13. De la Diosa al Dios patriarcal

 

Jesús González Requena
Edipo III. La tarea del hijo
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2016/2017
sesión del 02/12/2016 (1)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2021

 

 

  • El héroe: Freud vs Rank
  • La culpa: Moisés y la religión monoteísta vs Tótem y Tabú
  • Los dioses potencias de lo real
  • Rituales sacrificiales
  • Minotauro, Moloc, Saturno
  • Yavhé y Moloc
  • La Diosa
  • Un Dios ético
  • HIjo de Dios
     

     

     

     

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    El héroe: Freud vs Rank


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    Retomemos el texto de Freud.

     

    Les decía que el tema del héroe no es extemporáneo a la obra de Freud, aunque pueda parecerlo al psicoanálisis de moda en los cenáculos modernos.

     

    Veamos como el concepto aparece en Moisés y la religión monoteista:

     

    «En 1909, Otto Rank, por entonces aun bajo mi influencia, publica por sugerencia mía un trabajo cuyo título es El mito del nacimiento del héroe. Trata sobre el hecho de que “casi todos los pueblos de cultura importantes (…) han glorificado muy temprano, en poemas y sagas, a sus héroes, legendarios reyes y príncipes, instituidores de su religión, fundadores de dinastías, imperios y ciudades; en suma, a sus héroes nacionales. En particular, han dotado de rasgos fantásticos a la historia del nacimiento y la juventud de estas personas, rasgos cuya desconcertante semejanza, que en parte llega hasta una literal concordancia entre pueblos diversos, muy separados entre sí y del todo independientes, es algo consabido desde hace mucho tiempo y que ha llamado la atención de los investigadores”.»

    [Freud: (1934-1938) Moisés y la religión monoteísta.]

     

    Como han podido comprobar, así formulada en el libro de Otto Rank, la noción del héroe aparece del lado del mito, como una figura caracterizada por sus rasgos fantásticos que independientes de la biografía real de los personajes a los que son atribuídos, forman parte de una suerte de modelo propiamente mitológico.

     

    Y por cierto que allí donde acaba la cita que presenta Freud del libro de Rank, éste, en su propio libro, prosigue así:

     

    «(…) y uno de los principales problemas de la investigación de los mitos sigue consistiendo en la dilucidación de la causa de esas amplias analogías en el esquema fundamental de los relatos míticos, analogías que se tornan aun más enigmáticas por la coincidencia unánime de ciertos detalles y su reaparición en la mayoría de los grupos míticos.»

    [Rank, Otto: (1909) El mito del nacimiento del héroe]

     

    Si Freud ha detenido su cita antes de llegar aquí, es porque le parece excesiva la afirmación de su discípulo -por lo demás díscolo- de la existencia de un esquema fundamental de los relatos míticos que anticipa la línea por la que correrán los enfoques de las antropologías jungianas de todo tipo, desde las del propio Jung a las de Mircea Eliade o de Joseph Campbell.

     

    Freud no le sigue en ello, desde luego, pero sí reconoce la existencia de un cierto esquema, muy difundido y de estructura edípica, que versa sobre el nacimiento del héroe y la doble familia en la que éste desarrolla su infancia.

     

    Y llegamos así al punto sobre el que quiero llamarles la atención.

     

    Sucede que si Freud alude a ese esquema mitológico, no es para afirmar que Moisés responde a ese modelo, sino todo lo contrario: para afirmar que Moisés -el Moisés real- quiebra el modelo y que eso es la primera prueba que permite sustentar la afirmación de su condición de egipcio.

     

    ¿Se dan cuenta de lo que esto significa para Freud? Ni más ni menos que esto: que Moisés le interesa no como héroe fantástico, imaginario, sino como héroe real, .

     

    Pero entonces, ¿héroe mitológico o no? Esta es la cuestión crucial a la que pienso que solo se puede responder así: héroe mitológico, sin duda, pero no desde el punto de vista de Rank -ni del de Jung, Eliade, Campbell…-, como tampoco del de la mayor parte de las otras escuelas antropológicas que, aunque muy disímiles de esta, comparten el presupuesto del carácter imaginario, fantástico, esencialmente irreal, de los mitos.

     

    Moisés es sin duda, para Freud, un héroe mitológico, pero este enunciado se sostiene ya desde otro punto de vista, el de una nueva concepción radicalmente nueva de la mitología que está naciendo en la obra del último Freud.

     

    Una nueva concepción en la que mito ya no es sinónimo de ficción, fantasía o imaginación.

     

    Y, con ese nueva concepción de mito, nace, simultáneamente, una nueva concepción de héroe: un héroe real.

     

    Aquel que fue capaz de fundar esa novedad histórica absoluta que fue la religión monoteista.

     

    Es, por cierto, en esa nueva concepción en lo que yo trabajo. Y en lo que, claro está, les invito a trabajar a ustedes.

     

     

     

     


    La culpa: Moisés y la religión monoteísta vs Tótem y Tabú

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    En Moisés y la religión monoteísta Freud retoma el tema del padre de la horda primitiva:

     

    «El macho fuerte era amo y padre de la horda entera, ilimitado en su poder, que usaba con violencia. Todas las hembras eran propiedad suya (…) El destino de los hijos varones era duro; cuando excitaban los celos del padre eran muertos, o castrados, o expulsados. (…)

    «El siguiente paso decisivo (…) debe de haber sido que los hermanos expulsados, que vivían en comunidad, se conjuraran, avasallaran al padre y (…) se lo comiesen crudo. (…) no sólo odiaban y temían al padre, sino que lo veneraban como arquetipo, y en realidad cada uno de ellos quería ocupar su lugar. El acto canibálico se vuelve entonces inteligible como un intento de asegurarse la identificación con él por incorporación de una parte suya.»

    «(Llegaron) finalmente a unirse, a pactar una suerte de contrato social. Nació la primera forma de organización social con renuncia de lo pulsional reconocimiento de obligaciones mutuas, erección de ciertas instituciones que se declararon inviolables (sagradas); vale decir: los comienzos de la moral y el derecho. Cada quien renunciaba al ideal de conquistar para sí la posición del padre, y a la posesión de madre y hermanas. Así se establecieron el tabú del incesto y el mantenimiento de la exogamia. Buena parte de la plenipotencia vacante por la eliminación del padre pasó a las mujeres; advino la época del matriarcado. (…)

    «(…) En el vínculo con el animal totémico se conservaba íntegra la originaria bi-escisión (ambivalencia) de la relación de sentimientos con el padre. Por un lado, el tótem era considerado el ancestro carnal y el espíritu protector del clan, se lo debía honrar y respetar; por otro lado, se instituyó un día festivo en que le deparaban el destino que había hallado el padre primordial. Era asesinado en común por todos los camaradas, y devorado (…) Esta gran fiesta era en realidad una celebración del triunfo de los hijos varones, coligados, sobre el padre.»

    [Freud: (1934-38) Moisés y la religión monoteísta]

     

    Así lo presenta Freud en el final de la Primera parte del Tercer ensayo.

     

    Aparentemente, es un resumen de lo expuesto, más de veinte años antes, en Tótem y tabú. Y, sin embargo, hay una notable diferencia entre uno y otro texto, en la que nadie parece haber reparado.

     

    Por mi parte, la anoté ya en este seminario (20/04/2007) hace unos nueve años.

     

    Se trata de esto:

     

    «Que devoraran al muerto era cosa natural para unos salvajes caníbales. El violento padre primordial era por cierto el arquetipo envidiado y temido de cada uno de los miembros de la banda de hermanos. Y ahora, en el acto de la devoración, consumaban la identificación con él, cada uno se apropiaba de una parte de su fuerza. El banquete totémico, acaso la primera fiesta de la humanidad, sería la repetición y celebración recordatoria de aquella hazaña memorable y criminal con la cual tuvieron comienzo tantas cosas: las organizaciones sociales, las limitaciones éticas y la religión.»

    «(…) la banda de los hermanos amotinados estaba gobernada, respecto del padre, por los mismos contradictorios sentimientos que podemos pesquisar como contenido de la ambivalencia del complejo paterno en cada uno de nuestros niños y de nuestros neuróticos. Odiaban a ese padre que tan gran obstáculo significaba para su necesidad de poder y sus exigencias sexuales, pero también lo amaban y admiraban. Tras eliminarlo, tras satisfacer su odio e imponer su deseo de identificarse con él, forzosamente se abrieron paso las mociones tiernas avasalladas entretanto. Aconteció en la forma del arrepentimiento; así nació una conciencia de culpa que en este caso coincidía con el arrepentimiento sentido en común. El muerto se volvió aún más fuerte de lo que fuera en vida; todo esto, tal como seguimos viéndolo hoy en los destinos humanos. Lo que antes él había impedido con su existencia, ellos mismos se lo prohibieron ahora en la situación psíquica de la obediencia de efecto retardado que tan familiar nos resulta por los psicoanálisis. Revocaron su hazaña declarando no permitida la muerte del sustituto paterno, el tótem, y renunciaron a sus frutos denegándose las mujeres liberadas. Así, desde la conciencia de culpa del hijo varón, ellos crearon los dos tabúes fundamentales del totemismo, que por eso mismo necesariamente coincidieron con los dos deseos reprimidos del complejo de Edipo.»

    [Freud: (1912-1913) Tótem y Tabú]

     

    ¿Ven de qué se trata?

     

    De la culpa, ciertamente.

     

    Nada se dice de ella en el resumen expuesto en Moisés y la religión monoteísta de ese primer sentimiento de culpa de los hermanos por haber asesinado al padre de la horda.

     

    Porque, como ya les dije en su momento, ¿por qué los hijos habrían de sentirse culpables de haber asesinado a esa bestia? -Estaba tentado a decir mala bestia, pero evidentemente eso supondría un marco moral inexistente entonces.

     

    La ambivalencia se sentimientos hacia él -odio y admiración- no basta para justificarla. Y la identificación con él no es necesariamente motivo de sentimiento de culpa, sino de afirmación en su incorporación vía devoración.

     

    Algo le ha llevado a Freud a evitar hablar del origen del sentimiento de culpa en el contexto de ese asesinato primordial.

     

    Es un hecho notable, en cualquier caso, que, en el Moisés… la temática de la culpa solo es suscitada por Freud cuando se refiere al pueblo judío en su relación con la religión de Atón que Moisés le había dado, al asesinato de Moisés y más tarde, a propósito del cristianismo y de la figura de Pablo, donde llegará a retomar incluso la idea cristiana del pecado original.

     

    ¿Cuál es el motivo de ese cambio evidentemente presente aunque no explícitamente declarado? La idea de que del asesinato del padre de la horda despertara el sentimiento de culpa en los hermanos suponía, implícitamente, el presupuesto de la posibilidad del sentimiento de culpa mismo en un contexto precultural, como si fuera, al fin, un sentimiento natural.

     

    Pero esta idea es ya insostenible para el Freud de 1938, pues éste está viviendo el retorno de una barbarie casi prehistórica caracterizada por la extinción del sentimiento de culpa.

     

    Y bien: éste debió ser el razonamiento que golpeó a Freud: si el sentimiento de culpa puede desaparecer es que no es un dato natural sino cultural y por tanto hubo de nacer un día, en el contexto cultural que pudiera posibilitarlo.

     

    Permítanme que les esboce el proceso histórico del nacimiento del sentimiento de culpa que pueda resolver ese hiato descartando el presupuesto del asesinato del padre de la horda y conservando, a la vez, la idea de la culpa en su relación con el deseo del asesinato del padre.

     

     

     


    Los dioses potencias de lo real

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    Durante siglos, para los seres humanos, los dioses eran las potencias de lo real

     


     

    a las que admiraban tanto como por ellas se sentían amedrentados.

     

    A la vez adimirados y amedrentados, porque la violencia que esas potencias podían desencadenar desbordaba totalmente los límites de lo humano.

     


     

    Tanto los límites de lo que su entendimiento podía comprender, como los de lo que que su fuerza podía resistir.

     

    Y lo mismo sucedía con las formas de su manifestación: nada permitía, al entendimiento humano, preveerlas y, así, tomar, frente a ellas, las necesarias precauciones.

     

    La combinación de esas dos magnitudes

     


     

    -la de una violencia que desbordaba de manera inconmensurable la fuerza con la que los hombres podían hacerle frente y la de una imprevisibilidad absoluta de sus irrupciones, tanto por lo que se refiere a su momento como a su forma y sus efectos- hacía de los dioses seres -quizás fuera mejor decir fuerzas- sagradas.

     


     

    Eso era, pues, lo sagrado -todo lo que tenía que ver con esas potencias, con su descomunal violencia y con su absoluta imprevisibilidad.

     

    Frente a ello estaba lo profano: el mundo de las actividades humanas socializadas y, en esa misma medida, inteligibles y previsibles.

     

    Se darán cuenta, quizás, de que utilizo ambos conceptos -el de lo sagrado y el de profano– en el sentido que les diera Georges Bataille.

     

    Pero, por mi parte, permítanme que añada un suplemento de conceptualización: el mundo de lo profano, era ya el mundo de la realidad de nuestros antepasados, porque era el de lo calculable, inteligible y previsible, sin que ello tuviera por qué excluir los conflictos; pues estos, como sus efectos, resultaban, en ese ámbito, igualmente calculables.

     

    Lo otro, ese mundo sagrado habitado por fuerzas descomunales, imprevisibles e ininteligibles, era el mundo de lo real.

     

    Bien es cierto que la noción de lo sagrado no se limitaba al mundo de los dioses y sus emergencias, sino que incluía igualmente todo lo que, de una manera o de otra, entraba en contacto con ellos, incluidos los actos de los hombres en su aproximación a los dioses: sus mitos, sus rituales, y los objetos que participaban en estos.

     

     

     


    Rituales sacrificiales

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    Y bien, centrémonos en ese ámbito por el que los hombres se aproximaban a los dioses, es decir, el ámbito de los rituales que eran, en lo esencial, propiciatorios: consistente en lo esencial en las conductas por las que los hombres trataban de evitar que los dioses desencadenaran sobre ellos su violencia.

     

    Hablamos, por eso, de rituales propiciatorios.

     

    Ahora bien, ¿qué propiciaban?

     

    Podríamos responder: la benevolencia de los dioses. Y no en un sentido genérico, sino en uno del todo concreto: que fueran buenos -que no fueran malos- para aquel que a ellos se aproximaba por la vía del ritual.

     

    Permítanme, a este propósito, que les llame la atención sobre algo en lo que seguramente no se han parado nunca a pensar.

     

    Desde el mismo momento en que la benevolencia del dios queda asociada al ritual propiciatorio, resulta obligado deducir que el dios en sí mismo no es necesariamente bueno, benevolente, dado que es necesario el ritual para, precisamente, propiciar su benevolencia.

     

    Y el asunto se hace tanto más claro cuando se constata que en la inmensa mayoría de los casos atestiguados por la antropología, el ritual propiciatorio consiste en la realización de sacrificios ofrendados al dios en cuestión.

     

    ¿Sacrificios de qué? De cualquier cosa que resulte valiosa para el que la sacrifica, de modo que cuanto mayor sea su valor, mayor se espera que sea la eficacia del ritual.

     

    Y no debe olvidarse que lo sacrificado no solo es algo que pierde el que lo da en sacrificio, sino también algo que recibe el dios al que se lo sacrifica.

     

    Pero lo notable, lo realmente indicativo de la índole del dios que recibe el sacrificio, es el modo mismo por el que se consuma el paso de lo sacrificado por el ser humano al dios que lo recibe.

     

    La forma con mucho más extendida de sacrificio fue la del fuego, de modo que solo en la medida en que el objeto se consumía por obra del fuego podía ser aceptado por el dios que lo recibía.

     

    Pero cabe preguntarse: la deidad, ¿lo recibía incólume, tal y como lo sacrificado existía antes de su paso por el fuego? Bien, esa es una posibilidad, a la que el paso por el fuego añadiría la idea de la purificación del bien recibido.

     

    Pero no es evidente. De hecho, tal respuesta supone muchas postulaciones de notable complejidad que no necesariamente habrían de presentarse en las formas más primitivas de sacrificio.

     

    Así, la existencia de un mundo otro en el que habita el dios y donde guarda los bienes recibidos una vez purificados -espiritualizados- por el fuego.

     

    Eso puede darse sin duda, pero no debe rechazarse la otra posibilidad: que la recepción por el dios del bien sacrificado se consume en su misma consumición, ya sea por el fuego, la espada o por cualquier otra vía.

     


     

    Quiero decir: que el dios no sea acumulativo sino voraz, que se trate de un dios para el cual no hay otra posesión que la destrucción, la incorporación y la aniquilación de lo poseído.

     

    Un dios, pues, a la vez violento y voraz, que se alimenta de esa consumación y que goza de ella.

     

    Si lo piensan bien creo que se darán cuenta que para con un dios así el rito no precisa siquiera, para su comprensión, de la postulación de una intención propiciatoria, -es decir: esa voluntad, de la que ya hemos hablado, de obtener la benevolencia del dios.

     

    Pues, ante él, el objeto sacrificado en el rito opera no ya como un obsequio entregado en busca de benevolencia, sino, de manera más sencilla y primaria, como un alimento destinado a saciar el hambre violenta del dios.

     

     

     


    Minotauro, Moloc, Saturno

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    Permítanme que les presente un ejemplo de ello lo suficientemente expresivo.

     

    «las siete doncellas y siete donceles que los atenienses tenían obligación de enviar a Minos cada ocho años (…) parece que eran encerrados en el Laberinto para ser devorados por el Minotauro o al menos quedar aprisionados para siempre. Quizá eran sacrificados quemándolos vivos dentro de un toro de bronce o de una imagen de hombre con cabeza de toro, con objeto de renovar la fortaleza del rey y del sol, a quien personificaba. (…) lo hace sugerir la leyenda de Talos, un hombre de bronce que abrazaba contra su pecho a la gente y se arrojaba al fuego con ella, que moría abrasada. Se cuenta que se lo había entregado Zeus a Europa o Hefaistos a Minos para guardar la isla de Creta (…) Según otro relato era un toro y según otro más, el Sol. Probablemente estaba identificado con el Minotauro y, despojado de su forma mítica, no sería otra cosa que una imagen broncínea del sol representado como un hombre con cabeza de toro. Con el designio de reavivar los fuegos del sol serían sacrificadas víctimas humanas al ídolo, quemándolas dentro de su cuerpo hueco o colocadas en sus manos inclinadas de tal modo que por declive rodaran a un foso de fuego. Ésta fue la manera como los cartagineses sacrificaban sus niños a Moloc; las criaturas eran colocadas en las manos de bronce de una imagen con cabeza de ternero, desde las que se deslizaban dentro de un horno encendido, mientras la gente bailaba al son de flautas y panderos para ahogar los gritos de las víctimas que se quemaban. (…) el culto asociado con el nombre de Minos y Minotauro puede haber influido poderosamente el culto de algún Baal semítico.»

    [Frazer, James George: (1890) La Rama dorada. Magia y religión, p. 320-330]

     

    Excelente descripción. Sólo una cosa le objetaría: dudo mucho que esos bailes, flautas y panderos tuvieran por objeto ahogar los gritos de las víctimas que se quemaban. Diría más bien que esa era la vía para entregarse de lleno al goce siniestro allí desencadenado.

     

    Pero vayamos a lo sustantivo.

     

    Como ven, posesión y destrucción se confunden en el Minotauro que recibe el sascrifricio.

     

    No se imagina benevolencia alguna posible en esa bestia divina, primaria y salvaje.

     

    Tan sólo se procura calmar su violencia o, si prefieren, su violenta reclamación de carne humana que lo alimente.

     

    Realmente notable, en este sentido, es que ello cobra la forma de una incorporación literal de la víctima por el dios, por la vía de una devoración que la hacer pasar al interior de su cuerpo, donde arde hasta morir.

     

    Como pueden ven, en opinión de Frazer, el culto al minotauro de los cretenses podría estar relacionado con el de Moloc Baal.

     

    Permítanme que se lo presente, pues la suya es una figura en extremo expresiva:

     


     

    Hay pocas representaciones suyas y todas son muy tardías.

     

    Así ésta, titulada El ídolo Moloc, con 7 cámaras, ilustración presente en el libro de 1704 de Johann Lund Los antiguos santuarios judíos.

     

    Vean esta otra:

     


     

    debida a Athanasius Kirchner y procedente de su libro de 1652, Oedipus Aegyptiacus.

     

    Moloc fue un dios de origen semita que, a través de los fenicios y de los cartagineses extendió su influencia por toda el área mediterránea.

    Y bien, han tenido ustedes ya ocasión de leer cual era el bien sacrificado más estimado por Moloch: los hijos mismos de los propios oferentes.

     


     

    Las cámaras, también llamadas, muy expresivamente, capillas, que se abren en el cuerpo del dios son lugares donde se albergaba al niño que iba a ser abrasado.

     

    Diodoro Sículo, historiador giego del siglo I a.C., ofrece una impresionante descripción del sacrificio masivo que tuvo lugar a principios del siglo IV, cuando el griego Agatocles sitiaba la ciudad cartaginesa:

     

    «Viendo a sus enemigos acampados bajo los muros de la ciudad, se sintieron asaltados por un temor supersticioso y se reprocharon haber descuidado las costumbres de sus padres en lo referente al culto de los dioses. Decidieron realizar una gran ceremonia en la que deberían ser sacrificados doscientos niños, escogidos en las familias más ilustres; algunos ciudadanos, temerosos de ser acusados, ofrecieron volutariamente a sus propios hijos, que no fueron menos de trescientos. (…) Había una estatua de bronce que representaba a Saturno, las manos extendidas e inclinadas hacias la tierra, de manera que el niño, que había sido colocado en ellas, rodaba e iba a caer en una sima llena de fuego. Es probablemente a esta costumbre a la que hace alusión Eurípides cuando habla de ceremonias de sacrificio realizadas en Tauride; el poeta pone en boca de Orestes la pregunta siguiente: “¿Cuál será la tumba que me recibirá cuando muera?” – Un fuego sagrado encendido en una gran sima de la tierra. Parece también que el antiguo mito de los griegos, según el cual Saturno devoró a sus propios hijos. encuentra una explicación en esta costumbre de los cartagineses.»

     

    Deténgámonos por un instante en el estatus que el niño posee en estos sacrificios.

     

    Es sin duda un bien, y, como tal, un bien sacrificable, en aras a la preservación de un bien mayor.

     

    Pero observen que, en esta caracterización que les propongo, la palabra bien es empleada en su sentido económico, no en uno ético.

     

    El hijo es un bien en tanto posesión, propiedad que se posee y de la que se dispone.

     

    De modo que los padres, por su propio bien, sacrifican uno de sus bienes más preciados, que es uno de sus hijos, en aras a conservar otros bienes considerados más valiosos -así, por ejemplo, la propia vida, quizás las riquezas, posibiemente el poder…

     

    Claro está, donde dice Saturno, deben poner Moloc, pues los griegos identificaban al uno con el otro.

     

    Ahora bien, ¿ello no debería también, en cierto modo, llevarnos a nosotros a poner Moloc en algunos de los lugares donde aparece Saturno?

     

    Y es que, como ven, Diodoro Sículo era ya antropólogo. Y, así, sugiere la posibilidad de que, en un pasado remoto, Moloc pudiera haber sido antepasado de Saturno, o bien que ambos procedieran de un arcaico tronco común.

     

    En cualquiera de los casos,

     


     

    ello da al asunto de Moloc una dimensión extraordinaria cuya resonancia atraviesa los siglos, sin duda hacia atrás, pero también hacia delante, hasta llegar, por ejemplo, a Goya.

     

    No hay aquí, ciertamente, fuego. Mas ello no nos aparta demasiado de la descripción de Diodoro Sículo.

     

    Por el contrario, nos permite percibir mejor cierto aspecto esencial de la figura de Moloc. Se trata de algo que ya les he señalado: el dios se apropia del bien recibido incorporándolo, literalmente devorándolo.

     

    Sencillamente: se alimenta de él.

     

     

     


    Yavhé y Moloc

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    ¿Hasta donde alcanzó su difusión? Sabemos que su presencia es insistente en el Antiguo Testamento, donde Yavhé, hablando por voz de sus profetas, no cesa de proclamar su indignación hacia su pueblo que olvida una y otra vez la alianza para adorar a Moloc ofrendándole los sacrificios sangientos de sus propios hijos.

     

    Incluso el propio rey Salomón llegó a participar en ellos.

     



     

    «Yo les adoctriné asiduamente, mas ellos no quisieron aprender la lección, sino que pusieron sus Monstruos abominables en la Casa que llaman por mi Nombre, profanándola, y fraguaron los altos del Baal que hay en el Valle de Ben Hinnom para hacer pasar por el fuego a sus hijos e hijas en honor del Moloc -lo que no les mandé ni me pasó por las mientes-, obrando semejante abominación con el fin de hacer pecar a Judá.»

    [Jeremías 32:33-35]

     

    La cita que les presento es una más de la multitud de aquellas en las que Yavhé expresa su indignación.

     

    Sin embargo hay, en ésta, un par de detalles que sugieren la posibilidad de que alguna vez, en un pasado remoto, Molloc y Yavhé pudieran haber sido un mismo dios.

     

    Pues, ¿acaso ese monstruo abominable no llegó a ocupar su propio templo?

     

    Y está, sobre todo, esa tan acentuada negación: dice no solo que no lo ordenó, sino que ni siquiera llegó a pasársele por la cabeza.

     

    Bueno, ya saben: Excusatio non petita,
    accusatio manifesta.

     

    ¿No les parece oír hablar ahí a un dios perplejo, inseguro, que por un momento duda si alguna vez llegó, si no a decir, al menos a pensar… que los hijos de los judíos habian de serle sacrificados… que el mismo, en una vida anterior, podría haber sido el propio Moloc?

     

    Y vean este texto de Ezequiel que parece casi una declaración.

     

    «Pero los hijos se rebelaron contra mí (…) Porque no habían puesto en práctica mis normas, habían despreciado mis preceptos y profanado mis sábados, y sus ojos se habían ido tras las basuras de sus padres. E incluso llegué a darles preceptos que no eran buenos y normas con las que no podrían vivir, y los contaminé con sus propias ofrendas, haciendo que pasaran por el fuego a todo primogénito, a fin de infundirles horror, para que supiesen que yo soy Yahveh.»

    [Ezequiel 20:21-26]

     

    Pero no se enfaden con el Dios hebreo por eso.

     

    Si aceptan leer la Biblia de modo materialista, quiero decir, prescindiendo de todo presupuesto metafísico, podrán reconocer fácilmente que en ella se encuentra la crónica de una transformación histórica incesante de la idea de Dios.

     

    Y a este propósito, para el que les habla, resulta más que convincente la hipótesis freudiana segun la cual el Antiguo Testamento contiene dos representaciónes esencialmente diversas de su dios.

     


     

    «Yahvé (…) Un dios local rudo, mezquino, violento y sediento de sangre (…) Cabe asombrarse de que, a pesar de todas las refundiciones, se hayan dejado en los informes bíblicos tantos elementos que permiten discernir aquella su originaria naturaleza. (…) si en la ulterior trayectoria todo fue diverso de lo que hacían esperar tales comienzos, podemos hallar la causa de ello en (que) (…) una parte del pueblo había recibido del Moisés egipcio otra representación de Dios, más espiritualizada: la idea de una deidad única, abarcadura del universo entero, que a todos ama y es omnipotente; enemiga de todo ceremonial y todo ensalmo, ella fija a los hombres como meta suprema una vida en verdad y en justicia.»

    [Freud: Moisés y la religión monoteísta]

     

     

     


    La Diosa

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    Ahora bien, Yavhé Moloc, ese dios local rudo, mezquino, violento y sediento de sangre, ¿estamos seguros de que fue un dios y no una diosa? Vean su imagen:

     


     

    nada en ella sugiera atributo fálico alguno.

     

    En su lugar, en cambio, aparece una oquedad ardiente que se abre hacia el interior del cuerpo.

     

    Y por cierto, ¿no fue una intuición semejante la que asaltó al Goya que,

     


     

    desde lo más hondo de su particuliar psicosis, pintó a Saturno devorando a sus hijos?

     


     

    Se piensa que, en su origen, Yavhé debió ser una divinidad volcánica

     


     

    Pues bien, a poco que echen ustedes un vistazo a un volcán en cualquiera de sus fases, creo que deberán reconocerme que, por su conformación, se encuentra mucho más cerca de la anatomía femenina que de la masculina.

     

    Y es precisamente allí,

     


     

    es en el interior de ese cuerpo ardiente, donde son absorbidos, incorporados y abrasados los hijos entregados en ofrenda.

     

    ¿Cómo no entender entonces el ritual como lo que más evidentemente aparenta ser, es decir, como un suerte de parto invertido, en el que el niño, en vez de ser dado a luz retorna al interior del cuerpo originario del que procede? ¿No han oído nunca decir decir a una mujer que ha vivido recientemente un parto que cuando éste se aproximaba era como si hubiera un volcán ardiente en su interior?

    ¿Me objetaran la presencia de los cuernos que ostenta Moloc? Sucede sin embargo que esos cuernos podrían perfectamente ser los de una poderosa vaca llamada Athor:

     


     

    divinidad egipcia, mitad vaca

     


     

    mitad leona,

     


     

    pero en cualquier caso hembra y mujer.

     

    Diosa de la fecunidad y del amor que, como todas las diosas arcaicas, era a la vez diosa de la muerte, la guerra y la destrucción.

     

    En la mitología egipcia aparece a la vez como madre y como hija de Ra. Y en esta segunda condición se la identifica con el Ojo solar de Ra, cuyo intenso calor puede abrasar.

     


     

    Y no menos notables son sus sersonificaciones en las culturas próximas.

     

    Así, los semitas la llamaban Baalat, “La Señora” y en Biblos fue identificada con Astarté.

     

    Ahora bien, Astarté era la esposa de Baal y Baal es el tronco del que procede, como una de sus versiones, el propio Moloc.

     

    ¿Esposa entonces? ¿O esposa luego, una vez diferenciada de su esposo? ¿No sería Baalat el nombre originario de Baal-Moloc? Si tuviera un tiempo del que no dispongo, me detendría a exponerles toda otra serie de indicios que apuntan en esta dirección.

     

    Me conformaré con este, procedente del Antiguo Testamento:

     

    «Salomón fue yerno de Faraón, rey de Egipto; tomó la hija de Faraón y la llevó a la Ciudad de David, mientras terminaba de construir su casa, la casa de Yahveh y la muralla en torno a Jerusalén. Con todo, el pueblo ofrecía sacrificios en los altos, porque en aquellos días no había sido aún construida una casa para el Nombre de Yahveh. Salomón amaba a Yahveh y andaba según los preceptos de David su padre, pero ofrecía sacrificios y quemaba incienso en los altos. Fue el rey a Gabaón para ofrecer allí sacrificios, porque aquel es el alto principal. Salomón ofreció mil holocaustos en aquel altar.»

    [1 Reyes 3:1-4]

     

    Y bien, esos altos eran los lugares donde se sacrificaba a los niños.

     

    Sacrificios en los que llegó a participar mil veces, como ya les he dicho, el propio rey Salomón que había traído de Egipto a su esposa y quizás también, todo parece sugerirlo, a la propia Athor-Astarté-Baalat-Moloc.

     

     

    Les decía al comienzo de esta sesión que los dioses, en el origen, eran potencias de lo real.

     


     

    Y bien, una vez iniciado el largo y lento proceso de su humanización, ¿no les parece lógico que después de las grandes bestias y de las otras grandes potencias naturales que aterraban a los hombres la siguiente forma de divinidad fuera materna?

     


     

    Pues, ciertamente, nada hay tan poderosamente real, en el cuerpo de los miembros de nuestra especie, como esa extraordinaria metamorfosis corporal, en sí misma eminentemente real, por la que es parido un nuevo ser humano.

     


     

    Nada extraño, por ello, que suscitara desde el principio esa suerte de espasmo amedrentado que caracterizaba a la proximidad con las otras potencias de lo real.

     

     

     


    Un Dios ético

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    «Yahvé (…) Un dios local rudo, mezquino, violento y sediento de sangre (…) Cabe asombrarse de que, a pesar de todas las refundiciones, se hayan dejado en los informes bíblicos tantos elementos que permiten discernir aquella su originaria naturaleza. (…) si en la ulterior trayectoria todo fue diverso de lo que hacían esperar tales comienzos, podemos hallar la causa de ello en (que) (…) una parte del pueblo había recibido del Moisés egipcio otra representación de Dios, más espiritualizada: la idea de una deidad única, abarcadura del universo entero, que a todos ama y es omnipotente; enemiga de todo ceremonial y todo ensalmo, ella fija a los hombres como meta suprema una vida en verdad y en justicia.»

    [Freud: Moisés y la religión monoteísta]

     

    ¿Cómo fue posible que, frente a esa divinidad arcaica y bestial, emergiera y pudiera afirmarse ese nuevo dios más espiritualizado, comprometido con la verdad y la justicia?

     

    Es decir, un dios, por oposición a los que le habían precedido, ético y, por eso, fundamento de ese núcleo ético en torno al cual, en el cruce del pensamiento socratico y el Antiguo Testamento, comenzó a fundarse el pensamiento humanista occidental?

     

    En otras ocasiones me he ocupado de los dos momentos más notables en los que se manifiesta esa paso decisivo entre uno y otro tipo de divinidad, que hubo de pasar necesariamente por la prohibición de los sacrificios humanos.

     

    Me refiero al último canto de la Iliada,

     


     

    en el que Zeus, el dios que había protegido a los troyanos pero que no pudo evitar su derrota por los griegos, dados que estos eran los favoritos de las diosas, Era y Atenea, logra al menos contener el furor de Aquiles, quien había decidido entregar el cadáver de Héctor a los perros, y le induce a escuchar con compasión la súplica de su padre, Príamo.

     

    Y me refiero también al mito de Abraham,

     


     

    en el que emerge un Dios venido de otras tierras que hace a Abraham abandonar su tierra matriarcal en la que reinaba una diosa con toda probabilidad llamada Saray para conducirle a una nueva tierra y donde reclama a su hijo, Isaac, en sacrificio.

     

    Pero en un sacrificio radicalmente nuevo.

     

    Lo prueba el hecho de que, cuando Abraham, siguiendo la inveterada constumbre, se dispone a degollar a su hijo antes de quemarlo en la pira,

     


     

    ese nuevo Dios detiene su brazo.

     

    Si hemos visto en la Iliada nacer la compasión, en el mito de Abraham ello mismo tiene lugar, pero, a la vez, sucede algo más.

     

    Pues el nuevo sacrificio que este nuevo Dios reclama de Abraham ya no es la vida de su hijo, sino todo lo contrario.

     

    Lo que le reclama es su renuncia al hijo como bien, el reconocimiento de que el único dueño del hijo ya no es su padre ni su madre, sino el proio Dios.

     

    Que ese hijo, en suma, es hijo de Dios y que por eso ya no es sacrificable.

     

    No sé si se dan cuenta del cambio radical que eso hubo de suponer para la noción misma de lo sagrado.

     

    Pues, a partir de entonces, lo sagrado comenzó a dejar de ser lo sacrificado para pasar a ser lo insacrificable.

     

    Y el nuevo Dios que prohíbe el sacrificio y que reclama como propio al hijo ya no sacrificable ha de ser, necesariamente, un Dios paterno, pues es un Dios que viene a desligar al nuevo ser de sus lazos de sometimiento con el cuerpo real del que procede -el cuerpo de su madre, el cuerpo de su tribu y de su tierra.

     

    Y bien, en mi opinión, sólo de la aparición de este nuevo Dios que es ya un Dios de la palabra y de la promesa -tal es el sentido de la alianza de Dios con su pueblo de la que tantas veces se habla en el Antiguo Testamento- es posible deducir la aparición del sentimiento de culpa.

     

    Sentimiento de culpa que se intensifica cada vez que el pueblo judío olvida a su nuevo Dios paterno y retorna a realizar sacrificios sangrientos de sus propios hijos a la Diosa arcaica Moloc.

     

    Si los judíos de entonces, si el propio Salomón, realizaron miles de veces tales sacrificios, ello solo podía tener un motivo: que consideraban más poderosa a esa Diosa arcaica -al fin diosa de lo real- que el nuevo y espiritualizado Dios patriarcal.

     

    Y que sin duda lo odiaban por las renuncias pulsionales a las que les llamaba.

     

    De modo que el asesinato primordial no fue el del padre de la horda, sino el de los hijos de los hebreos y más tarde, el del mismo hijo de Dios.

     

    Pero claro está: en el asesinato de los hijos se repudiaba -y, así, asesinaba- al propio Dios patriarcal.

     

    De la culpa que ello suscitaba es de lo que hablaban, una y otra vez, los profetas: de esa culpa por la que se traicionaba la alianza con el Dios de la palabra.

     

     


    HIjo de Dios

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    Sus esfuerzos no fueron en vano.

     

    La expresión hijos de Dios no aparece todavía en el relato de Abraham que, por cierto, está considerado como uno de los más antiguos que la Biblia contiene.

     

    Pero aparecerá ya cristalizada en textos posteriores, donde la expresión, hIjos de Dios, alcanza pronto a todo hijo judío.

     

    Aunque, a la vez, se detiene la mayor parte de las veces en él.

     

    Así sucede que incluso el Yavhé que ha logrado olvidar haber sido una vez Moloc y que por tanto prohibe el sacrificio de los hijos del pueblo elegido, es capaz de manifestar la ira más extrema y reclamar el sacrificio de los hijos de los otros.

     

    Lo que sucede, por ejemplo, en la última plaga lanzada contra Egipto que aniquila a todos los hijos primogénitos de esa nación, incluido el del Faraón.

     

    Con lo que el Yavhé de los judíos se manifiesta, a la vez, como Moloc para los Egipcios.

     

    Tal es el límite del mejor dios hebreo: sigue siendo un dios nacional y por eso territorial. Finalmente tribal: ligado a la tierra y a la sangre de un pueblo que se quiere -como, por lo demás, se han querido siempre todos los pueblos- superior.

     

    ¿Como dar el salto final, en ese proceso de humanización de la divinidad, que fuera capaz de alumbrar una noción de humanidad universal, es decir, ya no tribal, ni territorial, ni nacional?

     

    Y cuando les hago esta pregunta, y mientras piensan en su respuesta, quiero llamarles la atención sobre el presupuesto que contiene: que los hombres se piensan a través de -y en su relación con- los dioses.

     

    Que solo a través de la construcción de sus dioses, como algo más peremne y menos variable que ellos mismos, pueden los hombres introducir nuevas categorías que les permitan pensarse a sí mismos y, en esa misma medida, proyectarse a sí mismos hacia el futuro como seres más elevados en dignidad.

     

    Y bien, les repito la pregunta: ¿como pudieron los hombres alumbrar esa noción de hombre universal que es el presupuesto de la reclamación, para nosotros irrenunciable, de la igualdad de todos los seres humanos?

     

    Yo diría que es ésta:

     


     

    «fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María.

    Y entrando, le dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.»

    Ella se conturbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo.

    El ángel le dijo: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús.

    El será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin.»

    María respondió al ángel: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?»

    El ángel le respondió: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios. (…)

    Dijo María: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.» Y el ángel dejándola se fue.»

    [Lucas 1:26-38]

     

    O dicho en otros términos: hizo falta que naciera el hijo de un dios desligado de toda tribu, de todo territorio, de toda nación.

     

    Un Dios sin cuerpo ni sangre, ni imagen, ni material alguna. Uno, en suma, que fuera puro espíritu, es decir, pura palabra -¿acaso no es eso -la capacidad del habla- lo que iguala a todos los hombres más allá de sus infinitas diferencias de todo tipo?

     

    Y fue necesario que ese Dios, sin mediación alguna de varón

    -pues todo varón ha nacido en un determinado territorio, la suya es la sangre que ha recibido de sus padres, de su tribu, de su nación-

     

    penetrara a una mujer virgen para alumbrar en ella, en el interior de su seno -que desde que el Dios lo ha visitado ha quedado convertido en sagrado- a un Hijo de Dios.

     


     

    En la simbólica que así se configura, la mujer -esa virgen que no conocía varón- encarna el cuerpo, la materia, lo real.

     

    Frente a ella, lo que la alumbra, lo que alumbra una vida sagrada en su interior, no puede ser un hombre,

     


     

    sino una pura palabra capaz de redimir al hombre de lo real.

     

    Pues tal es lo que el Espíritu Santo nombra: la palabra misma que penetra a la mujer con la potencia de la más poderosa de las promesas: la de que su hijo poseerá la mayor dignidad, la de ser Hijo de Dios.

     


     

    Espero que no se les escapará a ustedes la nueva dimensión que con ello se abría en el universo del erotismo.

     

    Pues de pronto la palabra, en su pronunciación masculina y en su recepción femenina, en su capacidad para penetrar el oído de la mujer, alcanzaba una resonancia erótica que ya nunca habría de perder a lo largo de la historia de nuestra civilización.

     

    Lo masculino entonces, frente a esa dimensión femenina que la virgen encarna, queda a su vez escindido en dos figuras inseparables pero a la vez netamente diferenciadas: por una parte la palabra divina, por otra, el hombre real que permanece ahí, junto a la virgen sagrada, sabiendo que el hijo que ha nacido no es suyo, que no es su bien, por más que él sea su padre, por más, incluso, que él mismo haya participado en el asunto de su embarazo.

     

     

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