11. La castración

 

 

 

 

 

 

Jesús González Requena
Psicoanálisis y Análisis Textual, 2019
sesión del 2019-10-18 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2020

 

 

 

 

 

 

 

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Álgebra hitchcockiana: orden inverso

 


Para poder desarrollar en profundidad esa dialéctica -la de la figura y el fondo que es también la de lo imaginario y lo real-, conviene que volvamos a esa estructura común en la que se inscribían los dos primeros planos subjetivos de la película.

 


 

Notable, les decía, el álgebra hitchcockiana.

 

Vimos hasta qué punto ambas cadenas se superponían, aunque, eso sí, en orden inverso.

 

Como les decía, en el caso de la mujer es la interpelación erótica la que precede al avistamiento de los pájaros, y ésta emerge como una interrogación, mientras que, en el caso del hombre, en cambio, el avistamiento del pájaro es anterior a la interpelación erótica, en ausencia de toda interrogación.

 

 


Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica

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Pues bien, ¿qué les parece si les digo que esta relación inversa corresponde bien a esta otra?:

 

«En cuanto al nexo entre complejo de Edipo y complejo de castración, se establece una oposición fundamental entre los dos sexos. Mientras que el complejo de Edipo del varón se va al fundamento debido al complejo de castración, el de la niña es posibilitado e introducido por este último. Esta contradicción se esclarece si se reflexiona en que el complejo de castración produce en cada caso efectos en el sentido de su contenido: inhibidores y limitadores de la masculinidad, y promotores de la feminidad. La diferencia entre varón y mujer en cuanto a esta pieza del desarrollo sexual es una comprensible consecuencia de la diversidad anatómica de los genitales y de la situación psíquica enlazada con ella; corresponde al distingo entre castración consumada y mera amenaza de castración.»

[Freud, Sigmund: (1925) Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos, p. 275]

 

Entiendan aquí el complejo de Edipo en su sentido más estricto, es decir, como esa fase en la que el niño desea a la madre y rivaliza con el padre y en la que la niña desea al padre y rivaliza con la madre.

 

Pues bien, afirma Freud que el complejo de Edipo del varón acaba con la llegada del complejo de castración, mientras que, inversamente, el de la niña comienza con él.

 

Puede parecerles que lo único en común entre esto y los dos planos subjetivos que nos ocupan es la inversión misma, pero que nada habría en común por lo que se refiere al contenido de lo invertido en uno y otro texto.

 

Y sin embargo…

 

¿Qué sucedería si ensayáramos a poner a los pájaros en el lugar de la castración? Doy por hecho que, en principio, la cosa les parecerá forzada.

 

Solo les pido que ensayen. Y recuerden lo que tantas veces dijo Freud, que a veces el que algo parezca forzado es producto de una resistencia por parte de la conciencia. De modo que la única manera de saber si es o no así consiste en seguir hacia adelante, para averiguar si eso, finalmente, llega a algún sitio.

 

Hay, al menos, un elemento sobre el que soportar esa relación: los pájaros en el film son una fuente de horror, como lo es la castración, nos dice Freud, para el varón.

 

Pero antes de proseguir esta línea de exploración, familiarícense un poco más con la temática de la castración:

 

«la niña pequeña (…) nota el pene de un hermano o un compañerito de juegos, pene bien visible y de notable tamaño, y al punto lo discierne como el correspondiente, superior, de su propio órgano, pequeño y escondido; a partir de ahí cae víctima de la envidia del pene.

«He aquí una interesante oposición en la conducta de ambos sexos: en el caso análogo, cuando el varoncito ve por primera vez la región genital de la niña, se muestra irresoluto, poco interesado al principio; no ve nada, o desmiente su percepción (…) Sólo más tarde, después que cobró influencia sobre él una amenaza de castración, aquella observación se le volverá significativa; su recuerdo o renovación mueve en él una temible tormenta afectiva, y lo somete a la creencia en la efectividad de la amenaza que hasta entonces había echado a risa. Dos reacciones resultarán de ese encuentro (…) que (…) determinarán duraderamente su relación con la mujer: horror frente a la criatura mutilada, o menosprecio triunfalista hacia ella. (…)

«Nada de eso ocurre a la niña pequeña. En el acto se forma su juicio y su decisión. Ha visto eso, sabe que no lo tiene, y quiere tenerlo.

[Freud, Sigmund: (1925) Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos, p. 270-271]

 

 


La envidia del pene

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Es posible que a algunos de ustedes les parezca inaceptable esa envidia del pene inicial que Freud describe.

 

Para que se familiaricen con su plausibilidad les daré un par de entradas diferentes.

 

La primera: piensen en dos hermanitos pequeños, da igual de que sexo, pero que se lleven poca diferencia de edad.

 

Quien más y quien menos sabe que no puede presentarse en el cumpleaños de uno de ellos con solo un regalo para éste; que deberá llevar dos para evitar que el otro experimente el desconsuelo insoportable de no recibir nada cuando su hermanito reciba su regalo.

 

La segunda entrada es un pequeño experimento.

 

Cojan algo que no valga gran cosa, incluso nada, qué se yo, una simple chapa, por ejemplo, y ténganla en sus manos durante un breve tiempo delante de esos dos mismos niños pequeños, dejándoles ver, con su actitud, que eso que tienen en las manos es algo que les interesa.

 

Luego dénsela a uno de ellos. Pueden estar seguros de que, de inmediato, el otro se verá asaltado por una intensa envidia, considerará ese objeto como maravilloso y hará todo lo posible por arrebatárselo a su hermanito.

 

Más exactamente: si es el mayor, es decir, si dispone de la fuerza suficiente, se lo arrebatará sin duda. Y si no dispone de ella se sentirá infinitamente maltratado y desposeído.

 

¿Se van dando cuenta? A lo que hay que añadir, qué quieren que les diga, que por más que en nuestra sociedad moderna se haya puesto de moda hablar con desprecio del pene, vale más que una chapa.

 

No me detendré ahora en ese desprecio, solo les llamaré la atención sobre el hecho de que correlaciona con la extrema crisis de natalidad que padecen las sociedades desarrolladas, así la nuestra, en la que, en los últimos años muere más gente que la que nace.

 

 

 

 


El pene y el deseo de la madre

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En lo que sí me detendré, en cambio, es en llamarles la atención sobre un hecho que explica muy bien el valor que el pene obtiene tanto para el niño como para la niña en la llamada fase fálica y en el que, sorprendentemente, no parece reparar Freud.

 

Pues, como acaban de ver en las citas que les he presentado, Freud examina el asunto desde el punto e vista del niño y de la niña en tanto constatan lo que, anatómicamente, tienen o no tienen.

 

Sin embargo, no atiende a lo que en mi opinión da al pene, tanto para el niño como para la niña, todo su valor.

 

Me refiero al hecho de que éste, antes y por encima de ser algo que está o no está en la anatomía del niño, es algo que queda marcado para él como aquello que la madre desea -claro está, sí, y solo si lo desea realmente.

 

Permítanme que me detenga en la descripción del contexto en el que eso sucede.

 

Para ello es necesario remontarse algo en el tiempo. En el principio, el niño nada sabe de lo que tiene o no tiene, sencillamente porque carece de yo, de imagen de sí.

 

¿Cómo nace esa imagen, la imagen de sí, de su yo? La toma del otro. Pero cuidado, no confundan esto con la llamada fase del espejo de Jacques Lacan, según la cual el niño obtendría la imagen de su yo tomándola, entre los seis y los ocho meses, de su imagen en el espejo tanto como de la de los otros niños de su edad.

 

Para nada es así. No es que la fase del espejo no exista: ciertamente existe y se da en ese periodo, como había establecido un notable psicólogo cognitivo, Henri Wallon, de quien Lacan la tomó, vía plagio, es decir, sin reconocer su origen.

 

Que puedo decirles: eso, el plagio, en los últimos tiempos, está muy de moda.

 

En mi opinión, el motivo de la estigmatización que hizo Lacan de la psicología cognitiva obedece, en lo fundamental, a su obsesión por borrar las huellas de ese plagio. Lacan quería ser famoso, a toda costa. Y sabía que Freud se había hecho famoso con sus fases -ya saben: oral, anal, fálica y genital-, como luego Melanie Klein lo había logrado con las suyas -esquizo-paranoide, y depresiva.

 

De modo que él, para situarse en el panteón del psicoanálisis, necesitaba la suya propia. Se la robó a Wallon.

 

El caso es que todo indica que había leído más y mejor a Wallon que a Freud, hasta el punto de que ignoraba, cuando afirmó que el yo nacía en la fase del espejo, que Freud había localizado ese nacimiento mucho antes.

 

Para Freud había, antes de alcanzar esa fase, un yo-placer que se constituía por introyección -es decir, por incorporación- de toda fuente de placer y por expulsión de todo lo que constituía motivo de displacer.

 

Y bien: la primera fuente de placer es, sin duda, el pecho materno. Y, por extensión, la imagen total de la madre.

 

Así, frente a la angustia de desintegración que experimenta el bebé en su ausencia, reencuentra la calma y el placer con su retorno.

 

De modo que, cuando ella está, hay una primera imago en la que el yo se reconoce. Cuando no está, en cambio, retorna la angustia de desintegración.

 

Les invito a ver en ello la dialéctica del fondo

 


 

y la figura

 


 

tal y como se la he descrito a ustedes hace un momento.

 

Y les invito también a llamar Imago Primordial a esa imagen en la que el yo se reconoce por primera vez, porque, aunque está sustentada por la madre real, es sin embargo vivida por el niño como una figura omnipotente -lo que hace de ella, bien evidentemente, una figura imaginaria.

 

Ella es entonces, para el niño, todo: la omnipotencia misma a la que nada puede faltarle. Y por tanto el soporte del primario narcisismo infantil.

 

Imagínense ahora la angustia con la que el niño -y sigo utilizando este término de modo genérico, designando tanto a las niñas como a los varoncitos- descubre un buen día que esa figura omnipotente se manifiesta de pronto carente, es decir, deseante.

 

Así le sucede cuando constata que ella aparta de él su mirada para dirigirla hacia un tercero que desde ese momento queda investido, para el niño, con su deseo.

 

En la misma medida en que así hace, necesariamente, cae de su omnipotencia, pues se descubre como un ser deseante y, en esa misma medida, carente.

 

¿Qué aparece entonces, tanto para el niño como para la niña, como el motivo de su deseo? Sin duda: el pene, cuyo prestigio, entonces, se descubre esencialmente dependiente del deseo de la madre.

 

La contrapartida de ese prestigio es, deben haberlo adivinado ya, el desprestigio de esa persona, la madre, que hasta ahora era percibida como la imago primordial.

 

Pues ella carece, precisamente, de eso. Y en el lugar de eso que no tiene, además, aparece algo, a modo de hendidura, que se abre hacia el interior del cuerpo.

 

No tienen más que echar un vistazo al cine de terror postclásico para constatar que el interior del cuerpo aparece siempre, más tarde o más temprano, como el fondo de todos los horrores.

 

 


El niño y niña ante la castración

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Creo que estamos ya en condiciones de proseguir nuestra exploración de este texto de Freud:

 

«la niña pequeña (…) nota el pene de un hermano o un compañerito de juegos, pene bien visible y de notable tamaño, y al punto lo discierne como el correspondiente, superior, de su propio órgano, pequeño y escondido; a partir de ahí cae víctima de la envidia del pene.

«He aquí una interesante oposición en la conducta de ambos sexos: en el caso análogo, cuando el varoncito ve por primera vez la región genital de la niña, se muestra irresoluto, poco interesado al principio; no ve nada, o desmiente su percepción (…) Sólo más tarde, después que cobró influencia sobre él una amenaza de castración, aquella observación se le volverá significativa; su recuerdo o renovación mueve en él una temible tormenta afectiva, y lo somete a la creencia en la efectividad de la amenaza que hasta entonces había echado a risa. Dos reacciones resultarán de ese encuentro (…) que (…) determinarán duraderamente su relación con la mujer: horror frente a la criatura mutilada, o menosprecio triunfalista hacia ella. (…)

«Nada de eso ocurre a la niña pequeña. En el acto se forma su juicio y su decisión. Ha visto eso, sabe que no lo tiene, y quiere tenerlo.

[Freud, Sigmund: (1925) Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos, p. 270-271]

 

Frente a la envidia del pene en la niña, el niño tiende, en un primer momento, a descartar su percepción –no ve nada, o desmiente su percepción-, es decir, a ignorarla. Pero luego, cuando ésta se le impone cono un hecho insoslayable, acaba viviéndola como una temible tormenta afectiva, cuyo color emocional, dirá Freud en muchos otros de sus textos, será el de la angustia –angustia de castración.

 

Con ella se pone fin, en el niño, al Edipo: en aras a preservar eso tan valioso que él tiene, renuncia a la madre y se identifica con el padre y su ley.

 

Comienza así su fase de lantencia. A lo que hay que añadir que, como efecto de esa angustia enterrada, quedan esos dos rasgos que acompañarán su relación futura con la mujer: el horror ante los genitales femeninos percibidos como la realidad de la castración y el menosprecio triunfalista -es decir: narcisista- hacia quien la padece.

 

En la niña, en cambio, no hay angustia de castración, sino saber de la castración consumada -en el acto se forma su juicio y su decisión. Ha visto eso, sabe que no lo tiene, y quiere tenerlo-, lo que habrá de orientar de manera inequívoca, piensa Freud, el deseo femenino.

 

Tienen en este texto otra confirmación de hasta que punto, como les decía el otro día, es falsa esa afirmación lacaniana sobre el enigma del deseo de la mujer. El enunciado freudiano es del todo contundente: ella ha visto eso, sabe que no lo tiene, y quiere tenerlo.

 

Por el contrario, el auténtico enigma para Freud, habrán tenido ocasión de leerlo en mi sesión sobre el fetichismo, es el del deseo del hombre y cobra esta forma: ¿como es posible que el varón desee a la mujer si ella es la encarnación misma de la castración?

 

«Probablemente a ninguna persona del sexo masculino le es ahorrado el terror a la castración al ver los genitales femeninos. ¿Por qué algunos se vuelven homosexuales a consecuencia de esa impresión, otros se defienden de ella creando un fetiche y la inmensa mayoría la supera? He ahí algo que por cierto no sabemos explicar.»

[Freud: (1927) El fetichismo]

 

De aquí mi fórmula -que por lo demás simplemente he deducido de lo que se encuentra en la mejor tradición de los relatos clásicos-, según la cual sólo un héroe está a la altura del deseo de la mujer.

 

Como ven, es del todo coherente con la afirmación de Freud que acabo de presentarles, por más que él aquí no utilice la palabra héroe. Porque es un hecho que lo que se está preguntando es, ¿cómo es posible que haya tantos héroes? Porque solo un héroe es capaz de afrontar la castración que ella encarna.

 

Permítanme que simplifique, para hacerles ver el núcleo del asunto: la mujer quiere la promesa de que, cuando llegue la hora de la verdad, él no saldrá huyendo.

 

 

 

 


El varón no está castrado

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Una última cosa a propósito del complejo de castración tal y como es pensado por Freud.

 

Casi huelga, dado lo ya dicho, pero es posible que, a pesar de ello, cierta redundancia pueda resultar todavía necesaria.

 

Se trata de llamarles la atención sobre cierta confusión presente en el discurso de demasiados psicoanalistas contemporáneos -y de la que, hasta donde se me alcanza, Lacan fue el principal promotor. Me refiero a esa que afirma que tanto el varón como la mujer están castrados.

 

Creo que es una concesión irresponsable al discurso feminista hoy dominante, que ha hecho de la igualdad, es decir, de la indiferencia sexual, su bandera.

 

No entiendan esto como una objeción general al feminismo, pues hubo un tiempo, en los comienzos de ese movimiento, en que las feministas reclamaban la igualdad jurídica sin por ello objetar, como sucede hoy mayoritariamente, la desigualdad -es decir: la diferencia- simbólica.

 

Por el contrario: a la vez que reclamaban el acceso en condiciones de igualdad al espacio social, reivindicaban -en vez de repudiar- su feminidad.

 

En todo caso, jamás habló Freud de castración en el varón.

 

Quiero decir: para él, el hecho de que tanto el varón como la mujer fueran golpeados por la realidad de la castración no le condujo nunca a afirmar que ambos sexos devinieran castrados.

 

Lo han leído ya con anterioridad, pero conviene que lo hagan de nuevo:

 

«En cuanto al nexo entre complejo de Edipo y complejo de castración, se establece una oposición fundamental entre los dos sexos. Mientras que el complejo de Edipo del varón se va al fundamento debido al complejo de castración, el de la niña es posibilitado e introducido por este último. Esta contradicción se esclarece si se reflexiona en que el complejo de castración produce en cada caso efectos en el sentido de su contenido: inhibidores y limitadores de la masculinidad, y promotores de la feminidad. La diferencia entre varón y mujer en cuanto a esta pieza del desarrollo sexual es una comprensible consecuencia de la diversidad anatómica de los genitales y de la situación psíquica enlazada con ella; corresponde al distingo entre castración consumada y mera amenaza de castración.»

[Freud, Sigmund: (1925) Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos, p. 275]

 

Como ven, Freud distingue con absoluta nitidez entre castración consumada
y mera amenaza de castración.

 

 


Castración: carencia + acto

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Seguramente se preguntarán porqué insiste Freud en llamar castración a esa condición de la genitalidad femenina que se caracteriza por la ausencia de pene, cuando la palabra castración designa no solo una carencia sino, a la vez, un acto violento que la provoca.

 

Han debido leer ya la explicación de ello en mi sesión sobre el fetichismo. El motivo de Freud tiene que ver con el punto de vista del niño -vuelvo de nuevo al uso genérico del término- ante la escena primordial.

 

El niño percibe el acto sexual de los padres como una agresión.

 

Como una agresión en la que el padre castra a la madre dando así sentido a los gemidos del goce que de ella proceden.

 

¿Les parece esto chocante?

 

No lo es tanto si atienden al hecho de que, hasta entonces, la madre era vista como esa omnipotencia que era la de la imago primordial a la que nada podría faltarle.

 

Solo añadiré que tal es la escena primaria canónica. Pero que es posible que el niño la viva de otra manera, es decir, invertida.

 

Concretamente: es posible que la viva como una aniquilación del padre por la madre. En tal caso, la omnipotencia de la imago primordial permanecería para siempre tan incólume como aplastante para el niño.

 

Tal es, en mi opinión, lo que sucede en la psicosis, como he argumentado detenidamente en el capitulo final de mi libro Escenas fantasmáticas.

 

Y tal es lo que encontraremos en el centro mismo de Los pájaros, manifiesto en la más precisa de las imágenes:

 




 

 

 

 

 


la diferencia mayor: la interrogación de Melanie

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Retornemos pues al film.

 


 

Debemos anotar ahora lo que constituye, más allá de esa disposición invertida, la diferencia mayor.

 

Se trata nuevamente de algo que comenzamos a señalar el otro día, aunque no sacáramos de ello todas sus consecuencias.

 

La pregunta de Melanie se insertaba

 


 

en el interior de un circuito netamente femenino, en el territorio de ese nosotras en el que, como les decía, y a pesar de la actual ingeniería de la neolengua, no tienen cabida los varones.

 

Y, en el interior de ese circuito, cobraba la forma de una interrogación, para nada de una demanda.

 

Pues el que pide algo, sabe, o al menos cree saber, lo que pide. Por eso el pedido, la demanda, es transitiva: yo quiero X, por ejemplo, un pájaro Miná.

 

El que se interroga, en cambio, no sabe y acepta no saber.

 

Así, la interrogación no es transitiva, sino intransitiva y, como acaban de escuchar, reflexiva: alguien se interroga, de modo que la interrogación afecta siempre a ese se que aparece ahí como un sí mismo.

 

Y bien Mitch, en cambio, demanda.

 

Vimos que también Melanie lo hacía, pero ciertamente no allí donde se interrogaba, sino donde formulaba la reclamación de su deseo.

 

De modo que debemos remodelar el esquema para hacer visible la diferencia más notable.

 


 

Aquí lo tienen: en el circuito de él no aparece la interrogación que es, sin embargo, el punto de llegada del de ella.

 

Y bien, atiendan ahora a la columna de la derecha, la de Mitch.

 

Les he sugerido ya que ese primer contacto visual con el pájaro negro encerrado en la jaula dorada tiene que ver con el primer atisbo de la amenaza de castración. Me dirán sin embargo que no hay angustia en él.

 

Yo diría más bien que hay ahí una angustia olvidada, pues no es menos cierto que está presente esa sombra que oscurece su rostro cuando se ve confrontado con el animal.

 

A continuación, desvía su mirada del ensombrecedor pájaro negro y su rostro se ilumina en la misma medida en que ve ante él a esa bella mujer.

 

Ciertamente, no hay inscripción alguna de la fase de latencia.

 

Por el contrario, la mirada de él corresponde a la del temprano adolescente de la columna de la izquierda -y recuerden, por cierto, que hemos vinculado su suspensión de la palabra con el silbido de aquel.

 

Les sugiero entonces esta idea: que la doble articulación de la columna de la derecha corresponde a la presentación de las dos caras que la mujer presenta para el hombre: la de quien encarna la castración y la de quien encarna al objeto del deseo.

 

Dos caras, desde luego, en extremo contradictorias.

 

El caso es que el final de la columna de la derecha nos conduce al comienzo de la de la izquierda, la de la mujer.

 

Ella, en tanto mujer, se ve admirada, deseada, interpelada como encarnación del deseo del hombre.

 

Y, sin embargo, ella sabe que está relacionada con un vacío radical, tal y como se manifiesta en su plano subjetivo en tanto este es, en lo esencial, un plano vacío.

 

 

 


Sacerdotisa

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Y este es su problema: que no es ese vacío lo que el varón quiere.

 

Pues, recuérdenlo, el varoncito, como la niña, han seguido la mirada deseante de la madre hasta el pene del padre con lo que éste ha quedado constituido desde entonces como el paradigma de lo deseable -¿acaso no quiere todo el mundo tener el mando a distancia? ¿o un teléfono inteligente?

 

La mujer, desde el saber de lo real que su castración le concede, sabe que no tiene lo que el hombre -como ella misma- desea.

 

¿Qué hace entonces? Qué hace entonces en tanto mujer femenina?

 

Ponerlo en escena.

 

Ponerlo en escena para así guiar al hombre.

 

Y bien, si el falo es lo que hace figura para el deseo, ella querrá tener la mejor figura, estará dispuesta incluso, para lograrlo, a subirse a los más altos zapatos de tacón.

 

Quiero decir: aceptará fetichizarse, para así guiar al varón hacia el acto sexual.

 

Ese es el motivo por el cual, si el erotismo es la institución principal de la cultura, la mujer comparece, en esa institución, como su sacerdotisa.

 

¿Lo dudan? Despejaremos esas dudas prosiguiendo el análisis.

 

 

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