6. Madre, oreja, puerta

 

 


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La madre de Jeffrey y el terciopelo azul -Fetichismo

 


 

La cosa se lio cuando les llamaba la atención sobre el hecho de que esta mujer, la madre de Jeffrey, quien, por cierto, protagoniza el plano por ser la figura más centrada en él, es de una extrema frialdad, a pesar de que es a su propio hijo a quien se dirige:

 


 

Es un salón, por cierto, tan sobrecargado de objetos decorativos como oscuro.

 



•Jeffrey: I’m goin’ out for a while.


•Mrs. Beaumont: Do you want the car?

 

¿No les parece que hay algo de alucinado en su mirada? En todo caso, es un hecho que viste de azul.

 

Dato del todo relevante en una película que se llama Tercioopelo azul.

 

Alguien dijo entonces que sí, que viste de azul, pero que su vestido no es de terciopelo.

 

Cosa, por cierto, que yo reconocí de inmediato: ciertamente, nada hay de terciolelo en esta madre.

 

Pero, ¿qué quieren que les diga? eso no cambia el hecho de que viste de azul.

 

¿De qué azul? No, ciertamente, del azul del terciopelo del vestido-telón del comienzo del film.

 


 

No de ese sino …

 

¿de cual otro?

 



•Canción: Blue


 

Yo diría que de uno más parecido a éste.

 


 

Y observan ustedes que hay aquí también rosas, no rojas sino rosas, sobre la mesa, delante de la madre.

 

Les recordaba, por otra parte, que si hemos establecido cierta relación entre

 


 

el señor Beaumont

 


 

y Frank, como dos figuraciones extremas del padre, resulta obligado atender a sus respectivas parejas,

 


 

la señora Beaumont

 


 

y Dorothy como, a su vez, dos figuraciones extremas de la madre.

 

No hay duda, el azul terciopelo lo es de Dorothy -de hecho la estamos viendo ahora impregnada por él-

 


 

mientras que el azul celeste aparece asociado a la señora Beaumont.

 

El escándalo se produjo cuando les llamé la atención sobre las propiedades del terciopelo.

 

Y recuerden bien que les dije que no creía conveniente en ese momento hablarles de ello, que podría ser prematuro.

 

Fueron ustedes los que insistieron.

 

Pero volvamos a ello. Quiero decir, a las propiedades del terciopelo.

 

Como paso previo para hablar de ellas les hablé de las propiedades del visón y de otras pieles que han sido adorno tradicional de las mujeres.

 

Las pieles, que quieren que les diga, por su ser mismo, están más cerca -como incluso su nombre indica- de la piel y del pelo que de la tela.

 

Y el terciopelo puede ser situado, entonces, en algún lugar intermedio.

 

Tiene…

 

¿cómo decirlo? Un suplemento de textura que apunta hacia la carnalidad.

 

¿Damos un paso más? No hay duda

 


 

de que el trozo de terciopelo azul es el fetiche de Frank.

 


 

Y hasta qué punto.

 

Literalmente: aparece como la condición de su acceso sexual a Dorothy.

 

Y es que tal es el rasgo empírico mayor del fetichista: que solo puede abordar sexualmente a la mujer por la mediación del fetiche.

 

Cosa curiosa, ¿no les parece? Tan curiosa como un hecho empírico que cualquier sexólogo conoce: que el fetichismo, aunque puede darse en algunas, unas pocas, mujeres, es una conducta sexual que se da mayoritariamente entre los hombres.

 

¿Por qué? Deberán reconocerme que algo debe tener que ver con la diferente conformación de los genitales de uno y otro sexo.

 

Porque eso, los genitales de uno y otro sexo, que le vamos a hacer, no son iguales.

 

Es un hecho.

 

¿Les parece mal? No sé si hay una ventanilla en el lateral de la puerta del cielo donde los más contumaces negadores de la diferencia sexual pueden presentar reclamaciones por tamaño desafuero.

 

¿Qué piensan ustedes que no hay cielo? Pues entonces no se yo donde van a poder ir a quejarse.

 

En todo caso, para que entiendan mejor la conducta del fetichista, les diré que responde al pánico que genera en él la contemplación de los genitales femeninos.

 

De modo que, frente a ellos, el fetiche funciona como su peculiar salvaguarda.

 

Pero no nos alejemos más de la película.

 

Por lo demás, no tendremos más remedio que volver a esta temática cuando nos ocupemos de la escena que Jeffrey se ve impelido a contemplar en el apartamento de Dorothy.

 

Por ahora, solo añadiré un dato que tiene lo suyo de turbador.

 

¿Han notado la semejanza de tono

 


 

del azul claro que viste ahora a la madre

 


 

con el que investirá luego la figura Frank?

 

En pocos lugares como aquí se articula tan plásticamente la definición que diera Freud del fetiche como el falo (imaginario) de la madre.

 

Y hablando de la madre,

 


•Jeffrey: No, i’m just gonna walk around.

•Mrs. Beaumont: AII right.


•Aunt Barbara: You’re not going down by Lincoln, are you?

 

¿No les parece que este otro personaje femenino tan afectivo, la tía, acentúa por contraste la frialdad de la madre? Y tiene lo suyo de desazonante la mirada que la madre dirige ahora hacia ella.

 

 

 


Lincoln -No huelga decirlo

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•Jeffrey: No, just around the neighborhood. Don’t worry.

 

Y por el camino se ha puesto ya nombre al otro barrio, ese al que se espera que no se acerque Jeffrey, ese barrio que adivinamos ya sórdido y peligroso, tan opuesto a aquel en el que viven los personajes.

 


•Aunt Barbara: You’re not going down by Lincoln, are you?

 

¿Por qué ese nombre, Lincoln? Lincoln fue, como saben, el presidente de los Estados Unidos que abolió la esclavitud.

 

Pero no parece este mayor motivo por lo que a lo que sucede en el film se refiere.

 

¿Entonces? Avanzamos más si reconocemos que los americanos tienen a Lincoln como uno de los grandes padres de la patria.

 

Propiamente, como uno de sus padres fundadores.

 

Y, de entre estos, el más directamente asociado con la ley -era abogado y se dice que tenía un acendrado sentido de la justicia.

 

Pero aquí el barrio Lincoln aparece como todo lo contrario al reinado de la ley.

 

¿Entonces? Hay todavía otro rasgo notable de la vida de Lincoln: fue asesinado.

 

Y bien, entonces, la temática del asesinato del padre y la de la violación de su ley aflora de nuevo.

 


•Aunt Barbara: OK, honey.


 

La cámara, según Jeffrey sale de cuadro, se dirige, como suponemos que lo hacen las miradas de las dos mujeres, a la pantalla del televisor,

 


 

donde vemos los pies de un hombre que asciende por unas escaleras.

 

Se trata, huelga decirlo, del movimiento opuesto al que acaba de realizar Jeffrey cuando descendía de su habitación.

 

Les he dicho que huelga decirlo.

 

Pero por cuestiones de método debo retirar esta expresión de inmediato.

 

Decimos de algo que huelga decirlo cuando lo consideramos obvio para todos.

 

Pero eso no vale para el análisis textual, pues cuando damos algo por obvio es muy posible que con ello dejemos de ver más.

 

Por tanto: no huelga decirlo.

 

Es cuestión de método decirlo.

 

Y decirlo despacio para poder oirlo.

 

Y si por el momento no podemos añadir nada más, conviene que lo dejemos anotado, a la espera de que un nuevo elemento determine su valor.

 

Por cierto que lo que nos ocupa ahora es un buen ejemplo de ello.

 

¿Por qué?

 


 

Porque en esta película las escaleras conducen, constantemente, al apartamento de Dorothy.

 

 

 


Jeffrey, la oreja, y el fragor del mundo

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El mundo más cotidiano ha cobrado, para Jeffrey, el aspecto más inquietante.

 

Incluidos los padres de familia que sacan a pasear a sus perros al anochecer -demasiado grande él, demasiado pequeño su perrito- y que parecen haber quedado congelados, con sus gafas de sol tan negras como la misma noche.

 



 

Todo se ha vuelto enmarañado y oscuro para Jeffrey -este es el cuarto plano subjetivo de la película-, a la vez dotado de una acentuada e inquietante profundidad.

 

Tiene lugar entonces un en extremo notable encadenado:

 




 

La cámara se adentra en el interior del cuerpo atravesando los bordes de sus hendiduras de modo que este pierde su reconocibilidad y se descubre como un universo inmenso e insólito.

 

Les decía el otro día que el mismo Jeffrey era, en cierto modo, esa oreja cortada. Aquí tienen la confirmación literal de esta idea.

 


 

En la imagen misma tiene lugar una suerte de metamorfosis por la que él -y su interrogación- se convierte en la oreja que la designa.

 

Y, ciertamente, Jeffrey se abisma en el vacío interior que esa oreja localiza.

 

Emana, de ese interior, un fragor insoportable.

 

Un fragor que es prolongación directa del que invadía el mundo de Henry en Cabeza borradora -el primer largometraje de Lynch, de 1977- y que se manifestaba capaz de aniquilar toda conciencia si nada le ponía freno.

 

Por cierto, no estamos ante un solo encadenado, dado que hay dos, solo que mientras el primero es largo y bien visible, el segundo es breve y casi imperceptible.

 

Comienza aquí:

 



 

Y, de nuevo, negro.

 

Es evidente el motivo de este segundo encadenado esta vez invisible: el cineasta quería que el plano acabara en negro sin utilizar un fundido en negro, produciendo así la sensación de que la cámara se introduce -en el interior de esa oreja-, en lo más más oscuro.

 

Por lo demás, el cineasta ha reproducido el procedimiento con el que cerrara la escena del derrumbe del padre: según la cámara se abisma en el interior de la oreja, el ruido ensordecedor que se oye en ella tapa, hasta volverlo inaudible, al sonido de la música.

 

¿Qué es lo que hace tan inquietante este procedimiento? Yo diría que el hecho de confrontarnos con una pregunta como ésta:

 

¿Tiene música el mundo o la música viene a poner cierta armonía y modulación en un mundo que carece de ella? Y por cierto, no sé si lo saben, pero la música es algo esencial en la vida de Lynch, quien vive y rueda con ella.

 

¿Se trata entonces, en su caso, de una música destinada a cubrir con su armonía cierto fragor insoportable procedente del mundo real? Y aquí de nuevo se manifiesta la ambivalencia de Jeffrey: quiere saber de ello y a la vez intuye imprescindible ponerle freno.

 

 

 

 


Puerta y oreja

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Pues bien, vean lo que sigue y díganmente como se relaciona con lo que acabamos de analizar:

 


•Jeffrey: Hello. My name is Jeffrey Beaumont. Is Detective Williams here?


•Mrs. Williams: Oh’ yes. Yes’ Jeffrey ‘ come on in.

•Jeffrey: Thanks.



 

¿Qué les parece? ¿No encuetran cierta forma de oreja en esa puerta?

 

Quiero decir: el cineasta ha buscado una puerta cuya curva superior es semejante a la de la oreja, lo que se ve acentuado tanto por esa línea curva pero no cerrada de metal negro que la adorna, como por el hueco interior de sus cristales.

 

De modo que, como la cámara ha penetrado en el interior oscuro de una oreja, una puerta con forma de oreja -y de signo de interrogación- se abre ahora para Jeffrey.

 


 

Un lugar, pues, donde Jeffrey va a buscar respuestas para su interrogación.

 

Ese negro adorno metálico sugiere una flecha en dirección a la entrada.

 

Por lo demás, esa curva que les invito a percibir como la del signo de interrogación se repite en cascada, hasta cinco veces: en el arco del dintel de la puerta misma, en el de su adorno negro, y en su ventanita interior y en la contrapuerta exterior.

 

 

 


La oreja, la escena que falta y la pesadilla

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Supongo que se dan cuenta de que, a partir de aquí, según el film avanza, vamos entrando cada vez más profundamente en una pesadilla que gravita, toda ella, sobre la escena sexual más violenta y escabrosa.

 

Y a este propósito cabe preguntasrse: ¿qué puede tener que ver esa pesadilla con un padre derrumbado, con una madre erguida y fría como un témpano y con una oreja cortada? Es la oreja cortada de un padre.

 

Pero, por ser también la oreja de Jeffrey, es también la oreja de un adolescente, incluso la de un niño.

 

Permítanme, para responder a ello, una pregunta: ¿cuál es el sonido más turbador, en el espacio doméstico de la vida familiar, para un niño pequeño? Sin duda, el sonido del acto sexual de los padres.

 

Y bien, si eso es así, ¿cómo se manifiesta eso en esa gran tríada inicial del film constituida por el padre desfallecido, la madre hierática y la oreja cortada? Porque en esa casa familiar no se da ese sonido tan especial que si ustedes, aunque muy probablemente lo oyeron, no pueden recordar es porque se encuentra sumergido en su inconsciente.

 

Como les digo, ese sonido no se da aquí.

 

¿No era algo de eso lo que podía leerse en la queja que encerraba esa cita de Lynch en la que nos hemos detenido ya?:

 

«Según mis recuerdos, tuve una infancia feliz, sin demasiados problemas. Pero los chicos tienen los sentidos particularmente alertas, los ojos muy abiertos, las orejas muy atentas, y el mundo les manda una catarata de informaciones y sensaciones… Los chicos perciben las cosas de manera muy fuerte, pero tienen también una imaginación que puede amplificar los acontecimientos más insignificantes, los detalles más ínfimos. Agrandado por la imaginación de un niño, un pequeño acontecimiento puede convertirse en la más bella o la más horrible de las historias. Cuando era chico esta percepción de las cosas podía ser formidable, pero, al mismo tiempo, turbadora e inquietante. Por ejemplo, poder entrar a una casa y, sin buscar nada en particular, sin imaginarte nada de nada, sentir que hay algo raro en esa casa. Como una nube malvada que flota en el aire y te indica de manera confusa que en esa casa algo anda mal. Hay gente adulta, todo parece normal, pero sientes que hay algo escondido, que en la casa reina un cierto malestar subterráneo que los que viven ahí no quieren que los demás vean… En mi casa todo era muy tranquilo, muy normal. Mis padres nunca se pelearon, hasta tal punto que a veces hasta me habría gustado que se pelearan un poco, que hubiera en la casa un poco de movimiento. Pero jamás pasó nada. Nuestra casa era un lugar sólido, estable, tranquilizador

[David Lynch]

 

 

Podría faltar ese movimiento: el del acto sexual de los padres -tan parecido muchas veces para el niño a una pelea-.

 

Y falta, por tanto, el ruido que lo acompaña.

 

Si algo confirma esto que quizás les parezca demasiado especulativo, es precisamente el hecho de que se sigua de ello la inmersión progresiva en una pesadilla.

 

Y no en cualquier pesadilla, sino en una que gravita precisamente sobre esa escena cuyo sonido falta y que por eso falta como escena.

 

A propósito de todo ello, conviene hacer el señalamiento de algo que escapa a la conciencia del espectador del film, pero que actúa decididamente sobre él: cuando llegue esa escena, si el ojo, fascinado por su visión, de Jeffrey estará en el centro de la imagen, su oreja, en ese gran primer plano, acabará desplazándolo de ese lugar.

 

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