1. Fordianos. El cine en el diván

 

Jesús González Requena
Edipo II. Del odio a la promesa
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2015/2016
sesión del 09/10/2015
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2016

 

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En el diván: el cine y el sueño

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Si algunos de ustedes son ya psicoanalistas, quiero decir, si tienen experiencia práctica en el ejercicio de esa función, sabrán por experiencia propia la importancia que el cine ha alcanzado en el diván.

 

Los pacientes hablan en él una y otra vez de las películas que han visto, que les han afectado o les han emocionado.

 

Y es lógico, porque pocas cosas se parecen tanto a un sueño como una buena película.

 

Lo que por cierto se manifiesta en el interés que los psicoanalistas han comenzado a tomarse por el cine. Aunque, lamentablemente, suelen hacerlo mal. Y ello porque solo atienden a las películas como ilustraciones de sus teorías o de sus casos clínicos. Que es justo lo que un psicoanalista no debería hacer.

 

Lo que un psicoanalista debe hacer con una película es, muy exactamente, lo que vamos a hacer aquí, es decir: analizarla como se analiza un sueño.

 

Y a este propósito, ¿quieren conocer una buena vía de acceso a su inconsciente?

 

Pues bien: consiste en localizar esa película que les impresionó a ustedes especialmente cuando eran niños. Es posible que ni siquiera recuerden su nombre, pero eso no sería más que una confirmación secundaria de su importancia para ustedes.

 

Búsquenla, vuelvan a verla, analícenla. Verán hasta qué punto eso les ayuda a acceder a su inconsciente.

 


Fordianos

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No sé si les gustó la película que les hice ver el otro día.

 

Quizás a algunos les pareciera muy antigua. O a otros no les guste el western… O…

 

Déjenme que intente motivarles.

 

Y, para ello, díganme: ¿les hubiera gustado más si les hubiera puesto… qué se yo… una película de Jean-Luc Godard como Al final de la escapada (À bout de souffle) o Pierrot le fou?

 

 

O una de Steven Spielberg como Tiburón (Jaws), La lista de Schindler (Schindler’s List) o Minority Report.

 

 

O quizás hubieran preferido una de Martin Scorsese, y entonces podría tratarse de Taxi Driver o de Shutter Island.

 

 

O puede incluso que sus gustos sean todavía más modernos y prefirieran ver, qué se yo, Breaking Bad, de Vince Gilligan, o True Detective de Joji Fukunaga y Nic Pizzolatto?

 

 

Y observarán que pongo en primer término a Fukunaga y dejo el segundo para Pizzolato. El motivo es obvio: en la segunda temporada Pizzolatto ha prescindido de ese notable cineasta que es Fukunaga y, convertido en hombre orquesta, ha cometido el error tan habitual en las series televisivas modernas de utilizar a directores diferentes para cada uno de los episodios, con lo que esa segunda temporada ha terminado resultando francamente decepcionante.

 

Pero bueno, dejemos esto. Volvamos a nuestro asunto.

 

 

¿Por qué les hablo de todas estas otras películas y de estos otros cineastas?

 

Pues bien, les contestaré con otra pregunta.

 

¿Por qué, a propósito de la posible incomodidad que a algunos de ustedes les puede haber producido el visionado de The Searchers -y más aún que eso, la perspectiva de pasarse un semestre estudiando tal película, aunque no sea para tanto: Io de semestre es uno de esos eufemismos de moda hoy en día; realmente la cosa se queda en un cortito cuatrimestre-, les hablo de todas estas películas que puede que a más de uno de ustedes les gusten más que The Searchers?

 

 

La respuesta es fácil. Todos los cineastas de los que acabo de hablarles admiran profundamente a John Ford. Y, del conjunto de su cine, repleto de obras maestras, consideran que The Searchers es la más importante.

 

Según avancen en la lectura del seminario del año pasado -y les animo una vez más a que lo hagan lo antes posible- verán que estoy de acuerdo con ellos.

 

Y no porque piense que The Searchers sea mejor que El hombre que mató a Liberty Valance o La taberna del irlandés, sino porque pienso -y ello desde el psicoanálisis- que es la película decisiva en su trayectoria personal, artística y biográfica.

 


La vida y la obra. El espejo y su reflejo

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Y por cierto, aprovecho la cuestión para decirles que -aunque se haya puesto de moda afirmar lo contrario- en todo gran artista estas dos dimensiones, la de la biografía y la de la obra artística, son, sencillamente, indisociables.

 

No crean a aquellos que insisten en decir que la vida del artista no tiene importancia, que lo único que debe importar es su obra.

 

No les crean porque, desde un punto de vista psicoanalítico, eso es, sencillamente, insostenible.

 

La fuerza estética de una obra procede -¿de dónde podría proceder si no?- del inconsciente del artista.

 

Y el inconsciente de cada cual es el palimpsesto de las heridas que ha sufrido y de los símbolos que, mal que bien, le han permitido suturarlas.

 

Pero no me malentiendan: no les estoy diciendo que la obra de arte sea el reflejo de la vida del artista. Eso, si me permiten que lo diga de una manera coloquial, no me parece más que una tontería.

 

Nada es el reflejo de nada, ni siquiera el reflejo del espejo.

 

Y ello porque todo lo que es, es.

 

Nada lo prueba mejor, precisamente, que el espejo y su reflejo.

 

La mejor prueba de ello es hasta qué punto nos confundimos cuando nos miramos en un espejo y nos decimos que eso que vemos en él no es otra cosa que nosotros mismos, y añadimos, como si eso lo explicara todo, nosotros mismos, reflejados en el espejo.

 

La de tonterías y disparates que hacemos después, y que proceden de la equivocación de confundirnos a nosotros mismos con lo que hemos visto en el espejo y a lo que hemos quitado toda densidad llamándolo, sin más, reflejo.

 

Les insisto: todo lo que es, es.

 

Incluso el reflejo, pues en tanto que es, es más y otra cosa que el reflejo de otra cosa.

 

Es. Claro que es. Miren la prueba más sencilla. Ustedes no se miran en el espejo para verse, sino para disponerse, para trabajarse, en suma, para diseñar y elaborar su puesta en escena en la escena de la vida.

 

Ensayan, se estudian con una u otra ropa, se maquillan, de una u otra manera.

 


Los textos prefiguran la realidad

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Pues bien, esto les prueba que nada es el reflejo simple e inmediato de otra cosa.

 

Y por eso el arte no es el reflejo ni de la sociedad en que se hace ni del artista que lo hace.

 

Por el contrario: cada obra de arte es una parte sustantiva de la sociedad en la que se hace tanto como de la vida del artista que la crea.

 

De lo primero les citaré dos ejemplos que utilizo con frecuencia.

 

Primer ejemplo: las torres gemelas de Nueva York empezaron a ser derrumbadas cuando David Fincher puso en escena su derrumbe en El Club de la Lucha.

 

Segundo ejemplo: durante la Segunda Guerra Mundial, el desembarco norteamericano en el Norte de África comenzó cuando Michael Curtiz rodó Casablanca en un plató de Hollywood.

 

Y estoy por añadir esta temporada un tercer ejemplo: la tragedia aérea de Germanwings -sabemos que no podemos llamar a eso accidente, pues fue más exactamente, a la vez, un crimen y un acto loco- en cierto modo comenzó cuando Damián Szifrón puso en escena una fantasía semejante en Relatos Salvajes.

 

Por supuesto, no les estoy diciendo que esos cineastas fueran conscientes de ello. Pero lo que sí les digo es que los seres humanos nunca llevan a cabo nada que no hayan escrito previamente, de una u otra manera.

 

O formulado el asunto en los términos teóricos de este seminario: los textos no reflejan la realidad, sino que la prefiguran.

 

Y más que eso: los textos son parte sustantiva de eso que llamamos realidad.

 

De la segunda idea que acabo de proponerles, esa que afirma que la obra de arte es parte sustantiva de la vida del artista que la crea, encontrarán pruebas sobradas en el seminario del curso pasado que se supone han comenzado ya a leer.

 

Y, de nuevo, cabe aquí también decir que es más que eso: la obra del artista no es un reflejo de su vida, sino, bien por el contrario, el pedazo más sustantivo y relevante de esa vida de la que, por tanto, resulta absolutamente inseparable.

 

 

Si piensan que no siempre es así, que hay artistas en los que eso no es así, les responderé que tienen razón tanto como se equivocan, porque esos no son auténticos artistas sino otra cosa. Llamémosles, por ejemplo, artesanos del mercado del arte.

 


Breaking Bad

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Y bien, les decía: todos esos cineastas de los que les he hablado, Godard o Scorsese, Spielberg, Gilligan, Fukunaga o Pizzolato, antes que cineastas fueron espectadores.

 

Espectadores profundamente interesados, diré más, intensamente afectados por The Searchers.

 

¿No les parece ya sólo eso un buen motivo para que nos preguntemos por ese poder de afección?

 

Si dudan de lo que les digo, les daré un par de pruebas contundentes.

 

Lean la primera:

 

 

«In interviews he did with Stephen Colbert and others earlier this Breaking Bad creator Vince Gilligan cited The Searchers, a 1956 film that starred John Wayne and was directed by John Ford, as having inspired the show’s much-discussed finale.

«”A lot of astute viewers who know their film history are going to say, ‘It’s the ending to The Searchers.’ And indeed it is,” Gilligan told Entertainment Weekly. “It’s always a matter of stealing from the best.”»

 

[uproxx.com/tv/2013/10/breaking-bad-the-searchers-glenn-frankel]

 

 

It’s always a matter of stealing from the best.

 

Pueden traducirlo como:

 

La cuestión es siempre robar al mejor, apropiarse de lo mejor.

 

De modo que para Gilligan el mejor es John Ford y lo mejor se encuentra en The Searchers.

 

Como ven, es el mismo creador de Breaking Bad el que declara que el impactante final definitivo de su serie está directamente inspirado en The Searchers.

 

En suma, que ha recurrido a The Searchers para poner punto final a ese trabajo al que ha dedicado tantos años de su vida -dado que la serie ha durado cinco largas temporadas.

 


True detective

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Y no va sorprenderles menos esta segunda prueba:

 

Cohle: There’s not gonna be a bunch of people

Cohle: coming in and out of this place, is there?

Marty: What do you think, Rust?

(Grunts)

 

Marty: Practical terms, we’re doing an identify and locate.


Marty: Now, I can’t afford to subscribe to all the databases that I used to,

Marty: but I got Auto Track XP

Marty: for motor vehicle records.

Marty: I got Flat Rate Info

Marty: for the QI National People Locator,

Marty: public records, of course.

Cohle: All right.

Cohle: That sounds good.


Cohle: How you been? Ahem. You know, besides work, what do you do?

Marty: I’m sorry, I just– I don’t ever remember you asking me a personal question before.

Marty: Uh… you know,

Marty: I just stay busy, uh, fish, girlfriends.

Cohle: You seeing anybody?

Marty: Not really. Some dates.

Marty: You know, it’s all pretty casual.

Marty: I did have something going for a while, this Filipino girl, but that didn’t pan out.

Marty: Quiet life. I don’t stay out late. I just– I go home.

 

Ven qué película contempla Marty por la noche, cuando cena solo en su apartamento.

 

No es la pantalla lo que vemos, aunque vemos la imagen de The Searchers con toda nitidez. Lo que vemos es su reflejo en ese gran espejo, casi imperceptible, que se encuentra tras Marty y que coloca las imágenes que éste contempla tras él mismo, como constituyendo su fondo, como sugiriendo que ese relato está instalado en el interior del personaje, más allá y más dentro que esa pantalla a la que llamamos conciencia.

 

Y tengan en cuenta que en la película que Marty ve ahora se encuentra, en el primero de los dos planos que nos son dados a ver, un personaje que se llama como él, Marty. Y no nos es mostrado en cualquier escena de The Searchers, sino precisamente en aquella en la que se dispone a disparar un arma por primera vez en su vida.

 

Recordarán, supongo, que, en el primer episodio de True Detective, una de las hijas de Marty le preguntaba a Cohle si había llegado a usar su arma alguna vez. Cohle respondía que sí, mientras que la niña nos informaba de que su padre no había tenido nunca ocasión de utilizar la suya.

 

Sabemos también -pues nos encontramos ya en el séptimo episodio- que más tarde habrá de usarla, en la investigación que desarrolla con Cohle.

 

El caso es que tenemos ahora a Ethan en pantalla. Es él quien, literalmente, hace levantar su mirada a Marty.

 

 

Y no menos notable es el hecho de que, cuando le mira, nosotros dejamos ya de verle en el espejo, como si cierto espacio fuera de campo radical llegara con él.

 

En suma: Ethan está en la posición de Cohle, quien por eso aparece a continuación como quien ha hecho que Marty chocara con aquello que no quería ver.

 

(Bottles clattering)

Marty: You?

Cohle: Ah, I’m about the same.

Cohle: No girlfriend.

Cohle: Just go to work, go home.


 

Y observen la notable diferencia de punto de vista que adopta el cineasta hacia uno y otro personaje.

 

 

Está, en primer lugar, la inaccesibilidad del punto de vista de Cohle, que sólo percibimos desde el punto de vista, éste sí más próximo y accesible, de Marty.

 

Se trata, en lo esencial, de la misma estructura de organización del punto de vista que encontráramos en The Searchers:

 

 

Y bien, lo que saben, es decir, lo que han vivido Ethan y Cohle -pues, reparen en ello, no les hablo de lo que entienden, sino de lo que saben por efecto de su experiencia que es siempre irreductiblemente personal-, es lo que hace inaccesibles sus puntos de vista tanto como lo que motiva el interés, a la vez que el miedo, de los dos Martys hacia ellos.

 

Supongo que habrán prestado la debida atención al tema de la conversación inmediatamente anterior entre Marty y Cohle:

 

Cohle: what do you do?

Marty: I’m sorry, I just– I don’t ever remember you asking me a personal question before.

Marty: Uh… you know, I just stay busy, uh,

Cohle: You seeing anybody?

Marty: Not really. Some dates.

Marty: fish, girlfriends. You know, it’s all pretty casual.

Marty: I did have something going for a while, this Filipino girl, but that didn’t pan out.

Marty: Quiet life. I don’t stay out late. I just– I go home.

 

Se dan cuenta: hablan de su soledad, del hogar perdido, de la mujer que no está -pues, obviamente, la de la foto no es ella, sino alguien irrelevante que nunca podrá ocupar su lugar.

 

 

De eso hablan ambos en esa encrucijada que encuentra, en The Searchers, su cifra.

 

(Actors speaking on TV)

Cohle: (Bottles clattering)

Marty: You?

Cohle: Ah, I’m about the same. No girlfriend.

 

No hay mujer.

 

Cohle: Just go to work, go home.

 

No hay hogar.

 

El home que aquí se nombra doblemente señala, precisamente, la común carencia de ambos.

 

 

Ninguna casa en la que entrar, porque el hogar ha ardido definitivamente.

 

 

 

 

Podría aducirles muchos más detalles de la intensa presencia de The Searchers en True Detective.

 

Así, por ejemplo, el hecho de que Cohle ha perdido a su hija pequeña y desde entonces entrega su vida a la búsqueda de las niñas perdidas de los otros.

 

O que el enemigo que las roba y violenta es reconocible por el rasgo que da nombre al enemigo de Ethan: Scar, es decir, Cicatriz.

 


La locura y el odio, el acto y lo real

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Pero vayamos a lo sustancial, porque la cosa, desde luego, no acaba ahí.

 

 

Hay algo más.

 

¿Qué?

 

Un tema central ante el que se ven confrontados todos estos cineastas.

 

Si prestan la suficiente atención, se darán cuenta de que las imágenes responden por sí mismas.

 

Pero, eso sí, podemos ayudarlas un poco.

 

 

¿Lo ven mejor ahora?

 

Pero, claro está, lo verán mucho mejor si despejo una cierta dificultad. Se debe a que las imágenes de Jean Claude Belmondo, en las dos películas de Godard, disuenan con lo que hay de común denominador en todas las otras.

 

De modo que quitémoslas por ahora.

 

 

Seguro que ahora lo ven mucho mejor.

 

Atiendan a las miradas de todos esos hombres.

 

Y les hablo ahora de los hombres no en el sentido amplio del término, capaz de reunir en su interior tanto a varones como a mujeres, sino en el sentido restringido de la palabra, que hace referencia tan sólo a los varones.

 

Y bien, ¿no ven ustedes, en todas y cada una de esas imágenes, a un varón confrontado al acto, y a un acto tan intenso y decisivo que le coloca en el umbral mismo de la locura?

 

En cierto lugar, añadámoslo, donde el oscuro aroma del odio amenaza con impregnarlo todo.

 

La diferencia que existe entre ellas y las imágenes de los films de Godard nos permiten, de un solo golpe, trazar una frontera que separa con nitidez al cine americano del europeo.

 

 

Y es que deberán reconocerme que ese joven Belmondo que ven en ellas carece de la dureza de los otros: se le ve, desde el primer momento, derrotado.

 

Diríase que el cine europeo, del cual sin duda Jean-Luc Godard es un emblema indiscutible -y aun siendo el propio Godard un igualmente indiscutible admirador del cine de Ford-, diríase que diera por resuelto -y por eso renunciara a formular- el problema que todas las otras películas, americanas, afrontan de manera directa.

 

¿Qué problema?

 

El problema del acto, es decir, el problema del héroe.

 

O si prefieren: el problema del acto heroico, ceñido por esos dos umbrales ensombrecedores que son el de la locura y el del odio.

 

Y es que, ciertamente, en el llamado cine de autor europeo, desde Godard a Antonioni, desde Buñuel a Bergman, la cuestión del acto es dada por resuelta como cuestión imposible -como sucede también, dicho sea de paso, en el psicoanálisis lacaniano.

 

Por cierto que ese podría ser uno de los motivos por el que los grandes públicos se han alejado siempre de esos, por lo demás extraordinarios, cineastas, no sintiéndose concernidos por sus películas.

 

Nada de eso sucede en esos otros cineastas, norteamericanos, cuyas películas han alcanzado, todas ellas, gran impacto entre los grandes públicos.

 

Y bien, tienen que reconocerme que, si de eso se trata, es difícil llegar tan lejos como lo hace John Ford en The Searchers:

 

 

La locura y el odio, el acto y lo real: ya tienen aquí los cuatro conceptos fundamentales que van a ocuparnos este año.

 

Lo que justifica, por sí solo, la elección del texto de Freud que les invito a incorporar a sus lecturas: El malestar en la cultura.

 

Pues de esto es de lo que, en lo esencial, trata este texto decisivo de Freud.

 

 


El malestar en la cultura

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Y a propósito de El malestar en la cultura.

 

¿Lo han leído ya? ¿Lo han empezado, al menos? ¿Se han dado cuenta de cómo comienza?

 

«Uno no puede apartar de sí la impresión de que los seres humanos suelen aplicar falsos raseros; poder, éxito y riqueza es lo que pretenden para sí y lo que admiran en otros, menospreciando los verdaderos valores de la vida.»

 

 

Quizás hayan pensado que este comienzo no tiene mayor importancia, que no es más que una introducción dirigida por Freud a un amigo suyo.

 

Pues bien, tengo que llamarles la atención: deben tomarse este comienzo absolutamente en serio.

 

Porque Freud está hablando muy en serio.

 

Piensen que cuando lo escribe tiene 73 años -una edad en la que no se está ya para tonterías- y que lo escribe en el frontispicio de un libro que muchos han querido hacer pasar como una de las obras mayores de la deconstrucción.

 

Lo que indica, desde luego, que no se han tomado en serio este inicio sobre el que, precisamente, les estoy llamando la atención.

 

Pues en él Freud, en 1929, cuando ya los discursos de la deconstrucción impregnaban Europa, afirma que existe eso mismo que los abanderados de la deconstrucción han descartado como ilusiones caducas.

 

Freud, por el contrario, comienza su libro afirmando la existencia de unos verdaderos valores de la vida.

 

Y señalando, además, que eso que los deconstructores consideran los únicos valores realmente existentes -el poder, el éxito y la riqueza– no son otra cosa que falsos valores.

 

De modo que, para comprender la aventura intelectual que Freud emprende en 1929 y cuyo conflictivo decurso se manifiesta en todo lo que sigue, deben tener en todo momento este inicio muy presente. Vean como prosigue:

 

«Uno no puede apartar de sí la impresión de que los seres humanos suelen aplicar falsos raseros; poder, éxito y riqueza es lo que pretenden para sí y lo que admiran en otros, menospreciando los verdaderos valores de la vida. Mas en un juicio universal de esa índole, uno corre el peligro de olvidar la variedad del mundo humano y de su vida anímica. En efecto, hay hombres a quienes no les es denegada la veneración de sus contemporáneos, a pesar de que su grandeza descansa en cualidades y logros totalmente ajenos a las metas e ideales de la multitud. (…)

«Uno de estos hombres eminentes me otorga el título de amigo en sus cartas. Yo le envié…»

 

 

Y a su vez, para comprender todo lo que en ello se pone en juego, no pueden conformarse con leer El malestar en la cultura.

 

Por el contrario, resulta obligado leer a continuación ese otro texto en el que prosigue y se intensifica el diálogo de Freud con ese hombre eminente al que se hace referencia aquí.

 

Se trata de un texto siete años posterior, muy breve pero también muy denso, cuyo título es: Carta a Romain Rolland (Una perturbación del recuerdo en la Acrópolis) (1936).

 

 

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