Realidad, Representación, Relato

 

 

 

 

 


La metáfora del fin del mundo -la realidad y lo real

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Hubiera querido pedirles, para que pudieran comprender mejor las cosas de las que quiero hablarles, que suspendieran todas las certezas que poseen sobre la realidad que les rodea.

 

Pero sé que eso es mucho pedir. Pues nada necesitan, nada necesitamos tanto, como una realidad en la que habitar.

 

Nos aferramos a ella, no podemos permitirnos ponerla en duda.

 

De manera que, por una vía muy rápida, voy a tratar de ponerles en contacto con una experiencia de esa índole.

 

¿Qué mejor, para ello, que el arte, ese que es el espacio por antonomasia de la representación?

 

 


 

Ven un bosque rodeado de un césped bien cuidado, y sobre todo, en primer término, una estructura, todo lo elemental que ustedes quieran, pero, en cuanto tal, de inequívoca manufactura humana.

 

Se trata, por lo demás, de algo tan significativo como la estructura elemental de la morada y por eso, en su desnudez, hace especialmente visible hasta que punto toda morada es un texto, en la medida en que sus materiales están sometidos a un orden discursivo que establece y hace operativas sus funciones.

 

Como no es menos texto ese bosque rodeado de cesped bien cortado del que sin duda ha sido extirpada toda maleza.

 

Es pues, en suma, una buena imagen de la realidad. Pero, bien poco después, esa realidad eclosiona:

 

 






 

Ahora ya no hay realidad.

 

Pero lo real sigue ahí.

 

Aunque quizás lo perciban mejor así:

 


 

Pues no es de la nada -esa abstracción tan querida de los filósofos- de lo que les hablo.

 

Les hablo de lo real.

 

Así pues:

 


 

La realidad

 


 

y lo real.

 

 

Aunque sería más exacto presentarlo así:

 



 

pues lo real es el fondo que toda realidad vela.

 

 

Sin duda, la del fin del mundo es una de las mejores metáforas para hablar de la realidad y de lo real.

 

Y lo es porque, además de una metáfora, es una posibilidad bien real.

 

Podemos hablar de la realidad y decir que es nuestra, pero no podemos hablar de nuestro real, porque lo real no es ni puede ser nuestro.

 

De ahí ese lo -el artículo neutro- que ciñe lo real.

 

De hecho, el género neutro -que propiamente es un no género, no lo pierdan de vista- es, en la lengua española, la vía más rápida para localizar lo real.

 

Lo real es eso que no hace realidad para nosotros.

 

Ese territorio al que la mitología llamaba caos y la ciencia moderna entropía.

 

¿Y la realidad? La realidad es algo cuya mejor metáfora es el Arca de Noé.

 


 

La realidad, es decir, la cultura, el conjunto de textos que la conforman, es una gran arca con la que surcamos el caos de lo real o, si ustedes prefieren, con la que tratamos de contener la disolución de nuestro mundo en la sopa anómica de la entropía.

 

 

 


El psicótico y la realidad intersubjetiva

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Les hablaba del fin del mundo y ello ha podido parecerles un asunto demasiado lejano. Pero no pierdan de vista que puede ser también uno extraordinariamente próximo, con solo declinarlo en el plano individual.

 

Así por ejemplo, ¿no es la vivencia agónica del fin del mundo una experiencia inmediata de muchos psicóticos?

 

Y de hecho así sucede ya en Melancholia (Lars von Trier, 2011), el film al que pertenecen las imágenes que acabo de presentarles, y en el que todo se organiza en torno a la psicosis de su protagonista.

 

 

De hecho, nada hay tan revelador a propósito de la diferencia conceptual de la que les hablo -la que distingue la realidad de lo real- como la experiencia misma de la psicosis.

 

Pues para el psicótico es un dato de experiencia algo que nosotros tratamos de ignorar: que la realidad es intersubjetiva, que su tejido es el lel lenguaje, el del conjunto de los códigos y de los textos de los que disponemos.

 

Y lo sabe porque, aunque lo percibe y reconoce, no puede localizarse en ese tejido. No encuentra en él certeza alguna.

 

Sus certezas -eso que llamamos sus alucinaciones y sus delirios- están todas ellas -y él lo sabe demasiado bien- fuera de la realidad de los otros.

 

De modo que la mirada del psicótico nos permite aislar el orden semiótico que configura la realidad, pues de hecho es sólo eso, ese ordenamiento, lo que de ella puede percibir.

 

 

 


El mapa y la ciudad

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Les propondré otra metáfora:

 

 


 

piensen en el mapa de una ciudad como el orden semiótico que les permite pensar esa ciudad y desplazarse por ella.

 

No hay duda del ser semiótico del mapa: consiste en un conjunto de signos icónicos desplegados sobre una superficie plana que les permite a ustedes desplazarse por una ciudad que no conocen. -Si para desplazarse por la ciudad en la que viven no necesitan un mapa de papel, o un navegador incorporado a su móvil, es porque lo tienen incorporando en su mente.

 

Eso es pues, de manera simplificada, el orden semiótico: un conjunto de signos que revisten la realidad volviéndola legible.

 

Más allá del mapa está lo real mismo de la ciudad, que es en sí mismo refractario a los signos del mapa.

 


 

Aunque, para hablar de lo real. esta imagen puede todavía confundirles, tan icónicas nos resultan esas calles y esos edificios bien trazados por el orden de la geometría.

 

Para que empiecen a palpar lo real en serio es necesario descender más.

 


 

Pues bien, la realidad de cada uno de ustedes es una combinación de ambas cosas, dado que poseen el mapa que les permite desplazarse por la ciudad, a la vez que ciertos locus de ese mapa están, para ustedes, cargados de experiencia.

 

Y la experiencia lo es siempre de lo real.

 

Por eso saben que lo que esos locus significan para ustedes es algo que les resulta imposible comunicar a los otros.

 

Solo poseen dos vías para intentar hacerles saber algo de ello.

 


 


 

O bien llevarles allí, para ligarles a su experiencia de esos lugares, o bien recurrir al arte, creando representaciones que poder ofrecerles.

 

Ahora permítanme que les llame la atención sobre la condición de la utilidad del mapa.

 


 

De hecho la han experimentado necesariamente cuando, con su sola ayuda, visitaban por primera vez una ciudad todavía desconocida.

 

Necesitaban entonces que alguien, siquiera el conserje del hotel, trazara una cruz en su mapa que les permitiera inscribir en él el lugar donde ustedes se encontraban en ese momento.

 


 

Solo entonces ustedes podían inscribirse en ese mapa, localizarse en él, sentirse, en él, sujetos.

 

Solo entonces ciertos trayectos -y donde digo trayectos pueden poner ustedes, también, relatos- comienzan a ser posibles.

 

 


El psicótico vs. el sujeto

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Proyectando ahora nuestra metáfora del mapa sobre la experiencia del psicótico podríamos decir que éste, si bien posee el mapa de la ciudad, no puede localizarse en él.

 

A diferencia de lo que nos sucede a nosotros, que percibimos la ciudad tal y como el mapa la ordena -por eso podemos compartirla unos con otros- él, en cambio, experimenta una ciudad que nada tiene en común con el mapa.

 

El psicótico no puede localizarse en el mapa de la realidad intersubjetiva, y por eso no puede sujetarse a él.

 

Su yo, fragmentado, carece de anclaje, no está sujeto y, por eso, en rigor, no es sujeto. Face to face -Ingmar Bergman, 1976- describe ese estado con gran precisión.

 

 


•Jenny: ¿Crees que estoy emocionalmente lisiada de por vida?


•Jenny: ¿Crees que hay un ejército de un millón de personas emocionalmente lisiadas,


•Jenny: pobres diablos que deambulan, gritándose unos a otros, con palabras que no comprendemos y que hacen que tengamos más miedo aún?

 

Podríamos decir entonces que el psicótico es lo otro de lo que la sociocrítica entiende como sujeto. Pues para ésta, un sujeto es alguien que, en rigor, nace y habita en los textos, a la vez que se ve sometido a las contradicciones que contienen.

 

El psicótico, en cambio, es, por el contrario, alguien que no

puede sujetarse a los textos que conforman e interconectan a los sujetos que le rodean.

 

 

 

 


Alienación, desrealización, crisis del lenguaje

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Observen que no he utilizado la expresión sujeto psicótico, sino que he optado por oponer al yo no sujeto del psicótico el sujeto -cualesquiera de los tipos de sujetos- que la sociocrítica estudia.

 

Ello puede ser una vía útil para abordar el profundo malestar que afecta a la subjetividad en nuestro Occidente contemporáneo.

 

Me refiero a cierta extendida vivencia de alienación que se manifiesta en la sensación de que la realidad que nos rodea está hueca, como huecas resultan las palabras que poseemos para nombrarla.

 

 


•Tomas: Ojalá que alguien o algo me golpee, así puedo volverme real.


•Tomas: Lo repito una y otra vez, ojalá que un día yo sea real.


•Jenny: ¿Qué quieres decir por “real”?


•Tomas: Escuchar una voz humana y confiar que proviene de un humano que está hecho como yo…


•Tomas: Tocar un par de labios y al mismo tiempo, saber que realmente es un par de labios.


•Tomas: No tener que pasar por ese horrible momento que necesito, según mi experiencia, para confirmar que lo que he sentido es realmente un par de labios.

 

Es ésta desde luego una vivencia diferente a la del psicótico, de quien les decía hace un momento que habitaba una ciudad imposible, carente de mapa.

 

La alienación de la que les hablo ahora es en cambio la de alguien que puede localizarse en el mapa, pero que a la vez percibe la ciudad tan hueca como el mapa mismo.

 

 


 

Se vive irreal, como irreal vive lo que le rodea tanto como las palabras que debieran permitirle ceñirlo.

 

Todo, entonces, se manifiesta para él carente de vigor y verdad, es decir, vacío de sentido.

 

Lo que corresponde bien, en el campo del pensamiento, a lo que unos dan en llamar los tiempos de la deconstrucción y otros la era del lenguaje.

 

Se trata del punto de llegada de una senda del pensamiento que, en plena apoteosis racionalista de la ilustración, se inició con la crítica de la razón pura de Kant y que encontraría su punto de llegada en la crítica del lenguaje nietzscheana.

 

En ella, el lenguaje se ha vuelto sospechoso: una máscara de lo real constituida de palabras que no serían más que, finalmente, un conjunto de metáforas encubridoras.

 

Les he señalado la diferencia entre esta alienación y la vivencia del psicótico, pues éste vive una ciudad que nada tiene que ver con la del mapa y que está llena de sentidos a la vez bizarros e insoportables -propiamente siniestros.

 


 

Ahora bien, la alienación que les describo ahora no se encuentra tan lejos de aquella, pues en cualquier momento, cualquiera de esos signos huecos del mapa puede convertirse en una puerta abierta a la ciudad de la psicosis.

 

¿Acaso no fue ese, por otra parte, el punto de llegada del propio Nietzsche?

 

Así, no ha cesado de crecer, entre los modernos, la percepción del abismo que separa al lenguaje de lo real.

 


 


 

 

 

 

 

 

 


La Modernidad

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Les decía que ello comenzó un instante después de la Ilustración. Pues de hecho la Ilustración negaba la existencia misma del abismo, en la misma medida en que postulaba la racionalidad generalizada y, al hacerlo, excluía lo real de su universo.

 


 

 

Si el mundo era racional, de ello había de deducirse que su orden, el orden del mundo, era el orden mismo del lenguaje.

 

Nada tan ilustrativo de ello como las que fueron sus dos principales tareas: el rechazo de toda mitología -pues las mitologías, todas ellas, fueron siempre formaciones textuales destinadas a permitir localizar, en la realidad humana, la presencia de lo real- y la confección de la Enciclopedia, es decir, el levantamiento del mapa general del mundo, que habría de proseguir con el positivismo y que hizo suya la tarea de construir un mundo de acuerdo con ese mapa cada vez más preciso, por vía de la revolución industrial.

 


 

 

El que esta imagen les resulte tan claramente legible es el resultado del avance de esa tarea de construcción de una ciudad razonable.

 

Su triunfo ha sido, por eso, el de la apoteosis del orden semiótico.

 

Por eso, creo que es oportuno reservar la palabra modernidad para nombrar este nuevo mundo alumbrado por la razón ilustrada y positivista y realizado por vía tanto de la proliferación de las máquinas que, después de todo, no son otra cosa que los artefactos mismos de la razón, como de las mercancías, esos objetos repetidos, indiferenciados, y por eso cada vez más abstractos, que las máquinas fabrican.

 

Por ello la dinámica de esta nueva realidad, la moderna, encontró su realización más netamente racional en el mercado, como ámbito reglado de comunicación e intercambio.

 

Creo, en este sentido, que se entiende mal el capitalismo cuando se ignora que su tendencia principal no es otra que la de la genaralizalización del placer razonable.

 

 


La Posmodernidad

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Pero, como les digo, solo un instante después de la proclamación ilustrada de la modernidad, entre aquellos a los que les resultaba imposible instalarse en la ilusión de la inexistencia de lo real, comenzó la crítica de la razón, es decir, la toma de consciencia de sus límites, que eran, a su vez, los límites mismos del lenguaje.

 

Se ha llamado arte moderno al que participa de esa consciencia -y de esa sospecha hacia el lenguaje. Pero pienso que ese no es el término apropiado. Pues lo que en el mundo del arte sucedió a partir del romanticismo y hubo de proseguir con el naturalismo fue la emergencia de un sujeto que vivía el drama de su pérdida de anclaje en el mundo de la modernidad y de su razón generalizada.

 

Creo por eso más apropiado, para este pensamiento y este arte que participa de la sospecha y de la deconstrucción del lenguaje, el término de posmoderno, pues lo que en él emerge es la otra cara, la sombra oscura de la modernidad.

 

 

 


Modernidad y posmodernidad -objetividad vs. subjetividad

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En cierto modo, no sin simplificar algo el asunto, pueden resumirse los siglos XIX y XX por el contraste entre dos diapasones opuestos.

 

Por un lado el de la luz de la razón positiva, por otro, el de las sombras de una subjetividad desgarrada.

 


 


 

El primero alumbra los textos de la objetividad -científicos, tecnológicos, funcionales, operativos.

 

Pero son los suyos textos donde la subjetividad no puede escribirse y en los que el individuo solo encuentra el lugar objetivado del agente: no más que un objeto que interactúa funcionalmente con otros objetos.

 

Y el asunto es que son esos textos los que, rotas las amarras con todo relato mítico, configuran la realidad de la modernidad.

 

El segundo, por contra, es el territorio de los textos de la subjetividad, pero en los que ésta, desasida de anclaje en la realidad que los primeros configuran, es sólo un territorio secundarizado toda vez que la noción misma de subjetividad ha sido desacreditada y en el que solo el desgarro se escucha.

 

El romanticismo fue precisamente eso: el grito del sujeto que vivía desgarradamente la caída de sus mitos. Y el naturalismo, que vino después y que solo aparentemente le era opuesto, levantó la crónica de su anegamiento en lo real.

 

Modernidad y posmodernidad, entonces, vienen siendo las dos caras contradictorias y simultáneas de nuestra contemporaneidad, incluso sus dos grandes tonos emocionales: pues, si es un tono maníaco el de los modernos racionalistas, su contrapartida es el tono depresivo de los artistas -ellos siempre ya posmodernos, habitantes de las zonas oscuras que la razón nunca logra, ni logrará nunca- iluminar.

 

Pues no se confundan ustedes, recuerden lo que desde el primer momento advirtió Kant: que el entendimiento ilumina lo real tanto como lo tapa con la luz de sus a prioris.

 

De esa luz nace la realidad en tanto ordenada por ellos, pero a la vez esa luz invisibiliza -deja pues en la sombra- lo real.

 

 

 


Representación, relato

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Y sucede que el individuo -cada uno de ustedes, yo, cualquier otro- es -tal es su sí mismo- real.

 

Y ese su ser real no encuentra acomodo -pues carece de anclaje- en la realidad de la modernidad.

 

De hecho, la tensión entre esos dos diapasones no ha cesado de crecer.

 

Tanto más avanza el proyecto de la razón y se semiotiza el mundo, tanto más este se vuelve, a la vez, más eficaz y más abstracto.

 

Y, como les digo, la abstracción es para el sujeto sinónimo de irrealidad. De desasimiento de sí.

 

Pues el individuo necesita saberse ser. Y como su ser es ser en lo real, necesita tocar lo real, es decir, gozar.

 

Pero deben recordar que el goce es todo lo contrario del placer, ya que si éste apunta al grado cero de la tensión -bienestar bien pasajero que se eclipsa tan pronto como se alcanza-, aquel apunta hacia la tensión máxima, que no puede ser otra que la del dolor.

 

Les decía al principio que para hacer suyo el mapa de la ciudad, para engranarlo en su realidad, necesitaban localizar en él locus que lo anclara en lo real.

 

Locus, entonces, de dolor y de goce.

 

Pero localizarlos es tanto como representarlos. Y representarlos es conservarlos ustedes mismos y, a la vez, poder llegar a ofrecérselos a los otros.

 

Tales son las representaciones.

 

Pues las representaciones no son meros discursos, sino textos abocados a significar lo singular.

 

Y eso es lo que el arte hace, cuando no se diluye en los juegos formales de la abstracción: construye representaciones.

 

Pero sucede que esas representaciones -a diferencia de lo que sucedía en el pasado con las de las mitologías y las religiones- no encuentran su lugar -no tienen, de hecho, cabida- en el mapa de la realidad de la modernidad.

 

La realidad razonable de ésta, que es la del mercado, no les concede otro lugar que el de esos depósitos de lo imaginario que son los museos, los cines y los teatros.

 

Les decía antes que para que el mapa pueda resultarles útil necesitan que alguien trace una cruz para ubicarles en él.

 

Pero, la verdad, resulta evidente que eso, aunque es de agradecer, es demasiado poco.

 

Porque lo que ustedes verdaderamente necesitan es que haya alguien que marque, en su mapa, un lugar al que merezca la pena ir.

 


 

Lo saben bien cuando viajan: necesitan que existan lugares a los que merezca la pena ir.

 

Lugares a los que, podríamos decirlo así, peregrinar.

 

¿Acaso los millones de turistas que se desplazan por Europa no es eso lo que anhelan? ¿Y acaso sus viajes no tienen algo de parodias de las grandes peregrinaciones de otras épocas? -Basta con contemplar las largas colas ante los museos para confirmarlo.

 

Si hablo de parodias es sencillamente porque les faltan los relatos mitológicos que daban, a aquellas peregrinaciones, su sentido.

 

Y, ciertamente, nada tan desfalleciente como el deseo del turista.

 

Pero la pervivencia de su anhelo certifica el hecho del que les hablo: que sólo cuando un relato hace posible que el deseo impregne la ciudad y privilegie ciertas vías en su mapa, podrán ustedes apropiarse de una realidad que puedan vivir como realmente suya.

 

Pues es ese trayecto -ese relato y ese deseo- el que mantiene viva la realidad de su mapa, a la vez que impide que lo real de cualquier lugar en el que se encuentren se abra ante ustedes como un abismo.