Jesús González Requena
Psicoanálisis y Análisis Textual, 2020/2021
2020-12-04 (3)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2021
La cuenta atrás
Melanie y Mitch inician su descenso, pero la cámara no les acompaña.
Por el contrario,
deja que el plano se vacíe para luego mostrarles,
ya avanzado su descenso, desde lo alto de la colina.
Es decir, permanece en un lugar donde patentemente ya no hay nadie salvo la misma cámara y, quizás, alguna gaviota que haya podido posarse allí.
No hay duda de que el ataque va a desencadenarse desde lo alto.
•Annie: All right. Here we go. One…
Annie ha comenzado una cuenta hasta tres.
Precedida de un de acuerdo, aquí vamos, uno…
que por su posición puede ser escuchado como una llamada al comienzo de la acción tanto de los niños como de los pájaros.
Atiendan al plano que sigue: es de una admirable complejidad:
•Annie: Two…
•Annie: Three…
•Annie: There you go.
Y de un no menos admirable sentido dramático del tempo visual.
El comienzo del plano muestra a la pareja descendiendo, pero de inmediato les deja atrás para avanzar sola, trazando por anticipado el que ha de ser el trayecto de su descenso.
•Annie: Two…
•Annie: Three…
Y se detiene aquí.
De modo que la panorámica que comienza con la imagen de Mitch y Melanie descendiendo de la colina
concluye con la de Annie contemplando su descenso.
El punto de vista de Annie – melodrama
Lo que proyecta, sobre lo anterior del plano, la presencia latente del punto de vista de Annie.
Ella estaba ya mirándoles desde antes.
Sin embargo, el ángulo de la cámara es perpendicular a la línea que traza esa mirada:
•Annie: Two…
Así, el dos de la cuenta hasta tres que Annie ha iniciado se escucha a mitad de camino de ese abismo que separa a Annie de su deseo.
Esplendor, se dan cuenta, del melodrama: la panorámica recorre el vacío de la herida de Annie.
Incluidos los hijos que no va a tener, y la barbacoa familiar en la que no va a llegar a cocinar.
•Annie: Three…
La panorámica concluye cuando alcanza al rostro de Annie y hace visible la intensidad de su mirada, a la vez dolorida y violenta.
Lo que nos desplaza del melodrama al drama: pues hay tanto dolor como odio en su mirada.
Imágenes surrealistas para un arcaico sacrificio ritual
Como ya les he anticipado, la cuenta de Annie que ha de dar comienzo a un juego infantil se constituye a la vez en la cuenta atrás que precede al desencadenamiento del ataque de los pájaros.
Y, así, el juego de los niños va a ser sustituido por el brutal juego de los pájaros.
Su primera carga energética procederá entonces de la intensidad del odio desesperado que anida en la mirada de Annie.
Lo que hace de ella, en su desesperación trágica, esa Isolda de las Manos Blancas que ve llegada la hora de su venganza.
¿Y qué decir de Cathy con sus ojos vendados? Yo diría, en primer lugar, que Alfred Hitchcock me parece uno de los grandes creadores de imágenes surrealistas del siglo XX.
Así ésta, que en cierto modo presenta los dos extremos de la dialéctica de la mirada.
La mirada de la niña inocente, con los ojos vendados -que no ve nada todavía-, y la mirada de la mujer adulta con los ojos bien abiertos, que lo ve todo y que, en esa misma medida, odia intensamente.
Todo ello rodeado por esos globos de vivos colores del fondo.
Por otra parte, la imagen de Cathy con los ojos vendados no puede evitar suscitar en nosotros la representación canónica de la justicia.
Es obligado anotarlo porque es la violencia más injusta, inmotivada y absurda, la que va a desencadenarse sobre ella.
Pero volvamos a Annie.
Si es su cuenta la que anuncia el ataque,
•Annie: There you go.
su gesto de empujar a la niña hacia adelante tiene algo de arcaico sacrificio ritual de iniciación.
Llama también la atención la divergencia entre la dirección de la mirada de Annie y aquella otra hacia la que empuja a Cathy sin mirar hacia allí.
Como si en su ensimismamiento se descuidara totalmente de la niña.
La mirada de Lydia
Desamada, despechada, retira su mirada hacia los niños y entonces percibe la presencia de Lydia tras ella.
Pero han notado el intenso giro que da su cuerpo al percibirla, la nueva rigidez que adquiere, y que no deja de manifestar un cierto sobresalto.
Lydia, sin embargo, la ignora.
Su mirada está fija en la pareja que desciende.
Pero, a diferencia de la de Annie de hace un momento, carece del menor atisbo de emoción. Es fría, concentrada y calculadora.
El plano concluye pues conformado de nuevo como semisubjetivo, reintroduciendo el punto de vista de Annie nuevamente con el fin de mostrarnos a través de él la presencia de Lydia y su propia mirada.
Así, con Annie, vemos en Lydia la potencia amenazante que ella misma ve a Lydia.
Y la madre aparece en su condición, una vez más, nutricia: con la gran tarta fundida con su cuerpo.
Ni que decir tiene que la gravedad oscura de su mirada contrasta con los globos que la rodean.
Aquí la tienen, portadora de una tarta que contiene -pueden contarlas- exactamente once velas.
Y mirando con hostil irritación hacia la pareja que desciende de la colina.
La tarta y Cathy
Así, la tarta cobra su autonomía y deposita su cifra: la cifra de la explosión y de la ira.
O quizás la cifra en la que todo debe detenerse.
O, todavía, lo uno y lo otro: pues todo puede detenerse por la vía de un estallido final.
Es notable, por otra parte, cierta semejanza latente entre los planos de Lydia y de
Annie.
Las miradas de ambas coinciden en su gesto de rechazo.
Pero, además, una cierta equivalencia se deja reconocer en lo que una y otra sostienen en sus manos: arriba la tarta con las once velas y, abajo, la niña con los ojos vendados.
Las velas todavía sin encender son blancas como la venda que cubre los ojos de Cathy, a la vez que son de un suave naranja pálido tanto la tarta como el vestido de la niña.
Ambas imágenes hablan, pues, de la inocencia un instante antes de ser perdida.
Y en ambas, a la vez, esa inocencia aparece rodeada por la locura de las mujeres que las asen con sus manos -la una a la tarta y la otra a la niña- y entre las que se descubre un preciso fondo de identificación.
Pero la función de bisagra de la mirada de Annie no concluye aquí.
Tras haber conducido nuestra mirada desde la pareja a la madre, la conduce ahora hacia las gaviotas que atacan.
•Boy: Look! Look!
El grito de un niño –¡Mirad! ¡Mirad!-, grito que en cierto modo nombra, en su exclamación, las dos miradas que acabamos de anotar- conduce ahora la mirada de Annie desde Lydia hacia el cielo.
Es éste ahora un plano subjetivo de Annie que contempla a la gaviota que se dispone a atacar a Cathy.
De modo que la mirada de Annie que hace solo un instante se dirigía hacia la madre se dirige ahora hacia la gaviota.
Podemos sintetizar así lo que llevamos de escena: porque ellos -Melannie y Mitch- se juntan, Annie y Lydia les miran con odio y las gaviotas atacan.
Así pues, esa exclamación –¡Mirad! ¡Mirad!- señala en todas las direcciones:
Mirad a esa escandalosa pareja que desciende la colina,
mirad a las mujeres que la miran
y mirad a esos pájaros que parecen convocados por sus miradas.
Un ave toca a una virgen
Y no conviene perder de vista que la violencia que va a desencadenarse ahora viene a ocupar el lugar del encuentro amoroso que -por obra de la presencia de la madre- no ha tenido lugar en la colina.
Va a desencadenarse, en primer lugar, sobre el único personaje, Cathy, que se encuentra fuera del circuito de la mirada.
La sorpresa llega así para Cathy: en lugar del amor aguardado -por ella misma tanto como por Melanie- habrá de ser un odio cósmico -pues procedente del cielo- el que ha de ocupar su lugar.
Son solo niñas de su misma edad la rodean un instante antes de que un ave gris descienda del cielo para tocarla.
Es decir: para tocar a una virgen.
Pero, ya saben, no la toca con una palabra capaz de dejarla embarazada, sino con un mordisco en su misma cabeza.
El mordisco de la locura.
Pues, en este escenario de pesadilla, la comida vuela y muerde.
Les hablo de pesadilla y en tal contexto es posible considerar la idea de que el film entero haya sido hecho con el fin de dar forma, -y así conjurar- una determinada pesadilla.
•Cathy: Hey!
•Cathy: No touching allowed!
Un horror que procede del cielo
Desde el cielo más azul, límpido y luminoso, se desencadena entonces un furioso ataque contra todos los niños que de once años.
•Cathy: Hey! No touching allowed!
•(Squawking)
•(Squawking)
•Annie: Oh!
•(Birds squawking)
•(Children screaming)
El pánico a cielo descubierto, en el más radiante y luminoso de los días.
Lydia mira al cielo con angustia, como reconociendo la agresión que desde allí se desencadena.
Los alegres globos de la fiesta infantil
•(Loud pop)
estallan uno tras otro bajo la acometida de los picos de los pájaros.
Y, en cierto modo, parecen estallar en la cabeza misma de la madre.
Como si fuera su cabeza la que estuviera estallando ahora.
Colores siempre vivos y saturados.
El intenso verde del césped y el azul del más despejado y límpido de los cielos configuran el vivo fondo de una insólita secuencia de horror en la que todos los colores, siempre intensamente planos y saturados, van a encontrar su lugar.
Se suceden los gestos desconcertados por cuanto a sus portadores les parece imposible que el horror pueda proceder de allí, del cielo, del lugar mismo de donde procede la luz.
De ahí donde, en la tradición mitológica de Occidente, se localiza el origen fundador del sentido.
Tal es lo que proclaman los rostros de todos: no puede ser.
Y, sin embargo, es.
El mundo parece haber comenzado a desintegrarse a los once años.
Y qué me dicen de este particular
Lacoonte…
Ven el grado de saturación cromática que alcanza la escena.
Los colores más vivos y luminosos para una escena de pesadilla.
El mejor escondite
Y ahora una pregunta difícil.
Díganme, ante una violencia desatada como ésta, ¿cuál podría ser el mejor lugar donde esconderse?
Este niño lo sabe.
Justo ahí, debajo de esa mesa que contiene la merienda de la fiesta con su tarta incluida.
La comida, entonces, como protección contra el ataque de la comida, una vez que los niños de once años se han convertido en los manjares de las aves.
Dicho en otros términos: la pulsión loca de la madre se alimenta de ellos.
Y hace posible su captura, en la que todos participan introduciendo -encerrando- a todos los niños dentro de la casa.
•Annie: Help me get the children into the house.
Niñas con cabezas de ave
Un principio básico de planificación se impone: la cámara no sigue nunca los desplazamientos del vuelo de las aves; tan sólo acusa con ligeras correcciones en panorámica los inútiles y desorientados movimientos de los humanos que padecen el ataque.
Así, diríase que esas aves carecieran de forma, no fueran más que una energía ciega, en constante transformación, casi invisible, que conforman, cuando alcanzan a los niños, las más insólitas -y extrañamente mitológicas- configuraciones.
¿Una niña con un ave picoteándole la cabeza? Sí, pero a la vez, una niña con cabeza de ave.
Y no exenta de erotismo por el modo en que la cámara encuadra sus muslos.
Extraña apoteosis surrealista: enunciados icónicos insólitos, inimaginables, de una violencia ciega y brutal.
Es pues el régimen de la locura el que cristaliza una y otra vez cuando las garras de los pájaros se prenden de los cabellos de los niños y sus picos muerden sus cabezas.
El plano es subjetivo
de Melanie.
Y cuando uno repara en ello no puede dejar de preguntarse: ¿podría ser esta escena en su conjunto una expansión metafórica del horror que Melanie conociera a sus once años? ¿Una niña sola, abandonada sobre la tierra, llorando su desesperación, quizás sintiendo que se desintegrara -como si un siniestro pájaro picoteara su cabeza?
No deja de ser notable, a este propósito, la conformación del plano.
Pues al fondo contemplamos el muelle por el que ascendió Melanie hasta la casa con sus pajaritos del amor.
Y, en primer término, la valla que acota el perímetro del jardín de la casa.
De modo que la niña se encuentra fuera de él, rechazada de la casa a la que Melanie ha querido acceder.
Una tarta intocable
El jardín de la fiesta se vacía.
La cámara vuelve a emplazarse en lo alto de la colina y la mesa con la tarta retorna a ocupar el centro del plano.
Y es que esa mesa tiene un papel determinante en el modo de conclusión de la escena que sigue:
Todos van refugiándose en la casa, mientras que la mesa de la merienda permanece impóluta en primer término.
Un nuevo plano, más próximo, viene a incidir en ello.
•Mitch: There you go.
•(Sobbing)
La tarta, con sus once velas sin encenderse, sigue ahí.
En primer término, en el centro inferior del plano, subrayada su presencia por la columna del porche y rodeada de globos de alegres colores.
Intocada.
E intocable.
De modo que todo estalla y se detiene en los 11 años.
Es como si el ataque aboliera el cumpleaños de Cathy, como si todo tuviera que quedar congelado antes de esa fecha, en un eterno estado de latencia, a riesgo de que, en caso contrario, se desencadene el fin del mundo.
¿No les parece que esa es la amenaza que les obliga a todos a encerrarse en la casa -a no poder salir de ella, en primer lugar a Cathy, esa niña con tan extraordinario deseo de escapar de allí?
El horno opaco de la angustia
Quiero presentarles ahora una cita de Hitchcock de alto interés, pues define el suspense -ese arte del que se supone que él era el artista mayor- en términos culinarios.
«He conocido el miedo desde mi infancia… Yo personalmente odio el suspense, y es por eso por lo que nunca permitiré a nadie que haga un soufflé en mi casa: ¡mi horno no tiene puerta de cristal! ¡Tendríamos que aguardar cuarenta minutos para descubrir si el soufflé había salido bien, y esto es más de lo que puedo resistir!»
[Donald Spoto: Alfred Hitchcock. La cara oculta del genio, p. 29]
Observen, en primer lugar, que el suspense aparece directamente nombrado como miedo, lo que remite inequívocamente a la angustia.
Y a una angustia que parece invadir la infancia entera.
En el centro de la casa de la infancia, la cocina y, en ésta, el horno.
Es pues de la madre nutricia de lo que se está hablando una vez más.
¿Acaso no es el suflé el plato que más se aproxima, tanto en su forma como en su dulzor, al pecho materno? Y el horno en que se lo cocina, ¿no es una expresiva metáfora del interior opaco de la madre?
De una madre opaca, inaccesible, pues su horno
no tiene puerta de cristal.
No hay manera de saber lo que se está cocinando en su interior.
Y la angustia aparece directamente asociada a esa incertidumbre. Pues a veces de él salen buenos alimentos, pero otros alimentos malos, malignos, que muerden violentamente el cuerpo de quien los ingiere.