3. La locura, lo poético y lo real. La interrogación por el padre


La infancia de Iván, Sacrificio.

 
 

 


Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual
2008/2009 La Diosa del Agua (Andrei Tarkovski)
Sesión del 12/12/2008
Universidad Complutense de Madrid

 

 

 

 

 

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La interrogación resuena

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Andrei Arsenyevich Tarkovski, 4 de Abril de 1932

1944

1961 – 1932 = 29        1932 + 12 = 1944

 

Como les decía el otro día, el dispositivo enunciativo de La infancia de Iván se organiza a partir de esta doble inscripción del cineasta, que permite hacer resonar, con toda su potencia, esta pregunta:

Gálstev: ¿Por qué callas? ¿De dónde saliste?

 


Nos necesita como testigos para reunir las dos caras de si mismo

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Ya saben que no fuerzo la cuestión, pues el último día tuvimos la ocasión de reparar en lo que estaba escrito en el plano inmediatamente anterior a éste en el que tales preguntas son realizadas, justo eso que sólo atisbamos por un instante después de que Gálstev nos expulsara:

Gálstev: Espere fuera, ya le llamaré.


 

Pues, como les decía, es bien evidente que nos mira a nosotros, espectadores, cuando enuncia esta expulsión.

Y habría que añadir que, aunque nos expulsa, necesita a la vez de nuestra presencia ahí como testigos.

Quiero decir: nos necesita como testigos quien se inscribe a través de las figuras de teniente Gálstev y de Iván, es decir, el propio Tarkovski.

Quizás les choque lo que les digo, mas no hay motivo para ello, pues si no nos necesitara como testigos, no se mostraría así, con esta explicitud.

Y por cierto que la próxima semana, cuando tengan ocasión de ver esa inaudita película que es El espejo, podrán constatar hasta qué extremo puede llegar alguien hablando de sí mismo.

El caso es que Tarkovski necesita que haya testigos capaces de reunir esas dos caras de sí mismo que a la vez se explican y se excluyen.

Por más que les desconcierte esta idea, a poco que piensen en ella terminará resultándoles inevitable: si un artista se da a ver así -hablo de un auténtico artista, no de esos mercachifles que pasean habitualmente sus imposturas por los medios de comunicación-, es porque lo necesita.

No quiero decir con esto que haga películas para los espectadores. Las hace, desde luego, para sí mismo: pero no le servirían de gran cosa si no hubiera espectadores que las vieran.

Debemos, por eso, oír en su justo sentido ese gesto de expulsión: expulsa a los espectadores que quisieran contemplar desde fuera su drama -Tarkovski hablaría aquí, sin duda, de su alma-, pero a la vez reclama, invita, casi suplica a aquellos otros capaces de vivir ese drama como propio, pues necesita que haya testigos que, con su mirada y su escucha, fijen, sujeten esas dos caras desintegradas de sí mismo.

En suma: espectadores capaces de hacer suyo su drama y, así, de demostrar la posibilidad de integrarlo y soportarlo.

 


La escritura en el umbral de la locura

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No digo, por supuesto, que todos los artistas sean así. No eran así, desde luego, ni Shakespeare, ni Cervantes ni tampoco John Ford. Pero sí lo eran, en cambio, Dostoievski, Van Gogh o Tarkovski: la diferencia de la que les hablo no es de calidad estética, sino de posición en el mundo.

A diferencia de los primeros, estos segundos vivieron siempre en el límite mismo de la locura: conteniéndola en la misma medida en que la simbolizaban.

En ese mismo espacio pueden situar también, por ejemplo, a Jean Claude Lauzon, el autor de esa extraña y admirable película que fue Léolo.

En su momento Amaya Ortiz de Zárate y yo escribimos un libro sobre ella: pienso que su subtítulo nombra bien la temática en la que nos hemos introducido este año: la escritura en el umbral de la locura.

De hecho, es de eso de lo que se trata: de una subjetividad que se contiene de la locura a golpe de escritura.

Es decir: una subjetividad que se vive al borde de la disgregación y que se contiene construyendo, en lugar del mundo simbólico que no le ha sido dado, un texto a través del cual trata de configurar ese mundo que le falta.

Pero, claro está, ese mundo sólo le permite sobrevivir si, en cuanto tal, existe; y sólo existe el mundo que otro -y no sólo yo- es capaz de visitar.

Pues tal es la primera condición de todo mundo: que sea necesariamente intersubjetivo.

De ahí que para los artistas que se sitúan en ese umbral, el de la locura, la existencia de esos testigos de los que les hablo -testigos como esos mismos que nosotros, aquí, ante La infancia de Iván, nos vemos confrontados a ser, e insisto que esto es todavía poco con respecto a lo que aguarda en El espejo– llega a ser una necesidad capital. Nada lo confirma mejor que el entusiasmo con el que Tarkovski acogía las cartas de los espectadores que le escribían para agradecerle la emoción experimentada contemplando sus films y que él mismo dejó insistentemente reflejada en su libro Esculpir en el tiempo.

Piénsenlo, por ejemplo, en el caso de Van Gogh: quizás si alguien hubiera comprado sus cuadros podría haberse permitido no cortarse la oreja.

Dicho de otra manera: quizás si alguien hubiera escuchado con su mirada la fiebre que latía en sus cuadros, él hubiera podido sujetarse en esa mirada.

De lo que les hablo, después de todo, es de lo mismo que sostiene el que pienso es el único espacio terapéutico viable de la psicosis: el psicótico, en el diván, no puede conformarse con interpretar su mundo sintomático, sencillamente porque carece de él.

Necesita, por el contrario, alumbrar un mundo simbólico: y necesita que haya un testigo, el analista, que sostenga ese mundo con su escucha y con su mirada.

E incluso algo más que eso: también con su palabra.

El que sea terrible la exigencia que eso supone no evita que eso sea así, que no pueda ser de otra manera, por más que, claro está, tantos psiquiatras quieras deshacerse del problema recurriendo a los fármacos.

 


51

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Y bien, por eso Tarkovski, a la vez que nos expulsa, nos quiere ahí para que seamos testigos de eso que él sabe y no sabe a la vez.

Pues, como decíamos el otro día, en tanto Gálstev no lo sabe, pero lo sabe como Iván.

Por lo demás, el mensaje del que es portador Iván ya está ahí, desde el primer momento, escrito en la pared junto a la que Gálstev duerme.

Precisamente por eso podemos decir que Gálstev ha despertado a su pesadilla.

Y ese extraño niño cuya llegada le despierta, deposita ante él un significante que es invocado una y otra vez:

Iván: Informe en el Estado Mayor, al 51, que yo estoy aquí.

Gálstev: ¿Quién es el 51?

Esta es la tercera vez:

Iván: Informe ahora mismo al Estado Mayor del 51: “tengo a Bóndariev aquí” y nada más.

[…]

Gálstev: No es ningún mayor. Un muchacho de 12 años.

Capitán: ¿Te estás burlando de mí? ¿No tienes nada que hacer o estás borracho?

Gálstev: Así pensé yo… Compañero capitán, él dice que vino de la otra orilla.

Capitán: ¿Cruzó el río en una alfombra mágica? Te contó un cuento y le hiciste caso.

Iván: Dígale que si no informa al 51, tendrá que responder.

Cuarta.

Gálstev: Pediste que yo informara sobre ti y ya lo hice.

Gálstev: Me han ordenado encerrarte y ponerte bajo custodia.

Iván: Le dije que informara en el Estado Mayor del ejército, al 51. ¿A quién llamó usted?

Quinta.

Gálstev: Dijiste… Yo no puedo hablar directamente con el Estado Mayor.

Iván: Démelo, yo llamaré.

Gálstev: ¡No te atreverás!

Gálstev: ¿A quién llamarías? ¿A quién conoces en el Estado Mayor?

Gálstev: Al capitán Jolin y al teniente coronel Griaznov.

Iván: Ahora mismo dé parte al teniente coronel Griaznov que yo estoy aquí. O yo mismo llamaré.

Gálstev: “Baical”, póngame en contacto con el 51, con Volga.

Y a la sexta, como ven, un segundo significante viene a desdoblarlo: Volga.

La cifra 51 aparecerá todavía una vez más, en una secuencia posterior:

Malyshev: El 2 escucha.

Griaznov: Habla el 51. Oye, Malyshev, ustedes tenían una discusión allí.

 


La forma que da forma a ese desgarro

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Tales son los términos del dispositivo por el que la enunciación del film se desdobla para articular narrativamente su interrogación.

Y así, desde el presente, y utilizando para ello la novela que le ha sido dado adaptar, realiza Tarkovski una indagación estética, es decir, a la vez ideativa y emocional, sobre su propio pasado.

Sobre cierto desgarro que permanece abierto desde su infancia.

Nota a pie de página: no digo una indagación cognitiva, porque lo cognitivo se concibe como algo lógico y emocionalmente descargado y aquí se trata de todo lo contrario: las ideas que se buscan en esa indagación no son tanto las que explican -las que traducen como significación- ese desgarro, sino las que permiten darle forma y, así, aprehenderlo en toda su intensidad emocional.

Y bien, la forma capaz de dar forma a ese desgarro comienza precisamente ahí: en el desdoblamiento que esos dos personajes realizan para poner en escena y así ceñir, entre ambos, ese desgarro dándole la forma, ya simbólica, de la interrogación.

Y por cierto que ninguna lengua como el español escribe tan bien la interrogación. Pues mientras que tantas otras se conforman con un sólo signo -?-

-si bien es cierto que uno altamente expresivo pues tiene la forma de una oreja que escucha-


el español tiene dos que acotan ese espacio donde la interrogación cuaja: ¿ ?

Y bien, ¿no es de esa índole lo que entre ambos personajes se dibuja en esta escena que hace vibrar con tal intensidad esa interrogación?

Pues, si no hay padre: ¿qué mejor que esa acotación del espacio entre dos que visualiza la interrogación por su ausencia?

Y en el lugar de esa ausencia, insistamos en ello, un teléfono y un cable de comunicaciones ardiente, pues está demasiado cerca de esa vela llameante que preside en todo momento la escena.

 


Los comienzos: Gálstev e Iván

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Y por cierto: es posible encontrar una huella de este peculiar desdoblamiento en el capítulo dedicado a La infancia de Iván en el libro de Tarkovski Esculpir en el tiempo.

Y una tanto más valiosa cuanto que no es consciente sino que se manifiesta por la vía del acto fallido.

Se encuentra en el capítulo titulado Los comienzos, donde, entre otras cosas, Tarkovski hace revisión de su ambivalente relación con la novela de Bogomolov en la que se basa el film.

«¿Qué es lo que me atraía del relato de Vladimir Bogomolov?

«Antes de contestar a esta pregunta es necesario destacar que no todo relato en prosa es apto para una versión cinematográfica.

«Hay obras de las que sólo se le ocurriría hacer una película a quien despreciara por igual el cine y la literatura. Me estoy refiriendo a aquellas obras maestras que demuestran que su autor es absolutamente único: por la unidad de todos sus elementos, por la precisión y la independencia de sus imágenes, por la increíble profundidad de los caracteres, expresados en palabras, y también por la fantástica composición y por su fuerza de convicción literaria.”

Y por cierto que es casi cruel su manera de señalar los que considera los defectos esenciales de la novela.

Así, nos dice que las obras maestras que demuestran que su autor es absolutamente único son inadaptables.

De modo que si adapta La infancia de Iván sólo puede ser porque esta obra está muy lejos de serlo.

Como ven, se trata de una crueldad aparentemente innecesaria, teñida de desprecio hacia ese hombre que no es único, y chocante, entre otras cosas porque el propio Tarkovski se desmentirá una y otra vez a sí mismo al intentar llevar al cine sus obras maestras favoritas, entre ellas algunas de las novelas mayores de Dostoievski y de Tolstoi.

De modo que es ésta, no puede haber duda de ello, una argumentación ad hominem.

Si lo señalo no es por hablar mal del cineasta: lo hago simplemente porque en el análisis uno no debe limar las aristas, como hacen tantos estudiosos que se identifican tan intensamente con el autor que estudian que tienden a ocultar todo lo que les parece puede llegar a enturbiar su más bella imagen. -Lo que, por cierto, se da con especial intensidad entre los tarkovskianos, dados muchos de ellos a construir una imagen beatífica del cineasta.

Insisto: no conviene limar las aristas. En ese gesto tan aparentemente hostil e innecesario, se manifiesta bien -como tendré ocasión de mostrarles en seguida- la tensión, la violencia incluso con la que Tarkovski necesitaba defenderse de los otros.

¿De qué otros? De cualesquiera otros que no fueran capaces de compartir de su drama.

Pero vayamos a lo que ahora nos interesa:

«Desde el punto de vista puramente artístico, su concisa forma de narrar, precisa y detallista, prolija, con sus excursos líricos para caracterizar al teniente coronel Gálstev, el héroe de la novela, el texto me resultó hasta cierto punto indiferente. Sobre todo porque a Bogomolov le interesa mucho la descripción escrupulosamente exacta del ambiente de la guerra, destacando una y otra vez que él personalmente era testigo de todo lo que se narraba en el relato.

«Pero esto a la vez me ayudó a descubrir en aquella novela un texto en prosa que perfectamente podía ser vertido en una película.

«Es más, en el cine este relato desarrollaría incluso la tensión emocional y estética que podría conceder a sus ideas una veracidad confirmada por la vida.

«Al leerlo, el relato de Vladimir Bogomolov quedó grabado en mi memoria.

«Incluso algunas de sus peculiaridades llegaron a fascinarme.

«Especialmente la suerte de su héroe, que la novela sigue hasta su muerte.»

Lean esto y ensayen a localizar el acto fallido del que les hablaba.

Como ven, el listado de lo que no le gusta del relato de Bogomolov incluye los excursos líricos utilizados para caracterizar al teniente coronel Gálstev, el héroe de la novela.

Y sólo unas pocas frases después de haber identificado a Gálstev como el héroe de la novela, no duda en utilizar la misma expresión para referirse a Iván.

Pero sin hablar en ningún caso de el otro héroe, de los dos héroes…

De modo que quien lea el libro sin conocer la película, deducirá que sólo hay un héroe en ella, un tal Gálstev, de nombre Iván, que, por lo visto, muere en su final.

En suma: sin tener conciencia de ello, Tarkovski habla de los dos personajes como si fueran uno sólo.

 


La especificidad de lo cinematográfico

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Pero claro está, les ha dificultado localizar ese acto fallido por lo demás tan evidente lo notablemente confuso de los enunciados que se arremolinan en esta cita como en tantos otros nudos candentes del libro de Tarkovski.

Y cabe añadir, al menos a primera vista, contradictorios, pues el cineasta que a lo largo de su libro insiste todo el tiempo en la reclamación de la autoría absoluta del director sobre su obra cinematográfica como la condición de su eficacia estética y de su verdad emocional -dos cosas éstas, por lo demás, para él inseparables que deben tener todas y cada una de sus imágenes-, no duda sin embargo en achacar a Bogomolov su insistencia en hacer en su novela eso mismo, es decir, manifestar su relación personal, biográfica y concreta con todo lo en ella narrado –me resultó hasta cierto punto indiferente. Sobre todo porque a Bogomolov le interesa mucho la descripción escrupulosamente exacta del ambiente de la guerra, destacando una y otra vez que él personalmente era testigo de todo lo que se narraba en el relato.

Y más contradictorio todavía es que, tras quejarse de esa descripción escrupulosamente exacta del ambiente de la guerra, pase a afirmar que en el cine este relato defectuoso desarrollaría incluso la tensión emocional y estética que podría conceder a sus ideas una veracidad confirmada por la vida.

Frase tortuosa donde las haya, pero que, sobre todo, afirma algo tan chocante como que la veracidad confirmada por la vida habrá de provenir, no del carácter verdadero de lo contado por el escritor, sino de la capacidad misma del cine -pero hay que añadir inmediatamente: del cine de Tarkovski.

Más tarde vuelve Tarkovski sobre la misma idea, esta vez en el contexto de la reivindicación de la especificidad cinematográfica:

«La transposición de las características específicas de otras artes a la pantalla roba al cine su especificidad cinematográfica y hace difícil encontrar soluciones que se apoyen en las poderosas cualidades del cine como arte autónomo. Lo peor de todo ello es, sin embargo, que en esos casos surge un abismo entre el autor de la película y la vida. Entre los dos se están continuamente interponiendo intermediarios, procedimientos de artes más antiguas. Y esto impide sobre todo el que la película represente la vida en su fuerza originaria, tal como el hombre realmente la ve y la siente.»

Por mi parte, no comparto para nada esas disquisiciones sobre lo específico cinematográfico que estuvieron tan de moda en los años ochenta.

Pienso que la idea de la especificidad de las artes solo crea confusión, pues muchas veces están más cerca dos obras de artes diferentes que dos pertenecientes a una misma disciplina artística.

El problema de lo específico a propósito de las artes se hace inmanejable cuando se plantea en términos de lenguaje: se quiere hablar entonces de la especificidad del lenguaje cinematográfico, del literario, del pictórico… como si tales lenguajes existieran, como si fueran algo más que lo único que son después de todo: expresiones vagamente metafóricas que nombran la capacidad expresiva de cada una de esas artes.

Pero jamás se cumplen los requisitos semióticos que permiten hablar de lenguaje: la identificación de signos, códigos y reglas de articulación.

En cualquier caso, no merece la pena detenerse en esto ahora, dado que ni siquiera el propio Tarkovski se lo tomó en serio, como lo demuestra el hecho de que el mismo lo rebatiera con su propia obra. Vean un ejemplo de ello tomado del mismo capítulo:

«Recordemos el final de la novela El idiota de Dostoievski. ¡Qué sobrecogedora verdad la de los caracteres y las situaciones!

«Rogoshin y Mishkin, sentados en unas sillas en una inmensa habitación y cuyas rodillas se tocan, nos conmueven precisamente por la incoherencia y el vacío exterior de esta puesta en escena y por la simultánea verdad absoluta de su estado interior.

«Precisamente el prescindir de cualquier sentido profundo hace que esta puesta en escena sea tan convincente como la vida.»

Ya les he dicho que Tarkovski, olvidando lo que decía al principio de su libro sobre la imposibilidad de adaptar las obras maestras de la literatura, intentó durante buena parte de su vida llevar al cine El idiota.

Y por lo demás, su descripción de la soberbia y desconcertante escena final de la novela nos hace imaginarla al modo tarkovskiano. No sería difícil, por ejemplo, ilustrarla con imágenes de Stalker. De hecho el propio Stalker es notablemente parecido al protagonista de El idiota. Y lo mismo podríamos decir de los tempos de una y otra obra.

El que nunca lograra rodar la novela de Dostoievski es ahora lo de menos: para zanjar la discusión que ahora nos ocupa basta con la constatación de su voluntad de hacerlo.

Y, por lo demás, es un hecho que rodó una auténtica obra maestra de la literatura: Solaris, la novela de ciencia ficción de Stanislaw Lem.

 


Lo poético y lo real. Que yo esté donde ello estuvo

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En el campo de los textos artísticos, sólo hay un lugar donde, en rigor, es posible colocar la especificidad: en cada obra. Pues cada obra, si lo es de verdad, quiero decir, si es algo más que un pastiche, es en sí misma irrepetible.

Y es irrepetible porque es real.

Lo único indiscutiblemente específico es la materia, en su ser real.

Y por cierto que de eso, de esa dimensión real de la materia artística, en este caso la cinematográfica, voy a comenzarles hoy a mostrar hasta qué punto Tarkovski tenía la más precisa comprensión.

Ubicándose con ello, como les decía el otro día, en la senda de ese otro pensador que necesariamente va a quedar incorporado a la bibliografía de este año.

Me refiero a André Bazin, cuya Ontología del cine harían muy bien en leer. Recuperemos la cita, tan próxima al pensamiento de Bazin, que les presenté antes:

«La transposición de las características específicas de otras artes a la pantalla roba al cine su especificidad cinematográfica y hace difícil encontrar soluciones que se apoyen en las poderosas cualidades del cine como arte autónomo. Lo peor de todo ello es, sin embargo, que en esos casos surge un abismo entre el autor de la película y la vida. Entre los dos se están continuamente interponiendo intermediarios, procedimientos de artes más antiguas. Y esto impide sobre todo el que la película represente la vida en su fuerza originaria, tal como el hombre realmente la ve y la siente.»

De hecho, si examinan con el suficiente detenimiento este texto se darán cuenta de que la invocación de la especificidad cinematográfica no es más que una pantalla que sólo levemente vela la violencia, incluso la ira, que Tarkovski siente hacia Bogomolov.

Pues el robo del que realmente habla no es el que padece el cine en general, sino el suyo en particular, en tanto sometido a la presencia, durante el rodaje de La infancia de Iván, del novelista como guionista impuesto al proyecto del film: eso es lo que vive Tarkovski como un robo de la especificidad -no ya cinematográfica sino- tarkovskiana que reclama para su cine.

Y es que -no cesarán de comprobarlo leyendo el libro- Tarkovski, cuando habla del cine, como cuando lo hace de estética, no habla de otra cosa que de sí mismo.

Me dirán que todos lo hacemos. Y desde luego, todos lo hacemos de una o de otra manera. Pero lo hacemos con ciertas mediaciones.

Sucede sin embargo que en Tarkovski -como en Dostoievski, en Van Gogh o en Lauzon, y a diferencia de lo que sucede en Cervantes, Ford o en Tolstoi- no existen tales mediaciones.

Esa ausencia de mediaciones es precisamente uno de los indicios más significados de su proximidad a la psicosis.

No hay, para Tarkovski, mediación posible: donde ésta aparece solo encuentra falsedad, banalidad, irrealidad. Ausencia todal de autenticidad. -De eso que él llama -pero no le seguiré del todo en esto- verdad.

Y es que hay, en Tarkovski, una patente dificultad de aceptar al otro, de entrar en juego intersubjetivo con él.

De modo que siente que necesita expulsar al otro -en este caso a Bogomolov- para poder ser él mismo.

Ahora bien, esa imposibilidad de manejar las mediaciones hace que en Tarkovski se manifieste de manera especialmente desnuda un aspecto básico de la creación estética -precisamente ese que constituye la condición de su autenticidad-: me refiero al hecho de que la autenticidad de la obra no tiene nada que ver con su significado, es decir, con su mensaje -Tarkovski insiste en ello de mil maneras-; pues se sitúa toda ella en el campo de la experiencia que en ella misma tiene lugar.

Y esa experiencia, a su vez, convoca otra experiencia anterior, más antigua.

Lo que emerge con toda explicitud en un momento aparentemente secundario del capítulo de Esculpir en el tiempo que hoy nos ocupa:

«En cuanto a su factura, todos aquellos lugares, para mí, no eran sino fragmentos carentes de toda fuerza expresiva: arbustos en la orilla dominada por el enemigo, el recubrimiento oscuro en la choza de Gálstev, el puesto de sanidad que tanto se le asemejaba, el triste puesto de observación junto al río, las trincheras. Todo esto estaba descrito con absoluta exactitud, pero en mí no despertaba emoción estética alguna, sino que más bien me resultaba antipático. En mis ideas, todo aquel ambiente no se asociaba con nada que hubiera podido desencadenar sentimientos que de algún modo fuesen adecuados a aquella historia de Iván. Todo aquel tiempo, sin embargo, me parecía que el éxito de la película dependía de cómo estuvieran elaborados, de lo cautivadores que fueran las localizaciones y el paisaje, que debían desencadenar en mí determinados recuerdos y asociaciones poéticas. Hoy, veinte años después, estoy convencido del siguiente fenómeno, que no se puede analizar: cuando un director de cine se ve asediado él mismo por el lugar que ha elegido para las tomas, cuando se le queda como esculpido en la memoria, despertando asociaciones quizá incluso altamente subjetivas, este hecho influye también en el espectador. En episodios dominados por los estados de ánimo subjetivos del autor se ven el «bosquecillo de abedules», el refugio hecho de troncos de abedul, el fondo paisajístico del «último sueño», el bosque muerto inundado por las aguas.»

La fuerza expresiva de una imagen, su capacidad de despertar la emoción estética, depende, para Tarkovski, de que cada localización y cada paisaje sean capaces de desencadenar en él determinados recuerdos y asociaciones poéticas.

Pero pueden suprimir aquí el adjetivo poéticas. No porque sea falso, sino porque es redundante y, en tanto tal, innecesario.

Y es que en eso precisamente estriba esa lógica poética que tan difícil le resulta a Tarkovski explicar teóricamente pero que tan inmediatamente es capaz de suscitar con sus imágenes: tiene que ver con la potencia y la inmediatez emocional de las localizaciones y los paisajes, de los objetos, las atmósferas, y las texturas.

Y eso le lleva a enunciarlo en forma de ese axioma que le parece irreductible a cualquier análisis ulterior: estoy convencido -nos dice- del siguiente fenómeno, que no se puede analizar: cuando un director de cine se ve asediado él mismo por el lugar que ha elegido para las tomas, cuando se le queda como esculpido en la memoria, despertando asociaciones quizá incluso altamente subjetivas, este hecho influye también en el espectador.

Como empiezan ya a intuir, eso que Tarkovski llama lógica poética en nada se diferencia de la lógica del inconsciente.

Hay sin embargo en esto un aspecto en lo que conviene enmendarle la plana al cineasta.

Pues, contra lo que él dice, eso sí es analizable. De hecho, él mismo esboza un análisis implícito con esa notable formulación que es la de lo esculpido en la memoria.

Se trata, por lo demás, de una analizabilidad que se hace explícita en cierto enunciado de Freud que pareciera concebido para nombrar también algo esencial que sucede en el cine cuando alcanza su más alta intensidad subjetiva –Que yo esté donde ello estuvo.

Una frase ésta que resulta incomprensible cuando se la trata de entender al modo cognitivo, pues en lo esencial no se trata de que yo entienda lo que entonces sucedió.

Se trata de que yo pueda dar forma -y así esculpir en la memoria- lo que entonces careció de ella y por eso estuvo a punto de desintegrarme.

O logró hacerlo.

El próximo día tendrán ocasión de contemplar en El espejo hasta qué punto se trata, en todo momento, de eso.

Y sin mediación alguna.

 


De La infancia de Iván a Sacrificio. La locura y su nudo

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«Desde el punto de vista puramente artístico, su concisa forma de narrar, precisa y detallista, prolija, con sus excursos líricos para caracterizar al teniente coronel Gálstev, el héroe de la novela, el texto me resultó hasta cierto punto indiferente.»

La confusión de Gálstev con Iván no es el único acto fallido que este párrafo encierra, pues hay, todavía, otro: el joven teniente Gálstev ha sido ascendido, en el recuerdo difuso del cineasta, nada menos que a teniente coronel.

Cosa del todo imposible dada su edad, pero además doblemente imposible dado que esa posición, en la película, está ocupada por otro personaje, el teniente coronel Griaznov.

Gálstev: ¿A quién llamarías? ¿A quién conoces en el Estado Mayor?

Iván: Al capitán Jolin y al teniente coronel Griaznov.

Iván: Ahora mismo dé parte al teniente coronel Griaznov que yo estoy aquí. O yo mismo llamaré.


Gálstev: “Baical”, póngame en contacto con el 51, con “Volga”.

Gálstev: Compañero teniente coronel, informa el teniente mayor Gálstev. Aquí tengo a Bóndariev. El exige…

Como ven, es algo muy diferente un teniente mayor que un teniente coronel.

Acto fallido sobre acto fallido, este segundo obliga a reconocer que el teniente Coronel Griaznov desempeña un papel esencial en ese desgarro revisitado que se dibuja entre las dos caras de Tarkovski en el film: el niño que él mismo fue y el cineasta que, a través de la novela de Bogomolov, se interroga por ese desgarro que quedó pendiente en él.

A lo que resulta obligado añadir que el teniente coronel Griaznov es nada menos que el personaje designado por los significantes 51 y Volga.

Y por cierto, ¿quieren un motivo suplementario para tomar en serio esa cifra que insiste en el primer largometraje de Tarkovski?

Basta con que echen un vistazo a Sacrificio, en el final de su filmografía, para constar la magnitud de esa insistencia:

Alexander ha prendido fuego a su casa.

Y sin embargo ese fuego no puede con el agua que sigue rodeándola por todas partes.

Ha llegado ya la ambulancia del psiquiátrico para llevárselo.

Y esa ambulancia tiene por número el 151.

De modo que 51, o al menos 151, es, en el punto de llegada de su filmografía, la cifra última de su locura.

Pero volvamos al comienzo, a La infancia de Iván.

Es tal la diferencia jerárquica entre el Teniente Mayor Gálstev y el Teniente Coronel Griaznov, que el primero debe decirle a Iván que no puede permitirse ponerse en contacto directo con el segundo.

Iván: Le dije que informaras en el Estado Mayor del ejército, al 51. ¿A quién llamó usted?

Gálstev: Dijiste… Yo no puedo hablar directamente con el Estado Mayor.

Iván: Démelo, yo llamaré.

Como ven, la locura ya está aquí: en el rostro inconcebible de ese niño de 12 años.

Y el nudo de su locura está también escrito en el plano: en esas manos que se encuentran y atrapan en el teléfono que debiera activar la comunicación con el Estado Mayor, es decir, con el padre.

Ahí se anuda el desgarro que se escribe entre Gálstev e Iván: la mano que trata de descolgar y la que lo impide.

Gálstev: ¡No te atreverás!

Impresionante el brillo de la mirada de ese niño.

E impresionante la mirada que sigue a ese brillo.

Gálstev: ¿A quién llamarías? ¿A quién conoces en el Estado Mayor?

Hay un anhelo desesperado latiendo debajo de la brutal dureza de Iván.

Y hay también algo demoníaco en él.

Cuerpo deforme, impostado, mano rígida.

Idea fija.

Pero por debajo de todo ello hay algo bien preciso: su negativa a manifestar el amor que encierra.

Gálstev: Al capitán Jolin y al teniente coronel Griaznov.

Tiene lugar entonces un choque de miradas que Gálstev no puede resistir.

Iván: Ahora mismo dé parte al teniente coronel Griaznov que yo estoy aquí.

A lo que sigue el más autoritario gesto procedente de ese niño de 12 años.

Iván: O yo mismo llamaré.


Gálstev: “Baical”, póngame en contacto con el 51, con “Volga”.

Gálstev: Compañero teniente coronel,

Gálstev: informa el teniente mayor Gálstev. Aquí tengo a Bóndariev.

La mano manifiesta la intensidad anhelante de esa llamada.

¿Y qué decir de la suave y blanca piel del brazo de ese niño sobre la que se concentra ahora toda la luz de la imagen?

Extremo el anhelo que se dibuja en su mirada.

Y a propósito del Volga: Marina Tarkovskaya, la hermana del cineasta, describe así Zavrazhye, el pueblo en el que nació Tarkovski:

«[…] la aldea de Zavrazhye, en la región de Yúrievets. Era un pueblo más bien grande que tenía una iglesia de cinco cúpulas (donde fue bautizado Andrei). Se asentaba sobre la orilla izquierda del Volga, no lejos de la confluencia entre el Volga y el Nyomda.»

Ahí lo tienen todo junto: el Volga y sus orillas. Y añade a continuación un dato que inviste a ese gran río de un aspecto traumático:

«Estas ciudades han desaparecido todas; fueron inundadas por el “Gran Volga”.»

Sabemos también, por otras fuentes, que Tarkovski adulto, cuando quiso visitar esa casa en la que había nacido, debió hacerlo a nado -lo que nos invita de nuevo a pensar en el tesoro hacia el que buceaba Léolo.

Pero no hicieron falta las grandes obras de ingeniería estalinistas para que las inundaciones formaran parte de ese paisaje. Pues la propia Marina nos informa de que cuando llegaba la primavera -y Tarkovski nació en esa estación- las crecidas del Volga provocaban inundaciones periódicas como las que muestra La infancia de Iván.

Gálstev: El exige…

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