4. Arte, enunciación y experiencia

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
El dormitorio de la zarina (Octubre)
Sesión del 19/01/2007
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 


Enunciación: arte vs comunicación

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“We must now set about building a proletarian socialist state in Russia.” V.Ulyanov (Lenin)

Ahora bien, ¿de quién es esa mirada que se aleja incómoda y acaba instalándose ahí, al raso de la noche?

Sabemos que es la mirada del cineasta, pues es él quien mueve la cámara sin que nada desde el interior de la narración lo motive.

Y es, por eso mismo, la mirada de quien firma el film.


Bien, sí, sin duda: es su mirada. Pero hay que añadir: es también la nuestra. Pues somos nosotros los que miramos ahora.


Y esto viene a cuento de una cuestión que, en mi opinión, suele ser mal abordada.

Se trata de una cuestión de teoría de la enunciación.

Y de una idónea para deshacer un equívoco demasiado presente en los estudios textuales modernos.

Me refiero a aquel que concibe el arte como un hecho comunicativo y al artista como un comunicador.

Es costumbre entender las figuras del enunciador y del enunciatario como figuras diferenciales.

Supongo que todos conocen algo de la teoría de la enunciación; estudia cómo se escribe en el texto la figura de quien lo habla y de quien lo escucha, de quien lo da y de quien lo recibe.

Simplificando, podemos decir que el enunciador de un texto es la figura que en él puede reconocerse de quien lo escribe. Y, a su vez, el enunciatario es la figura que en el texto se reconoce de quien lo lee.

No son figuras de carne y hueso, sino textuales.

Nos bastará con esto, aunque creo que todo el mundo -todo el mundo que se dedica a estas cosas a las que nosotros nos dedicamos- debería leer a Emile Benveniste, el creador de la teoría de la enunciación.

Pues bien, sin duda tiene sentido concebir como diferenciales las figuras del enunciador y del enunciatario en los análisis de los procesos y los usos comunicativos.

Cuando le dicen a su frutero, póngame unas manzanas, por favor, sin duda el enunciador de su discurso es del todo diferente de su enunciatario.

El primero es un comprador, y el segundo un frutero.

Eso sucede así, de manera general, tanto en los discursos pragmáticos como en los publicitarios.

Pero sucede que no todos los usos del lenguaje son comunicativos. Los textos artísticos, por jemplo, son de una índole del todo diferente.

Y es precisamente en el campo de la enunciación donde la diferencia se hace más evidente.

¿Por qué?

Acabo de mostrarlo de manera práctica: el plano que analizamos no ubica a su enunciatario en un lugar diferente al de su enunciador sino, exactamente, en el mismo lugar.

Pues, ¿quién mira en ese plano sino, sucesivamente, el enunciador y el enunciatario?

Así, ante él, el espectador ocupa el mismo lugar que ocupara el cineasta, como, por lo demás, el lector ocupa siempre el lugar del escritor.

Y, muy exactamente, el mismo lugar.

Pero eso sí, hay que insistir en ello: si ambos se colocan en el mismo lugar en el espacio virtual del film, lo hacen en momentos diferentes del tiempo.

De manera que yo, espectador, estoy -visualmente- allí donde él, el cineasta, estuvo cuando rodó el plano.

Lo que nos sirve para situar, de un solo golpe, la idea básica de la concepción del arte que les propongo. Les decía: el arte no es comunicación. Lo que en un film se juega no es recibir un mensaje, ni descodificar la significación que en él nos sería ofrecida; ni siquiera se trata, en el límite, de descifrar un secreto que en él pudiera encontrarse escondido.


El texto artístico como experiencia cristalizada

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Por el contrario: se trata de una cosa bien diferente: de rehacer una experiencia.

El lector, en tanto que lee, rehace -y hace suya- esa experiencia que fue la del escritor mientras escribía.

Y si lo hace, quiero decir, si puede hacerlo, es, sencillamente, porque esa experiencia ha quedado ahí, en el texto, cristalizada.

Como ven, acabo de ofrecerles una definición del texto que en todo se aparta de los moldes comunicativos: les invito a concebir el texto como espacio de una experiencia cristalizada que aguarda ser revivida.

El lector rehace esa experiencia en tanto que deletrea las palabras que el escritor escribió.

E igualmente la rehace en tanto visita los lugares donde el cineasta rodó y mira las imágenes que el cineasta miró.

Por eso, cuando les invito a leer despacio, a deletrear, les propongo un principio metodológico que no procede del exterior del texto, sino del núcleo mismo de la experiencia artística que lo habita.

¿Qué por qué eso es así?

Porque sólo así es posible saber del sujeto.

Me refiero al auténtico sujeto que nos habita, que es cada uno de nosotros.


Subjetividad vs intersubjetividad: el lugar de lo real

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Pero debo advertirles que no me refiero a nada que tenga que ver con la intersubjetividad.

Las redes intersubjetivas son esas redes comunicativas a través de las cuales los sujetos intercambian significaciones.

En esas redes, los sujetos, la auténtica subjetividad que los habita, eso que yo les invitaría a denominar lo intrasubjetivo, sencillamente, se esconde.

¿Por qué? Porque es intransmisible. Y, por ello, de eso no es posible hacer un mensaje.

Puede parecerles opaco lo que les digo, pero ello se debe, sencillamente, a que se empeñan en entenderlo.

Hacen mal, porque eso de lo que les hablo es algo que no van a poder entender por más que se empeñen.

Y, sin embargo, es algo de lo que todos saben.

Y es que saber es algo muy diferente a entender.

Por ejemplo: ustedes saben a qué sabe una manzana.

Lo saben, pero no lo entienden.

Pues eso, el sabor de una manzana, es algo que no puede ser entendido. La prueba es sencilla: jamás podrán explicarle -comunicarle- a qué sabe una manzana a alguien que no la haya probado nunca.

De manera que, como ven, sólo se entiende lo que puede comunicarse. Y viceversa: solo puede comunicarse lo que se entiende.

Y, sin embargo, saben del sabor de la manzana. Lo saben porque lo han saboreado. Esa es la cuestión.

Permítanme otro ejemplo.

Hace algunas décadas que se ha puesto de moda decir que el sexo es comunicación, que las relaciones sexuales son relaciones comunicativas.

Y sin embargo hay una prueba evidente de que, en lo esencial, nada tienen que ver con eso.

Estriba en lo siguiente: no sólo no podrán explicar en que estriba el goce sexual a alguien que no lo haya experimentado nunca, sino que ése alguien, hasta que lo haya experimentado, dudará una y otra vez si eso de lo que le hablan le ha sucedido alguna vez.

Ya saben de lo que les hablo: ustedes también han sido adolescentes.

Y bien: el sexo está tan lejos de la comunicación como el arte mismo.

Y en ambos, por cierto, lo que está en juego no es el placer, sino el saber insólito de lo real.


Barthes y el origen de la literatura

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Por lo demás, todos saben de la impotencia que han experimentado ciertas veces, cuando intentaban comunicar a otro la más íntima, la más personal de sus experiencias.

Así explicaba Rolland Barthes el origen de la literatura a través de un ejemplo realmente expresivo. Hablaba de alguien que trataba de manifestar su sentimiento hacia un amigo que había perdido a su ser más querido.

Esa persona ensaya todas las fórmulas que el lenguaje le ofrece, pero siente que ninguna de ellas le permite transmitir fielmente su verdadero sentimiento.

Dice Barthes entonces: ante esa impotencia comunicativa, no queda otro remedio que inventar la literatura.

Pues bien, estoy del todo de acuerdo con Barthes en que ese es el origen de la literatura, pero no comparto la explicación teórica que da de ello.

Pues él pensaba que sólo la originalidad, y por tanto la reinvención del lenguaje, haría posible expresar de manera auténtica ese sentimiento.

De manera que la suya era, después de todo, una explicación que seguía entendiendo el arte como una actividad de índole comunicativa.


El núcleo incomunicable del ser

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Insisto en que estoy de acuerdo con Barthes en que el arte responde a esa problemática, pero estoy convencido de que lo hace de otra manera: no inventando nuevos signos, sino construyendo un espacio -y por cierto que uno densamente matérico- de experiencia.

Pues lo que constituye ese núcleo radicalmente singular, irrepetible, de nuestro ser -y de nuestra experiencia del ser- es siempre incomunicable.

¿Cómo podría ser transmitible a través de los signos nuestro ser irrepetible cuando lo propio de los signos es, precisamente, el poder repetirse? -De hecho, ellos son lo único que se repite en el mundo de lo real; por eso son la condición del pensamiento, la estructura misma del concepto.

Pero también por ello, lo que escapa al ser genérico del concepto deviene a la vez incomunicable e ininteligible.

Por eso el maestro zen no responde a las preguntas de su discípulo. Y pierde el tiempo éste si intenta interpretar los insólitos enunciados que su maestro le devuelve en su lugar.

Pues el principio básico de su método de enseñanza se reduce a esto: si quieres aprender lo que yo sé -viene a decir, sin decirlo, el maestro- no pierdas el tiempo interpretando lo que digo, y repite el camino que yo he hecho.

Pero ni siquiera eso dice, pues sabe que incluso eso, si es dicho, será mal interpretado.

Y ello porque el Yo cree que lo entiende todo. Motivo por el cual no se entera de nada.

Pero, después de todo, es posible también decirlo con palabras de Goya:

«El pretender que se comuniquen dos entendimientos es quimera: jamás puede concebirse por dos una misma cosa: la fuerza de la Imaginación sólo la explica el Pintor con la ejecución y excediendo la mano a aquélla ha logrado el efecto y consigue el fruto de su estudio mental. Esto se llama ser original y de otra forma copiador o mercenario.» n

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