Regalos y dones

Lorenzo Monaco, Adoración de los Magos,
Galleria degli Uffizi, Florencia, 1420 aprox.

 

Jesús González Requena
Los 3 Reyes Magos. O la eficacia simbólica
1ª edición: Ediciones Akal, Madrid, 2002
ISBN: 84-460-1735-0
de esta edición: www.gonzalezrequena.com, 2018

 

 

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Pulsión, demora, deseo

 

 

Víctor Erice, El espíritu de la colmena, 1973

Tomémoslo en serio, es decir, al pie de la letra: la promesa que el relato contiene sostiene al niño en esa travesía de angustia que es la de sus primeras pesadillas, enseñándole a esperar, a demorar su pulsión, a la vez que a articularla por la senda de los significantes -es decir, de la escritura-, convirtiéndola así en deseo que se prende de los regalos prometidos y demorados que esos mismos significantes anuncian.

No es baladí, por lo demás, la cuestión del soporte que materializa esa presencia terciaria de los Reyes Magos en tanto destinatarios del mensaje de los niños: más allá de los palabras de unos y otros, la escritura, en forma de carta. Pues lo propio de una carta es tener un destino. De ello depende, también, la incertidumbre que la caracteriza: el que puede llegar o no llegar a él.

Así, la demanda del niño queda dirigida hacia ese lugar tercero, en el anhelo de que, desde allí, algo responda.

Víctor Erice, El espíritu de la colmena, 1973.

Y así el ritual se organiza, en primer lugar, como demora pautada que se traza en un desplazamiento espacial: la carta debe hace su viaje hasta los Reyes, así como estos, más tarde, habrán de viajar desde Oriente hasta el hogar del niño. Luego, la demora proseguirá articulada por la cadena de actos que el ritual exige: la minuciosa disposición del Belén, los cadenciosos pequeños desplazamientos que en su escenografía tienen lugar; más tarde la siempre lenta cabalgata de Reyes, seguida de la ceremonia de disponer los zapatos al pie del Belén y servir las copas de anís; finalmente el sueño y, en él, ciertos ruidos que si proceden del interior de la casa se asocian con un balcón abierto a una noche en la que refulge una estrella… Tiempo, pues, de espera, en la esperanza de la llegada final de los regalos. Y cuando, a la mañana siguiente, el niño despierta, encuentra ante él, bajo la ventana del salón familiar, esos regalos que proceden del sueño y que sin embargo se manifiestan ahí, quedando depositados en la vigilia. Y así esos regalos, en tanto que exceden el ámbito del sueño, atravesando sus dos planos, el del contenido latente y el del contenido manifiesto, terminan irrumpiendo en la superficie misma de la realidad.

Adoración de los Magos, Codex Bruchsal, 1220


Regalos y dones

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Fra Angelico, Adoración de los Magos,
Museo Abegg-Stiftung,1423-24

De manera que ese lugar tercero que los Reyes Magos desempeñan en el intercambio simbólico que se desarrolla entre padres e hijos, siendo el lugar de una demora, lo es también de una transformación. Pues los regalos que el niño recibe adquieren finalmente el carácter de dones, de presentes simbólicos en los que importa menos el objeto en que se manifiestan que esa dimensión por la que constituyen al niño en destinatario de un mensaje que procede del universo mismo del mito.

Ya lo hemos señalado: la posición tercera que es la de los Reyes Magos no comparece sólo en la estructura del rito como la del Destinatario, es decir, como la del Destino de la carta del niño, sino que, igualmente, pero sólo más tarde, se manifiesta como la posición del Destinador -o, más exactamente, del Donante- de algo que, desde allí, retorna, en respuesta a la demanda que en la carta quedara formulada.

Es por eso oportuno que volvamos a ocuparnos del sueño del niño para reparar en la novedad que, por lo que se refiere a la biografía de éste, encierra. Pues no se trata ya del típico sueño infantil que, al decir de Freud (17), se agota en la simple alucinación de la posesión imaginaria del objeto de deseo, al modo como se manifiesta en el bebé que, para seguir durmiendo, se chupa el dedo alucinando el pezón de la madre.

Se trata ahora, en cambio, de algo en lo esencial diferente a esa primaria realización imaginaria de la pulsión del niño: propiamente, de una articulación simbólica de esa pulsión en deseo. Pues nos encontramos ya ante un sueño propiamente simbólico, en el que, como hemos visto, tiene lugar la elaboración del deseo inconsciente del niño a través del doble plano de su contenido latente y manifiesto. A ello se debe el hecho de que el niño sueñe menos con el regalo que recibe que con el hecho -y el acto- de recibirlo. Es decir, este nuevo sueño no cobra ya la forma primaria de la imagen de posesión satisfactoria del objeto anhelado, sino, por el contrario, la extraordinariamente más compleja de un proceso en el que algo va a ser / está siendo / ha sido dado.

Es decir: el niño sueña, no tanto con el regalo, como con la cadena simbólica en la que éste se inscribe; pues sueña con esa cadena por la que lo recibe de los Reyes, y con los indicios metonímicos que la localizan -el umbral de la noche al día, ciertos ruidos, ciertos objetos que han cambiado de lugar…

Podemos, también, decirlo así: con lo que el niño sueña no es esencialmente con el regalo, sino con el don. No esencialmente con el objeto -finalmente siempre imaginario- que encandila su deseo, sino con el mensaje simbólico del que éste es portador. Pues un don no es un objeto, sino un símbolo que nombra al sujeto -y que, porque lo nombra, lo constituye como tal.

Alberto Durero, Adoración de los Magos,
National Gallery of Art, Washington, 1511


La noche en la que sólo los Reyes Magos hacen regalos

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Jaume Huguet, Adoración de los Magos,
Retablo de la Epifanía, Museo de Historia de la Ciudad,
Barcelona, 1464

Pero todo ello exige, por parte de los padres, de una renuncia narcisista: la de aceptar no ser ellos los protagonistas de los regalos, quienes detentan el poder de regalar y a quienes, entonces, se debe el agradecimiento. La institución de los Reyes Magos se descubre así como una vía idónea para desplazar la relación entre padres e hijos de ese eje imaginario en el que el regalo termina por convertirse en un instrumento de seducción destinado a apresar el deseo de su receptor.

También en ello los Reyes Magos demuestran la virtualidad de esa posición tercera que introducen en el circuito simbólico familiar: impiden que el regalo se convierta en un fetiche que atrape el deseo del niño en el interior sin salida de la relación dual con sus progenitores. La ley simbólica que anida en el rito exige, precisamente, todo lo contrario: que el deseo del niño pueda fluir fuera del entorno familiar, más allá de sus estrechas fronteras. Y para ello, necesariamente, debe poder desligarse de las figuras que, en éste, lo mantienen ligado. Por eso el poder de regalar es atribuido en exclusiva, durante esa noche, a los tres Reyes Magos de Oriente: es decir, a esas figuras que, por carecer de rostro, son invisibles, y que sólo se dejan atisbar por sus destellos en esos significantes metonímicos que constituyen las huellas de su paso. Y, sobre todo, por ese significante que ellos mismos encarnan: el número tres que designa esa terceridad a partir de la cual se constituye la dimensión misma de lo simbólico.

Por eso en la noche de Reyes sólo los Reyes Magos hacen regalos: encontramos así inesperadamente preservada, todavía hoy, una manifestación pura de la donación simbólica que, para ser tal, exige que el hecho mismo del don se manifieste como el fundamento mismo del intercambio. Pues convendría advertir -corrigiendo de paso el olvido estructuralista- que, para que el régimen humano del intercambio pueda funcionar, es necesario que sea desencadenado por un acto prometeico -y, por tanto, no correspondido- de donación.

Pues, de lo contrario, el intercambio, concebido como mero cambio de equivalentes entre sujetos igualmente concebidos como equivalentes, termina por vaciarse de sentido para convertirse en pura tautología, en un juego narcisista y vacío entre aquellos que se reconocen mutuamente como objetos de deseo y que se intercambian una y otra vez las imágenes -por eso especulares- de su deseo, en el espejismo de un proceso de seducción interminable que, tarde o temprano, ha de terminar manifestando su cara oscura, letal (18): la que empuja, para poder sentir ser algo más que ese espejismo suspendido del deseo del otro, a apropiarse totalmente de ese otro; a incorporarlo, someterlo y, finalmente, aniquilarlo en su individualidad.

Para evitarlo, para impedir que el universo humano del intercambio se convierta en un proceso hueco, inhumano y alienante tal y como se manifiesta en el mercado capitalista cuando nada lo frena, es necesaria la reedición de ese acto fundador de donación para el que, por definición, no existe contrapartida ni equivalente alguno.

El Greco, Adoración de los Reyes Magos,
Museo Soumaya, Ciudad de México, 1568


Regalos cifrados, enigmáticos

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La adoración de los Magos,
Karanlik Kilise Göreme

De manera que, como hemos señalado, el paso por ese lugar tercero que los Reyes designan supone, además de un tiempo de demora, el espacio de una transformación.

Por eso, aún cuando es necesaria una cierta correspondencia entre el deseo consciente expresado por el niño en su carta y el regalo que le responde -pues eso le permite saberse reconocido, en el don que recibe, por aquel que se lo destina-, para que esos regalos alcancen plenamente su estatuto de dones, es necesario que esa correspondencia no sea más que parcial: lo que responde, porque responde esencialmente en lo simbólico, no debe, sin más, plagarse a la demanda; debe, por el contrario, articularla. Y conviene advertir que la frustración que eso supone para el niño es siempre menor que la inevitablemente más desoladora de enfrentarle con la posesión del objeto deseado, es decir, con no más que con la vacuidad que anida en el espejismo de su deseo imaginario.

Es así, entonces, como el regalo se configura, netamente, como don: ya no es sólo -ni tanto- un objeto de deseo imaginario -de frustración, por tanto- para el niño, sino un operador simbólico, enigmático, un significante cifrado que participa de la estructura simbólica destinada a sustentar su deseo.

Y así, finalmente, el niño que ha pedido objetos, recibe dones; significantes cifrados que le nombran diciéndole lo que debe oír; que no era eso, el contenido de sus deseos conscientes, lo que de verdad deseaba, en la misma medida en que él no es quien cree ser, es decir, ese pequeño individuo narcisista prendado de la fantasía de un inexistente Todo para su deseo. No es por tanto una respuesta lo que el niño recibe en los regalos de los Reyes Magos, sino los significantes cifrados que le devuelven -y le permiten articular- la interrogación por el ser que le constituye en sujeto. Esa interrogación que, al precio de una angustia soportable, le permite finalmente localizarse: reconocer a la vez la cadena de su filiación y el lugar que, en ella, delimita su singularidad.

Joaquín Ros y Borarull, Adoración de los Reyes Magos,
Portal de la Caridad, Sagrada Familia, Barcelona


El don y el sentido del goce

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Raphael Sanzio, La Adoración de los Magos,
Pinacotreca Vaticana, Roma, 1502-1504

Pero es hora ya de recomponer la cadena simbólica que constituye la trama del rito. Primero la escritura y el envío de una carta dirigida a los Reyes Magos, es decir, a esos sabios de Oriente que sabían que, para aquello que sucedió en Belén, aquel parto, había un relato, y que, por eso, tenía sentido. Y luego la tarea de los padres, abrochando su trabajo a su goce, para que ese goce pueda reencontrar su productividad simbólica.

Diríase, así, que el rito tiene buen cuidado de recordar, de rescribir en el espacio familiar, eso que tan fácilmente se olvida y que, sin embargo, constituye su origen. Pues, después de todo, el niño nació de ese goce. Y por eso ese goce -cuyo hiriente clamor resuena ciertas noches en el hogar familiar-, a través de la metonimia sonora que lo liga a las figuras de los Magos, alcanza finalmente su producción netamente simbólica: retorna como regalo, bajo la forma de esos presentes que, la noche señalada, traen los Reyes Magos y que nombran al niño como hijo de ese goce. Pero de ese goce en tanto anclado por la palabra, en forma de una sagrada alianza.

El hijo es así, entonces, nombrado como hijo de la palabra. Es decir, como ser engendrado por ella; como aquel que encuentra su lugar en un relato simbólico que articula y dota de sentido a ese hiriente encuentro con lo real que es el goce. Pues, después de todo, es hijo de la palabra aquel cuya llegada al mundo no es azarosa ni gratuita, sino que ha sido aguardada, en la medida en que un relato ha precedido y conformado su irrupción en el inhóspito mundo de lo real.

Por eso, si los Reyes Magos no traen nunca carbón es porque celebran a un niño que se lo merece, es decir, a uno que es capaz de soñar. Mas no por eso el carbón deja de ser pertinente en el rito: su función es, por el contrario, decisiva. Pues constituye la apropiada metáfora de esa vivencia siniestra que invade a aquel que, por que no puede simbolizar, se ve condenado a habitar ese mundo de pesadilla permanente que es el de la psicosis. -De ello habla con asombrosa precisión un notable film reciente: Leolo (Jean-Paul Lauzon, 1992): su protagonista, un inteligente muchacho al que su desintegrado universo familiar empuja hacia la psicosis, se defiende de ella aferrándose a este preciso enunciado: Porque sueño, yo no estoy loco. (19)

Bartolomé Esteban Murillo, La Adoración de los Reyes Magos,
Toledo Museum of Art, 1660 aprox.


Notas

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17 Freud, Sigmund: La interpretación de los sueños, en Obras Completas, tomo II, Biblioteca Nueva, Madrid, 1974.

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18 Cfr.: Lacan, Jacques: El Seminario 2: El Yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica, 1954-55, Paidós, Barcelona, 1983.

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19 Cfr.: González Requena, Jesús; Ortiz de Zárate, Amaya: 2000: Léolo. La escritura fílmica en el umbral de la psicosis, Ediciones La Mirada, Valencia, 2000.

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