ¿cuál podría ser si no la cama de la madre?

 

Es éste un buen momento de llamar la atención sobre el motivo por el cual no se nos ha dicho todavía que la puerta del fondo es la que conduce al dormitorio del Ethan.

 

¿Cuál?

 

Dense cuenta del alcance del asunto: no solo no se nos ha dicho cuál es su habitación, sino que se nos ha dado una sugerencia tendente a confundirnos.

 

A esto me refiero:

 

 

Si Martha introduce el gabán en esta habitación, ello nos lleva a pensar equivocadamente que esa será la habitación de Ethan en la casa.

 

Extraordinario el pudor con el que el cineasta trata las emociones de Martha: no nos muestra su rostro cuando entra en su habitación con el abrigo del hombre al que ama, y no nos dice que es en su propio dormitorio, y no en el de él, donde guarda el gabán de ese hombre.

 

No nos lo dice, aunque, finalmente, nos lo dice; pero precisamente: nos hace descubrirlo a medio plazo.

 

Y ni siquiera esto es del todo exacto: pues la idea, como tal, no cristalizará en la conciencia del espectador, aun cuando no dejará de quedar latiendo en su experiencia del film.

 

En todo caso, observen como ambas puertas constituyen una dialéctica esencial de las escenas que se desarrollan en esta casa:

 

 

Una abierta, la otra cerrada.

 

Pero la abierta, inaccesible para Ethan, como bien lo señala la gran viga que se encuentra sobre ella, y que detiene la viga perpendicular que termina en ella y que dibuja, en el plano, la dirección de la mirada de Ethan.

 

La abierta, les decía, inaccesible a Ethan.

 

Y la cerrada, en cambio, accesible como la puerta de su soledad.

 

A su vez: la abierta ahora -porque llegado su momento veremos cómo se cierra para Ethan- está verdaderamente abierta, si no para Ethan, sí para su gabán.

 

Y finalmente: si la primera dibuja el eje del deseo -y muy precisamente del deseo prohibido- la otra, acabamos de verlo, dibuja el eje de la ley.

 

 

¿Se dan cuenta que esos dos ejes se cruzan como la cruz misma que pesa sobre Ethan?

 

Si quieren bibliografía complementaria sobre el modo como la articulación de estos dos ejes constituyen la estructura misma del relato simbólico, les remito a este libro:

 

González Requena, Jesús: 2006, Clásico, Manierista, Postclásico. Los modos del relato en el cine de Hollywood, Ediciones Castilla.

 

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CC1506014235678 , 2015

 

 

4. Faldas que vibran

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 17/10/2014 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

 

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Subjetividad, intersubjetividad, objetividad

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Comenzaremos hoy la sesión respondiendo a una nueva pregunta recibida de uno de ustedes. Es ésta:

 

«¿Es sólo lo inconsciente del cineasta lo que da forma a la experiencia subjetiva que cristaliza en el film? (…) ¿son despreciables los aportes que hace el resto del equipo de grabación en la plasmación de esta experiencia? (…) el director (…) físicamente no puede, estar en todos los puestos a la vez. Esto me hace pensar que, aunque sea el director -si realmente es uno de estos directores capaces de dirigir a un equipo eficazmente para lograr plasmar lo que quiere- el que coordina todos los procesos de creación de un film, la autoría de una película debería adjudicarse a la instancia intersubjetiva que se establecería en el trabajo conjunto de todos los profesionales del equipo.»

 

 

Parece evidente que debería ser así, que deberíamos hablar de una obra colectiva, y que deberíamos atribuir la autoría a esa instancia intersubjetiva.

 

Y sin embargo, no es así, porque las instancias intersubjetivas no son subjetivas, sino objetivas.

 

Si lo piensan bien, se darán cuenta de que es ello.

 

Lo que nos permite retornar a la temática de lo real que nos ocupaba el otro día.

 

Lo objetivo no son las propiedades de las cosas, sencillamente porque las cosas no tienen propiedades.

 

Lo objetivo es lo que todos los sujetos comparten. Y, así, también, lo que todos los sujetos ven de cierta cosa y así lo identifican como sus propiedades.

 

 

Sé que les choca lo que les digo: ustedes están convencidos de que las cosas tienen propiedades y no les objeto que esa puede ser una manera práctica de hablar, dado que hablar es un acto intersubjetivo.

 

Pero en rigor es insostenible: de las cosas solo podemos decir que son, nada más.

 

Que son parte de lo real.

 

Lo que llamamos propiedades de las cosas son enunciados lingüísticos con los que intentamos aprehenderlas, utilizarlas y defendernos de ellas.

 

No piensen que con esto les digo que no existe la objetividad.

 

Todo lo contrario: la objetividad existe y nos es de una extraordinaria utilidad: gracias a ella construimos nuestro mundo.

 

Creamos los muros con los que protegemos nuestra realidad de lo real hostil que la rodea.

 

Lo que les digo es que lo objetivo, que sin duda existe y es en extremo útil, es, sencillamente, intersubjetivo.

 

La ciencia no es otra cosa que intersubjetividad -eso sí, una intersubjetividad sometida a criterios de control especialmente rigurosos que se manifiestan bien en los criterios que rigen el experimento científico.

 

Porque, a poco que piensen en ello, se darán cuenta que un experimento científico es, antes que nada, la fijación de las condiciones de su repetibilidad para que otros sujetos pueden repetirlo y confirmarlo: esa confirmación sobre la que se sostiene el edificio de la ciencia es pues netamente intersubjetiva.

 

Les parecerá que me he ido muy lejos de la cuestión, pero no es así.

 

Y ello por lo siguiente: la autoría es todo lo contrario de la intersubjetividad: los criterios de repetibilidad hacen que cualquier sujeto pueda repetir un experimento, de modo que en esa repetición ya no está el sujeto, sino lo intersubjetivo, es decir, lo objetivo.

 

En suma: lo intersubjetivo es lo objetivo. Y, por eso, lo intersubjetivo es lo que se opone a lo subjetivo.

 

De modo que es una contradicción la noción misma de autoría intersubjetiva.

 


Autoría vs intersubjetividad

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La autoría es la presencia, en la obra, de la singularidad, de la subjetividad, de su autor.

 

Y por cierto que ése es uno de los factores que más dificulta la posibilidad de que aparezca una gran película.

 

De hecho, el primer riesgo que amenaza a una película es que cada cosa vaya por su cuenta, que no haya armonía, que no se dé la cohesión mínima entre sus diferentes elementos, entre el trabajo de cada uno de los miembros del equipo.

 

Ejemplo bien palpable de ello es la ausencia de sintonía que tantas veces se da entre la interpretación de los diferentes actores.

 

Pero el segundo riesgo, producto de la presencia de un director profesional pero mediocre a cargo de un conjunto de profesionales solventes, es que la película cuaje como una obra intersubjetiva, armónica, pero sin otra armonía que la del común denominador intersubjetivo, es decir, la del discurso convencional consensuado de su tiempo.

 

Así es lo que a veces se ha dado en llamar cine de calité.

 

Eso de lo que les decía el primer día que es pura ficción. Ninguna verdad subjetiva hay en esas películas porque en ellas todo es, precisamente, tan intersubjetivo como previsible.

 

Las grandes películas solo pueden tener un autor: un cineasta capaz de ser un gran director de orquesta y capaz, por tanto, de impregnar con su voluntad a todos los miembros de su equipo: uno capaz de tomar de ellos todo lo que se ajusta a su necesidad y capaz de neutralizar en ellos todo lo demás.

 

Unos lo logran de modo autoritario, otros de modo persuasivo. Y la mayor parte por todo tipo de soluciones intermedias entre lo uno y lo otro.

 

Pero solo cuando lo logran nos encontramos con una gran película, que es siempre de una singularidad irrepetible.

 

Y, para que se den cuenta de que en esta reflexión no nos hemos alejado un ápice del psicoanálisis, les diré que lo que acabo de señalarles es la causa de que en psicoanálisis -al menos en psicoanálisis freudiano, que es el que yo les enseño- carece de sentido hablar de inconsciente colectivo.

 

 


Relatos mitológicos

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Pasemos a la segunda cuestión suscitada en el correo que he recibido:

 

«¿Carece Occidente por completo de mitologías potentes? Dijo usted que la cultura occidental contemporánea ha prescindido de sus relatos mitológicos. Pero esto me impacta, ya que no ceso de ver productos culturales basados en mitologías antiguas, las mismas que han venido estructurando el imaginario colectivo hasta el día de hoy. Aunque reconozco que éstas imágenes y relatos pueden estar deteriorados a causa de su castración y compresión en el momento de convertirlos en productos masivos y políticamente correctos de consumo.

«Me estoy refiriendo, por ejemplo, a las películas de superhéroes (…)

«Por otro lado, tenemos todo el imaginario que emana, principalmente, de la obra de Tolkien, que condensó en sus epopeyas fantásticas gran cantidad de símbolos y relatos de diversas mitologías occidentales. (…)

«Por supuesto que no constituyen narrativas preponderantes en nuestra cultura -¿o sí? Creo que por su peso, dada su difusión, no debemos menospreciarlas como si de tendencias marginales se tratasen. Claro que todas estas mitologías, como le he comentado arriba, quizá son poco potentes desde el momento en que son degradadas y embotelladas como bienes de consumo masivo. Pervertidas, en suma.»

 

 

El asunto es que no hay contradicción entre lo uno y lo otro: es un hecho que abundan los productos culturales basados en mitologías antiguas y es un hecho que la cultura occidental contemporánea ha prescindido de sus relatos mitológicos.

 

Y ello porque esos productos culturales basados en mitologías antiguas no son ya relatos mitológicos.

 

Pues un relato mitológico es -decía Mircea Eliade- un relato verdadero, es decir, un relato en el que una comunidad cree verdaderamente, de modo que encuentra en él su fundamento.

 

Ese fue durante siglos, para Occidente, el relato mitológico cristiano, cuya última gran derivación -conviene siempre recordarlo- fue el relato socialista.

 

Y bien, ¿no les llama la atención que abunden los productos culturales basados en mitologías antiguas y que estén totalmente ausentes los que participan del relato mitológico cristiano?

 

Seguimos viviendo en la posmodernidad, es decir, vivimos entre textos basados en las más variadas mitologías antiguas a la vez que rechazamos la más moderna de las mitologías -que es, precisamente, la nuestra, la cristiana.

 

Pero sobre todo -este es el dato mayor- no creemos en ninguna de ellas: no son para nosotros más que ficciones con las que entretener nuestro ocio.

 

Es cierto, desde luego, que nuestra relación con ellas no se limita a eso, que nuestro inconsciente necesita y utiliza relatos como esos para elaborar sus conflictos.

 

El problema es que para eso sirven bien poco a causa de su deterioro, es decir, de su baja calidad, de su escasa verdad subjetiva.

 

Ciertamente, esos superhéroes no son figuras fálicas, sino solo mascaradas de uno de los aspectos de lo fálico -la erección- desprovisto de todo lo que constituye su profundidad simbólica -y precisamente en la comprensión de esa profundidad simbólica avanzaremos mucho a través del estudio de The Searchers: uno de los objetivos de este año será devolver a la noción psicoanalítica de falo toda la densidad que ha perdido vía la deriva deconstructiva del psicoanálisis lacaniano.

 

¿Y qué decir de la obra de Tolkien?

 

Yo la caracterizaría con la expresión de neomitología, en el mismo sentido en el que hablamos de neogótico o neoclásico.

 

Precisamente: condensa gran cantidad de símbolos y relatos de diversas mitologías occidentales.

 

Excelente descripción del collage posmoderno que la caracteriza. Ese es, precisamente, su problema: que contiene y mezcla demasiados símbolos y demasiadas mitologías; en suma, que añora lo mitológico tanto como es incapaz de vivirlo como verdadero; y por eso trata de suplir con cantidad la ausencia de verdad.

 

Y así, sucede que todas las mitologías a las que se hace referencia en esta pregunta forman parte de nuestro paisaje, desde luego, pero como mitologías blandas, carentes de vigor y de verdad.

 

Pero no atribuyan esa degradación al consumo masivo.

 

El arte renacentista fue objeto de consumo masivo, como lo fue el gran arte gótico, el barroco… y el gran cine clásico de Hollywood.

 

 

Hay veces que la mayoría consume lo mejor y hay veces que la mayoría consume lo peor. Valorar solo lo que consume la minoría no es otra cosa que un punto de vista aristocratizante que no lleva muy lejos.

 

Una última cosa: que haya en nuestro estado cultural muchas de esas mitologías blandas no quiere decir que no tengamos auténticas mitologías duras, en las que realmente creemos aunque no lo sepamos. Por ejemplo, creemos firmemente en el mal.

 

 

Creemos en el mal que habita Psicosis, Seven o El silencio de los corderos.

 

Creemos en la verdad diabólica de los holocaustos, esos sacrificios masivos de seres humanos a ciertas diosas arcaicas de nombre variable -Alemania, la Humanidad, la Madre patria…

 

 

Creemos -y, como Justine, adoramos- a esa diosa letal que retorna con el nombre de Melancholia, hasta el punto de que nos fascina la posibilidad de nuestra aniquilación absoluta.

 

Y que esa es una verdad rotunda para nosotros, los europeos de ahora mismo, lo prueba nuestra tendencia -de la que nadie quiere levantar acta- hacia la extinción biológica.

 

Pero ese es uno de los temas del congreso que la asociación Cultural Trama y Fondo va a realizar en esta Facultad el mes de marzo del año que viene.

 


¿Justine perversa?

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Pasemos ahora a otra cuestión que me ha llegado de otro de ustedes:

 

Jack: but…The bride…

Jack: Justine,..

Jack: Gorgeous woman…

 

«¿La estructura perversa no implica, aun si busca negar la castración, que uno ha entrado en el Edipo? ¿Se puede hablar de un sujeto del inconsciente en el caso del perverso? Y, en caso afirmativo, ¿no estaría Justine a menudo rayando en la desmentida de su propia castración antes que en la psicosis? La insistencia en rebajar a los varones del film de su potestad simbólica, ¿no sugiere una consciencia de la diferencia sexual – si bien invirtiendo sistemáticamente los roles de la escena heterosexual? O desde el otro punto de vista: ¿distingue el psicótico (como parece hacerlo Justine) lo masculino de lo femenino a la hora de protegerse de lo Real?»

 

 

La pregunta es buena, afinada.

 

Y, ciertamente, podríamos pensar a Justine como perversa si sólo conocieramos esos rasgos maníacos que no le impiden desenvolverse eficazmente en el mundo laboral

 


Jack: Where’s my tagline?


Jack: You were always great in coming up with a tagline

Jack: in a hurry.

Jack: What happened?

 

No hay duda, entra a la perfección, sin parpadear, en el juego perverso de Jack, su jefe. Y no hay duda de que éste sí es un perfecto perverso.

 

Tim: Hi.

 

Ya les advertí lo bien que cabalgaba.

 

Podríamos pensarla perversa si no fuera porque sabemos que se hunde en una depresión propiamente psicótica

 

Justine: It tastes like ashes.

Claire: It’s all right, sis.

 

de la que sólo sale instalada en un delirio tan intenso

 

 

que invade al relato en su conjunto.

 

John: My God.

 

Tanto como a todos sus personajes.

 

Miren, si Justine fuera perversa podría casarse y, a la vez, convertir su boda en una mascarada -precisamente- perversa.

 

Pero no es su caso.

 

Aunque se casa como jugando, de pronto, cuando el rito deposita en ella una interpelación por su ser de sujeto femenino, sencillamente, se brota -por más que el brote se encuentre omitido en el film; pero saben que su presencia viene anotada por la escansión entre la primera y la segunda parte y ese es el motivo del paso al punto de vista de Claire.

 

Pues bien, esa es la línea de separación más concluyente: el perverso no se brota.

 

O bien: en tanto no se brota, sigue siendo perverso.

 


Pregunta: las funciones de la madre y el padre

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Y ahora pasemos a la última pregunta, que, como era previsible, me ha llegado desde varios de ustedes:

 

«¿Es imprescindible que la función-madre y la función-padre del Edipo las desempeñen respectivamente una madre y un padre? ¿La estructura edípica (y la inscripción de la diferencia sexual) sólo tiene lugar ante un deseo anatómicamente heterosexual? ¿Tiene sentido hablar de función-padre?»

 

 

«Si el niño fuera alimentado por el padre también (sacándole la leche a la madre y que se la diera el padre) ¿sería algo positivo para el desarrollo del niño? ¿Podrían ser ambos más o menos iguales en importancia?»

 

 

¿Me dejan que empiece a responderles con una foto?

 

 

El asunto es que, en rigor, me parece que es pronto para responder a esta pregunta. Estaremos en mejores condiciones de afrontarla dentro de algunas sesiones de trabajo.

 

Pero, si esperan un poco, empezaremos, sin prisas, a hacerlo.

 


Edipo

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Les decía: en este momento el sujeto está empezando a nacer -me refiero al nacimiento del sujeto, no al nacimiento del individuo que se había producido ya antes, en el momento del parto.

 

 

Conducido por la mirada de la madre, está empezando a conocer una nueva forma de dolor, pero precisamente ese forma buena de dolor que no le fue dado conocer a Justine. Ese dolor bueno, necesario, que ha de constituir la primera herida del yo.

 

Y es que sólo por la vía del dolor se accede a la trama de Edipo.

 

Observen las dimensiones del drama:

 

 

De pronto la Imago Primordial que sostenía el Yo-todo-placer con su mirada

 

 

la aparta, mira en otra dirección-

 

 

y el mundo empieza a resquebrajarse en torno al niño.

 

 

¿Se dan cuenta de la angustia que, con ello, llega?

 

Si ella, que es la sede de mi yo,

 

 

ya no me mira,

 

 

entonces nada, fragmentación, despedazamiento.

 

 

Pero no es menos cierto que, al dejar de mirarme, ella conduce mi mirada:

 

 

Precisamente porque ella mira en otra dirección

 

 

el yo se estremece lleno de angustia, pero, a la vez, ve el deseo por primera vez.

 

-Porque nadie ve el deseo cuando le miran a los ojos con deseo -lo que se ve entonces es la rememoración de la Imago Primordial. Uno solo puede ver el deseo cuando ve a alguien que mira con deseo a otro.

 

 

femenino / masculino
interior / exterior
casa / desierto
pasivo / activo

 

La simbólica de lo masculino y lo femenino se hace visible por primera vez.

 

Pero les insisto, no les digo que lo real sea así, no les digo que sea así la naturaleza humana, ni la biología humana… sencillamente porque nada de eso existe en lo real.

 

Y ello porque lo real puede ser de todas las maneras y no es, finalmente, de ninguna.

 

Les hablo de la simbólica que, con extraordinaria potencia, habita este texto.

 

Y les recuerdo que es, o ha sido, una simbólica de largo calado, en buena medida fundida con nuestra civilización.

 

Por tanto, sólo un último añadido a la discusión del otro día: yo no digo que el sexo sea reproducción, placer, dolor o destrucción, por más que, en la práctica, suela tener que ver con todas esas cosas.

 

Ciertamente, les decía el otro día que los marcianos que nos contemplan no pueden dejar de manifestar su asombro por nuestra insistencia en afirmar que el sexo nada tiene que ver con la reproducción a pesar de la evidencia que consta en las grabaciones que hacen desde sus naves en las que aparecen humanos copulando, uno de los cuales empieza a resultar cada vez abultado una cuantas semanas más tarde.

 

No siempre, desde luego.

 

Pero, en el procesamiento de los datos que realizan los potentes ordenadores que poseen en sus naves, no han logrado encontrar ningún otro factor que correlacione de manera tan alta con el coito.

 

Y les llamaba igualmente la atención sobre el hecho de que el deseo humano -en tanto inconsciente- está edípicamente sobredeterminado, es decir, asociado a los deseos edípicos, que son deseos hacia el padre y hacia la madre, a su vez sobredeterminados por esa escena inconsciente nuclear que es la escena primaria.

 

Pero eso no significa que el sexo, por sí mismo, sea una cosa u otra.

 

Por eso les decía también que el sexo, para los animales, no significa nada: que ellos, sencillamente, copulan. No tienen conciencia del tiempo, ni tienen palabras con las que ceñirlo.

 

Sencillamente, copulan -los que lo hacen, porque ni siquiera todos los individuos de cada especie participan de esa actividad.

 

Ni viven en la significación, ni formulan reflexiones sobre las relaciones entre las cosas.

 

Lo que les digo de los marcianos se debe, precisamente, a lo que comparten con nosotros: la conciencia del tiempo y las palabras.

 

Si ellos reparan en la relación entre el coito y la reproducción es sencillamente porque ese, el de la perpetuación de la especie, es un tema que les interesa.

 

Lo que indica que, además de tener conciencia del tiempo y lenguaje que la expresa, no son inmortales, sino que se saben confrontados con la muerte.

 

Pues, en caso contrario, probablemente ni se plantearían la cuestión.

 

Lo que les digo, en suma -y pienso que en ello sigo estrictamente el pensamiento freudiano-, es que el sexo es lo real tal y como se manifiesta en nuestro cuerpo y en el cuerpo de nuestro semejantes -haciendo de ellos, dicho sea de paso, bastante poco semejantes.

 

O, si prefieren, y creo que así lo entenderán mejor, el sexo es lo indio tal y como se manifiesta en nuestros cuerpos.

 

Ese es el porqué de esa manta colocada sobre el palenque -alguien de entre ustedes, sin duda consciente de mis dificultades para nombrar ese madero de atar los caballos, me ha escrito brindándome la palabra que se usa en Argentina, aunque no aquí, donde no tenemos ninguna específica para ello, de modo que, ¿por qué no emplearla?

 

Y así les decía: entre lo masculino y lo femenino no hay una mera barra significante que opone dos términos equivalentes de significado opuesto: entre lo masculino y lo femenino está lo indio, el abismo de lo real.

 


Aaron

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Les decía que ella no está sola, que por eso este plano es de diferente encuadre que el anterior de ella.

 

Pues hay alguien que, en principio, resulta casi invisible, pues aparece tras ella y como fundido con la casa -como el color de su piel es semejante al de los ladrillos.

 


 

De hecho, aparece como una suerte de emanación de ella misma: como una de sus múltiples manifestaciones en el mundo del niño.

 

A medio camino entre la interrogación y la respuesta, el hombre pronuncia un nombre:

 

Aaron: Ethan?

 

Tal es la primera palabra que se oye en el film.

 

De modo que el que llega de lejos, del desierto, comparece del lado del nombre.

 

Es decir: introduce por primera vez el nombre, con toda su inesperada opacidad, en el mundo del niño.

 

Obviamente, el que lo ha pronunciado también le reconoce, pero con incomodidad, con una larvada hostilidad, yo diría que incluso con un cierto miedo.

 

No hay duda de que se trata del marido de ella, no solo porque procede del interior, sino por la incomodidad con la que la mujer percibe y acepta su aparición en la escena.

 

El titubeo de su mirada, la inquietud que late en ella, la manera con la que desciende dejando ver que hay algo que calla, hacen palpable que trata de ocultarle su deseo.

 

Pero el dato mayor no es esa ocultación, sino la rapidez con la que ella se entrega, de nuevo, a su deseo ignorando la presencia del esposo.

 

 

De ese esposo que, sin embargo, se interpone entre ella y el hombre deseado que llega.

 

Qué cantidad de sugerencias se nos ofrecen con tan pequeñas vibraciones de un solo plano.

 

Él, aunque teme al hombre que llega, había llegado a dar por imposible su retorno y le había olvidado totalmente.

 

Ella, en cambio, le ha amado siempre y no le ha olvidado nunca, ha seguido siempre esperando su retorno aun cuando sabía y sabe que su amor es imposible.

 

Con lo que se dibuja, de un solo trazo, el malestar de la relación que los dos personajes en plano han venido viviendo durante todos esos años que les separan de la partida del que ahora llega.

 

 

Él se interpone, es cierto.

 

Pero no es menos cierto que aparece, en la escena, como una expansión, como una emanación de ella y de la casa -de esa casa que ella misma es.

 

Quizás por eso su rostro, iluminado por el sol, brilla ahora tanto como el delantal blanco de ella.

 

Pero ese golpe de sol que acaba de recibir traduce bien, en cualquier caso, la confirmación de un reconocimiento del que llega que este personaje hubiera querido negar.

 


Faldas que vibran

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Por lo demás, ese movimiento por el que se aproxima hacia el que llega se prolonga en un movimiento coral que emerge en los flancos de la casa

 


 

Las dos hijas se mueven a la vez, pero en direcciones opuestas.

 

Las dos se detienen a la vez, cada una en uno de los flancos del porche en cuyo centro se encuentra la madre.

 

Movimiento coral, casi una danza, por la que la casa despliega el esplendor de su feminidad recibiendo al hombre que llega.

 

Tres mujeres, por cierto, que hacen presentes las tres edades de la feminidad: la niña, la joven casadera, la mujer casada y madre.

 

Y han visto como el viento hace mover las faldas de todas ellas, todas ellas vibrantes de deseo ante el hombre que llega.

 

Culmina así el crescendo que, al modo del montaje tonal, ha modulado la sucesión de planos de la secuencia.

 

Pues a partir del estatismo absoluto del negro que invadía la pantalla en su comienzo, un encadenamiento de movimientos primero mínimos y luego cada vez más acentuados ha ido ritmando el desarrollo de la escena, como si, desde que se abriera la puerta y la mujer atisbara al hombre, algo, no solo en la mujer, sino en el conjunto de la casa y sus habitantes, hubiera comenzado a despertar de un largo letargo.

 

 

Y un niño. En tanto niño, del lado de la casa, todavía en actitud femenina -espera, recibe, mira-; en tanto varón, en la zona exterior del porche. La madera que carga le hace partícipe de una actividad que le separa ya del campo de lo femenino.

 

 

Como ven, Aaron está sólo un paso más allá de ese niño: como todos los demás, también él espera, también él se coloca del lado de esa posición pasiva que es la que el porche pone en escena y metaforiza.

 

Y anoten, antes de abandonar este plano, este otro dato notable: precisamente porque está ahí, ella, la mujer, la madre, no le mira.

 

No es allí donde le necesita, y mucho menos donde le desea.

 

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Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0
CC1506014235678 , 2015

 

 

3. La mirada y el deseo

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 10/10/2014 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

 

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La interrogación

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Algo más queda por decir de esta imagen única sobre la que se inscriben los créditos, y esta vez algo relativo no a lo que muestra, sino a su proyección temporal.

 

Me refiero a la prolongación de la imagen de este muro, sin el menor cambio, sin que ninguna figura sea mostrada junto a él.

 

 

No hay figura alguna, pero tampoco hay fondo: hay, solo, un muro que cierra el campo visual impidiéndonos ver nada más.

 

Sin embargo, estamos en el comienzo del film. Y un film, a diferencia de una pintura o de una fotografía, posee una índole temporal que se conforma como el devenir de una sucesión de imágenes que se dan a nuestra mirada.

 

De hecho, excepto para la última de esas imágenes, cada una de ellas, si ofrece algo a la mirada, está a la vez tensionada por las imágenes que habrán de seguirle.

 

Y, en ese sentido, cada imagen vela las que le siguen, cubre el lugar donde éstas habrán de surgir.

 

Pues bien, aquí esa dimensión de velamiento alcanza su máximo, pues todo está pendiente y todavía nada se nos ha dado a ver -excepto el muro mismo.

 

Y así, el deseo de ver, el deseo de que haya imágenes, objetos visuales para la pulsión que habita nuestra mirada, es temporalmente denegado y convertido en interrogación.

 

What makes a man to wander

What makes a man to roam?

What makes a man leave bed and board

And turn his back on home?

Ride away, ride away, ride away

 

Pues ese muro, precisamente por que cierra el campo de nuestra mirada, nos confronta con una interrogación; interrogación, les decía, por el ser del relato, a la que un relato va a responder: el configurado por la travesía de sus héroes a través de su universo narrativo y que será también, como sucede siempre, el de nuestra propia travesía por el texto que lo contiene.

 

Pues ellos y nosotros, nosotros a través de ellos, somos igualmente buscadores: buscadores de nosotros mismos, interrogados por aquello inconsciente que nos constituye.

 

Buscadores no tanto de determinado objeto perdido, como de determinado sentido para nuestro trayecto.

 

Y bien, anoten esta diferencia notable: aquí hay busca donde, en Melancholia, hay fracaso.

 

Y la cifra de esa búsqueda es, como les vengo anunciando, la de la trama de Edipo.

 

 

Supongo que han leído ya el capítulo tercero de Esquema del psicoanálisis El desarrollo de la función sexual– que contiene una espléndida síntesis del Edipo, incluido lo que lo precede y los modos de su resolución. Pero si no es así, háganlo con premura.

 


La depresión y la caída de la mirada

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Les hablaba de lo que en este muro hay de denegación de nuestro deseo de mirar y, a la vez, de interrogación por él.

 

Les diría más, pues suscita la condición misma de su posibilidad.

 

¿Qué hace falta para que podamos mirar?

 

No digo ver: el ver está dado desde el momento mismo en que los estímulos exteriores golpean nuestra retina.

 

Y que esos estímulos son potencialmente devastadores es algo que todos sabemos aunque tendemos a olvidarlo: si miramos fijamente al sol, nos quedamos ciegos; la violencia de esa energía real arrasa nuestro ojo.

 

Y por cierto que algo de esa índole sucede en el final de Melancholia:

 

 

Nuestra mirada se abrasa, y lo que sigue es la oscuridad absoluta.

 

 

Y bien, consideren la posibilidad de que ese verse arrasada la mirada esté en relación directa con el fracaso del relato, es decir, también, con la caída absoluta del deseo y del sentido.

 

 

Ver está dado, no así mirar. A mirar hay que aprender. Y ese aprendizaje se confunde totalmente con el aprendizaje del deseo.

 

Pues el deseo no está dado, lo que está dado es la pulsión. Y por cierto que es la pulsión, tal y como se manifiesta a través del ojo, la que nos empuja a ver el sol.

 

La pulsión viene dada, en cambio es necesario aprender a desear; es decir: a ligar la pulsión con determinados objetos.

 

En el seminario de Lima tienen una detenida exposición sobre ese proceso de nacimiento simultáneo de la mirada, el objeto y el deseo tanto como de los motivos de su fracaso en Melancholia.

 

Y recuerden, a este propósito, que uno de los datos más inmediatos de la depresión -y no hablo del coloquial estar deprimido, sino de una crisis depresiva masiva, netamente patológica, como la que padece Justine-, es la caída de la mirada:

 

Claire: Come on.

Claire: You ‘ll see you’ll like it. I promise. Come on.

Claire: I’ll wash you, okay? Just lift your foot.

Claire: Go on. Lift your foot.

Claire: You need a bath. You need to wash.

Claire: Right?

Justine: I’m so tired…

Claire: Come on, try.


Justine: I can not.

 

El mundo se ha apagado para Justine, quien carece totalmente de objetos para su mirada, y carece, por ello mismo, de mirada; está abismada en un insoportable fondo interior donde nada ordena, donde nada orienta ni da salida a sus mociones pulsionales.

 

En los videos encontrarán un análisis detenido de todo ello, incluidas las pesadillas en las que esa siniestra vivencia se manifiesta.

 

 

Ahora retengan tan solo su fenomenología. Y el alarido que la acompaña:

 

Claire: Justine, you’ll like it.

(Justine llora como un bebé)

 


La primera mirada

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Pues bien, en las antípodas de todo ello, el mundo se ilumina para ustedes en The Searchers:

 

 

¿Y saben por qué?

 

Es evidente: porque hay alguien que conduce su mirada con su deseo -quiero decir: hay alguien que conduce nuestra mirada con su deseo- y, así, la -y lo- hace posible.

 

Pero para que se den cuenta de la importancia decisiva de lo que es este momento inaugural del film de Ford sucede, es imprescindible que conozcan el análisis de Melancholia, pues allí, en el universo de Justine, nunca sucedió nada de esta índole.

 

O dicho en otros términos: están ustedes rememorando la entrada del individuo en el Edipo.

 

Y también es importante que vean pronto ese seminario porque allí encontrarán elementos para pensar lo que ha sucedido antes del momento en que The Searchers comienza.

 

De modo que retrocedamos:

 

 

Y es que la cámara, en el momento del arranque del relato, antes de que ella salga, se encuentra en el lugar de lo real.

 

De modo que el film arranca desde un interior extremo y opaco: totalmente negro.

 


La mujer que espera

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Desde ahí se inaugura nuestra mirada de espectadores, asociada a la mirada de una mujer.

 

Y así experimentamos el paso desde el negro, la oscuridad absoluta, a la luminosidad extrema, cegadora, del desierto en el mediodía.

 

¿Acaso no descubriremos pronto que parecen cegados los ojos de Ethan, el hombre que lo recorre?

 

Pero no vayamos tan de prisa.

 


 

Mirar, les decía, es seguir la mirada de alguien.

 


 

Y en ello el talento compositivo de Ford se manifiesta desde el primer momento: aunque todavía solo vemos su silueta al contraluz, la reconocemos inmediatamente como mujer.

 

Y, al mismo tiempo, la condición radical del cuerpo de la mujer es suscitada de manera neta por su ubicación en ese umbral que separa el interior del exterior, la luz de la oscuridad.

 

De modo que el negro de su figura es el negro de ese espacio interior al que, desde el comienzo del film, queda asociada.

 

Y su mirada, aunque no nos sea dado ver su rostro, queda dibujada por el escorzo de su figura tanto como por la línea descendente de la montaña del fondo.

 


 

Apoya su mano izquierda sobre el marco de la puerta, se detiene pues un instante, adivinamos que fija la mirada, que empieza quizá a reconocer…

 

Y el viento que ahora mueve su falda traduce la vibración emocional que la alcanza…

 

La cámara anticipa un instante antes su movimiento de avance.

 


 

Los maderos del tejado del porche señalan hacia el exterior en la dirección de su mirada.

 


 

Nuestra mirada y la de ella localizan a la vez la lejana figura del hombre que se acerca a caballo.

 

Dos hechos han coincidido en ese instante: la cámara ha detenido su movimiento y la mujer ha apoyado su mano sobre la columna de madera que sostiene el porche.

 

Como si necesitara apoyarse para recuperar el equilibrio ante la emoción que la embarga, quizás también como si necesitara frenarse a sí misma para no echar a correr hacia el hombre que llega.

 

Y el viento crece haciendo aumentar el movimiento de su cabello y de su vestido, de su delantal y su lazo: toda ella se estremece de deseo ante esa llegada.

 


 

Espléndida actriz Dorothy Jordan.

 

Miren sus ojos: no se ve en ellos el esfuerzo de aguzar la mirada sobre algo desconocido, sino, por el contrario, el reconocimiento por el que una imagen interior es superpuesta sobre aquello que se encuentra en su campo visual: ella está viendo menos lo real que sucede ante ella que la imagen anhelada y aguardada durante años.

 

 

¿Y el gesto de su mano?

 

Es antes un saludo que una protección frente al sol -pues en esa posición, de nada puede proteger, para nada puede ayudar a fijar la mirada.

 

Es por eso, más bien, un saludo escondido en el gesto de protegerse del sol, en el que se la muestra entregándose, tan acogedora como enternecidamente desnuda se abre su mano, para aquel al que saluda.

 

Momento oportuno para anotar la dialéctica de lo femenino tal y como el film la establece en su inicio:

 

 

Siendo espacio interior que aguarda, es también imagen que se da a ver e incita a la mirada -¿no tiene todo porche algo de escaparate?

 

¿Y qué me dicen de la forma de su respiración, que se confunde con la respiración misma del plano?

 

 

Todo delata su anhelo, el quiebro de su deseo.

 

El deseo amoroso de una joven enamorada que parece haber quedado congelado en el interior de su pecho durante años y que allí se conserva vivo y joven como el primer día: un deseo virgen como radiantemente blanco es el delantal de la mujer.

 

Sus labios, por lo demás, son de un carmín bien rojo que posee la intensidad del rojo con el que ha sido escrito el título del film.

 

 

La ambivalencia a la que se haya sometido ese deseo, esa misma que ha sido ya insinuada por las detenciones de la mujer en su avance hasta el límite exterior del porche, se escribe ahora en la dialéctica que ordena las posiciones de sus manos: una, venimos de anotarlo, abierta sobre la frente, cálidamente entregada al que llega; la otra, en cambio, oculta tras el madero, sujetándose a él, conteniendo un nuevo avance que ya resultaría intolerable.

 

El madero que sustenta el tejado del porche sigue presente, manteniendo, si no acentuando, su protagonismo composicional.

 

Punto de sujeción, barra, frontera, nueva definición del umbral, del límite entre el interior y el exterior.

 

Tiene, por ello, dos caras,

 

 

dos configuraciones visuales que lo constituyen en bisagra de esa articulación.

 

Si una, la del plano anterior, es oscura -como la figura de la mujer, como el interior de la casa y el tejado del porche-, la otra se descubre dotada de la textura y de la luminosidad, intensa y árida, en cuanto es la exterior, la que está del lado del desierto.

 

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Por raccord de mirada, llega el contraplano en forma de plano subjetivo de la mujer: el gran paisaje abierto, inmenso y vacío del desierto en el que sólo progresivamente comenzamos a identificar, en la lejanía, la figura móvil de un hombre que se aproxima a caballo, enmarcado por dos grandes y erguidas montañas rocosas.

 


La simbólica de la diferencia sexual

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Y con la cadencia del ceremonial se repite, en la presentación del hombre que se acerca, el mismo dispositivo que rigiera la presentación de la mujer.

 

Al igual que ella, antes de que su figura se concrete en la de una mujer singular, ha aparecido como mujer -como espacio interior que aguarda, potencialmente abierto a lo exterior-,

 

 

él, antes que nos sea dado ver su rostro y las peculiaridades de su cuerpo, aparece como hombre: figura que recorre lo exterior y es potencialmente capaz de aproximarse e introducirse en lo interior.

 

Se dan cuenta de la simbólica de la diferencia sexual que así se articula y que desde el comienzo mismo del texto formula, digámoslo así, su axiomática mayor:

 

 

lo femenino frente a lo masculino, lo interior frente a lo exterior, la casa frente al desierto.

 

Lo pasivo frente a lo activo.

 

Y que de tal se trata es algo que viene a confirmar la presencia en imagen de ese poste de atar los caballos que separa el exterior desde el que él llega del interior en el que ella aguarda.

 

¿No les parece la más expresiva inscripción de la barra significante sobre la que se construye todo eje semántico?

 

femenino / masculino

interior / exterior

casa / desierto

pasivo / activo

 

Imagino que ahora algunos de ustedes se preguntarán indignados: ¿es que una mujer no puede recorrer el desierto y penetrar activamente en la casa de un hombre?

 

Y yo correré a decirles, para calmar su indignación, que por supuesto, que puede.

 

Como la Justine de Melancholia lo hace habitualmente demostrando ser la más brillante ejecutiva del mundo publicitario.

 

Pero les recuerdo que el problema de Justine estriba no en que no pueda hacer eso, sino, precisamente, en que no puede hacer lo contrario.

 

De lo que les hablo es de la simbólica que apresa las condiciones esenciales de la geografía del acto sexual, en aquello que hace que no haya intercambiabilidad posible: me refiero a la penetración, dialéctica que coloca, a un lado, un cuerpo que penetra y al otro un cuerpo penetrado.

 

Me dirán ustedes que es posible mantener relaciones sexuales de otras maneras y yo, por supuesto, les diré que sin duda es así, pero añadiré que les estoy hablando no de cualquiera de esas otras formas posibles, sino de la forma central.

 

Aquella, la del coito, capaz de generar una nueva vida.

 

Y es necesariamente de eso de lo que se trata si es que pretendemos explorar el Edipo.

 

Pues, aunque no haya aparecido todavía, y aunque por ahora esté actuando el punto de vista de la mujer, no deja de ser el punto de vista del hijo el que late en la escena, por más que él no haya aparecido todavía.

 

¿Pero cómo podría aparecer ya si él mismo todavía no puede reconocerse en su singularidad, si carece todavía de imagen de sí, a pesar del desconcierto que ha empezado a experimentar cuando ella ha desviado su mirada de él mismo para focalizarla en otra dirección?

 

En dirección a ese que llega y al que ella desea y a efectos de cuya llegada él, el hijo, habrá de reconocerse a sí mismo como diferente de esa imago primordial en la que, hasta ahora, ha localizado su yo.

 

Pues así comienza el Edipo: en el momento mismo en que la Imago Primordial mira en otra dirección, se descubre deseante y carente y el yo del niño, no soportado ya por la mirada de ella, revive la angustia de su desintegración.

 

Volvamos pues a esa barra significante.

 

Debo advertirles que utilizo en término barra significante en sentido lingüístico, no lacaniano.

 

Lacan habla de la barra que separa al significante del significado pero, que yo sepa, esa barra nada tiene que ver con la lingüística ni con la semiótica -el signo tiene dos caras, pero ninguna barra.

 

Yo les hablo de la barra que constituye la oposición entre dos semas que, precisamente porque se oponen, constituyen un eje semántico.

 

De hecho, si se detienen a pensar en ello, se darán cuenta de que todo el dispositivo escenográfico se organiza sobre el despliegue de esa cadena de pares en oposición.

 

Primero en forma del marco de la puerta,

 

 

ese umbral que separa el interior del exterior a través del cual se ha abierto nuestra mirada en el comienzo del film.

 

Luego,

 

 

en esa su expansión escenográfica

 

 

que constituye el porche.

 

Finalmente en este madero de atar los caballos que, mostrado por primera vez en el plano anterior

 

 

divide ahora nítidamente en dos mitades el espacio de la secuencia

 

 

femenino / masculino

interior / exterior

casa / desierto

pasivo / activo

 

separando nítidamente el objeto de la mirada -el hombre a caballo que se acerca-, del sujeto que la sustenta -la mujer que le aguarda en el filo del porche.

 


La manta y lo real

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Está, por lo demás, especialmente marcada, visibilizada, por la manta que cuelga sobre uno de sus extremos.

 

Notable esta manta. No está ahí tan sólo para hacer visible, con el peso compositivo que introduce en la imagen, la presencia de ese tronco-barra que ordena y articula el espacio simbólico de esta escena inicial.

 

¿Se han dado cuenta de que no estaba presente hace un momento, cuando veíamos a la mujer salir de la casa?

 

 

¿Fallo de raccord?

 

Decir eso es no decir nada.

 

De modo que mírenlo desde este otro punto de vista: en la misma medida en que el que llega es reconocido como el hombre en sentido fuerte, es decir, no como cualquier hombre, sino como el hombre al que ella desea, en esa medida y en ese momento aparece ahí, sobre ese madero de atar los caballos que se ha convertido en la barra significante de la diferencia sexual, una manta.

 

Y no cualquier manta, sino una manta india, con toda la intensidad, con todo el peso dramático que lo indio posee en esta película.

 

Dicho sea de paso: espero que no se hayan dejado llevar por los tópicos de los discursos poscoloniales, hoy tan de moda. En la economía de este texto los indios no son las víctimas oprimidas, desde luego, pero tampoco son los malvados asesinos. Son, sencillamente, para los protagonistas del film, la expresión radical de la amenaza que procede del exterior.

 

Son, en suma, lo real.

 

Pues bien: que esa manta, por ser india, localiza lo real y se hace presenta ahora y ahí es algo que tiene toda la importancia.

 

En primer lugar, porque lo indio aparece, desde el primer momento, ligado visualmente a ese hombre que ahora llega -pero de las implicaciones de esto tendremos muchas ocasiones de hablar en lo que sigue-, en segundo lugar -y en eso sí debemos detenernos ahora-, porque lo indio, es decir, lo real, aparece, es localizado, en el lugar mismo de la barra significante.

 

Y bien, en eso precisamente estriba la diferencia entre una oposición semiótica y una oposición simbólica.

 

Pues la barra que opone dos signos en un eje semántico carece absolutamente de espesor: alto se opone a bajo -sobre el eje semántico de la estatura-, fuerte a débil -sobre el eje semántico de la fuerza-, hombre a mujer -sobre el eje semántico del género sexual.

 

Son signos sin espesor, que permiten clasificar y, asi, categorizar a los individuos o a las magnitudes.

 

El orden semiótico está configurado así, por una red de significantes que se oponen y se recortan entre sí. No me detengo en ello porque está explicado detenidamente en los videos de Lima. -Salvo, claro está, que ustedes me lo reclamen.

 

Pero un orden simbólico es de otro orden: sus categorías no solo se oponen en un juego diferencial, sino que se abisman en torno a fosas insondables.

 

Quiero decir: simbólicamente, entre el hombre y la mujer no hay una mera oposición, sino un abismo: el abismo que introduce la geografía real de cada cuerpo.

 

Eso es lo que esa manta india indica: que esa barra se espesa, que no es una mera marca diferencial, sino un abismo real.

 

Lo indio, lo radicalmente otro, lo absolutamente diferente: eso es lo que es localizado ahí, en el núcleo mismo de la experiencia sexual que los símbolos de lo masculino y lo femenino ciñen y orientan.

 

 

Con la llegada de ese hombre, y con la mirada de esa mujer que le espera y acoge, el tiempo se densifica.

 

De hecho, la lejanía en el espacio del hombre que se aproxima, suscita la lejanía en el tiempo de lo que ahora revive en la mujer que espera.

 

Pues, como les decía antes, la mujer, a la vez que afina su mirada, reconoce.

 

Reconoce algo procedente de un pasado lejano que retorna.

 


 

Pero sucede que ella no está sola.

 

Por eso este plano es de diferente encuadre al anterior de ella: más abierto, destinado a permitir la entrada en imagen, procedente del interior de la casa, de un tercer personaje.

 

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