15. ¿Podrías amarme, María?

Andrei Rublev, Solaris, Stalker, Nostalgia, Sacrificio

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 22/05/2009 (1) (24/8/2009, 19/12/2009)
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

 

 

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19/51

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Rublev: Ven conmigo. Tú fundirás campanas y yo pintaré iconos. Vamos a la Santa Trinidad, vamos juntos.

 

Y no hay duda que Andrei lo intentó.

Así, en 1951, año en el que cumplió 19 años, Andrei Tarkovski se matriculó en el Instituto Arábico y Oriental de Moscú.

Como ya sabemos, fue allí intentando seguir los pasos del padre, poeta y traductor de esas lenguas.

Pero entonces algo sucedió que le llevó a abandonar también esos estudios -antes había abandonado ya los de arte y música.

Sus biografías afirman que decidió enrolarse rumbo a Siberia en una expedición del Instituto de Metales No Ferruginosos y Oro.

Pero cuando se atiende con más detenimiento a las fuentes biográficas se descubre que esa decisión fue tomada por su madre. Así lo dice uno de sus íntimos, Alexander Gordon, esposo de su hermana Marina:

 

«Después de que dejara el instituto su madre le “exilió” a Kureika para que trabajara con los geólogos»

[Alexander Gordón: Los años de estudiante, en Marina Tarkovski (Ed.): Acerca de Andrei Tarkovski, Ediciones Jaguar, Madrid. 2001.]

 

Y una amiga de la madre, Natalia Baránskaya, lo cuenta con mayor prolijidad:

 

«Se quejaba de su hijo: había comenzado a estudiar música, y lo dejó; empezó con el arte y lo dejó también. Al final se matriculó en el Instituto de Estudios Orientales. Fue su propia elección y obtuvo unas notas excelentes. María se puso contentísima. No muchos podían presumir de tan buena fortuna -una carrera definida, trabajo interesante y la oportunidad de viajar al oriente-. Pero Andrei sólo consiguió pasar el primer curso. Lo dejó todo hacia la mitad del segundo. María se enfadó muchísimo. Marina intentó calmarla: “¿Pensaste en serio que iba a acabar?”.

«Recuerdo la conversación que tuve entonces con María. Cuando le pregunte qué era lo que Andrei iba a hacer, me contestó: “He acordado que se enrole en una expedición geológica en la taiga…”. Cuando después le pregunté con quién, qué ropa iba a llevar y qué zapatos tenía, me contestó enfadada:

«”-¿Qué zapatos tiene?”

«”-Zapatos normales de calle.”

«”-Pero necesita botas…”

«”-¿Y dónde las puedo conseguir?”

«”-Pero cogerá un resfriado.”

«”-¿Y qué me cuentas?”

«”-Sus pulmones son muy débiles.”

«”-Bueno, ¿y qué?”

«Suspiró y estuvimos calladas durante un montón de tiempo; luego cambiamos de tema.

«¡Estaba a punto de perder los nervios!»

[Natalia Baránskaya: Noches de un verano, en Marina Tarkovski (Ed.): Acerca de Andrei Tarkovski, Ediciones Jaguar, Madrid. 2001.]

 

Sabemos que los fracasados estudios de arte y música habían respondido al deseo de la madre.

La novedad de la matriculación en el Instituto de Estudios Orientales -nuestra fuente lo acusa indirectamente al decir que ésta “fue su propia elección”- estribaba en que manifestaba la voluntad de seguir los pasos del padre.

Pero también eso lo abandonó.

19/51 significa por tanto, al menos, el fracaso del intento de seguir los pasos del padre.

Y, como ven, su madre había perdido los nervios.

Prueba de ello es que todavía no los había recuperado del todo cuando, más tarde, tuvo lugar esta conversación con su amiga.

Hemos dedicado el comienzo de la sesión a contemplar las huellas de esas pérdidas de los nervios de la madre en el cine del hijo.

 

El caso es que su madre le expulsa a un territorio que, como su propia amiga sugiere, podría suponer la muerte para un joven con tendencia a la tuberculosis.

Ya hemos presentado las imágenes que atestiguan la experiencia de desolación que debió acompañar a aquella expedición:

 

 

Fue allí, en cualquier caso, donde hubo de localizarse cierta escena delirante que él mismo contó tantas veces y de la que informan varios de sus amigos y, con más detenimiento, su propia hermana Marina:

 

«Un día Andrei se ha encontrado solo en el bosque de Taiga. De repente se levantó un viento y empezó la tormenta. El ató su caballo a un árbol y se refugió en una casita de cazadores. En un rincón había un montón de heno y se tumbó en él, poniendo detrás de la cabeza su mochila. Fuera se escuchaba el aullido del viento. Estaba muy cansado y empezó a dormitar. Pero de repente oyó una voz que le decía: “¡Vete de aquí!” Él no se sintió bien pero seguía tumbado. Después de un rato la voz volvió a aparecer: “¡Vete de aquí!” Él ni se movía. Y cuando la escucha la tercera vez: “¡Te digo la última vez que te vayas de aquí!” El agarro su mochila y salió corriendo de la isba bajo la lluvia torrencial. En aquel instante sobre esta isba cayó una grandísima rama justo en aquel lugar donde estaba acostado Andrei y la destruyó por completo. El montó a su caballo y se fue a galope de aquellos lugares.»

[Tarkovski, Marina: Oskolki Zerkala, Ed. Dedalus, Moscú 1999. Traducción al español: Maia Gugunava.]

 

Marina piensa que es una historia inventada, ya que había preguntado a una participante de esa expedición, quien le había dicho que era imposible que tal cosa hubiera sucedido, pues Tarkovski nunca estuvo solo durante el viaje. Y añadió que, además, esa misma historia se la habían oído contar a un geólogo al que, desde luego, no creyeron.

Añade finalmente Marina que Andrei no era mentiroso.

Pues bien, si Andrei no era un mentiroso, sólo resta concluir que su relato versa sobre la experiencia de un delirio.

Podríamos reconstruirlo así: expulsado de su casa, abandonado en Siberia, asaltado por la angustia, Andrei reconstruye su mundo con este injerto delirante; una voz masculina, divina, paterna, le empuja a salir de la casa en la que se vive eternamente atrapado.

El árbol -la imagen paterna- destruye con una de sus ramas el poder apresante de la madre -la casa originaria.

 

De Andrei Rublev a Solaris

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¿Qué sucede después de Andrei Rublev?

No hay duda: el viaje a Solaris.

 

 

Pero ese, como todos los viajes que siguen, invierte el mandato del relato clásico: en vez de abandonar la casa originaria, se convierte en un incesante retorno a ella.

 

 

Un viaje deslumbrante que ha sido anticipado ya antes de su misma partida:

 

Padre: Le parece que estorba nuestra despedida.

Padre: Pero si él vino, es porque considera su asunto importante.

Padre: Aunque no quisiera ver a nadie. ¡Hablamos tan poco nosotros dos!

 

Como ven, en ese esfuerzo inútil de conversación con el padre que tiene lugar antes del viaje, está ya presente, interponiéndose, la madre, a través de su fotografía.

 

 

El viaje a Solaris es pues un viaje de retorno hacia ella.

Por eso Solaris es un planeta donde se abole el tiempo y donde todo entra en el ciclo de la permanente repetición:

 

Kelvin: ¿Quién vino?

Snawt: Hace 10 años que ella murió.

Snawt: Tú viste la materialización de la idea que tienes de ella. ¿Cómo se llamaba?

Kelvin: Hari.

 

Solaris es el planeta del delirio, de la alucinación perpetua: en él se materializan los fantasmas -es decir: los deseos inconscientes- de cada cual.

 

Kelvin: Pero no comprendo.

Snawt: Por lo visto, el Océano sondeó de alguna forma muestros cerebros y sacó de ellos fragmentos de recuerdos.

Kelvin: ¿Volverá ella?

Snawt: Sí y no.

Kelvin: ¡Ah! Hari segunda…

Snawt: Pueden ser muchas.

 

No es casualidad, por eso, que el círculo sea la forma mayor de la plástica del film.

Kelvin, el protagonista, está atrapado por la circularidad del eterno retorno tanto como el propio Tarkovski.

Y su nombre -Kelvin- parece hablar de su frialdad.

Por eso, aunque no sea nombrada expresamente, aparece aquí por primera vez la idea insistente de un lugar donde se realizarían todos los deseos.

 

El lugar donde se cumplen los deseos

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En el cine de Tarkovski la idea de la existencia de un lugar donde se cumplen todos los deseos, retorna una y otra vez:

Stalker:

 

Profesor: Entonces se difundió el rumor de que en la Zona hay un lugar donde su cumplen todos los deseos.

 

Nostalgia:

 

Eugenia: Sólo he venido a mirar.

 

Cura: Por desgracia, cuando hay alguien foráneo, externo a la invocación, no sucede nada.

Eugenia: ¿Y qué tiene que suceder?

Cura: Todo lo que quieras. Todo aquello que necesites.

 

Sacrificio:

 

Otto: Existe una solución.

Alexander: ¡Otto!

Otto: Sí, debes ir con María y acostarte con ella.

Alexander: ¿Qué dices?

Otto: Digo que vayas y te acuestes con María.

Alexander: ¿Acostarme con María?

Otto: Es muy fácil. Ella vive sola. Y sólo con que tengas un único deseo, como que todo esto termine, ¡va a terminar, sin más!

 

El lugar donde se cumplen los deseos es la central eléctrica –Stalker-, la iglesia de la Virgen del Parto –Nostalgia-, la casa de María –Sacrificio.

Es, en suma, esa casa de la que nunca se ha salido.

Y esa casa de la que nunca se ha salido del todo es el cuerpo fantasmático de la madre.

Solaris es, como sabemos, el planeta donde se realizan los deseos.

 

 

¿Pero cuál es el deseo que debe realizarse?

¿El de ese niño grande, inútilmente sexuado, que es también Kelvin, el protagonista de Solaris?

 

 

El Océano, la mar originaria que lo baña, es irresistible, lo penetra todo, advierte hasta el más íntimo de sus sentimientos y de sus deseos.

 

La realización siniestra del deseo

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Si han visto el film, recordarán a esa bella y dulce jovencita enamorada de Kelvin:

 

 

Pero no deberían olvidar lo siniestro de su imagen en su primera aparición:

 

 

El plástico que cubre la almohada y las sábanas del personaje ayuda eficazmente a producir -por la vía de una sinestesia táctil- ese mismo tono de irrealidad que lo baña todo en Solaris.

 

 

¿Cómo diferenciar en ella lo amoroso de lo siniestro?

La amable toquilla que cubre su espalda se convertirá, cuando se reduplique en el segundo retorno -ella, emanación de Solaris, es indestructible y reaparece sin recordar nada cada vez que Kelvin la expulsa al espacio-, en una manifestación ejemplar de las repeticiones siniestras de las que hablara Freud.

 

 

Y de entre las repeticiones siniestras, la mayor, la más insistente, es esa que desdobla a la madre en la esposa, o que dobla la una en la otra:

 

 

Así, la esposa que se desnuda para él, es vivida como la encarnación de la madre que está en el núcleo del deseo.

 

 

 

En el núcleo del delirio: la escena de los 19 años

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Y por cierto que la manzana del pecado se encuentra ahí, en ese vértice en el que la madre y la esposa intercambian sus papeles.

 

 

Estamos en el núcleo del delirio, que conduce, llegado el momento, al retorno a la casa de la infancia:

 

 

La escritura, la literatura, el mundo entero del arte, tal y como Tarkovski hubo de acceder a él, encuentra ahí, en esa manzana de la madre, su génesis:

 

 

Pero hay algo en extremo ambivalente en esa manzana:

 

Kelvin: Estoy muy solo ahora.

Madre: ¿Por qué nos ofendes? ¿Qué esperabas? ¿Por qué no llamaste?

 

¿No será esto parte de la escena de los 19 años?

 

Madre: Llevas una vida extraña. Andas mal vestido, sucio.

 

Pero inmediatamente se superpone un registro temporal mucho más antiguo:

 

Madre: ¿Dónde te pusiste así?

Madre: ¿Qué es esto? Espera, ahora vengo.

 

Pues sólo a un niño pequeño lava así su madre cuando vuelve a casa sucio por haberse caído de la bicicleta.

 

 

Sólo que aquí la situación adquiere los tintes de una escena de seducción.

 

Kelvin: ¡Mamá!

 

Y a la seducción sigue, sin solución de continuidad, el abandono.

 

 

 

Bicicleta

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¿Que por qué les he dicho que el niño viene sucio por haberse caído de la bicicleta?

La respuesta se encuentra en Sacrificio:

 

Maria: ¿Qué…? ¿Qué le ha pasado en las manos?

Alexander: Ja, ja, ja. Me he caido de la bici.

Maria: ¿Vino usted en bicicleta?

Alexander: Ah… Sí me caí…

Maria: Venga

Maria: No puede ir por ahí con esas manos tan sucias.

 

 

 

19

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La cifra 19 retornará en Sacrificio:

 

Víctor: ¡Julia!

Víctor: Tráele una chaqueta a la señora; tiene frío.

Adelaide: ¡Qué atento!

Alexander: El niño… ¿Dónde está!

 

Alexander observa a escondidas a su familia reunida en el jardín, mientras que se pregunta por el paradero de su hijo, ese niño solitario y sufriente que recorre la entera filmografía del cineasta.

 

Marta: Mira, ha dejado una nota.

Adelaide: ¿Qué dice?

 

Y oye como Marta lee en voz alta la nota que él mismo les ha dejado.

 

Marta: Queridos: esta noche he dormido mal, así que no me despertéis. Salid a dar un paseo.

Marta: El chico os enseñará el árbol japonés que plantamos ayer.

 

Marta: ¿O ha sido hoy? No me acuerdo, pero da igual. Besos a todos. He tomado mis pastillas.

 

El tiempo, una vez más, se enrosca sobre sí mismo, confundiéndose en una cadena ingobernable de repeticiones. Y, a pesar de ello, la cosa encuentra su cifra:

 

Marta: Disculpadme ahora mismo. 19 de junio de 1985. 10:07 a.m. Papá A.

 

De modo que el día 19 Alexander prende fuego a su casa

 

 

Pero, ciertamente, en nada alcanza la dignidad de lo sacrificial este acto loco

 

que no produce otro efecto, al menos aparentemente, que el de introducir al personaje en la ambulancia -de número 151- que habrá de conducirle al manicomio.

 

 

La bisagra de su angustia

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En Sacrificio, Tarkovski escribe su monólogo interior a través del encuentro de dos personajes que son dos caras de sí mismo.

El primero de ellos es, evidentemente, Alexander, a cuyo rostro en negro replica,

 

 

igualmente en negro, su otra cara, la de Otto, el cartero que, como tal cartero, es portador de un mensaje.

 

 

Y en el centro de ambos, en la bisagra de su angustia, La adoración de los Reyes de Leonardo da Vinci.

Observen hasta qué punto Alexander es visualizado fundido con la Virgen de Leonardo.

 

 

O podríamos decir incluso: habitado por ella, en la misma medida en que su figura aparece instalada, totalmente centrada, en su interior.

 

 

Y observen, igualmente, el atuendo femenino de Alexander:

 

(Golpecitos en el cristal)

 

Habla de una identificación radical con esa figuración de lo femenino materno a la que habremos de volver más tarde.

 

Alexander: ¿Qué pasa?

 

La tarea del mensajero es la de despertar con su mensaje.

 

Otto: Perdona que te despierte. ¿Estabas despierto?

Alexander: ¿Qué pasa? ¿Por qué has venido?

Otto: Todavía hay una oportunidad.

Alexander: ¿Una oportunidad? ¿Qué tipo de oportunidad?

 

Recuerdan que acaba de empezar una guerra atómica mundial. O para ser más exactos: en su locura a dos voces, Alexander delira el estallido de esa guerra atómica.

 

Otto: Una oportunidad, una esperanza.

Alexander: ¿Qué tipo de esperanza? ¿Qué te ocurre?

Otto: No me ocurre nada, pero María puede. ¡María!

Alexander: ¿María?

 

Ahora bien, ¿Quién es María?

¿Quién es esa María que puede, es decir, que es invocada como la encarnación misma de la omnipotencia?

 

 

Es, desde luego, esta mujer, una de las criadas de la familia, y a la vez alguien a quien Otto identificará como una bruja.

Pero no deja de ser, también, esta otra

 

 

Es decir, la Virgen María.

Pero es necesario retener, igualmente, en un cine tan densamente autobiográfico como el de Tarkovski, que María fue igualmente el nombre de María Ivanova, la madre de Tarkovski.

Ahora bien: la pregunta en este momento es: ¿por qué hay tanta angustia en los varones que rodean a la Virgen en La adoración de los Magos de Leonardo?

 

 

Angustia.

 

 

 

Torbellinos de angustia.

 

 

 

En cierto modo, el propio Alexander resume en sí mismo toda la variedad de gestos de angustia que puebla la obra de Leonardo.

 

 

Y siempre en relación directa con esa misma obra y, por tanto, con la figura femenina que la protagoniza.

 

 

¿Ocurre algo en su casa?

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Cuando finalmente llega Alexander a casa de María, dispuesto a rogarle que detenga el fin del mundo, recibe de ésta una pregunta inesperada:

 

Maria: ¿Ha pasado algo?

 

Maria: ¿Por qué no me dice nada? ¿Ocurre algo en su casa?

 

A decir de María, no es en el mundo sino en casa de Alexander donde ha pasado algo. Y más de una vez.

 

Maria: Ha pasado algo en su casa otra vez. ¿No es cierto?

Ciertamente, algo ha pasado, probablemente, muchas veces:

Adelaide: Hombres, ¿por qué no decís algo?

 

Me refiero, desde luego, al ataque de la esposa, que es también la madre, y que se desencadena con un grito contra la pasividad de los hombres.

 

 

Un ataque insoportable, que dura nada menos que 4 minutos y medio,

 

 

y que solo se interrumpe en la medida en que se recurre a una potente droga para sedar a la mujer.

Pues bien, ¿por qué no ensayan a fundir en una metáfora eso que el film presenta en una secuencia narrativa?

 

 

Quiero decir: ¿y si eso, el ataque de la mujer, de la madre, esa manifestación extrema de su profunda insatisfacción, de su desesperación, fuera vivenciado por el personaje como una guerra atómica capaz de aniquilar su universo psíquico?

 

 

 

Las mujeres y sus ataques

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¿No era algo de esa índole lo que habitaba el sótano de la pesadilla de Iván?

 

Somos 8 jóvenes, menores de 19 años. Dentro de una hora nos llevarán a matar. Vengennos.

Podríamos recordar igualmente el llanto de la mujer de Andrei Rublev:

 

O las crisis de Hari, la esposa del protagonista de Solaris, que se suicida una y otra vez:

 

[…]

 

 

En su siniestra resurrección, el cuerpo de Hari anticipa la crisis de Adelaide en Sacrificio.

 

Hari: ¿Soy yo?

O la crisis de la esposa en “Stalker”, tan semejante a la de Sacrificio tanto en la recusación del varón como en esas manifestaciones convulsivas en el cuerpo de la mujer que Solaris había llevado a su extremo.

 

Esposa: ¡Pues vete! ¡Y que te pudras allá! ¡Madito sea el día en que te conocí, cabrón!

Esposa: ¡Dios mismo te condenó, con una hija así!

Esposa: ¡Y a mí también por tu culpa, sinvergüenza!

(gime)

(gemidos y sonido del tren)

El discurso requisitorio contra el varón alcanzará su máxima expansión en la Eugenia de Nostalgia:

 

Eugenia: ¿Por qué tienes miedo de todo? Estás lleno de complejos. No eres libre. Parece que todos tengáis deseos de libertad. Habláis de libertad. Pero si os dieran más libertad no sabríais que hacer con ella.

Eugenia: No la conocéis.

Basta, basta, basta. Ya lo sé, debe ser este país. Sí. El aire que se respira aquí.

Eugenia: Porque en Moscú tuve encuentros estupendos con hombres extraordinarios.

Eugenia: ¿Se puede saber qué quieres de mí? ¿Quieres esto? No, tú no, entiendo. Tú eres una especie de santo, ten interesan las vírgenes. No, tú eres diferente.

Eugenia: Uno que se hacía pasar por intelectual intentó tenerme encerrada en casa. ¡Ja! ¿Cómo es posible que nunca tenga una buena relación? No, no hablo de to.

Eugenia: Tú eres el peor de todos. Pero te juro que seguiré adelante. Encontraré al hombre adecuado para mí. Es más, lo he encontrado. Me está esperando en Roma. Además, te vistes muy mal, eres aburrido hasta los zapatos. ¿Sabes qué es un aburrido? Te lo diré. Alguien con quien prefieres acostarte, a decirle por qué no.

Andrei : ¿Qué dices, Eugenia?

Eugenia: Lo entiendes, ¿no entiendes que me encuentro en una situación humillante?

Eugenia: Basta, basta. ¡No puedo más!

Eugenia: quiero dormir diez días seguidos y sacarte de mi cabeza. Quizás no haya nada que sacar, porque no existes. El problema es sólo mío.

Eugenia: No sé por qué me gustan los imbéciles. Sí, resumiendo, los hombres sin verdadero encanto, porque, recuerda, puedo parecer joven, pero entiendo de encanto. Vete, vete, por favor. ¿Sabes?

Eugenia: cuando te conocí, esa misma noche, soñé con un gusano suave, todo lleno de patas, que me había caído sobre la cabeza y me había picado entre el pelo. Era algo venenoso y yo intentaba golpearme la cabeza en todas partes, hasta que caía al suelo, y yo lo buscaba, quería aplastarlo antes de que llegase al armario, pero era inútil, porque siempre fallaba el golpe y no conseguía, no conseguía aplastarlo. Y desde esa noche siempre me toco el pelo. Menos mal que no ha habido nada más íntimo entre nosotros. Solo de pensarlo me entran arcadas.

 

¿Y en El espejo? ¿Qué escena ocupa el lugar equivalente al de estos otros estallidos de la violencia de las mujeres que les es dado padecer inevitablemente a los varones tarkovskianos?

Nos tomaremos el tiempo necesario para responder a ello. Será, por lo demás, una buena manera de concluir este seminario.

 

Para contener la catástrofe

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Y bien, para contener la catástrofe que esa explosión atómica de la mujer supone, sólo hay -en el universo loco de Sacrificio– una solución:

 

Otto: Existe una solución.

Alexander: ¡Otto!

Otto: Sí, debes ir con María y acostarte con ella.

 

Sólo otra mujer, una bruja, parecer ser capaz de contrarrestar la catástrofe psíquica que la primera ha desencadenado.

 

Alexander: ¿Qué dices?

Otto: Digo que vayas y te acuestes con María.

Alexander: ¿Acostarme con María?

Otto: Es muy fácil. Ella vive sola. Y sólo con que tengas un único deseo, como que todo esto termine, ¡va a terminar, sin más!

 

El arte, el deseo y el jardín de la madre

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Y allí, en casa de María, se desencadena inevitablemente la rememoración de la madre.

 

(Alexander toca el órgano)

Alexander: De niño, ya tocaba este preludio. A mi madre le encantaba.

 

Les dije en su momento que la relación de Tarkovski con el arte estaba del todo modelada por el deseo de la madre: ciertamente ese preludio le encantaba a la madre de Tarkovski, quien se empeñó en que su hijo aprendiera a tocar el piano.

 

Alexander: Hace años, antes de casarme, iba a menudo a ve a mi madre… al campo.

Alexander: Eso era cuando ella aún vivía.

 

Les he señalado ya la irrupción de la demanda de la mujer, sólo un instante antes de que se desencadenara su ataque.

Verán a continuación con que minuciosidad el film retorna a esa temática.

 

Alexander: Su casa, una pequeña cabaña, estaba en medio de un jardín, un jardín pequeño…

Se habla aquí, sin duda, del jardín de El Espejo, pero es también el jardín delirado en Solaris:

 

Berton (desde fuera de campo): Cuando volví a mirar para abajo, vi algo parecido a un jardín.

Kelvin: ¿Un jardín?

 

Antes de partir rumbo a Solaris, Kelvin contempla con Berton una grabación de su informe sobre sus extrañas experiencias en el planeta.

 

Berton: Vi unos árboles, vallas, acacias, caminos. Todos eran de esa misma sustancia.

Y esa irrealidad a la vez densa y apabullante, tiene que ver con que todo está hecho de la misma sustancia: de la sustancia de Solaris, la madre, su cuerpo.

 

-¿Tenían hojas esos árboles y plantas? ¿Los matorrales y las acacias?

Berton: No, parecían

Berton: ser de yeso, de tamaño natural.

 

 

¿Cómo llenar el vacío de la melancolía de la madre?

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Alexander: un jardín pequeño, terriblemente abandonado y lleno de maleza.

 

La madre entera, y su intensa melancolía, es dibujada por ese jardín que constituye su más precisa metáfora.

 

Alexander: Nadie lo había cuidado en muchos años…

 

Nadie, en muchos años, había cuidado el jardín de la madre.

 

Alexander: creo que nadie siquiera había entrado en él.

 

Nadie había entrado en ese jardín que es la encarnación del cuerpo sexuado de la madre.

 

Alexander: Entonces, mi madre ya estaba muy enferma. Casi nunca salía de casa. Y aún así, en medio de toda aquella decadencia, había algo que era, a su manera, hermoso. Sí, ahora sé lo que era. Cuando hacía buen tiempo a menudo se sentaba en la ventana. y miraba el jardín. Incluso se había puesto un sillón junto a la ventana.

 

¿Cómo llenar el vacío de la melancolía de la madre?

 

Alexander: Un día, se me ocurrió que tenía que poner orden en todo aquello. En el jardín, quiero decir.

 

¿Cómo podría el hijo hacerse cargo del tremendo deseo enterrado bajo la melancolía de la madre?

 

Alexander: Cortar la hierba, quemar rastrojos, podar los árboles. Sí, sobre todo, crear algo según mis gustos, con mis propias manos. Todo para darle una alegría a mi madre.

 

Satisfacer, en suma, con sus propias manos, a la madre.

 

Alexander: Durante dos semanas seguidas, fui allí con las tijeras y la guadaña. Cavé, corté, segué y podé.

Alexander: Viví con la nariz pegada a la tierra, literalmente. Me esmeré mucho para tenerlo listo lo antes posible.

 

Alexander: Mi madre cada vez estaba peor. Pasaba el día en la cama. Yo deseaba que pudiera sentarse en su sillón para ver su nuevo jardín. Ah… Resumiendo, cuando hube terminado y todo estuvo a punto, tomé un baño, me puse muda limpia, una chaqueta nueva y hasta corbata. Y me senté en su sillón para verlo todo como a través de sus ojos.

 

Para verlo todo como a través de sus ojos.

Como ven, la identificación con la madre es absoluta.

Y bien, ¿qué se ve desde allí?

¿Cómo ve desde allí, desde la mirada de la madre, su propia obra en el jardín de la madre?

 

Alexander: Yo… me senté allí y eché un vistazo desde la ventana.

 

Hasta el reencuadre dibujado por el marco de la ventana inscribe la mirada de la madre en la imagen mental que evocan las palabras de Alexander.

 

Alexander: Me había preparado para disfrutar, miré por la ventana y vi ¿Qué fue lo que vi? ¿Dónde se había ido la belleza? ¿Y todo lo natural? Era tan repugnante. Todas aquellas huellas de violencia.

 

Y bien, es en el lugar de esa repugnancia -no menor que la generada por el niño de cuatro metros o de cuatro años de Solaris, la edad más probable de la separación de los padres del cineasta- donde se localiza Alexander.

 

Solaris: El niño más arcaico y repugnante

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¿-Quién era?

Berton: Un niño.

-¿Lo había visto usted antes?

Berton: No, nunca.

Berton: Cuando me acerqué a él, noté que algo no estaba bien.

¿-En qué sentido?

Berton: Al principio no entendía de qué se trataba. Pero después comprendí que era demasiado grande.

Berton: Tenía unos cuatro metros de altura.

 

No puede tener cuatro años, pues es un bebé, pero esa cifra, cuatro, tan presente en la experiencia tarkovskiana, se manifiesta por esta otra vía, a la vez que queda anotada como una anomalía.

 

Berton: Sus ojos eran azules y el pelo negro.

-¿Tal vez se siente usted mal? Podemos aplazar la reunión.

Berton: Continuaré. Estaba totalmente desnudo, como un recién nacido.

Berton: Y mojado, mejor dicho, grasiento.

 

Es decir, marcado con todos los signos de su inmediata vinculación al cuerpo de la madre del que procede y del que no termina de separarse.

 

Berton: Su piel brillaba. El subía y bajaba junto con la ola, manteniéndose siempre encima. Independientemente de esto, avanzaba. Eso era repugnante.

 

¿Se dan cuenta de por qué es tan importante el padre?

¿Se dan cuenta del sentido de esa construcción que es la del Dios padre para filiar al hijo en el padre, más allá de la madre?

Se trata de separarlo de ese cuerpo primario y absoluto: Solaris.

 

 

Este personaje, el piloto Berton, como el propio Tarkovski, es un hombre que ha quedado fijado, detenido allí, en esa alucinación que le persigue.

 

Berton: Cuando descendí por primera vez a 300 metros, me fue difícil mantener la altura

Berton: porque comenzó a soplar el viento.

Berton: Concentré toda mi atención en el pilotaje.

 

En cualquier caso, ese niño gigante y monstruoso de Solaris confirma el carácter arcaico, netamente preedípico, de esas pasiones primarias que asolan el universo tarkovskiano, de las que la envidia que, como vimos el último día, constituye el otro motivo central de Andrei Rublev, es una de sus manifestaciones más expresivas.

 

¿Podrías amarme, María?

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Alexander: ¿Y todo lo natural? Era tan repugnante. Todas aquellas huellas de violencia.

 

Se cruza entonces, por asociación libre, una escena que implica al padre y en la que aparentemente la madre está ausente.

 

Alexander: Recuerdo que una vez, cuando mi hermana era pequeña, fue al peluquero y se dejó el pelo corto, era la moda entonces. Su pelo era increíblemente hermoso. Dorado como el de Lady Godiva.

Alexander: Volvió a casa toda contenta. Pero, cuando la vio, mi padre se echó a llorar. Creo que con el jardín pasó lo mismo.

 

Como ven, hay un hilo latente que conecta esta escena, la de las lágrimas del padre, con la anterior del jardín de la madre.

 

Maria: ¿Y su madre?

 

Oportuna pregunta la de María.

 

 

Tan oportuna que deja a Alexander del todo desconcertado.

Pues, obviamente, la madre está, elidida, en el centro de ese recuerdo.

Pues una niña pequeña, y más en aquellos tiempos, ni decide cortarse el pelo ni va sola a la peluquería.

De modo que fue la madre la que tomó esa decisión que sumió al padre en un mar de lágrimas.

¿Por qué lo hizo?

Si el padre llegó a llorar, sin duda antes habría alabado los que consideraría los bellos cabellos de su hija.

¿Tendría, la madre, celos de ella? ¿Desearía imponer su criterio al margen del de su marido? ¿Sucedió eso cuando ya el matrimonio se había separado?

No tenemos, al menos por ahora, manera de saberlo.

Pero se nos impone ahí, en todo caso, la imagen de un padre que llora, y la de una madre que maneja los instrumentos de cortar: instrumentos como esos otros -las tijeras, la guadaña- con los que Alexander, como él mismo nos decía hace solo un momento, del todo identificado con su madre, había sometido a tal violencia a su jardín.

Ahora bien, si él se identifica con la madre, sentado en su sillón y mirando desde su ventana, ¿no se verá él mismo en ese jardín, como el objeto sobre el que ella realizara una semejante violencia normalizadora?

 

(Suenan las campanas del reloj)

Alexander: Son las 3. No nos queda tiempo.

 

Diríase que la colisión de esas dos escenas, en la que refulgen la guadaña de la madre y las lágrimas del padre, convoca, por la vía de la cifra del relato, el paso al acto definitivo.

 

 

Atiendan, al pie de la letra:

Alexander se arrodilla ante María y dice:

 

Alexander: ¿Podrías…? ¿Podrías amarme, María?

 

¿Busca refugio en la amada madre de la infancia?

Pues, como les he dicho, esa mujer a la que recurre empujado por ese cartero que no es otra cosa que la imagen de su disociación interior, posee el mismo nombre de la madre: María.

Pero decirlo así es no prestar atención a la diferencia que la letra introduce: si pregunta a María si podría amarle es porque parte de la experiencia de no haber sido amado por ella.

Traté de mostrarlo en El espejo, esa película que recrea tan minuciosamente la infancia del cineasta: ni una sola vez nos es dado en ella ver a la madre abrazando a su hijo.

Maria: ¿Qué está diciendo?

Alexander: ¡Ámame, te lo suplico! Sálvame. Sálvanos a todos.

Alexander: Sé quién eres. Él me lo ha contado. Por favor, por favor… Sálvanos, te lo suplico.

 

Habla a la madre, instituida en el lugar, simultáneamente, de la Virgen y de la Bruja y, en esa misma medida, instituida como la figura de la omnipotencia. n

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