29. La casa de Lydia

 

 

 

 

 

Jesús González Requena
Psicoanálisis y Análisis Textual, 2019
sesión del 2019-12-20 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2020

 

 

 

 

 

 

 

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Cruzando la bahía

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¿Se dan cuenta ahora del motivo de la presencia del mar en el viaje al pasado que realiza Melanie en Los pájaros? Las aguas de la bahía, en tanto que confrontan orillas opuestas, hacen resonar ese océano que Hitchcock había puesto de distancia entre su madre y él mismo.

 


 

Densas nubes parecen anunciar tormenta.

 

Melanie avanza hacia la casa blanca en línea recta.

 

En una línea tan recta y direccionada como la que dibuja el puntiagudo triángulo de la franja de tierra del fondo, tanto como la oscura silueta de su barca, o la estela de agua sobre la superficie marina.

 

No hay duda de que un compulsivo automatismo la impulsa hacia adelante.

 



 

Avanza así hacia la casa blanca tanto como se aleja del pueblo, de la polis, del universo mal que bien civilizado del lenguaje.

 

Por más que en él sea esa maestra tan invadida por la desolación y el odio la que enseña las palabras.

 

Y de hecho, su casa está en la parte más alta del pueblo y, a la vista de esta imagen, en la parte opuesta a aquella en la que se encuentra, del otro lado de la bahía, la casa de Lydia.

 


 

El ruido del motor fuera borda -que prolonga ahora el anterior ruido del motor de su coche y que sigue traduciendo la intensidad pulsional de su desplazamiento- tapa hasta hacer inaudible el sonido de las gaviotas.

 

Pero éstas están ya ahí, al fondo, posadas en la superficie del agua.

 

Melanie avanza, diríase, iluminada.

 

De hecho, ahora su figura tiene un brillo dorado

 



 

semejante al que presentaba la jaula en el muelle, lo que hace de ella un ser escandalosamente visible, a cielo descubierto, en medio de la bahía.

 

 

Se dan cuenta, a este propósito,

 


 

de la palpable incoherencia de la iluminación del plano entre el primer término -ella y su barca- y el fondo -el agua y el paisaje que la rodea.

 

Existe un neto contraste de las temperaturas cromáticas entre los dos términos de la transparencia. Así, la cálida luz amarilla que baña su cuerpo contrasta hasta la inverosimilitud con la luz más fría y azulada del fondo.

 

Avanza tan iluminada como compulsivamente direccional es su desplazamiento: la línea ascendente de la barca y la descendente del paisaje del fondo visualizan de manera extrema ese direccionamiento.

 

Y por cierto, siendo sin duda acentuadamente femenino tanto su atuendo como su figura, ¿no les parece que este plano, por el modo en que la figura de ella se prolonga en la de la barca en esa línea curvada y ascendente que recorre toda la zona inferior del plano, devuelve una figuración de Melanie sorprendentemente -y desmesuradamente- fálica?

 

Retornan pues las resonancias mitológicas en la figuración de un ser que combina de manera tan potente los rasgos de lo femenino y de lo fálico.

 

Y en cualquier caso, su trayecto es el de un atrevido internamiento en el ámbito de lo femenino: el mar, la bahía, la casa de la señora Brenner.

 

 


Difracción – la figura y el fondo

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Comienza en lo que sigue una serie de planos subjetivos destinados a focalizar la escena sobre el más estricto punto de vista de Melanie.

 

Lo que se concreta en una alternancia al 50 por ciento de planos de ella mirando


 

y de planos subjetivos de lo que ve.

 


 

 

Hitchcock utiliza

 


 

el fondo negro del garaje de la casa para que sobre él destaquen las figuras de Mitch, Cathy y Lydia.

 

De gris Lydia, y en ese sentido la menos visible por ahora.

 

De rojo Cathy, como por cierto, hace bien poco, la maestra -pero podríamos decir también: su maestra.

 

Y de un blanco radiante -en su calidad de hijo apresado por la casa blanca-, Mitch.

 


 

Pues bien, diríase que esa primera aparición de Lydia en imagen

 


 

multiplicara la presencia de las gaviotas que se encuentran al fondo, tras Melanie, y que por eso ella no puede ver.

 


 

Melanie detiene el motor de su fuera borda.

 


 

Solo oímos ahora el sonido del agua, lo que indica que las gaviotas se encuentran quietas y silenciosas, a la expectativa.

 

Es ciertamente oscura la casa blanca de Lydia, casi totalmente oculta tras esos grandes árboles que la rodean y cuyas raíces parecen apresarla.

 


 

Cuando nos ocupamos del viaje en coche de Melanie por la carretera de la costa

 




 

les llamé la atención sobre

 


 

esa segunda mirada que el cineasta introducía y que nos separaba de la de Melanie aun cuando se activara su punto de vista.

 

Esto sucede ahora de nuevo y a mayor escala:

 


 

pues se multiplican los planos subjetivos de Melanie y, a la vez,

 


 

se acentúa esa mirada otra, del todo divergente de la de ella, que nos hace ver las gaviotas que la rodean y que ella ignora.

 

La dialéctica del fondo y la figura se hace de nuevo patente con extrema intensidad: ella es la figura, y las gaviotas son el fondo, en una acentuada expansión de la dialéctica de ella y el pájaro enjaulado que protagonizó la escena de la pajarería.

 


 


 

Y bien, por ahora, esas gaviotas del fondo siguen silenciosas, mientras que oímos, en cambio, procedente de fuera de campo, el sonido del motor de la camioneta de Lydia arrancando.

 


 

Y, a partir de aquí, se produce la más curiosa difracción. Pues si Melanie sigue avanzando directamente hacia la oscura casa blanca, lo que su mirada focaliza es el granero rojo al que se dirige Mitch.

 

 


 

Solo ahora comienza a oírse el ruido de las gaviotas.

 

¿Cuándo? cuando Lydia ha partido en su camioneta y Melanie rema hacia Mitch.

 

Y su sonido, el de las gaviotas, se mezcla con el del agua agitada por el remo de la visitante.

 

 


El granero de Lydia y el buzón de Annie

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Nuevamente destaca el luminoso jersey blanco de Mitch sobre el fondo negro del interior del granero.

 

De un granero que, es hora de señalarlo, es rojo.

 

Y de un rojo que ya conocemos.

 



 

Ciertamente, tanto el uno como el otro, el buzón como el granero, tienen una puerta.

 

Solo que la del buzón no se abre nunca y la del otro, la del granero, sí.

 

Aunque debemos decirlo con mayor precisión: la puerta del buzón de Annie no se abre nunca, mientras que la del otro, la del granero de Lydia Brenner, sí.

 



 

Y ello nos obliga, a su vez, a reparar que las letras del apellido Hayworth son blancas como los marcos del granero y, sobre todo, como el jersey de Mitch.

 

En el buzón de Annie Hayworth no entra carta alguna de Mitch.

 

En el granero de Lydia entran no cartas, sino el propio Mitch.

 

Y hay que añadir: un Mitch diminuto.

 

El otro día, en el debate, les hablaba de Todo sobre mi madre de Almodóvar.

 

Podría hablarles de Hable con ella, donde un diminuto varón menguante cabe en el interior de un bolso,

 


 

o desaparece definitivamente tras penetrar en el interior de la vagina de una mujer.




 

 


Difracción – los dos deseos de Melanie

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¿Y qué me dicen del deterioro progresivo de la imagen de Melanie según avanza y del que ella es del todo inconsciente? Pues sus medias tienen ahora unas abultadas carreras que ella parece ignorar.

 

 



 

Les hablaba de una intensa difracción.

 

Es notable cómo a partir de aquí esta difracción comienza a dibujar, en su trazado diferencial, los dos deseos de Melanie: el deseo de Mitch que guía su mirada, y el deseo -¿o la compulsión de repetición?- del encuentro con la madre, hacia el que avanza tan directa como ciegamente.

 

Pero la disociación de las dos miradas se manifiesta también en el interior de un mismo plano:

 


 

pues si la mirada de Melanie conduce la nuestra al granero, nosotros, a pesar de ello, vemos lo que la conciencia de ella ignora y es que ese granero resulta empequeñecido y amenazadoramente rodeado por los grandes árboles que se confunden con la casa y la prolongan como si se tratara de sus tentáculos.

 

Les he llamado la atención antes sobre esa composición de Melanie en la barca que devolvía una configuración fálica de ella.

 


 

Lo mismo podemos decir ahora,

 


 

y de manera más acentuada, por lo que se refiere al modo como lleva la jaula en la que transporta los pajaritos del amor.

 

Pues ella avanza con los pajaritos de amor por delante.

 


 

A lo que habría que añadir que son en cierto modo su brújula o la linterna de su exploración.

 

Hay dos motivos para ello, pero bien diversos, si no antagónicos.

 

Uno es, desde luego, aquel punto de goce

 


 

-la jaula abierta,

 


 

el pajarito escapado,

 


 

el desvanecimiento de la forma en las imágenes del techo- al que él prometió -o pareció prometer- ser capaz de conducirla.

 

El otro, como les anunciaba, le es opuesto.

 

Es ciertamente una lástima que sean dos pajaritos

 


 

y no un solo pajarito del amor el que ella conduce en su jaula.

 

Pues sabemos que los dos pajaritos hacen once, y ese once la conduce al interior de la casa.

 







 

Un mantenido raccord de movimiento conecta estrechamente las dos series de planos,

 



 

ambas en movimiento constante por travelling: los planos que la muestran a ella avanzando, mientras la cámara retrocede en dirección inversa a su desplazamiento hacia la puerta de la casa, y los contraplanos, en travelling de avance, de lo que ella ve según se va aproximándose a la casa.

 

Ello define con toda precisión los dos ejes que conforman la difracción de la que les hablaba. Por una parte, el determinado por el desplazamiento de ella y que coincide con el eje de cámara.

 


 

Por otra, el eje de su mirada, que según avanza, diverge cada vez más del primero.

 


 

Son bien oscuros, propiamente tenebrosos, y diríase que hercúleos los árboles de la casa que se interponen palpablemente entre ella y Mitch.

 




 

Ella, desde luego, como su sonrisa pícara acredita,

 


 

no ve sin embargo esos oscuros árboles que asemejan raíces retorcidas que rodean la casa y parecen fundirse con ella.

 

Pero el espectador sí, y con la desazón de que lo anunciado

 


 

-y ya sucedido a Annie- estaría comenzado a suceder, a repetirse en Melanie.

 


 

La puerta de atrás está abierta para Melanie.

 

 


El interior de la casa de Lydia: silencio, oscuridad, enrrarecimiento

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Díganme: ¿qué es lo más llamativo de esta escena, es decir, también, del interior de la casa de la madre?

 

Sin duda, su silencio.

 

En ella solo hemos oído los sonidos que producía Melanie con sus movimientos.

 

Ni uno solo más.

 


 

La oscuridad interior se hace patente por contraste con la luz exterior.

 

Sus colores, desde el verde apagado hacia el marrón, pero con dominancia de éste, suponen una suerte de oscurecimiento -pero en la misma gama- de los que Melanie viste.

 


 

Es un espacio cerrado, con visillos antiguos y envejecidos y con el aspecto de estar escasamente ventilado.

 

 


El trayecto regresivo de Melanie hacia los 11 años

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Melanie busca donde depositar su mensaje.

 

Pero la decisión es inmediata.

 


 

Escoge el puf que hay junto a un sillón que se encuentra el centro mismo de la casa.

 

¿De quién es ese sillón? En principio, uno pensaría que debería ser el de la madre.

 

Podría serlo, pero más tarde a quien veremos sentado en él será a Mitch,

 


 

mientras que Cathy ocupará el puf que hay junto a él.


 

De modo que es en el lugar donde veremos sentada a Cathy donde Melanie deposita los pajaritos del amor.

 

Como pueden ver, nada confirma mejor todo lo que hemos dicho hasta aquí del trayecto regresivo de Melanie hacia esos 11 años donde algo esencial había quedado pendiente.

 

Les dije el pasado día que saber el nombre de Cathy podía ser la condición para Melanie a la hora de acceder a la la feminidad y así poder participar de la dialéctica del erotismo.

 

Es el momento de señalar que el que sean dos los pajaritos del amor tiene algo que ver con ello.

 

He aquí otro llamativo caso de sobredeterminación, pues junto a ese falo cuya ubicación desplegaba en la pajarería la dialéctica de la seducción, junto, también, a la cifra once que ambos dibujan, se encuentra eso otro que tanto valorará Cathy:

 


•Cathy: Miss Daniels?
•Melanie: Yes.

•Cathy: Oh, they’re beautiful!


•Cathy: They’re just what I wanted. ls there a man


•Cathy: and a woman? I can’t tell which is which.


•Melanie: Well, I suppose so.

 

Se dan cuenta del entusiasmo con el que Cathy recibe su regalo.

 

Son maravillosos. Es justo lo que ella quería.

 

¿Y qué es lo que quería? O mejor, ¿qué es lo que una niña de once años -como Cathy o como Melanie- necesita desesperadamente? Exactamente esto:

 


•Cathy: ls there a man


•Cathy: and a woman?

 

Nada es tan revelador de lo que está en juego para la niña en esos pajaritos del amor como la elección lexical que le lleva a decdir man y woman en vez de male and female.

 

Pues lo que ella reclama es poder acceder a la diferencia sexual, que ésta sea nombrada, localizada, que su presencia encuentre espacio en la casa y, así, poder instalarse en su identidad femenina.

 

Pero ven, a la vez, lo que lo dificulta.

 

Quiero decir: ven la hostilidad silenciosa con la que Lydia se mantiene al acecho.

 

Por lo demás, las palabras que siguen de Cathy y de Melanie vienen a confirmar la dificultad:

 


•Cathy: I can’t tell which is which.


•Melanie: Well, I suppose so.

 

La dificultad estriba tanto en la imposibilidad de ambas, de Cathy y Melanie, de diferenciar al hombre de la mujer, como en la presencia de la madre ahí.

 

Son dos caras de una misma moneda.

 

 


El vórtice que devora y aniquila todos los mensajes

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En todo caso, ahí deposita Melanie la carta que ha escrito para Cathy, a la vez que rompe la anterior que había dirigido a Mitch.

 


 

De modo que lo que era en un principio un mensaje para Mitch se ha convertido luego en un mensaje para Cathy.

 



 

Pero es, en cualquier caso, finalmente, un mensaje que recibe la madre.

 

Pues sucede que el pajarito del amor es ella la que lo tiene:

 


 

no es otro que el propio Mitch, siempre enjaulado en su granero.

 


 

Y no está dispuesta a tolerar que nadie se lo arrebate.

 


 

Por ello, aquí concluye definitivamente el circuito de los mensajes.

 

Ya no habrá más cartas, a nadie nunca veremos ya escribir nada.

 

El nuevo circuito que se abrirá en su lugar, como les anticipé el otro día, será ya el del alimento.

 

De hecho, eso se manifestaba ya a todas luces

 


 

en la imagen que les he presentado hace un momento para identificar la posición de Cathy.

 

Ahí pueden ver los platos con carne fría en las manos de todos.

 


 

Diríase que aquí, en el centro de esta casa, el mensaje de Melanie es engullido. Él y cualquier otro mensaje.

 

Como si se localizara ahí cierto vórtice que los devora y aniquila.

 

Para este mensaje habrá, desde luego, respuesta. Pero esa respuesta no será ya un mensaje.

 


La puerta trasera y la puerta principal

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Por cierto, esa que ven al fondo es la puerta trasera, por la que ha entrado Melanie hace un momento.

 


 

Y esta otra es la puerta principal.

 

Ahora bien, ¿no les parece que están confundidas? ¿No les parece que


 

la puerta trasera parece más bien la puerta principal, pues incluye incluso su pequeño recibidor,

 


 

mientras que esta otra parece más bien la puerta trasera?

 

Curiosa puerta principal, por lo demás, pues da directamente a la mesa del comedor y parece tan pegada a ella que debe resultar incluso difícil de abrir.

 

Será, en cualquier caso, la puerta que se abrirá al final, una vez que Melanie se haya roto la cabeza.

 





 

Y se abrirá entonces al universo del alimento -pues, ¿acaso no son las aves, así las gallinas de Lydia, alimento habitual de los seres humanos?

 

Se abrirá, como les digo, al universo del alimento en su manifestación más enloquecida: alimento vivo, que retorna animado para perseguir y devorar a los seres humanos.

 

¿Ven como ello viene a corroborar lo que les decía hace un momento?



 

Pues si la primera es la puerta por la que llega el mensaje, la segunda es la que se abre a la mesa del alimento.

 

El espectador teme -y espera- que algo suceda ahora, en el interior de la casa.

 



 

Sin embargo, nada más sucede en ella.

 

Y, así, el suceso va a quedar desplazado: solo aparecerá en el lugar y en el momento más inesperado.

 


 

 

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