1. De la muerte de Dios al retorno de la Diosa


Metropolis, Nietzsche

 

 

 

Jesús González Requena

Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual

Psycho y la Psicosis II – Norman

Sesión del 05/10/2012

Universidad Complutense de Madrid

 

  • Presentación
  • Una hipótesis: la crisis del patriarcado y el retorno de la Diosa
  • Metropolis: un goce loco
  • Metropolis: una escena apocalíptica
  • Eso estaba a punto de comenzar
  • Así hablo Zaratustra: del Dios a la Diosa

     

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    Presentación

     

    Este es un seminario de investigación, coherente con el hecho de que aquellos de entre ustedes que están matriculados lo están en un Máster de investigación, sea el Máster en Psicoanálisis y Teoría de la Cultura o sea en el Máster en Comunicación Social.

    Dos masters que, como la experiencia confirma, pueden convivir a la perfección.

    Un seminario de investigación, les digo. Pero pueden pensarlo también así: un laboratorio en el que se realiza una determinada investigación.

    Y dado que las investigaciones no se repiten, sino que se prosiguen, en este seminario nunca se repite una sesión, aunque a veces se retoma una determinada temática o un determinado texto.

    Cada año comienzo o prosigo una investigación y desarrollo la teoría y la metodología en la que ésta se inscribe.

    El año pasado trabajamos sobre Psycho, de Alfred Hitchcock y, simultáneamente, sobre la cuestión de la psicosis. Y sometimos a debate el Seminario 3, Las Psicosis, de Jacques Lacan. Este año vamos a proseguir por ahí, desde el mismo punto en que lo dejamos el año pasado.

    Para que puedan incorporarse a ello con la mayor rapidez, tienen a su disposición las sesiones del año pasado en mi página web.

    Y, como lecturas complementarias, les propongo dos: el libro de Julia Kristeva, El genio femenino 2 Melanie Klein -Paidós, Barcelona, 2001- y uno mío que constituye el punto de partida del análisis sobre Psycho en el que estamos embarcados: Escenas fantasmáticas. Un diálogo secreto entre Alfred Hitchcock y Luis Buñuel -Centro José Guerrero, Granada, 2011, libro, este último, al que pueden acceder vía internet en la web del Centro José Guerrero.

     

    Una hipótesis: la crisis del patriarcado y el retorno de la Diosa

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    Para comenzar este año, voy a invitarles a ensayar una hipótesis que, al menos a los que son nuevos por aquí, les va a sorprender y, quizás a algunos incluso molestar, pero que cae por su propio peso a poco que nos paremos a pensar no solo en lo que sucede en Psycho, sino sobre todo en el hecho de que Psycho fue probablemente la película que más intensamente impactó a los grandes públicos del siglo XX.

    Concédanmelo siquiera provisionalmente, prescindan de sus pre-juicios y permítanme ensayar la siguiente hipótesis: que el patriarcado, lejos de haber sido el problema principal del siglo XX, fue, ya en los comienzos mismos de ese siglo, algo que atravesaba una crisis profunda, algo que, por lo que se refiere a su potencia mítica, se había ya derrumbado.

    Me propongo presentarles unas cuentas pruebas de ello en las que me detendré el tiempo suficiente para que puedan ustedes leer los materiales del seminario del año pasado.

     

    Metropolis: un goce loco

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    Comencemos por aquí.

    ¿Qué les parecería si en el pedestal vacío del Zar, tal y como lo fotografió Sergei Mijailovich Eisenstein en Octubre (1928), colocáramos a la figura femenina que protagoniza Metropolis (Frtiz Lang, 1927)?

    1927, 1928: se trata de un mismo momento histórico.

    De uno en el que los europeos estaban fascinados por los dos principales movimientos vanguardistas y revolucionarios de su tiempo: el comunismo y el nacionalsocialismo.

    El protagonista de Metropolis se ha vuelto loco. Y su psicosis aparece relacionada con la recepción de cierto mensaje.

    Se trata de una invitación que pone su identidad en juego.

    Pero, como ven, ese mensaje podría, igualmente, ir dirigido a todos -de hecho todos lo han recibido, y por eso están ahí expectantes, aguardando que se levante el telón y quede al descubierto la escena -¿de la historia?

    Todos aguardan, y la escena, y el telón que la cubre, aumentan su protagonismo.

    Una excitación creciente…

    No sabemos cuándo exactamente, pero en algún momento el telón se ha descorrido y una caja humeante -¿ardiente?- está a punto de abrirse -o de explotar- en el centro de la escena.

    Hay dos hombres que creen saber lo que va a suceder y que, con relación a ello, intrigan.

    Uno da la orden:

    el otro realiza la invocación:

    Y eso comienza:

    Pero no piensen que estos hombres son los amos del proceso: son tan sólo los que desencadenan algo que no estarán en condiciones de controlar.

    El que da la orden es Federsen, el padre de Jon, el joven que ha enloquecido. El otro es Rottland el firmante de la invitación que ese mismo joven ha recibido.

    Y que una falla en el eje del nombre del padre late al fondo de su locura se concreta en el hecho de que esos dos hombres fueron rivales por el amor de su madre, ahora muerta -salvo que, en este momento, esté resucitando como fantasma.

     

    No hay duda posible sobre la relación entre la enfermedad del joven y lo que sucede en la escena. Y ello no sólo por el encadenamiento en montaje paralelo, sino también por las notables asociaciones compositivas entre ambas imágenes: observen la curva que parece dibujar el cabecero de la cama, vean hasta qué punto está relacionada con la curva de la caja que se abre.

    Y vean como el círculo central de esa tapa coincide, por su posición en el cuadro, con la posición que en el plano anterior ocupaba la cabeza del loco.

    No hay duda, en suma, de que la que ha comenzado es su escena.

    Todos miran fascinados:

    Y es ciertamente una figura fascinante la que emerge.

    Ahora bien, ¿no fue una suerte de fascinación colectiva la que asaltó a los europeos -y especialmente a los alemanes- en los años treinta?

    Como ven, están todos electrizados, paralizados. ¿Cómo no estarlo frente a la plenitud sin fisuras de esa gestalt?

    Atónitos.

    Hay algo ciertamente oscuro en ella. Y eso oscuro moviliza la violencia más intensa y salvaje.

    Convoca, en suma, un desencadenamiento ciego de la pulsión.

    Y todos comienzan a moverse a su ritmo, todos empiezan a participar del goce que ella encarna y convoca.

     

    Metropolis: una escena apocalíptica

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    Pero es ese un goce loco, febril.

    Tan movilizador como alucinatorio.

    En verdad os digo que los días de los que habla el Apocalipsis están cerca.

    Ciertamente, el Apocalipsis estaba muy cerca.

    Y bien, el vértigo del apocalipsis se ha desencadenado.

    Pero no pierdan de vista que el apocalipsis se desencadenó realmente en Europa en los años treinta y en un sentido bien literal: eso que llamamos civilización occidental estuvo a punto de desaparecer aplastada por la barbarie del nacionalsocialismo y del comunismo soviético.

    Una suerte de desintegración tuvo lugar.

    Algo tan absolutamente siniestro como absolutamente desintegrado.

    Y, ciertamente, el film pone el acento en el aspecto hipnótico de ese proceso.

    Hay mil ojos seducidos, pero ningún sujeto: sólo una masa amorfa en la que todos se funden.

    Una masa, en suma identificada con una diosa.

    Una masa que participa de una única danza, una que termina reducida a una acumulación de ojos que finalmente se funde -una vez que ha desaparecido toda diferencia individual- en un solo ojo.

    Y entonces ya solo el loco tiene conciencia de la locura de los otros, los normales que participan de la locura colectiva desencadenada, aquellos que amueblaron su particular neurosis a los vientos de la paranoia de su tiempo.

    Él ve el auténtico rostro de la diosa.

    Babilonia la grande.

    Y las siete cabezas de su carro de destrucción.

    Y bien, díganme, ¿es o no es una diosa la que fascina y subyuga a estos europeos de finales de los años veinte que están absolutamente convencidos de la muerte de Dios?

     

     

    Eso estaba a punto de comenzar

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    ¡Por ella, los siete pecados capitales!

    Y todos responden a su infernal música.

    Ciertamente, todas las alarmas debían haberse encendido.

    Pues eso estaba a punto de comenzar.

    ¡La muerte sobrevuela la ciudad!

    Que fácil resulta ubicar aquí los planos de las hoces que Eisenstein rodara para el comienzo de Octubre.

     

     

     

    Como ven, resulta evidente que esta poderosa escena de Metropolis, estaba ya anticipando el desastre que habría de desencadenarse en Europa en la década inmediatamente siguiente.

     

     

    Así habló Zaratustra: del Dios a la Diosa

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    La segunda prueba: el hecho de la crisis profunda que el Dios padre monoteísta, fundamento del patriarcado occidental, vivía a comienzos de siglo y que encontraba su más clara manifestación en el éxito que, en el umbral mismo del siglo, tuvo ese libro que hubo de convertirse en el mayor best-seller filosófico de todos los tiempos: Así habló Zaratustra.

    Y bien, ustedes saben que allí -y no hay duda de que este fue el motivo mayor de ese éxito- se proclamaba, con toda lucidez, la muerte de Dios.

    Con toda lucidez, les digo, pues Nietzsche no decía, como lo hacían los ateos vulgares de su tiempo, que Dios no existía sino, muy exactamente, que había muerto, lo que ciertamente obligaba a pensar que antes, de una u otra manera, había vivido -de lo contrario ¿cómo hubiera podido morir a finales del siglo XIX?

    De modo que Nietzsche constataba -y añadámoslo: con júbilo- que su momento histórico era el de la caída, el del derrumbe y la muerte del Dios patriarcal monoteísta.

    Seguramente ustedes habrán reparado en ello. Pero en lo que quizás no lo hayan hecho haya sido en el otro aspecto que, en este libro, se manifestaba simultáneamente -y con no menor intensidad- a ese derrumbamiento y que constituye, de hecho, su reverso necesario, su otra cara en cierto modo inevitable.

    ¿A qué me refiero? Ciertamente, a la emergencia de una diosa.

    Y es que es un error pensar que Así habló Zaratustra fuera un libro antirreligioso.

    Pues si en esta obra de Nietzsche abunda la burla y la sorna hacia el dios caído, no por ello desaparece, como les voy a mostrar en seguida, la más encendida prosa religiosa, nada sarcástica sino emotivamente apasionada, hacia esa diosa que ahí emerge.

    ¿Les extraña? Es cierto que la palabra diosa no aparece en el texto, pero deberán concederme que la figura que allí emerge y se afirma en el contexto del derrumbe de Dios tiene todas las cualidades de una diosa -y de hecho su nombre mismo es el de una diosa mucho más antigua que el propio Dios monoteísta.

    Me refiero a Gea. Es decir: a la diosa Tierra.

    Pero justifiquémoslo en la letra misma del texto nietzschiano:

     

    “El superhombre es el sentido de la tierra.”

     

    Es de ella, en ausencia de padre alguno, de donde nacerá el superhombre y este superhombre, su hijo, reconciliado con ella, por fin desprendido de las taras del cristianismo y del socialismo, encontrará por fin su sentido, dado que ella misma es ese sentido:

    De ella procede, por eso, la voluntad del superhombre:

     

    “Nada más alentador, oh Zaratustra, crece en la tierra que una voluntad elevada y fuerte: ésa es la planta más hermosa de la tierra.”

     

    Es a ella a la que se debe toda fidelidad:

     

    “¡Permaneced fieles a la tierra y no creáis a quienes os hablan de esperanzas sobreterrenales!”

     

    Y como ven, no sólo eso: pues en ese mismo movimiento se descarta toda fidelidad que escape a su ámbito, es decir, que tenga su mira en algo que pueda trascender su horizonte.

    Les advertía que los modos religiosos del discurso siguen intensamente presentes, en un arco retórico que invoca tanto el amor como el sacrificio:

     

    “Yo amo a quienes, para hundirse en su ocaso y sacrificarse, no buscan una razón detrás de las estrellas: sino que se sacrifican a la tierra para que ésta llegue alguna vez a ser del superhombre.”

     

    Es a esa diosa, la diosa Gea, la Tierra, a la que se debe sacrificio, pues ella es el fundamento de la honestidad, y por eso se debe rendírsele todos los honores:

     

    “El yo aprende a hablar con mayor honestidad cada vez: y cuanto más aprende, tantas más palabras y honores encuentra para el cuerpo y la tierra.”

     

    Ella encarna y define las virtudes

     

    “Una virtud terrena es la que yo amo…”

     

    A ella se le debe amor y ella, siempre jovial, conduce del amor a la risa.

     

    “¡Ojalá hubiera permanecido en el desierto, y lejos de los buenos y justos! ¡Tal vez habría aprendido a vivir y a amar la tierra – y, además, a reír!”

     

    No sin ingenuidad se ha aplaudido el descaro blasfematorio de Nietzsche, pues cuando así se hace se olvida que él sólo blasfema contra el dios muerto, más no sólo no osa, sino que incluso prohíbe blasfemar contra la nueva diosa que viene a sustituirle:

     

    “Que vuestro morir no sea una blasfemia contra el hombre y contra la tierra.”

     

    Y, asómbrense más todavía, el filósofo de la deconstrucción que quiso cuestionar la noción misma de verdad, también en esto retrocede para localizar, del lado de la diosa tierra, una verdad inapelable:

     

    “Habla verdaderamente desde el corazón de la tierra.”

     

    En ella, nos dice, reside la felicidad:

     

    “¿Que qué busco yo aquí?, respondió aquél: lo mismo que tú, ¡aguafiestas!, a saber, la felicidad en la tierra.”

     

    Y ello porque el de ella, la diosa, es un corazón es de oro:

     

    “El corazón de la tierra es de oro.”

     

    Y finalmente esa diosa a la que se debe toda devoción se descubre como lo que esencialmente es: la madre tierra:

     

    “Así quiero morir yo también, para que vosotros, amigos, améis más la tierra, por amor a mí; y quiero volver a ser tierra, para reposar en aquella que me dio a luz.”

     

    De modo que es de esa diosa de la que Nietzsche nos habla: la que le dio a luz.

    Una diosa materna. Es decir: una diosa inspirada ya no en la figura del padre, como lo fuera el Dios monoteísta, sino una directamente modelada por la figura de la madre.

    ¿Cómo es posible que durante tanto tiempo tantos adustos filósofos no se hayan dado cuenta de esto, de que en el mismo momento en el que Nietzsche declaraba la muerte del Dios padre iniciaba -o más bien reiniciaba, como veremos más tarde- el culto a la Diosa Madre Tierra?

    ¿Y cómo es posible que no se dieran cuenta, esos que cifraban en Nietzsche todas las rebeliones contra el orden instituido, que atribuía a esta divinidad los atributos más convencionales que se reconocen a la madre, así el amor y la virtud, la honestidad, la verdad y hasta un corazón de oro?

    Y bien, ¿es esa solo la Diosa de Nietzsche o es más bien la diosa que se ha reintroducido por la puerta de atrás en el Occidente contemporáneo en el mismo momento en que éste creía haber abandonado definitivamente todo vestigio del pensamiento mítico?

    Me dirán ustedes que ésta no es una figura materna amorosa, pero, puedo contestarles sin mayor problema: tampoco lo era la de Friedrich Nietzsche -cuya locura estalló definitivamente sólo tres años después de que terminara la última redacción del Zaratustra, que aparecería en 1886.

    En cualquier caso, no sólo la de Nietzsche, pues también su más prestigioso discípulo, Heidegger, constituyó a la Tierra en una magnitud mayor de su pensamiento.

    Y, en esa misma estela, incluso en el interior mismo del psicoanálisis, esa disciplina que tanta importancia había acordado al carácter masculino de la divinidad judeo-cristiana, llegó, en un momento dado, a través de la figura de Jacques Lacan, a postular que el auténtico goce se situaría al margen y más allá de todo orden fálico, como un goce de la mujer independiente de toda intervención del varón.

     

     

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