1. El star-system. El deseo, la imago y la ley

 

 

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2017/2018
sesión del 06/10/2017
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2018

 

 

 

 

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Presentación demorada de las estrella

 

Comenzaré llamándoles la atención sobre esto: la presentación del protagonista masculino no se produce hasta aquí,

 

 

es decir, solo una vez que han pasado 9 minutos desde el comienzo del film.

 

Es un dato en sí mismo notable. Pero no lo es menos que la protagonista femenina

 

 

no aparecerá hasta 16 minutos más tarde, es decir, nada menos que en el minuto 25.

 

Queda hecho el señalamiento. Les invito a que se pregunten por qué.

 


Un triángulo invertido

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África.

 

Continente cálido, si no ardiente, tanto como apartado de la modernidad y de su racionalidad. Las connotaciones de lo pasional y de lo pulsional se suscitan con facilidad a su propósito.

 

Recuerden que el film se estrenó en 1942. Aquel era un tiempo todavía colonial, pues las descolonizaciones empezaron, lentamente, tras la conclusión de la Segunda Guerra Mundial.

 

Su forma puede ser abstraída en un triángulo invertido. Y ciertamente este es un triángulo que va a realizarse de inmediato:

 

 

Aquí lo tienen: en la base de este triángulo invertido -que por ello se encuentra arriba- Humphrey Bogart e Ingrid Bergman- los nombres de los actores que interpretan a Rick y a Ilsa.

 

Ahora bien, porque se trata de un triángulo invertido, dos efectos se deducen de inmediato. Primero, su potencial desequilibrio, dada lo en extremo exigua que es su base. Y segundo, que el tercer nombre queda difuminado, casi sumergido, ante la presencia protagónica de los dos primeros.

 


El star-system. El deseo y la ley

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Saben ustedes que el star-system lo refuerza:

 

 

los dos primeros nombres son los de las estrellas.

 

Ahora bien, no sé si se han parado a reflexionar sobre lo que, a estos efectos, significa el star-system.

 

Y ello porque las consideraciones socioeconómicas, combinadas por una aristocratizante mirada despectiva de los intelectuales hacia los gustos de los grandes públicos, suelen desdibujar el asunto.

 

Ensayemos una mirada psicoanalítica sobre ello. Es decir, una mirada que atienda a la dinámica del deseo que el star-system concita.

 

Pues las estrellas son, literalmente, estrellas para el deseo, faros que conducen la mirada deseante de los espectadores.

 


 

Posiciones de deseo en el doble sentido, subjetivo y objetual, del término.

 

En primer lugar, la posición del sujeto que desea. Desde el momento en que la estrella está ahí, mirando con deseo, de inmediato nos identificamos con ella, aunque con lo que realmente nos identificamos es con su deseo, pues es su deseo lo que hacemos nuestro de inmediato.

 

De hecho, la identificación no es tanto una identificación con alguien -soy como él-, sino una identificación en alguien: su deseo es mi deseo, le suplanto, hago mío su punto de vista.

 

Y en segundo lugar, la posición del objeto de deseo.

 

 

Desde el momento en que la estrella está ahí, bañada en su propio brillo, ocupando el centro de la pantalla de mi percepción, su brillo es mi brillo, porque me identifico en ella, en ella deseo y me vivo deseable.

 

Y miren, si el star-system funciona así no es porque perversos capitalistas lo hayan diseñado para hacerse ricos engañando a los espectadores. Es, más bien, todo lo contrario: los espectadores quieren que eso exista y se les ofrezca.

 

Y es que, antes que nada, eso es lo que desean: desear, entrar en el circuito del deseo.

 


Deseo y cuerpo

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Y si lo piensan bien, se darán cuenta en seguida de que esa notable tecnología que es la cinematográfica tan solo hace suyos y potencia mecanismos que existían antes y con independencia de ella.

 

¿Acaso no han aprendido así ustedes mismos a desear, viendo y haciendo suyo, en su vida cotidiana, el deseo de los otros?

 

Miren, en el fondo, todo el mundo lo sabe, aunque muchos lo ignoran desde el momento en que se sientan en un aula universitaria.

 

Creo que saben a lo que me refiero, pero lo traduciré en el esquema de una situación que todos ustedes han vivido de una manera u otra: pongamos que A quiere ser deseado por B.

 

¿Cuál es la mejor y más rápida manera que tiene A de conseguirlo? Colóquense en A y respondan.

 

Sin duda: A buscará a alguien que le desee, llamémosle C, y le pondrá delante de B, sencillamente para esto: para que vea como C le mira con deseo.

 

Para que vea, en suma, como brilla con el brillo que el deseo de C vierte sobre él.

 

Y es que nada hay tan contagioso como el deseo.

 

Quizá se pregunte alguno de ustedes: si eso sucede con tanta facilidad en la vida cotidiana, ¿para qué hace falta el cine?

 

Pues miren, porque en la vida real está, además del deseo, lo real mismo, poniéndole al deseo un sin fin de obstáculos, el primero de los cuales es el cuerpo del otro.

 

Y caray, eso es siempre un serio obstáculo para el deseo. Pues el cuerpo real del otro decepciona siempre, necesariamente, dado que no puede devolver la imago que está en el origen del deseo.

 


La imago Primordial, arquetipo de todos los posteriores vínculos de amor

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Y por cierto que esto que ahora les digo, aunque no expresado exactamente en los mismos términos, lo deben haber encontrado ya en su lectura de Esquema del psicoanálisis:

 

«El primer objeto erótico del niño es el pecho materno nutricio; el amor se engendra apuntalado en la necesidad de nutrición satisfecha. Por cierto que al comienzo el pecho no es distinguido del cuerpo propio, y cuando tiene que ser divorciado del cuerpo, trasladado hacia “afuera” por la frecuencia con que el niño lo echa de menos, toma consigo, como “objeto”, una parte de la investidura libidinal originariamente narcisista. Este primer objeto se completa luego en la persona de la madre, quien no sólo nutre, sino también cuida, y provoca en el niño tantas otras sensaciones corporales, así placenteras como displacenteras. En el cuidado del cuerpo, ella deviene la primera seductora del niño. En estas dos relaciones arraiga la significatividad única de la madre, que es incomparable y se fija inmutable para toda la vida, como el primero y más intenso objeto de amor, como arquetipo de todos los vínculos posteriores de amor… en ambos sexos.»

[Freud, Sigmund: Esquema del Psicoanálisis, p. 188]

 

Ahí lo tienen, escrito con todas las letras: el arquetipo de todos los posteriores vínculos de amor -y entiendan aquí arquetipo, en tanto tipo inicial, esencial y modelizante de todo posterior tipo para el deseo en ambos sexos- es la madre.

 

Así lo dice Freud. Pero pienso que avanzamos si, de acuerdo con el esfuerzo analítico de Freud, damos a ese arquetipo un nombre diferente al de madre, pues la palabra madre nombra también muchas cosas que no forman parte de él: no es la madre que, llegado el momento, decepciona, ni la madre que envejece, ni la madre que vuelve la espalda, ni siquiera la madre en tanto ser diferente del niño.

 

Por el contrario, Freud lo dice también con todas las letras, es, antes que nada, el pecho y, desde luego, todo lo que de placentero asocia el bebé a él. Y, sobre todo, es algo que él no reconoce todavía como un ser otro, como un objeto diferente del mismo -pues no es distinguido del cuerpo propio- como será pronto la madre, sino como una parte de sí mismo.

 

Tan es así, añade Freud, que cuando el niño tiene que aceptar desprenderse de él, reconocerlo como separado de sí mismo, lo vive como una pérdida de sí que afecta a su narcisismo inicial –cuando tiene que ser divorciado del cuerpo, trasladado hacia “afuera” por la frecuencia con que el niño lo echa de menos, toma consigo, como “objeto”, una parte de la investidura libidinal originariamente narcisista.

 

Y observen que si en un primer momento Freud ha hablado de objeto, del primer objeto erótico del niño, luego se ha arrepentido y se ha visto obligado a poner la palabra objeto entre comillas, pues, ciertamente, si es parte del originario yo del niño, no puede ser su objeto, ni el mismo ser sujeto ante ella.

 

Les estoy introduciendo, desde la letra misma de Freud, los elementos sobre los que se construye el trazado general de la trama de Edipo que encontrarán, cuando lo lean, en ese otro texto mío que les he propuesto y que lleva por título, precisamente, Lo real. [Disponible aquí]

 

Y en este sentido les llamo la atención en que, para que haya sujeto y objeto debe haber, previamente, separación asumida.

 

 

Les ofrezco imágenes de Casablanca para que, precisamente, le den imagen al asunto. Si estas imágenes sirven para visualizarlo es porque el enamoramiento es eso precisamente, una experiencia imaginaria de retorno a la fusión con, en, la imago primordial.

 

Les hablaba de una necesaria separación. Y ciertamente el trayecto narrativo del film va de la feliz conjunción que esas copas escriben en el plano, a la disyunción dramática con la que concluye:

 

 

La asunción de esa separación es en sí misma dolorosa, pues es un trozo de sí lo que se pierde.

 

De él, pero sólo en tanto que esa pérdida tiene lugar, nace el objeto del deseo y, simultáneamente, el sujeto.

 

¿Cuándo concluye ese proceso por el que se asume la exterioridad de la imago primordial perdida? En mi opinión -y en la de Freud- nunca del todo, como lo prueba la compulsión del ser humano a enamorarse, es decir, a fantasear el retorno de la imago primordial.

 

De modo que siempre hay una resistencia a ello, a renunciar al territorio de posesiones del yo originario, al narcisismo originario, en suma.

 

De hecho, si leen ese otro trabajo decisivo sobre el asunto que es El fetichismo, verán como la tendencia a negar la realidad, la tendencia del yo originario a renunciar a sus posesiones originarias tiene una fuerza extraordinaria.

 

Por eso permítanme que les añada esta consideración que en mi opinión se deduce, aunque no esté como tal dicha, en el texto de Freud: que solo con la castración se asume -y nunca del todo- la pérdida de esa imago primordial.

 

Y denle la vuelta al asunto: ¿no es ya castración la aceptación de esa pérdida primera que es la pérdida de lo más valioso del yo?

 

En ello anida la dificultad esencial del encuentro sexual para el ser humano: en que, si se ve conducido a él enamorado, es decir, siguiendo el ensueño de la restitución de ese arquetipo del deseo que es la imago primordial, lo que encuentra siempre es un cuerpo real, incompleto, marcado por la diferencia sexual que es ya siempre, de una o de otra manera, algo que tiene que ver con la castración.

 


Imago y huella. El primer plano de la estrella

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Ahora bien, ¿se han dado cuenta ustedes de la especial peculiaridad del cine por lo que se refiere a su capacidad de recrear la ilusión de ese proceso que es el del enamoramiento?

 

Saben de lo que les hablo, porque ustedes se han enamorado multitud de veces en el cine.

 

Quiero decir: se han sentido intensamente enamorados de ciertos personajes hasta tal punto que, cuando la película acababa, si habían ido a verla con su pareja, han llegado a sentirse incómodos, pues se han dado cuenta -experiencia en sí misma desagradable- que el enamoramiento que sienten por ella carece de la intensidad que ustedes mismos acababan de experimentar en relación con la estrella cinematográfica.

 

¿A qué se debe eso sino al hecho de que su pareja es también un cuerpo real que se resiste a encarnar la imago primordial que ustedes intentan proyectar sobre ella?

 

Les hablaba del problema que el cuerpo real plantea al deseo, pues bien, cuerpo real es, precisamente, lo que en cine no hay.

 

 

Si lo dudan no tienen más que mirar la pantalla.

 

En ella solo hay imágenes y huellas. Imágenes que son signos e imágenes que son constelaciones, gestalts, que demuestran de inmediato su capacidad de movilizar nuestro deseo. Y hay huellas de cuerpos que han estado ahí, delante de la cámara, pero que ahora, cuando miramos la pantalla, no están. Y, porque ahora no están, no pueden alcanzarme, tocarme, irrumpir decepcionando lo que las imagos movilizan.

 

Además, en la misma media en que nos encontramos en el star-system, el arte de la fotogenia está ahí trabajando para suprimir las aristas siempre ásperas de la huella, para, digámoslo así, imaginarizarla, es decir, elaborarla de modo que, a la vez, resulte descarnalizada y, si me permiten esta expresión, gestaltizada.

 

Véanlo: ni una arruga, ni un pliegue, una piel perfecta y tan brillante como su pendiente y como las lágrimas amorosas que afloran en sus ojos.

 

Es la gestalt perfecta, la promesa de completitud absoluta.

 

¿No les gustaría a ustedes que cuando fotografían a sus novias salieran siempre así de guapas? ¿Y recuerdan cuantas fotografías han borrado porque no lo conseguían?

 

La huella late siempre al fondo tanto de la fotografía como del cine, a modo de una amenaza capaz de desmoronar todas las constelaciones imaginarias que iluminan nuestro deseo. Lo que, por cierto, se ve muy bien en la tensión -fácilmente perceptible en su sonrisa y en su mirada- con la que hoy los jóvenes posan para las fotografías.

 

De modo que la imagen de la estrella, elaborada por la fotogenia y desprovista de la presencia de un cuerpo amenazante, hace emerger la memoria inconsciente de la imago primordial.

 

Por otra parte, ¿deberé recordarles hasta qué extremo el primer plano es una de las piezas fundamentales del star-system?

 

Y por cierto que les hablo del primer plano del rostro femenino, cuya presencia es uno de los datos mayores -aunque todavía no suficientemente estudiado- de la historia del cine. Hace tiempo que vengo sugiriendo que una de las maneras posibles, y no de las menos eficaces, de pensar esa historia pasaría por levantar acta de la historia de las relaciones de los cineastas con las actrices cuyos primeros planos han apresado.

 

Ese es, por cierto, uno de los vectores mayores del erotismo cinematográfico.

 

Y aunque les parezca políticamente incorrecto -pero es que hoy en día se confunde lo políticamente correcto con el borrado de la diferencia sexual-, les insistiré en que hablo de actrices, no de actores, sencillamente porque la imago primordial, en el origen, fue soportada por una mujer.

 

Piénsenlo bien: ¿hay algo más próximo a la percepción que tiene el bebé cuando mama y fija su mirada -no en el pecho sino- en el rostro de su madre, que lo que nos ofrece un gran primer plano cinematográfico como éste?

 

Insisto: ¿no les parece, por eso mismo, que esa experiencia visual esencialmente ligada a la imago primordial se suscita cada vez que el cine nos ofrece el gran primer plano de una mujer hermosa?

 

Les diré más: ¿acaso no se encuentra ahí -en la mirada del bebé cuando mama- la experiencia misma prefiguradora de la belleza?

 

Es así, en todo caso, como la dimensión de lo imaginario se manifiesta y activa de la manera más intensa en el campo del cine.

 


El eje de lo imaginario

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Y bien, he aquí el eje de lo imaginario.

 

Ya les he mostrado hasta qué punto su eficacia, en cine, es todavía más intensa que en la realidad.

 

Porque hay veces que han puesto a C delante de B y sin embargo B ha seguido pasando de ustedes.

 

Pero eso no sucede en el cine. En el cine, en cuanto ese eje se pone en acción, ya están ustedes desando, identificándose, sintiéndose habitantes del universo del relato.

 

Desde ese momento, el mecanismo del suspense se ha puesto en funcionamiento: ustedes desean y aguardan el cumplimiento de ese deseo.

 

Lo entenderán mejor a través del ejemplo negativo: ese cine que les parece difícil, el cine de autor que rechazan los grandes públicos -piensen en Buñuel, en Bergman o en Antonioni-, es un cine que desinteresa a los espectadores precisamente por eso, porque en él el suspense no funciona, dada la escasez con la que reciben en él la invitación a desear.

 

¿Qué hace falta para que eso se mantenga e intensifique?

 

Basta con que haya un oponente, alguien que se oponga al acceso del sujeto al objeto del deseo, para que el deseo mismo, viéndose retenido, se acumule e intensifique.

 

No hay que buscar muy lejos, porque se encuentra ya aquí:

 

 

Es, claro está, el tercer nombre.

 

Ubiquémoslo en su lugar:

 

 

el deseo del sujeto encuentra un obstáculo, una fuerza narrativa que se opone a su deseo.

 

¿Está ahí ya el Edipo?

 

Bueno, digamos que están sus elementos, pero no está todavía su trama. Hace falta que otro eje se active sobre este haciendo posible una estructura.

 

Enseguida les voy a mostrar como eso se encuentra escrito en el texto de Freud que han leído.

 

Pero antes conviene que vean como eso sucede en Casablanca.

 


Invirtiendo el triángulo

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Y bien, miren, en Casablanca la cosa es evidente: todo el movimiento del relato cristaliza en la inversión de ese mismo triángulo:

 

 

Aquí lo tienen: Bogart sigue a la altura de Bergman, pero Henreid encuentra por encima de ellos.

 

Y ello se refuerza poderosamente a través del montaje: pues si existe un eje horizontal en el que se encuentran las miradas de Rick e Ilsa,

 

 

a la vez las miradas de ambos, en tanto que por cierto motivo difractan entre sí,

 

 

se elevan hacia la posición de ese tercero que pasa a ocupar el vértice del triángulo.

 

 

De modo que este es el triángulo de llegada. Es decir, la inversión directa de éste:

 

 

De modo que podemos resumir así el trayecto del film: de aquí:

 

 

a aquí:

 

 

Y, por otra parte, si tal es el trayecto, parece más apropiado, para rendir cuenta del trazado global, figurarlo así:

 

 

Es decir: colocar arriba el de llegada, en tanto que es percibido por el espectador, en el plano emocional, como netamente conclusivo, como la solución esencialmente necesaria.

 


El eje de la ley

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Ahora léanlo en Freud:

«La madre ha comprendido muy bien que la excitación sexual del varoncito se dirige a su propia persona. En algún momento medita entre sí que no es correcto consentirla. Cree hacer lo justo si le prohíbe el quehacer manual con su miembro. La prohibición logra poco, a lo sumo produce una modificación en la manera de la autosatisfacción. Por fin, la madre echa mano del recurso más tajante: amenaza quitarle la cosa con la cual él la desafía. Por lo común, cede al padre la ejecución de la amenaza, para hacerla más terrorífica y creíble; se lo dirá al padre y él le cortará el miembro.»

[Freud, Sigmund: Esquema del Psicoanálisis, p. 189]

 

La cosa está enunciada con la crudeza propia de tiempos que no estaban abducidos por los equívocos de la educación políticamente correcta.

 

Pero, en cualquier caso, aunque eso hoy no se enuncie así, con esa crudeza, se enuncia en cualquier caso: la madre necesita frenar lo que percibe como un peligroso exceso.

 

Habría que analizar las formas por las que hoy se actúa sobre ello, y no está claro que sean necesariamente mejores, pues pueden resultar en demasiado ambiguas para el niño.

 

Pero no vamos a detenernos en ello -aunque es notable que a nadie se le haya ocurrido ocuparse de eso, es decir, de los modos por los que ahora las madres frenan esa pulsión que desde el niño les alcanza.

 

En todo caso no olviden lo esencial: a la ley le conviene la claridad.

 

Vayan en todo caso a lo esencial.

 

La madre prohíbe, es decir: enuncia una ley.

 

 

Y, además, la pone por cuenta del padre –cede al padre la ejecución de la amenaza.

(…)

 

He esperado callado durante unos segundos para dar margen a que alguien diga: ¿y por qué debería cederla ¿por qué no ella misma, como mujer? Será machista este Freud…

 

Y el caso es que aquí los psicoanalistas modernos, amedrentados por el riesgo de tamaña acusación, silban y se desvían por los laterales.

 

Total, que la cosa queda ahí, enmarañada.

 

Permítanme que les dé una explicación del asunto que no encontrarán en Freud explícitamente, pero que les propongo como una del todo coherente con su discurso.

 

 

Basta con retomar esa idea esencial de Freud, que ya hemos encontrado hoy, según la cual, ese pecho materno, eso que les he invitado a llamar la imago primordial, ha sido la parte más valiosa del yo originario –el pecho materno (…) no es distinguido del cuerpo propio, y cuando tiene que ser divorciado del cuerpo, trasladado hacia “afuera” (…) lo echa de menos, toma consigo, como “objeto”, una parte de la investidura libidinal originariamente narcisista.

 

Basta con atender a eso para darse cuenta de que si es la madre la que encarna la ley mete al hijo en un callejón sin salida.

 

El nombre de ese callejón sin salida lo tomaremos de Bateson: el doble vínculo.

 

Y es que la madre es una magnitud demasiado poderosa para el niño; recuérdenlo: precisamente la portadora de esa imago primordial en la que se conformó el yo del niño en el origen.

 

Doble vínculo: pues esa ella que es en cierto modo yo, aparecía entonces a la vez como el objeto de amor que se da y como el sujeto de la ley que se prohíbe.

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