11. De la pesadilla al relato simbólico

La infancia de Iván, Andrei Rublev

 

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 17/04/2009
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

 

 

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¿Es la madre?

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Terminada la Semana Santa, retomemos el hilo.

Un hilo que quedó detenido en el intenso debate del último día que hoy deberemos retomar oyendo a fondo sus resonancias.

 

 

El caso es que muchos de ustedes se negaban a reconocer en esta figura a la madre de Iván.

Pongámosla de pie.

 

 

Piensan que esta persona no puede ser la misma que ésta.

 

 


 

Diríase que no se parece.

¿Quién es entonces?

¿Iván?

 

 


 

Uno podría estar tentado a afirmarlo, como sucedió el otro día.

 

 

Pero la cosa es difusa.

Por lo demás, ¿a quién podría extrañarle que la madre y el hijo se parecieran?

Visto así, parece que gana Iván.

 

 

Pero visto así, la madre recobra una intensidad en la mirada que la aproxima a la figura central.

Y puestos a dudar,

 

 

¿es esta mujer la misma que ésta?

 

 

Uno de entrada tendería a decir que no.

 

 

Si no fuera por el lunar que tiene bajo el ojo izquierdo, estaríamos decididos a ponerlo en cuestión.

Y de hecho…

 

 

ahora la semejanza comienza a resultar visible:

 

 

Por tanto:

 

 


 

Hay que ver cuantos rostros hay en un rostro.

Sobre todo, si es de la madre de quien se trata.

Pero volvamos al punto de partida de hoy:

 

 

 

Y ahora un dato decisivo: fíjense en el pelo.

 

 

La ondulación del cabello de la figura central es del mismo tipo que el de la madre, y opuesto al de Iván.

Y ahora mírenlo desde este punto de vista:

 

 

¿No les parece ahora evidente que nuestra figura misteriosa se parece más a la madre que a Iván?

 

 

Incluso ahora las dos narices resultan igualmente respingonas.

No piensen que perdemos el tiempo.

Todo lo contrario: es necesario tomar consciencia de cuantos rostros posibles hay en un mismo rostro.

Lo que nos permite conocer en profundidad uno de los aspectos del trabajo del cineasta, pero también, simultáneamente, una de las propiedades más inquietantes de la imagen humana.

 

 

¿Quién diría que esta mujer fuera la misma

 

 

que ésta?

 

 

Y sin embargo lo son:

 

 

Para confirmarlo, basta con dejar que se ponga seria:

 

 


 

Es la misma, desde luego. Pero,

 


 

¿y ésta?

¿Tanto puede cambiar un rostro, incluso en un mismo plano?

 

 


 

Y por cierto, hablando de transformaciones, observen la notable transformación que tiene lugar en el final del film:

 

 

Ella, levantando la mano, se transforma en ese árbol seco que, por lo demás, no estaba ahí.

 


La posición tercera que falta

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Pero volvamos a nuestra secuencia.

Vamos a probar a eliminar las transiciones entre los planos, con lo que la escena se convertirá en un plano / contraplano que hará desaparecer esa posición tercera de la cámara de la que hablábamos el otro día.

 

¿Qué queda entonces?

 

 

Queda Iván, asustado, contemplando como su madre muerta

 

 

se levanta

 

 

y avanza hacia él.

 

 

En esa serie, se intercala el plano del cuchillo

 

 

y del rostro asustado del niño:

 

 

Veamos la serie en su propio orden:

 



 

Como pueden ver ahora, la cadencia de transformación en el contraplano de ella es neto: se levanta, se yergue, se aproxima.

Y es esa proximidad la que desencadena el pánico y empuja a Iván hacia la campana.

Volvamos ahora a la versión completa de la escena:

 

 

¿Se dan cuenta de la utilidad de que haya alguien ahí, en la posición del tercero, afrontando esa mirada amenazante?

 

 

Alguien a quien odiar, para así no tener que odiar a la madre -a esa madre que, por estar investida por el aura de la Figura Primordial, está en el origen mismo del yo, de modo que odiarla a ella es odiarse a uno mismo.

A ello se debe, por cierto, la estructura de ese enunciado que resume tan bien la psicosis en su ausencia de mediación y en la imposibilidad de todo anclaje: Yo no soy yo.

Y por cierto que en cierto modo el desgarro de la vanguardias cristalizá con la traducción literaria de este enunciado, por obra de Arthur Rimbaud, como “Yo soy otro” -“Je suis un autre”.

 

 

Como les decía, es necesario un tercero, alguien capaz de lidiar con ella.

De mediar entre ella y yo.

 

 

Cabe preguntarse por la función del cuchillo en todo ello.

En primer lugar, desde luego, metáfora fálica a la que Iván se aferra.

Pero también, aquí, instrumento, cuando menos, de defensa.

¿Quizás de agresión?

Obligado suscitar ahora la paradójica, aparentemente contradictoria semejanza entre el cuchillo y la vela.

 

 

Podemos leerla con claridad a la luz de esta serie:

 

 

Y todo ello en el eje de la campana.

 

(Sonido de la campana)

 

Impresionante plano, netamente expresionista.

Diríase ahora que el cable del teléfono condujera al lugar mismo del que cuelga la campana.

Como ven, la campana es imprescindible.

Es necesaria para poder pedir ayuda.

Como confirmará Andrei Rublev, es necesario un Dios que sea juez y testigo de la desgarradora injusticia y de la brutal locura de los hombres.

Así, antes de introducirse en su juego pesadilla, Iván ha preparado la campana que, llegado el momento intolerable, pueda permitirle contenerla, pedir ayuda y, así, escapar de ella.

Aunque sería igualmente posible pensar que de lo que se trata es de hacer acallar el sonido de los gritos desesperados e insoportables que suenan en su cabeza.

Pero es, en cualquier caso, extremadamente ambivalente el modo en el que Iván toca la campana, pues al hacerlo con la misma mano que sujeta su cuchillo parece estar dando cuchilladas al fantasma que se encuentra frente a él.

 

 

Y por cierto que la cosa es exactamente tal como les digo.

Pues las cuchilladas se dirigen al lugar del fantasma.

Es decir: hacia esa esquina del muro de carga del sótano donde el fantasma ha cuajado.

 

 


Una falla cósmica

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Y es que en el mundo subjetivo de Iván se da lo que podríamos llamar una falla cósmica. O si se prefiere: falta ese tornillo del que hablaba cierto célebre tango. Y así el agua se extiende por todas partes a la vez que hace imposible cualquier frontera:

 

 

invade el mundo, lo desdibuja y lo anega llenándolo de podredumbre. Pudriéndolo literalmente.

 

 

Y por eso en él no hay ningún viaje posible. O, al menos ninguno que no sea errático, pues ningún viaje lleva a ningún lugar.

 

 

De hecho, en los viajes por este río infinito sólo se intercambia el lugar del muerto.

 

Iván: ¿Quiénes son, Jolin, ¿quiénes son?

 

Jolin: Son nuestros exploradores. Liajov y Moroz. Ellos fueron detrás de ti la vez pasada.

De modo que a la vuelta es el muerto el que ocupa el lugar de Iván, quien en cierto modo estaba ya muerto desde el comienzo.

Algo ha fracasado en la construcción del mundo de Iván. Y en ese fracaso se disuelve toda frontera y toda diferencia. Por eso, llegado el momento, resulta del todo intercambiable el chaquetón soviético o el nacionalsocialista.

 

 

¿Acaso, por lo demás, no fueron ambos sistemas totalitarios en lo esencial equivalentes? De ahí la paradoja de que, en ese régimen de censura absoluta que fue el soviético, prácticamente ni un sólo día dejó de representarse, de ponerse en escena su propia barbarie a través de ese espejo paranoide que era el de la barbarie nazi.

Ahora bien, ¿dónde localiza La infancia de Iván el núcleo de esa falla? ¿Qué es lo que allí falta? ¿Qué señala Iván como lo decisivo?

Acabamos de verlo, pues latía en la intensidad de la pregunta del niño.

 

Iván: ¿Quiénes son, Jolin, ¿quiénes son?

 

Pues bien, en el juego de espejos del film, esta imagen nos reenvía a aquella otra:

 

 

Y es necesario atender también a esto. Este hombre vivía en el número 19 de su calle, aunque alguien, en algún momento dado, quiso escribir un 3 encima como intentando ocultarlo.

 

 

Un 19 tachado… semiescondido… Pero a la vez cuidadosamente focalizado por la cámara.

Lo mismo que sucedió también aquí:

 

 

Y bien, entremos:

 

Voz anónima: Él puede mostrar dónde ocurrió eso.

 

Una niña asesinada.

 

 

Una madre asesinada.

 

 

Un hijo asesinado.

 

Voz anónima: Por la noche el mató a su esposa y a sus hijas, y se suicidó.

 

Y un padre asesino y suicida.

 

Voz anónima: Está claro. Vámonos.

Iván: ¡Hurra!

Iván: ¡Rodeen el edificio! Presten atención, no les dejen escapar!

Iván: ¡Manos arriba! ¡Sal!

Iván: ¿Quieres esconderte? ¡No te esconderás de mí!

Iván: ¿Por qué tiemblas?

Iván: ¡Responde! Me las pagarás por todo… ¿Entendido? Yo te…

 

Es, sin duda, el temblor de Iván el que hace vibrar la imagen, pues es la luz de su linterna la que tiembla.

Pero, ¿de dónde procede ese temblor?¿Del temblor mismo del padre que en su momento hubo de hacerle huir y, así, desaparecer del mundo del niño? Es decir: quedar escondido para él.

Ahora bien, cabe preguntarse si en regímenes totalitarios tan represivos y aniquiladores como fueron el soviético y el nazi, construidos ambos sobre una censura extrema y sobre un culto absoluto a la personalidad del dictador, quedaba espacio alguno posible para que un padre real pudiera mantener su lugar y su dignidad.

Pues, es obligado reconocerlo, la dignidad mayor de un padre es la dignidad de su palabra.

 


La sangre del padre

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La campana

 

 

e Iván, que ahora -en Andrei Rublev– se llama Boriska.

 

 

¿Y esto que és? Parece sangre seca sobre la nieve.

Sobre ella va a ser nombrado el padre.

 

Soldado: ¿Esta es la casa de Nicolás, el fundidor?

Boriska: Ésta.

Soldado: ¿Es tu padre?

Boriska: Mi padre.

 

Diríase que esa hemorragia coagulada sobre la nieve estuviera en relación con ese padre.

 

Soldado: ¡Llámale!

 

Y es un padre al que ya no se puede llamar, pues no está.

 

Boriska: No está.

 

Por cierto: ¿si esto fuera sangre, de dónde procedería?

En qué lugar de Andrei Rublev podríamos localizar su origen?

Sólo puede proceder de esa escena muy anterior del film que constituye, junto a la de El Evangelio según San Mateo, la más bella crucifixión de la historia del cine.

 


 


El padre: la palabra y el acto, el saber y el secreto

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Soldado: ¿Dónde está?

Boriska: Murió.

Boriska: La peste se llevó a todos: a mi madre, a mi hermana y a mi padre también.

 

Como ven, en cierto modo, el punto de partida es el mismo de Iván, con sólo cambiar la guerra por la peste.

 

Soldado: ¿Y el fundidor Brabiel? ¿Vive en la isba de al lado?

Boriska: Gabriel también murió. Y el artífice Kasián también.

 

¿Y qué decir de ese gallo que queda al descubierto y reencuadrado por esa oscura ventana, una vez que se aparta el trasero del caballo?

No hay duda de su rima con Iván.

Es un gallo, como gallito es Iván cuando le habla al soldado que ha venido en busca de su padre.

Es de la masculinidad, en su primera afirmación, de lo que se habla, con tanta precisión como precisa es la colocación de ese orgulloso gallo reencuadrado sobre negro en la imagen.

 


Boriska: Los tártaros se llevaron a Ivanote. Sólo queda Fiódor. Vayan a su casa, sólo que deben apurarse.

 

Los tártaros: ¿los nazis, los estalinistas?

 

Boriska: Pues él está tumbado, se queja y no abre los ojos.

Boriska: En cualquier momento puede morirse.

 

Como ven, la muerte del padre se extiende a toda una generación de varones.

Ahora bien: la cuestión de fondo no es que el padre esté muerto, sino si su función simbólica pervive.

Pues la función simbólica del padre está vinculada a la muerte.

Tanto porque con su llegada, con su primera irrupción en la vida del niño, éste debe hacer la experiencia de esa primera muerte que es la pérdida de la imago primordial en la que se vive ser, como porque solo con su muerte su palabra puede ser realmente oída.

Pues sólo entonces el hijo está, por primera vez, en cierto modo, en la posición del padre, carente de la generación anterior que le defendía de la muerte.

 

Soldado: ¡Hasta dónde hemos llegado! No hay quien pueda fundir una campana.

Boriska: ¡Llévenme consigo!

Boriska: ¡Les fundo la campana!

Soldado: ¿Estás loco?

 

Los términos de la cuestión son precisos: ¿sabe o está loco?

 

Boriska: ¡Llévenme a dónde el príncipe! ¡Lo haré todo bien!

 

Y lo que está en juego es el acto: ser capaz de hacerlo bien en el momento justo.

 

Boriska: De todas maneras, no encontrarán a nadie más, todos murieron.

Boriska: ¡No encontrarán a nadie mejor que yo!

Soldado: ¡Vete!

Boriska: ¡Como quieran! ¡Para ustedes será peor! ¡Conozco el secreto de la fundición de campanas!

 

Y el acto aparece en relación directa con un secreto.

Es decir: un secreto regula la posibilidad de acertar en el momento del acto.

 

Boriska: ¡Lo sé, pero no lo diré!

 

¿Boriska lo sabe pero no lo quiere decir?

Eso es lo que afirma.

Pero sin saberlo es otra cosa lo que realmente dice: que eso es un saber que no puede ser dicho.

Volveremos a ello en su momento, pues es todavía pronto para desplegar lo que en ello está en juego.

El caso es que ese secreto está en relación directa con el padre y con su saber.

 

Boriska: Mi padre conocía el secreto de la fundición de campanas de cobre.

Boriska: Cuando moría me lo contó.

 

Como les decía, la cuestión no es si el padre está o no muerto, sino si está viva su función simbólica: pues Boriska invoca su actualidad y su presencia, apelando ni más ni menos que a la última palabra del padre, esa que se profiere en el umbral de la muerte y que obtiene, de ese umbral, su mayor intensidad, la acreditación más intensa de su verdad.

 


El tartamudeo de Boriska

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Boriska: ¡No lo conoce nadie más! ¡Sólo yo lo sé! ¡Yo!

 

La última palabra de ese padre del que Boriska se declara heredero.

Pero entonces, justo entonces, Boriska tartamudea:

 

Boriska: Cuando moría, mi padre me lo… (tartamudea)

 

Imposible no recordar el tartamudeo que abre El espejo:

 

Doctora: ¿Cuál es tu nombre y apellido?

Yuri: Me… llamo… (tartamudea)

Yuri: Yuri… Zhari… (tartamudea)

Doctora: ¿De dónde has llegado?

Yuri: He llegado de Járkov.

 

Boriska: Cuando moría, mi padre me lo… (tartamudea)

 

Boriska tartamudea.

Y el tartamudeo es ya en sí mismo una falla en el momento del acto.

En el momento de ese acto que es el acto de la enunciación.

Obviamente, ello está en relación con ese desgarro abierto que ha cobrado la expresión visual del reguero de sangre helada sobre la nieve.

 


Soldado: ¿Esta es la casa de Nicolás, el fundidor?

Boriska: Ésta.

Soldado: ¿Es tu padre?

Boriska: ¡No lo conoce nadie más! ¡Sólo yo lo sé! ¡Yo!

Boriska: Cuando moría, mi padre me lo… (tartamudea)

 

Y justo en el momento en que ese tartamudeo interrumpe la enunciación de Boriska, aparece el nombre de Dios:

 

Soldado: ¿Nos llevamos a este siervo de Dios?

Soldado 2: ¿Qué tonterías estás contando?

Soldado: ¿Quieres que el Gran Príncipe nos despelleje?

Soldado 2: ¡Mentira! ¡No hay ningún secreto!

 

Esta es la cuestión: ¿hay o no hay secreto?

 

Soldado: Peor para él. ¡Ven acá!

 

Por cierto, si la madre y la hermana han muerto, ¿quién ha lavado y colocado ahí esas telas a secar?

 

 

Unas sábanas femeninamente colocadas que hacen caer a Boriska en el momento en que se le da la oportunidad de acceder al desafío del acto.

La misma caída que retornará en El espejo ante la llegada del padre:

 

 

Y ahí, sin duda, está la madre.

 

 


Soldado: ¡Móntate!

 

¿Y qué me dicen de esa cruz de nieve cuidadosamente colocada por Tarkovski al fondo?

Es este el momento de hacer una corrección a algo que dije en una sesión anterior: que la isba, la casa-cabaña, no aparecía en el cine de Tarkovski hasta después de Andrei Rublev.

Como ven, eso no era exacto: la isba está ahí, por más que reducida al mínimo y semidestrozada.

 

 

Y de hecho el propio Boriska la nombra:

 

Boriska: ¿Y la isba…?

Soldado 3: Móntate.

 

Pero está claro de lo que se trata; de eso que exige la trama de Edipo, es decir, el proto-relato de Occidente: de abandonarla, de salir y alejarse ella; de afrontar el viaje de la maduración cuyo horizonte está presidido por el acto que aguarda.

 

Soldado 2: ¿Bueno, qué? ¿Los convencieron?

Soldado: Je, je, je.

 

Boriska parte, pero la cámara parece no acompañarle sino quedarse ahí, haciendo que la isba crezca en peso visual tanto más cuanto los personajes se alejan.

 


Boriska invoca la palabra del padre

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En lo que resta del film, el relato va a seguir paso por paso el proceso de construcción de la gran campana medieval.

Lo que exige, en primer lugar, buscar el lugar apropiado para la excavación.

 

Jefe fundidor: ¿A dónde vamos? ¿Qué buscamos? Si se puede cavar al lado del campanario.


Boriska: ¿Cavamos aquí?

Jefe fundidor: Aquí también se puede, solo que sería más cómodo cerca del campanario.

Jefe fundidor: Porque esto está muy lejos, para cargar con tanto peso.

Boriska: ¿Acaso aquí no se puede? Aquí lo haremos.

 

Una serie de actos, de decisiones, que se encadenan eficazmente hacia el objetivo final del que dependerá el sentido de cada uno de ellos.

Y en cada uno de ellos, Boriska deberá invocar la palabra de ese padre del que se reclama heredero:

 

Boriska: Bueno, ¿cavamos juntos?

Jefe fundidor: No somos cavadores sino fundidores.

Jefe fundidor: ¿Y nosotros tenemos que cavar la tierra?


Boriska: ¿Sabes lo que me dijo mi padre antes de morir?

Boriska: “De eso me di cuenta -me dijo- sólo cuando se acercó mi vejez.” Dijo así y se murió.

 


El árbol, su raíz y la mirada de Dios

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Y junto al acto, el secreto y el padre, la raíz que da, al árbol, su sentido como símbolo paterno:

 


 

¿Recuerdan?

 

 

Lo que ahora, en Andrei Rublev, emerge con la intensidad de un descubrimiento:

 


 

Potente conjunción la de estos dos planos sucesivos.

Pues si es evidente que entre uno y otro se ha introducido una acentuada elipsis temporal, no lo es menos que los planos están ligados por un raccord de mirada a posteriori: feliz con su trabajo, Boriska sigue mirando el árbol al pie del cual, bajo su protección, podríamos decir, ha cavado ese espectacular agujero.

 

 

Un ave atraviesa entonces el plano, aumentando el efecto oxigenante del travelling de retroceso en su progresiva apertura.

Introduciendo, también, una sinestesia neumática -me refiero al pneuma– que nos devuelve el hálito mismo del Espíritu Santo.

 

 

¿No tiene ello que ver con el punto de vista que aquí se afirma y que es, propiamente, uno de vista de pájaro?

 

 

¿No ancla aquí la cámara su mirada en el punto de vista de Dios?

Un punto de vista que integra de manera armónica el gran árbol paterno con el agujero abierto en la tierra materna.

 


n

 

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