18. La escena primaria

 

 

 

Jesús González Requena
Seminario Psicoanálisis y Análisis Textual 2014/2015
sesión del 19-12-2014 (2)
Universidad Complutense de Madrid
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2015

 

 

     

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    Infierno

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    Por una vía u otra, es de la madre de la que se habla: la madre de Ethan o la madre de Martin, allí donde se confunde con la mujer amada.

     

    Es la madre la que muere, es su pérdida la que se escribe.

     

    Dicho todavía de otra manera:

     

     

    En cierto plano inconsciente, la Madre de Ethan y Martha se confunden, en la misma medida en que la enunciación del film se despliega entre las figuras del padre y del hijo, de Ethan y de Martin.

     

     

    Les decía, Ethan acata,

     



     

    Martin niega, pero ambos se sumergen en los infiernos.

     

    Literalmente:

     


     

    pues algo más tarde, Martin desciende, también él, a ese infierno donde se encuentra ya Ethan, su roja camisa recortada sobre la masa de humo negro e infernal que invade la imagen.

     

    Ethan: Martha! Martha!


     

    Ethan ve algo y, según avanza hacia ello, el plano se convierte en semisubjetivo.

     

     

    En imagen aparece entonces un nuevo umbral totalmente negro que Ethan todavía no ve, aunque a nosotros se nos impone de inmediato, a la vez que no podemos ver todavía lo que él está viendo ya.

     

    Ese nuevo umbral ya no es el de la casa, sino el del cobertizo, carente de puerta: tan solo, un rectángulo negro que anticipa el más siniestro presagio.

     

    Y lo más notable es que existe una relación directa entre lo que Ethan ve y lo que vemos nosotros.

     


     

    Se trata del vestido azul de Marta, que ahora Ethan sostiene a la altura de esa negra puerta a la que sin embargo no mira, aunque nosotros no podemos dejar de mirarla pues su negritud se encuentra rodeada no sólo del vestido azul, sino también del blanco delantal de Martha, ensangrentado y caído sobre el suelo.

     


    Fase fálica / fase genital

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    Y bien, quizás recuerden una composición sobre la que en su momento hube de llamarles la atención y que contenía los mismos elementos:

     

     

    Les hablé entonces del despliegue de los dos extremos de lo femenino ante los que se encontraba parado Ethan: la figura bella y brillante, vistiendo su vestido azul y su delantal blanco, y la hendidura más oscura, en forma de ese rectángulo negro que le aguarda.

     

    Cuando nos detuvimos en la diferenciación conceptual de las nociones de pene y falo, les indiqué que en ella se jugaba, entre otras cosas, la diferencia, esencial en Freud y descartada en Lacan, entre la fase fálica -a cuyo perímetro se limita casi totalmente el discurso lacaniano sobre el falo- y la fase genital.

     

    Este es un momento idóneo para retomar la cuestión.

     

    La fase fálica se organiza sobre una dialéctica -digámoslo así- peniana: en ella, el pene es

     

     

    lo que se tiene

     

     

    o no se tiene.

     

    La fase genital, en cambio, se organiza sobre la dialéctica fálica, que ya no es una dialéctica del tener o no tener, sino del hacer y el padecer: en ella el falo es, como les decía, la herramienta del acto y es en relación con esa herramienta como se ancla la dialéctica de lo activo y lo pasivo tanto como la de lo interior y lo exterior.

     

    De hecho, desde el momento en que nos olvidamos de la fase genital y nos quedamos en la fálica -como sucede en Lacan con solo mínimas excepciones- estos ejes semánticos se desvanecen.

     

     

    La dialéctica lacaniana entre el hombre que tiene el falo y la mujer que, porque no lo tiene, lo es, pertenece toda ella a la dialéctica de la fase fálica.

     

    Añadiré, a este propósito, que no me parece apropiado decir que la mujer lo es -que es el falo.

     

    Como les indiqué en las sesiones anteriores, me parece más apropiado decir que lo pone en escena -ella se sube a sus zapatos de tacón y se yergue para hacerse ver como lo que se yergue para el deseo-, que pone en escena lo que no tiene para así guiar al varón por la senda del deseo, en tanto que esta senda recorre necesariamente un trayecto imaginario.

     

    De hecho, pocas cosas hay tan imaginarias como esa: que el deseo del varón localice en la mujer el falo de su deseo.

     

    De ahí lo fácil que es que, llegado el acto, el varón se dé el batacazo: es, como les sugería en su momento, el caso de Don Juan, que sale huyendo cada vez que descubre que ella no es el falo, sino todo lo contrario.

     

    Por eso, como les digo, la mujer lo pone en escena, pero no lo es.

     

    Y por eso mismo, su arte del erotismo es necesariamente ambiguo: pone en escena lo que no es -se yergue sobre sus zapatos de tacón- pero, a la vez, pone en escena lo que es -y por eso viste la falda que hace de su cuerpo un espacio interior.

     

    Por eso, el arte del erotismo hace de la mujer, no mascarada, sino sacerdotisa: guía con su brillo y su figura el deseo del hombre hacia algo que carece absolutamente tanto de lo uno como de lo otro, del brillo como de la figura.

     

    Martha: Welcome home, Ethan.


     

    Y bien, les decía que, en el movimiento que sigue, la erguida y grácil figura de Martha conduce a Ethan hacia ese umbral negro con el que ella misma, llegado el momento, se confunde.

     


     


    En contracampo: el cuerpo y lo sagrado

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    De modo que, con todo rigor,

     

     

    podemos decir que eso prosigue aquí.

     

    Están, en ambos planos, los mismos elementos, Ethan, el umbral negro, las ropas de Martha -sólo que ahora sucias y carentes de brillo-…

     

    Y Martha… ¿falta?

     

     

    Desde luego que no.

     

    Martha está, totalmente desnuda, ahí dentro.

     

    Toda ella cuerpo, carente ya absolutamente de figura.

     

    Cuando finalmente Ethan mira hacia allí, por raccord de mirada,

     


     

    pasamos al contraplano absoluto, por inversión sobre el eje de 180º.

     

    Desde allí le vemos mirar, convertido ya, por obra del contraluz que recorta su silueta sobre el cielo del amanecer, en una figura totalmente negra, hacia ese interior extremo y absoluto.

     

    Allí le aguarda la cámara.

     

    Es decir: allí nos encontramos nosotros mismos, los espectadores del film, en el lugar del cuerpo violentado y asesinado de Martha.

     

    Es decir: en el lugar mismo el horror.

     

    En el lugar, absoluto, del cuerpo real -pues el cuerpo es, para el ser humano, el recinto de todos los horrores- absolutamente carente de figura, insoportable e inmanejable.

     

    Un cuerpo real que no nos será mostrado y que, en rigor, es inmostrable.

     

    Como les decía el otro día, cualquier intento de mostrarlo sería una mascarada, salvo, obviamente, que se fotografiara un cuerpo real.

     

    Pero eso sería, a su vez, un acto pornográfico.

     

    Un acto, en suma, que atentaría contra el umbral mismo de la cultura que estriba, junto a la prohibición del incesto, en la sacralización del cuerpo: me refiero a lo que se deduce de esa invariante cultural que es el acto y la ceremonia del enterramiento; porque el cuerpo muerto -y no hay cuerpo más real que el cuerpo muerto- es sagrado, y por eso debe ser enterrado.

     

    Y bien, Ford, como todo el cine clásico, respeta este precepto cultural. -Sin detenerme ahora en ello, me conformaré con señalarles que el cese de ese precepto se encuentra en el núcleo del espectáculo postclásico, netamente pornográfico, con lo que en ello hay de atentado a los cimientos mismos de la cultura.

     

    De modo que ese cuerpo, en tanto sagrado, no es mostrado, pero es, a la vez, absolutamente designado y localizado como lo que realmente es: un cuerpo que ya es todo fondo porque ha cesado en él toda figura.

     


    El héroe y lo real

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    Se habla aquí, sin duda, de la muerte, de la pérdida absoluta del ser amado, del objeto que introducía una figura amable en el oscuro fondo de lo real.

     

    Pero se habla también, igualmente, de la experiencia sexual,

     

     

    y muy concretamente de eso que ha motivado desde antiguo la expresión pequeña muerte para referirse a ella.

     

    Allí donde el objeto del deseo alcanzaba su máximo brillo, de pronto, ese brillo y ese objeto desaparece y sólo queda un cuerpo oscuro,

     

     

    matérico, real.

     

    El cuerpo de Martha violado y mutilado, su cabeza sin cabellera.

     

    Una imagen extrema de castración.

     

    En suma: la experiencia de la castración queda localizada ahí.

     

     

    Ethan sabe. Sabe lo que le aguarda.

     

    Y aunque demora su movimiento, su alargada sombra, tan negra como su propia figura, lo anticipa dirigiéndose directamente hacia ese interior en el que se encuentra tanto la cámara como el cuerpo violado de Martha.

     

    Un extremo del techo quemado del porche parece herir su garganta o señalar el nudo que se ha hecho en ella.

     


     

    Deja caer el vestido y avanza lenta, tambaleantemente, hacia allí.

     


     

    Se detiene en el umbral exterior de la puerta, se apoya, se inclina -es, esta vez, una puerta demasiada baja-, a la vez que su silueta queda totalmente ennegrecida por efecto de contraluz.

     

    Sin embargo ahora, a diferencia de lo que sucedía hace un momento, la luz perfila las líneas de sus brazos -para nada su rostro- es decir: su musculatura.

     

    Y es que va a ser esa musculatura, todavía tensa, pero dentro de un instante desfalleciente, la que va a escribir el efecto emocional sobre el personaje de lo que le es dado ver.

     

    Primero el brazo derecho,

     

     

    como acusando un movimiento de retroceso del cuerpo ante el primer impacto.

     

    Luego el brazo izquierdo

     


     

    y, tras él, la cabeza.

     

    Ha visto lo que esperaba ver.

     

    Y ha sabido que eso era todavía más insoportable de lo que él mismo imaginaba.

     

    Porque eso era, propiamente, inimaginable.

     

    Estaríamos tentados a decir que eso -esa faz siniestra de lo real- es insoportable, pero no podemos decirlo, sencillamente, porque él lo soporta.

     

    Ya nos hizo ver Juan Margallo el otro día el significado de su nombre: duro, sólido, permanente, constante, perpetuo.

     

    Resumiendo: Ethan es el que soporta.

     

    Y porque lo soporta -la visión de la castración- podrá soportar al hijo cuando a éste le toque chocar con ella.

     

    Se trata del padre, en suma.

     

    ¿Recuerdan lo que les dije

     

     

    sobre este plano?

     

    Que Ethan estaba rememorando una imagen que estaba destinado a perder, y ello porque ya entonces sabía que le iba a ser dado ver esto:

     

     

    Se darán cuenta, supongo, que nos encontramos ante uno de los más densos tratamientos del espacio fuera de campo que la historia del cine ha conocido.

     

    Pues lo que ahora Ethan mira, ni lo vemos ahora ni lo veremos nunca -por lo que al film se refiere, quiero decir.

     

    No lo vemos, pero lo localizamos, por cuanto nos encontramos localizados allí.

     

    Por eso acusaremos su presencia a través del doble fuera de campo sobre el que la escena se construye: pues no sólo no vemos el cadáver, dado que éste se encuentra en contracampo, sino que tampoco vemos el efecto que esa visión produce en el rostro del que lo contempla, dado que éste queda totalmente oculto por el contraluz absoluto de la escena.

     

    A la vez, esa doble ocultación intensifica hasta el extremo su dramatismo y lo depura absolutamente: nos transmite la devastación que en Ethan produce lo que ahora mira y lo hace, a la vez, con un extraordinario pudor.

     

    Pues podríamos hablar, todavía, de un tercer velamiento: si no vemos

     


     

    ni el cadáver ni el rostro ennegrecido por el contraluz,

     


     

    finalmente, el sombrero viene también a cubrir su rostro, dibujando ese espacio interior de su pasión, en el momento en que ésta alcanza la cima de su padecimiento.

     

    Pero les insisto: allí, porque es un héroe, resiste.

     


    La escena primaria

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    ¿Y Martin?

     

    Una admirable solución de montaje lo introduce:

     

     

    El rostro de Ethan se oculta,

     


     

    como el de Martin está oculto

     

    Martin: (sobs)

     

    para reaparecer lentamente después.

     


     

    Y ver, saliendo de allí, a Ethan.

     

    De modo que debemos retroceder,

     

     

    para pensar de nuevo la escena, esta vez desde el punto de vista de Martin, es decir, desde el punto de vista del hijo cuando contempla las llamas de la madre.

     

    ¿Qué ha sucedido allí?

     

    Que Ethan ya había llegado antes.

     


     

    Y que había desenfundado ese rifle que es un sable: ya saben, la herramienta del goce.

     

    Por cierto, permítanme que les llame la atención sobre una notable diferencia de composición entre este plano y el de encuadre idéntico que le precede:

     

     

    Y es que ahora se trata de dar su máxima amplitud y centralidad al acto de desenfundar, Moss ha sido situado algo más atrás, confundido con la montaña que se encuenra tras él.

     


     

    En relación con las llamas de la mujer, el sable del hombre.

     

    En relación con los gemidos de la madre, el acto del padre, que cabalga hacia allí.

     


     

    Y Martin…

     

    Martin va a comenzar a ver dentro de un momento.

     

    Justo cuando su cabeza asome por encima de la línea del horizonte.

     

     

    ¿Han oído el sonido que acompaña a su emergente visión? Se trata del cabalgar del padre, que es el otro sonido de la escena primordial.

     


     

    Ésta, les decía, era la otra diferencia crucial: Martin contempla a Ethan entrando ahí, en esa casa ardiendo que es la metáfora extrema del goce de la madre.

     

    Están presentes, por tanto, todos los términos de la escena primordial:

     

     

    -Hecha de fuego y de polvo, cabría añadir.

     

    Por eso, el desfase que separa el punto de vista de Ethan del de Martin es el que nos obliga a pensar la escena en estos dos niveles:

     


     

    el del hombre que pierde a la mujer que ama y el del hijo que pierde a la Imago Primordial.

     

     

    La casa ha desaparecido: la Imago Primordial se ha derrumbado.

     


     

    Y Martin ve a Ethan salir de allí.

     

    De modo que él ha sido: él ha sido quien ha ejercido esa violencia que comenzó con su llegada, él ha aniquilado la Imago Primordial, él, en suma -pues es así como el acto se ve desde el punto de vista de la mirada del niño en la escena primordial- ha castrado a la madre.

     


    El guardián de la puerta

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    Ethan seguro, sólido, permanente.

     

    Como una piedra.

     

    Como les digo, se desmorona pero resiste y cuaja, finalmente, como el guardián de la puerta.

     

    Martin: Aunt Martha.

    Martin: Let me in.

     

    Martin quiere entrar ahí.

     

    Pero Ethan enuncia la ley:

     

    Ethan: Don’t go in there, boy.

    Martin: I wanna see them. Let me in, I wanna–

    Ethan: Don’t go in.


     

    Y, llegado el momento, un acto de violencia debe sustentar la ley.

     

    Pues, sin duda, este puñetazo, por ser tal, constituye un acto de violencia. Pero no sólo ni esencialmente eso, pues posee la densidad de un acto simbólico: realiza el enunciado de la Ley frenando en seco la pulsión del hijo.

     

    Ese puñetazo es aquí, por tanto, la materialización misma de la ley. Y no solo para Martin, sino también para el espectador, pues él tampoco podrá entrar y ver.

     

    Se trata, por tanto, de una violencia simbólica. Pero no por ello menos real -les digo de esto lo mismo que del falo.

     

    Ahora bien, lo que hace de ella violencia simbólica no es solo el que es necesaria para frenar la pulsión violenta del hijo -y les hablo ahora, muy en concreto, del hijo varón-, sino, sobre todo, por lo que la diferencia netamente de la violencia pulsional. Pues es una violencia contenida, dosificada: justo la necesaria.

     

    Una, por ello, que excluye todo goce en el padre que la practica.

     

    Y atiendan a lo fundamental: con esa violencia contenida, evita a Martin una violencia infinitamente mayor; la de esa visión traumatizante que no está todavía en condiciones de soportar.

     

    Así, la amenaza de castración que ese puñetazo enuncia, evita al sujeto una demasiado temprana experiencia de castración que podría aniquilarle.

     

    En suma: Ethan le impide mirar.

     

    Pero prueben a enunciar la cosa en positivo: porque le impide mirar, le hace posible no ver. Y, así, le hace posible desear.

     

    Observen que ello nos devuelve otro aspecto, el más íntimo y desconocido, del héroe: su cruz consiste en soportar lo que ha visto, en guardárselo sin compartirlo con nadie, en hacer posible que los otros no vean lo que él ha visto.

     

    En suma: en hacerse cargo del horror, a costa de un suplemento de soledad.

     

    Martin: Don’t let him look in there, Mose.

    Ethan: Won’t do him any good.

     

    Y fíjense como esa soledad se realiza.

     


     

    Por primera vez vemos el perímetro de piedras que acota un círculo en el que se encuentran las tumbas de los padres.

     

    Pero lo notable es que estas tumbas no se encuentran en su centro, sino en su parte superior, de modo que en el centro, totalmente localizado por un bulto que no podemos todavía identificar, se encuentra otra cosa.

     

    Y, desde allí, un ladrido llama a Ethan.

     

    Al fondo, su roca hendida, tan erguida como las lápidas de los padres.

     

    No hay duda que es allí, en ese centro, donde esa soledad de la que les hablo encontrará su expresión en el desenlace de la secuencia.

     

    Ethan: Lucy! Debbie!


     

    Ahí le tienen.

     

    Justo en ese centro que es solo suyo.

     

     

    ¿Qué hay ahí?

     


     

    El cadáver de una niña: Joanna.

     


     

    ¿Y luego?

     

    Singing: “shall we gather at the river?”)

     

    Luego, en ese mismo centro, la tumba de Martha.

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