1. El texto: semiótico, imaginario, real


Teoría del Texto, Psycho, Rear Window, Vertigo

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
Psycho y la Psicosis I
Sesión del 14/10/2011
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

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Las películas se recuerdan mal (consciente, preconsciente, inconsciente)

 

Comencé a explicarles el otro día por qué era necesario ver aquí, al comienzo del seminario, el film completo, aun cuando ustedes ya lo hubieran visto antes.

Retornaremos hoy a esos motivos que les aducía, pues están en relación directa con la metodología analítica que voy a proponerles.

El primero es que las películas se recuerdan muy mal.

Y no me refiero a las películas malas, esas que, por su falta de interés, dejan muy poca huella en la memoria. Me refiero a las mejores películas. A esas que, por serlo, nos afectan profundamente.

Por supuesto, si nos afectan profundamente, dejan una profunda huella en nosotros.

Entonces, ¿por qué digo que las recordamos mal? Sencillamente, porque esa huella, muchas veces, resulta inaccesible a nuestra memoria.

Y es que, contra lo que suele pensarse, la memoria no es un depósito, sino una función: la función de lo que, en un momento dado, recordamos o estamos en condiciones de recordar.

Digámoslo en términos freudianos: lo que recordamos, en un momento dado, es lo que ocupa nuestra consciencia.

Y lo que estamos en condiciones de recordar, aunque no ocupe nuestra consciencia en un momento dado, constituye lo pre-consciente: lo que está disponible, accesible a la consciencia.

Y, finalmente, hay recuerdos, huellas mnésicas inaccesibles a nuestra consciencia, excluidas de nuestra memoria. Huellas que se encuentran, por tanto, en nuestro inconsciente.


Desplazamiento de las cargas emocionales

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Así, como les decía, tendemos a recordar mal las películas que más intensamente nos han afectado.

No se trata de que nos olvidemos de ellas, pero sí de que olvidemos partes de ellas y, muchas veces, las partes que más intensamente nos han afectado.

Actúa entonces un mecanismo de represión parcial que Freud describió muy bien: se trata del desplazamiento de las cargas emocionales.

Así, muchas veces sucede que recordamos mejor y con mayor intensidad escenas que, en el momento del visionado, vivimos con menor intensidad y, en cambio, tendemos a olvidar las que en ese momento fueron las que más intensamente nos afectaron.

O quizás las recordamos pero más vagamente, desconectadas de esa intensa emoción que en su momento -el del visionado- produjeron en nosotros.

Como ven, y tal es lo propio del desplazamiento, actúa la lógica de la metonimia: o bien olvidamos lo que nos afectó y sin embargo recordamos lo que, estando a su lado, nos afectó menos, o bien recordamos lo que nos afectó, pero descargado de ese afecto, que tendemos a localizar en lo que está a su lado y que, por tanto, nuestra consciencia recuerda con mayor intensidad.


Psycho: la memoria y la angustia

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Y por cierto que, a este propósito, Psycho es un buen ejemplo.

¿Qué es lo que ustedes recordaban mejor de la película antes de verla de nuevo el otro día?

Seguramente la cadena que va del robo

al viaje,

a la llegada al motel

y a la escena de la muerte de Marion en la ducha.

;

Y desde luego, también, la escena del descubrimiento del cadáver de la madre.

Escenas excelentes, sin duda, todas ellas, pero escenas todas ellas, sin embargo, secundarias por lo que se refiere a la huella imborrable que el film dejó en ustedes.

Si esas fueran las escenas esenciales por lo que se refiere al impacto de la película en ustedes, entonces la película habría sido, necesariamente, un fracaso.

Porque fíjense:

Marion está ya muerta en el minuto 00:47:05 y la película sin embargo se prolonga hasta 01:43:55, es decir, dura todavía 56 largos minutos más, casi una hora.

Y así, la siguiente escena intensa que recordaban, la del descubrimiento del cadáver de la madre, sólo se produce en 01:36:38

De modo que entre una y otra escena median largos 49 minutos.

Podemos atribuir al arte del suspense esos 49 minutos… pero eso es decir bien poco.

Realmente fue una apuesta bien difícil la que se planteó Hitchcock en esta película. Pues mantener el interés del público después e haber matado en el minuto 47 a la protagonista con la que éste -es decir, ustedes y yo- estaba totalmente identificado era algo realmente difícil.

El caso es que lo logró: nos mantuvo intensamente interesados durante esos largos 49 minutos que se prolongaron entre esos dos momentos de impacto, la muerte de Marion y el descubrimiento del cadáver de la madre.

Pero olvídense por un momento del arte del cineasta y plantéense la cosa desde el punto de vista de su experiencia, -la de ustedes mismos, quiero decir.

Y me refiero no tanto, aunque también, a su experiencia de espectadores. Me refiero principalmente a su experiencia como seres humanos: ¿qué fue de ustedes durante esos casi 50 minutos de sus vidas? ¿No se vieron obligados a soportar la más intensa angustia?

Tuvo que ser así, porque sólo la más intensa angustia podía mantenerles interesados en el film una vez que habían experimentado el impacto de la muerte de su protagonista.

Quiero decir: esa angustia debía ser, al menos, tan intensa como ese impacto, pues, de lo contrario, habría decaído su interés por el film.

Les decía que hablar de suspense explica bien poco. Sólo pone un nombre –suspense– donde se requiere una explicación. De modo que la pregunta es: ¿cuál es la verdad de esa angustia que vivimos durante esos 49 minutos que hemos olvidado?

Y de hecho, ustedes no sólo habían olvidado esos 49 minutos, sino que también, en cierto modo, habían olvidado su angustia.

Lo que recordaban era dos grandes sustos: el de la inesperada muerte de Marion y el del descubrimiento de que la madre, aparente asesina, estaba muerta.

De modo que todo parecía reabsorberse en términos cognitivos: acceso sorpresivo a dos datos ignorados.

Y así el recuerdo de la intensidad de esos dos sustos/descubrimientos opaca el recuerdo de lo que, realmente, hizo inolvidable esta película para ustedes: ni más ni menos que la angustia que vivieron entre lo uno y lo otro.

De modo que repito la pregunta: ¿cuál es la verdad de esa angustia?

Y lo mismo podríamos decir del final. Pues sucede que aunque la memoria de la mayor parte de ustedes localizaba el final en el descubrimiento del cadáver de la madre, sucede que, sin embargo, después de este descubrimiento, que termina en 01:37:15, la película todavía se prolonga 6 largos minutos más, para sólo acabar en 01:43:51.

Y sin embargo, ello no sucede al modo de lo que se viene produciendo en la mayor parte de los psycothrillers actuales, en los que tras una escena de impacto aparentemente final, la película parece sugerirnos que todo ha acabado ya para, pocos minutos después, darnos un último susto: así el asesino que parecía muerto no había muerto y le agarra por el tobillo al protagonista, o bien descubrimos que detrás de ese asesino había otro desconocido y más asesino todavía…

Aquí no, nada de eso. Y sin embargo… la película sobrevive a la prolongada y un tanto tediosa explicación del psiquiatra narcisista -sus golpes de efecto a veces recuerdan a los de Lacan en l’Ecole Normal Superieur– para conducirnos a esa extraña e inquietante penúltima imagen del film.

Nada se añade aquí desde el punto de vista cognitivo, ningún susto ni sorpresa, ningún conocimiento nuevo después de todo lo explicado por el psiquiatra.

Y, sin embargo… Sin embargo la angustia lo invade todo, de nuevo, en esta imagen final.


Más allá de los límites de la semiótica: experiencia emocional del film

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De modo que las películas que nos afectan las recordamos mal. Y hay algo más. En la misma medida en que el tiempo pasa y el recuerdo se distorsiona, los agujeros van siendo suturados y finalmente tapados por construcciones ideológicas, tópicos discursivos que parecen explicarlo todo.

De hecho, uno de ellos lo hemos introducido ya: Hitchcock el mago del suspense. Alguien que sabe todos los trucos para hacernos pasar miedo.

Él sabe esos trucos, esos trucos existen. Todo es un artefacto para producir miedo.

Todo es un artificio, no hay ahí nada real. Y así terminamos de olvidar del todo lo que de real ha habido allí.

¿Qué? Ya lo he dicho: esa angustia real, verdadera, porque era nuestra.

Nuestra propia angustia.

Y hay, todavía, otro motivo para comenzar el análisis viendo la película completa y no conformarnos con ver y analizar el comienzo y seguir así, trozo a trozo, hasta el final.

Como les decía el otro día, ver la película completa, es decir, rehacer la experiencia de ver la película, es conectar de inmediato, en directo, con nuestra experiencia emocional del film para que sea esa experiencia la que guíe nuestro análisis.

Y es que, aunque vamos a utilizar herramientas semióticas, entre otras, el nuestro no puede ser un análisis semiótico.

Y ello porque el análisis semiótico quiere ser un análisis objetivo, es decir, desubjetivizado, sólo interesado por levantar acta de las estructuras de significación presentes en el texto. De modo que concibe la metodología como un instrumento de exclusión de la subjetividad del analista.

El procedimiento no es malo, pero no es malo cuando se trata de analizar otras cosas.

Es, en cambio, extraordinariamente malo cuando pretende ocuparse de obras de arte, pues éstas están, en sí mismas, abocadas al campo de la subjetividad.

Cuando esto se olvida, cuando se concibe el texto artístico como no otra cosa que un campo de significación, resulta inevitable terminar concluyendo que todo en él es un artificio.

Y este es, por cierto, el punto de vista de los enfoques deconstructivos. Olvidan lo fundamental: esa verdadera experiencia emocional, subjetiva, que el espectador hace cuando ve la película.

Insisto: esa experiencia es el punto de referencia que debe guiar nuestro análisis, pues esa experiencia es la que da su sentido -o su sinsentido- a las significaciones que el texto contiene.

Tal es nuestra diferencia con el análisis semiótico, a pesar de que, como les digo, no dejaremos de utilizar muchas de sus herramientas: las utilizaremos, como los semióticos hacen, para levantar acta de las constelaciones de significantes y de significaciones que el texto contiene, pero nosotros lo haremos desde otra perspectiva, porque nuestro objetivo será tomar consciencia de la experiencia subjetiva, y por eso mismo inconsciente, del lector del texto -en este caso el espectador del film-: una experiencia, sin duda, ligada a la travesía tejida por esos significantes y esas significaciones, pero una experiencia, en cualquier caso: la de un sujeto.

Para decirlo de manera rápida: nuestro objetivo no es establecer cuál es la significación de Psycho, sino tomar consciencia de la experiencia subjetiva del espectador que la ve.


Lo semiótico: la significación

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El error de la semiótica consiste en no ver en un texto otra cosa que un espacio de significación.

No porque no lo sea, sino porque no es sólo eso.

En un texto hay, desde luego, significación, es decir, significantes articulados de modo que devuelven determinada significación.

Y por cierto que Psycho, en un momento dado, nos ofrece la más precisa síntesis de esa significación: me refiero a esa larga escena en la que el psiquiatra lo explica todo de la manera más minuciosa.

Esta escena discursiviza verbalmente toda la significación psicológica que la película ha ido introduciendo. Y lo más notable es que, de hecho, no añade información alguna: toda la información que nos ofrece la poseíamos ya una vez que había concluido la secuencia del descubrimiento por Laila del cadáver de la madre.

Con lo cual, hace inútil el esfuerzo de un análisis del film destinado a establecer su significación: el propio Hitchcock se anticipa a ello haciéndolo él mismo.

Y haciéndolo de manera burlona: poniendo un exceso de teatralidad en ese psicólogo que se empeña en protagonizar la escena -aunque no es él quien constituye el centro de gravedad de la escena.

Pero no hay, desde luego, en Psycho, tan sólo eso.

La mejor prueba de ello es que, en la escena que sigue, y aunque ésta no añade significación alguna, aunque no nos da sorpresa alguna, posee la mayor capacidad de impacto en el espectador: relanza su angustia.

Inquietante y paradójico final, dicho sea de paso. Pues aunque todavía se introduce la palabra fin -aunque Hitchcock ya está empezando a prescindir de ella en este periodo- el movimiento de emergencia del coche desde el interior de la ciénaga parece contradecirlo.

Por lo demás, la prueba de que el texto no se agota en la significación que contiene es el interés con el que volvemos a ver la película, a pesar de que ya poseíamos, desde el primer visionado, esa significación.

Veamos un ejemplo extremo de discurso totalmente dominado por el orden semiótico:

<Global.Microsoft.VisualBasic.CompilerServices.DesignerGenerated()> _
 Partial Class fPresentación
 Inherits System.Windows.Forms.Form
 <System.Diagnostics.DebuggerNonUserCode()> _
 Protected Overrides Sub Dispose(ByVal disposing As Boolean)
 Try
 If disposing AndAlso components IsNot Nothing Then
 components.Dispose()
 End If
 Finally
 MyBase.Dispose(disposing)
 End Try
 End Sub
 Private components As System.ComponentModel.IContainer
 <System.Diagnostics.DebuggerStepThrough()> _
 Private Sub InitializeComponent()
 Me.SuspendLayout()
 Me.AutoScaleDimensions = New System.Drawing.SizeF(6.0!, 13.0!)
 Me.AutoScaleMode = System.Windows.Forms.AutoScaleMode.Font
 Me.BackColor = System.Drawing.Color.Red
 Me.ClientSize = New System.Drawing.Size(800, 600)
 Me.FormBorderStyle = System.Windows.Forms.FormBorderStyle.None
 Me.Location = New System.Drawing.Point(5, 5)
 Me.Name = “fPresentación”
 Me.StartPosition = System.Windows.Forms.FormStartPosition.Manual
 Me.Text = “presenación”
 Me.ResumeLayout(False)
 End Sub
 End Class

El discurso cibernético: en él la materia del texto se desvanece para quedar todo él reducido a un preciso encadenamiento de significantes netamente eficaces, incluso performativos.

Pues no hay en él, tampoco, constelación de imagos alguna independientemente de que está aparezca más tarde, en forma de eso que se da en llamar interfaz amigable.

Ustedes saben que son esos discursos los que hacen funcionar, por su propia cuenta, buena parte de nuestras modernas ciudades.


Lo imaginario: imagos, identificación

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Pues hay, también, imagos.

Y cuando digo imagos no quiero decir, sin más, imágenes, pues las imágenes pueden funcionar -y a veces reducirse- a espacios de significación.

Así, por ejemplo, ésta:

Podemos traducirla en significación: decir: es una mujer, rubia, atractiva, que viste una camisa blanca, etc.

Pero esa traducción deja siempre fuera algo, aun cuando ese algo la acompañe latente, del lado del poder de lo que las palabras, sin decir, sugieren.

Quiero decir: esa mujer es, para mi mirada, una figura que puedo desear y, a la vez, una en la que puedo reconocerme.

Y porque ambas cosas quedan suscitadas de inmediato con su mera presencia, el orden de lo imaginario se activa en nuestra relación con el film, desencadenándose de inmediato intensos mecanismos de identificación.

Y ustedes saben de la intensidad de esa identificación, pues ha sido tal que han hecho suyo su viaje.

Y la angustia que después ha llegado, una vez que ella ha muerto, está necesariamente en relación, como en su momento veremos, con ello.

De modo que en un texto hay, además de signos, de significantes y significados, imagos que suscitan nuestro deseo y nuestra identificación.


Lo real: huella, acontecimiento

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Pero no es eso todo.

En un texto está también la materia real que lo constituye.

La reconocerán con sólo prestar atención a la singularidad real del ser irrepetible que, en un instante igualmente irrepetible del tiempo, ha estado ahí, delante de la cámara, y que por eso ha dejado su huella en el celuloide.

Dejen que ella se vuelva, se desplace en el espacio para que esa huella se haga más patente: la de ella como la de ese edificio que se encuentra al fondo o la de cada uno de los pliegues de su camisa.

Pero lo real del film no se agota ahí; tiene que ver, también, con el hecho mismo del rodaje: un suceso que ocurrió un día y cuyas huellas quedaron, igualmente, ahí.

De modo que está también presente, ahí, en contracampo, ese ser real que en un momento irrepetible del tiempo, sentado en su silla de director, dirigía el proceso de captura de esas huellas que ahora nos es dado ver.

Y no sólo las disponía para nuestra mirada sino que, en primer lugar, las miraba él mismo, siendo, por ello mismo, el primero que realizaba esa experiencia de la visión que más tarde hemos hecho nosotros.

Y estamos también, del lado de lo real, nosotros, en la medida en que en otro momento -uno no menos real, no menos irrepetible- nos situamos frente a esas huellas y padecemos su impacto.

Es decir: hacemos la experiencia de su impacto.

Como ven, porque un texto es algo real, era necesario que eso ser real aconteciera aquí.

Y cuando digo aquí me refiero a este aula, constituida en el laboratorio de la investigación de análisis textual que vamos a emprender.


Lo imaginario: Rear Window, la imago originaria

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O piensen en un discurso esencialmente dominado por el orden de las imagos: piensen, por ejemplo, en esos espots publicitarios que se limitan a ofrecernos imágenes fascinantes que capturan de un sólo golpe nuestra mirada a la vez que la funden con el objeto publicitado constituido, él mismo, en objeto de deseo.
Podría ponerles, para ilustrarlo, muchos espots, pero ganamos tiempo si les pongo una imágenes hitchcockianas que han inspirado infinidad de esos espots seductores:

se eclipsa, en la misma medida en que ella aparece.



Es difícil encontrar una mejor visualización de la idea freudiana de la constitución del yo por identificación con la figura materna.

Ella llena todo el campo visual, su fascinante armonía expulsa todo rastro de angustia -tanto más cuando invisibiliza el fondo mismo de la angustia.




Ella es la imagen en la que él se ve -y así el rostro de él se disipa en la sombra tanto más cuando el de ella es perfilado por el brillo de la luz

Y el espacio entero es iluminado por los destellos de su figura.

Un espot impecable, ¿no les parece?

Pero si han visto la película recordarán que no es allí donde se localiza la verdad del deseo del protagonista de Rear Window.


Lo imaginario: Vertigo: espejismos del enamoramiento

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Veamos otro no menos célebre ejemplo.

Y por cierto que pueden situarlo en continuidad psicogenética con el anterior.

Pues si el anterior visualizaba admirablemente la identificación primaria, esa primera captura en la que el yo se conforma, éste visualiza con no menor brillantez el eterno poder de esa primera captura, tal y como se produce en los procesos de enamoramiento.

La cámara despliega la mirada del hombre, una mirada que busca el retorno de esa imago primordial que constituye el presupuesto de todo otro objeto de deseo.

Y lo encuentra porque lo busca. Y lo encuentra tanto mejor cuanto menos de lo real ve.

Y así, le -y nos- descubrimos ya del todo enamorados de una mujer que no hemos visto todavía.

Por cierto que esa psicogénesis de la que les hablo pueden incardinarla con precisión en el propio cineasta.

Hitchcock estuvo intensamente enamorado de Grace Kelly, la protagonista de Rear Window, y soñó hacer Vertigo con ella.

Pero para entonces Grace Kelly estaba en camino de convertirse en princesa de Mónaco, de modo que el cineasta hubo de contentarse con Kim Novak, quien nunca llegó a satisfacerle del todo en ese papel.

Ella imanta nuestra mirada, y su deseabilidad se descubre tanto mayor cuando ella es localizada como perteneciente a otro. ¿Se dan cuenta de la intensidad con la que, entonces, arde nuestro deseo? De hecho el rubio cabello de ella que destaca sobre el fondo rojo de la pared devuelve la constelación cromática de las llamas.

Una plena captura en lo imaginario.

El poder del encuadre fija y a la vez distancia el poder llameante de la Figura.

Y es tal el fulgor incandescente del objeto que obliga a retirar la mirada.

¿Ven como brilla? Brilla tanto más cuanto no es mirada, sino imaginada.

Por lo demás, ¿no han pensado nunca en la función del vestido como facilitador del enamoramiento?

Insisto: es tanto más bella

cuanto más él aparta la mirada.

Porque si no la apartara, podría llegar incluso a verla más bien fea:

Y así él vuelve a mirarla cuando ella escapa ya a su mirada, deslizándose en el interior de un espejo que termina por declararla espejismo.

Si me he detenido en ilustrarles -y así familiarizarles con- la función imaginaria a través de estas espléndidas escenas hitchcockianas de Rear Window y de Vertigo, ha sido también para llamarles la atención, si quiera por contraste, sobre el hecho notable de que Hitchcock decidiera rodar en 1958 Psycho en blanco y negro, cuando estas dos películas anteriores, la una del 53 y la otra del 57, las había rodado en un espléndido color. n
 

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