Jesús González Requena
Psicoanálisis y Análisis Textual, 2019
sesión del 2019-10-25 (4)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2020
- El juego de la seducción: lo que se tiene y lo que no se tiene
- Seducción, ambigüedad, mujer, velo
- El fetiche y Imago Primordial
- Psicoanálisis y Gestalt: una teoría de lo bello
- El arco del erotismo femenino
- Awful
- El juego de la seducción: la danza galante
- La hora de la verdad
El juego de la seducción: lo que se tiene y lo que no se tiene
Lo que toca hoy es proseguir analizando el juego de seducción iniciado entre Melanie y Mitch y atender tanto al tono de comedia sofisticada en el que se desarrolla como a los momentos en que ciertos trazos de encrespamiento lo invaden.
Mitch la desafía:
•Mitch: Do you happen to have a pair of birds that are
•Mitch: just friendly?
Entonces… ¿tienes de eso, pajaritos del amor?
•Melanie: Oh, I think so.
En un gesto de bien evidente coquetería, Melanie afirma que podría ser así. Que ella podría tener eso que él busca.
Pueden anotar desde ahora mismo el diferente registro en el que se desenvuelve el lenguaje de uno y otro personaje.
Preciso, expeditivo, conceptual, el de él. Etéreo, esquivo y ambiguo el de ella.
•Melanie: Now, then, let me see.
Y se dan cuenta de que lo que se suscita tiene una implicación directa en el campo de la visión.
To see, ver, va a ser, en lo que sigue, el verbo más utilizado.
El juego de la seducción requiere de la demora, y esa demora, en lo que sigue, se traza en una pequeña serie de desplazamientos en el espacio.
Y en un espacio, el de la pajarería, que no deja de estar cargado de la tensión que sus múltiples jaulas introducen en él.
Se trata de un combate en el que cada cual utiliza sus propias armas. Ella, como dueña de la imagen, se hace seguir en sus desplazamientos.
Con lo que aparece la segunda sombra de la escena.
Él, a su vez, presentándose como amo de la palabra, utiliza su dominio del lenguaje para acosarla.
•Mitch: Aren’t those lovebirds?
•Melanie: No. Those are red birds.
•Mitch: I thought they were strawberry finches.
Y así, él la acosa con su saber sobre los pájaros.
Pero podría decirse que el suyo es un saber estrictamente semiótico, que versa solo sobre sus nombres, sus distinciones y sus clasificaciones.
Mientras ella, inmune a toda esa palabrería, se hace seguir.
•Melanie: Yes. We call them that, too.
Y se dan cuenta: en tanto se hace seguir, se vuelve, se da la vuelta, en cierto modo, se esconde de su mirada.
Hasta que, de pronto, con un gesto burlón, añade:
•Melanie: Here we are. Lovebirds.
Mira lo que tengo.
•Mitch: Those are canaries.
Tú no tienes nada, replica él.
Seducción, ambigüedad, mujer, velo
Les decía que el juego de la seducción es uno en el que prolifera la ambigüedad.
Pero hay que añadir ahora: en la esencial, esa ambigüedad se localiza en ella.
Acaban de verlo y de escucharlo. Es ella la que tiene o no tiene.
El motivo es bien evidente -recuerden lo que decíamos el otro día, también lo que hemos señalado en el punto de partida de hoy-: que él lo tiene es algo evidente.
La duda, la ambigüedad, se localiza en ella.
Y a ello se debe el que el vestido, en su dimensión erótica, esté esencialmente asociado a lo femenino.
No es casualidad que el sustantivo vestido, en nuestra lengua, la española, quede asociado a la ropa de la mujer, no a la del varón.
Podríamos anotar las diferencias así: la ropa viste, mientras que el vestido vela. Y es ciertamente evidente el poder erótico del velo que el vestido introduce: hace del cuerpo, en el campo del deseo, un cuerpo velado.
De modo que el velo se nos descubre como un atributo esencialmente femenino -con independencia de que varones y mujeres puedan vestirse con él: en uno y otro caso tal investidura colocará, al que la asuma, en posición femenina.
Muy concretamente: en la posición de quien aguarda a ser desvelado.
Adivinan ustedes el motivo de esa correlación: es de nuevo el asunto de la castración el que está en juego.
Es el momento de responder a la pregunta que habiamos dejado pendiente y que versaba sobre como ella, la mujer, construía la escena de su velamiento: ¿Se presenta, para guiar el deseo del varón, como quien lo tiene o como quien lo es? En este sentido formulaba Roberto su oportuna pregunta hace un par de sesiones: podemos reformularla también así: ¿ella aparece adornada por el fetiche, como quien lo tiene, o, por el contrario, toda ella emerge como una figura fetichizada?
Basta examinar la dialéctica erótica de lo femenino tal y como la pone en escena el universo fashion de las revistas femeninas para darse cuenta de que no hay contradicción entre lo uno y lo otro.
Quiero decir: ellas tienen la más grácil figura y, a la vez, se hayan investidas por los más variados complementos.
No hay contradicción en ello. No la hay, al menos, en lo imaginario, que es precisamente el territorio en el que existe el falo de la madre.
Y, por lo demás, esa proliferación por la que a la vez ellas se presentan siéndolo y teniéndolo de las más variadas maneras, ¿acaso no nos devuelve una proliferación de afirmaciones que se niegan a sí mismas hasta el extremo de significar la verdad? Piensen por ejemplo en el esplendor fálico de la bella y turgente pierna que emerge bajo la falda. ¿Acaso no comienza a desvanecerse -pero solo en parte, solo bien lentamente- cuando manifiesta su existir formando par con esa otra pierna que la acompaña?
El fetiche y Imago Primordial
Pero tratar de dibujar la dialéctica del erotismo reduciéndola al registro de lo que se juega en la fase fálica -el tener y el no tener, cuyo fondo, como estamos viendo, es el de la castración- acaba siendo un enfoque inevitablemente reductor.
Para comprender el arco completo de su despliegue es necesario tener en cuenta tanto un dato mayor procedente del antes de esa fase como, a la vez, la novedad radical que ha de introducir la fase que sigue -me refiero, claro está, a la hoy tan desprestigiada fase genital que constituye, sin embargo, pieza clave en el armazón teórico de Freud.
Nos ocuparemos ahora de lo primero, pues lo segundo, lo relativo a la fase genital, deberá aguardar a un momento más idóneo para su abordaje.
Si la sombra de la castración constituye el fondo que hace de la mujer un ser inquietante, ciertamente no es posible reducir a ello, ni a sus escenografías fálicas, la otra cara de la mujer que es la de su brillo.
Vean los ojos de Melanie, atiendan a la belleza de su rostro, al brillo de su cabello: todo ello contradice el negro del vestido que ciñe su cuerpo.
Porque hay vestido y éste ciñe su cuerpo, este se conforma como figura. Porque es negro, escribe la negritud de la ausencia de figura que late en su interior.
Volvamos entonces a lo brillante.
Como les digo, no puede ser reducido al brillo del fetiche, aunque éste, sin duda, como advirtió Freud, tiene por función brillar, ocultando la oscuridad de la ausencia -es decir: del fondo.
Ciertamente eso está también ahí, en la imagen que tienen ahora en la pantalla.
Pues así brillan sus pendientes -y ciertamente los pendientes son uno de los complementos mayores de la mujer.
Voy a proponerles, paras completar el asunto del brillo femenino, una hipótesis nueva que les invito a ensayar.
Entiendanla como una ontología de lo brillante.
Ciertamente, el fetiche brilla. Pero es el suyo un brillo segundo y, en tanto tal, secundario.
El brillo primero es el de la Imago Primordial.
Ya saben, les hablaba de ello el otro día: el brillo de esa imagen fascinante en la cual, en el origen, se alumbró y conformó el yo del sujeto.
Les insisto de nuevo hoy en que nada tiene que ver esto con la fase del espejo de Jaques Lacan. Me resulta obligado hacerlo porque yo mismo he contribuido a la confusión en aquel antiguo artículo dedicado a lo siniestro que les he invitado a leer.
Ha venido a recordármelo el texto de uno de ustedes y ello obligaba a la anotación que ahora les hago. Porque yo por entonces había leído ya bastante a Freud y todavía creía que Lacan también lo había hecho.
Quiero decir, todavía creía en lo que él siempre dijo, que lo que él decía era el estricto desarrollo de la teoría freudiana.
Y, así, llegué a entender la fase del espejo de Lacan como no era: incorporando a ella ese yo originario del que hablaba Freud.
Discúlpenme por ello.
Aludiré en mi descargo no solo el laberinto rococó de los escritos y seminarios lacanianos, sino sobre todo el hecho de que el célebre artículo sobre la fase del espejo de Lacan no llegó a existir nunca.
Pero no voy a detenerme ahora a contarles esas historia. Los que estén interesados en ella pueden encontrarla aquí: El Estadio del Espejo “de Jacques Lacan”. Crónica de una mascarada, en Trama y Fondo, Lectura y Teoría del Texto nº 37, 2014, Madrid. Disponible aquí
Dicho esto, volvamos a la imago primordial, fundamento mismo de lo imaginario y, en esa misma medida, del brillo y la belleza.
Ya les dije que el fundamento de lo que llamo la Imago primordial se encuentra principalmente en el comienzo de el Malestar en la cultura.
Pueden encontrar ese desarrollo del asunto aquí: El 1: la Imago Primordial, en Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual, Psycho y la Psicosis II – Norman, Disponible aquí
Hoy voy a presentarles otra cita no menos notable sobre elllo que procede esta vez del Esquema del psicoanálisis:
«El primer objeto erótico del niño es el pecho materno nutricio; el amor se engendra apuntalado en la necesidad de nutrición satisfecha. Por cierto que al comienzo el pecho no es distinguido del cuerpo propio, y cuando tiene que ser divorciado del cuerpo, trasladado hacia afuera por la frecuencia con que el niño lo echa de menos, toma consigo, como objeto, una parte de la investidura libidinal originariamente narcisista. Este primer objeto se completa luego en la persona de la madre, quien no sólo nutre, sino también cuida, y provoca en el niño tantas otras sensaciones corporales, así placenteras como displacenteras. En el cuidado del cuerpo, ella deviene la primera seductora del niño. En estas dos relaciones arraiga la significatividad única de la madre, que es incomparable y se fija inmutable para toda la vida, como el primero y más intenso objeto de amor, como arquetipo de todos los vínculos posteriores de amor… en ambos sexos.»
[Sigmund Freud: (1938) Esquema del psicoanálisis, p. 188]
Ven como ese pecho materno que es el primer objeto no es distinguido del cuerpo propio, es decir, es confundido con el propio yo.
Si hablo de Imago Primordial en vez de Objeto primordial es para acusar este decisivo matiz freudiano: en el principio el niño no se diferencia de lo que solo más tarde reconocerá como su objeto, sino que se identifica en él.
Se identifica en él como, en seguida, en la persona -es decir: en la imagen entera- de la madre. Y así ésta, aun cuando a partir de cierto momento comienza a comparecer como objeto diferenciado, no llega a serlo del todo, pues el yo narcisista de cada uno sigue viéndose ahí.
Es eso lo que se deduce de la afirmación de Freud de que cuando el pecho materno tiene que ser divorciado del yo toma consigo, como objeto,una parte de la investidura libidinal originariamente narcisista.
Y observen, especialmente, como la palabra objeto aparece ahora entrecomillada en el texto de Freud. Si aparece así es porque no es exactamente un objeto. Es, en todo caso, el proto-Objeto incomparable que se fija inmutable como el paradigma de todos los objetos de amor vendrán después y que, por eso mismo, habrán de decepcionar inevitablemente, dado que ninguno de ellos logrará estar a a la altura de aquello cuya memoria suscita.
Si algo indican esas comillas es que no es apropiado hablar, a propósito de ella, en sentido estricto, de objeto. Pues lo propio de los objetos es estar diferenciados del sujeto, mientras que de lo que aquí se trata es de algo anterior a tal diferenciación: porque el yo se ve ahí, porque la investidura libidinal originariamente narcisista lo recubre, eso que se ve ahí, aunque ha comenzado a ser no-yo -pues aparece y desaparece, está y no está, fort y da- es el fundamento imaginario mismo del Yo.
La Imago primordial, entonces.
Como les decía el otro día, nada ayuda mejor a abordarla que el auxilio de la teoría de la gestalt, pues nada como el rostro de la madre, tal y como se ofrece a la mirada del niño cuando mama, reúne mejor los atributos de la buena forma.
Y constituye, por ello -segunda hipótesis que les propongo hoy-, el paradigma mismo de la belleza.
Y ahora fíjense en sus ojos.
Ciertamente, ella deviene la primera seductora del niño.
Ven ustedes el reverso de la castración en el que reside el principal poder de la mujer sobre el varón: su mirada suscita la memoria de las primeras miradas, propiamente hechizantes, que recibiera el sujeto de su madre cuando mamaba de su pecho.
Es así, por cierto, como las mujeres enamoran: hechizan a los varones con solo mirarles a los ojos.
Psicoanálisis y Gestalt: una teoría de lo bello
Y bueno, ya que estamos aquí, permítanme que les informe de otra de las hipótesis que deduzco del encuentro que les propongo entre el psicoanálisis y la teoría de la gestalt.
Fíjense, más detenidamente en esos ojos:
Es de lamentar las limitaciones de calidad de la imagen HD. Pero, pixelización aparte, díganme: ¿no se dan cuenta de que les estoy dando la explicación, en términos psicoanalíticos, del motivo de eso que la teoría de la gestalt constata sin lograr explicar su origen? Me refiero a que el círculo es la mejor gestalt, la más completa de las buenas formas.
Que lo sea tiene que ver no solo, y no tanto, con la forma esférica del seno materno, sino, sobre todo, con eso que, en la naturaleza, más se aproxima al círculo perfecto: el iris del ojo.
A lo que hay que añadir, desde luego, que el iris del ojo de la madre, tanto como su seno, queda asociado con la experiencia primaria del placer.
A los interesados en filosofía y estética les diré, de paso, que esto que digo de la belleza, del rostro y del circulo, corresponde bien a la categoría de lo bello tal y como Kant la describe.
Y, por eso mismo, en nada alcanza ni a lo siniestro ni a lo sublime.
El arco del erotismo femenino
¿Se dan cuenta ahora de cómo ha crecido, de pronto, el arco erótico de lo femenino? La imago primoridal de un lado y la castración del otro.
Y, en la bisagra entre lo uno y lo otro, esa puesta en escena del falo que constituye pieza clave de la escenografía erótica de la mujer.
Pues, por las virtudes de esa mirada hechizadora de la que acabo de hablarles, también por su semejanza gestáltica con el rostro que dio imagen a la Imago primordial, la mujer suscita, para la mirada del hombre, a pesar de aparecer marcada por el estigma de la castración, el halo de la imago primoridal.
Es en el contexto de esta contradicción donde encuentra su lugar la escenografía fálica de la mujer despliega en la parada del amor.
Ya les he señalado el motivo mayor del prestigio del falo para el niño y para la niña: irrumpe en su mundo como eso que señala la mirada deseante de la madre en el instante mismo en que comienza a derrumbarse la imago primordial.
Y existe, a la vez, esa peculiaridad del órgano masculino que lo aproxima de manera tan neta al mundo de los signos y de la significación. Pues,
en ese espacio de confusión que es el de la experiencia sexual, nada como él muestra la propiedad del signo, ya que, ciertamente, a diferencia del enigmático sexo femenino, el masculino es, digámoslo así, un sexo declarativo.
Casi podríamos decir que habla: pues se levanta y desciende, se enciende y se apaga. He ahí el primer bit de información.
Es suma: la erección introduce el deseo sexual en el territorio del lenguaje.
Pero no piensen con ello que eso convierte, como se ha puesto de moda decir, al falo en no más que un significante. Pues si tal fuera, permitiría mentir, cosa que, sin embargo, no puede hacer: la erección no es signo, sino confesión del deseo.
Y bien, por lo uno tanto como lo otro, la entrada de la mujer en la escena del deseo pasa por poner en escena eso que no tiene.
Y solo ella puede hacerlo, digámoslo de paso, con tan notable esplendor, dado que, a la vez, ella, por ser, como la madre, mujer, puede presentarse bañada por el halo de la imago primordial.
Awful
•Mitch: Here we are. Lovebirds.
•Mitch: Those are canaries.
Nada puede confirmar mejor lo que les digo que lo que, a continuación, sucede:
•Mitch: Doesn’t this make you feel awful?
El espectador carece de referencias que le permitan dar sentido a esta grosera pregunta que Mitch dirige a Melanie tan bruscamente. Deberán reconocerme, sin embargo, que cuadra a la perfección con todo lo que vengo diciéndoles.
Lo horrible de ella, lo que la emparenta con los pájaros negros, le es arrojado a la cara.
Claro que, a posteriori, podría llegar a pensarse que él estaría aludiendo ya a aquellas conductas pasadas de Melanie que la llevaron a comparecer en un juicio de faltas.
Por cierto que esa es la opción que hace suya el traductor español de los diálogos cuando presenta la frase así: ¿No le da cargo de conciencia? Sin embargo, es algo del orden de lo horrible -más bien que de lo inmoral- lo que el enunciado nombra.
Y es precisamente esa palabra -awful, horrible- la que ella no llega a pronunciar en su réplica.
•Melanie: Doesn’t what make me feel…
Lo que hace que eso horrible quede suspendido sobre el me reflexivo que habría de precederlo.
La crispada tensión del rostro de Melanie solo se relaja cuando escucha a Mitch hablar de pajaritos encerrados en jaulas:
•Mitch: Having all these poor, little innocent creatures caged up like this?
•Melanie: Well, we can’t just let them fly around the shop, you know.
•Mitch: (Chuckling) No, I suppose not.
Todo el encanto de su brillo retorna, en la misma medida en que se ve interpelada como ese bello pajarito al que el desearía enjaular.
Pues, bien evidentemente, él ha declarado de nuevo su deseo por la vía de la negación.
El juego de la seducción: la danza galante
Y así se relanza la danza de la seducción y, con ella, retorna la clave de comedia con la que el cineasta la pone en escena.
Pero antes de seguir con ese relanzamiento que ya ha comenzado, resulta obligado añadir que la puesta en escena lo acompaña solo parcialmente.
Quiero decir: si ellos juegan y nosotros sonreímos, no deja de ser extrañamente dura la escenografía.
Observen, a este respecto, la aspereza de la jaula, nítidamente enfocada y, para colmo, gris, sobre la que se recorta la figura de Mitch. Y la presencia del límite de ésta, a modo de una gruesa línea recta que divide verticalmente el plano y que en esa misma medida separa a ambos personajes.
A veces uno tendería a intuir que el cineasta que por ahora se parapeta tras el corpachón de Mitch se sintiera tan excitado como tenso ante esa bella y seductora mujer en cuyo fondo retorna esa vitrina tras la que se encuentra el curvilíneo e inquietante árbol lleno de pájaros.
Por lo demás, cualquier biografía del cineasta les informará de hasta qué punto deseaba infructuosamente Hitchcock a Tippy Hedren y como esa peculiar pasión encontró su manifestación extrema en el rodaje de la escena final en la que ella padece el ataque los pájaros.
El juego, en cualquier caso, prosigue:
•Melanie: Well, we can’t just let them fly around the shop, you know.
•Mitch: (Chuckling) No, I suppose not.
¿Pues, después de todo, no es eso lo que ambos están haciendo? Quiero decir: revolotear por la tienda, entre sus jaulas, como si se encontraran en un laberinto romántico.
•Mitch: Is there an ornithological reason
•Mitch: for keeping them in separate cages?
•Melanie: Well, certainly. It’s to protect the species.
•Mitch: Yes, that’s important, especially during the molting season.
•Melanie: That’s a particularly dangerous time.
•Mitch: Are they molting now?
Como les decía, él emplea para acorralarla el lenguaje preciso de la zoología.
Mientras que ella, en cambio, hace uso de un lenguaje poroso e impreciso,
•Melanie: Oh, some of them are.
elusivo, incluso poético,
•Mitch: How can you tell?
•Melanie: Well, they get a sort of hangdog expression.
Y, como en el lenguaje, ella también se desplaza de nuevo en el espacio.
Nuevamente es patente que ella no huye de su acoso, sino que, bien evidentemente, lo suscita.
De hecho, está poniendo en práctica uno de los más ancestrales rituales amorosos, que consiste en hacerse perseguir por el varón que la solicita.
Y esta dialéctica de lo masculino y lo femenino que en ello se manifiesta bajo las figuras del perseguidor y la perseguida que se hacer perseguir, es, si lo piensan bien, homóloga a la de esos dos registros del lenguaje que les he señalado: el nombra y localiza, ella esquiva y se desplaza.
El presupuesto implícito en todo ello es que, con respecto a la palabra, la posición de ella es la de quien la aguarda y la recibe y por eso espera de él que la profiera.
Es ésta, en todo caso, una danza que cuenta con un final netamente preestablecido.
•Mitch: Yes, I see.
Él, finalmente, la alcanza, tanto como ella espera y desea ser alcanzada.
La hora de la verdad
Dejémonos de juegos, dice entonces Mitch:
•Mitch: Well, what about the lovebirds?
Si lo tienes, enséñamelo.
Si lo eres, entrégate.
Quizás a alguno de ustedes les parezca excesivo esto que digo.
Y sin embargo, es exactamente eso lo que dice Mitch a continuación:
•Melanie: Are you sure you wouldn’t like to see a canary instead?
•Melanie: We have some very nice canaries this week.
•Mitch: All right.
•Mitch: All right. May I see it, please?
De acuerdo. ¿Puedo verlo, por favor?
Es decir: muéstramelo. Muéstrame ese pajarito que dices tener/ser.
Es evidente, en cualquier caso, hasta que punto se ha reconfigurado el plano.
Ahora están ellos dos frente a frente, perfil contra perfil, en un plano acentuadamente simétrico.
En su centro, de nuevo, una jaula dorada, pero esta vez absolutamente centrada, completa e íntegra ante nuestra mirada y, a su vez, dividida en dos lados por el arco metálico que la sostiene, con un pajarito en cada uno de ellos -evidentemente, un macho y una hembra.
Curiosa, ¿no les parece? esta pequeña estructura en abismo, dada la duplicación en cascada de los términos de la composición.
Ya no hay línea de escape.
Todo indica que ha concluido la danza galante y llega el momento del choque. El momento, también, en el que las ambigüedades del juego de la seducción concluyen inevitablemente.
•Melanie: Oh! Oh!
•MacGruder: Oh, What is it? Oh!
•Mitch: There we are.
•Melanie: Oh, there.
•MacGruder: Wonderful.
¿Se han dado cuenta de lo que ha sucedido?
Todo ha comenzado con un plano de encuadre no menos insólito que aquel otro en el que tanto nos hemos entretenido:
Lo recuerdan.
Dos planos que cualquier manual al uso describiría como mal encuadrados, pero cuyos malos encuadres -digámoslo así, entre comillas- participan de un mismo tema y es el de lo que, en la mujer, se sitúa precisamente del lado del mal encuadre.