4. La fotografía, el espejo y la carta del padre. Lo real, lo imaginario y lo simbólico


La infancia de Iván, Sacrificio, El Espejo

 

 


Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 16/01/2009 (24/8/2009)
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

 

 

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Cuando se han quebrado todos los textos de la cultura

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¿Es posible ensayar a pensar La infancia de Iván como un trayecto de maduración?

Si lo fuera, lo sería sólo a propósito de Gálstev, pues, a todas luces, no hay maduración posible para Iván: él está definitivamente arrasado desde el comienzo mismo del film.

De modo que el destino de Gálstev no es otro que el de aproximarse a ese fondo de horror extremo que es el de Iván.

No me parece que para nombrar eso, la palabra maduración sea la apropiada. Para ese punto de llegada creo que es más apropiado hablar de calcinación.

 

 

Nada de victoria hay en el final de La infancia de Iván. Sólo desolación.

 


Gálstev: ¿Será posible que esta no sea la última guerra en la Tierra?

 

Diríase que la transformación interna del plano respondiera a la pregunta de Gálstev.

Pues las palabras que la formulan comienzan a escucharse sólo un instante después de que en la parte superior de la imagen haya comenzado a hacerse visible esa negra forma nazi que amenaza desplomarse sobre el mundo.

Es más, diríase que el extremo de lo que bien podría ser el ala imperial germánica sirviera para localizar la posición del personaje, apoyado al fondo junto a la gran ventana gótica.

Por lo demás, todas las líneas compositivas apuntan hacia allí:

 

 

Este esfuerzo de localización del personaje permite dar al plano su extraña resonancia: pues mientras Gálstev se encuentra al fondo, en gran plano general reforzado por el acentuado gran angular escogido, oímos sin embargo su voz en un primer plano sonoro.

Y en el campo de resonancia que abre esa contradicción entre el plano visual y el plano sonoro, encuentra su lugar el otro elemento decisivo del plano.

 

 

Me refiero a ese brutal desgarro del suelo que se hace presente en primer término como si se tratara del borde de un cráter.

¿Será por eso que nuestro personaje oye voces que nombran su locura?

 

Jolin: ¡Qué neurasténico estás, Gálstev! Debes curarte, hermanito, a tí mismo.

Gálstev: ¡No, Jolin, espera…! Si tú estás muerto.

Gálstev: Y yo estoy vivo. Debo pensar en eso.

 

Debe pensar en eso: debe contener, con el arte del buen entendimiento, las voces locas y muertas que hablan en su interior.

Ahora bien, ¿cómo lograrlo si todos los libros del mundo parecen, también ellos, rotos, todas sus hojas sueltas y desmembradas?

 

 

Quiero decir: ¿cómo puede un sujeto contener, sujetar su monólogo interior si se han quebrado y roto todos los textos de su cultura?

Lo que tiene que ver, sin duda, con ese cráter que desgarra el suelo en el primer término de la imagen.

De él son sacados fajos de libros que, cuando caen, justo en su borde, suenan como si se hubiera producido un latigazo.

 

 

Sólo cuando las voces callan accedemos al primer plano visual.

El fondo desolado ilumina el rostro que no vemos, pero que adivinamos conformado por la imagen de destrucción que llena su campo visual.

Se trata, sin duda, de una fotografía. Pero ello en nada debilita su impacto, pues se trata de una fotografía documental: una huella real de la devastación que sufrió Berlín durante los últimos días de la Segunda Guerra Mundial.

Resulta obligado anotarlo porque, en lo que sigue -y de hecho en toda la filmografía tarkovskiana-, la fotografía va a desempeñar siempre un papel fundamental.

 

Soldado: Fusilada.

 

Como un autónoma, Gálstev avanza hacia el borde de ese cráter que escribe el desgarro del mundo.

En él, en ese borde, se encuentran, los dossiers de la Gestapo. Esos que -dicho sea de paso- se han convertido en los únicos textos indiscutibles para la sociedad descreída salida de la guerra mundial: pues ellos son la crónica de la realidad del horror.

 

Soldado: Ejecutado. Fusilada. Ejecutado.

 

Ahí tienen, de nuevo, la fotografía en acción: imponiendo toda su potencia documental. Es decir: inmediatamente real.

 

Soldado: Fusilado. Fusilada. Ejecutado.

 

Ahora las líneas compositivas de las barandillas del fondo convergen… ¿Dónde?

 

 

No hay duda: en el punto donde va a situarse la próxima fotografía.

 

Soldado: Ejecutado.

 

Esta vez esa convergencia no es tan neta como en el caso anterior.

O para ser más exactos: lo es totalmente por lo que se refiere a las líneas de la izquierda, pero no así por lo que se refiere a las de la derecha.

Hay, sin embargo, un buen motivo para ello: esta es una composición dinámica, de modo que esas líneas de la derecha señalan el lugar donde la foto va a ser colocada en seguida:

 

Soldado: Fusilado.

Soldado: Ejecutado.

 


 

Y en ese proceso, la foto de Iván va a ser colocada todavía un paso más allá, aún más cerca del borde de ese cráter en el que se encuentran sentados los personajes.

 

 

Un cráter, un agujero siniestro, que parece tener el poder de absorberlo todo.

 


El segundo despertar de Gálstev

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Gálstev, en el punto de llegada de su trayecto, ha de descender al interior del pozo negro, siniestro, que ha devorado a Iván:

 

 

La cámara, con su propio movimiento, anticipa ese descenso, ese último salto que Gálstev debe dar.

 

 

Sus dedos están anticipadamente heridos en la misma medida en que han de colocarse en ese desgarro del mundo en el que siempre ha vivido Iván.

 

 


 

Tiene lugar así el último encuentro de Gálstev con Iván.

 

 

Y esta vez, aun cuando la intensidad del rostro del segundo sigue siendo mayor que la del primero, resulta obligado reconocer que ahora el de éste se ha transformado considerablemente con respecto a la escena inicial del film.

 

 

No hay ya en él ninguna pregunta y ningún temor.

Ninguna ingenuidad tampoco.

Podríamos decir que, en cierto modo, se ha petrificado.

Y es que ahora tiene delante, en el dossier que sostiene en sus manos, algo que equivale de manera directa a aquello que entonces tenía detrás y que no veía, a pesar de que dormía a su lado.

No es éste mal momento para recordar las fechas que están en juego y que hacen palpable el desdoblamiento de la enunciación del film.

 

Andrei Arsenyevich Tarkovski, 4 de abril de 1932

 

1944 / 1961

1932 + 12 = 1944 1961 – 1932 = 29

 

Ya saben: el Tarkovski que en 1944, año en el que se ambienta el film, tenía, como Iván, 12 años, y el Tarkovski que en 1961, año en que se rueda el film, tiene ya 29, la edad que podría corresponder a Gálstev.

 

 

Perdida su ingenua dulzura del comienzo, Gálstev se aproxima ahora considerablemente en su dureza a la del pequeño Iván, tanto en las cicatrices que exhibe su rostro como en la nueva dureza de su mirada.

Pero señalada la semejanza, resulta obligado atender a los dos aspectos que marcan la diferencia radical.

 

 

El primero, la mirada a cámara de Iván, que es, no lo pierdan de vista, una mirada dirigida a los nazis que, tras realizar esa fotografía -él debía saberlo a la perfección- habrían a torturarle hasta la muerte, pero que no deja por ello de ser también una mirada a los ojos del espectador.

 


Está viva la muerte en esa fotografía

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La otra estriba en el hecho de que es una fotografía lo que nos devuelve el rostro de Iván, cuyo radical estatismo contrasta necesariamente con el movimiento, no por mortecino menos vivo, que posee la imagen del teniente.

 

 

Un estatismo, el de esa fotografía, que adquiere un paradójico suplemento de intensidad por el movimiento exterior del que esa fotografía es objeto.

Un efecto éste, tan contundente, que nos impide reparar en que nada en la situación concreta lo motiva, pues podemos constar que esa fotografía se halla bien sujeta sobre el dossier que Gálstev sostiene.

¿Cómo traducir el efecto? ¿No deberemos decir que está viva la muerte en esa fotografía?

Es difícil no recordar aquí la historia de la fotografía que cuenta Otto, el cartero de Sacrificio.

 

Otto: En Königsberg, vivía una viuda con su hijo. La guerra estalló, y el chico fue reclutado.

Otto: Tenía 18 años. Decidieron guardar una foto de recuerdo y fueron a un fotógrafo.

Otto: La madre y el hijo se hicieron la foto juntos. Luego mandaron…

Otto: mandaron al chico al frente. Días después, le mataron.

Adelaide: ¡Dios mío!

Otto: En medio de tanta conmoción y desgracias, la viuda, claro, se olvidó de las fotos.

Adelaide: ¿Claro? ¿Cómo pudo olvidar tal cosa?

Victor: Eso no es esencial.

Otto: No, la causa no es importante. El hecho es que la mujer nunca recogió las fotografías.

Cartero: La guerra terminó y ella se mudó a una ciudad lejos de sus recuerdos.

Adelaide: Pero, ¿ni siquiera intentó encontrar al fotógrafo? Era la última foto de su hijo.

Victor: Déjale que vaya al grano.

Adelaide: Ah

Victor: Perdón.

Marta: ¡Mamá!

Adelaide: Ya me callo, perdón.

Otto: Ja, ja, ja. No importa. Al cabo de un tiempo… creo que fue en 1960…

Otto: La viuda fue a un fotógrafo a hacerse una foto. La quería enviar a una amiga.

Otto: Le hicieron la foto, y cuando fue por las copias vio que no estaba sólo ella en las fotos, sino que su hijo muerto también salía. Él salía con 18 años, y ella salía con su edad de entonces, con la que se hizo la última foto.

Adelaide: ¿De veras ocurrió así? ¿Tal como no cuentas?

Otto: Sí. Así es como ocurrió.

Victor: ¿Cómo lo comprobaste?

Otto: Hablé con la mujer. Y tengo la foto en la que sale ella en 1960 y su hijo con el uniforme de 1940.

Adelaide: ¡Ah! ¡Oh, Dios santo!

Otto: Además, tengo una copia del certificado de nacimiento del hijo. Y una copia compulsada del parte de defunción.

Victor: ¿Nos toma el pelo?

Otto: No, en absoluto.

 

En absoluto, porque la fotografía, lo radical que habita su huella fotográfica, captura lo real -también: lo incomprensible, lo inconcebible- del incidente. Y algo de esa índole es lo que sucede en los momentos más fulgurantes -que son multitud- de la cinematografía tarkovskiana.

 


Otto: Tengo unos 300 incidentes imilares.


Otto: 248, para ser exactos.


Otto: Simplemente estamos ciegos. No vemos nada.


Otto: ¿Eh?

 

Y tal es la intensidad de esa huella que llega a arrebatar el sentido.

 

 

Pero queda todavía una última cosa que decir del modo en el que se conectan estos dos planos.

Es algo chocante.

Me refiero a la palpable ausencia de raccord de mirada entre el plano de Gálstev y el que le sigue de Iván.

Cualquiera, en la mesa de montaje, hubiera interrumpido el primer plano en el momento en el que Gálstev mira todavía la fotografía.

 

 

Por ejemplo aquí.

Pero Tarkovski no.

Tarkovski mantiene el plano hasta el momento en el que el personaje aparta la mirada.

 

 

Y por contra, lo que reduplica el efecto de choque, en el plano que sigue, Iván, desde la fotografía, mira a cámara, provocando el más inusual raccord de mirada a posteriori.

 

 


 

Claro está: Gálstev está recordando.

Pero cuando recuerda ve lo que seguramente ve siempre, pues se trata de esa imagen de Iván instalada en su interior que sin duda le acompaña permanentemente y que ahora la fotografía viene a reeditar.

Lo que está en juego es la densidad absoluta del instante capturado y fijado para siempre por la fotografía.

Un instante que, así, alcanza una presencia absoluta y se vuelve infinito, actualizando por una vía inesperada la reflexión de San Agustín sobre el infinito y el instante. -De eso precisamente, recuérdenlo, hablaba el cartero de Sacrificio poco antes de perder el sentido.

 


Revelación siniestra

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La cámara de Tarkovski se abisma y nos abisma entonces en ese pozo de horror.

 

 

En él, y en un contexto de texturas erosionadas que es el que ha dominado en las artes plásticas durante la última parte del siglo XX, asistimos a una revelación siniestra.

 

 

El cuerpo, en su ausencia, lo protagoniza todo. Pues todo lo que se nos muestra se nos impone por su capacidad para hostilizarlo.

 

 

Hay, en ello, un fondo loco que impregna a Gálstev tanto como le deslumbra, mientras que la imagen establece una precisa y violenta rima entre sus cicatrices y las púas del alambre de espino.

 

 

Y no falta la referencia cristológica en el sucesivo plano subjetivo. El punto de vista de Gálstev se acentuará a partir de aquí cada vez con mayor intensidad.

Su mirada se desplaza a continuación hacia la izquierda, a la vez que avanza en esa misma dirección.

 

 

La última puerta es de acero.

Y tiene un sórdido agujero que apunta hacia la última escena.

 


 

Impresionante transición, por la que la imagen documental -pues ésta lo es- se inserta a modo de flash en el plano subjetivo anterior.

En el momento en el que la puerta comienza abrirse tiene lugar un fundido en negro disimulado por extrema proximidad a la cámara.

Pero ese fundido no queda invisibilizado del todo, de modo que la apertura desde negro tiene el efecto de una nueva iluminación siniestra.

Todo ello traduce eficazmente el efecto de flash que su contenido tiene sobre la mirada del personaje.

Pues sigue tratándose de un plano subjetivo, como se confirma esta vez a posteriori.

 

 

El que este sea un plano escalofriante y brutal no debe evitarnos contar.

Hay ocho lazos que pueden ser horcas, o que pueden servir también para atar a los individuos en las más crueles posturas.

Pues bien, recuerden: 8 era la cifra con la que se identificaba Gálstev ante sus superiores.

 

Gálstev: Póngame con el 3.

Gálstev: Compañero capitán, informa el 8. Aquí tengo a Bóndariev.

 

Y ocho era también la cifra de los asesinados que clamaban venganza:

 


Somos 8 jóvenes, menores de 19 años.

Dentro de una hora nos llevarán a matar. Vengennos.


 

 

De modo que podríamos decir que Gálstev ha llegado a su destino.

 

 

Andrei Arsenyevich Tarkovski, 4 de abril de 1932

 

1944

1932 + 12 = 1944 1961 – 1932 = 29        

 

Curiosa cifra el 8: puede ser concebida como la suma de 4 y 4 y así ser reconocida como la cifra del año 44 -nos referimos así frecuentemente a los años, nombrándolos por sus dos últimas cifras, ¿no es cierto?

Y si por otra parte tenemos en cuenta que las otras dos cifras, las dos primeras, 1 y 9, están igualmente escritas en ese muro…

 

 

Y, por otra parte, esas dos cifras en que se descompone el 8, 4 y 4, corresponden a la fecha de nacimiento del cineasta -el 4 de abril, es decir, 4 del 4.

 

 

Por lo demás, en cierto modo, el 51 también se encuentra ahí, pues en 1951 Tarkovski tenía 19 años.

 

Andrei Arsenyevich Tarkovski, 4 de abril de 1932

 

1944

1932 + 12 = 1944 1961 – 1932 = 29

1951 – 1932 = 19

De modo que convendría tomarse muy en serio lo que pudo haber sucedido en los 19 años de la vida del cineasta.

 


 

En un momento dado indiscernible -otra vez una de esas asombrosas transiciones de las que ya hemos hablado- la mirada mareada, aturdida, a punto de perder el sentido de Gálstev se convierte, sin solución de continuidad, en la mirada de Iván en el último instante de su vida, cuando su cabeza, cercenada por la guillotina, había comenzado a rodar.

 

 

Imposible, entonces, no perder la cabeza, en un mundo que está todo él abierto, desgarrado y boca abajo.

Impresionante este último plano.

Pues bien: es todavía más insoportable puesto del derecho, ya que, así, la sensación de muerte se hace inmediata y brutal.

 

 

Devolvámoslo, por tanto, a su posición en el film para recuperar el tránsito, sin solución de continuidad, con el último sueño que cierra La infancia de Iván.

 

 

La madre sonríe.

Y él sigue ahí.

 

 


Una frágil bombilla

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Retornemos a los tiempos del primer despertar de Gálstev.

 

Iván: Ahora mismo dé parte al teniente coronel Griaznov que yo estoy aquí. O yo mismo llamaré.


Gálstev: “Baical”, póngame en contacto con el 51, con “Volga”.

Gálstev: Compañero teniente coronel, informa el teniente mayor Gálstev. Aquí tengo a Bóndariev. El exige…

Griaznov: ¿Bóndariev? ¿Vino solo?

Griaznov: ¡Gálstev! Gálstev, oye, préstame atención.

 

Junto a la imagen de Griaznov el cineasta introduce esa bombilla cálida y sucia, a la vez que hace plenamente perceptibles los últimos detalles de su filamento.

También ella es frágil. Y tanto como ella nos sorprende la emoción entusiasmada, cargada de afecto, del coronel.

 

Griaznov: No le preguntes nada, ni hables con él. ¿Entendido?

¡Griaznov: ¡Jolin!

Griaznov: Jolin va ahora a buscarlo. Mientras, acomódalo como puedas. Trátalo con delicadeza. Ten en cuenta que es un chico con carácter.

Griaznov: ¡Ah! Ante todo dale papel y lápiz. Mete lo que escriba en un paquete y envíalo inmediatamente para aquí.

 

Se está hablando de una carta a la que se concede total prioridad y, por tanto, máxima importancia.

 


La carta del padre

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El espejo:

 

 

Los padres de Tarkovski se separaron cuando él era todavía muy niño.

¿Qué edad tenía entonces exactamente? El afirmó que tres, cifra que por eso retienen la mayor parte de los estudiosos de Tarkovski.

 

 

Aunque alguno de ellos -me refiero ahora a Pablo Capanna- anticipa considerablemente esa fecha:

 

«El matrimonio de sus padres duró poco. Dos meses después de nacer Andrei, Arseni se marchó a Moscú para no regresar más. La pareja siguió viéndose cada tanto en la capital, hasta que en 1934 decidieron separarse definitivamente. Arseni volvió a casarse, pero Maria, una mujer de carácter sumamente independiente, prefirió no hacerlo.»

[Capanna, Pablo: 2003: Andrei Tarkovski: El ícono y la pantalla, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, .2003]

 

Como ven, sugiere una crisis permanente de la pareja y una ruptura que se remonta a los dos años del cineasta.

Por el contrario, Marina, la hermana del cineasta, atrasó esa ruptura hasta los cuatro años de Tarkovski.

Cifra muy probable, dado que en esa edad, como hemos visto, situaba el propio Tarkovski el sueño que abre La infancia de Iván.

 

 

Y todo parece indicar que aquello hundió a la madre en una intensa melancolía.

 

 

Ahora bien, ¿no era lo absolutamente inverso a la melancolía

 

 

lo que nos extrañaba en la exultante sonrisa de la madre sólo un instante antes de que el sueño de Iván diera paso a la realidad de la pesadilla?

¿Perciben entonces la solidaria inversión entre uno y otro film?

La infancia de Iván elimina, de la madre, su insondable tristeza melancólica, para teñir con ella el más desolado paisaje de la infancia.

El Espejo, en cambio, concentra la devastación melancólica en la madre, dibujando entonces una imagen paradisíaca de la infancia.

Y ambas son, en cualquier caso, películas de amor y de terror.

 

 

En cualquier caso, a los doce años de Tarkovski había pasado ya un tiempo considerable desde esa ruptura.

 

 

Y tengan en cuenta que a los doce años un niño varón se encuentra sumido en las turbulencias de la pubertad,

 

 

momento en que la presencia de un padre cobra una urgencia máxima.

En esa etapa, el niño necesita un progenitor de su mismo sexo que le permita pensar y reconciliarse con la geografía sexuada de su cuerpo que ha comenzado a manifestarse con la intensidad de una explosión difícilmente manejable.

La madre de Tarkovski y sus dos hijos -al modo de lo que se da en llamar ahora familia monoparental- vivían en Moscú. Pero, como saben, cuando llegó la guerra hubieron de refugiarse con la abuela en Yúrievets.

Marina, la hermana, nos informa de que allí, durante la guerra, Andrei recibió una carta de su padre:

 

«Durante la guerra Andrei recibió una carta en Yúrievets, adonde habíamos sido evacuados. Era de nuestro padre desde el frente.

«”Mi querido Andryusha, feliz cumpleaños. Estoy enfermo en el hospital, pero saldré pronto. ¡Recuerdo tan bien como naciste! (…) Luego naciste y te vi. Salí y estuve solo. Podía oír como se resquebrajaba el hielo que había sobre el río Nyomda. Era de noche, el cielo estaba perfectamente claro y vi la primera estrella. Lejos, podía escuchar el acordeón. Esto fue hace once años.”»

[Marina Tarkovski: El principio, en Marina Tarkovski (Ed.): Acerca de Andrei Tarkovski, Ediciones Jaguar, Madrid. 2001.]

 

 

Es fácilmente imaginable la angustia con la que hubo de vivir el niño la noticia de esa enfermedad del padre.

Tanto como el anhelo con el que hubo de intentar reanudar la comunicación con ese padre enfermo, esquivo y distante.

 

Griaznov: ¡Ah! Ante todo dale papel y lápiz. Mete lo que escriba en un paquete y envíalo inmediatamente para aquí.

Griaznov: ¿Comprendiste?

Gálstev: Comprendí.

 

¿Ha comprendido?, pregunta 51 al joven oficial.

¿Qué ha comprendido? ¿Cuál es la distancia entre ese hijo y ese padre?

Ese es uno de los temas centrales de El espejo: la conciencia de la distancia, de la lejanía del padre perdido.

 


El Espejo: la visita del padre

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Allí le encontramos haciendo una breve visita inesperada a sus hijos.

 

Padre: ¡María! ¡Y¿Y los niños?

Padre: ¿Dónde están los niños?

 

Es en extremo fija e intensa la mirada que la madre -armada de un cuchillo- dirige a ese padre que llega.

 

 

Tanto que él no parece poder afrontarla.

 

Hermana: Andreiuska, diré que robaste un libro ajeno.

Andreiuska: ¿Qué?

Hermana: Se lo diré.

 

Un libro sobre Leonardo da Vinci encuadra este episodio del encuentro con el padre.

¿Por qué Leonardo? ¿Y qué sentido tiene que la hermana diga que ese libro no es suyo sino que lo ha robado?

 

Hermana: ¡De todas maneras se lo diré!

 

¿Pero a quién se lo dirá? ¿Y por qué lo dice entre sollozos?

Por lo que sabemos ese libro era de la madre. De modo que a ella se lo habría robado Andrei.

Pero eso desentona del todo con lo que sabemos: que era la madre la que animaba a leer a su hijo guiando en todo momento sus lecturas.

¿Puede hablarse, en tal caso, de robo? E insisto, ¿por que los sollozos de la niña?

Una cosa podría justificarlos: que de lo que esté hablando Marina es del robo mismo de la madre. Que Andrei le estaría robando el cariño de su madre.

De modo que no hay robo alguno de libros.

Y sin embargo la verdad de los sollozos de la niña permanece ahí.

Sólo una cosa puede justificarlos: que de lo que está hablando Marina es del robo mismo de la madre, de su cariño, por su hermano mayor.

Que Andrei le robaría el cariño de esa madre.

Sabemos que María llevó un diario del nacimiento y los primeros meses de su hijo mayor, pero nunca escribio uno equivalente sobre su otra hija, Marina.

¿Ante quién denunciaría Marina ese robo?

¿Ante la madre? Obviamente, sólo podría ser ante ella, pues el padre no estaba allí. Pero sin duda es al padre al que necesitaría para poder realizar esa denuncia. Y de pronto, milagrosamente, su presencia se materializa allí.

 

Padre: ¡Marina!

Padre: ¡Marina!


 

Diríase que fuera el punto de vista de Leonardo el que presidiera la escena. ¿Cómo no recordar, a este motivo, el célebre trabajo de Freud sobre el pintor y, sobre todo, el núcleo de su malestar que hubo de localizar en la difícil relación con su madre?

Y es también, desde luego, el punto de vista de alquien que contempla ese libro sobre Leonardo, y desde la distancia que ese libro que contempla concede, observa con ojos de Leonardo -y con ojos tan tristes como los del Leonardo en este autorretrato- lo que entonces sucedió.

 

 

¿Es un anhelo excesivo el que hace caer a Andrei en su carrera? ¿O es todo lo contrario?

 


 

Y hay otro punto de vista en la escena.

El punto de vista del odio desolado de la madre abandonada.

¿Será la tensión entre ese anhelo por el padre y esa desolación de la madre lo que le ha hecho caer?

 


 

En el frente -nos informa Pablo Capanna- Arseni Tarkovski obtuvo la Estrella Roja.

Pero el coste de esa medalla fue la pierna amputada a causa de la gangrena que, sin ser designada en el film, late necesariamente en este plano.

 

 

¿En qué piensa ahora Andrei con tanta intensidad?

 

 

Seguramente en la presencia a la que ahora mira.

Y que ha de ser la de esa madre a la que hace un instante hemos visto apartar la mirada.

 

 

¿Se siente culpable ante ella?

En cualquier caso, se refugia en el pecho -y en el corazón- del padre.

¿Y qué más hay ahí, en ese corazón y en esa cabeza?

 


El espejo y árbol, lo imaginario y lo simbólico

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Un árbol.

El árbol, siempre ligado al padre, que recorre la entera filmografía de Tarkovski.

Pero que es también un árbol eclipsado por la presencia de la madre.

 

 

Se trata del Retrato de Ginevra de Benci, pintado por Leonardo entre 1478 y 1480, y que es introducido por Tarkovski como transición entre la escena de la visita del padre y la que le sigue y en la que el protagonista del film -el propio cineasta, ya adulto- habla con su esposa, de la que está separado, del hijo de ambos.

 

 

Es evidente el parecido de Ginevra de Benci tanto con la actriz que interpreta a la esposa y a la madre de Tarkovski como con las auténticas madre y esposa del cineasta, dado que la actriz, Margarita Terekhova, fue escogida, entre otros motivos, por ese parecido.

Ahora bien, ¿cuál es el rasgo dominante del retrato?

¿La tristeza o la dureza?

Pienso que no hay duda de que se impone la dureza.

Pero lo realmente impresionante de este film que lleva el muy preciso título de El espejo es que en él un incesante juego de espejos conduce a la abolición total del tiempo.

Pues en él todo está repitiéndose continuamente: la madre siempre está ahí y está siempre confundida con la esposa, y lo mismo sucede, lo veremos en seguida, con el padre y el hijo.

Y son por cierto dos espejos lo que hay detras de la esposa en esta escena en la que habla con el cineasta.

 

Esposa: Ven más a menudo, sabes cómo le haces falta.

 

Como les digo, todo se repite en este juego de espejos en el que la madre y la esposa se confunden en un lazo incestuoso que anula el tiempo absolutamente.

 

Tarkovski: Que Ignat viva conmigo.

Tarkovski: ¿Hum?

 

Infinito el desprecio que late en su mirada.

Un desprecio que -todo parece indicarlo- es el resultado de la caída absoluta del deseo que una vez esa mujer sintiera por ese hombre.

Aunque la voz que escuchamos no sea la del propio Tarkovski -su voz se oye en cambio en el film cuando recita los poemas del padre y, así, se funde con él- resulta obligado acusar el hecho de que él es un personaje activamente presente en en escena.

Ese es el motivo de que, aunque se encuentra en contracampo, ella no mire al objetivo de la cámara: todo parece indicar que está mirando al cineasta que, desde el contracampo, se encuentra frente a ella y le habla.

 

Esposa: ¿hablas en serio?

Tarkovski: Tú misma habías dicho que él quería.

Esposa: No se te puede decir nada.

Tarkovski: ¿Crees que lo he inventado por placer?

 

Desde luego, ella lo cree.

Sabe que lo que late en esta inesperada propuesta de su exmarido no es sólo la culpa de haber abandonado a su hijo como hizo con él su padre, ni tampoco el recuerdo de su sufrimiento como hijo así abandonado.

Sabe que además de todo cierto placer perverso y desesperado está en juego.

Y él también lo sabe, pues lo ve en la mirada de ella. Y no obstante juega ese juego.

 

Tarkovski: Le preguntaremos a él. Que él decida. Además para tí será más fácil.

Esposa: ¿En qué me será más fácil?

Tarkovski: Ignat.

 

Quizás el único gesto de pudor de El espejo sea evitar nombrar al hijo por su nombre real -Arseny.

En cualquier caso, el escogido, Ignat, parece contener una ignición permanente.

 

Esposa (dirigiéndose a Ignat): ¿Has ordenado los manuales?

Esposa: Ve, despídete de tu padre.

Tarkovski: Ignat, tu madre y yo queríamos preguntarte

 

Y como hay ahora tres personajes, tenemos ya tres espejos.

Difícil no anotar el narcisismo de un hombre que vive solo en una casa llena de espejos. Mas no entiendan esto en el sentido convencional con el que esta palabra se usa en el lenguaje cotidiano. Sino en el que permite localizar el origen más arcaico del malestar que aqueja a ese ser del que, decíamos hace bien poco, carece del arte -terciario, simbólico- de la mediación.

 

Ignat: ¿Qué?

 

Como pueden ver, cuando está en juego la relación entre el padre y el hijo, el árbol está siempre presente.

 

 

Y por cierto que el árbol es en cierto modo todo lo contrario del espejo.

Pues el espejo duplica, devuelve lo idéntico y, en esa misma medida, abole el tiempo y anula el trayecto: devuelve lo que ya hay.

Es por eso una de las más expresivas metáforas de lo imaginario.

El árbol, en cambio, se enraíza y ramifica: es por eso la metáfora del tiempo y la genealogía; no es casualidad que los hombres desde antiguo lo hayan utilizado para pensar su inscripción en la sucesión de las generaciones.

Y es por eso, a su vez, una de las mejores metáforas de lo simbólico.

 

Tarkovski: ¿Tal vez sería mejor que vivas conmigo?

 

Les hablaba de narcisismo y de perversión. Parece obligado hacerlo, igualmente, de crueldad.

Pues hay una indiscutible crueldad en el hombre que juega a ese juego con su hijo. Y la perversión se escucha en este momento en lo amanerado de la voz, tan aparentemente vacía de emoción, con la que juega.

 

Ignat: ¿Cómo?

Tarkovski: Viviremos juntos, ¿Has hablado con mamá de eso? ¿No?

Ignat: ¿De qué? ¿Cuándo? No, no quiero.

 

Y ante esa interpelación perversa, el árbol es devorado por el espejo.

Es decir: lo imaginario invade y asfixia lo simbólico.

Nada nuevo, por lo demás:

 


 

Como les decía, el árbol es eclipsado por el efecto fascinador del rostro de la madre en el que se asienta la construcción imaginaria del yo del sujeto desde los tiempos del narcisismo originario.

 

 

De ahí procede su fuerza y su dureza.

Tanto como su larvado pero siempre presente desprecio al padre e incapacidad absoluta de ocupar su lugar.

 

 

Y por cierto: ésta que pueden ver al fondo, tras la actriz, es una foto de la auténtica madre de Tarkovski en su juventud,

 

 


 

como esta otra que un instante después contempla la actriz en esta escena lo es también de ella en su vejez, es decir, en la época misma en la que, contra su voluntad, se interpreta a sí misma en la película de su hijo.

 

Esposa: Es verdad, nos parecemos mucho tu madre y yo.

 

Sin duda: eso es verdad.

Y lo es tanto como lo que se afirma a cotinuación:

 

Aleksei: No tenéis nada en común.

 

Se parecen mucho y nada.

Y por eso es imposible la relación con la esposa, siempre deficitaria con respecto a ese objeto incestuoso originario que fue la madre.

A ese objeto del que -de eso se hablará en seguida- ni siquiera la propia madre real puede parecerse ya.

Pero esas son, en cualquier caso, verdades imaginarias que tan solo certifican el atrapamiento absoluto del deseo del cineasta en el lazo incestuoso que, por ello mismo, hace imposible toda verdad verdadera.

Es decir: toda verdad simbólica que permita al sujeto ser.

Ser en el único campo en el que el sujeto encuentra el anclaje que le permite, propiamente, ser.

Claro está: me refiero al campo de la palabra en esa su máxima dignidad simbólica que es la de la promesa. n

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