3ª Parte: Nacimiento del relato clásico (Sherlock Jr.)

 
 

Los espacios del cine
Jesús González Requena
de esta edición: gonzalezrequena.com, 2014

 

Capítulo 1. El ser y el cine

Capítulo 2. De bombones y cifras

Capítulo 3. Aporía del dólar

Capítulo 4. Qué hacer con una chica

Capítulo 5. Cine, Sueño, Relato

Capítulo 6. Cuatro: la estructura del relato clásico

 

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Capítulo 1. El ser y el cine

  • El espacio cinematográfico

  • La singularidad del ser

  • Cineasta: pantalla, interrogación

     


    El espacio cinematográfico


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    El espacio cinematográfico mismo constituye el punto de partida de Sherlock jr (Buster Keaton, 1924), film que se abre con esta imagen tan poderosa en su simetría. Y ello no sólo por la rigurosa composición del plano, que presenta el patio de butacas dividido en dos bloques homogéneos de butacas vacías, en una disposición simétrica sólo rota por la presencia de Buster Keaton, cuyo rostro permanece cubierto por el libro que lee. Pues más allá de esa simetría dibujada en el plano del enunciado visual, es necesario atender a aquella otra que se traza en profundidad y que afecta esta vez al plano de la enunciación. Pues, encontrándonos en una sala cinematográfica -justo en el centro de la parte superior de la imagen se encuentran los ventanucos por los que se realiza la proyección-, lo que la imagen nos ofrece es lo que se encuentra justo enfrente de la pantalla, ya que, de hecho, la cámara se encuentra ubicada en el lugar mismo de ésta.

    Pero volvamos al plano del enunciado. Si el hombre que lee es la única figura que rompe la simetría compositiva de la imagen, no hay duda que ésta, en su estricto centramiento, coloca en el centro de la imagen algo desde luego diferente a ese personaje pero que, a la vez, tiene mucho que ver con él. Se trata de ese montón de basura que en cierto modo forma parte de él y que se hace si cabe más visible por estar encuadrada, casi enmarcada, por el oscuro sillón del fondo.


    La singularidad del ser


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    Y bien, nuestro hombre lee un libro de título preciso: How to be a detective. No hay duda, por la intensa concentración de su rostro, de que está estudiando y de que pretende convertirse en detective. Pero nada nos impide escandir ese enunciado -de hecho la grafía misma de la portada nos invita a ello, tanto como la extremada seriedad del lector- para centrar nuestra atención en su primera parte: How to be, Cómo ser.

    Sería inútil objetar a ello con el tópico de que Buster Keaton aparecía siempre serio en sus películas, pues, precisamente, esa extrema seriedad fue una pieza esencial en la construcción de su personaje: él era alguien que se lo tomaba todo en serio -tendremos ocasión más tarde de ver hasta qué punto tenía motivos sobrados para ello. Fue, de entre los grandes cómicos del cine mudo, el existencialista por excelencia. De modo que en nada puede extrañarnos que el problema del ser fuera, después de todo, su único problema. Bastará, por lo demás, con dejar fluir el film para constatarlo.

    El intenso gesto de meditación del personaje se traduce de inmediato en una precisa indagación sobre el que fue siempre el núcleo de la reflexión existencialista: el problema de la singularidad del ser.

    El sujeto, en suma, a través de la contemplación de su huella dactilar, se confronta con el problema de su radical singularidad.

    Ese problema que es también, de alguna manera, -como hemos tenido ocasión sobrada de constatar en El hombre elefante– el de su monstruosidad.

    Por lo demás, el montón de basura aguarda ahí, y resulta imposible no chocar con él. Lo que, de inmediato, ciñe de manera extraordinariamente concreta el problema de nuestro personaje.

    ¿Cómo lograr ser?

    ¿Cómo ser algo más que basura?

    Y bien, esta es la respuesta que se ha dado a sí mismo nuestro personaje: convirtiéndose en un detective.

    ¿Por qué en un detective precisamente? Porque es necesario solucionar el caso. Y se trata siempre del mismo caso, como acusa con precisión el cartel que sigue.

    La chica del caso.


    Cineasta: pantalla, interrogación


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    Pero nuestro personaje es, además, cineasta.

    Y por eso es frente a la pantalla -esa pantalla que todavía no vemos pero que habrá de cobrar una importancia crucial en el resto de la película-, donde su interrogación es necesariamente formulada.

    El que la pantalla no nos haya sido mostrada todavía, en nada disminuye su indiscutible protagonismo pues, insistamos en ello, se encuentra en el lugar mismo en el que la cámara se ubica en este momento. Y totalmente confrontada a eso que, aún tapado, ocupa el lugar central en la mitad superior del plano: el proyector cinematográfico.

    Hemos señalado ya que la figura de Keaton rompe la acentuada simetría de este plano general inicial. Pero es obligado anotar igualmente el otro elemento que trabaja en esa misma dirección: esa puerta oscura que se encuentra a la derecha, tras él. Resulta obligado anotar ahora su presencia, pues conduce al habitáculo donde se encuentra el proyector. Con lo que este plano inaugural del film dibuja un doble trayecto posible: por una parte, a través de ese pasillo central, uno que conduce a la pantalla; por otro, a través de esa puerta oscura, subiendo sus escalones, otro que lleva hasta el lugar donde se encuentra el proyector. A su debido tiempo, el film habrá de realizar ambos trayectos.

    Así, desde el primer momento, las cualidades opuestas de las dos paredes frontales de la sala cinematográfica son suscitadas: una, la pantalla, muestra, se llena de imágenes que se ofrecen a la mirada de su espectador; la otra, en cambio, oculta el proyector que proyecta y, así hace posibles, esas mismas imágenes.

     
     

     

    Capítulo 2. De bombones y cifras

     

     

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    Baile de cifras


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    Es realmente notable cierto baile de cifras que puntea toda la primera parte del relato.

    Comienza a propósito del precio de los dulces que nuestro héroe quiere regalar a su amada, que queda establecido, como la primera cifra de ese baile, el 1.

    La segunda cifra, mucho más compleja, es el tres.


    La diferencia es bien palpable y, desde luego, notable. Y por cierto que así, el 3 queda establecido como la cifra que cifra el acceso a la mujer en tanto objeto de deseo.

    Pero, la cifra de nuestro personaje es, por ahora, tal y como lo acusan los pocos dólares que logra reunir, el 2.


    La importancia de las cifras: ¿Dos?, Tres


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    Y que las cifras tienen en esta película toda su importancia es algo que podemos constatar de inmediato:

    ¿Dos?, pregunta Buster.

    No, tres, responde la tendera.

    Y es que ella, en tanto mujer, sabe de la importancia de estas cifras primordiales -y decimos ella, pues se trata, desde luego, de una mujer, como el excepcional primer plano que sigue, poco previsible para un personaje del todo secundario, lo confirma.

    Hasta qué punto las cifras que acabamos de anotar cifran la trama del relato en su primera formulación es algo que el escaparate permite establecer con absoluta nitidez.

    A la izquierda el 1, a la derecha el 2, en el centro el tres.


    Los dos rivales y sus cifras respectivas


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    Y una nueva confirmación nos la ofrece la llegada, a esa misma tienda, del rival.

    El rival de Buster, un tipo un tanto granuja.

    De modo que los dos rivales están instalados, por ahora, en el dos. Aunque, desde luego, de manera bien diferente: pues Buster tiene dos dólares, mientras que su rival, en cambio, tiene dos bolsillos vacíos.


    Y por lo demás, la avispada tendera, experta en los dulces de la mujer, si sonreía comprensiva a Buster, mira desconfiada a su rival.
     
     

     

    Capítulo 3. Aporía del dólar

     

     

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    El tercer billete


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    Y por cierto que el baile de las cifras se prolonga en lo que sigue:

    En ese montón de basura que, decíamos, es el suyo, Buster encuentra un billete de dólar. Y eso, con los dos que tenía hace tres -obsérvese hasta qué punto el film nos invita a contar una y otra vez. De modo que nuestro héroe se dispone presuroso a partir para comprar la caja de dulces que concibe como la vía de acceso a la amada.


    Buster es incapaz de mentir


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    Pero sucede que entonces la cuenta se invierte:

    He perdido un dólar, ¿no lo ha visto cuando barría?

    El asunto es que un hombre tan serio como Buster es incapaz de mentir.

    Lo que va a producir el gag que así ha comenzado a desencadenarse tiene ahora que ver con la vía por la que se expresa el deseo del personaje de no devolver el billete que acaba de encontrar.

    De acuerdo, descríbalo.

    Pero la fuerza de un gag como éste no se agota en la expresión de la forma ingenua, infantil, con la que el personaje trata de aferrase al billete.


    Singularidad del ser / repetibilidad del signo dinerario


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    Pues se manifiesta en ello a la vez -lo que da a la escena esa dimensión filosófica que sólo alcanzaron los más grandes maestros de lo cómico- el contraste irreductible entre la singularidad del ser -ese que, como decíamos, es el tema existencial por antonomasia- y la repetibilidad, la abstracción, la ausencia absoluta de singularidad del significante dinerario.

    ¿Cómo es posible que ese billete, justo el que él necesita para alcanzar la cifra 3, sea el mismo que ella, esa mujer desconocida, ha perdido?

    Incluso ella tiene que mirarlo a hurtadillas para poder describirlo -Tan abstracto es un billete que nadie sabe cómo es, pues nadie se ha parado nunca a mirarlo.

    Y así, la cuenta retorna:

    Contamos de nuevo con él: ahora sólo hay dos.


    ¿Cómo no devolverle el dinero a la ancianita?


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    Pero el gag prosigue, desplegando su lógica con total precisión

    Creo que he perdido un dólar.

    No es posible.

    ¿O sí es posible?

    ¿Qué se puede hacer? ¿Cómo no devolverle el dinero a esta pobre anciana si ya se le ha devuelto a la joven rica de hace un momento?

    Sólo por cumplir el expediente, Buster reclama la descripción del billete. Pero esta vez incluso él mismo la anticipa, conformándose con que la anciana le confirme que así era el billete que ha perdido.


    Absolutamente desposeído


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    De modo que a la vez que entrega el dólar, toma el pañuelo de la anciana para enjugar el sudor de su desolación.

    Y así, nuestro personaje es progresivamente desposeído. Ni siquiera ese miserable montón de basura resulta ser suyo.

    Y contamos, de nuevo: sólo un billete.


    Aporía


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    Ahora bien, ¿por qué ha entregado Buster el segundo billete si éste, a diferencia del anterior que encontrara en el montón de basura, esta vez era sin duda el suyo? Pero la respuesta nos la da de nuevo el gag en su dimensión filosófica pura: si todos los billetes de un dólar son iguales, ¿cómo saber si el que entregó a la joven rica era realmente el que había encontrado en el montón de basura? ¿O cómo saber si el que encontró era el que había perdido la pobre anciana? De modo que la repetibilidad del billete nos confronta ante una suerte de aporía irresoluble.

    Y una que demuestra de manera irrebatible que no es ahí, en ese ámbito del significante dinerario, donde nuestra sociedad contemporánea puede fundar su realidad, y mucho menos donde el sujeto puede sustentar su ser.


    Es posible llegar a ser incluso menos que eso


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    El film no deja ni por un instante de insistir en ese sólo un billete de un dólar.

    Pues ni siquiera eso está garantizado. Es posible llegar a ser incluso menos que eso.

    Ante la presencia de un fortachón malencarado, Buster se apresura a entregarle su último dólar. Pero el hombre lo rechaza con desprecio para buscar y encontrar en seguida, en el montón de basura, una cartera llena de billetes.

    De modo que de la basura emergen billetes tanto como desaparecen.

    En suma: que en ella, en el caos que la habita, no puede encontrarse ninguna respuesta.


    Por eso, lo mejor es no arriesgarse.

     

    Capítulo 4. Qué hacer con una chica

     

     

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    ¿Qué hacer con una chica?


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    Buster ha comprado la caja de dulces de un dólar y se detiene con ella ante la casa de la chica. No puede vencer la tentación de hacer una pequeña trampa.

    Así -efectos mágicos del significante- convierte el 1 en 4.

    Y con esa inyección de decisión, corre Buster feliz en busca de la chica.

    Como la chica corre feliz a su encuentro.

    Pero cuando éste se produce, ambos se quedan paralizados.

    La bien iluminada barra de la escalera divide el plano separando a los personajes y escribiendo la dificultad de su conjunción. Y la escalera misma marca la expectativa de un encuentro amoroso que exige el paso por espacios anteriores y complicadas fases previas.

    ¿Qué hacer con una chica? Ese es, como veíamos desde el comienzo, el núcleo del caso para el que nuestro héroe se prepara como detective. Es decir: esa es la muy concreta declinación que el problema del ser adquiere en el film.


    El falso precio de la caja y el robo del reloj


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    El rival llega entre tanto a la casa y contempla a la pareja sin ser visto.

    Pero Buster no se da cuenta de nada, pues está ocupado en hacer ver a la chica, como por casualidad, esa cifra que él mismo ha trazado en la parte inferior de la caja de bombones.

    El rival, mientras tanto, aprovechando el descuido que reina en la casa, comete un robo. Y roba nada menos que el reloj del padre.

    Resulta obligado anotarlo pues, en lo que sigue, ese reloj del padre se manifestará como uno de los significantes mayores del texto.


    Buster se esmera en dar todos los pasos necesarios


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    Por su parte Buster se esmera en dar todos los pasos necesarios por lo que a la chica se refiere. Toca, ahora, el obsequio del anillo de pedida.

    El gag se localiza esta vez en lo minúsculo, casi invisible, de ese anillo.

    Buster ofrece entonces a la muchacha su lupa de detective para ayudarle a ver su diminuto obsequio.


    La cifra del acto y el momento justo


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    El relato se anuda por la vía del montaje paralelo.

    El rival ha vendido el reloj del padre y ya dispone del dinero necesario para comprar la caja de bombones signada por la cifra tres.

    Mientras tanto, para nuestro héroe, la cosa no es nada fácil.

    No deja de ser curioso que en un momento como éste, en el que se formula con toda explicitud la cuestión de la relación, a la vez que la necesidad de abordarla -acabamos de ver cómo ella, la chica, ha puesto su mano ahí, convocando al hombre al paso al acto- justo en ese momento, la cifra tres retorna con su particular insistencia mientras contemplamos al rival adquiriendo el preciado presente.

    No hay duda, en suma, de la que cifra tres es la cifra del acto.

    Planteamiento, nudo y desenlace. O si se prefiere: como todo el mundo sabe, a la tercera va la vencida.

    Eso, el momento del acto -el arte nos lo recuerda una y otra vez-, encierra para nuestra especie una considerable dificultad: nada tan difícil como dar con el momento justo.

    Y está, por otra parte, la presión de la exigencia de la mujer.

    La parálisis retorna de nuevo. Insistamos en ello: nada tan difícil como el acto para esa especie tan extraña que somos: la especie dotada de conciencia.

    El caso es que, de tanto cavilar, Buster pierde la ocasión.


    Las dos líneas narrativas se abrochan


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    Y, como era de esperarse dado que nos encontramos en un relato, con la llegada del padre, se abrochan las dos líneas narrativas abiertas hasta aquí.

    ¡Me han robado el reloj!


    El error del detective


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    Dado que está suscitado el tema de los problemas que la consciencia plantea al sujeto para acceder al acto, el film nos obliga a constatar el error que comete ahora nuestro personaje.

    Regla 1. Registrar a todo el mundo.

    Nada tan absurdo -luego nos detendremos a motivar por qué- como pensar que todo puede resolverse en el campo del cálculo cognitivo. La obcecación de Buster en el manual de instrucciones le impide percibir lo que se juega en el momento y así caer en la trampa que le tiende su rival.

    Y así, las instrucciones del manual le conducen a su perdición.


    Esperen un minuto. Yo me haré cargo de todo.


    Oye, es a mí a quien han robado el reloj, ¿recuerdas?



    ¿Y por qué no le registramos a él?



    Las cifras y el lugar del padre


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    Reloj y Cadena: $4.00

    Las cifras otra vez. El reloj y la cadena del padre, aparecen ahora marcados por la cifra 4.

    Sin embargo, parece del todo inverosímil que el reloj del padre valga tan sólo lo mismo que la caja de bombones.

    Pero todo cambia si recordamos que esa caja de bombones es el emblema del deseo, en tanto es el presente que la hija de ese padre recibe en el proceso del cortejo.

    Y así, la equivalencia resulta finalmente explicitada de modo visual: 4 es simultáneamente la cifra de la caja de bombones y la del reloj del padre. Y es por eso la cifra en la que el padre, su cadena y su reloj, se encuentra con el deseo de esa mujer que es su hija. Por otra parte, ¿acaso cuatro no es la suma de uno más tres?

    En su momento señalamos que Buster no mentía nunca y, sin embargo, hemos tenido ocasión de comprobar que no dudaba en falsear el precio de la caja de bombones que regalaba a la muchacha.

    Ahora bien, en rigor, su pequeña trampa no era propiamente una mentira: el cuatro que quiere que ella vea es su compromiso matrimonial: con él proclama, ni más ni menos, que está dispuesto a ocupar el lugar de padre.

    A cargar con su reloj y a someterse a su cadena.


    La cifra del padre: el reloj y la cadena


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    El caso es que Buster es injustamente acusado y, finalmente, expulsado de la casa.

    No eres bien recibido en esta casa.

    Y por cierto, no deja de ser notable, casi hiriente, que quien decreta esa expulsión sea no sólo el padre de la chica, sino también, ya fuera de la ficción, el padre del propio Buster Keaton -Joseph Frank Keaton.

    Ahora bien, ¿por qué el fracaso de Buster? Probablemente porque se ha atribuido la cifra del padre, pero sin por ello haber hecho suyo su sentido.

    Pues si la cifra es cuatro, hay que atender al sentido que encierra.

    Reloj y cadena.

    Es decir: 3 + 1.

    Pues el reloj es el tres: el tiempo y, con él, el momento del acto. El acto que encadena: eso es lo que está en juego.


    Conciencia, tiempo y acto


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    Y en ese momento Buster ha fallado. ¿Por qué? Porque a la hora de la verdad, en el momento justo -en ese momento decisivo en el que se acusa la desaparición del reloj del padre- en vez de actuar, él se ha puesto a leer un libro.

    ¡Me han robado el reloj!

    O dicho de otra manera: que, en el momento del acto, en vez de realizar el acto necesario, se ha puesto a buscar en su libro el modelo de conducta con el que afrontar la situación. Y, al hacerlo, ha perdido, digámoslo así, el tiempo del acto.

    Y eso es lo que le permite a su avispado rival introducir en su bolsillo el recibo sobre el que se sustenta la falsa acusación.

    Resulta evidente la enseñanza que en ello se encierra: quien, en el momento del acto, busca en su conciencia el modo de actuar, falla necesariamente. Pues -y ésta es una ley insoslayable- en el instante del acto la conciencia no está.

    Y así, en lo que sigue, Buster va a seguir fracasando. Pues, expulsado de la casa, no deja de insistir en su error.

    Regla 5. Siga a su hombre de cerca.

    La conciencia fracasa siempre a la hora de acto, sencillamente porque entre la conciencia y el acto media un abismo.



     
     
     

     

    Capítulo 5. Cine, Sueño, Relato

     

     

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    El cine y el trabajo del sueño


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    Y bien, ¿cuál es la condición para no fallar? Anticipemos la respuesta que el film contiene, en la misma medida en que, no sin dificultad, trabajará por conformarse como un relato clásico: es necesario que la conciencia no ciegue el fluir de la pulsión. Es necesario ser capaz de dejarse llevar.

    Lo que, por lo demás, no debe ser entendido como una apelación al irracionalismo. Porque tampoco del lado de lo irracional es el acto humano posible. Para que haya acto humano, justo, acertado, es necesario que esa otra máquina de racionalidad, la del inconsciente, se ponga al mando. Veamos cómo.

    No le quedaba más remedio que volver al trabajo.

    Y por cierto que el trabajo del que se trata es, muy exactamente, ese al que Freud llamaba el trabajo del sueño.

    Se abre la pantalla.

    Y tiene lugar entonces la notable inflexión formal que quedaba pendiente desde el comienzo del film.

    Recordémoslo: entonces la cámara se encontraba instalada en ese escenario en el que se encuentra la pantalla y que ahora nos es mostrado. A la vez que nos es dado a ver, simultáneamente, lo que se encontraba escondido en aquel plano inicial, justo en el centro superior de la imagen y muy exactamente encima del gran montón de basura: el proyector cinematográfico.

    De modo que todos los elementos del dispositivo cinematográfico se hacen explícitos en su mutua disposición.

    Y la máquina empieza a funcionar.

    Y lo hace como lo que realmente es: la máquina más semejante de las imaginables a la máquina del sueño.

    Buster hace por echar una última ojeada a su libro. Pero esta vez ya ni siquiera lo abre.


    Figuras de un proceso de identificación


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    Y su dormir se prolonga en las imágenes que el film que proyecta muestran.

    En ellas hay un collar que es guardado en una caja fuerte.

    Y hay, también, una pareja.

    Y así, en ese sueño comienzan a retornar, estilizados, los elementos de la vigilia.

    ¿Por qué en el centro de casi todos los relatos se localiza el encuentro sexual?

    La respuesta es, después de todo, sencilla -ya la hemos anticipado: porque hay una seria dificultad en la articulación sexual del hombre y la mujer.

    Ellos los que la encarnan, pueden ser cualquiera.

    Es decir: son figuras dispuestas y disponibles para desencadenar un proceso de identificación.

    Y, así, el inconsciente se pone a trabajar.


    Sistema de inversiones


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    Todo un sistema de inversiones se ha desencadenado.

    Inversión no sólo de las posiciones del hombre y la mujer, sino también de la estructura de los personajes.

    Pues aunque aquí también hay un robo

    El collar de perlas ha sido robado.

    Esta vez el padre, en vez de expulsar a Buster, le llama en su ayuda.

    Y así, si allí era el rival el que llegaba, ahora es Sherlock el que lo hace.

    Una inversión propiamente sistemática, pues quien fue expulsado es ahora llamado.

    Pero podemos ser todavía más precisos: el que fue expulsado por el padre es ahora llamado por ese mismo padre.


    El reloj del padre y el collar de la hija


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    Y el objeto robado, que entonces fuera el reloj del padre, es ahora el collar de la hija.

    Por cierto que la estrecha conexión entre ambos objetos se hará explicita a su debido momento, cuando Buster, tras seguir al ladrón del collar, entre en la guarida de los ladrones.

    De hecho, esa conexión ya había sido establecida un instante antes de su llegada, cuando estos mostraban los resultados de sus últimos robos. Primero un reloj:

    Y luego, llegado el jefe, que es también el rival, el propio collar:

    Mientras Buster habla con su rival, uno de los carteristas le roba su reloj.

    Pero esta vez Buster no busca en un libro qué hacer, sino que está atento, despierto, en el momento justo en el que la cosa sucede. Y así, atento a lo que sucedía, él mismo le ha quitado al carterista su reloj

    .

    Y porque controla el reloj -y con él el sentido del tiempo real del acto- es capaz de recuperar el collar.


    Que la conciencia no ciegue el fluir de la pulsión


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    Lo que generará una persecución enloquecida, como es lo propio del género, pero esta vez una en la que el personaje no fallará, sino todo lo contrario.

    Subido en el manillar de la moto que conduce su ayudante, Buster emprende la huida una vez que ha recuperado el collar.

    Pero un bache en el camino hace que aquel caiga de la motocicleta.

    Inconsciente de ello, Buster se deja llevar por una bicicleta que nadie conduce sorteando milagrosamente los más variados obstáculos. Y, así, ese abismo de lo real que media entre el acto y la conciencia alcanza su más preciso dibujo en esta asombrosa secuencia.

    Nunca pensé que lo lograría.

    Nunca pensé que lo lograría –dice nuestro personaje al conductor de su moto que sin embargo ya no está ahí. Lo que, literalmente, debe ser leído así: para lograrlo, en los momentos decisivos, es necesario no pensarlo.

    Es necesario que la conciencia no ciegue el fluir de la pulsión. Hay que ser capaz de dejarse llevar.

    O en otros términos: para que haya acto humano, justo, acertado, es necesario que esa otra máquina de racionalidad, la del inconsciente, se ponga al mando.


    Las bolas de número 13


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    Y así, todas las piezas se ordenan. Como lo hacen, igualmente, todas las cifras. El rival le había preparado una trampa al detective antes de su llegada: unas bolas de billar explosivas que habrían de estallar cuando fueran golpeadas con el taco.

    Y se trata de tres bolas del número 13 -el cineasta se ha tomado el cuidado de ocultar los números del resto de las presentes en la imagen- que el film, una vez más, nos invita a contar, una por una: uno

    dos

    y tres.

    3 Veces el 13. Pero el 13, como sabemos, está compuesto por el 1 y el 3, de modo que 1 + 3 = 4.

    Tres bolas con el número trece.

    No hay duda de que hay algo explosivo en todo ello

    Pero, desde luego, el nuevo Buster-Sherlock, ahora capaz de responder a cada nueva situación en cada nuevo momento, no cae en la trampa, sino que sabe guardarse la bola explosiva. Y así, cuando, tras haber salvado a la chica huye con ella perseguido por los malhechores, dispone de esa bola signada por la cifra 13 para lograr deshacerse de ellos.


     
     
     

     

    Capítulo 6. Cuatro: la estructura del relato clásico

     

     

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    Los cuatro elementos de la estructura del relato clásico

     

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    Cuando se presta la debida atención a ello, se hace evidente que la cifra cuatro está presente en el film por todas partes. De hecho ya estaba ahí en el instante inmediatamente anterior al del comienzo del relato, en el último de sus títulos de crédito:

    Aun cuando hay más de cuatro actores en el film, son sólo cuatro los que están presentes en The Cast. La selección operada, que los reduce a los 4 principales, lejos de ser gratuita, nos devuelve la cifra mayor del film, que es también la cifra de los elementos esenciales que estructuran el relato clásico:

    El sujeto

    El objeto de deseo

    El antagonista

    Y el destinador

     


    Estructura incompleta

     

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    Las piezas esenciales de una estructura que se conforma así: el sujeto desea el objeto,

    lo que le obliga a enfrentarse con el antagonista,

    quien pugna por arrebatarle ese objeto de su deseo.

    Pero sucede que, en el universo de miseria que habita Buster, no hay Destinador para él. Nadie le ha dado la tarea capaz de fundarle como sujeto. De modo que el personaje que ocupa la posición del Destinador, lo hace al modo negativo: en lugar de otorgarle una tarea, sanciona negativamente su acción y su presencia. Y así, en la misma medida en que le expulsa de su casa, se convierte en aliado del antagonista.

    Lo que no obliga a constar la diferencia esencial que distingue a este primer relato del segundo, que tiene lugar en el interior del ensueño cinematográfico del protagonista.

    Pues en éste sí hay, propiamente, destinador que le reconoce como sujeto -como héroe del relato que comienza- otorgándole una tarea: recuperar el collar, salvar a la doncella. La vía canónica, en suma, para acceder a la conquista del objeto de su deseo.

     


    La dificultad de acceder a este otro mundo que es el del relato simbólico

     

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    Sin duda, esta disposición narrativa resulta, a muchos de nuestros contemporáneos, posmodernos y deconstructivos, no más que una ingenua niñería. Mas no era ese el caso de Buster Keaton, ni de ninguno de los otros maestros del cine clásico.

    La mejor prueba de ello se encuentra en la larga secuencia que muestra las dificultades que experimenta el personaje cuando se introduce en el interior de la pantalla. Su hilarante comicidad no excluye la extraordinaria angustia que las habita, y que devuelven el tempo desazonante de una pesadilla que sólo se resolverá cuando Buster logre acceder a este otro mundo que es el del relato simbólico.

    Una vez que ha entrado en la pantalla, nuestro personaje vive con un angustiante desconcierto la transformación incesante del espacio que produce el montaje. De modo que no hay para él ni puertas ni escaleras seguras. Cada vez que se siente ubicado en un espacio, irrumpe un nuevo plano que modifica los términos de su posición y le devuelve a una posición en extremo precaria.

    La reflexión sobre la peculiaridad del espacio cinematográfico es así llevada hasta sus últimas consecuencias. Cobrando todo su protagonismo esa paradoja central de acuerdo con la cual el espectador se encuentra fijo en un lugar del espacio real, pero, a la vez, hace la experiencia de ocupar posiciones virtuales del todo diferentes en el interior de un espacio narrativo en incesante transformación. Por ello, el personaje, manteniéndose ubicado en el mismo lugar de la pantalla, padece el desasosiego, con cada cambio de plano, de descubrirse ubicado en espacios diferentes y en incesante transformación.

    Sólo una cosa puede dar solución a ese desasosiego. Y es precisamente esa que, sin embargo, la teoría y la crítica cinematográfica de las últimas décadas ha considerado el peor de los males: la pérdida del control consciente del yo en la experiencia del visionado cinematográfico.

    O dicho en otros términos: la inmersión, vía identificación, en el universo emocional que el relato suscita.

     


    La respuesta

     

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    Ahora bien, ¿por qué esa extraordinaria dificultad?

    ¿Por qué ese helado abismo de soledad en el que parece habitar desde siempre Buster Keaton?

    La respuesta se encuentra en lo que media entre esto:

    Y esto:

     


    El origen: La bayeta humana

     

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    Pues sucede que lo que descubrimos así escrito en el film, es sólo el eco de algo brutal que sucedió antes y fuera de él. El documental The Great Stone Face (Vernon P. Becker, 1968) nos ofrece, a este propósito, algunas imágenes e informaciones biográficas de primera relevancia:

    La historia empieza en 1895, cuando Josph Frank Keaton nace en Arkansas, donde sus padres actúan en un espectáculo indio.

    Cuando el niño cae por un tramo de escaleras el mago Harry Houdini exclama, Mae, Wath a buster -qué robusto- y desde entonces le llamaron Buster.

    Acompañado del proverbial baúl, el pequeño Buster viajó con sus padres, Frank y Mayra Keaton, quienes por fin dieron el gran salto. Dos funciones de vodevil al día.

    A los ocho años de edad Buster ya actúa en el escenario anunciado como la bayeta humana.

    Resulta en extremo sorprendente la jovialidad con la que la voz narradora del documental acompaña a una imagen tan desoladora -y desolada- como ésta, en la que el pequeño Buster comparece situado en tan extremoso lugar -bajo y dentro de las faldas de su madre- en el que era colocado por sus padres en escena dos veces al día, para alcanzar la risa del público, constituido en La bayeta humana. No es necesario buscar otro motivo para comprender la irreductible seriedad sobre la que el cómico construirá siempre a su personaje. ¿Cómo hubiera sido posible una mirada diferente a esa siendo a su propio padre al que mira colocado en ese inaudito lugar?

    Y como miembro destacado de los tres Keaton, su padre le tira por el escenario en su popular número de comedia burda.

    Realmente era una sangrante comedia burda esa en la que sus padres, su padre y su madre, le hacían participar.

    El joven demuestra un talento innato para la comedia. Y bajo la dirección de su padre muy pronto aprende que si no sonríe la gente se ríe mucho más.

    Por lo demás, el tema de la comedia burda parece ser siempre el mismo: el niño, disfrazado de adulto, es instalado en -o confrontado a- el sexo de su madre.

    En poco tiempo Buster Keaton llega a ser el más famoso niño del vaudeville americano.

    Sobran por tanto los motivos para localizar en la seriedad extrema de Keaton mucho más que un simple recurso técnico del vaudeville. Pues, ¿cómo no envejecer ahí?

    En el escenario, Buster siempre viste ropas de adulto, por lo que se difunde el rumor de que en realidad es un enano. Con ello su padre espera desanimar a la sociedad contra la crueldad con los niños.

     


    La dificultad y a la vez la necesidad de entrar

     

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    Y sobran igualmente los motivos para entender la dificultad y a la vez la necesidad que Buster Keaton habría de sentir de lograr entrar en ese universo simbólico del relato que el emergente cine clásico le brindaba.

    Lo que, en un momento dado, logra. Nadie como él, por eso, para comprender el valor -y la necesidad- de esos nuevos relatos cuya densidad simbólica le permitía salir de la barbarie que había conocido en el mundo de la feria y el vodevil.

     


    Cómo resolver el caso: el relato cinematográfico

     

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    O dicho en otros términos: porque Keaton hubo de padecer en carne propia la sordidez de aquellas primarias y bárbaras comedias burdas, supo mejor que nadie del valor configurador de los relatos.

    Sabía que ellos, a través de los mecanismos de identificación que generan, enseñan mejor que ninguna otra cosa cómo resolver el caso. El caso por antonomasia: qué hacer con una chica.

    De nuevo en contracampo se encuentra la pantalla, y hacia ella mira Buster con el mayor interés.

    Y desde ahí, desde el interior de la pantalla, el relato cinematográfico le guía y, así, le enseña a dar forma a la pulsión que lo habita.

    Nada tan descabellado, por eso, como ese tópico reinante entre críticos e historiadores según el cual la presencia insistente de historias de amor en el cine no sería otra cosa que un procedimiento comercial -y esto dicho en su sentido más peyorativo- para vender películas.

    Buster Keaton, en cambio, sabe del valor y la verdad de la cosa. Y esa verdad estriba en que nada como los relatos enseñan a los seres humanos a hacer el amor.

    Y ello porque eso, hacer el amor, entendido como una actividad humana, es algo que ha sido inventado por los relatos mismos. ¿Dónde si no podría haber nacido?

    Obsérvese, en cualquier caso, lo más notable: desde su punto de vista, que es el del espectador, a Buster le es dado ver en el film lo que no puede ver en el rostro de la muchacha que se encuentra a su lado.

    Y así, embriagado por la identificación que el relato cinematográfico ha generado en él, deja de pensar en qué hacer, deja de asustarse de su propia violencia, y parece que se va a decidir por fin… a hacerlo.



     
     
     

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