12. El relato clásico

Andrei Rublev, Nostalgia, Sacrificio

 


 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 24/04/2009
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

 

 

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El Relato clásico

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Les decía el último día que, con algunos rasgos inquietantes, pero siempre contenidos y a los que volveremos más tarde, el episodio de la campana de Andrei Rublev se nos presenta como un relato clásico ejemplar.

Un destinador, el Gran Príncipe,

 

Soldado: ¿Quieres que el Gran Príncipe nos despelleje?

 

formula un mandato que reclama la realización de una tarea.

 

Soldado: ¡Hasta dónde hemos llegado! No hay quien pueda fundir una campana.

 

Y sus mensajeros, no sin dificultad, lo trasmiten.

¿Cuántos cuentos no comienzan con un edicto del rey anunciando que entregará en matrimonio a su hija la princesa a aquel que sea capaz de resolver la grave calamidad que padece su reino?

En ellos cuesta siempre encontrar al héroe capaz de hacerlo.

De hecho, muchos candidatos lo intentan y fracasan estrepitosamente. Incluso llega un momento en el que, para desesperación del rey, parece ya no quedar nadie capaz de asumir la tarea.

 

Soldado: ¿Esta es la casa de Nicolás, el fundidor?

Boriska: Esta.

Soldado: ¿Es tu padre?

Boriska: Mi padre.

Soldado: ¡Llámale!

Boriska: No está.

Soldado: ¿Dónde está?

Boriska: Murió.

Boriska: La peste se llevó a todos: a mi madre, a mi hermana y a mi padre también.

Soldado: ¿Y el fundidor Brabiel? ¿Vive en la isba de al lado?

Boriska: Gabriel también murió. Y el artífice Kasián también.

Boriska: Los tártaros se llevaron a Ivanote. Sólo queda Fiódor. Vayan a su casa, sólo que deben apurarse.

Boriska: Pues él está tumbado, se queja y no abre los ojos.

Boriska: En cualquier momento puede morirse.

 

Como ven, parece no haber nadie capaz de afrontar la tarea.

 

Soldado: ¡Hasta dónde hemos llegado! No hay quien pueda fundir una campana.

 

Y por cierto, ¿les parece importante o tonta la tarea que el Gran Príncipe quiere encomendar? -fundir una gran campana.

¿Por qué una campana?

No sé si se dan cuenta de hasta qué punto el molde del relato clásico tradicional, ese que Propp aisló precisamente en el folklore narrativo ruso, se encuentra presente en esta película que es, a todas luces, rusa.

Pues la demanda del Gran Príncipe no es gratuita: si la campana es importante, lo es para combatir esos males que afligen al reino y que han sido nombrados ya: la peste y los tártaros.

Hay algo de apocalíptico en el punto de partida de muchos de estos relatos: la comunidad podría perecer ante la gravedad de los males que la asaltan y sobre todo ante la ausencia de los héroes capaces de combatirlos.

Y es que el relato clásico es siempre portador de este saber: que lo humano es siempre frágil, pues está siempre amenazado por las masas de energía caótica que proceden de lo real.

Que cada nueva generación precisa, por eso, de héroes capaces de realizar la tarea necesaria.

Precisamente la necesaria para mantener la constancia de lo humano frente a la potencia desintegradora de lo real.

Y, si lo piensan bien, eso, tal y como el relato clásico lo configura, funciona siempre a la vez en la escala de lo colectivo y en la de lo individual: pues ¿dónde acaba la tarea social y empieza la individual cuando de lo que se trata es de mantener la dignidad de lo humano frente a la fuerza desintegradora de lo real?

Es decir -y esto es algo que en el mundo de Tarkovski se percibe de modo inmediato-, frente a la locura.

Pues, a escala de la narración, la desintegración que la locura supone es siempre desintegración del mundo, de la realidad, dado que es desintegración de la psique -vale decir: de la realidad psíquica.

Y por cierto que encontrar el relato clásico en Tarkovski nos permite vencer una de las dificultades con las que uno se encuentra cuando trata hoy, en la descreída posmodernidad que habitamos, de explicar la utilidad y la necesidad del relato clásico.

No hablo ahora de descreimiento religioso, sino de algo más básico: de ese descreimiento tan posmoderno en la posibilidad misma de la existencia de los héroes, vale decir, el descreimiento en la verdad de los relatos, a los que clasificamos bajo la peyorativa rúbrica de ficción.

Pues para hablar del relato clásico es necesario primero despejar ese prejuicio según el cual éste no consistiría en otra cosa que en una ficción conmovedora pero ingenua, no más que una ilusión reconfortante pero carente de respaldo real.

De modo que, cuando uno intenta remover este prejuicio, siempre corre el peligro de que le tomen por tonto.

Lo digo muy en serio, pues es uno de los síntomas más característicos de nuestra enfermedad actual: cuanto más descreído -e incluso cuanto más malo se muestra uno-, más posibilidades tiene de que los que le rodean le tomen en serio, como a una persona cabal e inteligente.

Pues bien: porque el universo tarkovskiano nos introduce tan de lleno en la experiencia de la psicosis, cuando en él emerge el relato clásico se hace absolutamente visible la necesidad a la que responde: construir, forjar, sujetar la realidad psíquica. Hacerla posible.

¿Y no es de ese orden el cambio milagroso que parece haberse producido en Iván, transformado ahora en la figura adolescente de Boriska?

 

 

Por cierto que en ello se localiza ese paso decisivo que es la sexuación tan expresivamente anotada, como veíamos el otro día, por ese orgulloso gallo que acompaña a Boriska en su presentación.

Pues bien, cuando ya todos los que han intentado realizar la tarea han fracasado y cuando los mensajeros del Gran Príncipe comienzan a desfallecer en su busca, aparece un jovenzuelo

 

Soldado: ¡Hasta dónde hemos llegado! No hay quien pueda fundir una campana.

 

Boriska: ¡Llévenme consigo!

 

que es aparentemente el menos apropiado para esa tarea.

 

Boriska: ¡Les fundo la campana!

Boriska: ¿Estás loco?

 

Y que, sin embargo,… triunfa allí donde todos los otros habían fracasado.

Y por cierto, ¿han observado en qué modo la campana puede ser útil para combatir los males extremos que afligen al reino?

 

Boriska: ¿Cavamos aquí?

Jefe fundidor: Aquí también se puede, solo que sería más cómodo cerca del campanario. Porque esto está muy lejos, para cargar con tanto peso

Boriska: ¿Acaso aquí no se puede? Aquí lo haremos.

 

La campana tiene un destino bien preciso: ubicarse en ese lugar que corona el templo cristiano: el campanario.

Y si se ubica ahí es no sólo para que su sonido sea bien oído por toda la comunidad, sino también para, desde el punto más alto de esa comunidad, congraciarse con ese al que ésta llama, no por casualidad, el Altísimo.

Tal es pues la índole de la tarea que el Gran Príncipe requiere: un héroe capaz, por su saber sobre el bien hacer de la fundición de las campanas, de restablecer el lazo perdido con la divinidad.

Ya hube de señalarles como el relato se ponía en marcha del modo preceptivo, como un viaje que exigía abandonar la casa originaria, ese territorio donde, indefectiblemente, se es hijo de la madre.

 

 


La promesa

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Y luego se orquesta de la más materialista de las maneras, siguiendo meticulosamente el proceso de producción de la forja de la campana:

La búsqueda del lugar de la excavación.

 

 

La excavación misma.

 

 

Viene luego la busca del buen barro necesario para hacer el molde.

Y no vale cualquiera:

 

Jefe fundidor: ¿Para qué buscarlo? Aquí está.

Boriska: ¿Está?

Boriska: No, no es este tipo de barro.

Jefe fundidor: Siempre lo hemos cogido aquí.

Boriska: Pues sois unos tontos.

Boriska: ¿Verdad que es un barro malo?

Aprendiz: Malo.

Boriska: Ya lo ven, vamos.

Boriska: Buscaremos hasta que lo encontremos.

 

El héroe se distingue en que no se resigna, sino que se obceca.

Como Boriska se obceca en buscar.

Y por cierto que es insistente. Como rechazó la molicie de excavar junto al campanario y se empeñó en la busca de un lugar más apropiado,

 

Jefe fundidor: ¿A dónde vamos? ¿Qué buscamos? Si se puede cavar al lado del campanario.

 

-lo que, por cierto, le llevó a escoger el mejor lugar, el más enraizado:

 

Igualmente se obceca ahora en buscar hasta encontrar el mejor barro, el más adecuado.

 


Boriska: Buscaremos hasta que lo encontremos.

 

Buscaremos hasta que lo encontremos.

Parece obvio, pero no lo es.

Pues nada en lo real preconfigura un enunciado como éste.

Y por cierto que en este momento es la aspereza de lo real la que se impone en el paisaje.

La decisión de buscar hasta encontrar es una novedad humana en la que, en cierto modo, se resume toda la energética del relato: buscar hasta encontrar significa que se espera encontrar lo que se busca y que la busca está focalizada por ese encontrar que aguarda.

La flecha entera del sentido se manifiesta -si no es que nace- ahí.

 


Suceso / acto

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Ahora bien, ¿qué puede introducir tal horizonte en el mundo aciago de lo real?

Sólo una cosa: la promesa.

Eso es lo que pone al padre en el punto de partida que da su horizonte al acto y que, en ese mismo sentido, lo funda.

Digo que lo funda porque, en sentido estricto, no hay acto sin ese horizonte de sentido que, como digo, lo funda.

En su ausencia no hay más que suceso.

Y de lo que habla Andrei Rublev no es del suceso sino del acto.

Tengan en cuenta que dos horas largas de película preceden esta última historia de Boriska y la campana.

En ellas hemos acompañado el errar aciago de Andrei Rublev por un mundo vacío de sentido y, en esa misma medida, poblado de sucesos.

Ha sido la brutalidad de esos sucesos la que le ha sumido en su silencio.

En su renuncia simultánea a hablar y a pintar.

 

Boriska: No es el lodo que necesitamos, ¿me entiendes?

Stepan: Otra vez. Está terminado Agosto y todavía no hemos encontrado el lodo.

 

Y dense cuenta de que no hay una universalidad del acto: el acto sólo lo es en un marco temporal preciso, concreto.

Por eso fracasa si se produce antes o después, como una y otra vez nos recordará el film.

De esa índole es el saber que está en juego:

 

Stepan: ¡Vámonos, Boris! ¡Se un buen muchacho!

Boriska: ¡No puedo! ¡Sé muy bien que no es este lodo!

Stepan: Entonces, ¿cuál es?

Boriska: Yo sé cuál.

 

Tan concreto es ese saber que no puede decirse.

Pero esto es siempre así: lo que de verdad se sabe nunca puede decirse, es decir, no puede convertirse en significación comunicable.

Sólo cabe, para transmitirlo, crear un campo de experiencia donde ese saber que es del orden del sabor pueda llegar a experimentarse.

Tal es precisamente la esencia de lo estético. Por eso les insisto tanto en que nada importan los temas de las obras, en que, en arte, todo se juega en la experiencia que en ellas tiene lugar.

 


Milagro: el despertar de Andrei

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Les decía el otro día que en el episodio de la Campana, el cielo y la tierra, la tierra y el árbol, parecían poder articularse en un encuentro posible.

 

 

Y bien, lo mismo podemos decir del agua.

 

 

Pues el agua también comparece masivamente en el mundo de Andrei Rublev.

Pero aquí, llegado un momento dado, parece ordenarse positivamente en el camino que conduce a la campana

 

 

Y así, la tromba de agua procedente de lo real, lejos de desencadenar un suceso siniestro, da paso a un milagro:

 

Boriska: ¡Andreika!

Boriska: ¡Semión!

Boriska: ¡Lo encontré!

 

Diríase que esta vez, si es que el agua es femenina, materna, la Virgen hubiera obrado el milagro.

Espero que no les disuene esta idea, por lo demás del todo tarkovskiana.

Se lo recuerdo a los que se han tomado la molestia de ver Nostalgia:

 

 


Boriska: ¡Lo encontré!

 

Pero dense cuenta, en cualquier caso, de que si ha habido milagro ha sido porque una promesa, y con ella un relato, lo ha convocado.

 

Boriska: ¡El barro, tío Semión!

 

Un milagro que posee un doble efecto, pues su proclamación parece hacer despertar el oído primero

 

Boriska: ¡El barro, tío Semión! ¡El barro! ¡Aquí está el barro! ¡Stepán!

Boriska: ¡Andreika! ¡Andreika!

 

y luego la mirada de Andrei Rublev, desde hace mucho tiempo apartado del mundo y ensimismado en su mutismo.

 

 


El poder del verbo en la construcción del universo social

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Boriska: ¿Dónde estáis?

 

Y así el agua, en vez de anegarlo todo, hace posible el barro que a su vez construye el molde de la más sólida campana.

Es necesario señalarlo, pues, mientras que aquí el agua permite moldear el barro que cuando seque cobrará la forma y la solidez de la campana de bronce, en Solaris y El espejo, los dos films inmediatamente posteriores, el agua vendrá a disolverlo todo en espejismos que harán imposible todo horizonte y que disolverían igualmente todo relato.

 

 

Impresionante la apertura del paisaje, tanto humano como espacial, que se desencadena en este poderoso movimiento de grúa.

 

 

Extraordinario el poder del verbo, es decir, de la palabra relato, de la palabra acción, para construir el universo social.

 

Boriska: ¡Váyase, padre! Le pueden golpear aquí. Lo van a matar de un trastazo.

 

Andrei también ha acudido allí, interesado por la energía que la promesa de la campana ha desencadenado.

Conviene recordar que Andrei Rublev se rueda en el contexto de la pronto frustrada tentativa apertura de Nikita Kruschev que siguió a la muerte de Stalin.

No es posible dudar que Andrei Tarkovski se localiza en Andrei Rublev, ese artista que mira la gesta de Boriska, tanto como en el propio Boriska que la realiza -¿no es después de todo semejante la tarea del forjado de la campana y la de la realización del film?

La presencia de Andrei, en segundo plano, se va a mantener constante en lo que sigue.

 

Boriska: No caven sin mí.

Stepan: ¡Borís!

Boriska: ¡Ya voy!

 

Es a él a quien dirige su mirada Boriska mientras desciende.

 

Boriska: ¿Qué pasa?

 


La dimensión temporal del acto

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Stepan: No resistirá el molde. Aquí hay que trenzar otra capa más.

 

Y de nuevo, la dimensión temporal del acto.

 

Boriska: Ya es tiempo de recubrirlo con lodo, y todavía no han hecho el entramado.

Stepan: Hay que reforzarlo más, pero el junco se acabó.

Boriska: Recúbranlo para poder comenzar el quemado por la tarde.

Jefe fundidor: Si no se refuerza el molde como se debe, no resistirá al cobre, se rajará.

Boriska: ¿Y si vuelve a nevar mañana y no podemos comenzar la cocción?

 

¿Y si…?

Ahí tienen a la consciencia volcada a la interrogación por el momento del acto.

Pero dense cuenta del problema: el ajuste necesario debe realizarse, de manera precisa, con algo tan impreciso e imprevisible como lo real.

 

Boriska: Entonces no les azotarán a ustedes, sino a mí.

 

Andrei, el poeta, contempla atento las tribulaciones del héroe.

 

Jefe fundidor: El molde no aguantará aquí.

 

Y entonces, en ese momento decisivo del acto, ¿el sujeto aguantará? ¿Aguantará la campana?

 

Boriska: ¡Recubran el molde!

Boriska: ¿Me oyen o no?

Stepan: No lo haré.

 

Como ven, todo gira en torno al momento del acto.

 

Boriska: Ni falta que hace, puedes irte. Andresito, ponle el barro.

Jefe fundidor: Él tampoco lo hará.

Boriska: ¿Lo harás?

Stepan: ¡No aguantará!

Boriska: Hay que seguir enjucándolo.

Boriska: ¿Me harás caso? ¿Quién es el principal aquí?

 

¿Quién está al mando?

Es decir, como verán en seguida: ¿quién ocupa el lugar del padre?

 

Andresito: Hace falta una capa más.

Boriska: ¡Yoda! ¡Fiodor!

Fiodor: Aquí estoy.

Boriska: Azota a este. A ese no, a aquel.

Boriska: Se niega a trabajar, no hace caso de mis órdenes.

Boriska: ¡Les mostraré quien es el principal aquí!

Stepan: Tu padre no nos trataba así.

 

Aquí lo tienen.

Espero que comprendan que de lo que se trata ahora no es de la cuestión del poder, sino de la autoridad.

Es decir: del fundamento humano del poder.

 

Boriska: ¿Se acordaron de mi padre? Pues, en nombre de mi padre le azotarán.

Andresito: ¡Ay! ¡Ay!

Boriska: ¡Recúbranlo!

Andresito: ¡Ay! ¡Ay!

Una voz: ¡Boriska!

Boriska: ¡Caven sin mí!

Una voz: ¡Te esperamos!

Boriska: ¡Terminen de cavar sin mí!


Jefe fundidor: Ve y duerme un poco.

Andresito: ¡Ay!, ¡Ay!.

Boriska: ¿Qué miras? ¿Eh? ¿Te tragaste la lengua? ¿O estás sordo?

 

La mirada de Andrei es localizada.

 


 

Y por cierto que lo es en un acentuado eje de verticalidad.

Diría, para ser más exacto, en una posición intermedia entre el interior de ese agujero en el que se encuentra Iván, luchando por dar a luz su campana, y ese arriba extremo donde, hace no mucho -y eso volverá también más tarde- hemos localizado el punto de vista de Dios.

 

 



Boriska: ¿Qué, te da lástima?

Boriska: Ve, apiádate de él. Para eso vistes tu sotana negra.

 

Desde luego, siente lástima.

¿Pero por quién?

 

 

Oculta su rostro de nuestra mirada, para que esa interrogación encuentre su tiempo de articulación.

 

 

Siente compasión antes que nada por el propio Boriska.

Pero no siente menos emoción y asombro.

 

 

Y por eso, aunque esconde su rostro, ha decidido velar por él.

 



 

Y por cierto, ¿no les llama la atención esta insistencia en el dormir de Boriska?

 

 


La gran fiesta del fuego

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¿Será todo un sueño?

Podemos contestar que, al menos, no es una pesadilla.

 

Jefe fundidor: ¡Boriska, despiértate!

Jefe fundidor: ¡Boriska!

Boriska: ¿Ah?

Jefe fundidor: Comencé la cocción.

 

Es como si la cocción hubiera procedido del sueño mismo.

 

Boriska: ¿Por qué sin mí?

Boriska: Si dije que me despertaran.

Boriska: ¡Yo mismo sé cuándo!

Una voz: Pedro, vinieron de parte del príncipe. ¡Preguntan por tí!

 

Y, con la cocción, la gran fiesta del fuego.

 

 

Viendo estas imágenes, respirando el entusiasmo que encierran, oyendo la intensidad del crepitar del fuego, uno comprende de pronto, inesperadamente, el sentido de aquel otro fuego,

 

 

el último, el de Sacrificio, que allí sin embargo resultará realmente incomprensible, absurdo e inútil, es decir: estéril.

 

 

En suma: loco.

 

 

Uno que no producirá otro efecto que el de introducir al personaje a la ambulancia que terminará por certificar su locura.

 

 

Qué distinto a éste.

 

Boriska: ¡Mira el calor que hace!

Boriska: ¡Oh, que calor!

 


El momento del acto

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La fundición tiene dos ojos de fuego que miran a Boriska.

 

Stepan: Ya todo está listo. ¿Comenzamos?

 

Otra vez: el momento del acto.

 

Boriska: ¡Dale!

 

Y esta vez las resonancias alquimistas son más evidentes que nunca.

 

Boriska: ¡Vierte! ¡Anda!

 

El bronce incandescente se desliza por los canales previamente trazados para él.

 

Stepan: ¡Ahí va la colada! ¿Boriska! ¡Ahí va!

 

Y bien, ¿Cómo resistir ahí, en el momento del acto?

 


Stepan: Miren, que bien va.

 

¿En ese momento que es, por ello mismo, uno vacío de conciencia?

En ese momento en el que el bronce ardiente confluye en el lugar mismo en el que se encuentra Boriska.

 

Boriska: ¡Dios mío! ¡Ayúdame! ¡Que salga bien!

 

En ese momento, Boriska se encomienda a Dios.

Y bien: donde digo Boriska, pongan ustedes la conciencia.

Y donde digo Dios, pongan el inconsciente.

Pues sólo el inconsciente nos salva en el momento del acto.

Hay dos maneras de discutir la existencia de Dios. Una de ellas, básicamente improductiva, es la de discutir si en lo real existe una entidad metafísica que responda a ese nombre.

Improductiva y, en cualquier caso, impracticable desde un punto de vista científico.

Pero hay una segunda vía, propiamente materialista: pensar a Dios como eso que, en ciertos momentos, es invocado y que por tanto puede ser pensado por los efectos de esa invocación.

 

 

Y ese, precisamente, es el punto de vista de Andrei, quien por eso mismo decidirá volver a ser pintor:

 

 


 

En este momento, todo el ser de Boriska está puesto en su escucha.

 


 

Todo él está ahí, en eso ardiente que está más allá de su consciencia pero a la que ésta, excepcionalmente, ha logrado volverse porosa.

 

 

Exista o no exista Dios, en el interior del ser hay un núcleo ardiente, incandescente, para el que puede convenir la palabra alma, si es que es modelado de manera tal que su fragor pueda cobrar la forma del sonido de la campana.

 


n

 

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